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uando los padres que dirigían la misión consideraron culminados sus objetivos, puesto fin a sus largos, cansados itinerarios de evangelización, con la satisfacción de saber de muchos descarriados reconciliados con la Iglesia, su último acto consistió en una gran concentración en Foix, donde ayudados por otros miembros de la Orden se organizaron sermones y misas al aire libre, actuaciones que estuvieron en todo momento acompañadas de gran gentío.
Para dar un fin adecuado a tanto esfuerzo, coincidieron con la celebración de un auto de fe en el que ardieron dos herejes relapsos, un hombre y una mujer, lo que fue seguido con toda atención por la gran multitud que, avisada como de costumbre y cada vez que tenía lugar un piadoso acto de tal naturaleza, acudió con voluntariosa curiosidad a presenciarlo. Esto constituía ya un pretexto que servía al vecindario y a toda la comarca para solazarse en el lugar festejando la jornada, al parecer, con más entusiasmo que cuando asistían a un día de mercado. Según comentaba luego la gente eclesiástica —monjes, frailes, clero diocesano, familiares del Santo Tribunal—, aquella sagrada función pareció haber servido de gran provecho a muchas de las almas que desde bien temprano ocuparon sitio en el quemadero tratando de no perderse detalle del espectáculo; todos queriendo ignorar cómo atraía la macabra ceremonia a las multitudes, en especial si el reo era una mujer, que si no era previamente estrangulada, su contemplación retorciéndose entre las llamas, sus gritos, el mirar desencajado, parecía desatar la lujuria de más de un piadoso feligrés, cuyas consecuencias había de pagar más tarde su piadosa cónyuge.
Para Martín, obligado a estar presente, constituyó un espectáculo deplorable, si bien guardose de hacer comentario alguno. Sí estuvo recordando cuando sintió por primera vez la mordedura de los escrúpulos que manifestaba Antonio del Sasso: «¿Por qué no confesamos nosotros, los predicadores, ser los verdaderos y únicos autores que ordenan a la justicia quemar a un hereje? Pues cuando el inquisidor ordena relajar a quien declaró culpable, pidiendo hipócritamente que no resulte derramamiento de sangre ni pena ordinaria, si el juez tarda en cumplimentar la sentencia, inmediatamente lo apremian, e incluso lo acusan de hereje, sospechoso de proteger a herejes... Así que somos nosotros, los predicadores, quienes lo queman... ¿O no?». Pensamientos que le hacían sentirse incómodo, sabedor de que era su conciencia la que le reprochaba una cierta parte de complicidad en la muerte de un semejante, fuese o no culpable.
Luego, y por complacerle, que las impaciencias debían reflejársele continuamente en toda su diaria actividad, el regreso se hizo en dirección a Perpiñán, y de aquí al Mas d'Alvers.
Lo que sorprendió y alarmó al joven fue encontrar a su padre apartado de cualquier actividad, convaleciente de algunas heridas que recibió cuando se defendía de una partida de mercenarios alemanes que acudieron al llamamiento del pontífice para expugnar de sus estados al rey de Aragón. Por el contrario, tuvo la alegría de reunirse con miembros de su familia a quienes no veía desde años; algunos, como sus hermanas, una que vivía en Prades, la otra en Navarra, le eran tan desconocidas como sus maridos. Así, el intercambio de noticias fue continuo durante los días de descanso en la finca, también gratamente aprovechados por los dos predicadores a quienes Martín venía secundando en la misión, lo mismo que los hermanos legos que les acompañaban.
Pero lo que inmediatamente requirió el interés del muchacho fue informarse acerca de lo sucedido, primero a su padre, y luego al país. Tomás, alentado por tener a tanta familia alrededor, mudó de hábitos y volvió a sentir el gusto de sentarse en la cocina, ante la chimenea siempre animada por un buen fuego, cuya vecindad todavía era reconfortante.
Contó luego de cómo el veguer de la región estuvo informándole de la próxima llegada de los cruzados, a quienes el rey Jaime había concedido de atravesar el país camino del reino de su hermano. Entre sus obligaciones estaba la de albergar por unos días, en tanto se reorganizaba la hueste invasora luego de la toma de Elna, a cuatro caballeros de los que prestaron oído a la petición del pontífice; encargo nada grato, ya que toda la comarca hervía de horrendas historias sobre el comportamiento cruel y salvaje de los franceses y sus aliados una vez rendida la ciudad, que no contentos con asesinar, saquear y violar, prendieron fuego a la catedral con gran número de indefensos ciudadanos dentro.
Los obligados huéspedes resultaron ser cuatro segundones bávaros con su séquito de escuderos y criados, a ninguno de los cuales conseguía apenas entender nadie, pues sólo hablaban la bárbara lengua de los germanos. Exigentes desde un principio y llenos de prepotencia, recién llegados empezaron a comportarse con la rudeza de unos conquistadores, lo que Tomás disimuló con aquella paciencia que era una de sus características, al tiempo que le traía lejanos recuerdos de otra época. Lo primero fue reclamar las mejores habitaciones de la casa, lo que entraba, sin imponerlo, en las costumbres de todo anfitrión, para inmediatamente dejar aparecer sus maneras arrogantes, imperativas, en el modo de dirigirse a los criados de la finca como si fuesen propios, despectivos con los propios huéspedes; asimismo, obligaron a que les sirvieran sus comidas apartados de todos, y no los guisos habituales, sino que obligaban diariamente a sacrificar pollos y algún cordero. Por otra parte, sus criados y escuderos robaban cuantas provisiones hallaban en su continuo merodear, y una vez descubierta la bodega, ya no hubo noche en que no terminaran todos completamente embriagados; borracheras que con frecuencia les daba por insultarse unos a otros y hasta a echar mano a las armas, dispuestos a zanjar sus discusiones del modo más violento.
—Son jóvenes, carecen de la necesaria templanza —los excusaba Tomás; y con sus palabras intentaba desechar sus propios recelos y temores. Porque a tan desagradables inconveniencias había ordenado se hiciera discreta salvedad, en espera paciente de que aquellos indeseables, llegado el momento, desaparecieran.
El incidente surgió la víspera de su anunciada marcha; a la caída de la tarde acudió a él uno de los nietos, el primogénito de la familia, lloroso, preso de nerviosismo, comunicándole que varios de los escuderos y criados de aquellos hombres habían penetrado en su vivienda, aprovechando la ausencia del padre, y una vez allí habían organizado una escandalosa bacanal, donde el vino había desatado sus instintos más bajos, lanzándolos desenfrenadamente hacia las mujeres: su madre, sus hermanas, las criadas. Éstas inmediatamente corrieron a refugiarse donde buenamente les pareció que podrían estar a salvo, pero aquellos depravados estaban destrozando puertas y librando obstáculos, de modo que el muchacho, al que habían golpeado brutalmente cuando intentó contener a tales fieras, llegó aterrado, buscando el auxilio de su abuelo.
Sin perder tiempo acudió Tomás a donde los caballeros, quienes empezaban sus libaciones tras la cena, rogándoles que fuesen a poner orden ante los desmanes de su gente. Sin comprender muy bien de qué les hablaba, escucharon las quejas del huésped, pero interpretando gestos y lo que a medias podía comprender uno de ellos, que hablaba algo de francés, le siguieron hasta la vivienda del hijo, donde apenas entrar se vieron inmersos en el estruendo de voces, risas, golpes contra puertas y muebles y el gritar aterrado de las mujeres, más de una con las ropas desgarradas, salpicadas de moraduras y arañazos, perseguidas y acometidas en alocadas carreras por la lujuria de aquellos bárbaros. Escena que, en lugar de provocar el rechazo de los señores, fue recibida por éstos con alegres risotadas, incitados para unirse a la improvisada fiesta.
Como Tomás se interpusiera para tratar de impedir tan injusto comportamiento, dos de aquellos energúmenos forcejearon con él hasta derribarlo; seguidamente esgrimieron sus dagas, amenazando con darle muerte allí mismo si les obstaculizaba el juego. Todo, sin que cesara el vociferar divertido de los hombres mezclado a los gritos de pánico de las mujeres, entre carcajadas, muebles derribados y el abundante correr del vino.
Algunos criados de la finca que habían acudido soliviantados por el tremendo alboroto, permanecían apartados, contemplando de lejos cuanto sucedía sin atreverse a intervenir. Al ser descubierta su presencia:
—¡Eh, vosotros! —gritó uno de los jóvenes—. ¿Qué ahí romo estúpidos? Traer aquí fuera mesas, traer asientos, aquí, aquí fuera, que seguimos fiesta, sí.
Salieron al patio tirando de las mujeres, en tanto los atemorizados servidores disponían cuanto les habían ordenado. El que hablara antes se dirigió a Tomás:
—¡Tú, anciano, presto! ¡Traer tú el mejor vino que guardar para tu!... El mejor... Y si tardar mucho, gente tuya va a perder nariz, oreja... Pero lindas muchachas van perder otra cosa, si aún tienen... ¡Que son buen bocado estas campesinas, amigos! —Y empujó rudamente a Tomás, apremiándolo a ejecutar su mandato.
Todo iba acompañado de un incesante reír, de gestos obscenos, de empellones a las hembras, de forcejeos y forzado besuquear.
Y de repente, en cuestión de momentos, la diversión, el escándalo, empezaron a enmudecer. Al principio pareció que nadie se percataba del motivo; luego, el escenario se llenó de un pesado silencio roto por alguna exclamación de sorpresa, algún sollozo, algún ahogado lamento de mujer, y lo que hasta entonces fuera alegre orgía dio paso al estupor y la alarma; siguieron gritos llenos de iracundia, de sobresalto ante lo inesperado, lo desconocido, que finalmente estallaron en una violencia de alaridos pronunciados en el habla de los teutones.
Primero cayó el más audaz, el más alegre y decidido, cuando se alejaba de la fiesta arrastrando por el pelo a una de las muchachas: había dejado escapar roncos estertores de ahogo, hizo luego unos traspiés, y a poco se desplomó agarrado desesperadamente a la flecha que acababa de atravesarle el cuello; casi inmediatamente le siguió uno de los escuderos, y a continuación otro de los jóvenes nobles. Fueron unos instantes de incertidumbre que aprovecharon con rapidez los criados al adivinar que era Tomás, con su vieja ballesta de guerra, quien tomaba venganza del agravio; empuñando palos y útiles de labranza la emprendieron sobre los agresores, golpeando sin piedad al que caía. Éstos se defendieron hasta donde les fue posible, utilizando sus armas el que las tenía a mano y haciéndose de cuanto pudo servirles para rechazar la acometida. Así malhirieron a varios de sus atacantes, mataron al viejo que cuidaba las cuadras y rajaron la cara a su nieto, un muchacho, casi un niño. Ya Tomás, bajando desde su puesto en el arranque de las escaleras, se incorporó a la lucha blandiendo un enorme espadón de hoja triangular que dando signos del ardor que le provocaba la cólera manejaba con una sola mano.
Terminó la lucha con una respuesta tan cruel como la que causara la actuación de los cruzados y sus servidores, porque Tomás ordenó degollar a los heridos; luego se sacó un carro, cargaron en él los despojos, y el macabro convoy partió buscando las aguas del Tech, que les servirían de sudario. Todo había sucedido con tal rapidez, que todavía se preguntaban sus participantes si fue realidad o alucinación; pero allí estaba aquella enorme mancha de sangre que ahora trataban de hacer desaparecer, y en el aire aún resonaban las voces de los muertos, y en más de uno persistía el recuerdo de las facciones de aquellos alocados jóvenes... Había desaparecido toda la risueña poesía de los colores de la tarde, en el verdor de las trepadoras que ascendían por la pared, en el canto de las aves que, indiferentes, se bañaban en las últimas luces del día.
Martín oyó horrorizado la tremenda historia. Hubo un silencio que turbó la voz queda de la madre:
—Damos gracias a Nuestro Señor, que por Su providencia nos ayudó a librarnos de tan grave peligro.
Tomás hizo un gesto:
—Es de suponer que fuera también Dios quien nos envió a esa gente indeseable, y al no agradarnos su compañía, se los hemos devuelto. Que visitantes de ese jaez no son aquí de buen recibo... Y ya, que piense mejor el Señor Dios lo que hace.
Adalmodis se persignó por lo que todos considerarían un comentario bien irreverente; los predicadores se dieron por no enterados; los demás, aun los que tenían oída la historia muchas veces, sonreían felices del buen final de la aventura, aprobando con satisfacción, de singular modo, el colofón de venganza puesto al mismo.
Más tarde, Martín preguntó a su padre:
—¿Cómo no tuvisteis clemencia de esos desgraciados, a los que ordenasteis matar una vez vencidos?
—Primero, porque de dejar alguno libre, sin duda volvería con más y en mayor número, y entonces seguro que vuestro padre no estaría hablándoos ahora, señor fraile. Luego, si como dice vuestra madre, fue todo obra del buen Dios, ya sabrá Él qué ha de hacer con esa gente, que a juzgarlos se los envié.
Nuevamente en su convento de Tortona, Martín agradeció sin palabras la muda opinión satisfecha que adivinara en sus superiores, sin duda por los comentarios que fray Dídimo y fray Zacarías hicieran de su comportamiento durante aquellos meses de predicación, donde la buena fama de ambos oradores cobró nuevas cimas de popularidad.
Pero apenas reintegrado empezó a sentir algo como nostalgia, una especie de añoranza de la larga temporada en que había llevado una vida donde casi a diario encontraba nuevas ocasiones para descubrir, en su cotidianeidad, experiencias, motivaciones de las que siempre podía aprender algo; esto, unido al recuerdo indeleble de su tiempo bajo la tutela de fray Bertrán, donde sin la rigidez de disciplina alguna cumplía unas funciones que sentía gratificantes; o las mismas perturbadoras conversaciones con el rebelde Antonio... Ahora, la vuelta a las observancias conventuales, que nunca había ejercido tan estrictamente, le pareció llena de monotonía, con sus rígidas normas, de continuo bajo la severa asechanza de un celador; con aquellas insípidas confesiones públicas en los capítulos, donde cada cual se acusaba de faltas que parecían inventadas, por lo simples, probablemente callando otras mayores; la desagradable vigilancia en la vestimenta para descubrir si alguno ponía seda o lino entre la piel y el rudo contacto del hábito...; y sobre todo, el forzado silencio, la incomunicación, salvo en el breve lapso en que estaba permitido hablar.
Volviendo a lo que ya había hecho costumbre, la mayor parte del tiempo lo dedicó a la biblioteca, aunque ésta no fuese muy rica en obras de su interés; y al estudio, a sus escritos. Luego se le designó para instruir a hermanos recién ingresados en la Orden, muchos sin otro conocimiento religioso que lo que se les presumía de vocación; como quiera que se le autorizó para simultanear esta ocupación con las clases a los niños, consideró la sobrecarga de trabajo como un regalo, ya que al menos le permitía hablar, más o menos a su antojo, aunque lo que más oyese no fuera sino su propia voz.
Cuando uno de aquellos días fue avisado por el superior:
—Nos pareció, padre Martín —y este plural siempre le recordaba, burlonamente a su pesar, a los Apóstoles del Señor cuando se referían a ellos mismos inspirados por el Espíritu Santo—, que aun cuando tienes en tan mal concepto tu propio discurso, tendrías que obligarte a predicar —y al notar ya la expresión incómoda de su interlocutor—: No olvides que en nuestro propio entorno tenemos a mucha gente que ignora, o que distrae, los más fundamentales principios de la Ley de Dios; que apenas sabe rezar; gente sencilla que estamos obligados a socorrer espiritualmente en bien de sus almas. Así, hemos estimado que del mismo modo que con un lenguaje sencillo, sin términos de difícil comprensión, enseñas con paciencia a los neófitos, y que de igual modo enseñas a los niños, tendrías que hacerlo a los adultos de la región.
Y se extendió refiriéndose a la falta que cometería la comunidad toda abandonando a aquella gente, sumida en su ignorancia de una debida enseñanza religiosa.
—Subes al púlpito con miedo, y ése tal vez sea el origen de tus dificultades. ¿Piensas acaso que Tomás de Aquino fuera en todo momento buen orador? —Iba Martín a darle su respuesta de siempre: «El Señor no quiso concederme el don de la elocuencia». Pero el prior dio por concluida la charla—: Ve, padre Martín, y dispón para salir en cumplimiento de la que es primera regla de nuestra Orden.
Si por un lado esta propuesta iba a concederle el arrancarse a la monotonía conventual, sí le desagradaba interrumpir sus estudios, sus escritos; pero la idea de aquella cierta libertad que suponía enfrentarse al mundo era más fuerte: salir a los caminos, respirar otros aires, descubrir algo de cuanto alentaba más allá del recinto monástico...
Proyectos que quedaron en suspenso cuando a los pocos días de sostener aquella conversación, en el refectorio, y precisamente con Martín en el púlpito entregado a leer la epístola de Pablo a los tesalonicenses, de repente el prior sufrió unas convulsiones, se llevó las manos a la garganta y a continuación se desplomó sobre la mesa. Probablemente lo último que oyera fueron las palabras que recitaba el joven fraile: «Seremos arrebatados en las nubes a recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor».
Continuó, pues, dividiendo su tiempo entre la catequesis a los niños, que era la labor más fácil y grata, y el difícil adoctrinamiento a los donados: muchos, tan torpes, que Martín abrigaba serias dudas de que alguna vez llegaran a cantar en el coro.
Entre tanto, y para su mayor desasosiego, aparte de la nostalgia por el feliz encuentro con los suyos, le volvían cada vez más impetuosas las sensaciones que experimentara al pronunciar aquel obligado sermón, lo que era ya una auténtica ansiedad. En sus horas de meditación, arrodillado en la iglesia, se confesaba la necesidad de entregarse a un ejercicio de auténtica sinceridad con su conciencia, donde escarbando en el fondo de su corazón pudiera responderse con toda lealtad a los miedos que le asaltaban; por momentos le acuciaba una especie de urgencia por saberse en el pleno conocimiento de si verdaderamente era fiel a sí mismo, si sus sentimientos eran idénticos a como se manifestaba exteriormente, a como le consideraban los demás; si sentía infaliblemente su ministerio —sagrado ministerio— con verdadera entrega, o si éste había quedado reducido a un simple acomodo a las circunstancias, un barniz externo, sin profundidad, de cuya mudanza ni siquiera él mismo era del todo consciente. En síntesis, tenía que autoconfesarse y plantearse sin género de dudas si su fe era real, o sólo el deseo de que lo fuese. Pero todo se quedaba en proyectos; cada vez que lo intentaba huía del momento en que sería capaz de pensar intensamente en el motivo de su desazón —una angustia, ya—, como si le avergonzara presentarse ante Dios confesándole sus dudas, mostrándose desnudo de ficciones; porque frente a Dios no cabían disfraces. Sí estaba cierto de que llegado tan crucial momento iba a enfrentarse a algo que sería lo más difícil de toda su vida; que esa ansiedad podía conducirle por caminos decisivos: por un lado, si era capaz de vencer aquella resistencia a entregarse con toda su voluntad al Señor, permanecería ya para siempre dentro de lo que desde niño creyó ser su destino; sí estaba cierto de no sucumbir a la posibilidad, por una inercia del espíritu, por cobardía, de continuar en la religión escondiendo sus vacilaciones, disimulando, engañando, mostrándose falsamente entregado sin descubrir a nadie sus ambigüedades. Y luego estaba la elección más peligrosa, la más audaz, que le llenaba de terror: porque si después de esta lucha no fuese capaz de aceptar con toda limpieza lo que mandaba la fe en el Cristo, antes que ofenderle a Él y engañar a sus prójimos con su hipocresía, se vería forzado a abandonar la Iglesia y enfrentarse al siglo, con todas sus consecuencias.
Pero siempre se resistía a acometer ese análisis, pensando remotamente, como en un fatalismo tan ajeno a sus creencias, que algo sobrenatural e insospechado habría de venir muy pronto a aclararle su estado de ánimo. En cuanto a buscar consejo del padre espiritual, la sola idea le aterraba.
Uno de aquellos días acudió a visitar el convento un asiduo de la comunidad, el señor de Torre Nardi, pariente del subprior, del que con regular frecuencia se recibían sus dádivas para el mantenimiento del parvulario. Esta vez, además, llegaba acompañado del vino que producían sus tierras de Asti, siempre bien recibido y festejado. Como manifestara deseos de asistir a una de aquellas clases que estaban a cargo de Martín, hasta allí le acompañó su deudo, abandonándolo luego para ir a sus obligaciones antes de pasar al refectorio.
Apenas desapareció el superior, el señor de Torre Nardi, cuidando de que ninguno de los niños sorprendiera su gesto, sacó un libro de bajo su manto y lo entregó al joven, murmurando:
—Es del padre Antonio del Sasso. Me rogó os pidiese que no seáis demasiado riguroso en vuestra crítica.
Sin decir palabra, Martín escondió la obra entre los legajos que guardaba en un armario, y en cuanto tuvo ocasión, lleno de curiosidad, feliz por el recuerdo que al cabo del tiempo le dedicaba su amigo, desenvolvió el atado. Eran una buena cantidad de páginas, escritas por alguien bien experto en su oficio; aunque se había empleado la letra monacal, no era de caracteres tan desmesurados como se hacía de costumbre, sino muy regulares, lo que implicaba un texto más denso, y en ninguna hoja descubrió iniciales floreadas, adornos ni iluminaciones, de donde dedujo se trataba de algo —ya lo sospechaba, tratándose de Antonio— compuesto para la controversia. Su título, De diversis quaestionibus, y debajo el nombre de su autor: Antonio del Sasso, O.P.
No le sorprendió encontrar, ya desde el comienzo de su lectura, la influencia de aquellos libros prohibidos por la Iglesia que Antonio se hacía prestar subrepticiamente de la biblioteca de la Cámara Pontificia. Se dedicaba la obra a una variedad de temas filosófico-religiosos, razonadamente expuestos —a juicio del autor—, de donde se llegaban a conclusiones cuyo contenido era más que inquietante. Martín reconoció en sus páginas, presentadas con cuantos argumentos parecieron necesarios, todas aquellas conversaciones en que permanentemente salía el inconformismo del joven polemista para aceptar lo que no se le aparecía aceptable para la razón, por mucho que lo avalaran todos los gloriosos nombres de la Patrística y la Escolástica.
Empezaba definiendo a Dios, describiéndolo como «esencia» purísima, increada, eterna, ubicua, omnipotente, sabia, que velaba por el perfecto funcionamiento de Su obra con Su divina Providencia, manifestada bajo el amparo de un conjunto de inteligentes leyes físicas inmutables, imperturbables, inalterables, que por ninguna circunstancia podrían cambiarse, ni desviarse, ni modificarse jamás y bajo ningún concepto; el hombre y cuantos seres vivos forman parte de la Creación participaban de idénticas funciones naturales: nacer, crecer, procrear y «transformarse» —no decía morir—; pero al hombre se le habían otorgado cualidades superiores que lo situaban muy por encima en esta escala, pues concediéndole Dios el participar de algunos de Sus atributos, aunque no fuese sino a un nivel ínfimo, le había dotado de una mente inquieta, capaz de pensar, animada de un estimulante afán por la actividad intelectual, que la llevaba a un permanente estado de curiosidad en busca de la interpretación, tanto de las leyes de la física como las metafísicas, para profundizar lo mismo en el conocimiento de la materia que lo rodea como en los insondables abismos escatológicos. Con ello se establecía un supuesto designio en el ser Supremo, invitando al hombre por medio de la inteligencia de que lo había investido como su mejor don, para que fuese capaz de comprender los arcanos de Su obra y con esto acercarse más a Él; para despertar la vitalidad de su raciocinio, incentivarlo y elevarlo a las alturas sublimes del razonamiento y la reflexión, lo había dotado de un hálito especial, el alma, por cuya mediación el espíritu se arrancaba a las pasiones nacidas de su propia naturaleza, inclinándose a amar el bien, la moral, la sabiduría, la perfección, la justicia y, en suma, la virtud... Todo expuesto con el detenimiento que su autor consideró obligado para la mejor comprensión de sus argumentos, donde apenas podía hacerse coincidir algo de su contenido con la ortodoxia de la Iglesia; el pensamiento de antiguos filósofos griegos caminaba junto a las proscritas doctrinas de Averroes, y en el fondo general de la obra se dejaba casi adivinar un temerario síntoma de larvado ateísmo.
Durante los días que siguieron, Martín dedicó el tiempo de que pudo disponer para analizar cuidadosamente la obra, y no llegó a otra conclusión que la que ya dedujera desde un principio. En primer lugar se daba a entender la existencia de Dios, pero no como Ser Supremo que creó al hombre a su imagen y semejanza, sino confundiéndolo con un puro panteísmo donde Dios y Naturaleza venían a ser lo mismo; la Divina Providencia se traducía en los mecanismos de evolución y defensa que las leyes de esta misma Naturaleza imponían sobre el mundo, por lo que era deducible que, por la misma inmutabilidad de dichas leyes, se negaba la evidencia cierta de cuantos milagros, apariciones y otros prodigios atribuidos de siempre a un origen celestial, obra de la divinidad, se habían producido desde el principio de los tiempos, como afirmaban los Evangelios y daban tantos testimonios los santos; todo elemento vivo, animal o vegetal, diferenciándose del hombre en la superior inteligencia de éste, había sido puesto sobre la tierra para experimentar idénticas motivaciones de supervivencia y continuidad; y en cuanto al alma, no aparecía como la entiende la religión, sino que dejaba de ser inmortal para convertirse simplemente en el motor del pensamiento, con un ansia de conocimientos que reflejaba la herencia misma de aquella Curiosidad Primera, origen de toda la maldad del mundo. Es decir, una versión totalmente materialista, sin referencias a nada sobrenatural, esencia y fundamento de la religión; en su obra, y siguiendo a Averroes, Antonio del Sasso daba a entender que la humanidad habitaba un mundo nacido de una evolución natural, eterno como la materia de que se había formado, donde la muerte de todo ser vivo, como un accidente físico, no era más que una transformación de la misma sustancia cósmica.
Sintió Martín todo el pesaroso efecto que le había ocasionado aquella lectura, cuyas páginas, pese a ello, continuó repasando una y otra vez, del todo entristecido al ver confirmarse lo que en realidad sabía, o al menos sospechó siempre, y era que su amigo, definitivamente se había dejado hundir en las conclusiones más pavorosas; toda una perspectiva sin esperanzas, de abandono y desprotección, donde el hombre se encontraba solo en un mundo hostil, sin el consuelo de la divinidad, sin el amparo de la benigna Potencia Superior a la que volver la mirada en demanda de ayuda frente a los azares del vivir. ¿Cómo pudo caer en un pesimismo tan descorazonador? ¿Y cómo se sentiría ahora, vacío, sin fe, aislado en una sociedad que multitudinariamente lo esperaba todo de un Padre que lo era Todo?
Mezclando las ideas de Antonio con sus propias cavilaciones, con aquella aprensión que le mordía desde que le asaltaron aquellas abominables dudas, sonreía, interiormente irónico, al recordar cómo había esperado confiadamente —e ingenuamente— el signo sobrenatural con que la divinidad acudiría a apagar sus vacilaciones; en cambio, había recibido un escrito que alentaba una doctrina mucho más peligrosa que cualquier herejía.
Interiormente abatido, continuó con sus obligaciones sin dejar traslucir sus miedos; asistía casi maquinalmente al rezo de los oficios; enseñaba, dos veces por semana, los rudimentos de la fe a aquellos esperanzados novicios; y dedicaba el tiempo necesario a la enseñanza de aquella historia llamada sagrada, donde se cantaban las glorias y miserias del Pueblo de Dios; sólo que ahora no se sentía capaz de vivir los maravillosos relatos con el alegre entusiasmo de antes. Era una actuación similar —o consecuencia— que sentía le embargaba cada vez que se ponía a explicar —y explicarse— los misterios de la fe a su auditorio de neófitos.
Unos días más tarde fue llamado por el recién elegido nuevo prior. Temió que éste le transmitiera la decisión de su antecesor en cuanto a la necesidad de salir a predicar. Pero el motivo fue completamente distinto: un venerable padre, fray Bernardo, habría de trasladarse por un tiempo indefinido de visita a un monasterio del interior del país. Se había decidido que Martín podría ser la compañía idónea para asistirle.
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omo quiera que esta decisión se tomó cuando se acercaban los gozosos días de la Navidad, la partida —aunque se había hablado de una necesidad de vital urgencia—, se pospuso hasta un mes más tarde, para evitar en lo posible al anciano padre Bernardo los rigores del invierno. Una vez hechos los preparativos, que no requerían grandes medios, se pusieron en camino a temprana hora de una mañana, ya bien avanzado febrero, sin otro acompañamiento que los dos hermanos legos que habrían de ocuparse de las dos acémilas y la impedimenta. Viaje que harían a pie, como mandaban las Reglas que dictara santo Domingo para vivir a imitación de los Apóstoles del Señor; porque las bestias sólo les servirían para transportar el equipo y las vituallas, y en los tramos más difíciles, para que fray Bernardo, a quien sin duda pesaban sus años, no se agotara por el camino. Aunque tampoco era infrecuente que estos decididos predicadores utilizaran los medios más rápidos para llegar hasta donde había que difundir la palabra de Jesús, que el pretexto del dinamismo de su propia misión les servía para hacer uso de ellos.
Respecto a su destino, Martín sólo fue informado de que se dirigían al interior del país, en busca de un monasterio enclavado en el corazón de la cordillera apenina, San Benito de Trébbia, fundado por los benedictinos hacía ya algunos siglos y residencia entonces de una comunidad de monjas dominicas que lo habían rebautizado como Santa Domitila de Trébbia. Por más que el joven daba vueltas a su cabeza tratando de adivinar el motivo de aquella expedición, que atravesaba un territorio de lo más escarpado y casi desierto, no acertaba con alguna respuesta plausible. Su acompañante, hombre recluido en sí mismo, de escasa y nula comunicación, más esquivo que sociable, no hizo referencia en ningún momento a la finalidad de tan arriesgado viaje, todavía a merced de los últimos coletazos del invierno, por una región donde podía surgir cualquier peligro a la coronación de cualquier altura. Tampoco Martín, en las escasas palabras que intercambiaban a diario, se atrevió a preguntar. Pero lo que no dejaba de sorprenderle era que fray Bernardo, respetado por su avanzada edad —debía de tener ya cerca de los sesenta años—, admirado por sus indudables virtudes y sus amplios conocimientos, lo mismo en Teología como en Ciencias, lo era más especialmente como exorcista. ¿A qué podía ir un anciano exorcista, con cierta urgencia, al parecer, a un convento de monjas?
Del monasterio de Santa Domitila tan sólo sabía, por lo que se informó en Tortona, que era refugio y casa de oración de una comunidad de monjas —alguien le dijo que había al menos un centenar— dedicadas en principio a su vocación espiritual de alabar al Señor, y como misión cristiana, conducir por los caminos de salvación a cuantas descarriadas y herejes se sentían llamadas por la bondad del Cielo para enderezar sus vidas. Allí se hallaban antiguas seguidoras de nefandos errores, arrepentidas —o repudiadas— concubinas de dignidades eclesiásticas o de simples monjes, y barraganas de párrocos, y apartadas de la prostitución, y doncellas que dejaron de serlo por algún percance. Todas regidas por una abadesa cuya jurisdicción abarcaba un extenso territorio sobre el que guardaba tal autoridad, que obviando las disposiciones del Cuarto Concilio de Letrán sobre la congregación de monasterios, que se diera hacía ya setenta años, el de Santa Domitila se mantenía, no sólo con total independencia, sino gozando de prerrogativas que contadamente se daban ya en la Iglesia.
Quince días más tarde llegaban los dos padres a su destino, luego de un viaje difícil en que a los vientos y las rociadas de la lluvia durante el día sucedieron las noches heladas teniendo siempre enfrente las cumbres cubiertas de nieve. Durante tan largo trayecto, el inconveniente añadido había sido el de no encontrar más cobijo que el que buenamente les proporcionaron pastores, algún hacendado y, en contadas ocasiones, el refugio de una parroquia.
Siendo en su origen de fundación benedictina, el monasterio estaba enclavado en las alturas de la cordillera que atraviesa la Emilia, en una meseta rodeada de montañas cuyos perfiles se recortaban con dureza, apenas matizadas sus laderas por bosques de castaños, pinos y hayas. Distribuido en dos grupos principales de edificios, el más antiguo, que daba su nombre al lugar, de factura románica y aspecto imponente, era el convento de las religiosas, del que sobresalía la cuadrada torre de la iglesia; algo alejado, más moderno, en el centro de un hayedo, aparecía el palacio abacial. El otro conjunto lo formaban dos grandes cuerpos, de una arquitectura sencilla, como fue deseo del fundador de la Orden, de techos muy inclinados, para aliviar el peso en las nevadas, donde se acomodaban, en uno, las legas huidas de las tentaciones del mundo, y en el otro las novicias; el todo cerrado por un muro que además abarcaba el huerto, gallineros, almacenes y jardines. Como elemento algo desusado, también se ubicaba en el recinto la hospedería para visitantes distinguidos, lo que se explica por el hecho de que al haber permanecido desde su fundación en manos de religiosos, no se hicieron cambios al ser ocupado por una comunidad de monjas, salvo la necesaria ampliación del conjunto. Éste consistía en un vasto espacio en el que, arbitrariamente distribuidos, se descubrían patios y zonas de labor salpicados de edificios que eran el albergue de viajeros, la residencia de los capellanes y administradores, el hospital y el resto de cuanto atañía a la vida de la comunidad: viviendas de los trabajadores, horno, molino, cuadras y establos. Todo rodeado por una segunda muralla donde se abría una sola puerta, con lo que Santa Domitila de Trébbia era autosuficiente para su mantenimiento, acorde con las Reglas, y así evitaba toda necesidad de contacto con el mundo exterior.
Aquí llegaron los predicadores, recibidos con la sobriedad y el recato de aquellas aisladas mujeres, para ser conducidos al interior del segundo recinto, hasta la hospedería, como únicos, aislados y solitarios ocupantes.
Al día siguiente, después de laudes y cuando empezaba a romper una bella y fría mañana de aquel largo invierno, la abadesa envió recado para recibir a sus visitantes. Fray Bernardo pidió a Martín le acompañase, y de ese modo, guiados por una hermana de torpes andares, ruda campesina totalmente muda que sólo sabía mirarles con expresión de animal huidizo, toda curiosidad, en lugar de dirigirse al convento, donde supuestamente estaría el locutorio de la clausura, fueron por un sendero empedrado que atravesaba el hayal hasta el palacio.
Era sorprendente descubrir aquel edificio que parecía que flotara aislado entre la arboleda, fabricado en aquel estilo ojival que tan escasa aceptación tenía en el país, contrastando la gracia de su arquitectura con la imponente solidez de las otras construcciones; resultaba agradable contemplar sus arcos lanceolados, la aparente ligereza de los pilares y todo el conjunto en sí, que sin apartarse del orden románico ya acusaba el encanto de la piedra hecha filigrana.
Ambos frailes fueron introducidos en un salón de la planta baja, enorme pieza con todo el muro que daba al mediodía abierto por grandes ventanales hasta el techo, separados por casi frágiles columnitas; el suelo aparecía cubierto de ricas alfombras y una gran chimenea caldeaba la estancia para mitigar el helor de la mañana. Sin duda la abadesa, apenas anunciaran la llegada de los frailes, debió adoptar aquella apostura con que se aparecía, de pie sobre un estrado cubierto de bello tapiz, a su espalda el trono bajo dosel; alrededor de la tarima había seis religiosas, subprioras y consejeras, a las que se adivinaba entradas ya en años, lo que no podía afirmarse porque todas, al igual que la superiora, cubrían sus rostros con velos. Ello, unido a la distancia que imponía el protocolo, hizo difícil al joven satisfacer su curiosidad: que hubiese querido saber cómo sería el semblante de aquella mujer que se veía bien erguida, con un indudable aire altivo, vestida con el hábito de la Orden, el pectoral marcando ligeramente el busto. Pero con su imaginación quiso adivinarla de buena figura, y por la voz dedujo que no sería ninguna anciana.
La entrevista duró lo suficiente para que la sorpresa y el asombro hicieran temer a Martín que en su rostro se reflejase el pasmo que le ganaba a medida que iba enterándose del motivo de aquel viaje. La abadesa, dejando pasar extrañamente un lapso de silencio que el joven fue incapaz de interpretar, pero que intuyó casi embarazoso para cuantos se encontraban presentes, como si estudiara con rara curiosidad a ambos frailes, una vez dio la bienvenida a fray Bernardo —ignoró totalmente a su acompañante—, y encomiando lo que trascendía de los grandes conocimientos del anciano en todo cuando miraba a la Iglesia y a las cuestiones de la fe, entró a relatar los sucesos que habían motivado su llamada.
Éstos habían comenzado unos meses atrás, y fue más tarde que llegó a sus oídos noticia de extraños acontecimientos de los que eran protagonistas tres hermanas de la comunidad, quienes empezaron, sin razón aparente, a entregarse a una especie de casi continuo éxtasis que las obligaba a permanecer largas horas en oración; contaban, cuando se les preguntaba, con frases entrecortadas y veladas palabras, de visiones místicas y de estar señaladas por la gracia de Dios y sus ángeles.
Relato éste que creaba un ambiente de lo más delicado; por diversos motivos la Iglesia no era capaz de aceptar situaciones de tal magnitud sin un profundo examen de los hechos, cuando era casi norma que las historias de sus protagonistas se aparecieran envueltas en una exposición de incoherencias de difícil credibilidad; aparte de que más de una vez no eran sino fruto de verdaderas alucinaciones provocadas por diversidad de causas, sobre todo si los fenómenos se daban en mujeres, cuya naturaleza se consideraba más propensa para fabricar estados de ánimo que no tenían causa ni favor alguno de la divinidad. Todo esto, con independencia del protagonismo que adquirían los señalados: una sumidad que de improviso los colocaba por encima de cualquiera de su entorno, lo que chocaba con la incuestionable preeminencia jerárquica; cuestión esta de suma importancia que apresuraba a urgir una investigación exhaustiva, en busca de cerciorarse sobre si los afectados gozaban, en efecto, del especial favor del Cielo, o si por el contrario sus manifestaciones no eran sino fruto de un anormal estado psíquico, más próximo a trastornos nerviosos y alucinaciones sin fundamento. En más de una ocasión se adivinaba no ser todo sino un grosero juego del actor en busca de destacar su personalidad, y entonces se imponía una dura lucha para desenmascarar al hipócrita, al falsario, que buscaba con sus engaños alzarse sobre cuanto hasta entonces le estuvo, por muchos motivos, muy por encima de sus méritos.
Tan insólita situación, cuidadosamente estudiada por el capítulo reunido para tal fin, condujo a un razonamiento de lo más lógico, plenamente compartido por la abadesa, el director espiritual del monasterio, los padres confesores, auxiliares y administradores, así como las subprioras de la clausura: en tan confuso asunto podía estar entrometida la mano del Demonio, lo que pondría en gran peligro, no sólo a las tres mujeres, sino a toda la comunidad, a la misma Orden e incluso a toda la cristiandad; eso si no se trataba de un aventurado juego hábilmente llevado por las jóvenes. Así que la abadesa hizo que acudiesen a su presencia, apremiándolas para que explicaran sin rodeos la verdad de lo que contaban.
Entre lágrimas, vahídos y desmayos, acabaron por confesar su secreto. Todo empezó cuando una de ellas, sor Magdalena, despertó sobresaltada una noche, atraída por un fuerte resplandor que le llegaba desde el cielo a través de una ventana; era como si con un espejo le reflejaran sobre el rostro una luz, con tal intensidad que la arrancó al sueño. Dado que no había luna, ni tormenta —pensó que el fenómeno pudiera deberse a un relámpago—, acercose a mirar al exterior, para descubrir en el cielo lo que le pareció una gran estrella que se movía en el espacio, balanceándose suavemente, que permaneció así un buen rato, y que de repente desapareció.
Contó el suceso a sor Leocadia, y ésta a sor Inés, y ya las tres, curiosas, se dedicaron cada noche a vigilar por turnos. Durante toda una semana, y apenas anochecía, les llegaban puntualmente aquellas señales luminosas, que desaparecían poco antes de maitines. Luego, de súbito, la extraña señal dejó de verse durante todo un mes, y ya no pudieron descubrirla por ningún rincón del firmamento.
Cuando, bastante decepcionadas, pensaron que el fenómeno había concluido, la primera noche de luna nueva fue sor Leocadia quien, por puro azar, tuvo la dicha de descubrir la misteriosa aparición, que aquella vez fue desplazándose, lenta, muy lentamente, hasta situarse sobre el monasterio; descendió luego despacio, su poderosa fuente de luz convertida en apenas un resplandor, para ir a situarse sobre una especie de gruta construida a un extremo del recinto, entre unos sauces que crecían en el rebase de la cisterna que daba agua a la comunidad. Allí se veneraba la figura en mármol de una doncella que se consideraba fuese la imagen de santa Domitila, por más que, hacía ya años, un padre franciscano que por necesidad hubo de hospedarse en la casa, afirmó que se trataba de una de aquellas falsas deidades del panteón romano. Opinión que fue unánimemente rechazada por las religiosas, por venir de quien procedía.
Sin dudar ya de que se trataba de un mensaje del Cielo, las tres jóvenes burlaron hábilmente la vigilancia de la hermana celadora y salieron de la casa para encaminarse al oratorio, donde se arrodillaron entonando jaculatorias, los ojos clavados en aquel objeto que se adivinaba por encima de la luz...; y que parecía descender...; muy lentamente, casi como si estuviese inmóvil en el espacio. Luchando cada una contra su propio miedo, atraídas por la curiosidad y más que nada, ciertas de que lodo aquello no podía ser más que un mensaje de la divinidad, continuaron de hinojos, sin otro amparo que el fervor de sus oraciones. Hasta que transcurrido un tiempo que les pareció infinito descubrieron, mudas de asombro, cómo a poca distancia de donde se hallaban, en total silencio, acababa de posarse un carro de fuego, que ciertamente no sería como aquél en que fuera arrebatado el profeta Elías.
Pero su estupor, su espanto, llegaron al paroxismo hasta dejarlas sin aliento, a punto del desmayo, cuando del carro, por algún lugar que no acertaron a descubrir, descendió un ángel que se acercó y empezó a hablarles en una lengua que sin duda sería la que se usa en el Cielo, o tal vez la del Paraíso, que ninguna supo interpretar. El divino mensajero, ante la incomprensión, se limitó a contemplarlas detenidamente; luego hizo un gesto, que sería de despedida, y a continuación volvió al carro, el cual en un instante desapareció en la noche.
Portento de tal magnitud las dejó como si todo hubiera sido un sueño, pero temiendo haber sido víctimas de alguna maniobra de las fuerzas del Mal, decidieron no referir su aventura a nadie.
Cuál no sería su sorpresa, su alegría, cuando a la semana siguiente el carro de fuego volvió a aparecer, volvió a dirigirse al oratorio de la santa y volvió a posarse en tierra. Y allá que como sombras fueron las muchachas, encontrando la sorpresa de que ahora no fue un solo ángel, sino tres, los que acudieron al encuentro. Y además, hablaban y respondían lo mismo en romance como en el lombardo que hablaba sor Inés; sor Margarita contó que le pareció como que se ayudaban de una especie de diadema que llevaban sobre la frente, como un adorno.
A las preguntas de aquellas sesiones de interrogatorios, largas, intensas, reiterativas sobre un mismo tema y a la vez mil y mil veces cambiantes, puestas las mentes de quienes las formulaban en el escalofrío de estar oyendo, efectivamente, como si les llegara un discurso de las potencias celestiales por mediación de aquellas cándidas intérpretes, sus respuestas: «Pues no, no tienen alas, como san Miguel, como san Rafael, como los otros ángeles y arcángeles que sabemos. Son como hombres». «Ninguno dijo que era el profeta Elías, que temblábamos al hacer la pregunta. Y hasta pareció que se reían por ello». «Y también, que pese al anuncio del profeta Malaquías, Elías no ha de volver. O al menos, así lo entendimos, aunque nos pareció otra vez como que reían al contarlo»... Esta última respuesta y la zozobra de las hermanas estaba más que justificada, sabido que el regreso del profeta Elías a la tierra, según anuncia la Biblia, precederá «al día grande y terrible en que el Señor vendrá a juzgar al mundo», lo que las tenía llenas de preocupado pavor, De manera que cada noche repetían la escapada, y cada noche, sin falta, tenían su amistosa conversación con aquellos enviados celestiales, a quienes describían como hombres altos, de rostro inteligente que acentuaba la belleza de sus divinas facciones; aunque la voz les parecía un tanto ronca, acompañaban su diálogo con modales y gestos tan suaves y agradables, que apenas se reunían con ellos, las tres se sentían totalmente cautivadas de su amistosa presencia.
En las repetidas y exhaustivas sesiones a que fueron sometidas, obligadas a abandonar en cierto modo aquel estado de ánimo —como si flotasen—, para hacerlas reflexionar sobre sus angelicales entrevistas, ellas mismas se sorprendían al constatar que eran los visitantes quienes se aparecían con más deseos de saber, cuando por pura lógica tendrían que conocerlo todo; preguntas, a muchas de las cuales las simples jóvenes no tenían respuesta. Por ejemplo, al principio parecieron muy curiosos por saber quién era el señor con más poder que conocían, y ellas respondieron, devotamente, que era Dios, y luego, como su digno representante, el papa; se interesaron también por cosas tan extrañas como si el hombre era capaz de volar, y también si podía entenderse con los animales —con los caballos, y las aves, y los gatos—, lo que no supieron si atribuir a un especial sentido del humor de estos seres, o a que ellas no comprendieran la pregunta; asimismo revelaron que los hombres, la humanidad, poblaban la tierra desde hacía un tiempo incalculable, y que, además, repartidos por el cielo había muchos más... Sin duda, razonaron, se referían a la existencia de los descendientes de otros Adanes y otras Evas, quizá repartidos por Dios entre las infinitas estrellas del universo...
Y en cuanto a las esperadas, asombrosas revelaciones que más acuciaban, e inquietaban, y mantenían en vilo tanto a la abadesa y sus consejeras como a los padres demandantes, las respuestas de las muchachas les creaban una cierta perplejidad, sobre cuyo análisis pasaban luego horas tratando de interpretarlas. «No, no nos han hablado ni de Jesucristo, ni de su Santísima Madre, ni de los santos, ni de nada que se refiera a la Gloria de los bienaventurados... Tal vez sea porque esta materia no ha de hablarse con simples mortales»... «Si son o no católicos, eso no nos lo dijeron, pero siempre entendimos que como enviados de Dios, pues lo serán»... «Una noche les llevamos un libro de Salmos y el Canticum canticorum, para que los bendijesen, y no lo hicieron, sino que los tomaron y los devolvieron al día siguiente»...
Y con la asiduidad de tales entrevistas, lo que empezó entre miedos y el santo temor a la omnipotencia divina, seguido de fervorosos coloquios en los que las tres designadas por el Espíritu del Señor parecían beber todos los instantes de tan portentosa relación, desembocó en embriagadoras noches, haciendo deleitosa realidad los cantares salomónicos: «Mi amado metió su mano por el agujero y mis entrañas se conmovieron dentro de mí... Y mis manos gotearon mirra... ». En aquel primer contacto y en cuantos se sucedieron, les pareció que algo de la divinidad las penetraba hasta lo más hondo de su ser, inundándolas de la más suprema voluptuosidad; algo que les embargaba tanto la mente como los sentidos. En esta mezcla del espíritu y la carne vivieron felices y emocionadas, tras descubrir aquel goce de formar sus cuerpos un todo con el cuerpo sagrado de aquellos ángeles bellísimos, en quienes descubrieron, para su sorpresa y divino delirio, que tenían sexo, como ya lo hicieran las mujeres del Génesis, de ahí el entusiasmado arrobamiento de las felices hermanas al recordarlo, las miradas perdidas en un infinito al que nadie más que ellas llegaba. Tal vez aquella especie de éxtasis fuera similar al que vivieron las bíblicas mujeres de los primerísimos tiempos: «Viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomáronse mujeres... Entraron los hijos de Dios a las hijas de los hombres, y les engendraron hijos».
—Sí, madre: estoy encinta. Espero un hijo del Cielo —confirmó la hermana Margarita, enseñando a su auditorio una beatífica sonrisa.
Las otras dos, manifestando en sus rostros toda la decepción y el pesar que les causaba, declararon no haber alcanzado dicha tan suprema.
XXVI
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L
a situación creada con el relato de las tres jóvenes, de confirmarse su veracidad —aunque no fuese dentro de una verdad impoluta, dadas las circunstancias—, y no una mera fantasía, o una alucinación colectiva, o algo más vituperable, podía considerarse como algo singular, un hecho con todos los aspectos de un verdadero y portentoso milagro como jamás se había dado en la ya larga historia de la Iglesia, tan llena de hechos sobrenaturales como lo era la Iglesia misma; porque desde un principio siempre estuvo asistida de la protección, y el amparo, e incluso la presencia real de Jesús, de la Virgen y de tantos santos que estuvieron prestos a guiarla, aconsejarla, defenderla: victoriosas batallas sobre el infiel, inspiración para la recta marcha de la doctrina, apariciones cuando la divinidad aconsejaba levantar obras que dignificaran su propio culto... Pero ahora se trataba de hechos tan por encima de lo imaginable, tan imprevisibles, donde parecían mezclarse lo divino y lo humano, que fuera de la perplejidad causada en quienes los conocían, su interpretación se hacía poco menos que imposible; hacía falta el concienzudo estudio de un avezado glosador de la doctrina para dar una explicación que no se apartara un ápice de los postulados de la fe. Asimismo, se hacía del todo imprescindible obrar con una prudencia y un sigilo tales que impidiesen la propagación de tan insólita historia, cuyas consecuencias, si llegaba a difundirse antes de recibir el inapelable dictamen de la Iglesia, podían ser causa de inimaginables trastornos.
Aunque las tres protagonistas ya fueron separadas del resto de la comunidad una vez confesaron su historia, para impedir que lo ya de por sí extraordinario se convirtiese en fantástica leyenda, luego se tomó la decisión de aislarlas del todo; por lo tanto, y dado que la hospedería en que se alojaban los dos frailes era una bien amplia construcción, tan vasta como para en ocasiones albergar al obispo y los familiares de la diócesis cada vez que se producían sus visitas, o a algún señor de la comarca, protector del monasterio, que en sus apariciones lo hacía con criados y la compañía de algún allegado o amigo, fray Bernardo propuso, y la abadesa acordó, como lugar de retiro para las hermanas, disponerles una habitación en la misma casa.
A continuación se planteó la principal incógnita a resolver, que consistiría en adquirir la absoluta certeza del estado de sor Margarita; de ser cierto su embarazo había que descubrir con clara y total evidencia al o a los causantes de esa preñez, sobre cuyo origen, prudentemente, nadie emitía opiniones. Una vez se llegase al conocimiento real de algo en tan inquietante cuestión que era quizá lo más importante, se procedería del modo que se estimara más adecuado. A este propósito la abadesa informó al exorcista sobre el discreto recado que, hacía ya casi un mes, había enviado con objeto de obtener un dictamen profesional que sacara a todos de dudas, lo que coincidió, una semana más tarde, con la llegada al monasterio de un padre del estudio general dominico de San Eustargio de Milán, practicante de la medicina antes de entrar en religión, para examinar a las tres mujeres, y especialmente a la que se decía embarazada. Después de permanecer casi diez días entregado a su menester, sin más compañía que la de la hermana enfermera del hospital, su informe estuvo tan lleno de vacilaciones y vaguedades, fue tan irresoluto, que lo mismo podía ser cierto que, en efecto, la hermana Margarita se encontraba en estado, como que todo era fruto de una alucinación, propia, decía, de la mente patológica que se daba en ciertas mujeres, capaz de manifestarse con los mismos síntomas de una auténtica preñez. Era lógico que ante las supuestas sobrenaturales causas —que el antiguo galeno había llegado a conocer—, tan fuera de las costumbres humanas, su diagnóstico había de manifestarse lleno de una más que cauta prudencia. Pero lo que sin la menor duda pudo constatar fue que en sor Margarita se había operado la interrupción del menstruo desde hacía tres meses, apreciando la secreción de un líquido lechoso por los senos, más los síntomas naturales de un embarazo, —vómitos, mareos, inapetencia—. Asimismo —y sin la menor vacilación— pudo afirmar que las tres, efectivamente, habían conocido varón.
Fue entonces cuando fray Bernardo decidió intervenir:
—Esto, tal que lo sospechó la madre abadesa, y de ahí el que solicitara mi presencia, no puede ser obra más que de los espíritus maléficos. Las fuerzas del Mal quieren señorear sobre nuestras pobres hermanas, y así habrá que luchar y expulsar de sus cuerpos al maldito de Dios.
Porque el anciano estaba convencido de que en toda esta maraña fabulosa, más que de personajes afines a la divinidad, se trataría de demonios, íncubos lujuriosos seductores de las ingenuas muchachas, de cuyos cuerpos se apoderaron para una vez seducidas arrastrarlas con sus impuras tentaciones a los abismos infernales.
Y con la aquiescencia de la superiora, empezaron los ritos.
Las supuestas posesas, que en su tranquila reclusión dedicaban el tiempo a orar, a la costura o a hilar, bajo el cuidado de una celadora encargada de pasar, en incansable rutina, las cuentas del rosario, no parecían en nada afectadas por la situación. Durante horas manteníanse en el obligado silencio que mandaban las Reglas, posiblemente entregadas a la añoranza de aquellos placenteros amores tan lastimosamente acabados, en los cuales parecía haber tanto del espíritu como de la carne, habría que investigar hacia cuál de los dos se inclinaban más sus sentimientos. Desde su tranquilo retiro fueron conducidas una mañana hasta la capilla de la hospedería, donde las esperaban el experto demonólogo, la abadesa, algunas subprioras y los padres encargados de los diversos servicios eclesiales y administrativos del monasterio. Todos los clérigos —incluido Martín, naturalmente—, revestidos para la ceremonia que se iba a celebrar.
La capilla hacía un cuerpo independiente adosado al edificio, para evitar que hubiese dormitorios sobre su sagrado recinto. Construcción de una sola nave, sus proporciones eran las adecuadas para, si se producían visitas y había obligación de oficiar, cupiesen, al menos, una veintena de asistentes. Apenas cruzado el umbral aparecían las viejas piedras, de un gris que patinaba de moho, y un fresco medio borrado por el tiempo en la pared, junto a la puerta de acceso; sobre ésta, como una especie de techumbre artesonada, el pequeño coro de las religiosas, y al fondo, el altar, separado de la nave por un cancel: todo sumido en una penumbra que las oscilantes luces parecía que incrementaran, más que desvelar, y que incluso se acentuaba con los primeros vislumbres de un día lluvioso que se colaba a través de los altos ventanales pegados al techo. Y el fuerte olor, en el que se mezclaban los de anteriores ceremonias con los propios de un espacio que la mayor parte del año permanecía cerrado; a Martín se le ocurrió por un momento que «oliera a mujer»: una especie de vaho que tenía la fetidez del pecado. Toda esta acumulación de sensaciones producía una impresión extraña, como si los tiempos se hubiesen detenido entre aquellos muros, donde el pisar de la comitiva sobre las húmedas losas resonaba con estrepitoso eco.
Por primera vez se encontró Martín con las causantes de tanta conmoción, advirtiendo que, aunque cubrían los rostros con el velo, se las adivinaba muy jóvenes. En contra de lo que había temido —porque la seguridad con que se había expresado fray Bernardo en cuanto a la posesión demoníaca de las muchachas parecía no dar lugar a dudas—, no manifestaron rebeldía alguna cuando vinieron a ocupar el lugar que se les designó, y durante la misa su comportamiento fue de tanta unción que resultaba de lo más edificante para cuantos estaban presentes.
Concluido el oficio, fray Bernardo las hizo acercarse hasta la pila bautismal, y allí, con un hisopo, las roció abundantemente mientras declamaba la fórmula de ritual:
—Exerciso te, immundissime spiritus, omnis incursio adversarii, omne phantasma, omnis legio, in nomine Domini Nostri Jesus Christi, erradicare et effugare ab hoc plasmate Dei.30
Pasaron luego al primer coro, donde continuaron las aspersiones al tiempo que se recitaban letanías y otras deprecaciones, y después de recorrer en procesión la nave se detuvieron en el coro ante el altar, donde el anciano hizo la imposición de manos, sin interrumpir los rezos, respondidos desde el otro lado por los demás presbíteros. Martín le ayudó con el pesado volumen de las Escrituras que usaba la religión dominica —el que revisara Hugo de Saint-Cher, que era el oficial de toda la Iglesia—; colocado sobre la cabeza de cada una de las protagonistas en tanto seguían las fórmulas y oraciones, se vio que éstas aceptaban todo sin hacer el menor gesto de repugnancia, por lo que el fraile se creyó obligado a explicar:
—Temo que si el Libro de Dios no roza directamente la frente de estas hermanas, su efecto se haga más difícil sobre el poder de quienes las dominan.
Accedió la abadesa y las jóvenes, obedientemente, se despojaron de sus velos. Era la primera vez que Martín contemplaba el rostro de alguna de aquellas mujeres. Tal como ya pensara, eran muchachas que apenas rozarían los veinte años, muy bellas, quizá por su juventud, que dulcificaba la tosquedad de sus rasgos campesinos —todo esto le vino al pensamiento en disparado torrente, sin querer—, que con mirada dulce y como resignadas se dejaron restregar incontables veces el Libro Sagrado sobre la cabeza, entre humaredas de incienso, plegarias e invocaciones, sin que para nada mudasen su actitud, lo que pareció causar una cierta perplejidad en el exorcista, mezclada con algo parecido a la frustración y el desencanto. Mas no por ello abandonó su trabajo, entregado a los ritos que a la hora sexta —mediodía—, se interrumpieron para la comida.
Más tarde, una vez salidos del templo, donde el anciano estuvo rezando con su acompañante las oraciones de nona, sin que mediase previa introducción empezó fray Bernardo por vez primera a hacer partícipe al joven de su opinión sobre cuanto estaba sucediendo; porque hasta entonces y desde que emprendieron viaje, fiel a las Reglas o haciendo gala de la introversión que le caracterizaba, nada afectuoso, más bien arisco, y aparte de alguna necesaria observación, en ningún momento había dirigido la palabra a su compañero; menos aún se refirió a la misión encomendada.
Ahora, en tanto Martín le escuchaba respetuosamente, se dedicó a conjeturar, casi como si soliloquiase, respecto a lo que todavía no se podía calificar como algo concreto, sino de mil maneras, todas especulativas, todas plausibles: burla de las jóvenes, autosugestión, burda y simple fornicación con cualquier campesino, alucinación por alguna causa desconocida... O un milagro. Un milagro de tal trascendencia, tan portentoso, tan magnífico, como jamás sucediera desde que Jesús abandonó la Tierra para ir a sentarse junto al Padre. Aquello cobraba infinitamente más importancia que cuantas veces el Mal'ak Yahvé —el Ángel del Señor—, según refiere la Biblia, amparó al pueblo de Israel, que siempre actuó de manera invisible; más valor que cuando Jehová y sus ángeles conversaron con Abraham para predecirle que a sus cien años «su semilla le haría padre de muchedumbre de gentes». Si la aparición del arcángel Gabriel a María anunciándole el portentoso misterio de la encarnación en su seno del Hijo de Dios tenía tanta trascendencia para los creyentes, lo sucedido en Santa Domitila pasaba de lo imaginable; de confirmarse su veracidad, sería como volver al principio de los tiempos bíblicos. ¿Qué iba a suceder cuando la hermana Margarita, si se cumplían lo que son las inmutables leyes de la naturaleza humana, diese a luz el fruto de lo que había sido, según el relato de las tres mujeres, un asiduo copular con los emisarios del Cielo? ¿Acudiría entonces alguna autorizada presencia enviada por la divinidad para explicar este nuevo misterio?
Y, por último, cabía otra posibilidad; la más angustiosa, la que parecía atemorizar al buen fraile, por una parte, pero también como si la desease, como si al confirmarse, su función le diera el más absoluto protagonismo, y era el que todo no fuese sino una maniobra de los poderes infernales. Hipótesis todavía lejana, porque hasta el momento ninguna de las supuestamente poseídas había presentado los síntomas de cuantas infelices criaturas albergaron alguna vez dentro de su carne mortal a los espíritus de las tinieblas, pues de sus labios no salían blasfemias ni obscenidades, su comportamiento cristiano seguía siendo, ahora, quizá más fervoroso que antes, y con toda unción, cada mañana oían misa y recibían a Jesús. Pero ¿cómo llegar a una explicación fidedigna que más o menos tarde habría que comunicar a la Orden, a Roma y a toda la cristiandad?
—Entonces, padre Bernardo, ¿crees que todo sea obra del Demonio, aunque sin dar señales?
—¿Y quién te dice que no sea mismamente Nuestro Señor quien lo manda, aunque no seamos capaces de interpretar sus fines?
Y le recordó que todas las acciones que Satanás ejecuta no son sino con permiso de Dios, tal que acaeciera con Job cuando puso a prueba su fidelidad. ¿Por qué no iba a consentir que las hermanas, aunque ganadas por el pecado, pudieran manifestarse con la misma piedad externa que antes de ser tomadas por el Maléfico? E incluso se atrevió a hacer una referencia al Libro de Henok, tan discutido por la Iglesia, que narra de los primeros tiempos del Génesis y de aquellos ángeles lascivos y rebeldes que se unieron a las hijas de los hombres y a los que Dios entonces convirtió en demonios, relegándolos a los profundos Infiernos. ¿Acaso no se encontraban ante parecida situación? Si el Señor castigó a aquellos ángeles indóciles, con Lucifer a la cabeza —que algunos Padres afirmaban que era un arcángel— precisamente por el pecado de lujuria, el mismo que parecía que hubiesen contagiado estos misteriosos fornicadores a las inocentes monjas, ¿acaso no estaban ante una situación de similares características? Por ello insistía en la necesidad de invocar los poderes de la divinidad para vencer al Mal.
—Pero un demonio, aunque posea a una doncella, no puede arrebatarle la virginidad, padre Bernardo. Y las hermanas, según sabemos, desgraciadamente la han perdido, sea por causa humana o de otra naturaleza...
—¡Ah! Se valen de mil tretas, como ya determinaron tantos de nuestros sabios doctores, y nuestros santos, con sus experiencias, y todo lo que han aprobado nuestros teólogos. Sabes que san Agustín, y lo mismo Tomás de Aquino, y muchos otros, preocupados por todo el peligro que suponen estos engendros malditos de Dios, nos dejaron escrito que...
Aparentando la misma respetuosa atención del principio, el pensamiento de Martín se había trasladado con sus recuerdos a otro lugar, a aquellos días postreros de su estancia en Sicilia, cuando ya se adivinaba que fray Bertrán no tardaría en sufrir las consecuencias de haber caído en desgracia ante el papa. Escuchaba al impetuoso Antonio, como siempre, hablar sobre la inacabable profusión de cuestiones que éste interpretaba, enmendaba y contradecía a su modo —materias todas sancionadas por la religión—, aun a sabiendas de que incurría en anatema. Aquella vez fue porque, a su entender, iba contra la inteligencia que Dios puso en el hombre el aceptar como irrefutables las cogitaciones de tanto erudito que al referirse a cuestión tan complicada como las oscuras razones del Omnipotente para permitir la existencia de esos execrables enemigos, los demonios, opinaban y dogmatizaban casi alegremente, sin el más ligero apoyo de lo que se aparecía del todo indemostrable. «Nuestra fe, tan cargada de supersticiones, disfrazó los mitos paganos de Roma, que ya traía los de Babilonia y Egipto, los mezcló a la herencia que ya teníamos de los judíos, lavó algunas leyendas presentándolas con otra cara, y así la cristiandad vive hundida en un desconocimiento absoluto de en qué cree, ignorante de nada que no sea afirmar, ciegamente, "Yo creo". Y no sabe en qué. Pero como en cualquier época nunca dejó de ser peligroso el hacer preguntas sobre cuestiones que son pedestal de muchos, y no hay respuesta real y veraz que satisfaga al que se inquieta, seguimos dentro del mismo mundo pagano y sensual, bajo una capa de artificialidad adornada con el miedo a lo desconocido. Difícil pretensión es querer explicar lo irracional, y sin embargo nuestros santos, nuestros comentadores, nuestros doctores, se han atrevido desde siempre a interpretar a Dios mediante lo que llamamos Revelación; todo, valiéndose de leyendas convenientemente traducidas y el agregado de esos sus sofismas hueros, sin ninguna razón para ser aceptados, porque «testimonian» con la necia firmeza de quien no ha podido ser testigo absolutamente de nada... ¿Cómo supo san Agustín que un tierno niño que muera sin bautizar ha de sufrir las mismas penas, los mismos tormentos que un adulto condenado?... ¿Y qué decir en cuanto a la Revelación, que por más que he intentado aclarar razonadamente cada uno de sus capítulos no acierto a comprender a ninguno de sus comentadores: ni a los reverenciados nombres de nuestra Patrística, ni a Agustín, ni a Tomás? ¡Ah, pero qué poco cuesta discurrir rectamente y no perderse en vaguedades sin sentido! Aunque hay gente que gusta de sembrar la confusión, que cuanto más inverosímil sea la fábula, más fácilmente penetrará en la cabeza del que está esperando para aceptarla... De modo que creen firmemente, convencidamente, en esas terribles descripciones que se nos han dado del Purgatorio, del Infierno, y siguen, y aún seguirán apareciendo nuevas historias de quienes están empeñados en contarnos sus alucinaciones... Como si lo hubiesen visto todo». Y él, como siempre: «Me apena oírte hablar así, padre». Y Antonio: «¿Acaso me ves como un ser vacío y sin esperanzas? Te equivocas. Hay mucho mal contra el que combatir, y lo que ves en mí no es sino que repugno acomodarme, como tantos, a lo que divulga cualquier iluminado, sin detenerme a reflexionar. Si Dios nos puso en el mundo fue para obrar con justicia, pero no por eso hemos de recibir recompensas ni castigos. Ésa fue la creencia de los judíos hasta la llegada del Mesías, con el cual cambió todo el error. Pues, ¿sabes? De veras os envidio a tantos crédulos y confiados, felices al vivir en la esperanza de una eternidad fantástica de la que jamás habló nadie sino con misterios y oscuridades. Mientras estemos en el mundo, eso es ya como un asomo de felicidad, del cual, por suerte, no despertaréis para daros cuenta de su frustrante irrealidad»... Conversaciones del mismo tenor que Martín venía considerando como la más clara evidencia, no ya de unas posturas heréticas, sino de un peligroso ateísmo.
Pero fray Bernardo, imperturbable, pese a que sus exorcismos no parecían avanzar ni un ápice para demostrar la certeza de sus conjeturas, continuaba su misión. Cada mañana, ya sin más compañía que la de Martín y alguna hermana celadora que acompañaba a las implicadas, se dedicaba a sus ritos:
—Adjuro te, serpens antique, per Judicen vivorum et mortuorum, per factorem tuum, per factorem mundi, per eum qui habet potestaten mittendi te in gehenna ut ab hoc famulo Dei, quid ad sinum Eclecsiae recurrit, cum metu et exercitu furoris tui festinus discadas...31
Parecía inasequible al derrotismo, y cuando prudentes y hábiles interrogatorios entre las familias de trabajadores del monasterio —una mujer, dos muchachos, dos hombres— confirmaron haber visto alguna noche las misteriosas «estrellas danzantes», pareció que su decisión se hacía más sólida:
—No me cabe duda, padre Martín: son los demonios. Pero con la ayuda de Dios, yo he de desenmascarar a esos odiosos íncubos que apresaron las almas de nuestras hermanas.
Agregó luego algo que el joven oyó con cierta inquietud no exenta de curiosidad. Porque durante largo rato estuvo exponiéndole sobre la necesidad, para llegar a una total entrega a la divinidad y estar en verdadera unión mística con Dios, de dedicarse a una continua meditación, a la oración, a reflexionar sobre los misterios; pero esto habría de ir acompañado de una incesante mortificación del cuerpo, del modo que fuese, para así alejar todo cuanto suponen deseos y pasiones que puedan apartar del pensamiento puesto en el Señor.
—El hombre, a su pesar, se llena de actos que conducen al pecado, como la gula y la molicie; y de perversiones con las que el Demonio trata de apartarlo de su obligada dedicación a Dios. Si el cuerpo es débil, vencerán las potencias de las tinieblas, y ya su alma deja de pertenecerle: pertenece al Infierno, que será su destino final. Si el hombre es capaz de no rendirse, castigará su cuerpo hasta quedar exánime; dolido en lo que es materia, reconfortado en su espíritu... Vengo pensando en que sería de buen resultado flagelar a los demonios que tienen aprisionadas a nuestras hermanas, pues si ciertamente estas criaturas se mantienen fieles a la Verdad Divina con el pensamiento, también es cierto que con sus cuerpos pecaron, y si fue o no con ángeles, aceptaron entregarse a extraños cuando ya eran esposas de Cristo.
Poniendo en práctica su decisión, que estaba por completo dentro de la ortodoxia del ritual, a la mañana siguiente el padre Bernardo recibió a las muchachas como cada día e inició las exhortaciones, rezos y aspersiones de costumbre, pero, rompiendo con lo que hasta entonces había considerado lenidad en el trato con los presuntos demonios, ahora hizo aparecer unas disciplinas de cuero rematadas por bolas de hierro, que esgrimió decididamente, y sin dejar de recitar conjuros fue azotando —sin ninguna violencia, ciertamente, bien por falta de energías, bien por su voluntad— a las tres arrodilladas monjas, las cuales, a poco, dejaron ver los ojos bañados en lágrimas, seguramente más por la humillación y por el terror a que fuera cierto lo de su posesión, y no por el dolor que sintieran en sus carnes. Todo lo cual causó en Martín una impresión de lo más profunda, porque siempre tuvo un corazón sensible a cuanto suponía violencia e injusticia y ahora, en su fuero interno, pensaba que concurrían ambos sentimientos; en contra a la pasividad con que las dos legas acompañantes presenciaban la escena, en cuyos ojos creyó leer algo que escondía oscuro placer y hasta profunda satisfacción morbosa, casi lúbrica.
A la mañana siguiente el anciano tuvo que interrumpir su ajetreada dedicación con el hisopo, la flagelación y los interrogatorios, aquejado de fuertes dolores en pecho y espaldas que apenas le dejaban permanecer en pie, lo que permitió a las tres religiosas un descanso en la continua inquisición a que se veían sometidas.
Pero al otro día fray Bernardo amaneció aún peor, preso de dolores tan agudos que se vio imposibilitado de levantarse. El cuerpo todo le ardía por la fiebre, y cuando Martín se detuvo a su lado, procurándole ánimo, le tomó una mano, aprisionándola nervioso:
—Padre Martín, ya ves cuánta razón había en mis presentimientos y temores, que ciertamente los demonios se alzaron en mi contra al sentirse azotados en los cuerpos de esas desgraciadas mujeres. Confieso, si no estuviera cierto de la bondad del Señor, el miedo que me produce saberme acechado por el Infierno. Reza por mí y por mi alma, te lo ruego.
Sintió Martín compasión de su aspecto, viéndole todo tembloroso y lleno de temor, la mirada desencajada, aunque todavía fue capaz de retenerlo, sin deshacer el apretón, insistiendo en sus recomendaciones, previniéndole contra el poder de aquellos astutos servidores de Satanás, y citando de memoria, como si recitara, todo cuanto la Iglesia, por boca de sus más respetados teólogos, tenía expuesto sobre tan ardua cuestión; hasta pareció que este ejercicio le calmara aprensiones y dolores.
Cuando por la tarde fue a hacer una nueva visita al enfermo y apreció el nulo cambio operado en su estado, pareció que el anciano hubiese hecho ahorro de fuerzas, aguardando hasta tenerle a su lado para repetirle las mismas o cuantas nuevas observaciones se le ocurrían. Finalmente hizo una última recomendación, y hasta la expresión de su rostro se mostró como invadida de algo que Martín no supo bien interpretar:
—¿Harás lo que dice san Agustín en su De Spiritu et Anima? Cuenta que esos tan terribles enemigos son como animales del aire, muy astutos y difíciles de sorprender, y que hay que ir, cuando están cerca, con gran cuidado, porque, además, no pueden ser muertos sino cuando están dormidos... —Acentuó la extraña expresión de su arrugado rostro—. Aunque nuestro santo Domingo fue el primero y más grande azote contra la herejía, recuerda cómo san Agustín dejó en su Liber de Fide ad Petrum Diaconum, que sin duda las almas de los judíos y las de los herejes habrán de sufrir el fuego eterno, en lo que estoy perfectamente de acuerdo... Pero también te confieso que yo siempre he estado con la idea de un gran pensador de nuestra Orden al que conocí en Franconia, fray Guillermo de Würzburg, quien siempre aconsejaba como la mejor medicina arrojar a esos perros al fuego en su pecadora carne mortal, para que así paguen anticipadamente con sus malditos cuerpos, aquí, en la Tierra, a vista de las buenas almas, exactamente como disponen, cuando es posible, los jueces del Santo Tribunal... Por eso quiero hacerte mi más encarecida recomendación, padre Martín: no te confíes en ningún momento, mantente siempre en guardia, protégete de lágrimas y bellas palabras, porque has de recordar de cuántos disfraces se sirve el Maligno para engañar a los incautos. Tampoco deberás olvidar que son reos de ejemplar castigo todos aquellos que ofenden a Nuestro Señor, y es por ello que me aferro a la idea de que lo sea en este caso, el prestarse a copular con demonios. He, pues, de insistirte: para desagraviar a Dios no cabe más que un único modo, y es purificar los cuerpos del pecado del modo que te digo. ¡No lo olvides en ningún momento, padre Martín! No olvides que tú mismo estás ahora en peligro de caer en manos del enemigo más despiadado que pueda existir en la Creación.
XXVII
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A
l principio se sintió desorientado. Había aceptado la costumbre de acompañar a fray Bernardo en su diario quehacer junto a las supuestas posesas, a verlo y ayudarle en aquel arduo bregar entre conjuros y deprecaciones, y ahora pensaba que al caer en una prolongada inactividad sería como estar en pecado, porque faltaría a las Reglas de la religión a la que se había entregado: predicación, docencia, estudio. Tampoco había llegado a compenetrarse mucho —nada— con los padres encargados de la administración, o los que tenían a su cargo los obligados piadosos deberes para con la comunidad, encomendados a los frailes que residían extramuros de la clausura, muchos bien rebasado ya el medio siglo, disfrutando aquella especie de sinecura, recompensa a posibles sacrificios por la religión y la Orden en sus mejores años, cuya existencia se había amoldado a una manera de vivir sin inquietudes ni afanes, monótona, uniforme, tan distinta a los postulados de los dominicos, que tenían señalados de siempre, como una constante, incluso antes que la misma contemplación, la actividad y el estudio. Martín consideraba a estos hombres unos adocenados, unos rutinarios de mentalidad parecida a la de tanto párroco del clero secular, curas de misa y olla, e incluso se le ocurrió que más de uno, no motivado por nada que pudiera entenderse como sexualidad, se creería un poco gallo en aquel gallinero donde languidecían más de cien mujeres. Podía comprender sus recelos ante la presencia extraña, aun siendo accidental, primero hacia el anciano, y de rechazo, por lógica, a su acompañante. Circunstancias que le hacían sentirse solitario y ocioso en un lugar que por momentos encontraba más raro y casi hostil, aparte ya de la sensación que le causaba su aislamiento en aquel agreste paisaje de montañas. Por eso no dejó de sorprenderle saber de la frecuencia con que gente de distintas procedencias, llegado el buen tiempo, desviaba su ruta para detenerse en Santa Domitila: cortejos eclesiásticos, nobles y señores camino de Roma y peregrinos que visitaban santuarios, en cuyo recorrido no podían faltar las oraciones ante las reliquias de la santa que daba nombre a la casa: sus manos con los estigmas —según el documento que lo atestiguaba—, conservadas en hermético estuche de oro guarnecido de piedras, obsequio de la veneración de los fieles. Esto prestaba al lugar, pese a su lejanía y apartamiento, una frecuencia de viajeros que cuando se trataba de gente de pro —Martín pudo ser testigo de dos de éstas: una peregrinación de caballeros templarios camino de postrarse a los pies del Santo Padre, y la visita del obispo de Ravena, aunque no acudiese al encuentro de ninguna—, se organizaba un verdadero revuelo, con todo un ceremonial que podía prolongarse hasta dos y tres días.
En esta perplejidad inactiva le agradó que uno de los frailes de la administración del convento, más joven y más sociable que los otros, se inclinase a su compañía, al descubrir que ambos participaban de idéntica afición por el ajedrez. Se trataba del padre ecónomo encargado de administrar la explotación de los bosques, actividad que al parecer le permitía disponer de enormes lagunas de tiempo ocioso, ya que contaba con la colaboración de dos hermanos legos que realmente hacían su trabajo. De modo que, obviando las Reglas y las reiteradas prohibiciones de la Iglesia a sus servidores en contra de esta dedicación pecaminosa, ambos se vieron clandestinamente envueltos en el frenesí de algo que les apasionaba, enfrentados ante un bello tablero que tenía heredado —preciosa reliquia— el adversario de Martín. Empezó ahora a hacérsele a éste más llevadero aquel exilio, sobre todo cuando escuchaba la diversidad de asuntos que acudían a la mente de su contrario, el cual, aunque el ajedrez no sea juego que requiera de mucha conversación —muy al contrario—, no vacilaba en saltarse prohibiciones, y entre cada movimiento daba rienda a lo que era una lógica y humana necesidad de charla, que en él se convertía en sabrosa y hasta interesante verborrea. Aparte de conservar una variada colección de anécdotas que recordaba de sus años de predicación, lo que más atrajo al joven fraile fue descubrirle el amplio conocimiento que tenía sobre la vida de todo lo que se movía en Santa Domitila. Y lo contaba sin matizar ni opinar, descuidadamente, alegremente, como el que narra una serie de historias sin más consecuencias.
Sin duda el alfa y omega del convento lo constituía la superiora, mujer de recio carácter, pese a no contar aún muchos años, de claro juicio, piadosa, heredera de aquel vasto territorio ganado por sus antecesoras, donde ejercía suprema autoridad. Las contribuciones de la comarca sometida a su potestad absoluta habían hecho de la casa una de las más ricas del país, pese a estar enclavada en una zona de escasa población; pero extensas tierras de sembradura y abundante ganado, bosques y continuas donaciones, hacían del monasterio uno de los más opulentos y envidiados, a más de poderoso.
Oyendo a su interlocutor contarle, deshilvanadamente, pormenores más o menos intrascendentes sobre aquella soberanía que gobernaba la comunidad, Martín vino en saber que la madre Consolación de la Santísima Virgen había llegado al convento hacía ya como tres años, ganándose de inmediato la reverencia de la comunidad; esto, unido a las instrucciones venidas de la superioridad, la elevaron bien pronto al rango de abadesa, y en verdad que sus cualidades, su modo de conducir aquel complejo, y sobre todo su inteligencia —«algo poco frecuente en una mujer», en opinión del padre Gregorio—, la hacían objeto de merecido acatamiento y un profundo respeto.
De tales charlas se informó de que la dama en cuestión no era italiana, sino que, nacida en el ducado de Estiria en tiempos del rey Ottokar de Bohemia, a poco su padre pasó al servicio de Rodolfo, que luego sería emperador del Sacro Imperio, por lo que su educación transcurrió en la corte del fundador de la dinastía de los Habsburgo. Muy joven fue dada en matrimonio a un miembro de la poderosa familia Visconti, el conde Lucchino, sobrino del arzobispo Otón de Visconti, señor de Milán; mas apenas pudo saber que tenía un esposo, porque éste, arrebatado por la sangrienta guerra que su tío venía manteniendo en defensa de su autoridad, contestada por los papistas güelfos y apoyada por los imperiales gibelinos, cayó en uno de los continuos enfrentamientos que durante tantos años asolaron la Lombardía. Casi una adolescente y ya enviudada, el arzobispo resolvió otorgarle nuevo esposo en la persona de otro pariente, el conde Galeazzo Visconti, que casi la triplicaba en edad y no sentía más ilusión por los días en que se concertó el matrimonio que la de marchar a Tierra Santa para defenderla de las acometidas sarracenas. Allí partió ciertamente el esforzado paladín, y ya durante un tiempo que se hizo eterno la abandonada muchacha no supo qué se hizo del marido: hasta que el arzobispo la informó, ocho años más tarde, de cómo nuevamente era viuda, muerto el caballero en una de las acostumbradas ofensivas de los musulmanes contra el bastión de los cruzados, San Juan de Acre. Y ahora su pariente decidió que la pérdida de dos esposos no podía significar, con toda evidencia, sino que la voluntad del Cielo llamaba a la joven para dedicar su vida a la Iglesia: de modo que no encontró vía más apropiada para el futuro de la muchacha que invitarla a entrar en religión.
—Nuestra abadesa es mujer de gran cultura, por lo que oí, y además sé que en el palacio guarda una abundante colección de libros que trajo de su casa en Milán, muchos en lenguas extranjeras, dicen: que jamás pasó alguno por mis manos. Aunque no sé si ella leerá algo, con tanto gobierno de esta casa, pese a la ayuda de las subprioras y la de los padres que cuidamos todo, que apenas si le dejarán tiempo para acudir al coro. Pero una mujer tampoco ha de estar muy versada en teologías, digo yo... Yo, desde luego, jamás puse los pies en el palacio abacial, que aquello es clausura y a todo varón está prohibido el acceso, que, como sabes, hacerlo acarrearía graves sanciones... Esto, salvo alguna ocasión muy especial, cuando sor Consolación dispone de recibir en el salón del trono a algún cardenal, o al arzobispo... O como el día en que fuiste con el padre Bernardo a vuestra presentación... ¿Y cómo está el padre Bernardo, padre Martín?
A veces hacía referencia a lo que, posiblemente, formaba parte de algún que otro cauteloso comentario en el seno de los frailes de la comunidad, referido a aquella biblioteca privada que la abadesa hiciera trasladar cuando estableció su dominio sobre Santa Domitila, contándole que por alguna reservadísima confidencia supo que allí se guardaban obras incluso de los antiguos filósofos paganos de Grecia y Roma, junto a gran número de otras procedentes de un arruinado monasterio germano, todas heredadas de su familia por la madre Consolación. En cuanto a la primitiva biblioteca benedictina, confirmó lo que Martín ya sabía, y era que cuando los Predicadores vinieron a ocupar aquellas instalaciones que fueron de los hermanos de San Benito, éstos, extrañamente, no retiraron nunca aquella buena colección de legajos y folios que se guardaban en el monasterio, a cargo —esto, confidencialmente— de una monja bibliotecaria de poco seso.
—Santa Domitila posee muchas y buenas obras, y yo a veces pido a la hermana que está a su cuido alguna lectura para mi recreo: los Santos Padres, Comentarios... Pero en la propia de la abadesa tengo entendido que hay cosas de gran altura, e incluso escritos, algunos, que parece sustentan especies contrarias a la fe... Ya sabes: de ésos a los que no puede un cristiano ni acercarse... Aunque dudo de que sea cierto. Obras, todas, aun siendo propiedad de sor Consolación, que forman ya el tesoro de esta casa, y abundan no sólo en latín o en griego, sino también en lenguas romances.
Informaciones que despertaban en el joven el prurito de poder curiosear entre aquel caudal bibliomántico, espoleando su interés por conocer el pensamiento de tantos hombres que pasaron sus vidas reflexionando sobre cuanto atormenta a la doliente humanidad; esto incentivaba su continuo deseo de ampliar conocimientos, no ya sólo en materia de fe, sino en los infinitos arcanos de la ciencia, cuyo camino no podía ser otro que la lectura. Que siempre recordaba las palabras del maestrescuela de Elna, clavadas, como uno más, entre sus recuerdos infantiles: «A partir del momento en que aprendáis a leer, ya nunca más podréis dejar de hacerlo, porque la lectura os despertará el apetito del saber, y el saber no tiene límites, que linda con la Suprema Sabiduría, inalcanzable para el hombre, ya que ésta sólo reside en Dios». Sí sentía un cierto recelo por la advertencia del padre Gregorio sobre la posibilidad de que, entre muchas nobles ideas encerradas en aquellos imaginados anaqueles, se agazaparan otras sembradoras de incertidumbres, lo que a su pesar lo incitaba con una curiosidad que sabía estaba en lo prohibido.
Cada mañana y al atardecer pasaba como un par de horas a la cabecera del enfermo, al que atendía un físico —más bien curandero— con sangrías, tisanas y pócimas que no conseguían eliminar las fiebres y la postración del anciano. Tampoco había podido acertar un diagnóstico sobre las causas de su enfermedad, o al menos se resistía a revelarlo, y así se había creado una situación algo inquietante.
Una de esas veces fray Bernardo, mirándole con fijeza, casi implorando, le rogó que no dejase interrumpir por más tiempo el tratamiento de exorcismos a las hermanas supuestamente endemoniadas; no se atrevería a pedirlo a ninguno de los otros frailes que vivían en el monasterio, pero Martín —entendía—, sí estaba obligado a no dejar que se perdieran en poder del Demonio las almas de aquellas mujeres.
—Padre, no sé cómo obrar, que nunca hice exorcismos.
Le respondió, sorprendentemente irritado, pese a su postración:
—Pero recibiste el orden, y lo aceptaste. A más, has visto ya muchas veces el modo en que procedo. Debes, pues, reunir a esas desgraciadas, y entiendo como medida más eficaz para luchar con el Enemigo, usar la disciplina. No olvides que el Diablo huye a los latigazos —le habló con súbita dureza, sobreponiéndose al abatimiento en que lo mantenía la fiebre.
Martín abrigaba sus dudas sobre el juicio emitido por el anciano respecto a la posesión de las jóvenes. Sabía además que en muchas ocasiones la insistencia de los exorcistas sobre los supuestos posesos, en lugar de remediar la situación, la empeoraba, llegando a enmarañar la mente de tal modo que lo que podía ser simple obnubilación temporal de los sentidos se convertía en verdadera confusión, donde el presunto endemoniado creía ser, realmente, elegido protagonista de la atención diabólica.
Pero, obediente a lo encomendado, a la mañana siguiente pidió que se le reuniesen las jóvenes, quienes acudieron puntuales a la capilla. Una vez revestido salió a la lobreguez de la nave, y mientras decía la misa, de repente se sintió lleno de fe, de confianza, esperanzado en la Providencia divina, cierto de que el Señor iba a escucharle «a él» y se operaría el milagro de ver que los demonios abandonaban furiosos los cuerpos de las hermanas para volver a los Infiernos; y al venirle esta idea sentía como que se le erizaba el cabello de puro miedo.
Imitando el ritual de fray Bernardo, volvió a las aspersiones con el hisopo, hizo en procesión el recorrido del templo con las tres mujeres, seguido de dos hermanas legas; y la imposición de manos, la exposición de las Escrituras, sin dejar de repetir exorcismos:
—Ecce crucen Domine, fugite partes adversae, vicit leo de tribu Juda, radix David. Exorciso te, creatura ligni, in nomine Dei Patris omnipotentis, et in nomine Jesu Christi filii ejus Domini Nostri, et in virtute Spiritus Sancti...32
De improviso se sintió incapaz de continuar. Temblando interiormente, estupefacto al tiempo que dolido por los pensamientos que empezaron a asaltarle mientras recitaba las oraciones, de pronto se encontró ridículo, incrédulo de cualquier posibilidad de obtener una respuesta que le afirmara en el poder de aquel rito. Al hilo de tan blasfema ocurrencia y a su pesar, también le vino el preguntarse cuánta complicada fantasía podía haber en toda la liturgia de la Iglesia... Y se acordó de Antonio y sus dudas, de sus sarcasmos cuando criticaba lo que su razón entendía irrazonable; del modo, que él siempre le censuró como falta de piedad, cuando calificaba de ceremonias de paganos y de fórmulas mágicas lo que eran verdaderos dogmas de fe...
Pretextando sentirse mal a causa del calor, dio por concluida la sesión y se retiró a su alojamiento, presa de tal aturdimiento que por un momento pensó que iba a volverse loco. Sin embargo, por cumplir honestamente con lo que creía su deber y a pesar de todos los reparos que su conciencia le ponía por delante, decidió continuar sus contactos con las jóvenes, más que nada por servir de apoyo moral a las ya bien atribuladas mujeres. Pero no en la capilla, cuya atmósfera maloliente le hacía sentirse incómodo, sino en el atrio por el que se accedía a la misma, donde a partir de la siguiente mañana empezaron sus encuentros, siempre bajo la vigilancia de alguna celadora —alejada, eso sí, de las conversaciones. Naturalmente, la recomendación de ayudarse para aquellas sesiones de unas disciplinas con las que propinar latigazos a las jóvenes, escapaba por completo a su intención; por el contrario, quiso dar a las reuniones un carácter de charla espiritual, en donde la prédica encaminada a incentivar la devoción de las encausadas le pareció que también sería beneficiosa para él mismo.
Pero después de varias sesiones se le hizo evidente que, poco a poco, aquella su primera intención flaqueaba, y si se descubrió alarmado al principio, luego aceptó saberse ganado de una irremediable curiosidad, incapaz de resistirse a oír una y otra vez pormenores de aquellas milagrosas entrevistas, siempre evitando en lo posible cualquier referencia al supuesto contacto carnal mantenido con los celestiales visitantes, aunque en más de una ocasión esto, necesariamente, saliera a relucir. Desde luego, para todo el que conocía lo sucedido era el pensamiento más a flor en la mente de cada cual, incluido Martín, que no podía dejar de imaginar a aquellas muchachitas, mientras escuchaba a unas y otras, entregadas a una concupiscencia —¿habría quizás una concupiscencia angelical?— que estarían evocando ahora de continuo.
Pero decidido a emplear su propio sistema, apartándose de las fórmulas dictadas por la Iglesia, consideradas como el método adecuado, infalible y único, y desechando como principio la aferrada idea de la posesión demoníaca mantenida por quienes estaban en el asunto, sin haber indagado más en lo que había de confidencias y declaraciones por parte de los hijos de Dios, Martín se empeñó en ir desvelando circunstancias y menudencias pasadas por alto en los interrogatorios, pues eran, en su opinión, el lado más misterioso e interesante de la historia y el que, quizá, podría allegar algo de luz a tan confusa situación.
Así pudo saber que aquellos a quienes las jóvenes llamaban ángeles, en contra de las continuas, veladas alusiones de los otros religiosos, que no hacían del suceso sino una sucesión de lujuriosas orgías, acostumbraban a mantener con ellas largas conversaciones referidas con frecuencia a parecidas cuestiones. Las jóvenes se referían a los argumentos de su devoción, o a los más simples, sacados de las Escrituras, de los que obtenían, según iba deduciendo Martín, respuestas de lo más extrañas. Por ejemplo, cuando la hermana Leocadia se refirió a Noé y el Diluvio del que habla el Génesis, los visitantes les dijeron que tales calamidades las padecía la Tierra a cada infinito número de años, siempre por causas de la propia naturaleza y no por mandato de ninguna suprema autoridad; sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra contaron que a lo largo de los siglos fueron muchas las ciudades enemigas —de Dios, suponían ellas— que fueron aniquiladas de igual modo, convertidas en cenizas, y que en el futuro indudablemente lo serían otras, porque el hombre no iba a dejar nunca de amar la guerra; lo que suponía que tampoco dejaría de ser pecador.
—No, no, jamás nos invitaron al carro de fuego, que bien que nos hubiese gustado ir con ellos a dondequiera que vivan, con otros ángeles y bienaventurados. Sí nos dijeron que por el cielo van muchos, y entonces recordamos el salmo de David, que dice que «los carros de Dios son veinte mil, y millares los ángeles»... Son más veloces que el viento, y no como el de Elías, tirado por caballos, sino que éstos parecen correr solos por todo el firmamento.
—¿Y el Cielo, hermana? ¿Cómo describían el Cielo, la presencia del Señor y la Virgen? Y de los santos... Porque hablarían de ellos, es de suponer...
Por toda explicación les habían contado que el Cielo no tenía fin, y que en millones y millones de leguas todo estaba poblado de estrellas; que éstas eran más grandes que el sol, aunque también las había más pequeñas, y alrededor de cada una discurrían muchos mundos parecidos al nuestro, y que eso era el Cielo, donde vivían millones de almas.
—¿Pero de Jesucristo, hermana? ¿De todo aquello, que debe de ser grandioso?
Ellas habían deducido que sus visitantes serían una especie de ángeles de la guarda que recorrían el universo vigilando y ayudando a la Providencia —que es el cometido para el que fueron creados estos seres celestiales—, misión que sin duda desenvolvían en un cielo inferior al que ocupa la Divina Corte; pero, al disponer de toda la eternidad, una vez hecha su labor retornarían, sin duda, a donde según el Libro de Daniel «millares de millares de Ángeles sirven al Señor y millones de millones le asisten». Al menos, esto fue lo que entendieron las muchachas cuando finalmente, con hartas muestras de sentimiento, sus visitantes se despidieron para volver a los trabajos encomendados por el Altísimo.
—¿Y nunca hablaron de un regreso?
—Dijeron que sus obligaciones eran muchas, pero acaso volveríamos a encontrarlos un día.
Martín no se cansaba de escuchar aquellas pasmosas revelaciones, cada vez más confuso, cada vez más lleno de curiosidad e interés. Como cuando la hermana Inés contó del asombro que pareció que experimentaban sus visitantes al referirles sobre la cría de animales domésticos —corderos, gallinas, bueyes—, los cuales, llegado un tiempo, se sacrificaban y se comían, pues eran criaturas puestas en la Tierra expresamente para servir de alimento a los humanos. Era ésta una de las cosas, entre otras igual de normales para cualquier cristiano, que parecían ignorar, al punto de notarles incluso una cierta expresión entre sorprendida y hasta de repugnancia.
—Sí, padre: contaron que hay ángeles que son como ellos, como hombres, pero también los hay que son mujeres, todos con la misma autoridad, dispuesto así por el Señor.
Conversaciones que tenían al pobre fraile sumido en un aturdimiento del que no conseguía extraer alguna luz que le señalara un camino para sacar conclusiones. Pero cada vez más decididamente interesado por el sesgo que tomaban sus investigaciones, y dado que la Orden concedía prioridad al estudio incluso con prevalencia al rezo, resolvió dedicar la mayor parte de su tiempo a aplicarse en consultar, indagar y rebuscar entre cuantas fuentes consideró adecuadas: las existentes en la biblioteca de Santa Domitila. Esto le decidió a solicitar con frecuencia casi diaria a la hermana bibliotecaria —gracias a que, como ya le informaran, estaba bien provista—, queriendo refrescar las que entendía opiniones incuestionables que sobre los ángeles, y el Cielo, y sobre tanto arcano, dieran docenas y docenas de lúcidos, profundos, irrefutables teólogos, donde brillaban los razonamientos del de Aquino o su inveterado oponente, el franciscano Buenaventura; y volvía a las conclusiones acordadas en Letrán, con lo que acababa del todo perplejo al querer comparar a esos ángeles, con apetitos tan similares a los de los hombres, con cuanto él siempre había entendido sobre los serafines, los querubines, los tronos... ¿O tenía razón fray Bernardo y se enfrentaba a verdaderos demonios? Porque, ciertamente, en sus manifestaciones, a tenor de lo que contaban las testigos de aquella visita, en nada reflejaban lo que a este propósito cuentan las Escrituras.
Entre tanto, y notándolo con cierta alarma, el vientre de la hermana Margarita iba aumentando sensiblemente a medida que pasaban los días.
Una de aquellas tardes en que a través del locutorio solicitaba a la hermana Jacobina alguna lectura capaz de señalarle un norte en sus preocupaciones, ésta le avisó:
—Padre Martín, nuestra señora madre abadesa me dio recado para que la visitéis luego de completas.
—Muy bien, hermana. ¿Vendrá la madre al locutorio?
—Os recibirá en el palacio.
—Muy bien. Mañana vendré a recoger los libros que os he solicitado, si disponéis de ellos.
Volvió a la hospedería sumido en confusión. En primer lugar, sor Consolación había venido ignorando hasta entonces su presencia en el monasterio, como si jamás hubiera traspasado sus puertas; aparte del día de su presentación y del inicio de los exorcismos, ya no había vuelto a encontrarla, y las veces que ofició en la iglesia para la comunidad, mientras estaban las religiosas tras la clausura, no supo si se hallaría o no al otro lado de la celosía. El motivo de su inesperado aviso le despertaba ahora una cierta sensación de incomodidad, porque se había creado una imagen inconcreta del personaje a través de cuanto tenía oído sobre éste, lo que le suscitaba la necesidad de algo que sería como prevención y hasta la conveniencia de guardar una prudente distancia.
Con el sol todavía bordeando el filo de las cumbres se acercó hasta la residencia abacial. La puerta que daba al ancho vestíbulo estaba abierta, y una hermana lega empezaba ya a prender las luces para cuando cayese la oscuridad. Preguntó por la abadesa, y, luego de pedirle que aguardara, la vio ascender la ancha escalera que conducía a la planta alta del edificio.
Pasó un buen rato y, de repente, como si surgiese por arte de magia, se encontró con la presencia de sor Consolación ya casi en los últimos peldaños. Y hubo de confesarse cómo se sintió azorado, confuso interiormente, balbuceando apenas su ceremonioso saludo, al que ella respondió con naturalidad, en aquel tono neutro que ya le conocía de las dos únicas veces en que oyera su voz.
Caminando con ligereza le precedió hasta una sala donde ya esperaban las subprioras, para dirigirse hacia un rico sillón bizantino de alto respaldo incrustado de marfil y esmaltes, donde tomó asiento manteniendo el cuerpo erguido, casi rígido. Con un gesto invitó a Martín a que ocupase un faldistorio en madera de ébano, formalmente alejado del espacio que ocupaban las religiosas, dominado por éstas, dada la posición que le habían señalado, lo que le hizo sentirse vergonzosamente sumiso, turbado además al adivinar, fija sobre su persona, la mirada a través del velo, sin duda llena de indiferencia —e imaginó que hasta con menosprecio— de aquella arrogante mujer... Ideas todas que le cruzaron como relámpagos en un instante, y cuya reacción fue sentir un ramalazo de ira que le enrojeció el rostro, de lo que más tarde, y como siempre que se descubría arrastrado por una pasión, no dejó de arrepentirse.
Sor Consolación inició de inmediato la conversación; lo hacía en la lengua de la Iglesia, y a él no dejo de producirle una discreta hilaridad su voz cantarina con reflejos del imborrable acento germano.
—Te hice llamar, dado que el padre Bernardo sigue enfermo y desde entonces vienes tú ocupándote de nuestras hermanas, por mi deseo de conocer si vas consiguiendo su recuperación o si, en efecto, los demonios se obstinan en no abandonar sus cuerpos.
Continuó manifestándole con cierta preocupación todo lo que la contrariaba aquella situación, máxime cuando habían ido extendiéndose los rumores fuera del recinto de Santa Domitila, y a saber qué clase de fantasías correrían ya por boca de muchos. Urgía, pues, comunicar lo sucedido a la Orden, pues tal dilación era contraria a su deber, sobre todo si el embarazo de sor Margarita seguía, al parecer, su proceso natural.
Martín no tuvo otra opción sino comunicarle, con palabras que luego pensó carecían de vivacidad y de confianza en su labor, lo que había hecho hasta entonces, del escaso adelanto conseguido, y como única ganancia, del estado de gracia en que creía que se hallaban las tres mujeres, que hasta aquel momento no habían incurrido en ninguna de las execrables abominaciones características de la posesión satánica. No podía darle noticias más halagüeñas, lamentablemente, y tampoco era capaz de predecir cómo iba a substanciarse todo aquel confuso misterio.
—¿Crees, en tu opinión, que sea misterio?
—Señora, he de confesarte que mi conocimiento no puede ir más lejos. Trato de averiguar lo más posible e incluso estoy dado a releer a muchos Padres de la Iglesia y a grandes teólogos, buscando un camino que pueda llevarnos a buen fin, pero el Señor no me concede más luz, y así, todo está como acabo de referirte.
Le pareció que no quedaba muy satisfecha con sus pobres explicaciones —no podía estarlo—, lo que le hizo sentirse más infeliz, y a poco concluyó la entrevista. Tal vez, y en un gesto de protocolaria cortesía, le despidió animándolo para seguir en su misión y que no dejase de comunicarle cualquier incidencia.
Dos días más tarde le envió nuevo recado, y con la misma inquietud que la vez anterior acudió prestamente al palacio, siendo introducido en una bella estancia con todo el aspecto —pensó— de ser el gabinete particular de trabajo de la abadesa. Mientras aguardaba la presencia de sor Consolación y el séquito acostumbrado, sin osar moverse y como clavado en el lugar hasta donde le acompañara la hermana que lo había recibido, le entretuvo admirar el rico decorado de la pieza, cuyas esbeltas ojivas se orientaban al espectáculo de montañas que se divisaban al poniente, maravillado del lujo y la calidad del mobiliario, las alfombras, la gran chimenea. Luego se atrevió a caminar unos pasos en dirección a los ventanales, distraídamente, infantilmente, queriendo apreciar distintas perspectivas del paisaje. Y de improviso descubrió la angosta entrada a una habitación remetida entre dos columnas, inadvertida hasta entonces, cuya puerta entornada le permitió descubrir que se trataba de un oratorio, posiblemente el privado de la superiora...; cuya figura, en efecto, descubrió ahora, arrodillada en la semioscuridad que apenas desvelaban los últimos postreros resplandores del crepúsculo.
Retrocedió en el acto, asustado de su imprudencia. Y al momento oyó el roce de los hábitos, sus pasos, y al casi tropezarse, aquel apagado «¡Ah!», que no supo si era de sorpresa, de reparo en un transitorio olvido... o de fastidio. Pero sin explicarse el porqué, creyó adivinarla desprovista de aquella suficiencia de la que siempre la creía revestida, como si una preocupación rondase ahora su pensamiento.
—Padre Martín... Te ruego disculpes mi tardanza, que entretuve en mis oraciones más tiempo del pensado... Es mi oratorio. —Manifestaba un evidente nerviosismo, y ahora casi se hizo a un lado, como huésped ceremonioso que invitara a un visitante a conocer su casa—. Aquí se guardan unas reliquias de nuestra santa que no exponemos nunca: el cilicio del que no quiso separarse jamás —suspiró, y al joven le pareció hasta que fuera como un quejido— y la corona de espinas que se ponía cuando se retiraba al descanso. Porque decía que así pagaba su parte por la continua ofensa que la humanidad hacía a Jesús...
Martín permanecía inmóvil en aquel umbral, avergonzado como un escolar cogido en falta, con sólo la rotación de sus pupilas que se movía, recorriendo, sin verlos, los detalles del reducido altar —los candelabros, el relicario... Mas, de súbito, algo atrajo su atención, e involuntariamente adelantó un paso; el retablo, fabricado en una sencilla orfebrería de plata sobre la que destacaba una artística cruz de oro, estaba adornado con una tabla que representaba «La Anunciación». Olvidado de todo protocolo acercose para admirarla más de cerca, ahora que una suave luminosidad irrumpía casualmente a través de la pequeña vidriera llevando los reflejos de la tarde primaveral, con lo que pareció que alumbrara mágicamente la escena representada.
Porque le había sorprendido su factura, que no era la habitual en los frescos o en cualquier otra obra de las que adornaban iglesias y conventos, ya que su creador había confeccionado ésta como si pretendiera inspirarse en el lejano arte de los antiguos griegos, apartándose de lo que hasta entonces fuera simple iconografía para convertirla en una escena llena de movimiento y asombroso relieve. Las figuras, sobre el fondo de arquitectura y personajes con el que empezaban a sembrar sus trabajos los pintores, destacaban con una fuerza sorprendente; la del arcángel aparecía, ciertamente, adornada de un maravilloso encanto; pero toda la seducción estaba en aquel rostro de la joven que recibía su visita, representada de un modo ciertamente audaz, como Martín no viera antes en sitio alguno. Y es que María no era allí una tímida y recogida muchacha cuyo semblante emergiera de entre los pliegues de un velo, sino que su intérprete, no sólo había querido retratar la perfección de la belleza femenina en aquel rostro lleno de espléndida juventud, inmerso en una atmósfera, se diría, irreal, sino que se atrevió a enmarcarlo, con sin igual osadía, entre las ondulaciones de una dorada cabellera.
Sintió, inexplicablemente, que se aceleraban los latidos de su corazón; y lo extraño fue que no le acudía remordimiento alguno, ni se creyó culpable por las sensaciones que le habían invadido tan súbitamente, tan por sorpresa, consciente a medias de cómo toda su persona se sublimaba como presa de una tentación que tenía de mundana, vecina, como otras, al pecado; y en esta ráfaga de emociones, de pensamientos, era consciente de que no hacía nada por evitar aquel su estado de ánimo, como embobado en la arrobada contemplación de la que mostraba sus hermosas facciones resaltadas en el nimbo.
—Me parece como si estuviera en presencia de un milagro... murmuró.
—Sí —la oyó como en un hilo de voz—. Creo sea uno de los más bellos pasajes de la vida de la Virgen... Lo pintó un discípulo de un sienés llamado Duccio. Fue un encargo del arzobispo de Milán... —Y ahora pareció que hablase para sí—: ¡Hace ya tanto tiempo!
Sin volverse, la vista todavía recreándose en la pintura, con un tono de voz que a él mismo le pareció sonara contra su voluntad, se oyó responder:
—Perdona mi atrevimiento, señora, pero si siempre guarde, y guardo, todo mi respeto para cuantos asuntos de la vida de la Madre del Salvador, y de Jesucristo, y de los santos, vi representados por muchos artistas, y esto bien que sirve para incentivar la fe en el pueblo de Dios, ahora he de confesarte que la causa de mi asombro la provoca ese rostro, que no parece que sea de este mundo... —Y como si pensase en voz alta—: Hasta diría que el pintor tuvo una visión celestial, porque esas facciones no pueden pertenecer sino a alguien que no es terrenal...
De pronto fue consciente de que estaba yendo demasiado lejos, que rompía todo protocolo, e hizo por arrancarse a esta especie de extraño embeleso que, lleno de vergonzoso pudor, pensó que casi rayaba en lo ridículo. Caído en aquella exageración que posiblemente habría de interpretar bien desfavorablemente su interlocutora, quiso rectificar, y con gesto y voz humildes, la mirada puesta en el suelo, se excusó:
—Nuevamente te ruego que disculpes mi osadía y trates de no interpretar mis palabras como irreverencia, que no fueron sino fruto de mi carácter neciamente imprudente.
Retrocedió un paso acompañado de una inclinación previa a la retirada, y luego alzó los ojos; y por un instante creyó que soñaba, y todo su ser se estremeció como si una corriente lo agitara. Porque sor Consolación había alzado su velo, mostrándole el rostro.
Hay momentos en que las acciones de los humanos no parecen responder a un acto meditado, sino que es el subconsciente el que toma todo el protagonismo y obra de modo completamente ajeno a la voluntad. Tal vez fue la causa de que Martín, sintiendo su cuerpo flotar en una ingravidez como la que provoca la fiebre, se oyó casi musitar:
—Así que eres tú misma, señora...
Hincó una rodilla, la mirada humildemente baja, tomó la orla de su manto y depositó en él un reverente beso. Al abrir los ojos descubrió ante su rostro la mano de sor Consolación, y sin saber qué lo impulsaba la tomó entre las suyas. Y todo su ser se hundió en un plano desconocido, fantástico, cuando sintió el contacto de su piel en los labios.
XXVIII
XXVIII
A
partir de entonces empezó a vivir en medio de un desasosiego que con dificultad trataba de esconder. Porque no había momento del día —e incluso de la noche— en que su pensamiento no se encontrara sumido en el recuerdo de toda aquella sucesión de hechos encadenados en un vértigo que parecía arte de hechicería. Primero, la magia del cuadro, ante cuya influencia se sintió inexplicablemente invadido de una fascinación que todavía trataba de desentrañar; luego, la inesperada actitud de aquella mujer, a la que humildemente consideró siempre tan lejos de su persona, tan por encima, en parte por cuanto tenía oído de ella —su noble ascendencia, sus supuestos grandes saberes de todo orden, su alta disposición para regir de manera notable aquel complejo religioso—, en parte por la indiferencia que le había demostrado desde un principio; y también por aquella especie de coraza de que la creía revestida, quizá más que nada por su aire altanero, aparte de todo lo que en su imaginación había ido creándose respecto a una persona tan llena de poder, adornada de una serie de cualidades que su pensamiento, devotamente sumiso, colocaba en lo más alto. Y de repente creía haber descubierto que era mujer. Y él se descubrió tan pobre hombre como los infelices mortales de la mitología griega que a veces se encontraran, llenos de temor, frente a una diosa a la que su presencia despertaran súbita pasión... ¿O eran sólo meras conjeturas que su desbocada imaginación se inventaba? Queriendo escapar —sin demasiado empeño— al embrujo que padecía, se dijo que tal vez en aquella confianza de la superiora al dejarle ver su rostro no hubo intención alguna de pecado; esto y dejarse besar la mano sin duda no entrañaron para una persona de su condición más que la condescendencia del amo que se deja lamer por su perro... Pero ¿no estaba cayendo en pensamientos de lo más execrables, impropios de su ministerio, de sus afanes por encontrar la felicidad suprema refugiándose en el deseo de todo creyente, que era fundirse con la divinidad? Y le venían las recomendaciones de san Pablo: «Al hombre le sería mejor no llegar a la mujer»...
Maquinalmente, continuó haciendo su vida de todos los días; sobre todo pasaba mucho tiempo junto a fray Bernardo, cuyas fiebres no parecían remitir, leyéndole párrafos de las Escrituras con la esperanza de sentir el beneficio en su propia persona. Siguió dedicado cada mañana a conversar con las tres «posesas», cuya compañía ahora a duras penas conseguía despertarle interés, porque su pensamiento vagaba continua, incesantemente, hacia un mismo objeto, despegándole de nada que no fuese la sugestión de unos ojos a juego con aquellos pómulos que conferían al semblante unos rasgos casi orientales, donde la boca, de un dibujo perfecto, y la arrogancia de una figura llena de gracia, elegante y majestuosa en sus menores gestos, derrochaban un encanto al que difícilmente se podía resistir... ¡Y aquella mirada, y el contacto de su mano! ¡Y aquel beso largo del que le pareció no podría arrancarse jamás! Temió ser lo que le había nacido como una sumisión ciega de su innata sensibilidad, admirador de cuanta belleza era capaz de hallar en la obra divina, estaba convirtiéndose peligrosamente en un deseo que era ya anhelo y obsesión, dolorosamente irresistible, de disfrutar de la continua presencia del objeto de sus desvelos; es decir, que sin ánimo ni voluntad de frenarlo, descubría que se le había despertado lo que habría de ser el amor; un amor tan en contra de sus aspiraciones a sentirlo sólo de Dios.
A pesar de sus frecuentes, peligrosas vacilaciones, el arraigo de su fe le hacía temer si no había sido él quien había caído en la posesión diabólica, e incluso llegó a imaginar que la misma abadesa podría estar dominada por uno de aquellos temibles súcubos dedicados a perder a los hombres y hundirlos en la miseria del pecado. Pero inmediatamente rechazaba ambas suposiciones, sobre todo respecto a sor Consolación. Porque ¿cómo una criatura dueña de tanto embeleso podía albergar ni sombra de maldad? Y aún fue capaz, sin querer todavía confesarse que estaba cayendo en la perdición, de atreverse a considerar cuán poco le afectaría saber que aquella mujer había conquistado sus pensamientos usando de sortilegios.
Durante muchos días no supo qué había sido de ella; ni ella volvió a llamarle, ni tuvo la menor noticia. Las veces en que ofició la misa, y a su pesar, durante la liturgia, distraído en aquella sucesión de ideas sacrílegas, no podía dejar de imaginarla espiándole desde la clandestinidad del coro. Incluso dedicó parte de su tiempo a recorrer con toda osadía algunos espacios del huerto y los jardines, zonas de estricta clausura dentro del recinto monasterial, expuesto a ser acremente reprobado; por allí paseaba fingiéndose distraído en la lectura, el rezo y la meditación, lo que acentuaba su sensación de culpabilidad. Pero no podía remediarlo, y se entregaba a tales riesgos fiado en la posibilidad de tal vez descubrir, aunque fuese de lejos, a la causa de su perturbación; engañoso pretexto que le mortificaba, pero al que vivía aferrado como único recurso. ¿Qué diría Antonio del Sasso si conociera su estado de ánimo, aquella inesperada rebeldía, aquel placer íntimo por el que estaba relegando todo lo que hasta entonces fueron sus aspiraciones y toda su vida?
Interiormente amargo, sufriendo lo indecible, ya que era consciente de la grave ofensa que hacía a Dios al dejar albergar en su alma unos sentimientos que aún no acertaba a explicarse, pero que sabía que deberían pertenecerle sólo a Él, pasaba el tiempo sin que la situación experimentara el menor cambio, sintiéndose por dentro desgarrado, miserable, quejoso de su desventura al no poder librarse de la ponzoña que le roía. Como remedio a sus males, aunque lo adivinara lacerante, decidió proponer a fray Bernardo su regreso a Tortona, pese a las dificultades y hasta el peligro que supondría trasladar al enfermo, con el pretexto de que allí podría ponerse al cuidado de un médico más docto que el que ahora lo atendía. Solución que se le antojaba cruel y desalmada, pero que, en su trastorno, imaginó que podría solucionar el abatimiento en que estaba viviendo.
Entonces le enviaron recado de parte de la superiora para que acudiese aquella misma tarde al palacio abacial.
A partir de recibir ese aviso se vio sumido en una agitación que era puro desasosiego, hilvanando pensamientos descabellados, sintiéndose a ratos feliz sin explicarse el porqué, sabedor de que en el fondo subyacía un móvil delictivo del que no quería ser consciente, liberado como por milagro de aquella lastimosa murria de tantos días, que nadie advirtiera porque en su vida de religión, privado de manifestarse abiertamente, enmascaraba todo sentimiento sin que asomara al exterior.
Harto de contar el tiempo hasta la hora señalada para ser recibido, acudió puntualmente a la residencia abacial. Con el mismo protocolo de siempre fue conducido, esta vez al gran salón de recepciones que conociera el día de su presentación con el padre Bernardo, donde quedó aguardando unos minutos: los que transcurrieron hasta que la abadesa hizo su aparición, seguida por dos de sus subalternas. Las tres saludaron al joven sin detenerse, pero esta vez ella no fue a ocupar el estrado donde se alzaba el trono, sino que se dirigió a un rincón de la pieza; luego hizo un gesto al fraile para que tomara asiento, e inmediatamente procedió a informarle del objeto de su llamada. Con aquella voz que siempre le parecía distante, quizás ahora en un tono menos autoritario que de costumbre, empezó a contar sobre la gran preocupación que ella, y en su nombre toda la comunidad, sentía por el estado de fray Bernardo, la inquietud de si no sería, tal como se murmuraba, obra de los hijos del Mal, y con el lamentable añadido de no poder atenderlo como sería su deseo, primero, porque el hospital del monasterio no permitía la estancia de varones, y luego porque la enfermería del segundo recinto, cuya techumbre se había derrumbado con los temporales del último invierno, no estaba en condiciones para albergar a nadie. El capítulo había considerado entonces la posibilidad —y la necesidad— de trasladar al enfermo, bien a la población más cercana, bien a un convento situado a no muchas leguas, residencia de una comunidad franciscana, donde podría recibir las atenciones que su estado requería.
Todo lo cual estuvo escuchando el joven sin alterar un músculo del rostro, sintiendo que conforme aquellas palabras penetraban en su cerebro, una punzante sensación de malestar, casi una agonía, iba apoderándose de su cuerpo, adivinando ya cuál iba a ser el colofón a la conversación.
—En cuanto mira a nuestras hermanas, poseídas o enfermos, hemos considerado que tendrías que prolongar tu permanencia en Santa Domitila el tiempo necesario hasta tener una certeza, sea la que sea. De no ser así habrá que comunicarlo al Provincial para que otras instancias tomen las medidas que crean oportunas, a lo que me resisto, porque no deseo airear tanto esta desagradable situación. Es por ello que tenemos necesidad de tu ayuda, al menos hasta que nuestros superiores decidan. También quiero manifestarte nuestra preocupación, si es cierto que el padre Bernardo ha sido enfermado por los poderes infernales, del riesgo que corres al sustituirlo, pues los demonios buscarán venganza en ti, por lo que te dejamos la decisión que creas conveniente para salvaguardar tu persona.
Sintió como si, a punto de morir congelado, de repente lo acercaran al reconfortante calor que hacía que la sangre volviese a correrle por el cuerpo. Estuvo a punto de caer de rodillas, lanzar un grito de júbilo, romper en estridentes carcajadas, como un orate... Pero sólo fue capaz, maquinalmente, de recitar su voluntad de continuar en Santa Domitila hasta donde fuese necesario; en el fondo de sus torpes palabras no había sino el gozo de seguir viviendo la incógnita de una situación a la que no sabía interpretar.
—... si es que crees puedan serte de utilidad. Así que, también en capítulo, hemos acordado que puedas libremente disponer de los que se guardan en esta casa —había seguido hablando la superiora. Y él, con esfuerzo, logró que no le asomara al rostro la expresión de perplejidad que hubiera reflejado al no recoger nada de cuanto le había dicho, embargado por la ola de felicidad que le invadía.
Pareció que ella captara su embarazo, porque continuó en igual sentido, para contarle del abundante material —confesó desconocerlo en su práctica totalidad— entre el cual, posiblemente, podría encontrar algo que le ayudase en los ejercicios de exorcismos que debería seguir practicando sobre las tres polémicas hermanas.
Sin más, y casi bruscamente, la abadesa se despidió, dejando que las otras dos le acompañasen por un largo pasillo hasta una habitación en la misma planta baja, donde tres de sus paredes aparecían cubiertas por estanterías en las que se acumulaban libros, manuscritos, legajos y documentos. El centro lo ocupaba una gran mesa de roble con varios asientos alrededor; sobre el tablero, dos candelabros de bronce y un atril. Al fondo se descubría un portón con postigo.
—Ésta es la puerta que deberéis utilizar, padre —le dijo una de las mujeres, señalando la que sin duda daba al exterior—; no queráis entrar o salir por la que acabamos de hacerlo, pues estará siempre cerrada, a más de prohibida para vos y para cualquiera ajeno a la clausura.
No pudo menos que confesarse perplejo, sumido en la incertidumbre de su futura actuación a partir de la entrevista. Pero lo más importante era aquel paulatino acercamiento, la ruptura de un hielo que antes le pareció humillante menosprecio y entonces, aun con tan vagos indicios, sentía que calmaba en parte aquellos desconocidos sentimientos que venían ocupando todas las horas de todos sus días; y se recriminó al descubrir con cuánta indiferencia aceptaba su miserable estado. Luego, como regalo añadido a su alegre cambio de ánimo, estaba la posibilidad de hurgar en aquella biblioteca que desde un principio, apenas tuviera conocimiento de su existencia, ya le anduvo escociendo de atenazante curiosidad. Esto colmaba sus aspiraciones en cuanto a sus continuos deseos de saber, conocer, instruirse y deleitarse con los escritos de hombres que dejaron plasmados, en papel o en pergamino, el fruto de sus meditaciones, de sus fantasías e imaginación, y de unas excogitaciones que podían o no ser atinadas, pero que nunca carecerían de valor; al menos por la posibilidad de poder extraer un juicio de cuanto expresaron unos y otros.
Continuó sus conversaciones matutinas con las tres muchachas, siempre en un tono coloquial y amistoso, sin sombra de amenazas ni ritual de exorcismo contra los supuestos demonios, de cuya existencia cada vez dudaba más, aunque no fuera ésta la opinión de los administradores, por las noticias que le transmitía el padre Gregorio, su compañero en los enfrentamientos del jaque-mate. Empezó a dedicar su tiempo especialmente a la joven embarazada; le parecía que su estado podía no ser sino parte de lo que ya había empezado a considerar una historia inverosímil, un increíble enredo, consecuencia de los mismos hábitos de las religiosas, de su enclaustramiento, de la uniformidad de una disciplina capaz de alterar la condición femenina, propensa a dejarse llevar por sueños y quiméricas visiones, sobre todo si no había una auténtica vocación religiosa; por todo ello, a medida que profundizaba en los desatinados relatos de aquellas supuestas visitas de los ángeles, más lo interpretaba como una alucinación sufrida en su conjunto por las muchachas. A más, en sus conversaciones con aquel hermano físico de Milán, éste ya le había contado cómo alguna vez se producían extraños fenómenos en la mujer, en que los signos de preñez podían aparecer tan reales que engañarían al más experto, y esto tanto en las hembras humanas como en las de muchos animales. De modo que en aquel momento, en sus entrevistas, hacía especial hincapié para convencer a la joven de la falsedad de su estado, aunque desconfiara de que el tratamiento fuese lo necesariamente eficaz como para deshacer situación tan complicada, y con ella toda la turbulenta historia.
Al mismo tiempo, empezó sus visitas a la biblioteca del palacio abacial. Lo hacía casi subrepticiamente, sabiendo que por una inesperada e insólita decisión se le había permitido contravenir una rigurosa regla de la Orden. Después fue perdiendo la timidez, y ya podía decirse que pasaba tardes, y a veces parte de algunas noches, encerrado entre aquellas paredes, olvidándose incluso del rezo de las Horas, embargado por la lectura de cada uno de sus descubrimientos.
El conjunto de obras reunidas era bien abundante, y ya una primera lectura de títulos le despertó el más vivo interés; un entusiasmo de maníaco del libro, más bien. Allí estaban el Timeo, Las Metamorfosis, Cicerón y Sócrates, en griego o en latín; las traducciones de Dionisio el Areopagita hechas por Scot Erigena al lado de sus polémicas obras —Liber de Praedestinatione y De divisione Naturae—, y junto a san Agustín, el revolucionario Siger de Brabant, al que recordaba de sus años en París, cuando asistía a sus discutidas lecciones de la rue de Jouarre. Poco más lejos, en taalik árabe, y también en doble versión, cúfica y romance castellano, varios tratados de astronomía; y colecciones de láminas sembradas de extraños mapas representando tierras ignotas; y otras llenas de enrevesados juegos matemáticos; y métodos que explicaban aquella ciencia esotérica que era la alquimia...
Deseando cumplir con lo que la abadesa le había encargado, se dedicó afanosamente a rebuscar, entre toda aquella acumulación de ciencia y pensamiento, las obras de cuantos conocidos exégetas, o cuantos nombres sabía, o intuía, o aventuraba, dedicaron gran parte de sus vidas a investigar y escribir sobre la peliaguda cuestión de la posesión diabólica, los hechizos y la brujería, y de otros muchos que contaron las asombrosas experiencias personales o familiares vividas y padecidas por cualquiera de dichos motivos. Escudriñando entre los estantes halló escritos de los Padres de la Iglesia, y de teólogos y hombres de recta conducta, cuyas meditaciones y razonamientos habían cimentado las bases del credo católico. La mayoría le eran bien conocidos, frescos en su memoria, que apartaba por considerarlos escasamente afines a lo que buscaba; otros se le quedaban ahora en la lejanía de una gloria que marchitaron los años; y luego, aquellos sobre los que poco o nada trascendiera, expresamente olvidados, capaces de exponer unas interpretaciones originales, matizadas con apenas una blanda divergencia sobre lo que ordenaba la ortodoxia católica. Buscó incansable en cuantos quiso adivinar la posibilidad de esclarecer sus dudas, buceando entre añejos folios, muchos, vírgenes de la curiosidad de ningún humano; otros, tan manoseados, que en ciertas páginas casi desaparecía lo escrito. Labor que le embebía hasta casi la embriaguez y el cansancio; tanto que en dos ocasiones cayó cruzado de brazos sobre la mesa, rendido por el sueño. Porque rastreando sobre lo que descubría interesante, surgían otros temas igualmente atractivos, y de éstos pasaba a otros, lo que en ocasiones le causaba tal aturdimiento, que hacía un esfuerzo y se apartaba de la tarea, abría el postigo que daba al exterior y dedicaba un tiempo a andar por entre la arboleda del jardín —otra osada transgresión de las Reglas— pasando las cuestas del rosario.
Sus esfuerzos iban compensándose a medida que proseguía la búsqueda. San Justino hablaba de la copulación de aquellos ángeles con las hembras de los humanos, de la que nacieron los demonios; Clemente de Alejandría, el Pedagogo, hacía continuas referencias a la castidad, contando cómo los ángeles sucumbieron a la tentación y menospreciaron la gloria celestial para gustar de las mujeres de la tierra; san Juan Crisóstomo se preguntaba cómo hombres y mujeres se entregaban a satisfacer su sexualidad en lugar de dedicar sus días a esperar la venida del Reino de Dios; san Jerónimo, el genial intérprete de los Evangelios, el polígrafo por excelencia, también contaba historias y asombrosos relatos en los que intervenían los habitantes de las tinieblas; y luego san Hipólito, san Hilarión, san Basilio, san Macario... Sin contar los más recientes estudios de Alberto el Grande y Tomás de Aquino... Observó Martín que casi todas las referencias iban dirigidas al hombre en contra de la compañía femenina; que alguno consideraba el matrimonio como algo enemigo de un recto mantenerse en la adoración a Dios; que las segundas nupcias, por supuesto, eran tenidas como una especie de poligamia... Pero, lamentablemente, de todas cuantas denuncias le aparecían teniendo por causantes del pecado a los servidores del poder infernal, ninguna daba una solución efectiva para destruir la influencia de tan odiosos enemigos, cuyo poder parecía ser tan robusto como para haber prevalecido, tal vez desde la víspera de la Creación, por encima de los esfuerzos del Bien para contrarrestar su poderío.
«No me sirven de nada», se repetía mentalmente, decepcionado y casi al borde del desespero; sobre todo, con una desagradable sensación de inutilidad, de impotencia, que le hacía enrojecer pensando en cómo consideraría sor Consolación lo infructuoso de sus esfuerzos. A veces permanecía indeciso sobre qué camino seguir, preguntándose si todo aquel interés le conduciría a lograr un resultado positivo, o si, efectivamente, como empezaba a creer, el Señor lo consideraba un pobre tonto sin capacidad para obrar en Su nombre.
En éstas, una tarde, curioseando por entre las repletas estanterías, casi distraídamente, empezó a descubrir otro tipo de obras. En medio de los pensamientos de tanto nombre famoso aparecían los de anónima celebridad, desconocidos y olvidados los más, pero peligrosos como la picadura de un escorpión. Se trataba, en casi todos los casos, de doctores de alguna universidad —Bolonia, París, Oxford—, o residentes en oscuros e ignorados monasterios de todo el continente —muchos, sin duda, ya desaparecidos de uno u otro modo—, lo mismo benedictinos que franciscanos o cluniacenses, la mayoría tomados por el mismo mal: la herejía, cuando no un claro ateísmo.
Empezó por dedicarse a una larga lectura de títulos, escogiendo el que más llamaba su atención, hojeándolo un tiempo para, a seguido, atraído por algo, acudir al siguiente, para proceder de igual modo con cualquiera de los que al momento despertaba su curiosidad, por lo que la gran mesa aparecía casi totalmente cubierta de volúmenes abiertos por donde había algo que motivaba su interés, y sobre éstos, infolios descuadernados, rollos de pergamino difícilmente atirantados, algún antiquísimo becerro llegado, quién sabía cómo, de cualquier centro de culto cristiano desaparecido hacía décadas...
Actuando con lo que reconoció como un malsano interés curioso, punible, sin posibilidad de indulgencia —y a pesar de ello—, en lugar de enriquecerse con los tratados espirituales que se le ofrecían se dedicó, apenas descubiertos, o intuidos, casi con frenética curiosidad, a leer e intentar comprender todo con cuanto de prohibido iba tropezando.
Había un legajo incompleto, obra de un cisterciense, un llamado Franciscus de Günninfeld, en el cual se planteaban los mismos o parecidos argumentos, iguales críticas y enigmáticas preguntas, tan azarosas, que tantas veces oyera a Antonio del Sasso, los mismos que, dolorosamente para su conciencia, él mismo se había formulado más de una vez. En opinión de su autor, todo el basamento del cristianismo descansaba sobre algo incomprensible y absurdo —así lo calificaba, absurdus— nunca debidamente explicado, que era el Pecado Original— ¡de nuevo el mismo impenetrable enigma!—, sin cuya existencia, desatinada como una fábula, las Escrituras no tendrían más interés que narrar historias y acontecimientos de unos pueblos perdidos entre las vicisitudes de otros muchos del Oriente —amontas, cananeos, filisteos, medos... El Nuevo Testamento carecería de argumento para su redacción, ya que no se refiere sino a la venida de Cristo a la Tierra para inmolarse por salvar a la humanidad, heredera de aquel extraño Primer Pecado... El soliviantado fraile preguntaba, y se preguntaba, por qué el Artífice Supremo, creador de todo, rector de cuanto había surgido de Su voluntad, conocedor del pasado y sabedor del futuro, no previó —¿o más bien permitió?— la desobediencia de Adán y Eva; cómo no fue capaz de abortar la rebelión de Lucifer y sus secuaces; y cómo luego, siendo, como era, omnipotente, no tuvo poder para destruir a estos emisarios del Mal; cómo, por la falta de aquellos dos desventurados —él los calificaba de inexpertos, y también, con toda dureza, de imbecillis at tonitus— que fueron los llamados Primeros Padres, fue capaz de hacer heredera de su extravío a toda aquella desventurada humanidad que con tanto amor, se decía, pusiera en el mundo, condenándola a los castigos más horrendos, y ya por los siglos de los siglos, hasta un final sin fin. Le resultaba sorprendente y basta terrible descubrir cuánta animadversión, cuánto rencor, de cuánto aborrecimiento, casi odio, era capaz el Señor de la Creación, condenando a todas sus criaturas por un delito ajeno, para cuya remisión fue capaz de permitir el sacrificio sangriento de Su propio Hijo Único, decisión, agregaba, que ningún padre, ninguna fiera —Saturno, que devoraba a sus hijos— sería capaz de concebir. Al final llegaba a la más descalificadora conclusión, considerando absolutamente falsa una doctrina sin base alguna irrefutable, como la que sostenía la Iglesia Católica en el nombre de Dios.
Otro, un teólogo comentarista de las Escrituras, planteaba desde el monasterio de Morbach similares cuestiones, asombrado de que un pueblo, el judío, preferido por el Señor desde que apenas se asentaran los cimientos del mundo y donde dispuso que naciera su Hijo, siendo por tanto testigo de la pasión y muerte de Aquél Su enviado, prestara oídos sordos a tanto hecho sobrenatural, a milagros y portentos de todas clases obrados por quien decía ser el Mesías, realizados a vista de su gente, de sus paisanos, de sus amigos, y que a pesar de todo lo rechazaran, despreciándolo, firmes en mantenerse en la Ley de Moisés. Así, los seguidores de la nueva doctrina se vieron forzados a olvidarse de aquellos principales destinatarios de las divinas prédicas —el Pueblo de Dios— y a buscar adeptos entre los gentiles. ¿No podía, benignamente, calificarse este rechazo, a más de decepcionante, como lamentable falta de previsión?
Otros se repetían manifestando su perplejidad por el modo en que Dios había dispuesto que se conociera Su existencia, permitiendo la de innumerables pueblos paganos, adoradores de monstruosos y sanguinarios ídolos, o la de otros falsos dioses que abundaban por todo el mundo. También censuraban la proliferación dentro de la cristiandad —suponían que con la permisividad divina—, de tanto intérprete de Su doctrina, lo que daba lugar a feroces enfrentamientos, a manchar las gradas del altar con la sangre de millones de infelices, o extraviados, bajo la dura y vengativa represión de los más fuertes, los más organizados, los más capaces de sostener por la fuerza sus doctrinas, con lo que señalaban acusadoramente a Roma. ¿Ocultaba esto alguna suprema finalidad?
Incluso un dominico exponía con evidente pesar —de sus páginas se deducía fácilmente haber pertenecido al Santo Tribunal— por qué no se inculcó en el hombre, desde un principio, la Verdad absoluta, el designio de Dios al crearle, evitando así que quienes habían alcanzado el supremo don de esta revelación se sintieran obligados a imponerla a base de persecuciones, torturas, guerras, exterminio... A Martín le vino de inmediato que aquellas frases podrían haber sido escritas, la misma víspera, por Antonio del Sasso.
Todo lo cual sumía al atribulado joven en un proceloso mar de encontradas ideas donde su mente imaginaba, elevándose como un burlón espíritu por encima de tanto caudal de herejía, la figura del mismo Antonio, que le dedicaba un gesto de afectuosa chanza.
Por entonces se organizó el traslado de fray Bernardo al convento de franciscanos. Martín lo despidió envuelto en una dualidad de sentimientos, pesaroso por su lamentable estado y también aliviado de su marcha; porque nunca descubrió en el anciano la menor dosis de confianza, de amistad, ya que no de afecto, sino que en todo momento pareció estar recluido en sí mismo, alejado, sin un atisbo de apego a nada. Sí le prometió que no descuidaría el estar sobre las posesas e informarle apenas hubiera conseguido el fin que perseguía.
Fue durante una de estas apasionantes veladas de lectura y estudio cuando una noche, silenciosamente, se abrió la puerta que conducía a las dependencias abaciales y en su marco se recortó la figura de sor Consolación. A la luz del candelero que portaba, Martín descubrió que venía con el rostro despojado de su habitual velo.
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E
nsimismado en la lectura, en un primer instante no supo si aquello podría ser ilusoria aparición, un ser auténtico, o fruto de que en sus pensamientos esta imagen le estaba de continuo presente. Consciente de que no era alucinación, sino realidad cierta, una placentera amalgama de sensaciones le recorrió el cuerpo, porque a la sorpresa siguió la violenta emoción que puso su corazón a latir desbocado; tanto, que temió que llegase a oídos de su inesperada visitante. Esto, junto a una oleada de confusión, de nerviosismo, con el fondo de una inmensa alegría, de satisfacción y dicha; sentimientos que no recordaba que en su vida le hubiese proporcionado jamás nada, ni divino ni humano, y que en aquel momento hubiera podido exteriorizar de mil alocados modos. Y nunca mejor expresado, porque como loco se sentía desde aquellos últimos contactos con la persona que tan radicalmente estaba subvirtiendo todo cuanto hasta entonces habían sido sus ideales, sus deseos, sus fines.
Fue capaz de reaccionar con cierta presteza, levantándose para dedicar una profunda inclinación a la que tan inesperadamente irrumpía allí, sola y a tales horas, sabiéndole a él su único ocupante. Casi balbuceó una respetuosa salutación:
—Dominus tecum.
Ella, sin apenas mirarle, no hizo sino un ligero movimiento de cabeza, como parecía ser su costumbre —algo como una displicencia, sin ninguna intención, que dedicaba a su entorno—, al tiempo que sus ojos recorrían la mesa abarrotada de libros, unos abiertos, como si expusieran confiadamente su contenido, otros con señales para una posterior lectura; y volúmenes apilados, rollos de pergamino, legajos, visibles todos bajo las luces de los candeleros de los que Martín estaba bien provisto. —Magnum marc ingrederis33 —sonó su voz, que a él le pareció irónica, al reparar en tal desorden.
—Pero no debes preocuparte, señora —se apresuró a contestar—: hice relación del lugar que ocupa cada obra, y allí volverán todas, tenlo por seguro.
La abadesa hizo un gesto, como quitando importancia a la observación:
—Quise decir que es ardua la tarea en que me supongo andas, y casi adivino que no será ya tan sólo por encontrar nuevas fórmulas de exorcismos.
Otra vez creyó Martín que sus palabras llevaban una cierta ironía; tampoco había en ella sombra de aquel tono apático con el que siempre creyó que se le dirigía en cada audiencia. Confundido por aquella inesperada presencia, ofuscado cada vez que se atrevía a mirar su rostro, rendido como un guiñapo al ser consciente de aquella materialización de la galanura, del más discreto encanto, de la hermosura hecha realidad, conjunto que ya pensaba, en su amarga torpeza, que idolatraba, temió, en tanto ella echaba rápidas ojeadas sobre el material acumulado sobre la mesa, sus posibles reproches si descubría en qué clase de lecturas se había embebido.
La oyó hablarle, como si creyese obligado explicar su intempestiva presencia:
—Deseé visitarte por si mi ayuda pudiera servirte. ¿Conoces la lengua de los griegos?
—No, señora. No la hablo, y apenas si soy capaz de leerla.
—Te traduciría muchos de los escritos que aquí guardamos, que posiblemente los habrá que contengan algo interesante para lo que buscas. —Dejó la luz sobre la mesa, al tiempo que dirigía un rápido vistazo a una de las obras de las que Martín tomaba sus notas—: Commentarius in librun Geneseos,34 de Claudio de Módena... —Lo miró como advirtiéndole, pero sin acritud—: Debes saber que todos los escritos de ese monje están rigurosamente prohibidos. Lo recuerdo bien porque el arzobispo los apartó muy cuidadosamente antes de confiármelos, creyendo que sería difícil que alguna vez salieran a la luz aquí, en este escondrijo de Santa Domitila.
Respondió con acento resignado:
—He de confesarte que no sólo leo, y estudio, y medito lo que escribe ese hereje, sino que voy descubriendo a otros caídos en similares errores, lo que me llena de inquietud y de gran confusión; pero quiero saber cómo es el pensamiento de esa gente. Sé que soy culpable de esta falta, y hasta me creo un pobre desobediente Adán entrando a comer de la fruta prohibida, pero necesito conocer otras opiniones, otros razonamientos, de los que siempre he carecido.
Sor Consolación guardó silencio; luego, tal vez adivinando todo el revolucionario amasijo de ideas que bullían en la mente del joven, donde mezclado con su interés por la erudición era fácil descubrir la confusión que le despertaba su presencia, quedó un momento dubitativa. Pero al momento, y haciendo una mueca, como si desechara algo inconveniente, fue a sentarse al otro lado de la mesa. Entonces, al contemplar su rostro iluminado por los candeleros, Martín casi perdió la noción de sí mismo, como si buceara en un espacio irreal.
—Podrás comprenderme si te digo la razón —dijo, sin saber bien por qué.
Y a seguido, casi en ingenua confesión, se atrevió a contarle algo de su vida en aquellos inquietos últimos años, refiriéndose en particular a su amistad con Antonio del Sasso; amistad a la que no podría renunciar, pese a lo negativo de su trato, siempre confundiéndolo y atormentando su conciencia con la desgarrada rebeldía de sus razonamientos.
—Él leía todo, lo mismo prohibido que herético, y hasta de ateos excomulgados. Quizá por eso sabía muchas cosas que yo ignoraba. Y ahora, cuando pienso como haya sido un superior designio que no deja de maravillarme, en el que intervienes tú, y que gracias a tu benevolencia podré conocer el pensamiento de otra gente, confieso que me enriquece y me interesa leer sus razones y discutirlas conmigo mismo, cierto de que no van a hacerme perder la fe, pero sí acercarme lo más posible a la verdad.
—¿La verdad? —Lo miró con un gesto de duda—. La verdad puede ser tan subjetiva como cada uno la entienda, bien lo sabes. ¿O será tu verdad igual a la mía, o a la de esos herejes a los que estás leyendo?
Martín sintió que le nacían una serie de audaces respuestas que antes ni hubiese imaginado; pero se atrevió a ser sincero:
—Señora, sólo puedo responderte que cada vez me siento más lleno de perplejidad y dudas en todo cuanto nos rodea, salvo en mi amor a Dios Nuestro Señor.
Escuchó su respuesta haciendo por evitar la influencia de aquellos ojos dominadores:
—No serás único. El ideal sería nacer ya en posesión de todo el conocimiento, pero seguramente Dios quiere que nos esforcemos, que indaguemos para acercarnos a la perfección. «Su perfección.» Y esto lo entiendo tarea inalcanzable.
—Sí, sí, es cierto. Pero yo creo que de estar dedicado a una continua búsqueda, tal vez algún día pueda el hombre, no digo llegar, ni acercarse... mas, por lo menos, comprender a la divinidad. ¿O es que acaso no fue así como debieron lograrlo los santos? ¿O como adquieren el conocimiento los hombres sabios, nuestros teólogos, nuestros filósofos?
La abadesa hizo un gesto, como un reflejo de incertidumbre.
—Y habría que examinar profundamente las opiniones de los santos, y de los teólogos, para tener la certeza de que cuanto dejaron dicho son verdades absolutas, aun cuando estuviesen en la idea de que sus conclusiones la habían encontrado. Porque las tantas hipótesis que conocemos, aceptadas, sí, pero siempre meras hipótesis sin confirmación de la evidencia, para mí no son más que una explicación provisional, especulaciones que el paso de los tiempos puede quizá destruir. Lo que hoy se acepta como irrefutable puede convertirse mañana en falso... Porque sea fruto de una confianza ilusoria, o un involuntario error... Así sucedió siempre, y ahora, y ciertamente, lo será en el futuro.
Conversación inagotable que mantenía al joven fraile en vilo, embargado de la placentera dualidad que eran, por un lado, gozar de la presencia de la tan para él fascinante compañía y, por otra, escucharla razonar, manifestándole su interpretación en cuanto a tantas similares cuestiones de las que él mismo era partícipe. Dada su total inexperiencia en el trato con mujeres, le entusiasmaba no descubrir en sor Consolación nada de aquel concepto en que se tenía a las entradas en religión, alguna tratada por él en muy contada ocasión, generalmente incultas, rutinarias en su profesión, la mayoría entregadas a la vida conventual como refugio y subsistencia contra la adversidad de los tiempos. Continuamente tenía que hacer esfuerzos para atender a las palabras de su interlocutora, o disimular su distraído embeleso asintiendo con maquinales movimientos de cabeza para ocultar sus emociones. Porque se sentía embargado de admiración, como en un sueño maravilloso donde podía disfrutar de la contemplación, ahora sin recato, de aquel rostro que se le antojaba perfecto, en el que aparte de su rara belleza se reflejaba aquella expresión inteligente, hablándole en un latín que él saboreaba palabra a palabra, siguiendo aquellos mesurados gestos que le parecían el súmmum de la gracia.
Y en medio de todo, todavía no era capaz de hacerse a la idea de que aquella mujer hubiera descendido hasta él, no ya sólo distinguiéndolo con tan singular confianza, no por cambiar ideas sobre el amplio abanico de incógnitas que mutuamente se confesaban, sino rompiendo de un modo tan atrevido, tan resuelto, con la disciplina, obviando la severidad de las Reglas para ir a encontrarle a solas, en la noche, sin más distancia entre ambos que la mesa sembrada de libros prohibidos... ¿Podía ser que el tedio y su juventud la hubieran impulsado a buscar la compañía de alguien en quien presumiera el gusto de conversar, y así apartarse, al menos unas horas, a la uniformidad de sus diarias obligaciones?
Con harto sentimiento para el fraile, poco antes de vigilias se despidió, y aún fue capaz de hacerle una promesa:
—Si tienes necesidad de mi ayuda para los textos griegos, házmelo saber. También, como comprendes la lengua de los sarracenos, te informo de que aquí guardamos una buena colección de obras de Aristóteles escritas en ese lenguaje.
Sonreía ahora abiertamente, y a Martín le pareció que su rostro era como el anticipo de un amanecer radiante.
Volvió al anochecer del día siguiente. Y ya continuaron las veladas, en las tibias noches estivales, platicando al mismo tenor que en su primer encuentro. Martín acabó por sentirse cómodo en su presencia; y se atrevió a contradecirla cuando entendía que alguno de sus juicios no casaba con sus propias ideas; e insistían y divagaban sobre aquellos conceptos referidos al modo de interpretar cuanto atañe a las grandes incógnitas: Dios, el hombre y su finalidad, el mundo, las ciencias, la vida... Y la muerte.
—Como bien sabes, ha sido aquí, en tu biblioteca, donde por vez primera he encontrado caminos distintos a los que enseña la Iglesia. Todavía, cuando leo a esos hermanos que opinan de modo tan distinto, me siento en falta, como si pecase... No te aconsejaría intentar siquiera ojear ninguno de ellos... Pero también creo necesaria la independencia del pensamiento para expresarse sin ataduras, y profundizar en lo que nos concierne a todos, que no ha de ser patrimonio exclusivo de quienes expusieron sus infalibles conclusiones para ordenar, sin que se permita la menor duda, sobre toda la humanidad. Si el hombre no tiene libertad para pensar y decir qué piensa, entonces esa humanidad avanzará muy poco —decía Martín.
La abadesa se obstinó en penetrarse también de los planteamientos filosóficos y teológicos de muchos de aquellos autores, contrariando un cierto sentido protector del fraile, temeroso de descubrirla cayendo en el error. Las noches llegaron a convertirse en una animada sucesión de horas de apasionado intercambio de razones, de comentarios y controversias. Pero a Martín no le abandonaba un instante la influencia magnética de aquella mujer por quien se sentía irremisiblemente subyugado, y a medida que pasaban los días, con una más creciente intensidad. Empezó a vivir únicamente para esperar ansioso el anochecer, momento en que se abría la puerta de la biblioteca y entraba sor Consolación; entonces la sala parecía llenarse de una luminosidad irreal, y él, en su entusiasmo, sentía que emanaba de su sola presencia.
Jamás se le pasó por la imaginación el llegar a mantener con una mujer cualquier clase de trato: menos, como el que sostenía con la abadesa, desvinculados ambos de sus especiales circunstancias, cuya violación los ponía al borde de la excomunión, aun tratándose de una relación llevada dentro de un plano, se diría, intelectual. Martín hacía memoria; aleccionado de siempre y temeroso de la vecindad femenina, intuía todo el peligro que encerraba esta confianza para la integridad de sus afanes espirituales, si desde pequeño había oído las mismas advertencias previniéndole contra un ser que tenía algo de diabólico, que era egoísta, perverso por su propia naturaleza, lleno de falsedad y promesas que conducían al hombre, irremediablemente, a su perdición. Comprendía cuánto padecimiento podía acarrear semejante trato, porque a veces se sentía eufórico, invadido de felicidad; otras, desanimado y triste, tal vez sin causa aparente. Divagando sobre lo que estimaba «prodigioso regalo del Cielo», que así se atrevía a calificar aquella sucesión de encuentros con la abadesa, a veces le entraba la desazón de una sospecha; desconfiaba de la atención que le dedicaba una persona que, apartada su alcurnia, era su inteligencia y aquel asombroso razonar lo que cada vez le impresionaban más, humildemente obstinado en imaginar que sor Consolación no buscaba en sus entrevistas sino un simple escape a sus inquietudes filosóficas, o al monótono pasar de los días. Pero así y todo, nada le ensombrecía el placer de estas veladas, durante las cuales, poco a poco, fue conociendo retazos de la vida de aquella mujer; porque sus temas de conversación divagaban en multitud de objetivos.
—Yo vine al mundo lejos de aquí, en Estiria. ¿Sabes acaso dónde es?
Lo sabía; no lo había olvidado desde que le hiciera la confidencia el padre Gregorio. Después, poco a poco, a retazos, sacando conclusiones de lo que ella misma le dejaba saber, conoció trozos de su vida; del papel privilegiado que jugaba su padre cerca del que ya era emperador, Rodolfo de Habsburgo; de su matrimonio, casi una niña aún, con el conde milanés, al que nunca vio más de una docena de veces y al que retrataba en sus recuerdos como un joven cultivado, gentil —descripción que Martín sentía cómo le mortificaba interiormente—, dominado por su tío el arzobispo, siempre ocupado en las cuestiones de aquella guerra por afianzar su autoridad.
A veces se perdía en largos monólogos, pensativa, como si se encontrara en completa soledad, sin la presencia de aquel testigo que bebía ávido cada una de sus palabras. En más de una ocasión se confesó quejosa por lo que consideraba una especie de insatisfacción de su vivir; había confiado al principio en que una vez entrada en religión le sería fácil acomodarse al ejercicio de la piedad, olvidada de todo cuanto suponía su vida anterior en el mundo: el trato cortesano, la riqueza y el lujo, sus conversaciones con muchos de cuantos hombres sabios pasaban por la corte. Ansió dedicarse con todo su ser a la profesión que el destino le había otorgado como un regalo: buscar intensamente a Dios, entregarse totalmente a Él, no sentirse substancia, materia, sino espíritu fundido con la divinidad. Y sin embargo...
—No puedo evitar el enorme vacío que hay dentro de mí; un algo que me hace sentir indiferente a casi todo. En medio de la multitud sé que estoy sola. No creo que Dios en el Cielo ni nadie en la Tierra tome en cuenta la manera en que cumplo mis obligaciones con Santa Domitila, con la comunidad, con las pobres que tenemos aquí recogidas... Porque no es aceptable el obrar sin amor, que más lo hago por ser fiel a lo que tengo prometido. Pero lo cierto es que cada vez me lleno más de una insatisfacción que no logro remediar cumpliendo con mis deberes.
Aquel delicioso pasar de cada noche suponía para Martín, con las primeras sombras, el disfrute de unas horas de radiante felicidad, aunque tan breves, que más de una vez llegó a invocar ingenuamente el espíritu de aquel afortunado Josué que pudo prolongar el tiempo obligando al sol a detenerse en su camino. Y sin embargo, en medio de tan placentero discurrir del tiempo, no podía evadirse al temor de que un día, por alguna causa desconocida, todo el encanto pudiera romperse. Y al ocurrírsele tales ideas se sentía inundado de amargura, de un vacío en el alma y los sentidos, confesándose que si tal sucediese sería para él como morir. «Es que ya no soy yo —se confesaba, mitad quejoso, en parte feliz— ella ha trastornado mi vida, mis devociones; me ha convertido en otro ser. ¿Cuánto habré de sufrir todavía?»
Pero no se atrevía a pedir consejo a Dios. El solo pensarlo le llenaba de confusión: le hacía sentir avergonzado.
Finalizaba ya el verano y las noches se volvieron súbitamente frías. En la biblioteca se encendía cada tarde la gran chimenea, de modo que cuando llegaba Martín, la sala estaba ya inmersa en una agradable temperatura; una buena provisión de troncos, apilados en una oquedad junto al hogar, servía para mantener el recinto confortable, sobre todo cuando el anómalo investigador prolongaba las veladas, que era lo más frecuente. Sus encuentros con la abadesa cambiaron; Martín pasaba gran parte del día, apenas había comido, encerrado entre sus libros, leyendo, tomando apuntes y redactando. Mas apenas aparecía sor Consolación, abandonaba el estudio y ambos iban a sentarse junto al fuego, en un canapé relleno de plumas, donde iniciaban el habitual amable coloquio sobre los muchos temas que iban surgiendo. Conversaciones intrascendentes ahora, pero que parecían absorberles sin sentir el menor tedio; que es, sin duda, el amable platicar, la seductora fascinación de los sexos.
Una de aquellas noches la conversación fue girando hasta desembocar en lo que sería el futuro; lo que el futuro depararía al mundo, y a la cristiandad y sus problemas, y al incesante contender de príncipes y reyes; por último, a ellos mismos. El de la abadesa no tenía alternativas, decía, perdida la pensativa mirada en el baile de las llamas, convencida de que su vida habría de continuar ya para siempre en Santa Domitila, sin cambio alguno día tras día, año tras año, y allí indefectiblemente habría de acabar.
Martín carecía de proyectos propios, cuando era la Orden la que disponía de su persona; y al reflexionar sobre esto sintió una especie de incomodidad. Lo manifestó con cierta pesadumbre:
—Creo que empiezo a preocuparme, como no lo hice jamás, por mi destino. Ya muchas veces me dijeron que tendría que ir a países de infieles a predicar nuestra religión... Esta idea me tenía bien alegre, porque sería entregarme del todo a cumplir las obligaciones de nuestra Orden enseñando los mandamientos de Dios... Pero ahora, sin embargo, la sola idea de marcharme...
Oyó su voz como algo que le llegaba desde otra dimensión; y tardó unos inacabables, eternos segundos, hasta que la mente fue capaz de asimilar sus palabras. Entonces le pareció como que se hundía en una vorágine donde todo era aturdimiento, estremecido hasta no tener consciencia de nada real.
—Comprendo cómo has de sentirte, y todo por mi falta de generosidad contigo. Porque te has enamorado de mí. Pero no me arrepiento, y que el Señor se apiade de mi alma.