XXX
A
quella noche la abadesa de Santa Domitila de Trebbia se convirtió para Martín en Alejandra. Todo había sido tan sorprendente, los hechos se precipitaron de modo tan inesperado, que pareció como si ambos apenas pudieran salir del asombro que les producía su mutua declaración de amor; un amor del que durante toda aquella etapa habían estado conteniendo la urgencia de su manifestación.
Ya las veladas perdieron bastante de su interés por las ciencias; olvidaron casi por completo el acercarse a tantos temas escabrosos y difíciles que embargaban su tiempo real mientras los pensamientos, enmascarados en la charla, giraban en torno a la acuciante necesidad de sincerarse recíprocamente y con ello poner al descubierto sus emociones.
Pasados unos días, hechos ya al nuevo sesgo que habían adquirido sus relaciones, la amistad, la confianza, adquirieron un matiz más personal, más íntimo. En medio de los inagotables y renovados motivos que acudían a la conversación, ahora tan simples, casi infantiles, pero preciosos, surgidos durante las horas en que permanecían juntos, se confesaron sobre la raíz de sus respectivos amores; y lo hicieron con la deliciosa satisfacción de los enamorados, exponiendo sin pudor el fondo de sus sentimientos.
Ella, con toda sencillez, el rostro que parecía resplandecer de satisfecha felicidad, estuvo reviviendo, complacida al contarlo con la musicalidad de su voz, cómo desde aquella primera entrevista, al día siguiente de la llegada de los predicadores, sintió de repente algo inopinado y extraño al descubrir a Martín junto a fray Bernardo; fue una impresión tan fuera de su carácter, de sus pensamientos y de lo que había sido su vida, especialmente desde que profesó, que en medio de la conversación que mantenía con el anciano exorcista continuamente le estuvo rondando un velado temor a lo sobrenatural, al poder de los brujos, a la influencia demoníaca que parecía, en efecto, infiltrada en el monasterio. Optó durante la entrevista por ignorar la presencia del joven, y ya en el tiempo que siguió, no sólo procuró evitarlo, sino incluso olvidar su existencia. Esfuerzo inútil, porque en sus sueños estaba Martín, y en sus oraciones, y en el coro; las veces que él oficiaba en la iglesia de la comunidad no perdía un instante para contemplar su figura a través de la celosía, y era tan arraigada aquella ofuscación, que cada vez se le hacían más patentes sus miedos ante la sospecha de si no sería ella, ciertamente, quien estaría dominada por las tentaciones de Satán.
Despreciándose a sí misma por su debilidad, se entregó a toda clase de sacrificios, a rezar fervorosamente pidiendo la liberación de aquella desconcertante presencia que no la abandonaba un momento; a solas en su oratorio rogaba a Dios para contarle de su pesadumbre, de la pecadora obsesión que atenazaba sus sentidos y todo su ser, llorando por el continuo sufrimiento que padecía, por su conducta de simulaciones hecha de penosos esfuerzos para esconder la enfermiza locura de amor que la atenazaba, que la hacía sentirse trastornada, deseosa de morir si la omnipotencia divina no le concedía el remedio que podría volverla a la vida.
Hasta llegar a un momento en que sintiéndose frustrada porque el Señor parecía indiferente a sus súplicas, abandonada en su angustia sin tener consuelo alguno, pensó que había hecho lo imposible por huir de la tentación sin encontrar la ayuda suprema que podía salvarla de caer en lo que no podía considerar sino la culminación de la ansiada dicha. Así que decidió desentenderse de todo, tanto obligaciones celestiales como terrenas, resuelta a rendirse a los deseos de su corazón, a satisfacer las ansias que la tenían en aquel sinvivir.
—Confieso que te amé desde el momento en que te vieron mis ojos, cuando lo más lejano que estuviese en mí sería el llegar a enamorarme. Enamorarme por primera vez en toda mi vida. Y ahora sé que mis miedos eran reales: porque eres el demonio de la tentación. —Se persignó, sonriendo con maliciosa coquetería.
Todo lo cual embargaba a Martín de placer; también de una cierta vanidad, aunque en alguna que otra ocasión recelara sobre si aquellas emociones que ambos compartían no nacieron, en efecto, de una influencia salida de más allá de las percepciones humanas, del seno de un mundo que está por encima de los mortales. Tampoco dejaba de temer que todo no fuese más que un sueño del que despertaría para volver a lo que ya, comparado con éste su vivir de ahora, consideraba una existencia llena de escasos y confusos alicientes: casi extraña.
—Tú, señora, fuiste objeto de mi curiosidad antes de conocerte. En cada rara ocasión en que estuve cerca de ti me desconcertaba tu sola presencia, y sentí como un temor cuando supe y después adiviné todas las cualidades que te hacen ser como eres; cuantas veces pensé en ti, y fueron muchas, me sentí confuso, sin osar confesarme qué me atraía de tu persona, pero muy lejos siempre de poder llegar a tu vecindad... Y cuando te vi en aquel cuadro, un anticipo celestial de tu belleza, y cuando tu crueldad me hizo quedar deslumbrado al descubrirme tu rostro, ya no fui yo. Aquel día me convertí en lo que soy ahora: tu esclavo.
—¡Vaya, que tu galantería bien denuncia que entre los tuyos no debieron faltar poetas o trovadores, que entiendo abundan en tu país!
—Pero cuanto te digo no son cantos de poeta, sino la verdad de lo que sentía y siento.
—Que bastante mal disimulabas, porque fueron muchas las noches en que pude sorprenderte hecho una estatua, fija en mí tu mirada, y no acierto a explicarme cómo no pudiste adivinar desde un principio mis pensamientos, que caminaban a la par de los tuyos, temerosa, conforme avanzaba la noche, del acabar del tiempo, del momento de nuestra despedida, soñando ya con nuestro próximo encuentro.
Él, turbado por la franqueza con que su enamorada le hablaba, en ocasiones le rehuía tímidamente la mirada, casi ruborizándose. Pero le emocionaba oír, dedicadas a su persona, aquellas palabras que le penetraban hasta lo más profundo.
Una de aquellas noches, con acento de fervorosa sinceridad, la oyó decirle:
—¿Sabes, Martín? Te confieso que he venido a ti con todas sus consecuencias, y que ahora me siento llena de felicidad, distinta... otra persona. Y si alguna vez los Cielos rompen este amor que me has despertado, que no sentí jamás por nada ni por nadie, estaría dispuesta incluso a dar mi vida por haberla vivido a tu lado el tiempo que sea.
Invadido por la emoción, por primera vez se atrevió a tomar ambas manos de la joven para retenerlas sobre su rostro. Y por primera vez las cubrió de besos.
Sus días empezaron a discurrir lleno de una energía, de una actividad que era casi una sorpresa para él mismo. Abandonó aquella pasividad malsana que estuvo llenando sus horas con un vacar enfermizo y ocioso, dedicado a casi vegetar dentro de un tiempo gris, sin alicientes. Ahora sus entrevistas con las tres hermanas adquirieron otro sesgo; pareció como que las inoculara con unas conversaciones que no tenían nada de místicas, ni referencia alguna a nada sobrenatural, sino a lo cotidiano de unos seres víctimas de extrañas alucinaciones. Y el milagro se produjo cuando el volumen del vientre de sor Margarita empezó a disminuir, cesaron los vómitos, le volvió el apetito y finalmente la hermana enfermera le informó:
—Padre, sor Margarita ha vuelto a tener lo de las mujeres.
Posiblemente el espíritu impresionable, simple, de mucha gente, podría interpretarlo como un milagro; pero resolver, por puro obrar de la naturaleza, cuestión tan peliaguda, lo llenó de una especie de orgullo, sobre todo cuando se conoció la noticia dentro de la comunidad y empezó a recibir las felicitaciones, sinceras o no —reticentes, la mayoría—, de los otros frailes; y las más entusiastas, en privado, de la abadesa. Después se celebró una misa votiva cantada y, naturalmente, De Angeles, a la que asistieron cuantos habitaban dentro del recinto monasterial; aunque no se dieran explicaciones acerca de su intención, casi toda la concurrencia conocía el motivo, sobre todo cuando las tres mujeres que durante tanto tiempo mantuvieron en vilo la tranquilidad de Santa Domitila ocuparon lugares destacados en el templo.
Y como quiera que toda la historia de las entrevistas con los «ángeles», y el trato carnal de éstos con las monjas, y el supuesto embarazo de sor Margarita, eran ya noticia en el sordo runrún de la comunidad monasterial, sor Consolación, resuelto el tan inquietante problema de la supuestamente preñada, dio comunicación oficial —aunque lo tenía informado desde un principio— a la superior instancia del Provincial de la Orden, quien decidió el inmediato traslado de las protagonistas de tanta inquietud a uno de los conventos más aislados del país, el de Santo Domingo del Monte, ya en los confines de la Apulia.
—¿Por qué tal decisión? —preguntó Martín a su amada—. ¿Se supone que van a desdecirse de algo, si no se han retractado ni de una sola parcela de sus sueños?
Alejandra hizo un gesto nervioso, retorciéndose las manos:
—Lo siento... Lo siento de veras... Egoístamente, pecadoramente, he librado a Santa Domitila de una difícil, si no grave, situación. Lo que sí me entristece, que así se me ha comunicado, es que ahora esas desgraciadas pasarán al cuidado de los inquisidores...
Para Martín supuso una desagradable noticia, pues era su pensamiento muy contrario a los tribunales donde con tal protagonismo actuaban los predicadores. Pero sí que seguía martilleándole el dictamen de aquel médico que, una vez examinadas las «posesas», dictaminó que las tres habían tenido ayuntamiento carnal con varón. ¿Cómo podía entenderse tal anomalía en muchachitas que llegaron vírgenes al convento cuando decidieron dedicar sus vidas a la religión?
Días más tarde llegó, con la antelación suficiente, noticia de una más de las no pocas visitas que recibía el monasterio, si bien ésta era de excepcional importancia, ya que el personaje que con su comitiva se acercaba no era sino el gobernador de Roma, Latino Malabranca, cardenal y obispo de Ostia. Santa Domitila se preparó para acoger al ilustre viajero, de cuyas etapas, y a medida que pasaban las fechas, se iban recibiendo noticias. Hasta que la víspera de su llegada se presentó un grupo destacado del séquito, los aposentadores que lo precedían para comprobar la idoneidad del acomodo de tan reverencial príncipe de la Iglesia.
Sor Consolación, ataviada con todo el lujoso atuendo de su dignidad, con báculo y pectoral, salió a la puerta de la abadía para recibir al reverendísimo, acompañándolo con su cortejo hasta la hospedería. Martín, que formaba parte de la recepción, en un segundo plano, dirigía de cuando en cuando furtivas miradas a la dueña de su persona, y no podía menos que considerarla un ser sobrenatural: al donaire que irradiaba su sola visión se unían ahora la suntuosidad y majestad de su tocado, que la hacían aparecer —y esto se le ocurrió con toda naturalidad, sin sentir reproche alguno— como una mitológica diosa bajada del Olimpo. Al tiempo, sin poderlo evitar, le mortificaba su propia pequeñez, subordinada en todo aquel imponente ceremonial; porque a su pesar le venía la presunción de la superioridad del varón sobre la hembra, tal vez heredada en sus genes.
Ya no pudo disfrutar de su cercanía durante las tres jornadas que demoró el cardenal en Santa Domitila. Supo entonces que seis años atrás Latino Malabranca, como legado del papa, había hecho de mediador en los enfrentamientos que habían convertido Florencia en campo de continua guerra entre güelfos y gibelinos; su presencia en Santa Domitila se debía a una nueva visita a la ciudad del Arno, de donde regresaba luego de intentar otra vez restablecer paz y concordia entre los dos irreconciliables bandos. Seguidamente había subido hasta Bolonia y Parma, y después se dirigía a Plasencia, aunque antes decidiera desviar su ruta para encontrarse con las dominicas de Trebbia; porque habían llegado a Roma noticias sobre extraños sucesos que tenían que ver con la fe.
Fueron aquéllos, como siempre que se producían hechos de tal naturaleza, días bien agitados. Al igual que en similares ocasiones, se rompió de un modo desconcertante la habitual tranquilidad del monasterio; el hervidero del acompañamiento, el equipaje, la comitiva, la numerosa escolta, sirvieron para sembrar de novedad, de colorido, de desacostumbradas voces, ruidos, risas, no sólo el recinto exterior, sino también el de la clausura. Además, también estaba la presencia de los otros destacados personajes de la curia romana que acompañaban al eminentísimo, entre los cuales no faltaban funcionarios de Letrán, teólogos y juristas dominicos, amén del obispo de la diócesis, con el que iban otros dos ordinarios, cada cual con sus acostumbrados séquitos, asomando sin recato la ostentación y el lujo en todo momento, y no sólo cuando aparecían en la solemnidad de las varias funciones religiosas que se prodigaron en aquellas jornadas.
Sin sospechar que sería objeto de su atención, Martín fue requerido para acudir ante el primer representante del Sacro Colegio, el cual, tras los informes suministrados por sor Consolación acerca de los extraordinarios hechos acaecidos en el monasterio, tenía deseos de conocerlos en detalle por boca de alguien que estuvo pendiente de sus protagonistas.
Obviando la clausura, sor Consolación había puesto a disposición de su visitante el gran salón del palacio abacial para recibir a las dignidades del convento y resolver asuntos con sus próximos. Al joven le impresionó hallarse frente a uno de los más altos dignatarios de la Iglesia, azorado ante su presencia; luego, al recordarlo, pensó en cómo le había chocado comparar la decrepitud que ya acusaba el todopoderoso señor de Roma en contraste con el porte de su amada, imperturbable, lejana, envuelta en aquel halo majestuoso y elevado del que sabía vestirse, rodeados por media docena de personajes del entorno del cardenal y las prioras del monasterio.
Invitado a contar cuanto sabía respecto a las supuestas angelicales visitas, Martín narró la historia tal como la tenía oída, evitando referirse a los motivos más escabrosos o los relatos que estimaba más absurdos e increíbles, y de este modo, escuchado atentamente por su auditorio, sin dar importancia a su mediación —que para su fuero interno estimaba de lo más irrelevante—, dejó a todos llenos de asombro.
—Has de agradecer a Dios Nuestro Señor que oyó tus súplicas y así salieron los mensajeros del Infierno del cuerpo de nuestras hermanas, cuestión que, a no ser por sus difíciles e intrincadas explicaciones, habría de ser conocida por toda la cristiandad para mayor gloria de la bondad de Jesucristo y la poderosa mediación de su Iglesia sobre sus enemigos —le dijo luego el anciano, como una felicitación. Pero antes de despedirle agregó unas palabras que el joven fraile no esperaba—: Sin duda me alegro en el Señor por tu piedad y por tu entrega a la salvaguarda de nuestra fe, hijo mío. No creas que me es desconocida tu devoción a nuestra Santa Iglesia, que sé del inteligente fervor que expones en tus escritos... Sí —sonreía, bondadoso; y a continuación, bajando algo la voz—: Como también sé que en vida de nuestro llorado santo papa Nicolás serviste los intereses de nuestra Iglesia en toda aquella confusión siciliana... Pero sin duda estás llamado a mejores obras, lodo sea en recuerdo del santo fundador de nuestra religión, nuestro Domingo de Guzmán.
El príncipe de la Iglesia hizo ademán, sin levantar el brazo, para darle a besar el luminoso zafiro que adornaba su anillo. Cuando Martín se inclinaba, reverente, aún le retuvo:
—Nunca te viste con fray Munio de Zamora...
—Sé que es nuestro maestro general, reverendísimo.
—Estamos esperándole en Roma. —Y a seguido—: Viene acompañado por una persona de tu devoción: fray Bertrán Oliver... Tendría que pensar para que te vengas a Letrán, donde siempre son necesarios jóvenes con tu formación, hijo mío.
Hizo un gesto, esbozando una media sonrisa que Martín no supo interpretar, y con esto concluyó la audiencia.
Desconfiado por naturaleza —la naturaleza de su padre, sin duda— esperó aquellos días sumido en una inquietud que le quitó el apetito, sintiendo una continua opresión dentro del pecho que le invadía de inexplicable angustia; quiso desentenderse, obstinado, de la causa de aquella extraña sensación de desencanto, aun sabiendo que todo el malestar no tenía otro motivo que los días en que Alejandra permaneció apartada de él. Y empezó a crearse fantasmas; a divagar en continuas pesadillas que ninguno de sus intentos conseguía arrojar. Todo porque su incesante cavilar lo impulsaba a imaginar a su amada como un ser distante, posiblemente olvidada ya de sus promesas de amor; arrepentida, seguramente, de haber otorgado su confianza a un simple fraile que la distraía unas horas hablando sobre temas que no tenía posibilidad de discutir con nadie en el monasterio.
Partió la muchedumbre que constituía el séquito del cardenal Malabranca, con lo que volvió a Santa Domitila el sosegado vivir de cada día, y a la perturbadora presencia de extraños siguió aquella especie de mágica envoltura de suaves ecos, como un murmullo de la naturaleza que flotara sobre el entorno, cuyo recogimiento sólo turbaban las voces de las religiosas cada vez que acudían al coro con el melodioso entonar de sus cánticos ascendiendo hacia las cumbres que rodeaban el valle.
Vuelta la normalidad tras aquel intermedio de voces y presencias, durante unos días estuvo sin dejarse ver de nadie, sin salir de la hospedería, sin acudir a la biblioteca abacial, comiendo apenas, escondiéndose como animal perseguido. En contra de sus más íntimos deseos, pero amargado por la decepción que su desaforado cavilar le había creado, no se le ocurría otra solución que pedir su inmediato regreso a Tortona y olvidar, si fuera posible, aquella terrible aventura, abortada apenas en su inicio. Su otra inquietante preocupación era plantearse honestamente el futuro en cuanto a la rectitud de sus creencias, como le venía asaltando desde que empezó a leer lo prohibido; pero ésta era la cuestión que menos le mortificaba, confiado en que no eran más que simples dudas pasajeras que sabía que padecieron los más grandes genios defensores de la fe; él no había perdido la fe; él no iría a formar en la pobre legión de los señalados como malditos de Dios.
Pero no era dueño de su voluntad; más fuerte que sus miedos era el amor, su violenta necesidad de amor. De modo que, vencido, sin poder resistir más, un atardecer sombrío que ya presagiaba la vecindad del invierno, cabizbajo, encaminó los pasos al palacio, penetró en la biblioteca y, sin intención de reanudar su actividad intelectual, que tanto le apasionara, se dejó caer pesadamente, como un fardo, en el canapé ante la chimenea; desanimado, rumiando una tristeza que sentía que le ahogaba, que casi le impedía respirar.
Ensimismado, con la mirada perdida en su interior, permaneció un tiempo que no supo calcular. Hasta que en un determinado momento se le hizo perceptible que el fuego ardía en la chimenea, como dispuesto para recibirle, como siempre... Se incorporó a medias, huero de ideas, al tiempo que el deslumbrante destello de un relámpago hacía palidecer la luz de las velas, seguido por el fragor de un trueno que sacudió el edificio y puso un eco de temblequeante música en los vidrios de los ventanales del edificio. Y de repente, por puro instinto, algo le hizo volverse con la heredada rapidez de los cazadores furtivos; se había abierto la puerta que ponía en comunicación el interior del palacio, y en el umbral, con un candelero en la mano, apareció la figura de Alejandra.
—¡Martín! —Dejó la luz sobre la mesa; sonrió, sus facciones expresando alegría y dolor a un tiempo, y con sus pasos menudos, gráciles, avanzó rápida a su lado—. ¡Bendito sea Nuestro Señor!
Un escalofrío de emoción le sacudió todo. La visión de la mujer a la que amaba tan profundamente, yendo a su encuentro, borró de inmediato sus rencores, sus dudas, sus absurdas sospechas. El corazón le latió alocado, y cuando la recibió en sus brazos creyó que iba a desfallecer por la perturbadora sensación de sentir aquel cuerpo que le parecía como si se refugiara en el suyo; y luego fue un nervioso temblor, y los párpados pestañeando imparablemente, y el aspirar su perfume era como un dulce narcótico que le embriagaba los sentidos, y la presión de sus brazos colgados de su cuello...
—¡Dios mío, Dios mío! —murmuró apenas—. ¡Te amo, te amo, te amo, Alejandra!
Y así continuaron un tiempo inacabable, mientras la lluvia que acababa de desatarse provocaba un fragor como si la tierra fuera a quedar sepultada por un nuevo diluvio.
—Martín, apenas me dejas respirar... ¿Cómo puedes ser tan fuerte?
Fue como si volviera en sí. Deshizo el abrazo, mirándose en la alegre sonrisa que ella le dedicaba, y cogidos de la mano fueron a sentarse, como hacían de costumbre, ante la chimenea.
Luego fue el desgranar de los reproches; esos que nacen de un conjunto de falsos agravios, de torcidas interpretaciones, producto más de la imaginación que de causas reales; ella, dolida por aquel modo de ocultarse durante tantos días, como si hubiese decidido romper con su amor; él, molesto por su ausencia de tanto tiempo, dejándole olvidado para sumergirse en la protocolaria estancia de Latino Malabranca.
—Pero ¿de qué otro modo obrar? No es la primera vez que me has visto obligada por parecida necesidad... Sé sensato, amor mío... Cada noche, apenas ido el cardenal, bajé hasta aquí en tu busca, y cada noche la pasé en vela, preocupada, llorando tu ausencia y sin acertar a explicarme la causa de tu desaparición. Hasta indagué por si tal vez estuvieses enfermo...
—Y yo no sabía si odiarte o seguir entregado a tu amor; pensé que habías decidido olvidarme.
—Pero ¿por qué? —Apartose para mirar su rostro, que recorría con inquietud, ansiosa, y luego hizo una rara expresión que imprimió en sus bellas facciones como un rictus triste y hasta desesperado—. Ahora ya no hay nada importante para mí que no seas tú. Te dije que me entregué a tu amor con todas sus consecuencias, y nunca me arrepentiré de haberlo hecho.
A continuación se inclinó sobre él, y Martín sintió sus labios depositados dulcemente sobre los suyos. Y al percibir el delirio de aquella nueva sensación, toda la agitación que no había cesado de mantenerlo en permanente trastorno desde que se abrazaran, se convirtió ahora en un universo de emociones que, sin explicarse el porqué, se le ocurrió que habría de ser como la visión beatífica que alcanzan los bienaventurados, o incluso más... Y ni siquiera le pasó por la cabeza la idea de arrepentirse al concebir tal blasfemia en aquel momento.
En dulce coloquio, musitando frases, ella con la cabeza reclinada sobre el hombro del joven, tomadas las manos, transcurrió el tiempo. Hasta que llegó el momento en que obligadamente habrían de separarse.
—Alejandra, amada mía, he de marchar. El tiempo no consiente en detenerse para nosotros, y se acerca maitines.
Un espantoso trueno rubricó sus palabras. Ahora pareció que la lluvia se hiciera aún más impetuosa, como si los cielos volcaran cataratas de agua sobre la Tierra.
—¿Cómo podrás llegar a la hospedería bajo la tormenta, si llueve como no recuerdo haber visto jamás? Si lo haces, mañana puedes estar enfermo. —Dudó un instante; luego, como decidiendo algo que ya tuviese calculado—: Ven.
Le tomó de una mano, se apoderó de una luz y abandonaron la biblioteca, saliendo al corredor que llevaba a las dependencias abaciales; apenas dados unos pasos, Alejandra se detuvo ante un estrecho postigo, casi imperceptible en el contorno de un arco adintelado, abrió, y empezaron a ascender por una angosta escalera empotrada entre dos muros, cuyo último peldaño moría ante una puerta de la planta superior; franqueada ésta, se encontraron en una vasta pieza alumbrada por dos grandes candeleros de bronce dorado.
Martín miró en su torno, curioso. Aunque abundaba un rico mobiliario, parecía que éste apenas conseguía llenar algo de tanta amplitud, donde destacaba la gran chimenea esculpida en mármol del país, que todavía daba calor y creaba un ambiente acogedor y grato; delante, un diván de factura oriental, recubierto con un tapiz púrpura. A un lado, bajo la inexpresiva mirada de una imagen, el almohadón de damasco para el rezo; luego, una pesada mesa de madera con adornos de bronce cuyo tablero aparecía sembrado de pliegos y folios, posiblemente el rincón de trabajo más personal de la superiora; finalmente, centrado entre dos ventanas, el lecho, encerrado entre pesados cortinajes, de proporciones tan desmesuradas como era costumbre entre la nobleza y las clases acomodadas. Todo el piso revestido de alfombras, amortiguadoras de cualquier sonido.
—Avivaremos el fuego —dijo ella casi en un susurro. Y arrojó dos grandes leños que inmediatamente empezaron a prender.
Luego invitó a su enamorado a acompañarla en el canapé, y durante un buen rato ambos permanecieron sin decir apenas palabra, con las manos cogidas, contemplando la danza de las llamas, gratamente abrigada su mutua compañía en el reconfortante calor. Quietud que no tardó en derivar, como el fluir de una corriente, primero en la dulce suavidad de los besos, repartidos casi inocentemente; luego, en otros más apasionados; el abrazo se hizo más cerrado, como si fundieran sus personas. Después, todo se convirtió en desbordado torrente.
Al cabo, ella apartó sus brazos, acarició suavemente la cara del joven y se levantó:
—Anima un poco ese fuego... Permíteme... Vuelvo enseguida...
Martín, preso de la misma tensión que no le había abandonado desde que volvió a encontrarse con su amada, la vio dirigirse al otro lado del imponente lecho, oculta a su vista por los bordados tapices pendientes de entre las vigas de la elevada techumbre, que prácticamente convertían la cama en un aposento aislado dentro de la alcoba. Ignoraba el propósito de Alejandra al arriesgarse a conducirle hasta allí, y al tiempo que trataba de explicárselo se iba sintiendo poseído de una vaga mezcla de emociones que eran intuición, y temor, y desasosiego, latiendo junto a unas ansias que le mantenían en turbadora intranquilidad.
Se volvió al oír un susurro. Alejandra, desprovista del hábito, se le presentaba cubriendo su desnudez con un blanco cendal de puro lino, tan sencillo y tan fino que su único adorno era la fascinante transparencia que dejaba ver su cuerpo.
XXXI
XXXI
A
brió los ojos y por unos segundos no tuvo noción de dónde se encontraba, tratando de descifrar los dibujos que el oro y la plata hacían sobre el fondo color zafiro del dosel que allá arriba, muy alto sobre su cabeza, apenas quedaban desvelados en la semi oscuridad del lecho. Pero al instante le volvieron los recuerdos, y ahora supo que aquel peso que le oprimía era un muslo de Alejandra; que aquella suavidad aterciopelada eran «sus dos pechos, como dos cabritos mellizos» —le vino el cantar salomónico—; y que los dos hermosos ojos que estaban mirándole, la cabeza apoyada en una mano, reclinada sobre él, eran los de su amada; y en un instante revivió la inmensidad de las horas de vigilia de aquella noche, y sintió el feliz cansancio. Hizo un mohín satisfecho, de niño mimado, con los párpados apretados al adivinar la sonrisa que ella le dedicaba al saberle despierto. Sintió ahora su brazo que se deslizaba, y su mano acariciándole suavemente, en lento recorrido, al tiempo que su pierna se frotaba dulcemente con la suya. Y sin abrir los ojos aceptó los besos que ella empezó a prodigarle, blandos y dulces al principio, apasionados a medida que se sucedían. Y otra vez, sumido en la oleada del placer, le acudieron los poemas del Canticum: «Panal de miel destilan tus labios, ¡oh esposa! Miel y leche hay debajo de tu lengua...».
Después, todo fue sentirse inmerso en un hervidero de ideas encontradas, cada una pugnando por imponer la fuerza de los argumentos que él mismo se planteaba. Durante días, aun sin dejar de acudir puntual, ansiosamente, a lo que sentía como inefables encuentros, prolongados hasta altas horas de la madrugada, su mente empezó a debatirse, sumido en continuo reconcomio, y a discutir consigo mismo sobre el trascendental cambio que había dado a su vida. Era una especie de disgusto interior, una sensación de fracaso ante aquel sucumbir frente a lo que hasta entonces creyó haber vencido, junto al hecho de faltar al compromiso que le venía impuesto por su profesión, todo lo cual se resumía en un continuo y molesto sentimiento de culpabilidad.
En contra se le aparecía la imagen de aquella mujer excepcional, y sólo al evocarla, al recordar pormenores de sus relaciones, sus gestos, su modo de mirarle, su voz, su alegre y desenfadada manera de estar, como si su intimidad viniese de lejos, y sobre todo, aquel modo de entregársele, de desearle tanto como él la deseaba, sin falsos pudores, apasionada y sinceramente... Entonces el corazón le latía con una violencia que superaba toda aprensión; y consideraba un milagro el haber podido acceder al conocimiento de algo tan lleno de emociones como era el amor. Además, ¿no podía considerar que todo no había sucedido sino por la voluntad del Señor? Ya el Libro de la Sabiduría advierte de «los muchos pensamientos que alberga el corazón del hombre, pero que será el consejo de Jehová el que prevalecerá...». ¿Entonces? Si fue la voluntad de Dios la que le condujo por el camino del sacerdocio, era, sin duda, también Suya la voluntad de llevarle por los derroteros en que ahora andaba; cierto que en el fondo de su pensamiento era ésta una explicación a la que no encontraba mucha racionalidad. Pero dentro de todo este cavilar, lo que prevalecía firmemente en su ánimo era la incuestionable y firme decisión de permanecer para siempre al lado de Alejandra, a la que no podría abandonar, ya, jamás.
Sor Consolación actuó con presteza, adivinando en Martín toda su preocupación —más bien temor, angustia— cuando, terminada su misión en Santa Domitila, esperaba, lleno de incertidumbre y amarga congoja, recibir las inexplicablemente demoradas órdenes para su regreso a Tortona. Cierto que tal pensamiento lo tenía sumido en un continuo suplicio, lo que le hacía concebir las ideas más disparatadas, las decisiones más violentas; todo, antes que una renuncia a su amor. Pero la habilidad de Alejandra y su obstinación, adelantándose a los acontecimientos y valiéndose de sus influencias, consiguieron el fin que ambos deseaban.
—Martín, hoy es uno de nuestros muchos días más felices.
—Yo si estoy a tu lado soy la persona más feliz. Pero ¿a qué tanto entusiasmo?
Y ella, triunfante:
—Por bula apostólica se te concedió conventualidad en esta casa, y tu cometido es el que sin duda más ha de complacerte: clasificar, ordenar y hacer un estudio de cuantos escritos custodiamos en la biblioteca del palacio... Por no ir contra las Reglas, alguien habló de trasladar ese material a la hospedería exterior, con lo cual estarías ya tan lejos de mí como si te hubieses marchado de Trebbia. Pero me opuse tenazmente a permitir una mudanza, alegando el posible deterioro de las obras, y así conseguí para ti, con autorización del provincial, sin que suponga falta grave, la dispensa de clausura —sonreía, con aquella expresión insinuante que él había aprendido a interpretar—. ¿Comprendes que la noticia me haga sentir alegre, sobre todo por quitarte tu gran preocupación? Y la mía, claro... —Y agregó—: Alguien propuso que simultanearas esta difícil tarea con ir de coadjutor del padre Giuliano, a lo que me opuse totalmente, alegando la importancia de tu trabajo en la biblioteca. —Ahora, sonriendo, pícara—: No consentiría que fueses el confesor de tanta descarriada como tenemos por aquí, todas desfalleciendo por aunque sólo sea hablar con un hombre... Especialmente un hombre joven y guapo como es mi esposo. ¡Me devorarían los celos!
Porque desde que empezó la intimidad de sus relaciones, habían discutido sobre si sería lo más acertado convertirse en marido y mujer. No era ésta una idea que preocupara especialmente a la joven, pero Martín se había obstinado en sacralizar su unión, pese a todos los impedimentos eclesiásticos —el primero, sus votos solemnes, que les obligaban por su vinculación espiritual con la Iglesia. Pero satisfecho el natural deseo de yacer, tan imperioso, él sintió una necesidad de conciencia, buscando el que Dios mirase su lazo de amor con benevolencia, aunque no podría esperarlo de quienes actuaban en Su nombre sobre la faz de la Tierra. Desde luego, ni remotamente consideraron el apartarse de la religión, lo que hubiera sido una apostasía y un desprecio; porque ¿cómo olvidar la lección de san Pablo cuando dice a los efesios que «son ciudadanos con los santos y domésticos de Dios»? Pero Martín juzgaba humillante el que su amada pudiera sentirse rebajada a la condición de cualquier concubina de monje o barragana de párroco de aldea; idealizándola del modo en que lo hacía, deseaba, aun manteniendo aquellas relaciones clandestinas, que éstas estuviesen revestidas de toda la dignidad.
Continuas y sucesivas veladas consumieron en conversaciones y larguísimos debates respecto a tal proyecto, en los que Martín estrujó materialmente, en primer lugar, sus conocimientos teológicos; luego, todo lo que la patrística, los comentaristas de los Padres, los doctores, dijeron sobre ello, y finalmente, las últimas posiciones de la Santa Sede.
—Sería difícil conceder que nuestro matrimonio se haga ofensivo a los ojos del Señor para que no podamos continuar sirviéndole.
Y recordaba lo razonable de tantas proposiciones manifestadas por muchos clérigos, a lo largo de los siglos, desde que el cristianismo se hiciera universal, cuando afirmaban que determinados preceptos eran de difícil cumplimiento para los fieles, entre los que tal vez el principal fuese la abstinencia de la carne; mociones que, implacablemente, eran rechazadas por la Iglesia y condenadas. Entre otras, desde luego, el matrimonio de ordenado con monja, que si siempre estuvo gravemente prohibido, desde el Primer Concilio de Letrán, hacía siglo y medio se consideraba nulo, a más de censurado con excomunión.
—Pero Jesús predicó el amor sobre todas las cosas —alegaba ella—, y a nosotros nos ha unido el amor, y no tan sólo simple deseo... Sin que esto no signifique que me desplace el haber consumado como es ley: que «hemos dormido, y dormimos, desnudo con desnuda». ¡Sería horrible prohibírnoslo!
—Ni tan siquiera se me podría ocurrir.
Martín sentía ahora como una reafirmación de su fe; un sentimiento reconfortante que lo convirtió en un hombre que lo esperaba todo de la bondad divina, y si muchas de las interpretaciones dogmáticas de la religión seguían llenándole de dudas, como a cualquier otro servidor de la Iglesia —se le ocurría que similares inquietudes asaltarían al mismo Santo Padre—, enturbiando a veces sus convicciones, en el fondo sentía el latido de un sentimiento que lo impulsaba a aceptar con decisión sus creencias de toda la vida; y al reflexionar sobre ello se convencía de que la causa estaba en el sorprendente descubrimiento del amor, materializado en el gozo de la unión de hombre y mujer, lo que le inclinaba a asombrarse ante la sublimidad de toda la misteriosa y compleja maquinaria puesta por el Señor para regocijo y satisfacción de sus criaturas, capaz de fabricar emociones en la naturaleza humana que, en verdad, no podía calificar sino como verdadera dádiva; tanto, que en ningún momento aceptó ya reconocer el pecado en esta clase de relaciones, precepto de una Iglesia de hombres orientada por hombres a los que sin la menor duda renunciar a la mujer no supuso sacrificio alguno, pues que fueron ascetas, místicos, o especialmente dotados para romper con lo que el mismo Dios había dispuesto para toda Su creación.
—El amor carnal podrá ser pecado, según en qué circunstancias, o en el pensamiento de aquel que no lo conozca, y pues que en ningún párrafo de las Escrituras se dice que esté vedado al hombre, soy del convencimiento de que el Señor nunca inspiró su prohibición. Como además ya lo dijo al dar compañera al primer hombre, que así lo cuenta el Génesis: «Fructificad y multiplicad, y henchid la tierra, y sojuzgadla...». Adán y Eva no podrían multiplicar sino como es ley natural. Nosotros, por tanto, obraremos como nos dicta nuestra conciencia, e imploraremos Su bendición.
Así lo hicieron, en una ceremonia en la que tampoco eran innovadores, puesto que muchos clérigos, incapaces de aceptar la castidad como obligación para mantenerse en su apostolado, acostumbraban a romper las severas imposiciones de Roma obrando como Martín y Alejandra, que una noche, reunidos secretamente en el oratorio privado de la abadesa, frente a aquel retrato, origen y cómplice de su acercamiento amoroso y actuando ambos como ministros en el sacramento —cuestión que les había mantenido sumidos en complicadas averiguaciones y consultas, vacilando entre lo que cada teólogo opinara al respecto—, se convirtieron en marido y mujer, si no ante el mundo, sí a sus ojos y a los de Dios.
Recibió Martín la bula por la que permanecería en Santa Domitila, y para él se inició una época plena de satisfacciones gozando el placer del estudio, de la investigación, que vertía incansable y complacido en infinidad de páginas —llegó a escribir dos nuevos libros; sólo uno se apartó, en alguna proposición, de la más irreprochable ortodoxia, por lo que salvo esta censura, recibió sus elogios, tanto de la Orden como de Roma. Tiempo que complementaba con el que pasaba junto a la mujer que le había descubierto lo que entendía ya como plenitud de la vida, llenándole de sensaciones desconocidas, de una gozosa nueva manera de existir. Con independencia de este grato diario pasar, Alejandra le contó de la altísima consideración que había llegado a alcanzar en el seno de la comunidad, donde se le tenía en un concepto que rondaba lo fantástico, que aparte de los méritos que se le atribuían como a personaje virtuoso sabio, entregado al estudio, era capaz de asombrar por sus dotes de taumaturgo, siendo terror del Demonio y sus secuaces. Noticia que por un lado le hizo sentir una especie de vanidad, por otro le impulsó a burlarse tanto de quienes divulgaban tales exageraciones como de sí mismo.
Dado que pasaba casi todo el día encerrado entre las colecciones de la biblioteca, sor Consolación ordenó, como atención especial, que se le sirviesen allí mismo las comidas, suministradas de la cocina del palacio, con el pretexto de no que no perdiese ni un momento de su valioso tiempo, con lo que volvió a revivir la ya lejana época en que disfrutaba de los privilegios de formar entre los familiares de fray Bertrán; al mismo tiempo pudo comprobar la excelente calidad de la cocina abacial, privilegiada, naturalmente.
Después de completas ella acudía a reunírsele ante el fuego, y sin demorar mucho, cuando todo el monasterio, y el valle, y las montañas, reposaban en el silencio de la noche, subían al dormitorio. Juego éste que a él le hacía sentirse intranquilo y, muchas veces, preocupado ante la posibilidad de que alguien pudiera descubrir todas las artimañas de que habían de valerse para ocultar sus relaciones, se lo confiaba a la joven. Pero Alejandra no se mostraba mínimamente inquieta; en primer lugar, decía, sus encuentros tenían lugar a horas en que todo el monasterio estaba entregado al descanso, y si con cierta frecuencia ella olvidaba de acudir a maitines, nadie iba a tener el atrevimiento de reprochárselo; luego, cuando Martín huía furtivamente de lo que consideraba su cámara del amor —aquel enorme lecho cerrado por los espesos cortinajes, del que había de descender auxiliado por un escabel—, lo hacía mientras la comunidad estaba reunida en el coro. Sin contar la rígida autoridad que la abadesa imponía sobre sus subordinadas, que ninguna, de remusgar algo, osaría dirigirle la más leve insinuación sobre su conducta.
—Pero alguien, entre los padres, entre las hermanas, podría sospechar. Me temo que es cierto cuanto oí sobre que el amor no puede esconderse, ni disfrazarse: se nota como un halo que flota sobre la persona, por más que disimule —insistía él.
—¿Se nota en mí, pues? —sonreía ella, coqueta. Y a seguido—: Martín, no te dejes llevar por preocupaciones sin fundamento. No te creo capaz de albergar temores de muchacho.
Estas palabras le mortificaban, haciéndole sentir subestimado, falto de carácter frente a la seguridad y la energía que ella constantemente manifestaba; al tiempo que descubría cómo la mujer es infinitamente más valiente, más osada que el hombre, capaz de todo cuando el amor, como un virus, se infiltra dentro de su ser.
Pese a esta confianza, seguían guardando sus precauciones, porque ninguno desearía llegar al escándalo, con todas sus dolorosas consecuencias, sin por ello dejar de sentirse dichosos de gozar aquel tiempo que era de ventura, donde el día carecía de importancia y era la noche, que los reunía, la constante de sus pensamientos; para él, horas vividas dentro de un mundo que nunca imaginara, satisfecho y un punto envanecido al descubrirse objeto de aquella casi voracidad de su amada, su inagotable deseo, aquel ardor que parecía transformarla, entregada apasionadamente al placer que casi arrancaba a su pareja, para luego caer rendida en el cansancio de la excitación amorosa. Comportamiento que Martín no sabía si era el normal en toda mujer, o si la naturaleza de Alejandra así lo demandaba, pero que de todos modos le llenaba de satisfacción.
Luego estaban sus conversaciones sobre las intrascendencias de cada día. Él le contaba cualquier pensamiento o frase especialmente curiosa extraída de sus lecturas, o sobre alguna de las frecuentes anotaciones marginales, satíricas unas, otras de una obscenidad sorprendente, que podía encontrar en muchos de los manuscritos que repasaba durante sus horas de solitaria labor en la biblioteca. Alejandra le hablaba sobre la presencia de algún visitante o cualquier episodio acaecido en la comunidad, unas veces entre burlas, otras dando rienda a un rencoroso malhumor. Y las confidencias, casi en susurros, que a él a veces le turbaban, pero que ella contaba sin conceder ninguna importancia a aquellos sus relatos íntimos, recordando cuán difícil le había sido olvidar las tentaciones de la carne, confesándole cómo en ocasiones hubo de recurrir al consuelo de un sofisticado olisbo —regalo de una parienta, Catalina Visconti—, cuyo empleo, sin duda, calmaba su necesidad del momento, dejándole a cambio un desagradable sentimiento de culpabilidad, de repudio a su debilidad, que intentaba purgar entregándose a continuos ejercicios de devoción y sacrificio.
—Pero no podía evitarlo: el deseo era más fuerte que mi voluntad, y no era capaz de resistirme cuando la cabeza se me iba y no podía dejar de pensar en ello, sabiendo que luego me sentiría igual de mal, que tras el placer sufriría el desprecio de mí misma... Y a pesar de tales desvaríos, cada vez me sentía más despegada del mundo, de las tentaciones que nos acechan al otro lado del claustro, y si a veces sentí tan violenta necesidad de calmar mis deseos a solas, estaba absolutamente convencida de que ya nunca, jamás hombre alguno perturbaría mi vida. Cuando a veces nos llegó noticia de alguna hermana que no fue capaz de resistir y abandonó la Orden, o de otras acusadas de mantener relaciones con varón, yo me decía a mí misma, con total convencimiento, que eso nunca, nunca, nunca podría sucederme a mí... Y sin embargo, mira...
Noche tras noche, a través de estas conversaciones, Martín descubría un fantástico mundo secreto, misterioso, en que una corriente invisible parecía mantener en continua tensión las fantasías eróticas de la mayoría de las mujeres recluidas en Santa Domitila, provocando frecuentes dramáticas situaciones que jamás traspasaban los muros del convento. Relatos que el joven retrataba en su imaginación, haciendo que su libídine se excitara para descargar en la narradora su appetitus vel usus tlelectationis venereae.35
Martín se sintió habituado a este modo de emplear sus días, pareciéndole como si toda su vida hubiera sido igual. Trabajaba a gusto en la biblioteca, aunque había momentos en que sentía que le pesaban todas las horas de soledad absoluta, de absoluto silencio, sin nada que viniese a alterar su aislamiento, de modo que ya al caer la tarde, al contemplar los plomizos cielos, o el lento caminar del sol hasta perderse tras las montañas, o la lluvia, o la nieve de aquel último invierno, largo y riguroso, su cuerpo se agitaba en la intranquilidad de la espera, impaciente. Apenas ella asomaba, acudía a encerrarla entre sus brazos, besándola como si lo hiciera por primera vez; pero sabía que no era sólo la pasión amorosa lo que le hacía desear su compañía, sino también la mera presencia humana, escuchar una voz familiar, preguntar y ser respondido, el intercambio de ideas, de opiniones.
Como clérigo tenía obligación de oficiar, algún domingo, la misa conventual de tercia; aparte, durante la semana decía tres misas votivas, sin ninguna aplicación especial. Este era, junto con alguna partida de ajedrez, el único tiempo que le arrancaba a su encierro en la biblioteca y a los brazos de Alejandra, lo que en modo alguno significa que le sirviera para apenas entablar conversación con nadie, a excepción de los acostumbrados soliloquios del padre Gregorio por encima de sus piezas; porque en Santa Domitila todos sus moradores guardaban escrupulosamente el obligado silencio, cuestión que, pese a sus hábitos de toda la vida, en ocasiones consideraba penosa, y más de una vez le venían sus recuerdos de Letrán, llenos de una actividad dinámica, en permanente contacto con sus compañeros, y sobre todo con Antonio del Sasso y su vehemencia.
Una noche Alejandra vino con una noticia importante. Fue en la primavera del año siguiente, corriendo los primeros días de abril:
—Su Santidad ha muerto. Dios haya acogido su alma —se persignó.
Más tarde llegó a saberse que el repentino fallecimiento de Honorio Cuarto sucedió cuando, terne en continuar con aquel empecinamiento estéril que era la política de Roma, confirmaba por cuarta vez la bula de excomunión contra Alfonso, rey de Aragón, seguidor de la política de su padre, y contra su hermano Jaime, rey de Sicilia pese a la inextinguible oposición de la Iglesia. Hecho que, dada tan dramática circunstancia, sobrecogió a muchos, fue motivo de regocijo para otros y, naturalmente, dio inicio en toda la cristiandad a las habituales especulaciones que se producían ante la expectativa de un nuevo pontífice. En el colegio cardenalicio volvieron las acostumbradas pugnas, dedicados los príncipes de la Iglesia a formar sus banderías; y los reyes, la nobleza, los señores, dados esforzadamente a sus intrigas y manejos buscando que el designado fuese alguien que protegiera sus intereses.
La elección del nuevo pontífice se produjo más de diez meses después de la desaparición de su antecesor, recayendo sobre alguien no precisamente muy dado a los hombres de la religión dominica, pues el cardenal Jerónimo de Ascoli era general de los franciscanos cuando fue a ocupar el solio pontificio con el nombre de Nicolás Cuarto.
Martín sabía de las muchas obligaciones que requerían la permanente atención de la abadesa para una buena gobernación de Santa Domitila, por ser amplia su jurisdicción y numerosos los intereses por los que había de velar. Su emplazamiento, lejos de los principales enclaves donde se decidía la marcha del mundo, y sobre todo, de la Iglesia, no significaba que su aislamiento fuese tan completo que hiciera del monasterio algo desentendido de su contemporaneidad, siendo frecuentes los viajeros, mensajeros de todo tipo de noticias, que gustaban de pernoctar en su recinto para acercarse a rezar las preces de costumbre ante las reliquias —Martín sospechaba que falsas— de la santa de Trebbia. Pero lo que molestaba al fraile era que Alejandra se viera obligada a recibir y atender, con arreglo a su rango, a visitantes cuya estancia la obligaban a no disponer plenamente de su persona, lo que provocaba el disgusto de su enamorado, quien adoptaba a veces enfados casi infantiles, enmascarados con frecuentes comentarios, irónicos en ocasiones, del tenor de: «Gustaría saber si esos desconsiderados vienen a reponerse de las fatigas del camino con la buena acogida y mejor cocina de que aquí disponen, o si eres tú quien los trae».
Entre las personas a las que con cierta frecuencia aludía la abadesa figuraba el arzobispo de Milán. El anciano conservaba por sor Consolación un paternal afecto que ella reciprocaba, manifestado en la regular correspondencia que venían manteniendo, aunque el eminentísimo Otón de Visconti jamás se dejara ver por aquellas tierras, y tal vez por ninguna fuera de su feudo milanés, siempre en guardia o en guerra contra sus enemigos. Pero un día recibió Alejandra a un mensajero portador de una misiva del empecinado príncipe, avisándole de la próxima llegada de alguien para quien sabía que habría de otorgar la mejor acogida y los auxilios que demandare, como era costumbre; el arzobispo terminaba agregando que el visitante, Tomasso di Cassano, la informaría sobre el motivo de aquel viaje, tan alejado de la diócesis.
El anunciado llegó una mañana con nutrido séquito de criados y gente de armas. Tomasso di Cassano —naturalmente, pariente del arzobispo, porque el nepotismo se ejercía a todos los niveles, no ya sólo como regalo a un familiar, sino como protección contra posibles traidores— pertenecía al cabildo catedral de Milán, pero sus funciones eran más de hombre de guerra que clericales, ocupado en mantener en continua alerta a sus cuerpos armados frente a cualquier conato hostil de los papistas güelfos. Podría considerarse a Tomasso un hombre atractivo, dadas sus maneras, su juventud, su porte lleno de arrogancia, de no ser por el desagrado que causaba contemplar su rostro comido de viruelas.
Poco duró su estancia: pernoctó aquella noche en el monasterio y a la mañana siguiente, luego de escuchar misa, reemprendió la marcha. Cuando Alejandra se reunió con su amado, lo primero fue hacerle partícipe de las extraordinarias confidencias del visitante:
—Tomasso me ha traído el afecto y la preocupación del arzobispo, sí; pero también ha querido ponerme al corriente del secreto motivo de su viaje.
Y le contó que unos meses atrás el anciano recibió la visita de un viejo ermitaño, un monje lombardo que desde su juventud se dedicó a recorrer el Oriente, el cual le informó de cómo a través de una larga serie de averiguaciones y pesquisas había llegado a saber el emplazamiento en que se hallaba un retrato que el mismo Dios Padre, como portentoso milagro, trazara de su Unigénito. El ermitaño, Palemón —nombre bien común en su congregación—, había confirmado el tradicional conocimiento que desde muy antiguo se tenía sobre las relaciones que pudo haber mantenido Jesús con un rey de Edesa a quien llamaban el Negro. Éste le habría solicitado por carta el envío de un retrato, para con su ayuda extender entre su pueblo la doctrina que predicaba Aquél del que sabía era un hombre bueno; el dicho retrato le fue enviado por el propio Mesías, y del mismo se dijo, desde un principio, la pasmosa referencia de que había sido el mismo Dios Todopoderoso su sobrenatural autor, aunque otra gente aseguraba que fue el propio Jesucristo, quien, al enjugarse el rostro en un lienzo, le dejó estampada su faz.
Como quiera que el monje Palemón había indicado al arzobispo el lugar donde se presumía que se hallaba tan venerable reliquia, éste decidió que fuese a encontrarla alguien bien apegado a su entorno, y fue Tomasso el elegido para encontrar una remota iglesia perdida en las anfractuosidades de la Maggiorasca, en busca de tan preciada joya, cuya posesión, sin duda, daría más lustre y valor a la archidiócesis que presidía Otón de Visconti.
—Según me dijo Tomasso, el arzobispo cree que hallazgo de tal naturaleza revalidaría la presencia de la familia al frente de los destinos del Milanesado. En la corte de Milán... quiero decir —corrigió— todos los Visconti andan esperanzados en el éxito de esta secreta gestión, por ser el dicho retrato cosa sagrada y tan portentosa, pues que tendríamos la verdadera cara de Jesús, ¡hecha por Él mismo, Dios mío! —decía persignándose.
Martín pareció maravillado ante la noticia. Luego recordó, y contó a su amada, cuántas reliquias pertenecientes tanto a la infancia como a la adolescencia del Salvador habían acabado en el olvido, lo que no dejaba de causarle extrañeza. Se sabía que los Apóstoles pudieron conservar algunas, entre las cuales un pañal de los que la Virgen utilizara para el Niño; pañal que por circunstancias cayó en manos del rey de Túnez, y tras muchas vicisitudes fue entregado a Geraldo, obispo de Lérida.
—Sin embargo, siendo el Sagrado Pañal objeto tan venerado, escasas noticias hay de él. Lo mismo que con el Sacrosanto Prepucio de Jesús, cuando fue circuncidado. Inocencio Tercero, en su De misae Mysteriis, cuenta que un ángel se lo entregó al emperador Carlomagno, quien lo puso en el tesoro de la catedral de Aachen, y recuerdo, según me contó alguien, que en Letrán se guarda parte de esta carne del bendito Niño, conservada por la Virgen, aunque, ciertamente, te confieso que jamás la vi.
Y al acabar de pronunciar estas palabras se sintió sorprendido al descubrirse hablando en el sentido en que lo hizo, e incluso estuvo por atreverse a confiar a Alejandra sus dudas sobre tales supuestas reliquias, que, en contra de su voluntad, repugnaban su cada vez más peligroso modo de analizar toda circunstancia que se apartara de una interpretación veraz y lógica.
Todo transcurría en el más apacible deslizar del tiempo, sin alteraciones. Martín llegó a plantearse alguna vez cómo sería su vida al cabo de los años; su vida y la de Alejandra, naturalmente, puesto que a ella la consideraba parte de su persona. Había rebasado ya los treinta años; había escrito seis obras de las que en cierto modo se sentía satisfecho, aunque a veces sonreía cuando venía a su mente la posible crítica que pudiera hacerle Antonio del Sasso, censurándole el no haber descubierto nada nuevo, pese a los elogios de alguna gente que alabó sus conclusiones, su investigación, su permanente estar en el estudio de los Libros Sagrados.
—Antonio estaría todo el tiempo cubriéndome con sus sarcasmos —le explicaba a Alejandra.
—¿No sabes nada de él?
—La verdad es que no sé nada de nadie. Ni siquiera he tenido la menor noticia de mi pariente, fray Bertrán. Lo último que supe es que andaba por tierras del reino de Castilla... Quizá nadie se acuerda de mí. Pero como lo más importante que hay en mi vida eres tú, ¿qué necesidad tengo de los demás?
Finalizaba ya el verano de aquel año del Señor de mil doscientos ochenta y nueve. Desde hacía un tiempo, Martín notaba una cierta sombra de inquietud en su amada; sensación que cada vez se le hacía más palpable, percibiéndola como un velo de preocupación incluso en muchos de sus momentos más íntimos. A sus preguntas, ella siempre respondía con una sonrisa, queriendo desvanecer todo cuidado.
Hasta que un día se lo dijo:
—Martín, estoy encinta.
A lo largo de aquellas felices relaciones que venían durando ya tres años, Alejandra había experimentado faltas que pudo eliminar acudiendo a los procedimientos que desde tiempos remotos eran una secreta enseñanza mantenida entre cuchicheos de mujeres —nodrizas, casamenteras, alcahuetas, esclavas, parteras, monjas— haciendo uso de una variedad de artemisia, o de un hongo que se encontraba a veces en el centeno, y de otros parecidos remedios. Pero ahora todos los intentos habían resultado infructuosos, y así llevaba transcurridos casi tres meses.
—He decidido ir a Milán.
XXXII
XXXII
E
mpezaron a discurrir los días. Y las semanas. Pasaron dos meses.
Martín, sumido en una creciente agitación que conforme transcurría el tiempo iba convirtiéndose en desasosiego, sin tener la menor noticia del paradero de la joven desde su partida, cada vez se sentía más penetrado de una inquietud convertida ya en verdadera angustia. Se daba cuenta entonces de toda la soledad que era su vida, sin nadie en quien confiar sus pensamientos, con quien desahogar cualquier preocupación, o siquiera mantener un simple coloquio intrascendente, como los que eran parte de su diario estar junto a la mujer que amaba. En aquellos días se afirmó en creer que su presencia en el monasterio, entre los más de dos centenares de sus habitantes, transcurría tan ignorada, a la par que tan fuera de lo que suponía el mecanismo de las Reglas, que a veces imaginaba que si desapareciera, apenas se notaría su falta, aunque siempre sospechó que para mucha de aquella gente nunca dejó de ser objeto de continua curiosidad y hasta de vigilancia; era ésta una idea que le hacía mantenerse, a su pesar, en permanente guardia: la presunción de estar en el objetivo de la comunidad, sobre todo entre las religiosas, conjunto de extraños seres que soportaban, como él, la soledad de la convivencia.
Descubrió entonces que no tenía más amigo ni apoyo que Dios, en quien habría de buscar consuelo a su pesadumbre, y confiado en su ayuda empezó a dedicarse a toda clase de sacrificios que acompañaba a sus quejosas súplicas, pidiendo obtener una mínima comunicación, algo que calmara su ansiedad; noticia, en fin, sobre dónde y cómo se encontraba Alejandra.
De tan incierta situación tan sólo sabía lo que ella, al despedirse, le informara: que una vez en Milán no iba a alojarse en un convento, sino que su idea era la de mudarse al palacio familiar, no lejos del episcopado, en donde calculaba habría de permanecer no más de una quincena.
Pasados aquellos dos meses, no se atrevía a interrogar a nadie, sobre todo cuando escudadas bajo el velo se empeñaba en imaginar las miradas suspicaces de aquellas siempre extrañas mujeres: las subprioras y sus colaboradoras. Siguió, empero, acudiendo a la biblioteca abacial, donde permanecía las horas sumido en amarga tristeza, recordando pormenores del tiempo en que aquel recinto constituía el santuario de su amor, y rememoraba la voz de ella, sus gestos, sus besos, sus impulsos, sus ideas, sus comentarios, su sonrisa...
Continuaron las costumbres sin cambio alguno; cada día encontraba la chimenea animada por un reconfortante fuego, que antes siempre le pareció alegre y acogedor, y entonces ya podía permanecer horas enteras, insensible a todo, como hipnotizado, contemplando el arder de los leños, pareciéndole ver danzando entre ellos a todo un tropel de diabólicas figuras; diariamente una hermana acudía a servirle la comida, que apenas probaba, arrojándola al fuego para no despertar sospechas por su inapetencia. Con frecuencia, en medio del helor de la madrugada, o bajo un copioso aguacero, o defendiéndose del viento, abandonaba lo que antes fue refugio encantado para encaminarse al oratorio de la hospedería, donde se aislaba, insensible al aire enrarecido de la nave, y allí permanecía arrodillado durante horas, impetrando del Cielo el favor de una sola noticia que calmara su desamparo.
Celebrose la Natividad del Señor con la solemnidad que al acontecimiento se daba en Santa Domitila, donde había costumbre de oficiar las tres misas —la primera se hacía a la medianoche, la segunda al alborear el día y la tercera, cantada, en la mañana. A esta última concurrió Martín como subalterno del oficiante, y pensó que jamás se sintió tan conmovido, alternando la devoción del acto con las súplicas al Señor, rogando porque otorgara su protección a la que invariablemente no se apartaba de su pensamiento.
Al anuncio de la fiesta de la Epifanía empezaron a llegarle extraños rumores que le soliviantaron de modo que con dificultad era capaz de mantener la calma y aparecerse con un exterior que no denunciara la confusión que le embargaba. Porque había oído que en día tan solemne para la Iglesia iba a ser recibida la abadesa...; y por otra parte, por puro azar supo que la comunidad andaba, al parecer, en hosca protesta por haber aceptado la Orden, de acuerdo con las indicaciones del provincial, la no celebración de capítulo... ¿Qué significaba todo esto?
Hizo cuanto pudo por descifrar el enigma y lo consiguió en la sacristía de la iglesia, después de decir la misa dominical, forzando un encuentro con el padre administrador, un helvecio de la bailía de Utznacht, ya bien entrado en años, rubicundo y pecoso, que acostumbraba a expresarse en romance, corpulento hombrón, pese a la edad, que en contra a lo que allí parecía habitual no dejaba de mostrar siempre una amable sonrisa a flor de labios:
—¿Pero qué, padre Martín? Comprendo que andáis tan alejado del mundo, metido en vuestros estudios, que difícilmente os pueden llegar noticias de cuanto acaece fuera de esa biblioteca, que gran tentación ha de ser para alguien como vuestra paternidad, que se dice que llegaréis a ser, dentro de nuestra Orden, el más perfecto conocedor de los Sagrados Libros... Y os echamos de menos, pues siempre gusta oír, en el púlpito, o en cuantas ocasiones fuere posible, las lecciones de alguien al que han leído tantos, incluso Su Santidad, según tengo oído...
—Contadme, pues, padre, os ruego —pidió, forzando la sonrisa.
A medida que oía la noticia el alma se le iba rompiendo en pedazos; tanto, que en algún momento llegó a encontrarse como ajeno a su propio ser, a su alentar, a las palabras que iban martilleándole, implacables; y al entorno, a la vida... Era como un no existir, ¿existía, realmente, en aquellos momentos?
—¿Estáis bien, padre?
—Sí, sí: continuad.
Dado que sor Consolación, durante su viaje a Milán contrajo, al parecer, una grave enfermedad, su tío el arzobispo había dispuesto de su persona, prohibiéndole regresar al monasterio; y esto era todo cuanto se sabía de ella. Pero Santa Domitila era una de las principales casas de la Orden y su gobierno requería la presencia de una persona capaz de mantener sus prerrogativas, su importancia y su prestigio; de modo que el capítulo provincial, desestimando la elección de una nueva abadesa entre la comunidad del monasterio, y por imposición de altas magistraturas, había designado a una religiosa del convento de San Copparo, hija de los marqueses de Castiglione, familia que durante siglos fueron esforzados defensores de las Marcas al septentrión del país.
No pudo asistir a la recepción de la madre Clara de Jesús, pero ésta tuvo la deferencia de enviarle un recado en el que le aseguraba que dedicaba sus ruegos al Altísimo pidiendo su pronta recuperación. Porque de repente toda su fortaleza, todo el vigor físico que sin duda traía heredado de su padre, pareció que le abandonara, sumiéndole en tal postración que no podía traducirse sino en que por causas desconocidas se encontraba poco menos que en trance de muerte. Con grandes reservas se habló, incluso, de otra venganza de los poderes infernales...
Encamado en el hospital de peregrinos, ahora en el recinto exterior del monasterio, Martín pasaba los días sumido en un torpor del que apenas se recuperaba de una a otra jornada, alimentándose a viva fuerza, insensible a la presencia de los frailes de la comunidad, a sus rezos, cuyas visitas casi siempre le pasaban inadvertidas, y las veces en que reparó en ellos, más le causaban molestia que satisfacción, sin que en ningún momento despertaran su agradecimiento cuando en ocasiones abría los ojos y junto a su cabecera descubría algo parecido a una estatua vestida del hábito dominico, en total inmovilidad, excepto los dedos que pasaban y repasaban, una y otra vez, las cuentas del rosario. Tan sólo, en alguna ocasión en que se encontró más lúcido, acertó a querer mantenerse alerta, por si alguien pronunciaba el nombre de su amada... Empeño vano.
Pero la realidad era que estaba viviendo una especie de intermitente pesadilla, a ratos entre el sueño y la vigilia, sumergido en las profundidades de su propio cerebro, que le creaba toda clase de fantasías en torno a lo mismo: Alejandra. Así, en su desvarío imaginaba, rencoroso, duro, que la existencia de sor Consolación en aquella casa había pasado como una página en blanco, porque no le llegaba de ella la menor alusión, ni un recuerdo, ni un comentario, lo que le hacía sentir el amargo regusto de la insolidaridad de los humanos, sus egoísmos, su falta de amor, de caridad. Alejandra había sido borrada de la memoria de toda aquella híbrida masa de mujeres y hombres que hasta hacía nada se doblegaban, sumisos, ante su sola presencia; ya no interesaba a nadie.
Más tarde, cuando su naturaleza fue capaz de restablecer el equilibrio de una salud que nunca antes diera signos de debilidad, haciéndole sobreponerse a los inacabables días de amarga depresión que le impedía discurrir —y, simplemente, pensar—, empezó a dedicar aquellas eternas horas de inmovilidad, tendido en el desamparado lecho, a hacer cálculos para encarar la situación. En primer lugar tenía que encontrar a Alejandra, o al menos saber de ella, para así calmar su acongojante incertidumbre; luego habría de enfrentar la recomposición de su futuro y el de su amada. Ambas, cuestiones ante las que, realmente, no sabía cómo actuar.
Comenzó a alimentarse sin la repugnancia que hasta entonces le provocara su crisis; salió, si la mañana era soleada, a dar unos cortos pasos por el jardín que rodeaba el hospital; luego pidió algún libro, cuyas páginas hojeaba sin apenas lograr asimilar una frase. Se sabía débil, y no tanto porque su constitución física se hubiera visto afectada por la enfermedad, sino que el constante recuerdo de Alejandra era una continua, dolorosa punzada que le oprimía hasta dificultarle la respiración.
En medio de sus cavilaciones, y también por el hastío que sentía hacia todo lo que no fuera su obsesión, uno de los padres, fray Justino, consiguió despertarle algún interés en una de sus visitas, contándole cómo se había convocado capítulo general de la Orden, que tendría lugar en Ferrara, y de los rumores que corrían acerca de la actitud del papa, el cual ya había dejado ver en más de una ocasión su animosidad contra el maestro general de los predicadores, fray Munio de Zamora. Se temía que en Ferrara iban a producirse situaciones de suma gravedad para la religión dominicana, lo que causaba consternación en muchos de sus miembros, expectantes por qué fuera a ocurrir.
Días más tarde Martín fue capaz de esbozar una débil y hasta casi alegre sonrisa, gozosamente sorprendido, aun con aquella torpe languidez de su convalecencia.
—¡Martín, hijo mío! —oyó una voz hablándole en lemosín.
Entreabrió los párpados, sobresaltado, temiendo ser víctima de una alucinación, y encontró sobre su rostro el de fray Bertrán Oliver, cuyos ojillos sonrientes le miraban con una sombra de preocupación.
Luego de los saludos, de la alegría por su reencuentro, iniciaron una inacabable conversación, ajenos a las prescripciones conventuales sobre el obligado silencio. Martín pareció como que poco a poco se arrancaba a su postración, invadido de una rara, imprevista esperanza, sintiéndose refugiado, casi protegido, con tan sólo saber cerca de él al anciano, el cual invirtió, la mayor parte del tiempo que permaneció a su lado, en contarle sobre la vida en el Reino de Castilla, y sobre los castellanos, y la corte, y el desenvolvimiento de la Orden por aquellas tierras, y algo también acerca de sus atareadas diligencias en Roma. Martín, de cuando en cuando, interrumpía a su pariente, y con aquella voz débil, casi afónica, intercalaba, la mirada como perdida en el vacío, alguno de sus recuerdos de los ya lejanos días en Roma, y de Sicilia; porque si bien el estudio y la investigación habían llegado a convertirse en la meta de su vida religiosa, nunca se le fue el sabor de una época que recordaba como la más feliz y despreocupada, y también la más cargada de interés y emociones. Se abstuvo, por supuesto, de hacer la menor referencia a la abadesa de Santa Domitila.
Aquélla fue la noche en que mejor aceptó el descanso, invadido de felicidad por saber de la presencia amiga. Fray Bertrán volvió a la mañana siguiente, repitiendo lo que ya le tenía referido de la víspera, esto es, que se dirigía a Ferrara para asistir al capítulo general dominico; a media voz dejó traslucir lo conmocionada que estaba la Orden por los rumores que ya se habían adelantado, referidos a la nula inteligencia entre el maestro general y Su Santidad Nicolás Cuarto, lo que sin duda habría de originar situaciones que en nada iban a beneficiar a la Iglesia.
Una pregunta latía en la curiosa mente del enfermo: —¿Y el padre Antonio? ¿Antonio del Sasso? No he sabido nada de él desde...
Fray Bertrán esbozó un gesto preocupado. Luego: —Tampoco yo tengo mucho oído. Mis últimas noticias fueron que andaba en una de esas estrafalarias cofradías de clérigos errabundos que llaman goliardos. Alguien me contó que lo vio no ha mucho en alguna ciudad de Baviera, y por otra parte sé que recorrió tierras de francos y flamencos. Parece ir, con otros como él, haciendo de juglar, cantando esas irreverentes canciones que cada vez cobran más fama, para desdoro de nuestros sentimientos religiosos, o haciendo revolucionarios sermones en cualquier lugar donde le dejan... No creo que ni él ni quienes le acompañan se mantengan muy en los mandamientos de nuestra fe, ni sé si estarán ya en la herejía, o si son nada más que unos locos... Me consta que han tenido algún tropiezo con el Santo Tribunal, del que han escapado no sé cómo... Desde luego —le asomó una abierta sonrisa— sí es cierto que detestan todo cuanto procede del palacio de Letrán. Y también es cierto que cada vez que llegan a una corte, príncipes, señores y obispos se huelgan bien escuchando sus carmina... ¡Lástima del padre Antonio, que de siempre le tuve en mi aprecio!
Por la tarde fray Bertrán volvió a visitarle. Luego de una conversación intrascendente, Martín le vio adoptar una expresión grave, y a continuación empezó, casi conminativo:
—Escúchame con atención: decidí permanecer aquí un día más, pues ha sido largo mi viaje y bien cargado de problemas. Pero mañana —le miró fijamente, de un modo que el joven no supo interpretar y que le llenó de un cierto desasosiego— tendrás que estar dispuesto para acompañarme. Has de saber que ya adelanté en Roma mi solicitud para que sea aceptada tu exclaustración y todo se haga conforme a las Reglas. Me costó desviar la ruta para llegar hasta aquí, contra el parecer de todos: los padres que conmigo vienen, los sargentos de armas, sus hombres... Quiero que comprendas que este esfuerzo no puede ser en vano. Así que mañana estarás preparado para salir. Ve, pues, haciéndote a la idea.
Pese a que aún se resentía del largo tiempo en que hubo de guardar cama, y más por el lacerante sufrimiento que había consumido sus carnes, convirtiendo su siempre apuesta figura en la de un esquelético fraile de rostro hundido que se ocultaba tras una espesa y mal cuidada barba, haciéndole emerger del hábito casi como una máscara, fue capaz de incorporarse al séquito de su pariente. Esto le supuso duras jornadas de cabalgar, pero en sus ojos se advertía la satisfacción del cambio, que tal vez era salir de nuevo al mundo, alejarse de aquel monasterio en donde había vivido las páginas más cruciales y extrañas de su existencia, desde los exorcismos a las monjas al sorprendente encuentro con tanta virulencia en los escritos de cuantos disentían de la ortodoxia de la Iglesia; y por encima de todo, su descubrimiento del amor. Allí se le quedaban muchas horas de felicidad y muchas ilusiones.
Llegaron a Ferrara, alojándose en Santa María de los Ángeles, e inmediatamente fray Bertrán fue a incorporarse con quienes procedían a los preparativos para la apertura del capítulo dominico. Como su pariente prohibiera a Martín, al menos hasta no verse totalmente restablecido, que emprendiera actividad alguna, no tuvo sino que resignarse y permanecer en el convento cuidando de recuperar sus perdidas energías.
Entre tanto, no le desaparecía aquel inextinguible desasosiego por tanta incertidumbre sobre cuanto se refería a Alejandra. Ferrara estaba a muchas millas de Milán y no sería fácil que le llegasen noticias del feudo de los Visconti, especialmente en asunto tan singular. A pesar de ello, procuraba estar siempre alerta, por si captaba aunque sólo fuese algún rumor, la noticia más simple, referida tanto al lugar en que suponía a su amada como al monasterio.
Pero en medio de aquel continuo pesar del que no lograba —ni quería— arrancarse, los acontecimientos vinieron a alterar su ánimo y a perturbar la paz y el orden habituales dentro de la religión dominica. Y era que en los primeros días de marzo hicieron su aparición en la ciudad dos de los personajes más influyentes de la curia romana, los cardenales Malabranca y Billom, enviados del papa. Su misión, de lo más embarazosa, consistía en que el maestro general de los predicadores, el castellano Zamora, renunciara a su cargo, con lo que aquellos velados rumores que durante meses habían estado comentándose, estallaban al fin: la ojeriza del franciscano Jerónimo de Ascoli, sobre cuyas causas corrían toda clase de versiones, había forzado las cosas hasta tal extremo. Mandato que la Orden, con toda la devoción que, aun sin dedicar a ello voto especial, dedicaba a Su Santidad, pero celosa de sus prerrogativas —y de su poder—, se negaba a admitir, sin por ello dejar de hacer protestas de su fidelísimo acatamiento a las decisiones del pontífice.
Los ilustres enviados hicieron una advertencia: si no se conseguía satisfacer con argumentos la demanda del papa, el capítulo habría de forzar y deponer a su superior, haciendo uso de sus facultades para ejecutar las intimidatorias órdenes; sugerencia que al no ser no aceptada, ni recursos ni protestas solucionaron la anómala cuestión. Se acudió entonces a someter a un severo examen la conducta del maestro general, sin que se delatara el más leve indicio para inculparle, pese a algún que otro envenenado infundio deslizado por quienes ya, desde dentro de la misma Orden, maniobraban buscando de arrimarse a la postura que, a la larga, se suponía habría de ser la vencedora. Nicolás Cuarto ordenó entonces a fray Munio que acudiese a Roma, y una vez allí le sometió a toda clase de presiones para obtener su renuncia, a las que éste, firme en lo que consideraba tan legítimo como justo, se negó, tozudo, pidiendo al papa que él mismo lo depusiera. Como oferta tentadora, Martín Cuarto quiso vencer su porfiada resistencia ofreciéndole el arzobispado de Santiago de Compostela, mas todo en vano: obstinado en lo que consideraba su derecho, Munio de Zamora la rechazó.
—Con todos mis respetos —se le escapó uno de aquellos días a fray Bertrán—: es ésta una situación que no dudo en calificar de odiosa. Martín, prepárate para viajar, ahora que puedo considerarte curado de tus males. Nos vamos.
Y le explicó que partían con el séquito del maestro general hacia una ciudad del Reino de Castilla, Palencia, donde la religión de los predicadores iba a celebrar capítulo; esto, por supuesto, contrariando la voluntad del papa, cuya era la autoridad suprema sobre la Orden...
—... por lo que me temo que su cólera no ha de tardar en hacerse sentir.
A continuación, dejándose llevar por una iracundia que su pariente apenas le descubriera en alguna ocasión en el pasado, se permitió criticar acerbamente todo lo que consideraba desatinado proceder de aquel franciscano torpe de miras al que el Espíritu Santo, sin duda en un momento de escasa clarividencia, aupó al trono más poderoso del mundo; porque ninguna de sus empresas, nada de cuando proponía en beneficio —se suponía— de la catolicidad, llegaba a buen fin. En cuanto a su política, seguía indispuesto con el emperador y con el rey de Aragón; con el de Castilla latía una animosidad que, se comentaba, quizás era causa de la que se manifestaba ahora contra la cabeza de la Orden Dominica. ¿No pretendería ahora, por sus resentimientos personales, acabar con los predicadores?
Para Martín era aquélla una noticia tan inesperada como penosa; y armándose de valor fue capaz de manifestar, esforzándose para que su voz no sonara en el tono lacrimoso, hasta desgarrado, que sentía en el corazón:
—Padre, es el caso que... que por razones... por razones que me es imposible confiar a nadie, necesito... Necesito ir a Milán antes de emprender este viaje.
Estaban solos, paseando por el claustro en la hora de esparcimiento en que se permitía romper la regla del silencio. Vio a su pariente detenerse en seco, mirarle un instante, bajar luego la cabeza, toser, rezongar. Después le oyó pronunciar el discurso más trágico que jamás podría haber adivinado:
—Martín, eres un hombre, aunque a mis ojos siempre aparecerás como un muchacho. Pero eres hombre, y así, no te hablo como a predicador, sino como a hombre... Lastimosamente, ya no hay nada que te aguarde en Milán. —Y al descubrir la expresión de sorpresa que en el acto reflejó su rostro—: Sí, Martín: nada.
A continuación, sin entrar en detalles, hablándole con un acento que intentaba ser comprensivo y que al tiempo le sirviese de consuelo, contó su conversación con un familiar del clan de los Visconti, viejo amigo y compañero durante años en Saint Jacques, en Narbona, en Roma... En la intimidad más allegada del arzobispo Otón habían trascendido las relaciones de la abadesa de Santa Domitila con el joven exorcista del convento de Tortona, sobre las cuales —se apresuró a puntualizar—, a nadie se le ocurrió desatar condenas, ni pedir sanciones, ni buscar algo que pudiera parecer venganza o escarmiento, y menos aún, dar publicidad, porque...
—... no tienes de qué avergonzarte, ni acusarte... De ser así, tendríamos entonces que avergonzarnos la mayoría de los que cuidamos el Sagrario... Somos religiosos, pero el Señor nos creó hombres, y la vida de la Iglesia, a lo largo de los siglos, siempre estuvo y seguirá estando llena de los mismos problemas, creo que desde el mismo Jesucristo, y no se me ocurre que esto pueda sonar a blasfemia. —Se persignó—. Pero, Martín, ni la condesa Alejandra de Visconti ni sor Consolación de la Santísima Virgen pertenecen ya a la vida de nadie... Y no me preguntes nada, te suplico... Creo que te aliviará saber que fue santamente reconciliada con el Señor y ahora ha de estar gozando su divina presencia, a la que hemos de aspirar todos. —Volvía a persignarse. Y Martín, como en sueños, le oía, y le veía gesticular, y alzar los brazos, lleno de un nerviosismo inusual; pero a él todo le parecía ajeno, sujeto a un aturdimiento que estaba manteniéndole como si nada de aquella revelación le afectase, en tanto su pariente continuaba—: Ahora estás obligado a poner toda tu voluntad para dejar atrás ese pasado, para resistir a lo que sé que es un duro golpe que siento como propio, y pongo a Nuestro Señor por testigo de la verdad de mis palabras, cuando lo que más lamento es haber tenido que ser yo el mensajero, como un verdugo de tu esperanza. Pero eres aún muy joven, y esto no ha sido más que un capítulo de tu vida, doloroso, ciertamente, aunque todavía habrás de enfrentarte a decepciones y contratiempos de los muchos que fabrican los indescifrables designios divinos para repartirlos sobre la humanidad y así probar su entereza y su fe, que es a lo que estamos obligados, aceptando con resignación estas penas con la esperanza puesta en Dios...
Retórica a la que Martín estaba más que acostumbrado, de la que usaba a veces y que ahora, no sólo no atendía, sino que hallándose fuera de cualquier realidad, como si flotara ingrávido, ajeno a todo, seguía resistiéndose a aceptar la amarga noticia que acababa de hundirle en la más negra de las simas. Después, dentro de aquel lastimoso aturdimiento, quiso interpretar en todo su valor el sentido de la noticia, es decir, que Alejandra no sería ya nunca su emocionada esperanza y que con ella desaparecía el fanal alegre y apasionado que ponía interés en sus días y en toda su vida; ya no volvería a contemplar su rostro de espléndida belleza, ni admiraría la majestad de su mirada, ni oiría la melodía de su voz, con aquel acento que le encantaba; ya no escucharía sus reflexiones, ni sus preguntas, ni sus ideas; adiós a aquellas apasionadas entregas que nunca dejaron de asombrarle, siempre saboreadas como algo nuevo, esperadas con la impaciencia del enamorado, siempre llenas de emoción... Y ningún recado ulterior, ningún recuerdo, nada, después del último confiado adiós, salvo aquel corazón de oro con un granate, dejado en prenda al partir, que llevaba escondido bajo el hábito, pegado a la piel... Ya sólo podría contentarse con el recuerdo inmarcesible de lo que con cada latido de su corazón iba quedándose, poco a poco, más lejos en la distancia, lejos en el tiempo...
No pudo contener la angustia; estalló en un ronco sollozo, y como un fardo se dejó caer entre convulsiones.
XXXIII
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in que en ningún momento se le apartara del pensamiento el recuerdo de aquella mujer a la que tanto había amado, hundido en un resentimiento cuya causa no acertaba a achacar a nada ni a nadie, pero que en algún momento de impotencia y desesperación llegó a rozar con el pensamiento las más injuriosas de las blasfemias —de lo que luego se arrepentía, estremecido de pavor ante su audacia, entregándose a inacabables horas de plegarias en súplica de perdón por aquellos raptos de enajenado—, tomó contacto Martín con el nuevo decorado al que su pariente le arrastrara.
No le pasó desapercibido el interés que fray Bertrán se tomaba por él; primero, en ningún momento dejó entrever el menor atisbo de curiosidad acerca de aquellos años felices de su apasionado amor; luego, tuvo más que suficientes pruebas de la preocupación que en todo momento estuvo manteniendo el vigoroso anciano por su persona: una especie de lejana vigilancia, pese a tan larga separación, que al final había conducido a aquel encuentro cuyo fin era obligarle a reintroducirse en el mundo, en el afán diario, y arrancarlo del casi morboso desconsuelo en que le tenía sumido una melancolía que estuvo a punto de trastornarle el juicio.
A pesar de su tristeza, el nuevo ambiente en que se encontraba lo obligó a prestar su atención. La casa en que residía, sus moradores, las costumbres, seguían siendo las mismas conocidas de siempre: las de un convento de predicadores, con su disciplina, la invariable uniformidad en el empleo del tiempo, el descuido en la higiene, propio de una comunidad de varones; y los mismos olores, la misma molesta promiscuidad del dormitorio común, el perenne hedor del refectorio... a los que estaba bien acostumbrado. Aparte estaba la hostil geografía castellana, donde los cielos se aparecían cada mañana plomizos, cuando no dispensadores de copiosas lluvias; y la gente, austera y recogida, con aquel modo de entender la religión, lleno de todos los matices de un fanatismo que rozaba más lo irracional, y esto en cualquiera de los estamentos de una sociedad donde todavía deambulaban por las rúas palentinas ancianos a los que el celo de aquel piadoso rey dom Fernando, abuelo del soberano reinante, dispuso que marcaran sus rostros con la infamante señal de la herejía, y no estaba cierto sobre si semejante castigo seguiría aún en vigor. Encerrada entre sus poderosas murallas, Palencia parecía vivir ajena al resto del mundo.
Al principio creyó experimentar cierta emoción cuando supo que el convento donde se alojaba, San Pablo, fue obra, setenta años atrás, del mismo fundador de la Orden, donde ahora, y por especial devoción del rey, se estaban haciendo unas reformas que a él le traían, sin querer, recuerdos del palacio abacial de Santa Domitila, con sus ojivas de arcos apuntados y la gracia de una arquitectura cada vez más impuesta en los reinos de una Europa que parecía haberla adoptado como símbolo de la cristiandad.
—El rey castellano es un hombre imprevisible —le había explicado fray Bertrán—. Violento, apasionado, temeroso de Dios y cruel. Sus problemas han sido y son muchos, y me consta cómo le amarga el no haberse reconciliado con su padre antes de que a éste lo recogiera Nuestro Señor. Al parecer dejó buen recuerdo por estas tierras aquel piadoso rey Alfonso, al que llamaban «el Sabio», y dicen que con razón, aunque sólo fuese por estar interesado en ciertas materias que le gustaban.
No bien comenzaron las sesiones del capítulo general dominico y apenas llegó a conocimiento del papa, su cólera parece que eclipsó —contaron— a la más legendaria y famosa del Júpiter Tonante; porque los predicadores, cuyos brazos y oídos alcanzaban a todo el orbe cristiano y aún más, estaban bien informados de cómo se seguía en Roma todo el proceso de contumaz desobediencia por parte del maestro general y de quienes lo apoyaban.
Martín, obligado al tranquilo reposo que le tenían ordenado, entretenía parte de su abundante tiempo en leer, y por aquella su manía de bibliófilo, a escudriñar cada mañana en la biblioteca de San Pablo, que custodiaba celosamente un anciano bien experto en su cometido; simpatizaron ambos, el viejo erudito y el curioso joven, y así pudo éste conocer muchos pormenores sobre cuanto acaecía en aquellas tierras de Hispania, junto con la recomendación, para ayudarle a remediar su casi total ignorancia en la lengua del país, de la lectura de uno de los escritos que más se habían popularizado en los recientes tiempos, Los siete modos de orar del señor Santo Domingo, de Teodorico de Apoldia, un dominico, lector en el estudio general de Colonia. Se trataba de una obra recién traducida del habla alemana al castellano, que acogió Martín con todo entusiasmo, haciendo acopio de toda su voluntad practicando en una de las lecturas más tediosas que jamás cayeran en sus manos.
También le distrajo y llegó a congeniar con el joven padre encargado de la enfermería, quien antes de entrar en religión estudió medicina en Salerno, profesión que no ejercía por estar su práctica, como otras, vedada por las Reglas, pero de utilidad para cuidar las dolencias de los frailes. Juntos, alguna que otra mañana, fueron hasta el hospital de San Antolín, y a veces, con licencia del prior y si el tiempo no lo estorbaba, a recoger la limosna que muchos patricios, fieles al espíritu mendicante de la Orden, dedicaban graciosamente a los padres predicadores. Con esto Martín tuvo ocasión de conocer a mucho protagonista de la vida local y del propio reino, lo mismo orgullosos singulis civitatibus como engreídos caballeros villanos y boni homines. Le sorprendió descubrir cómo en medio de tanta piedad, de tanta muestra de religiosidad que apreciaba en torno, allí, bajo la hipocresía de guardar las formas, se daba la vida licenciosa con El mismo vigor que en las ciudades italianas más libertinas. Aunque la experiencia le tenía ya bien acostumbrado, nunca dejaba de asombrarle, no sólo por lo que ocurría en Castilla, sino en toda la cristiandad, por tanta admonición, tanta advertencia que la Iglesia, una y otra vez, dedicaba a su pueblo, y muy especialmente, con perseverante insistencia, a sus propios servidores, cuya primera obligación habría de ser el dar ejemplo a los fieles. Era, pues, del todo inexplicable que concilios, bulas, pastorales, viniesen reiterando, desde siglos, lo que debería entenderse como una rigurosa norma de vida, reiteración que demostraba que ninguna de aquellas ordenanzas se cumplía. En primer lugar no parecía sino que la gran preocupación fuese preservar de manos extrañas todo cuanto fuesen bienes y beneficios eclesiásticos, por lo que abundaban las exhortaciones a favor de la suprema autoridad de los obispos para disponer de ellos —medida que no afectaba a las Ordenes exentas—; pero entre conclusiones de más o menos igual tenor, eran continuas las recomendaciones en cuando al atuendo del clero, su comportamiento público y privado, su morigeración, sin dejar de recalcar, machaconamente, una y otra vez, la exigencia de renunciar a aquella degenerada y arraigada costumbre de vivir en concubinato. Recomendaciones y censuras que casi siempre se rubricaban con la misma amenaza: anathema sit. De donde se deducía que eran centenares los religiosos, en toda la magna universidad cristiana, que se desentendían por completo de la terrorífica intimidación.
Se atrevió a comentarlo, un tanto ingenuamente, con su pariente, oyendo la respuesta, casi doctrinal, de éste:
—En la Iglesia, como bien sabes, está el ordenamiento más perfecto para dirigir y gobernar rectamente todos los reinos del mundo, y así se viene aceptando por reyes y príncipes desde cientos de años. Porque las leyes de la Iglesia nos vienen impuestas por el mismo Jesucristo por mandato del Padre Celestial, instituyendo al papa como soberano universal por encima de toda jerarquía, incluso del mismo emperador, con lo que a no dudar se beneficia el mundo seglar y nos beneficiamos toda la Iglesia. Pero no podemos ignorar que ese poder está en manos de hombres, y que el hombre no es más que una criatura imperfecta. Incluido el Santo Padre —concluyó. Y Martín no tuvo que adivinar mucho para saber a quién aludía.
Dedujo que su pariente nunca dejaría de manifestarse con aquel cinismo que le había conocido siempre. Rio interiormente cuando le escuchó referirse a la excomunión, que tan rara vez se aplicaba sobre clérigos y monjes, excepto a rebeldes y declarados enemigos de cuanto pudiera afectar al indiscutible predominio de la Iglesia. El anatema apenas si afectaba a la gente, sobre todo a nobles y señores, dedicados a esconder diezmos y, a la primera ocasión, a saquear propiedades de monasterios y obispados. Tocante a la censura sobre reyes y príncipes:
—Ya sabes con cuánta indiferencia la reciben. Los de Aragón, tantos años enemistados con Roma luego de lo de Sicilia, siguieron su política sin inmutarse, que bien has de recordarlo por haberlo vivido. Y así obran todos, lo que ha venido causando el natural enojo de cada uno de los papas, que a lo largo de los tiempos ven mermada la que siempre ha sido su indiscutible autoridad.
Durante los paseos con el discípulo de Hipócrates pudo también distraer un tiempo dedicado a apreciar los parajes más atractivos e interesantes de la ciudad: las huertas que la rodeaban extramuros, el río Carrión, la bella iglesia de San Miguel y un arruinado templo de traza bizantina elevado al rango de seo, sobre el cual, según se había propuesto el rey, habría de levantarse una de las catedrales más señeras de toda Castilla.
—Es ese lugar sagrado, que ahí yacen los restos de San Antolín. Los descubrió el rey Sancho de Navarra en lejanos tiempos.
Y le contó de la tradición mantenida a través de generaciones: que cuando se encontraba cazando aquel monarca, vino en perseguir a un jabalí que fue a refugiarse entre lo que entonces eran asperezas, y como al ir a lanzarle su venablo sintiera que el brazo se le paralizaba, invocó piadoso su restablecimiento si es que era aquélla tierra sacra, como así fue. Desde entonces se consideró la bondad de las aguas de cierto pozo allí existente, cuya virtud obraba milagros, y la certeza de ser el lugar a donde vino a ser enterrado el santo, aunque el mismo que lo contaba no supiera explicar cómo un mártir sacrificado en su propio país, el de los francos, viniera a parar tan lejos.
—Quizá le sucediera algo parecido a lo de Santiago, cuyo cuerpo, según se cuenta, llegó milagrosamente en una gran barca de piedra hasta Galicia... Pero a san Antolín se le tiene aquí gran veneración. Y también a Santiago... Aunque a éste, muchos hay que más le dedican su devoción porque están en la herejía de que Santiago fuese hermano de Jesucristo... —dijo, bajando la voz.
—¿Es posible? ¡Dios mío!
Contaron a Martín en otro momento que aquel piadoso rey de la feliz historia, al que incluso llegara a distinguir la divinidad con un milagro, no fue capaz de guardar la continencia, siendo ésta causa de su desgracia: que después de haber violado a una hija del conde Fruela Ramírez en el castillo de Pajares, un dardo traicionero disparado cuando atravesaba el bosque de Campomanes acabó de muy mala manera con su vida. Desde entonces los palentinos, frente a cualquier desafuero, tenían como advertencia un curioso adagio: «Si la hicisteis en Pajares, pagareisla en Campomanes».
Las predicciones de fray Bertrán no se hicieron esperar. Desde Roma, el capítulo fue secretamente avisado sobre la inminente llegada de unos mensajeros, portadores de una bula del papa que ordenaba la deposición de fray Munio de Zamora, y otra en la que se disponía la convocatoria del capítulo en la sede de la cristiandad. La Orden, decidida a mantenerse en lo que estimaba sus derechos, obró de manera que los correos fueron detenidos antes de llegar a Palencia, despojados de sus cartas e invitados a regresar al lugar del que provenían. Esta maniobra —o jugarreta— dio lugar a que Nicolás Cuarto, en cuanto tuvo noticia, se viera obligado a lanzar la fulminante destitución del maestro general.
Martín tuvo ocasión de estar cerca del depuesto fray Munio cuando éste reunió a la congregación, manifestando pública y humildemente su disposición para acatar la voluntad del pontífice; al mismo tiempo impetró la protección divina para quien ya había sido nombrado su sucesor, Esteban de Besançon, provincial de Francia, considerado hombre de grandes saberes y mejor predicador. También descubrió en la persona de aquel defenestrado, tan perseguido por la hostilidad del franciscano Jerónimo, pese a haber conseguido lo que se proponía —obligar al Santo Padre a imponer él mismo su destitución— un ánimo desilusionado y de frustración.
Empezaron a discurrir los días en la tensa calma que siguiera a aquellos años de intolerancia y rebeldía, de incomprensión y virulencia. Sin que fray Bertrán le diese explicación alguna en cuanto al futuro, Martín continuó entregado a la vida conventual, como parecía ser ya su destino, esperando que su pariente tuviera proyectos sobre su persona, aunque jamás osara dirigirle la más leve insinuación al respecto. Sin embargo, pronto tuvo ocasión de dedicarse a tareas más de acuerdo con su carácter, como fueron verse destinado a impartir lecciones de la Escritura en lo que había quedado en Palencia de aquella primera universidad hispana, donde hiciera sus estudios el mismo santo Domingo, y que los intereses de la política castellano-leonesa obligaran a trasladar a Salamanca; esto le dio ocasión de vivir con la sensación de libertad que le producían la enseñanza y el contacto con la gente.
Fue bien avanzada ya la primavera del año siguiente, mil doscientos noventa y dos, cuando llegó noticia de que la Silla de Pedro acababa de entrar en sede vacante: Nicolás Cuarto había entregado su alma al Señor. La expectación de toda la cristiandad, como siempre que acaecía un suceso de tal naturaleza, se volvió hacia el lugar que habría de alumbrar un nuevo regidor de la conciencia universal.
Sin que se alterase aquel ritmo de la vida conventual en el que Martín, siempre obediente —y acomodaticio, y también un punto indolente—, se mantenía, espectador de lejos a las inquietas actividades de fray Bertrán, pasó el tiempo, apuntó una nueva primavera, y en marzo se recibieron en el convento palentino instrucciones concretas referidas al anciano: debería ponerse en camino para, una vez en Roma, aguardar las instrucciones que para él tenía acordadas la Orden. Habría de ir acompañado por dos, tres padres jóvenes, bien preparados en la lengua de los sarracenos —quizás algún converso, lo que sería difícil—, dispuestos para salir a predicar los Evangelios por tierras de mahometanos.
Llegaron a la Ciudad Eterna en el momento de mayor calor de un verano tórrido, donde a esta fatiga se unía el riesgo de una epidemia de peste; por ello la mayoría de sus habitantes —la gente acomodada, se entiende— habían abandonado la población, retirándose a sus fincas y predios en las zonas más frescas y gratas de la región, lejos de incomodidades y peligros. En cuanto al cónclave de cardenales reunidos para la elección del papa, que en principio estuvieron divididos —unos permaneciendo atrevidamente en Roma, otros amablemente refugiados en Perusa—, desde hacía nueve meses en que convinieron mudar tal situación, disfrutaban ya juntos el benigno clima de la capital de la Umbría, lejos del sofocante calor romano, de sus miserias y su vulgaridad.
Hacía más de dos años que el Solio Pontificio continuaba vacío, sin que los nueve hombres que quedaban del primer cónclave —empezaron doce— decidieran quién habría de ser señalado, por inspiración sobrenatural de las potencias celestiales, regidor del mundo cristiano. Todo por la enemiga de los dos bloques familiares enfrentados: los Colonna, representados por el cardenal Jaime y su sobrino, el cardenal Pedro, y los cardenales Orsini —Mateo y Napoleón—, cabezas del partido güelfo, dispuesto cada bando a no aceptar que un miembro de la parentela adversaria ocupase el altísimo cargo En Roma, fray Bertrán y los dos jóvenes frailes que le acompañaban, uno de ellos, naturalmente, Martín, recibieron sus instrucciones. Deberían ponerse en camino para ir a Lemberg, donde tenía su sede la Societas peregrinatium propter Christum que dirigía la Orden de Predicadores —había otra de los franciscanos—, en que habrían de permanecer instruyéndose debidamente en la casa de formación para misioneros; luego, el vicario general de misiones les indicaría un destino que, según se dejaba entrever, podía ser, bien las tierras ibéricas bajo dominio musulmán, bien el África.
Fray Bertrán, aun en la certeza sobre el motivo de aquella perentoria llamada y el consiguiente viaje, cuando tuvo confirmación de su finalidad se negó rotundamente a desplazarse hasta Lemberg, en las lejanas tierras de la Lorena, y con toda firmeza mostró su nulo interés, a sus años, por aceptar el cometido que pretendían asignarle. En realidad, el ponerse obedientemente en camino no fue sino aprovechar para acercarse hasta Roma, nudo de cuanto se movía en la Iglesia; y solicitó de regresar a Castilla. Pero la ojeriza hacia Munio de Zamora no estaba muerta, y fray Bertrán, consejero y amigo del que hasta hacía muy poco fuera suprema autoridad dominicana, no había sido llamado con otro objeto que apartarlo de supuestas intrigas y manejos que pudieran perturbar la voluntad de quienes a hora decidían. No iría a Castilla, pero dada ya su edad, podía retirarse al convento romano de Santa Sabina. Martín y su compañero sí saldrían para Lemberg, tal como se había dispuesto, y de allí, a donde los enviaran.
Pero entonces, y como la mejor noticia para desentumecer los ánimos atrofiados por los rigores del clima, en los primeros días de julio, desde Perusa, se anunció finalmente al mundo la proclamación del nuevo pontífice. Pese a que el pueblo lo comentó con la sorna de costumbre para satirizar cualquiera de sus circunstancias, fuesen bendiciones o maleficios —decían que fue aquél el parto más largo en la historia del clero—, en verdad que la decisión fue recibida como una milagrosa intervención de los Cielos. Porque aquella mañana estival, una más en tan prolongado cónclave, languidecía la tertulia de cardenales en las ya habituales charlas que no eran sino una especie de desgaste del bando adversario, y de pronto la conversación derivó hacia la existencia de un viejo ermitaño apartado en lo más recóndito de los Abruzzo, Pietro de Morrone, cuya fama de santidad corría en boca de muchos. Fue cuando, obviando tanta ambigüedad y rencores, tantos sarcasmos y vigilante actitud de todos contra todos, el longevo decano, Latino Malabranca, se alzó de repente, proclamando con voz firme: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, elijo al hermano Pietro de Morrone».
Y cada uno de los nueve cardenales, cogidos de sorpresa y hasta posiblemente convencidos, por primera vez, de que efectivamente, allí había mediado con esta inspiración la voluntad del Espíritu del Señor, dio el sí a la propuesta.
E inmediatamente dio comienzo al baile de los intereses en busca de captar la voluntad del elegido, de quien bien pronto se supo que carecía del menor parecido con un heredero para el más alto trono existente sobre la Tierra. Porque el hermano Pietro no era más que un asceta, es decir, un hombre que dedicó toda su vida a perfeccionarse en el amor a Dios, las enseñanzas de Jesús, y hacer de su existencia un cumplimiento del Evangelio, viviendo con total sencillez en la soledad de un desierto de montañas, lejos de Roma, del mundo y de cuanto significaba todo aquel aparato y ostentación tan apreciados por quienes se movían en torno al vicario de Cristo. Había creado una orden, la de los Espirituales, sancionada por la Iglesia, aunque mirada por la curia del palacio de Letrán con el natural recelo; porque aquella insistencia en la pobreza evangélica, aquel huir de todo cuanto hacía la vida gratificante y llena de alicientes, casi rozaba las mismas teorías de muchas sectas de herejes, felizmente ya desaparecidas.
Como primeros interesados en llegar hasta el santo hombre estaban, naturalmente, los cardenales; luego, Carlos el Cojo, rey de Nápoles. Cuando los enviados del colegio cardenalicio llegaron hasta la cueva en que moraba el recién elegido pontífice, los enviados napolitanos ya habían coronado las alturas y besaban las pestilentes abarcas de un acobardado anciano que en aquellos momentos no hubiera deseado sino desaparecer.
Carlos, príncipe de Salerno, hijo del fallecido Carlos de Anjou, diez años prisionero de los aragoneses y seis desde que Alfonso de Aragón le concediera la libertad, entendió como imprevisto regalo que el nuevo papa fuera súbdito de su reino, lo que le inspiró una feliz idea: ¿por qué seguir la corte pontificia en la degenerada Roma, donde no imperaban más que la simonía, la rapiña, la lujuria, la sodomía y toda clase de vicios? El Santo Padre debería residir en su propia nación, en el reino de Nápoles.
—¿Estás realmente interesado en ir a convertir idólatras en tierras de sarracenos? —dijo fray Bertrán a su sobrino—. Debo recordarte, como bien sabes, que el fanatismo de aquella gente hace difícil todo esfuerzo de conversión, lo que es bien poco gratificante, más bien decepcionante para quien lo intenta. —Y como viera una sombra de duda en el joven—: Creo conveniente tu viaje a Lemberg, que algo aprenderás. En cuanto a perderte en cualquier extraño país, sabe Dios por cuánto tiempo, entre esa raza viciosa y extraña, en verdad que no he de considerarlo acertado. Ya adivino los grandes eventos que a no tardar habrán de producirse, en los que hemos de estar presentes. Y lo digo más que nada por ti. Porque aún no has decidido un porvenir que, supongo, no querrás que siga siendo el de husmeador de bibliotecas, escritor de libros que encuentro de mérito, ciertamente, pero que no obtienen sino el mesurado aplauso de los pocos que los leen. Y toda la vida comiendo coles y carne salada... ¿Es que no tienes ambiciones? Hijo, confío en que no sean tus aspiraciones tan sumamente simples, que me decepcionarías.
Martín se sorprendió: fray Bertrán parecía dispuesto a seguir en la brecha, como hizo siempre; recordó cuántas veces le oyó decir que amaba, más que otra cosa, ser testigo de su tiempo. Aquellos esporádicos anuncios de retiro y vida tranquila, de dedicación a la reflexión y a escribir sus comentarios religiosos, tan burlonamente criticados por Antonio del Sasso, indudablemente nunca pasaron de ser un deseo que nunca llegaría a cristalizar; era un hombre de acción, y por encima de todo su vocación le guiaba a ser, si era posible, protagonista de los acontecimientos. Por tanto, lleno de curiosa intranquilidad se dispuso, como siempre, a obedecer sus instrucciones.
Cuando regresó del curso de formación de misiones sin que dispusieran de su persona para destinarle a ningún país donde ejercer su apostolado, comprendió que a pesar de tanta enemiga como su pariente había acumulado a lo largo de su inquieta vida, todavía era capaz de mover importantes resortes entre los todopoderosos administradores de aquella fuerza universal que se fraguaba en Letrán. No le sorprendió, por tanto, que fray Bertrán, sin apenas darle tiempo a otra cosa que ponerse en camino, le contara:
—Nos vamos a Nápoles. La Silla de Pedro ha volado de Roma, que nuestro Pedro, Pedro de Morrone, la lleva al sur. ¡Qué locura tan extraña!
Porque el anacoreta no quiso ir a Roma, idea que sólo el mencionarla le causaba tanto pavor como las veces en que había de enfrentarse a aquella selecta colección de refinados hombres que constituían su gabinete de gobierno. Coronado con el nombre de Celestino Quinto, en una ceremonia que por su extrema sencillez —desfiló montado sobre un asno— captó la devoción de mucha gente, provocó el sarcasmo de otros e indignó a la mayoría de los orgullosos hombres del colegio cardenalicio; animado por aquellos espirituales, sus fieles seguidores, esperanzados en unos supuestos augurios referidos a una nueva era de triunfo del Evangelio; presente en el ánimo del santo ermitaño y sus seguidores la idea de reformar las costumbres de la sociedad, despreciando el oro y las riquezas que excitaban la codicia tanto del clero como de los seglares; compartiendo el resentimiento del sur, secularmente desamparado y harto de aquella conformidad a su vivir de infortunio, siempre humillado frente a la opulencia de la gente del norte, rectora en los designios de todo el país; y en cierto modo, también seducido por la persuasión de aquel hábil Carlos, el Cojo, la Sede Pontificia se instaló en Nápoles.
Aunque el otoño estaba ya bien avanzado, a Martín le deslumbró descubrir aquella ciudad perezosamente tendida al borde del mar, bajo un cielo de jubiloso azul, no muy lejos del asombroso cono volcánico que era el Vesubio, al que coronaba una ligera fumarola que se desvanecía blandamente en el espacio.
Al día siguiente de su llegada, fray Bertrán y Martín se encaminaron a la residencia pontificia. Celestino Quinto, dirigido por el rey Carlos, se había instalado en el Castel Nuovo, imponente fortaleza a orillas del golfo, al que dominaba desde sus cinco robustos torreones en toda aquella grandiosa panorámica.
Desde luego, Su Santidad no iba a poder recibirles —para fray Bertrán no era algo que le cogiese de sorpresa—, pues era preceptivo solicitar audiencia y tratar de encajarlos en alguno de los días venideros; pero si lo consideraban conveniente, aquella misma mañana podría atenderles alguien del entorno papal, lo que al anciano fraile pareció acertado. Un ujier les condujo entonces hasta una de las inmensas salas del castillo, donde visitantes y funcionarios, perdidos en la vastedad de aquel espacio, discutían sus asuntos, paseaban o se entretenían en conversaciones privadas.
Al cabo de un buen rato y por una puerta lateral apareció un barbudo fraile, embutido en un simple hábito blanco de tejido basto, capillo negro —vestimenta que apenas disimulaba sus enjutas carnes—, el cual buscó con la mirada a uno y otro lado y finalmente se dirigió hacia donde aguardaban los dos predicadores.
Llegado hasta ellos hizo una profunda inclinación:
—Reverendo... Padre Martín...
Martín tardó en reconocerlo. ¡Había cambiado tanto! Luego, sin ocultar la satisfecha sorpresa que le producía su presencia, exclamó:
—¡Padre Antonio! ¡Antonio del Sasso!
XXXIV
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A
ntonio les condujo por una serie de vastos salones solitarios y sin apenas ajuar; que a pesar de que el rey Carlos había dispuesto con toda la premura del caso habilitar la fortaleza para convertirla en gobierno de la catolicidad, todavía se acusaban las deficiencias propias de aquella desconcertante improvisación.
Una vez a solas iniciaron una interminable conversación en que todo el interés lo captaban, sin duda, los acaeceres de aquellos años de trotamundos del soliviantado fraile. Martín observaba a Antonio sin perder sílaba de su relato ni ocultar la emoción que le producía aquel reencuentro, apreciando cómo el tiempo había cambiado su rostro, que ahora se aparecía revestido de una cierta gravedad a la que sin duda contribuía la negra barba, que le hacía aparentar más edad; ya no le asomaba aquella dinámica exuberante y viva de años atrás, e incluso su voz era pausada, seria, como un reflejo de su apariencia física. Había viajado por casi todos los reinos europeos, pregonando un modo de vivir la fe completamente distinto al que preceptuaba la jerarquía eclesiástica y haciendo uso de los medios más subversivos, lo que le valió exponerse en más de una ocasión a ser encerrado en la prisión de cualquier obispo o señor, ofendido por sus audacias, en tanto otros, sobre todo en tierras de flamencos y germanos, festejaban sus burlas o sus sermones; era fácil adivinar cómo hubo de rozar la herejía, e incluso posturas mucho más radicales. Hasta que vino a tropezar con aquellos hermanos, los espirituales, quienes al parecer habían encontrado en un anciano ermitaño retirado en los Abruzzo, Pietro de Morrone, la verdadera esencia evangélica. Y se unió a ellos.
Parecía estar convencido de que la Iglesia, con Celestino Quinto a su cabeza, iba a entrar en un período de reformas capaz de lavar todas las miserias que venía arrastrando en su conciencia desde hacía siglos; los servidores del altar, todo el que hacía su profesión de predicar al Ungido, habrían de despojarse de aquella altanería con la que comúnmente tenían costumbre de aparecer, sin pizca de humildad, e imitar a Jesús, que prefirió acercarse a los menesterosos y despreció las riquezas; los dueños de la tierra, los encumbrados magnates, monarcas y señores, tendrían que compartir sus bienes con los pobres en un mundo de amor y justicia, y recordar que Jesucristo dijo que todos los hombres son hermanos; habría que concienciar a la humanidad de lo que en verdad ha de entenderse cristiana mente por «prójimo», que es no aceptar diferencias en nadie por el aspecto físico, el habla, su origen, el color de la piel, las costumbres, la lengua o el vestido, así como por el modelo que cada república estimara conveniente darse para su gobierno, si el pueblo lo consideraba el más acertado; de igual modo, cada uno debería ser libre de interpretar al Señor Dios como mejor lo concibiese, si lo hacía con honestidad y respeto a los demás. Propósitos que habrían de implantarse sobre todas las tierras, y algún día, sin duda, a toda la humanidad, incluyendo a siervos y esclavos. Todo esto, en su opinión, podría iniciarse ahora, bajo la autoridad de un papa cuyos ideales estaban en lo que dictan las Escrituras, sin apartarse un ápice de cuanto predicara el que una vez se apareció sobre la tierra como Hijo de Dios.
Sin embargo, en medio de este prometedor futuro, no dejaba de exteriorizar temores y recelos; porque Su Santidad no era hombre de corte y cortesanos, sino un elegido para vivir en humilde sencillez. El súbito ascenso al pontificado lo tenía fuera de sí, temeroso de todo: del cambio radical en su vida y costumbres, hecho a la pureza de los aires montañeses y las inmensidades desérticas, y ahora rodeado, agobiado por multitudes, desde Carlos de Anjou el Cojo, que sin haber heredado las ambiciosas pretensiones de su malogrado padre, presionaba sin descanso para beneficiarse de la situación; o del acoso de cuantos acudían a raudales, mendigando prebendas y empleos, a los que no sabía resistirse; aunque su miedo más profundo estaba en los cardenales, ante quienes no podía dejar de sentirse como un intruso, impresionado por su refinamiento, su lenguaje, los elegantes modales y aquella amplia sabiduría y destreza en el gobierno de la universalidad católica, de la que continuamente hacían gala, por lo que el atribulado anciano había optado por prescindir de ellos: dejó de consultarles los asuntos de la Iglesia y se dedicó a dirigirla como lo hicieran algunos de sus predecesores de los primeros tiempos, aconsejado por el presbyterium; es decir, sus fieles espirituales, inexpertos en negocio de tanta complejidad, todos confundidos en las artes de la maquinaria pontificia, plagada de gente mañosa en su oficio, hábiles en el engaño, buscadores insaciables de cualquier sinecura, de tal modo que las bulas habían empezado a prodigarse indiscriminadamente entre los audaces cazadores de momios, contribuyendo toda esta confusión a amargar día tras día al ya extenuado ermitaño. Tal era su ansia de evitar aquella sociedad que le asfixiaba, que en uno de los salones del castillo se había mandado construir un chozajo, a modo de celda, para hacer su vida de solitario cuando no le obligaban las servidumbres de su altísima dignidad; por supuesto, las ricas vestiduras pontificias le pesaban y fatigaban sobre su cuerpo enclenque, acostumbrado a la ligera ropa que usaba en sus montañas, y más que nada por la vergüenza de aquellas sedas, del oro y los brocados.
Martín estuvo escuchándole sin apenas interrumpir, con interés y con respeto y una buena dosis de admiración, también. Luego se invirtieron los términos y fue Antonio quien escuchó con toda atención, primero al anciano, pues estaba interesado en conocer, por testigo tan próximo, los difíciles acontecimientos vividos durante el anterior papado, con todas las vicisitudes que afectaron a la Orden de Predicadores; no omitió fray Bertrán una velada crítica al recién fallecido cardenal Latino Malabranca, débil mediador en el arduo conflicto que enfrentó al papa y a Munio de Zamora, que según su interpretación, se había mantenido entre la obediencia debida al pontífice y una servil conformidad a su omnímoda autoridad.
—Pero fue de gran ayuda para nosotros. Por su inspiración fue elegido nuestro santo Pietro en tan largo cónclave, y es lastimoso que luego de aquel soplo, que sí estoy en que fuese de orden sobrenatural, se nos haya ido. En él teníamos un apoyo, y ahora... —le rebatió Antonio.
—Pero el cardenal Malabranca poca fuerza haría ya, a sus casi noventa años, supongo...
—Mas nunca perdió lucidez, que siempre estuvo sobre cuanto miraba tanto a la Orden como a toda la Iglesia. Ahora Su Santidad apenas tiene algún apoyo, que casi todo el colegio anda en veladas protestas, con las miras puestas, sobre todo, en que hay que volver a Roma. ¡Sorprendo a veces cada conversación entre ellos!...
Fray Bertrán, pensativo, deslizó un comentario:
—Creo que el consistorio devuelve la moneda al papa, dado que ha prescindido de su asistencia... Pero lo que veo más lamentable es cuanto dices sobre que los cardenales menosprecian a Su Santidad... En mi opinión esto presenta una situación bien difícil, y habréis de luchar con suma habilidad para que tantos proyectos de los que nos has hablado, si es que conseguís mínimamente imponerlos, no se frustren. Supongo que entre los cardenales habrá quienes apoyen los deseos del papa, que de no ser así tendréis que conquistar la voluntad de alguno que se aparezca más inclinado a vuestras intenciones...
Antonio hizo un gesto de duda:
—No sé de ninguno, pero sí de los peores. Especialmente el cardenal Benedicto Gaetani. Dicen de él que es hombre codicioso de oro y poder, astuto como una serpiente y tan dominado por sus pasiones que con dificultad puede esconderlas. Cuando habla ya se le adivina su condición violenta... Oí contar de su furia, renegando del mismo Espíritu Santo por lo que entendía una burla inspirada a nuestro venerable Pietro por renunciar a enterrarse en esa Babilonia que es Letrán. En verdad, pienso que ese hombre es capaz de cualquier monstruosidad por situarse por encima del mundo entero, y así lo he escrito, con todos mis recelos, al hermano Jacopone Todi.
—¿Jacopone, el franciscano? —Fray Bertrán pareció sorprendido.
—Es nuestro más sólido sostén, y todos estamos confiados a sus recomendaciones para que sirvan al santo Pietro como mejor guía contra tanto enemigo agazapado.
Más tarde, fray Bertrán contó a Martín acerca del aludido Jacopone, libertino, poeta, vividor en otra época; ingresado en los espirituales franciscanos, al parecer se había convertido en el más firme seguidor de Celestino Quinto, de quien era su principal consejero, haciendo una vida tan ascética como la de su maestro. También le dejó saber sus temores respecto a la situación en que se encontraba la Iglesia, a cuyo frente se había instalado a un hombre que estaba hecho para vivir en la realización del ideal cristiano, esto es, la santidad; pero en aquellos tiempos la Iglesia era ya un poder omnímodo y absoluto, con obligaciones y responsabilidades que iban más lejos de lo espiritual, porque era guía universal del mundo, con todas las bendiciones y las contras, el favor y el odio, repartidos entre los intereses y las ambiciones de unos y otros. Auguraba un tiempo de tensiones y atropellos, no nacidos precisamente de la eterna rivalidad interesada de los reinos, que parecían contemplar la situación vigilando sus resultados, sino desde dentro del mismo seno de la Iglesia.
—Efectivamente, tal que dijo el padre Antonio, el cardenal Gaetani, que conocí siendo legado en Francia, es hombre ambicioso. Pero ¿quién no lo es de entre los cardenales? No obstante, Gaetani es el más inteligente, por tanto el más peligroso, capaz, para lograr sus fines, de impedir que se mantenga una paz que nos reconcilie con nosotros mismos. —E insistió—: Benedicto Gaetani, según deduzco después de todo lo que tenemos oído y visto, desde que Pietro de Morrone es papa se aparece como si aceptara todo, pero creo que, siendo tan sagaz, ha decidido quedarse agazapado, como una fiera salvaje, esperando su oportunidad. Confío en la bondad del Cielo para que no ocurra una catástrofe, que tanto daño nos haría, como tantas que ya golpearon sobre el papado y sobre la Iglesia.
No tardaron en aparecer los primeros fríos de noviembre; se iniciaba el año eclesiástico, y Martín, dispuesto para honrar, como tenía por costumbre, a su santo patrón, el obispo de Tours, aceptó la sugerencia de otro religioso de su mismo nombre de trasladarse hasta un pequeño santuario al otro lado del golfo napolitano, cerca de Sorrento, donde se veneraban unas reliquias que se decía que eran del apóstol de los pobres. El motivo más solemne de los actos que allí iban a celebrarse era la recepción de un enorme lampadario de plata, superior en tamaño y luces a lo acostumbrado, para iluminar al Santísimo, una donación de los protectores del templo para beneficio de sus almas y razón para que se disfrutaran unos días de emotiva festividad religiosa. Como de costumbre, sus misas fueron aplicadas a su imborrable recuerdo de Alejandra.
Cuando regresó a Nápoles recibió una noticia que lo dejó estupefacto: Celestino Quinto había celebrado un consistorio secreto al que asistió la congregación de cardenales, como era obligado, pero permitiéndose la licencia de mantener a su lado, como asesores o refrendarios, a tres de sus más fieles consejeros. Allí escuchó propuestas y observaciones, tanto concernientes a la marcha de la catolicidad como a las relaciones de la Iglesia con el mundo; Su Santidad confirmó diócesis, sancionó disposiciones y otras ordenanzas. Luego procedió al nombramiento de siete nuevos cardenales, de los que cuatro eran franceses —la influencia de Carlos el Cojo era evidente. Entre los demás, uno de ellos era fray Bertrán Oliver.
Sorprendido y emocionado por la decisión del papa, lleno de contento, apenas tuvo ocasión de encontrar a Antonio se lo dijo:
—Fue idea tuya, ciertamente.
—Ciertamente.
Y con el tono mesurado y grave adquirido en los últimos años, Antonio confesó a Martín todos los temores que a medida que transcurrían los días se le iban haciendo más patentes. Él y sus hermanos espirituales venían observando con inquietud aquel profundo abatimiento que parecía invadir, cada vez más insistentemente, el ánimo del pontífice. Durante el tiempo transcurrido después de su instalación en Nápoles, el anciano ermitaño, en lugar de afianzar su estado entregándose totalmente a la altísima tarea encomendada —puesto que la había aceptado— y agarrar firme el timón de la Iglesia con todo el enorme poder de que estaba revestido, no abandonaba la timidez que era su natural, ni los mismos miedos que le atenazaron desde el preciso momento en que se hizo cabal cuenta de la magnitud de una empresa a la que, tal vez precipitadamente, se había entregado. Los nuevos cardenales, era cosa sabida, al formar parte de la élite de la Iglesia harían causa, con sus partidismos, del encono de sus colegas por alcanzar las más altas cotas. Por tales motivos, Antonio, conociendo bien la integridad de fray Bertrán, había juzgado la posible ayuda que éste podría prestar a la causa evangélica, sirviendo de contrapeso a toda la violencia que muy pronto, a juzgar por cómo se perfilaban las cosas, no tardaría en desatarse. A los demás consejeros áulicos, incluso a Jacopone da Todi, pareció bien la estrategia, y así, entre los nombres de aquellos que iban a ser incardinados, se mezcló el del dominico.
—Mas temo que llegamos harto tarde. Hemos sabido...
Y le contó el rumor que corría por la curia, filtrado nadie sabía por quién, sobre ciertas voces que en el silencio de cada noche llegaban hasta el retiro del atribulado ermitaño, como venidas del Más Allá, aconsejándole unas veces, amenazando otras con los castigos infernales, para que se retirase y cediera su pesada carga a alguien con más fuerza para realizar cumplidamente los deseos del Espíritu de Dios. Algunos, y el confundido anciano el primero, creían firmemente en lo sobrenatural de tales avisos, lo que se evidenciaba en el aspecto con que aparecía cada mañana, con visibles señas de vigilia, cansado y lleno de perplejidad y angustia. Pero mentes más suspicaces ya acusaban al fautor de lo que se calificaba como siniestra conspiración, que no podía ser otro que el astuto cardenal Gaetani, ayudado por sus secuaces.
—Agrega a todo esto que el Santo Padre va ahora de continuo en misteriosas conversaciones con él, cosa que en modo alguno puede ser buena. Gaetani, no sé si odia, aunque lo afirmaría, pero sí que desprecia a nuestro hermano.
Rumores y sospechas que no tardaron en salir a la luz estruendosamente, provocando la alarma entre los seguidores de Celestino, temerosos de que sus esperanzas en el nacimiento de una Iglesia Nueva, reformada, se convirtieran en humo de pajas, y en el rey Carlos, para quien el nombramiento de un nuevo pontífice salido del seno de aquellos soberbios cardenales que tan bien conocía, y especialmente Benedicto Gaetani, del que venía manteniendo una sorda enemistad desde los días del prolongado cónclave, iba a suponerle la pérdida de influencias.
Pero todas estas protestas las acalló el papa, conformando a unos y otros respecto a su decisión de continuar en la Silla de Pedro sin atender a los supuestos avisos celestiales.
El día 13 de diciembre, que festejaba el martirio de santa Lucía de Siracusa, Celestino Quinto convocó el consistorio cardenalicio. En él no se plantearon consultas de ninguna índole, ni se hicieron nombramientos, ni se otorgaron dignidades. El papa se limitó a leer, desde la majestad del trono pontificio, con voz temblorosa, un documento por el cual renunciaba a la dignidad que ciento sesenta y un días antes proclamaran casi todos aquellos atónitos testigos que escuchaban, sin apenas respirar, tan sorprendente declaración. Luego le vieron descender la escalinata, desvestirse de las prendas que hasta entonces estuvo obligado a llevar y abandonar el salón. Cuando reapareció había vuelto a cubrirse con el viejo hábito de su Orden, que posiblemente le hacía sentirse vuelto a la libre independencia anterior a aquella tan encumbrada y tan penosa época, demasiado para su humilde condición.
Tan sólo diez días permaneció el papado en sede vacante. Durante éstos, el colegio de cardenales estuvo recogido en cónclave para designar a un sucesor, y en la Navidad de aquel mil doscientos noventa y cuatro, casi por unanimidad, resultó elegido Benedicto Gaetani, que habría de coronarse con el nombre de Bonifacio Octavo.
Poco más de una semana prolongó su permanencia en Nápoles el nuevo pontífice, porque tan anómalo cambio en la suprema magistratura de la Iglesia se había producido envuelto en una serie de rumores que achacaban al designado supuestas maquinaciones de las que se valiera para producir la renuncia de Celestino, rumores que los seguidores de éste habían difundido por todo el país, soliviantando los ánimos de los decepcionados napolitanos. Esto provocó que Bonifacio, aun abandonando parte de su equipaje, ordenara con toda urgencia ponerse en camino para así evitar el riesgo de una posible agresión, al tiempo que devolvía a Roma la capitalidad del mundo cristiano. Lo sorprendente fue que, en lugar de dejar a su albedrío lo que respecto a su persona decidiera su antecesor —quien no ansiaba sino volver a la soledad de sus montañas—, mandó que éste se uniese al cortejo papal.
—Benedicto teme que el hermano Pietro pueda provocar un cisma, lo que no estaría muy lejos de la verdad, pues andan los ánimos bien soliviantados —había dicho el cardenal Oliver a su sobrino.
Porque ya se habían producido algunas manifestaciones, alguna revuelta, incitada la población por los descontentos monjes fieles al papa dimisionario. Tanto, que incluso corrió seriamente el rumor de una trama bien urdida para acabar con la vida del flamante pontífice.
Observó Martín cómo su pariente, aun guardando aquella peculiar reserva que era el modo con que acostumbraba a moverse entre los complicados vericuetos de la Iglesia, al parecer se sentía cómodo —tal vez expectante— con la reciente dignidad de que se veía investido. Lo de ser príncipe de la cristiandad, sin duda que no dejaba de halagar su naturaleza humana, aunque fiel a su carácter —que sería como un continuo, cínico escepticismo, con mezcla de su natural condición epicúrea— se mantenía como si todo fuese un espectáculo del que él formara parte, un poco entre los actores, también entre un público cuyos juicios críticos se cuidaba bien de reservar para su fuero interno. Curiosamente, a todo lo largo de su carrera no había dejado de formar parte entre los protagonistas de una serie de situaciones que parecía le empujaran hacia delante, con sus tropiezos y dificultades, pero siempre avanzando, desde los días en que fue destacado y privilegiado funcionario en Letrán hasta la conjuración siciliana contra los anjevinos, o en la pugna que enfrentó al papado con la Orden Dominica; esta vez, en medio de unas tensiones que toda la diplomacia pontificia trataba de ignorar, de nuevo se elevaba a las cimas del poder, dudoso de su postura, probablemente lleno de desconfianza. Lo que podía calificarse de precipitada huida de Bonifacio Octavo también respondía al imperioso deseo del papa de abandonar una tierra que su orgullo consideraba impropia para servir de marco al supremo reino del universo, que necesariamente habría de regresar a Roma. Y así, era en Roma, cuna del pensamiento del mundo civilizado, cabeza de la verdadera religión desde hacía trece siglos y sede de cuantos Césares impusieron sus leyes por todo el orbe, donde tenía decidido hacer su entrada triunfal y coronarse para resucitar, en lo posible, el esplendor de aquellos Césares.
La comitiva del papa, repartida en diversos cortejos —el propio de Bonifacio, los cardenales, la curia—, bastante numerosa, por tanto, empezó a dirigirse hacia el norte. Con fray Bertrán viajaba Martín, y tratando de aliviar los renovados miedos del desgraciado Pietro de Morrone, varios de sus fieles, entre los cuales el padre Antonio del Sasso. En uno de los primeros altos del camino, que se hacían al paso de poblaciones que aclamaban al pontífice con alegres fiestas, Martín habló a su pariente. Llevaba unos días entrevistándose asiduamente con Antonio, quien le contaba del ánimo deprimido de su maestro, lleno de aprensiones por la despótica imposición de su sucesor al obligarle a ir a Roma, como un prisionero, cuando el pobre viejo lo que ansiaba era volver a su vida anterior al nefasto período en que se vio obligado a ejercer unas funciones que le repugnaban. Entre varios de sus seguidores estaban planeando la fuga del ermitaño, y volver a Monte Morrone.
—No creo que Benedicto, cuando lo sepa, acepte el hecho con pasividad. ¿Acaso estás pensando unirte a ellos?
Martín se vio obligado a confesar:
—Aunque sea impropio de lo que entiendo mi deber, lo tengo decidido: iré.
No le hizo ningún reproche; sólo advertirle de cuánto arriesgaba, pues la aventura no dejaría de estar llena de peligros. En respuesta, Martín besó respetuosamente el anillo del cardenal y éste, cuando le abrazó, no pudo contener alguna lágrima asomando en sus vivos ojillos enmarcados de arrugas.
Aquella misma noche los fieles del dimitido pontífice se separaron de la comitiva, y en medio del duro frío de aquel enero, esquivando pueblos, caminando por lo más desierto del país, la pequeña partida fugitiva se encaminó hacia aquel horizonte cerrado por las altivas cumbres arropadas en su manto de nieve, que eran como su esperanza.
Martín se encontró de este modo formando parte, aunque no integrado entre aquellos monjes seguidores del ascetismo practicado por su maestro. Alojado en el monasterio cabeza de la Orden, en las montañas de la Maiella, cambiaron sus deterioradas ropas por las que vestían aquellos espirituales: un hábito blanco y escapulario y capillo negros.
Durante días reflexionó sobre si sería capaz de formar entre aquellos fieles intérpretes del Evangelio, cuya vida austera justificaba su aspecto demacrado, fruto de una continua mortificación, e incluso confió a Antonio del Sasso cómo le parecía que habría de ser sumamente gratificante, en su opinión, formar con los seguidores del que hasta hacía poco fuera cabeza suprema de la Iglesia. Confiado en una respuesta que le ayudara en sus proyectos, la que obtuvo de su amigo no fue sino más bien enigmática y contradictoria, lo que le hizo pensar que volvía a su revolucionaria militancia de siempre, o a su inconformismo de siempre:
—¿Hablas, simplemente y por lo que entiendo, de cambiar tu hábito? ¿Unirte a los seguidores de Pietro? Te diré: yo mismo, ahora, ya no sé si estoy donde debo estar. Porque ¿acaso tiene el hombre certeza de hallarse en el verdadero camino? Los hay infinitos, cada uno con miles de leguas, y con dificultad llegarás a saber si elegiste el acertado... ¡Ay, cuán desgraciado, cuán necio, el que se dedica torpemente a pensar, a querer encontrar la Verdad desechando patrañas e imposturas, huyendo a hipocresías y mentiras! Me admiran, aunque haya pocos, los que creen rectamente en sus principios y los mantienen como inmutables dogmas, y son fieles a ellos para siempre, sin hacerse preguntas que enturbien su engañosa felicidad. Cómo envidiaría, si no me repugnase, a quienes usan de toda clase de mañas para encumbrarse y vivir en la necia torpeza de la vanidad mundana. Así que ¡cuánto mejor ha de ser comportarse como enseñan los tiempos! Ser hoy tu amigo y mañana, si estorbas mi camino, venderte a cambio de oro o poder; aceptarlo todo, navegar en la mentira y fingir, esperando la ocasión de clavarte una daga en el costado y ocupar tu sitio... Quedaría confiar en el milagro —sonrió—. Pero ¿de qué sirve, si la maldad es más fuerte y no tarda en destruir cualquier esperanza de bondad, de verdad, de virtud? Mira cuán poco ha tardado el destino en acabar lo que muchos creíamos el renacer de una Nueva Era... ¿Y hablas de unirte a estos vencidos? Padre Martín, créeme: te confieso que sigo con ellos por piedad, viéndolos tan desesperanzados, tan deprimidos... Y tal vez, iluso de mí, todavía confío, sí, en el milagro, en la llegada de Algo... Un Algo capaz de acabar con el Mal y trastornarlo todo... Pero mi desconfianza es más fuerte que mi esperanza, porque sé que difícilmente se borrará del hombre tanto sentimiento pecaminoso del cual no abjurará nunca. Siempre me admiro de los que aún creen que toda esta repugnante humanidad sea la obra de un Dios sabio y bueno...
—Antonio, te lo ruego, ¡que hablas casi como los herejes!...
—Es posible. Pero no es invención si digo que vivimos en un mundo donde se adula al que alcanza la llave que todo lo abre: la riqueza. Con ella tienes poder, acatamiento, respeto, y si para alcanzarla utilizaste medios condenables, no has de sentir temor: los sufragios pagados con tu dinero obrarán el milagro de sacar tu alma del abismo.
—Pero yo...
—Y tú... En verdad que ignoro si sigues un ideal, como antes, aunque sea distinto al que yo persigo, o si, a tu modo, buscas la forma de triunfar en la vida... O, simplemente, si es que has aceptado vegetar arrastrado en esta marea de los tiempos hasta el fin de tus días... Pero siendo tú el único amigo en quien siempre confié plenamente, ¿cómo podría ahora aconsejarte de unirte a los perdedores?
El monasterio de Maiella estaba muy lejos del palacio de Letrán, y hasta del mundo; allí llegaban pocos ecos de cuanto sucedía fuera del círculo de sus montañas y sus valles. Fue desde una de las veintitrés casas con que se había extendido la Orden que los espirituales recibieron la alarmante noticia: el papa Bonifacio no supo de la fuga del ermitaño hasta llegar a Roma, y al enterarse, como le pedía la violencia de su carácter, montó en cólera. Y dio instrucciones para inmediatamente salir en persecución del huido, detenerlo y conducirlo a su presencia.
Cuando se avisó la proximidad de los contingentes armados que venían acercándose en cumplimiento de las órdenes de Su Santidad, una nueva inquietud sobresaltó a la comunidad: Carlos el Cojo, olvidando diferencias y guiado por sus intereses, pensó que la captura del rebelde podría bienquistarlo con quien ya adivinaba, si llegara a tenerlo enfrente, como un peligroso e implacable enemigo. De modo que envió también su gente para hacer entrar en razón al terco anciano.
Comenzó entonces una arriesgada huida a través de las montañas, franqueando peligrosos pasos, arrostrando las inclemencias del invierno; el desgraciado Pietro de Morrone, si algo temía, era ser cautivado en aquella corte donde reinaban la vanidad y el vicio, aunque sus seguidores no fuesen tan confiados, que la amenaza, en caso de ser capturado, podía ser de consecuencias mucho más lamentables.
—Martín, ya lo ves: la Providencia nos abandona, nos obliga a huir, apoya al Mal... Hemos estudiado la situación y, tal que la vemos, no nos queda más recurso que abandonar Italia. Que el brazo de Benedicto es tan largo como su condición es pérfida y cruel. Trataremos de refugiarnos en Grecia.
—Yo voy con vosotros —soltó de inmediato. Y no supo de dónde saliera lo que más tarde consideró una absurda resolución.
Unido al grupo de monjes que protegían a su maestro, cuando llegaron a la costa adriática se concertó con el patrón de una embarcación capaz de llevarles por las más de trescientas millas de mar que les separaban de su objetivo. Pero ya desde el primer momento sintió como una intuición y adivinó que los hados —la Providencia, había dicho Antonio— no eran propicios a la aventura; cuando subieron a bordo descubrió en sus compañeros de fuga, aquellos hombres resueltos llevados de su empeño en la defensa del pobre anciano, que les ganaba un desasosiego que hacía más patente el demacrado aspecto de sus rostros afilados por el ayuno y la disciplina; porque la nave se movía, agitada por una mar que llenaba de aprensión a casi todos, desconocedores de tan inquietante experiencia.
Zarparon, confiados en la protección de los Cielos. Pero tal como ya le avisara su corazonada, las oraciones no debieron llegar a su destino, porque apenas iniciada la navegación se desató una violentísima tormenta que obligó al patrón, temeroso de que se perdiera todo, buque y hombres, a regresar a puerto.
El desembarco fue una apoteosis, porque la gente agolpada no hacía más que aclamar al que consideraban verdadero papa, su papa, prodigando insultos de todos los calibres al cardenal Gaetani, para quien como más suave no deseaban sino la muerte.
Y ahí terminó la huida. Porque las fuerzas del rey de Nápoles, al reconocer al anciano, poco esfuerzo hubieron de hacer para apoderarse de su persona y repeler con toda brutalidad a los que se oponían a su secuestro.
Un mes más tarde, quien durante tan breve período se llamó Celestino Quinto fue conducido a presencia del que, tal como deseara, había sido coronado con todo el fausto de un rey oriental. El papa, incomparable en la arrogancia de su talante y de su atuendo, apenas hizo una mueca ante el aspecto derrotado del que ya sería su cautivo, el cual, sin embargo, aún fue capaz de arrancarse al mutismo que le causaba su situación; alzando la cabeza, clavó la mirada en aquel magnífico gigante que era Bonifacio Octavo, y con la voz débil que venía arrastrando durante toda aquella época de sufrimiento y humillaciones, como profetizando:
—Entraste como un zorro, reinarás como un león... Morirás como un perro.
Vaticinio que se cumplió en todas sus partes.
XXXV
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S
in proponérselo, por toda la serie de circunstancias concatenadas que le habían trazado un camino tan ajeno a lo que fue su ordenada vida, Martín se sintió convertido en una especie de proscrito, aceptando la hospitalidad de aquellos hermanos, dentro de una comunidad extraña, donde la austeridad más absoluta era regla primordial y la religión se practicaba rozando un cierto fanatismo que recordaba las vidas de los primitivos anacoretas; todo lo cual podría considerarse encomiable si se comparaba con la descarada entrega de la Iglesia a las vanaglorias del mundo, desde el flamante Vicario de Cristo al último beneficiado del altar, pero que a él le parecía excesivo por aquel modo de consagrarse a la mortificación, el ayuno y el sacrificio, lo que se hacía bien patente en el demacrado aspecto —que siempre, muy a su pesar, le había desagradado— de cada uno de los miembros de la congregación. Sin dejar de admitir toda la admiración que le producía el comportamiento de aquellos que habían empezado a llamarse Celestinos en honor a su fundador, entendió que tampoco era éste el camino capaz de guiarle hacia una entrega sin ambigüedades en respuesta a sus inquietudes.
Fray Bertrán le había recriminado en diversas ocasiones, blanda y paternalmente pero con cierta energía, su pasividad dentro de la profesión, que vivía en aquella especie de inercia, sin el menor atisbo de ambición para promocionarse, para ascender dentro de la jerarquía, o al menos obtener un más concluyente reconocimiento a sus méritos intelectuales. Estaba seguro, y no dejaba de dolerse por ello, de que su pariente debió de experimentar una cierta frustración al verle alejarse de su lado, donde tendría muchas más posibilidades para alcanzar un puesto de relieve dentro de la Iglesia, «sin prestar oído a tanta exagerada crítica de algún inconformista revestido de supuestas ortodoxias, ni a posturas sentimentales que no encierran sino un fondo de arriesgada aventura, donde en primer lugar aparece mi amado Antonio del Sasso, a quien un mal día veremos encerrado en el muro»,36 le había dicho, cuando fue a despedirse, camino de aquella arriesgada huida en pos de quien, como decimasexta cabeza de la Iglesia en el siglo, fuera el papa Celestino Quinto.
Pero no podía evitarlo. Sin negar, en su fuero interno, el acicate de una cierta vanidad que le gustaría ver compensada si el fruto de sus estudios, plasmados en aquellas obras cuyas copias figuraban ya en la biblioteca de algún convento de la Orden, en la de algún estudio general, e incluso en Roma, alcanzara alguna resonancia, sentía como un deber irrenunciable, primordial, afianzar sus propias creencias, profundizar en ellas y, desde luego, hacerlo con sinceridad.
En cierta ocasión, durante el breve lapso en que el papado residió en Nápoles, refiriéndose a sus trabajos, se atrevió a comentar sus inquietudes con Antonio. Éste no tuvo reparo en hacerle una crítica, siempre tan acerba como de costumbre cuando algo no estaba plenamente de acuerdo con sus levantiscas ideas: «Yo, bien que cuidaría de invitarte a ir por caminos que estén fuera de tu pensar. Pero lo cierto es que nunca desvelas nada, no propones nuevos modos sobre cómo puedan maridarse esas dos grandes inquietudes de la humanidad, la religión y el mundo; no buscas conjugar la racionalidad con la fe, cual hicieran y tratan de hacer tantos, aun con riesgo de la libertad y hasta de la vida, sino que sigues aceptando ciegamente cuanto aprendiste en los viejos métodos, sin apoyo alguno en una lógica razonable, siempre amarrado a los mismos conceptos dogmáticos que en conjunto no son más que vana retórica, palabras puestas unas tras otras y mismamente, juegos de palabras. Nada más... Me cuesta trabajo saber que aceptas tanta pobre verborrea, la mayoría de las veces expuesta en un hórrido latín sin elegancia, lo que ya te predispone a ignorar al inculto creador de tanta conjetura sin la menor base para su credibilidad, que sólo aprueban otros conformistas de similar condición, entre los que lamento verte incluido... Pero, te digo: no osaré cambiar tu pensamiento si decidiste andar por las mismas trilladas sendas que nunca dejaron de manifestar las mismas fantasías, comulgando ciegamente con tus maestros y repitiendo a los de siempre, los de tu eterna devoción... Que hasta diría que permaneces fiel a tanto concepto infantil de lo que aprendíamos en el Chatolicon: esa especie de mamotreto que aún sigue torturando a la gente con su horrenda pintura de un mundo del que también formamos parte, y que no está tan mal, aunque no sea perfecto, pese a ser obra de un aficionado»... Molesto por lo que entendiera como menosprecio de su labor, Martín había gruñido: «¿Qué, entonces? ¿He de revolver mis principios de toda una vida, mi fe y mis creencias, abjurar de todo cuanto deseo fervientemente que sea de incontestable certeza sin la más mínima posibilidad de duda? ¿Tal vez encabezar una nueva filosofía del cristianismo a medida de nuevas fórmulas para convulsionar a la Iglesia y provocar nuevos enfrentamientos entre cristianos, como sucedió tantas veces y como sucede tan a menudo, todo por la vana intelectualidad de algunos? ¿Tendría que aplaudir la inseguridad y la confusión de tus planteamientos, esos que prodigas en tus discursos, que si en principio creí escépticos, cada vez advierto más en ellos un fondo de verdadero ateísmo? ¿Habría de alentar, y seguir, a todos cuantos os creéis en posesión de la verdad absoluta?» Antonio se había quedado mirándole con algo que Martín interpretó casi como una divertida mueca; seguidamente estalló en ruidosa carcajada, expresión de su carácter de siempre, que ya apenas dejaba ver en alguna ocasión: «¡Es que estoy en posesión de la verdad! —rio, divertido. Y cuando recobró la seriedad—: Padre Martín, tan sólo se debe ser fiel a la razón; aceptar lo manifiestamente auténtico, irrefutable, y mantener una cauta vigilancia sobre lo que sólo se presenta como incierta interpretación, ilusoria fantasía o un deslumbrar que incluso podría nacer de buena fe, pero que termina en la falacia y el error. Verás que es bien simple. Sobre eso tendrías que ahondar en tus razonamientos».
Con lo cual no consiguió sino enmarañar más sus ideas, sumirlo en las acostumbradas cavilaciones y preguntas, ahora con una lastimosa sensación de tiempo perdido, dolido por lo que podían ser, en efecto, años de investigación que serían tildados de trabajo inútil. ¡Ah, si su inolvidable Alejandra pudiese estar a su lado!
Apaciguada, al menos aparentemente, toda la conmoción que durante el tiempo más reciente había sacudido al mundo católico, volvían sus inquietudes: necesitaba encontrar la vía que diese satisfacción a cuanto le preocupaba. Entonces se le ocurrió: meses atrás la Orden le había propuesto para dedicarse a la predicación en ultramar, un destino que abortó la influencia del ahora cardenal Oliver; sin duda, la realización para un dominico no podía tener más alta misión que difundir la palabra de Dios entre infieles. Mientras su cerebro barajaba lo que, cuanto más lo pensaba, más le parecía idea de inspiración casi milagrosa, se dedicó a reflexionar sobre lo que había sido su vida hasta entonces, de cuyo examen sacó una lamentable confesión de insatisfacciones, salvando algunos capítulos de imperecedera huella en sus todavía cortos años. Esa conclusión le hizo aferrarse a lo que seguía considerando como un lenitivo para la confusión en que se debatía, atrayéndole cada vez con más fuerza: marchar lejos; porque volver a enclaustrarse en un convento, dedicarse a catequizar niños o adultos, o, con suerte, explicar las escrituras en un colegio, y, si alcanzaba lo ideal, en una universidad, despierta ya su imaginación a la idea de dedicarse a la predicación en tierras exóticas —tan distinta, suponía, a la experiencia vivida diez años atrás en el Languedoc—, sin duda sería de lo más gratificante, y además, el mejor de los desafíos. No quiso intentar el menor esfuerzo para desechar dudas, consciente de que aquel deseo no encerraba sino una incontenible necesidad de alejamiento, casi una obsesión; ahora, incluso aquellos reparos en cuanto a su oratoria le parecieron carentes de importancia, banales. Iría. Así que con toda humildad, buscando que su poco afortunada deserción quedase desapercibida entre los muchos problemas personales —y menores— que la Orden, generosamente, hacía por olvidar, se puso en contacto con el colegio de misiones. De igual modo, comunicó su decisión al cardenal Oliver.
No transcurrió mucho tiempo sin que recibiera noticias de Lemberg. Aceptaban su propuesta, naturalmente; primero, porque la predicación fuera de las naciones cristianas era considerada de máxima importancia, estándose precisamente en aquellos días por incrementarla en los países donde se seguían los errores de Mahoma; y luego porque Martín, pasado ya por la escuela preparatoria de misiones, con su conocimiento del habla de aquellos pueblos, sus experiencias, a más de seguir siendo considerado elemento valioso dentro de la Orden, sería el más idóneo para ir a tierras de moros. Y la indicación de que se trasladare inmediatamente a Nápoles, donde recibiría instrucciones.
Haciendo los preparativos para su marcha se sintió —y se lo confesó a sí mismo, un poco burlonamente— infantilmente feliz ante la perspectiva de su partida; proyecto del que ya informara a Antonio sin que éste, en contra de su costumbre, le hiciese apenas comentario. Pero una de aquellas tardes vino a su encuentro, entrando directamente a contarle, con aquel aire llano y espontáneo de otros tiempos que paulatinamente parecía ir recuperando, de cómo desde hacía años venía siendo objeto de la atención del Santo Tribunal, que en varias ocasiones le había pedido explicación a cuenta del contenido de dos de sus obras. Las dilaciones legales para evitar encontrarse con el juez inquisidor estuvieron demorando el procedimiento; pero entre tanto había aparecido otro de sus escritos, difundido en Venecia, nuevo objeto de curiosidad por parte de la Inquisición, lo que había provocado las pertinentes actuaciones. Como quiera que durante los pocos meses en que Pietro de Morrone fuera papa, la justicia inquisitorial, quizá moviéndose prudentemente, no efectuó actuaciones en su contra, esto no significaba que el asunto estuviese olvidado, sino que un auto pendiente de resolución continuaba tan vivo como el día en que se incoó la denuncia. Y acababa de recibir citación, en la que se le invitaba a trasladarse a Roma para responder de una diversidad de proposiciones que sus respuestas anteriores no habían aclarado y que, reiteradas en su más reciente escrito, motivaban la curiosidad de los jueces, ante quienes estaría obligado a explicar con mis razonamientos todo cuanto aparecía de dudoso.
—Yo sé, de bastante tiempo atrás, que me tienen como a cualquiera de los que se aparecen señalados por atreverse a analizar fríamente muchas cosas de nuestra doctrina, lo mismo que a quienes sacamos conclusiones fuera de lo decidido; que ya lo proclamó san Pablo: «Anatema contra todo el que predique un Evangelio que no sea el mío»... —Sonreía, irónico—: De modo que van persiguiéndonos a unos y otros, metódicos, sin prisas, como a ese revolucionario inconformista, el franciscano Delicieux...
—Un hereje.
—... y contra muchos de nuestros propios hermanos, en París, en Colonia, cuyos escritos tengo leídos... Como sucederá a Guillermo Duranti, me temo, pese a sus muchos años de provecho en Roma y a pesar del aprecio, según sé, en que le tiene el mismo Bonifacio de mis pecados. Como sucediera a Roger Bacon, a quien muchos tenían por mago, por nigromante, que trataba con un demonio que le inspiraba fantasías heréticas... ¡Valiente estupidez!
—Era voz común que fuese un hechicero.
—¿Por qué? ¿Por aquellas curiosas y divertidas ideas, como lo de que el hombre un día podrá volar, o que grandes naves surcarán los mares sin ayuda de remos ni velas? ¿Por esas ocurrencias que no hacían mal a nadie? —Con un gesto dio a entender el poco interés de tales simplezas—. Pero yo no deseo que me ocurra como a ellos. Si me piden que me retracte de cuanto tengo meditado y puesto por escrito, no lo haré, salvo que me puedan demostrar mis supuestos errores, cosa que, sin pecar de orgullo, dudo, puesto que la Iglesia sigue repitiendo, incansable, desde siglos, su misma oscura doctrina, sus conclusiones vacías de razón y, por tanto, al menos para mí, tan inaceptables. Pero tampoco tengo vocación de mártir, ni de santo, que mi intención es la de durar lo necesario para denunciar a tanto doctor del absurdo, a tantos pensadores que no hacen sino copiar y repetir a otros incomprensibles varones que malgastan páginas y páginas con sus conceptos huecos... Así que no iré a Roma. Pero se me viene ocurriendo que sí marcharía contigo, por el gusto de acompañarte, desde luego, y hasta puede que lejos de toda esta fetidez encuentre hueco para vivir con la libertad y la independencia que amo.
Esas palabras en un principio desconcertaron a Martín, porque la compañía de Antonio supondría el peligro de sufrir, en permanente vecindad, la influencia de su heterodoxia, con mucha más asiduidad que en Italia; le alegraron luego, porque su amistad era superior a cualquier otra idea; y a continuación ya no hizo, con ayuda de su amigo, sino estudiar concienzudamente el modo para realizar sus planes. Seguidamente partieron para Nápoles.
Alojados en el convento que los predicadores tenían en la villa napolitana, Martín hizo su presentación para recibir las instrucciones relacionadas con su misión. Su destino, tal como ya le adelantaran, sería alguna de las ciudades que en la Europa hispana se mantenían bajo dominio sarraceno, adonde iría para ejercer su labor. Volvieron a recordarle la variedad de cuestiones ya advertidas durante su estancia en la preparatoria, donde como primera observación, y parecía ser cosa fundamental, habría de usar de la moderación, el tacto e incluso sus posibles dotes de seducción cuando explicase la doctrina cristiana a una gente diabólicamente hundida en su torpe fanatismo; luego, olvidar la imprudente exaltación de tanto entusiasta dedicado a encomiar las actitudes de quienes perdieron la vida en tierras de paganos, no por celo religioso, sino arrastrados por la soberbia que les producían sus propias convicciones, que dejaban de ser espirituales para convertirse en peligrosa altivez, provocación y desafío a cuantos rechazaban sus argumentos. Ni la cristiandad ni la Orden necesitaban mártires, sino hombres capaces y, naturalmente, vivos.
Ése sería su cometido; luego, colaborar, auxiliar en lo posible al clero secular y las otras Ordenes, especialmente las dedicadas a redimir cautivos, sosteniendo la fe y aliviando en las penas del exilio a cuantos cristianos sufrían esclavitud, pero siempre guardando una independencia, una distancia entre su misión y el trabajo de los otros frailes, y Martín lo tradujo en aquel afán de competencia, de laureles no compartidos.
Asimismo le informaron de quién sería su acompañante: se notaba del padre Karl, a quien Martín ya conociera en Lemberg, como enseñante en la escuela de misioneros. Noticia que a su pesar no le fue demasiado grata; recordaba al padre Karl romo un hombre mayor que él, ascético, perfeccionista, en cuyo rostro pocas veces afloraba una sonrisa, y cuyo agrio carácter corría parejo con el de muchos de sus paisanos de la Helvecia lindante con los suabos. Pero la Orden había estimado, posiblemente sin error alguno, que su colaboración daría más posibilidades para obtener algún fruto.
Transcurrieron unos días que Martín y su amigo invirtieron en buscar el modo de introducir a Antonio en la misión, cuestión que no se presentaba muy fácil; fue entonces que, se recibió noticia sobre que el padre Karl de Jesús no había podido emprender viaje a Nápoles por hallarse postrado a causa de una tisis reproducida de su juventud, con lo cual no podría cumplirse el programa trazado.
—Nuestro prior tiene ya conocimiento de quién sustituirá al padre Karl de Jesús. Con el padre Eugenius von Singen, que ya anduvo entre mahometanos, podrás valerte bien por esas tierras; sólo falta que acuda a Nápoles, y sabemos que de un día a otro se pondrá en camino —le informaron.
Martín recordó su difícil convivencia junto al padre Bernardo, en Santa Domitila; pensó que tal vez la Providencia reparó en su miseria y acudió en su ayuda, librándolo de la compañía de un severo y rígido fraile que ya desde un principio no era de su agrado; pero entonces, el anuncio de un sustituto del enfermo tampoco le entusiasmó demasiado. Argumentó que sentía un acuciante deseo para cumplir obedientemente con lo que se le había encomendado, su urgencia de partir, y como acompañante postuló a favor del padre Antonio del Sasso, quien precisamente se hallaba acogido en aquella casa. Su propuesta, no supo por qué circunstancias y medio a regañadientes —creyó entender— fue aceptada, con lo que se sintió como si hubiese triunfado en gran batalla. «No es eso, Martín —aclaró Antonio, contento con el resultado de cuantas gestiones hizo su amigo—. Sencillamente, me expulsan; incluso me beatificarán si por azar dejo la vida entre aquellos cerriles paganos, aunque no sea mártir de la fe, sino, simplemente, que muera en un lupanar», rio, ignorando la sorprendida mueca del otro.
Desde que los agarenos habían perdido el dominio del Mediterráneo, la navegación estaba en manos de genoveses, catalanes, písanos y, en menor medida, orientales. Incluso los mahometanos que desde la Berbería, o desde al—Ándalus, viajaban a Egipto, o los que cumpliendo con la peregrinación a La Meca se trasladaban a Arabia, no tenían mejor alternativa que servirse de las embarcaciones cristianas.
Los dos predicadores embarcaron en una coca genovesa, velero de cierto porte que empezaba a verse por aquellos mares y que decían habría de desplazar a las galeras, pues estaba mejor acondicionado para llevar pasajeros y transportar mercancías. Aparte de su mayor capacidad, tenía la ventaja de su economía, pues la ausencia de una tripulación de remeros abarataba los costes. Una dotación de soldados, en previsión de algún encuentro con corsarios o piratas, daba además una cierta confianza a todo el que se arriesgaba a navegar.
Durante la larga travesía, en la que por suerte no faltaron vientos a favor y una mar aceptable, ambos frailes entretuvieron más de una ocasión conversando con el patrón de la nave, buen conocedor de las tierras a las que se dirigían. Sus informaciones y comentarios, añadidos a los ya recibidos, sirvieron para hacerse una idea más ajustada sobre aquel residuo del que fuera inmenso poderío sarraceno en Europa: el reino moro de Granada. Éste, comparado con el vasto territorio que en un principio —seiscientos años atrás— llegaron a conquistar los invasores sarracenos, que abarcó toda Iberia e incluso, en incontenible oleada, les hizo asomar hasta el mismo Ródano, estaba reducido entonces a poco más que una franja al mediodía de Hispania, entre una cadena de montañas al Septentrión, y el mar. Lo que en el pasado fue amenazadora potencia militar, emporio arrollador y opulento, espléndido durante el período califal, foco de una cultura y una civilización tan distintas a las de la cristiandad —y muy superior en infinidad de aspectos—, desapareció ahogado en continuos enfrentamientos entre las distintas etnias de la aristocracia árabe, la belicosa actitud de los berbers, las invasiones norteafricanas y el nulo entendimiento entre todos. No es que su proceder se diferenciara mucho del que era normal en los reinos de la Europa cristiana —guerras, egoísmos, traiciones, sangre, entre unos y otros—, salvo que durante todos aquellos cientos de años jamás alcanzaron una estabilidad, lo que sirvió para que las codiciosas monarquías de castellanos y aragoneses fueran reduciéndolos cada vez más. En aquel momento, cuanto quedaba ya en la península de toda la pujanza mora, el reino de Granada, fundado sesenta años atrás y cuya corona ceñía por ese tiempo Muhammad Segundo, llamado al-Faqih —el Jurista—, por sus profundos conocimientos en la interpretación de las leyes conforme al islam, no existía sino como tributario y vasallo de los castellanos.
El lugar al que se dirigían, Malaqa, era una vieja ciudad existente desde la más remota antigüedad —según decían—, levantada a orillas de aquel Mediterráneo que ahora surcaban. Cabeza de una comarca rica en toda clase de frutos, gozaba especial fama por sus higos y por el vino que producían las viñas que tapizaban gran parte de los montes de la región; tanto, que eran numerosos los poetas, indígenas o viajeros de entre los muchos visitantes de aquella tierra que decían privilegiada —más de uno la calificaba de paraíso— que reflejaban en sus versos tales exquisiteces.
—Pero ¿no les prohíbe su religión el beber vino? —había preguntado Martín.
El genovés rio con ironía:
—Ni los más firmes secuaces de Mahoma osarían renunciar a eso. Y vos mismo, cuando lo probéis, habréis de acordaros de mis palabras.
Conforme la embarcación iba acercándose a tierra en aquel bello atardecer de principios de junio, impulsada apenas por una ligera brisa, pudieron los viajeros admirarse al contemplar el espectáculo de un cielo restallante de azul, sin la mancha de una sola nube, y al fondo la cadena montuosa que envolvía a la ciudad, que ceñida por las murallas aparecía como asomada al borde de aquel mar pintado de índigo.
Moviéndose blandamente entre la numerosa concurrencia de galeras y veleros que llenaban la ensenada, sobre unas aguas que tenían la aparente quietud de un lago, rodeados y seguidos por una nutrida colección de embarcaciones de todo tipo y tamaño que acudían a su encuentro en medio de una estridente algarabía de saludos y voces, vinieron a fondear entre las muchas otras naves que abarrotaban la ensenada, donde lucían desmayados los pabellones —bermejos, blancos, verdes— de otras tantas naciones.
Un bote los trasladó hasta el muelle de piedra que avanzaba sobre la playa, al pie del amurallado recinto de la alcazaba. Apenas desembarcar ya se vieron rodeados, junto con sus compañeros de travesía, por varios grupos de gente, la mayoría comerciantes italianos, algunos catalanes y algún castellano; caballeros cristianos al servicio del walí; curas y frailes; criados y curiosos y media docena de moros; muchos saludaban con el entusiasmo de quienes se conocían de siempre, otros se presentaban con ceremoniosa cortesía, la mayoría riendo, y una o dos damas con los ojos enturbiados por la emoción; y el gesticular incesante de todos en medio del incesante hablar, donde lo que más se oía era la lengua de los genoveses, cada cual en demanda de noticias, abrazados con algún conocido o familiar, llenos de vehementes deseos por saber cuanto acaecía en la cristiandad.
Martín y Antonio fueron amablemente acogidos por la pareja de predicadores que, avisados de la arribada de la nave, habían acudido al puerto. Cambiándose nuevas, contando los recién llegados sobre la Italia pontificia y lo que sabían de otros reinos europeos y escuchando con interés cuanto les comunicaban sus anfitriones, caminaron hasta la aduana, donde los funcionarios malaqíes comprobaron los salvoconductos y formalizaron su entrada; seguidamente traspasaron la más cercana de las puertas de acceso a la ciudad.
Martín, al atravesar la muralla se sintió invadido de la inexplicable, casi enigmática sensación que le producía su entrada en aquel mundo desconocido, extraño, que su mente le tenía fabricado con las Fantasías de la imaginación, del que no sabía sino por las controvertidas referencias tantas veces oídas, siempre vagas, exageradas e inexactas las más. Por peregrina asociación de ideas, de repente le vino el recuerdo de una de las singulares historias que contaba el viejo profesor de geografía en el Saint Jacques de París: la de los fabulosos árboles cuyos frutos se convertían en mujeres, que tanto soliviantara al curso. Sin duda creía en la veracidad del relato con tanta firmeza como en las apariciones de la Virgen o las visiones sobrenaturales de Santo Domingo o de cualquier otro santo; pero ahora que entraba en un mundo tan distinto al que siempre le fuera habitual, se le ocurrió que tal vez podían suceder parecidas y extrañas cosas, lo que le hizo sentirse invadido por una mezcla de prevención y curiosidad. Más tarde, aún enredado en tales ideas, le acudió una frase que Antonio pronunciara cuando venían de una de aquellas conversaciones con el patrón de la coca: «Quizás estamos en el inicio de uno de esos caminos que, sin esperarlo, pueden conducirte a la perfección de tus conocimientos». Y con cierto temor, pensó que también podían llevar a la perdición.
Casi toda la comunidad cristiana se ubicaba en un arrabal amurallado donde convivían religiosos y comerciantes. Consistía en un recinto junto al mar, parte de las defensas de la ciudad, en el que se alzaban seis formidables torres, conjunto al que llamaban Castillo de los Genoveses. En su interior, una serie de edificaciones servían y mezclaban viviendas, tiendas, almacenes, cuadras y una iglesia.
Llegados a las dependencias que ocupaban los predicadores, cuyas reducidas dimensiones, siguiendo los usos árabes, no dejaron de sorprender a los viajeros, éstos continuaron dedicando todo su interés a escuchar de boca de sus anfitriones cuanta información les transmitieron respecto al país, la gente y su misión. Pero sin duda la noticia más preocupante, que mantenía en cautelosa inquietud a toda la nación granadina, tanto a musulmanes como a cristianos, era la del fallecimiento, hacía como un mes, del rey de Castilla, hecho que ninguno de los jóvenes conocía cuando abandonaron Nápoles.
Nacía, pues, la incertidumbre de los acontecimientos, el temor a que los venturosos diez años de paz, desde que pactaran castellanos y moros, se vieran deshechos bajo la virulencia de la guerra; y quizá, peor era la anarquía desatada en Castilla, donde un rey de nueve años bajo la tutela de una madre enérgica, a la que siempre llamaron doña María de Molina, aguardaba inocente a que toda la violencia desatada contra su persona por parientes, nobles y reyes fronterizos, decidieran cuál iba a ser su futuro.
Por lo visto, quienes más inquietos se sentían eran los comerciantes, ya que la guerra, si bien les hacía ganar mucho dinero, era siempre con un riesgo, mientras que durante el largo período de paz en que la economía granadina creció tan notablemente, sus efectos repercutieron del modo más favorable en genoveses, catalanes, judíos...
Al día siguiente ambos frailes fueron avisados para acudir a la acostumbrada dhyafa, banquete y agasajo con que en tierras sarracenas se acostumbraba a obsequiar a los huéspedes, en este caso los marinos y viajeros llegados la víspera, y a la que se unieron muchos de los residentes en la ciudad; comida en la que prevalecía un notable regusto a la cocina oriental, abundante en especias. Y donde ocasión de probar aquel vino del que oyeran los elogios, dorado y del mejor paladar, dulce y apetitoso, cuyos efectos bien pronto empezaron a hacerse notar entre los que de él abusaban sin medida, de modo que lo que empezó alegre y cortesano fue tornándose auténtico barullo, mezcla de estruendosas risotadas, del clamor acompañado al palmoteo estridente con que se seguía una improvisada zambra, cuyos aires Martín encontró escandalosamente inmorales; y chistes y payasadas, salpicados también de aparatosas discusiones que no llegaban muy lejos. No tardaron en caer los que con menos templanza se dedicaron al mosto, muchos ensordeciendo la sobremesa con estrepitosos ronquidos que recibían las burlas de los demás.
Entre tanto Martín y Antonio escuchaban de unos y otros, pendientes de hacerse una idea del lugar donde con certeza habrían de pasar una larga temporada. De este modo aprendieron que Malaqa ocupaba una posición preeminente dentro del reino, lo que ya advirtieran al descubrir la animación del puerto, lleno de actividad, de movimiento, de gente, de voces y olores; y en la concurrencia de sus calles, aún apenas entrevistas, invadidas de una muchedumbre que abandonaba el que ya empezaba a ser agobiante calor dentro de sus casas, buscando la brisa del mar en tanto el sol iba desapareciendo tras la serranía, iniciando el placentero ir y venir de aquella mezcla de etnias que daban al conjunto un carácter de singular cosmopolitismo: a los viejos rasgos indígenas de la hispanidad visigoda, aún perceptibles en algunos, se unían los que llegaran del oriente —sirios, egipcios, yemeníes—; luego estaban los muladíes, mezcla de judíos y cristianos con árabes; y los cristianos, los judíos, los negros, los asiáticos, los eslabones... Todos conviviendo en un cuadro vivo, despreocupado y alegre, a lo que sin duda contribuía la conjunción de una suave temperatura, los aromas que llenaban el aire, mezcla de tanta flor desbordando los muros de las casas, del olor especiado de los guisos, del suave perfume de la retama ardiendo en los hornos donde se cocía el pan...; o más bien, debido a aquellos años de paz que venían disfrutando los súbditos del sultán nasrí, que en aquel momento estaban invadidos de zozobra.
Malaqa figuraba, dentro del reino granadino, como un enclave que gozaba de cierta independencia. Durante mucho tiempo, más de treinta años, estuvo bajo la belicosa influencia de una aristocrática familia, los Beni Axquilula, rebeldes a la autoridad del fundador de la dinastía granadina, Aben Alhamar, un inteligente, audaz aventurero que reinó con el nombre de Muhammad al-Galib billah. Esta situación fue origen de una serie de enfrentamientos, violencia, guerras y acuerdos que se anudaban y rompían una y otra vez entre los diferentes protagonistas de la época, cristianos y moros. Porque no parecía haber mejor aliciente en las vidas de estos pueblos sino anudar pactos que no tardaban en romperse, enfrentados aragoneses, mahometanos granadinos, castellanos y norteafricanos islamitas, unos contra o a favor de otros: un año eran aliados, y al siguiente se combatían encarnizadamente. Estrategia que en nada beneficiaba a los hispanoárabes, sino a los cada vez más pujantes y amenazadores reinos de más allá de las serranías que eran la frontera natural de la monarquía nasrí.
Malaqa, mientras disfrutaba aquellos años de paz, había llegado a convertirse en próspera gobernación, ahora al cuidado del walíAbu Sa'id Farag, quien regía la ciudad en nombre de su primo, el sultán Muhammad Segundo.
El obispo titular de Malaqa lo era in partibus infidelium, que así denominaba la Iglesia a aquellos que eran consagrados para regir las diócesis en las que no había catedral, ni clero, ni fieles; es decir, donde la cristiandad estaba reducida a una mera presencia testimonial, como sucedía en todo el reino de al—Ándalus. La preocupación de aquellos supervivientes de la catolicidad, más que nada, era conservar en lo posible doctrina y creencias, ritos y tradiciones de unos tiempos que se fueron al producirse la invasión sarracena; a partir de su arribada, Martín y su compañero pasaron a formar parte de aquella minoría a la que los seguidores del Profeta llamaban, indistintamente, rumís —por romanos—, nazarenos y otras denominaciones.
La silla episcopal malaqí había pasado por toda clase de vicisitudes desde que siglos atrás se impusiera la doctrina de Mahoma, con una lista de obispos cuyo recuerdo y nombres sonaban a execración, pues los hubo prevaricadores, viciosos y, lo que era peor, colaboradores de los nuevos poderes, ganadas sus conciencias por el infiel; aunque también se veneraban, pocos, los nombres de otros que dieron ejemplo de fortaleza, de esperanza y resignación.
Desde un principio se mantuvo la convivencia entre seguidores de una y otra creencia, pues si la fe musulmana consideraba bárbaros y politeístas a los «trinitarios» —adoradores de tres dioses, decían— tampoco se ejerció presión sobre ellos, al igual que sucedió con la gente de raza hebrea, a condición de que pagaran sus tributos; salvo en determinadas épocas en que el fanatismo de los invasores norteafricanos corrió parejo con el de los celosos defensores de la fe en la cristiandad.
Con el tiempo, conforme la presión de los reinos cristianos fue acentuándose en una continua ofensiva que año tras año empequeñecía más el territorio de los musulmanes, y tanto nombre glorioso que recordaba épocas de esplendor fue quedándose en la nostalgia —Córdoba, Sevilla, Cádiz, Valencia...—, y las ciudades vecinas a la frontera se llenaron de refugiados que huían de la ocupación enemiga, contando toda clase de calamidades y miserias, el trato con los cristianos se endureció; porque ningún seguidor del Profeta podría ignorar la escondida esperanza de todos aquellos idólatras por verles un día arrojados al África. Tal vez por eso, cuando fray Juan Martínez, titular de la diócesis malaqí, fue nombrado obispo de La Guardia, la de Malaqa vivió unos años sin cabeza; hasta que reunidos clérigos y fieles para, como era costumbre, ejercer de cabildo elector, designaron la persona del venerable Pedro González —Nuestro obispo anda siempre en conspiración con el de Ronda; ambos están muy confiados en que de allí surgirá el hombre capaz de levantar en armas a todos los que creen en el Dios de verdad, como ya sucedió una vez en el pasado. Sin embargo, a mí me parece que aún está muy lejos el día en que podamos sentir el regocijo en nuestros corazones por el fin de estos malditos —comentaba una mañana el arcediano a Martín, mostrando sus rencores.
Pero Martín, conversando con unos y otros, captando el ambiente en su torno, supo que el vasallaje del sultán de Granada a los castellanos, con los subsiguientes años de paz concertada, había llevado a una convivencia de la que se beneficiaban todos los moradores del reino.
Unos días más tarde, por cortesía, hizo su presentación al ordinario, recién llegado de una de sus estancias en la serranía rondeña. El reverendo González era un hombrecillo enjuto de carnes, nervioso, que bizqueaba de un ojo; con harta dificultad logró Martín hacerse entender y comprenderle, porque el obispo tan sólo sabía expresarse en un árabe cuya pronunciación se hacía casi dialectal, intercalando a veces palabras en romance castellano. Parco en palabras, tan sólo pareció interesarse en dos cosas:
—Padre Martín, sé te acompaña otro padre predicador. ¿Cómo no vino contigo? Tendría al menos que conocerle, que aquí nos tratamos todos.
—Lo ignoro, reverendo. Sin duda, como yo salí temprano para la iglesia, él demoró su venida... Al menos, eso es lo que supongo...
—Mañana, que es domingo, me placería encontrarlo. También he pensado que subas al púlpito y te dirijas a los fieles, porque habrá mucha parroquia deseando ver caras nuevas y escuchar nuevos discursos, así que nos será grato que tú pronuncies el sermón del día.
Luego supo Martín que una de las cuestiones en que aparecía más empeñado el reverendo Pedro González consistía en su duro contencioso contra la diócesis de Sevilla, la cual venía disponiendo cínicamente de los beneficios de una cercana ciudad, Archidona, adscrita a la provincia eclesiástica malaqí, a cuyas reclamaciones, que ya habían llegado hasta Roma, no parecían prestar mucha atención los sevillanos, cosa que traía bien soliviantados al obispo y sus seguidores.
El edificio dedicado a los actos religiosos dentro del Castillo de los Genoveses —Castil de Ginoveses— era una antigua construcción reformada para conseguir darle un aspecto que en cierto modo demostrara su finalidad, aunque no se había conseguido en la simpleza de su arquitectura sino una fachada que más la hacía aparecer convento que iglesia, suficiente, de sobra, para recibir a la minoría cristiana residente en la ciudad. De sus conversaciones con el clero diocesano supo Martín que no era aquélla la única iglesia en Malaqa; cruzando a la margen derecha del Wad al Medina, un río de régimen torrencial que durante el estío apenas llevaba un hilo de agua, temible, sin embargo, en las frecuentes avenidas del invierno, existía otra que frecuentaban algunas familias de campesinos que no asomaban por la ciudad más que para acudir a los mercados y en las conmemoraciones religiosas. Martín se propuso, para más adelante, tomar contacto con dicha gente.
Aquella mañana de domingo, cuando asomó a la nave, le sorprendió descubrir a tantos fieles, casi todos hombres, muchos con mujeres y niños. Su llegada despertaba la natural curiosidad.
Empezó su sermón hablando en romance umbro-romano, lo continuó en el castellano aprendido en Palencia, y como sabía que allí el habla de la que todo el mundo se servía era el árabe, terminó en esta lengua, aunque temió que su léxico no iba a ser bien comprendido por la asistencia, pese a haber dedicado varias horas a su preparación, de modo que no supo quiénes fueron capaces de entenderle todo el discurso. Se tranquilizó al pensar que no había buscado conceptos difíciles de interpretar, pues sus palabras más fueron de saludo a la feligresía, con alguna pincelada dedicada a exaltar la verdad de la fe cristiana; en lo que más incidió fue en recordar que Jesús vino a sacrificarse no sólo por quienes creyeron y creían en su palabra, sino también por los que aún se desentendían de ella y estaban entregados a otras devociones. No obstante, fiel a la tradición, concluyó subrayando que fuera de la fe en Cristo Jesús, no había salvación.
Antonio, que asistió al oficio después de haber saludado al obispo, no le hizo el menor comentario a su oración. A Martín le molestó pensar que con toda certeza lo habría encontrado poco original.