VIII

Banda Oriental y Patagonia

1.- Logro salir de Buenos Aires, que está sitiada.

D espués de quince días de verdadera detención en Buenos Aires, logro al fin embarcarme a bordo de un navío que se dirige a Montevideo. Una ciudad bloqueada constituye siempre una residencia desagradable para un naturalista; pero en el caso actual había que temer además las violencias de los salteadores que había en ella; y sobre todo a los centinelas, porque la función oficial que ocupaban y las armas de las que iban provistos permanentemente, les daban para el abuso, un grado de autoridad que nadie podía imitar.

Nuestro viaje es largo y desagradable. En el mapa, la desembocadura del Plata parece una cosa muy bella, pero la realidad está muy lejos de responder a las ilusiones que uno se ha trazado. No hay demasiada grandeza ni belleza en esa inmensidad de agua fangosa. En cierto momento del día, desde la cubierta del navío en que me encontraba, apenas podía distinguir las dos costas, que son en extremo bajas. Al llegar a Montevideo me entero de que el Beagle no se hará a la vela hasta al cabo de algunos días. Me preparo, pues, inmediatamente, para llevar a cabo una corta excursión por la Banda Oriental. A Montevideo le puede ser aplicado todo cuanto he dicho respecto a la región que rodea a Maldonado; sin embargo, el suelo es mucho más llano, a excepción del monte Verde, que tiene 450 pies (135 metros) de altitud y que da nombre a la ciudad⁽⁸¹⁾. A su alrededor ondula la llanura cubierta de césped; se ven muy pocos cercados, salvo en las proximidades de la población, donde existen algunos campos rodeados de taludes cubiertos de pitas, cactos e hinojo.

2.- Me dirijo a Colonia del Sacramento.

(14 de noviembre)

Abandonamos Montevideo en la tarde de este día. Tengo intención de dirigirme a Colonia de Sacramento, situada en la ribera septentrional del Plata, frente a Buenos Aires; de remontar el Uruguay hasta Mercedes, junto al río Negro (uno de los numerosos ríos que llevan este nombre en América meridional), y después regresar directamente a Montevideo. Dormimos en la casa de mi guía, en Canelones. Nos levantamos muy temprano, con la esperanza de recorrer una larga etapa, esperanza fallida, porque todos los ríos se han desbordado. Atravesamos en barca los riachuelos Canelones, Santa Lucía y San José, y perdemos así mucho tiempo. En una excursión precedente había atravesado el Santa Lucía cerca de su desembocadura y había quedado asombrado al ver la facilidad con que nuestros caballos, aunque no estaban acostumbrados a nadar, habían recorrido esta distancia de a lo menos 600 metros. Cierto día que en Montevideo expresé mi asombro a ese respecto, se me refirió que algunos saltimbanquis, acompañados de sus caballos, habían naufragado en el Plata, y uno de esos caballos recorrió nadando la distancia de 7 millas hasta ganar tierra. En el transcurso de la jornada un gaucho me procuró un regocijante espectáculo al ver la destreza con que forzó a un caballo recalcitrante a que atravesara a nado un río. El gaucho se desnudó por completo, subió a su caballo y obligó a éste a que penetrara en el agua hasta perder pie; entonces se dejó deslizar por la grupa del animal y se agarró a la cola de éste; cada vez que el animal volvía la cabeza, el gaucho le arrojaba agua para asustarle. Así que el caballo pisó tierra al otro lado, el gaucho trepó nuevamente a la silla y se afianzó con fuerza en ella, riendas en mano, ya antes de que el animal que montaba hubiera acabado de salir del río. Es un bello espectáculo ver a un hombre desnudo sobre un caballo; jamás hubiera creído yo que los dos agrupados formaran tan buen conjunto. La cola del caballo constituye un apéndice muy útil; he atravesado un río en una barca arrastrada de la misma manera que el gaucho de que acabo de hablar. Cuando un jinete debe atravesar un ancho río, el mejor medio es aferrarse con una mano a la perilla de la montura o la cincha del caballo y nadar con la otra.

Pasamos el día siguiente en la posta de Cufre. El cartero llega al atardecer. Traía un retraso de un día a causa de la crecida del río Rosario. Ese retraso, por otra parte, no trajo apenas consecuencias, porque aun cuando había atravesado la mayor parte de las ciudades principales de la Banda Oriental, no traía consigo más que dos cartas. Desde la casa en que vivo se disfruta de una hermosa vista: una extensa superficie verde, ondulada, y, aquí y allá, se divisa el río de la Plata. Por lo demás, no veo el país de la misma manera que a mi llegada a él. Recuerdo cuán llano me parecía entonces; pero ahora, después de haber galopado a través de las Pampas, me pregunto con sorpresa qué fue lo que me impulsó a llamarlo llano. El país presenta una serie de ondulaciones, quizá poco importantes en absoluto por sí mismas, pero que no dejan de ser verdaderas montañas si se las compara con las llanuras de Santa Fe. Esas desigualdades de terreno determinan la formación de un gran número de arroyuelos que dan lugar a la abundancia del césped y al admirable verde de éste.

3.- Colonia del Sacramento.

(17 de noviembre)

Después de haber atravesado el río Rosario, que es profundo y rápido, y el pueblito de Colla, llegamos a la hora del mediodía a Colonia del Sacramento. He recorrido en total 20 leguas a través de un país cubierto de magníficos árboles, pero muy poco poblado y con escaso ganado. Se me invita a pasar la noche en Colonia y a ir a visitar al día siguiente una estancia donde se encuentran algunas rocas calcáreas. La ciudad está edificada, como Montevideo, en un promontorio pedregoso; está muy fortificada, pero tanto la ciudad como las fortificaciones sufrieron mucho durante la guerra con Brasil. Esta población es muy antigua y la irregularidad de sus calles y los bosquecillos de naranjos y de melocotoneros que la rodean le dan un bello aspecto. La iglesia es una ruina curiosa; transformada en polvorín, sufrió los efectos de un rayo durante una de esas tempestades tan frecuentes en el río de la Plata, y la explosión destruyó dos terceras partes del edificio; la otra parte, que se mantiene en pie, ofrece un curioso ejemplo de lo que pueden las fuerzas reunidas de la pólvora y de la electricidad. Por la noche me paseo por las murallas de esta ciudad, que ha desempeñado un gran papel durante la guerra con Brasil. Esta guerra ha tenido consecuencias deplorables para el Uruguay, no tanto por sus efectos inmediatos como por haber sido el origen de la creación de una multitud de generales y oficiales de toda graduación. Hay más generales (sin sueldo, sin embargo) en las provincias unidas del Plata que en el Reino Unido de la Gran Bretaña. Esos señores han aprendido a amar el poder y no sienten repulsión alguna por batirse. También hay muchos de entre ellos que sólo aspiran a causar trastornos y a derribar un Gobierno que, hasta la hora presente, no se apoya sobre sólidas bases. Sin embargo, he podido notar, aquí y en otros lugares, que se empieza a tomar gran interés por la próxima elección presidencial; es este un buen signo para la prosperidad de este pequeño país. Los habitantes no exigen a sus representantes una educación fuera de lo vulgar. He oído discutir a algunas personas las cualidades de los representantes de Colonia y decían que "aunque no eran negociantes, todos sabían firmar"; al parecer, se creía que solo los negociantes habían de poseer cierta instrucción.

4.- Valor de una estancia. Una extraña raza de bueyes.

(18 de noviembre)

Acompaño a mi huésped a su estancia, situada junto al arroyo de San Juan. Al atardecer damos a caballo un paseo por la propiedad; abarca dos leguas y media cuadradas y se encuentra en lo que se llama un rincón, es decir, que el Plata contornea uno de sus lados y los otros dos están defendidos por torrentes infranqueables. Dispone de un excelente puerto para pequeños navíos y gran abundancia de arbolillos, lo que constituye un valor considerable, porque son empleados como combustible en Buenos Aires. Yo tenía curiosidad de saber cuál puede ser el valor de una estancia tan completa. Dispone de 3.000 cabezas de ganado vacuno (y podría alimentar tres o cuatro veces más), 700 yeguas, 150 caballos domados y 600 carneros; tiene además agua en abundancia y piedra calcárea en gran cantidad, corrales excelentes, casa y un vergel plantado de melocotoneros. Por todo eso le han ofrecido 10.000 pesos oro al propietario; éste pide 2.500 más, pero probablemente rebajaría algo. El principal trabajo que necesita una estancia es reunir el ganado dos veces por semana, en un lugar apropiado para amansarlo algo y para contarlo. Se podría creer que esta operación presenta grandes dificultades cuando son reunidas de doce a quince mil cabezas en un mismo lugar. Sin embargo, eso se logra con bastante facilidad basándose en el principio de que los animales se clasifican por sí mismos en tropillas, que contienen cada una de cuarenta a cien individuos. Cada una de esas tropillas se reconoce por ciertos individuos de ellas que ostentan marcas particulares; luego, conocido el número de cabezas de cada rebaño, muy pronto se ve si falta un solo buey a la lista en medio de diez mil. Durante una noche de tempestad, todos los animales se confunden, pero al día siguiente se separan como estaban antes; hay que suponer, pues, que cada animal puede reconocer a sus compañeros en medio de otros diez mil.

Por dos veces encontré en esta provincia, vacunos pertenecientes a una raza muy curiosa denominada ñata (chata). Tienen con los otros bovinos poco más o menos las mismas relaciones que los perros de presa, dogos y alanos con los otros perros. Su frente es deprimida y amplia, la extremidad de las ventanas de la nariz levantada, el labio superior se retira hacia atrás; la mandíbula inferior avanza más que la superior y se curva también de abajo arriba, de tal forma que los dientes están siempre al descubierto. Las ventanas de la nariz las tienen muy arriba y muy abiertas y sus ojos se proyectan hacia adelante. Cuando andan lo hacen con la cabeza muy baja; el cuello es corto; las patas traseras son un poco más largas que las delanteras, cosa nada corriente. Sus dientes al descubierto, su corta cabeza y sus ventanas de la nariz, tan altas, les dan un aire batallador y cómico al mismo tiempo.

Gracias a la cortesía de mi amigo el capitán Sullivan, he podido procurarme, después de mi regreso, la cabeza completa de uno de esos animales, cuyo esqueleto está actualmente depositado en el Colegio Médico⁽⁸²⁾. Don F. Muñiz, de Luján, ha tenido a bien recopilar para remitirme todos los informes relativos a tal raza. Según esas notas, parece que hace ochenta o noventa años esa raza era muy rara y en Buenos Aires era considerada como una curiosidad. Generalmente se cree que tiene su origen en los territorios indios al sur del río de la Plata y que ha llegado a ser la raza más común en tales regiones. Hoy mismo, las cabezas de ganado de esa clase criadas en las provincias situadas al sur del Plata prueban, por su salvaje aspecto, que tiene un origen menos civilizado que los toros ordinarios; la vaca, si se la molesta muy a menudo, abandona a sus terneros. El doctor Falconer me señala un hecho muy singular: que una estructura casi análoga a la estructura anormal⁽⁸³⁾ de la raza ñata caracterizaba al gran rumiante extinguido en India, el Sivatherium. La raza procrea invariablemente terneros ñata. Un toro ñata y una vaca ordinaria, o el cruce reciproco, producen descendientes que tienen un carácter intermedio, pero con caracteres ñata vigorosamente pronunciados. Según el señor Muñiz, está probado que, contrariamente a una experiencia ordinaria de los ganados en caso parecido, una vaca ñata cruzada con un toro ordinario transmite con más fuerza sus caracteres particulares que no lo hace el toro ñata cruzado con una vaca ordinaria. Cuando la hierba es lo bastante larga, el ganado ñata utiliza para comer la lengua y el paladar, como el ganado ordinario; pero durante las grandes sequías, cuando tantos animales perecen, la raza ñata desaparecería por completo si no se tomaran precauciones. En efecto, el ganado ordinario, como los caballos, logra subsistir ramoneando con sus labios los tallos tiernos de árboles y cañas; los ñatas, al contrario, no tienen ese recurso, porque sus labios no se juntan, y por eso perecen antes que los otros. ¿No es ese un ejemplo sorprendente de las indicaciones que nos proporcionan los hábitos normales de los seres vivos, acerca de las causas que determinan la rareza o la extinción de las especies, aún cuando esas causas no se originan más que a través de largos intervalos?

5.- La belleza de las mujeres de Buenos Aires y las peinetas que usan, motivan dos importantes preguntas en una estancia en la que pernoctamos.

(19 de noviembre)

Después de haber atravesado el valle de las Vacas, pasamos la noche en la casa de un norteamericano que explota un horno de cal en el arroyo de las Víboras. De madrugada nos dirigimos a un lugar denominado Punta Gorda, que forma un promontorio a orillas del río. Por el camino tratamos de hallar un jaguar. Las huellas recientes de esos animales abundan por todas partes; visitamos los árboles, en los que, según dicen, aguzan sus garras, pero no logramos ver a ninguno. El río Uruguay presenta, visto desde aquel lugar, un magnifico caudal de agua. La limpidez, la rapidez de la corriente hacen el aspecto de ese río mucho mejor que el de su vecino, el Paraná. En la orilla opuesta, muchos brazos de este último penetran en el Uruguay. Cuando brilla el Sol, puede distinguirse con toda claridad el diferente color de las aguas de esos dos ríos.

Al atardecer nos volvemos a poner en camino para dirigirnos a Mercedes, a orillas del río Negro. Llegada la noche, pedimos hospitalidad en una estancia que encontramos en nuestro camino. Esta propiedad es muy considerable, pues tiene 10 leguas cuadradas y pertenece a uno de los mayores terratenientes del país. Su sobrino dirige la estancia y con él se encuentra uno de los capitanes del ejército que acaba de huir de Buenos Aires recientemente. La conversación de esos señores no deja de ser divertida, dada su posición social. Como casi todos sus compatriotas, por lo demás, lanzan grandes gritos de asombro cuando les digo que la Tierra es redonda y no quieren creer que un pozo lo suficientemente profundo iría a salir al otro lado del mundo. Sin embargo, han oído hablar de un país donde el día y la noche duran seis meses seguidos, alternativamente, ¡país poblado de habitantes altos y delgados! Me hacen numerosas preguntas acerca de la cría y precios del ganado en Inglaterra. Y cuando les digo que nosotros no cogemos a lazo nuestros animales, exclaman; "¡Cómo! ¿Entonces no se sirven ustedes más que de las boleadoras?" No tenían la menor idea de las costumbres de otro país. El capitán, finalmente, me dijo que tenía una pregunta que hacerme, pero una pregunta de mucha importancia, a la que me rogaba contestase con toda verdad. Casi temblaba yo al pensar en la profundidad científica que iba a tener tal pregunta, y el lector podrá juzgar. Hela aquí: "¿No son las mujeres de Buenos Aires las más bellas del mundo?" Como un verdadero renegado, le contesté: "Ciertamente, sí". Y agregó: "Tengo otra pregunta que hacerle, ¿hay otro país del mundo donde las mujeres lleven peinetas tan grandes como las que lucen las de Buenos Aires?" Solemnemente le afirmé que jamás lo había encontrado.

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Trajes de señoras porteñas: 1-De iglesia. 2-De verano. 3-De invierno. 4-De baile. 5-De paseo. (Dibujos de H. Moulin en el álbum: Trajes de Buenos Aires, 1835. Del Museo municipal de la Ciudad de Buenos Aires).

Quedaron encantados, y el capitán exclamó: "¡He aquí un hombre que ha corrido la mitad del mundo y nos asegura que eso es así! Siempre lo habíamos creído, pero desde ahora estamos seguros de ello". Mi excelente gusto en materia de peinetas y de belleza me valió una encantadora acogida; el capitán me obligó a que ocupara su lecho y fue a acostarse sobre su recado.

6.- Inmensos campos de cardos silvestres.

(21 de noviembre)

Partimos al salir el Sol y viajamos lentamente durante todo el día. La naturaleza geológica de esta parte de la provincia difiere del resto y se parece mucho a la de las Pampas. Hay, en consecuencia, inmensos campos de cardos silvestres; incluso puede decirse que la región entera no es sino una inmensa llanura cubierta de esas plantas, las cuales, por lo demás, jamás se mezclan. El cardo silvestre llega a alcanzar la altura de un caballo, pero el de las Pampas rebasa a menudo en altura la cabeza del jinete. Abandonar el camino tan sólo un instante seria una locura, pero a menudo el mismo camino se halla invadido por ellos. Allí no existe pasto alguno, y si alguna cabeza de ganado vacuno o caballar penetra en un campo de cardos, se hace imposible volver a hallarlos. Así es peligroso hacer viajar a los ganados durante esta estación del año, porque, cuando están lo bastante fatigados para no querer avanzar más, se escapan por entre los campos de cardos y ya no se les ve más. En estas regiones hay pocas estancias, y las que existen están situadas en las vecindades de los valles húmedos, donde, afortunadamente, no puede crecer ninguna de esas terribles plantas. La noche nos sorprende antes de que hayamos alcanzado el objetivo de nuestro viaje, y la pasamos en una pequeñísima choza habitada por gente pobre, pero la cortesía de nuestros huéspedes forma un encantador contraste con todo lo que nos rodea.

7.- Guijarros perforados.

(22 de noviembre)

Llegamos a una estancia situada a orillas del Berquelo. Esta propiedad pertenece a un inglés muy hospitalario, para quien mi amigo señor Lumb me dio una carta de presentación. Permanezco allí tres días. Mi huésped me conduce a la Sierra de Pedro Flaco, situada 20 millas aguas arriba del río Negro y a orillas de éste. Una hierba excelente, aunque algo basta, cubre casi por completo el país, y, sin embargo, hay espacios de muchas leguas cuadradas de terreno donde no se encuentra una sola cabeza de ganado. La Banda Oriental podría alimentar a un número increíble de animales. En la actualidad, el número de pieles exportadas anualmente desde Montevideo asciende a 300.000; pero el consumo interior es muy considerable a causa del despilfarro de ellas en todas partes. Un estanciero me dice que a menudo debe enviar grandes rebaños de ganado a mucha distancia; con frecuencia caen los animales al suelo agotados de fatiga, y entonces hay que darles muerte para quitarles la piel. Jamás ha podido persuadir a sus gauchos a que aprovechen un cuarto de tales animales para su comida, ¡y es preciso cada noche dar muerte a otro para la cena! Mirado desde la Sierra, el río Negro ofrece un golpe de vista de lo más pintoresco que he podido ver en estas regiones.

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Rebaño de vacuno cruzando el río

Ese río, ancho, profundo y rápido en aquel lugar, rodea la base de un acantilado que cae a pico; una zona arbolada recubre sus orillas y las lejanas ondulaciones de la llanura cubierta de césped cierran el horizonte.

A menudo he oído hablar, durante mi estancia en aquel lugar, de la Sierra de las Cuentas, colina situada a muchas millas al norte. Se me ha asegurado que, en efecto, se encuentran allí gran número de piedrecitas redondas de diferentes colores, todas ellas perforadas con un agujerito cilíndrico. Los indios tenían antaño la costumbre de recogerlas para formar collares y brazaletes, gusto que comparten en común, bueno es hacerlo notar de paso, todos los países salvajes lo mismo que los pueblos más civilizados. No me atrevía a conceder demasiada fe a esa historia, pero cuando se la referí al doctor Andrew en el cabo de Buena Esperanza, me dijo que recordaba haber encontrado en la costa oriental de África meridional, a unas 100 millas al este del río de San Juan, cristales de cuarzo cuyos ángulos estaban gastados por el roce y que se encontraban mezclados con gravilla a orillas del mar. Cada cristal tenía unas 5 líneas de diámetro y una longitud de una pulgada a pulgada y media. La mayor parte de ellos se hallaban perforados de uno a otro extremo por un agujerito perfectamente cilíndrico y de ancho suficiente para dejar pasar un hilo grueso o una cuerda de guitarra muy fina. Esos cristales son rojos o blancos grisáceos, y los indígenas los buscan para hacerse collares con ellos. Aunque actualmente no se conoce cuerpo alguno cristalizado que tome esa forma, he referido esos hechos por si pudieran hacer que cualquier futuro explorador buscara la verdadera naturaleza de esas piedras.

8.- Perros pastores. Doma de caballos. Destreza de los gauchos.

Durante mi permanencia en esa estancia, estudié con cuidado los perros pastores del país, y ese estudio me interesó en gran manera⁽⁸⁴⁾. A menudo se encuentra a 1 o 2 millas de todo hombre o de toda habitación, un gran rebaño de corderos guardado por uno o dos perros. ¿Cómo puede establecerse una amistad tan sólida? Eso es un motivo de asombro para mí. El procedimiento de educación consiste en separar al cachorrillo de la perra madre y acostumbrarle a la sociedad de sus futuros compañeros. Se le procura una oveja que lo amamante tres o cuatro veces por día; se le hace dormir en una perrera provista de pieles de cordero y se le separa en absoluto de los otros perros y de los niños de la familia. Además, se le castra cuando aun es muy joven, de suerte que, al llegar a su completo desarrollo, no puede tener los mismos gustos que los de su especie. No tiene, pues, deseo alguno de abandonar el rebaño, y, lo mismo que el perro ordinario, se apresura a defender a su dueño, el hombre, de igual modo que defiende a los carneros. Es muy entretenido observar cuando uno se acerca al rebaño, con qué furor ladra el perro y cómo se agrupan detrás de él los carneros, como si fuera el más viejo morueco del rebaño. Se enseña también muy fácilmente a un perro a reunir el rebaño a una hora determinada de la tarde y a conducirlo a la hacienda. Esos perros no tienen más que un defecto durante su juventud: el de jugar con demasiada frecuencia con los corderos; porque, durante sus juegos, hacen galopar terriblemente a los pobres bichos.

El perro pastor acude cada día a la hacienda en busca de carne para su comida; pero así que se le ha dado su pitanza, sale corriendo, como si tuviera vergüenza por lo que acaba de hacer. Los perros de la casa se muestran muy agresivos con él, y el más pequeño de entre ellos no vacila en atacarle y perseguirle. Pero así que el perro pastor se encuentra de nuevo junto a su rebaño, se revuelve y empieza a ladrar; entonces, todos los perros que le perseguían vuelven en seguida grupas y salen huyendo a toda la velocidad de sus patas. Asimismo, rara vez se atreve (me han afirmado que jamás) una banda de perros salvajes hambrientos a atacar a un rebaño guardado por uno de esos fieles pastores. Todo eso me parece constituir un curioso ejemplo de la flexibilidad de los afectos en el perro. Que éste sea salvaje o esté adiestrado, no importa en qué forma, conserva un sentimiento de respeto o de temor por aquellos que obedecen a su instinto de asociación. En efecto, no podemos comprender que los perros salvajes retrocedan ante un solo perro acompañado de su rebaño, sino admitiendo en ellos una especie de idea confusa de que quien está así, en compañía, adquiere cierto poder, de igual modo que si se hallara acompañado de otros individuos de su especie. F. Cuvier hizo observar que todos los animales que se reducen fácilmente al estado de domesticidad, consideran al hombre como uno de los miembros de su propia sociedad y que así obedecen a su instinto de asociación. En el caso antes citado, el perro pastor considera a los carneros como a hermanos suyos y adquiere así la confianza en sí mismo; los perros salvajes, aunque sabiendo que cada carnero considerado individualmente no es un perro, sino un animal bueno de comer, adoptan sin duda también, en parte, esa misma manera de ver cuando se encuentran en presencia de un perro pastor a la cabeza de un rebaño.

Una noche vi llegar a un domador (de caballos) que venía con objeto de domar algunos potros. Voy a describir en pocas palabras las operaciones preparatorias, porque creo que ningún viajero hasta ahora ha hecho tal descripción. Se hace entrar en un corral una tropilla de potros salvajes y después se cierra la puerta. Lo más a menudo, un hombre solo se encarga de apoderarse y de montar un caballo al que jamás se aplicaron bridas ni montura; y a mi parecer, sólo un gaucho bien desarrollado, y en el momento en que éste galopa puede llegar a tal resultado. El gaucho elige un potro, y mientras el animal corre furioso alrededor del corral, le arroja su lazo en forma que envuelva las dos patas delanteras. El bruto cae en seguida y, mientras se debate en el suelo, el gaucho, manteniendo tirante el lazo, da vueltas en torno de aquél rodeando una de las patas traseras del animal hasta la cuartilla y acerca esa pata todo lo que puede a las delanteras; después asegura su lazo y las tres patas quedan atadas juntas. Entonces se sienta en el cuello del caballo y asegura en la mandíbula inferior de éste una fuerte brida; pero no le pone bocado; esa brida la afianza haciendo pasar por los ojetes que la terminan una correhuela muy fuerte que arrolla muchas veces en torno de la mandíbula inferior y de la lengua. Hecho esto, ata las dos patas delanteras del caballo con otra correílla de cuero muy fuerte, retenida por un nudo corredizo, y quita después el lazo que retenía las tres patas del potro, levantándose éste con dificultad. El gaucho toma entonces la brida fija a la mandíbula inferior del caballo y lo conduce fuera del corral. Si cuenta con el auxilio de otro hombre (pues de lo contrario la operación se hace más difícil), éste sostiene la cabeza del caballo mientras el primero le pone la manta y la silla y asegura el todo con una cincha. Durante esa operación, el caballo, asombrado, aterrorizado al sentirse así ensillado, se deja rodar por el suelo muchas veces y no se le puede hacer levantar sino a fuerza de golpes. Al fin, cuando se ha acabado de ensillar, el pobre animal, todo él cubierto de espuma, apenas si puede respirar de tan asustado que está. El gaucho se dispone entonces a subir a la silla apoyándose fuertemente en el estribo en forma que el caballo no pierda el equilibrio; en el momento en que ya se encuentra a horcajadas sobre el animal, afloja el nudo corredizo y el caballo se encuentra libre. Algunos domadores desatan el nudo corredizo cuando aun está el caballo en el suelo, y sentado ya en la silla, dejan que éste se incorpore debajo de ellos. El caballo, loco de terror, da algunas huidas terribles y después parte al galope; cuando ya está completamente agotado, el hombre, a fuerza de paciencia, lo conduce de nuevo al corral, donde lo deja en libertad, cubierto por completo de espuma y respirando apenas. Hay que trabajar más con aquellos caballos que, no queriendo salir galopando, inesperadamente se echan al suelo y empiezan a dar vueltas en él. Este procedimiento de doma es horrible, pero el caballo ya no se resiste después de dos o tres pruebas. Sin embargo, hacen falta muchas semanas antes de que se le pueda poner un bocado de hierro, porque es preciso que aprenda a comprender antes que el impulso dado a la brida representa la voluntad de su jinete; sin esto, el más poderoso de los bocados no serviría para nada.

Hay tantos caballos en este país, que la humanidad y el interés no tienen casi nada de común, y por esa razón, según creo, la humanidad priva en él poco. Un día en que recorría a caballo las Pampas, acompañado de mi huésped, estanciero muy respetable, mi montura, fatigada, se quedaba atrás, y el hombre me gritaba a menudo que la espolease. Le respondí que eso sería vergonzoso, porque el caballo se hallaba por completo agotado. "¡Qué importa! –⁠exclamó–, espoléele de firme, que el caballo es mío". Entonces hube de hacerle comprender, no sin dificultades, que si no me servía de la espuela era a causa del caballo y no por consideración al amo. Pareció muy asombrado, y sólo dijo: "¡Ah!, don Carlos, ¡qué cosa!" Seguramente que jamás se le había ocurrido una idea semejante.

Sabido es que los gauchos son excelentes jinetes. No comprenden que un hombre pueda ser derribado del caballo por más brioso o indómito que resulte éste. Para ellos, un buen jinete es el que puede dirigir un potro salvaje, que si su caballo cae sepa quedar de pie, y otras hazañas análogas. He oído a un hombre apostar que él haría caer a su caballo veinte veces seguidas sin caer él ninguna vez. Recuerdo haber visto un gaucho que montaba un caballo muy testarudo; tres veces seguidas se le encabritó éste tan por completo, que cayó de espaldas con gran violencia; el jinete conservó toda su sangre fría y calculó cada vez el momento preciso para echar pie a tierra; y apenas estaba de pie nuevamente el caballo, cuando ya el hombre saltaba sobre éste; al fin partieron al galope. El gaucho jamás parece emplear la fuerza. Un día, mientras yo galopaba al lado de uno de ellos, excelente jinete por lo demás, me decía yo que él prestaba muy poca atención a su caballo y que en caso de que éste diera un bote, seguramente seria desmontado. Apenas me había hecho esta reflexión, cuando un avestruz salió de su nido a los pies mismos del caballo; el potro dio un salto de costado, pero del jinete, todo lo que puedo decir es que, aunque compartiendo el susto de su caballo, saltó de costado con él pero sin abandonar la silla.

En Chile y en el Perú se preocupan más de la finura de boca del caballo que en el Plata; evidentemente es esa una de las consecuencias de la naturaleza más accidentada del país. En Chile no se cree que un caballo está perfectamente adiestrado hasta que se le pueda detener de pronto, en medio de la carrera más rápida, en un lugar dado, sobre una capa tendida en el suelo, por ejemplo; o bien se le lanza a toda velocidad contra una pared y, al llegar ante el obstáculo, se le para haciéndole encabritar de forma que los cascos delanteros rocen la pared. He visto un caballo lleno de ardor que era conducido por su jinete sin que éste tuviera la brida más que con el pulgar y el índice, que se le hacía galopar a toda velocidad alrededor de un patio y después se le hacía girar sin disminuir la velocidad en torno a un poste, a una distancia tan igual, que el jinete tocaba el poste durante todo el tiempo con uno de sus dedos; después, dando una media vuelta en el aire, el jinete continuaba dando vueltas en torno al poste con tanta rapidez como antes, pero en dirección contraria a la que llevaba primero y tocándolo con la otra mano.

Cuando ha llegado a esto, entonces se considera que el caballo está adiestrado, y aunque de momento pueda parecer inútil eso, está lejos de ser así. Lo único que se ha hecho ha sido llevar a la perfección lo que es necesario cada día. Un toro asido con el lazo se pone a galopar a veces en redondo, y el caballo, si no está bien domado, se alarma a causa de la tensión súbita que tiene que soportar y entonces no da vueltas al ritmo del toro enlazado. Muchos hombres han sido muertos de ese modo; porque si el lazo llega a enrollarse siquiera una vez en torno al cuerpo del jinete, casi inmediatamente queda dividido en dos, a causa de la tensión que ejercen los dos animales. Las carreras de caballos en ese país reposan sobre el mismo principio; la pista no tiene más de 200 o 300 metros de longitud, porque se desea ante todo procurarse caballos cuyo impulso sea muy rápido. A los caballos de carreras se les adiestra no solamente a tocar una línea con sus cascos, sino a lanzarse con los cuatro pies juntos, en forma que al dar el primer salto pongan en juego todos los músculos. Se me ha referido en Chile una anécdota que creo verdadera y que es un excelente ejemplo de la importancia que tiene el buen adiestramiento de los caballos. Un hombre muy respetable, viajando cierto día a caballo, encontró otros dos viajeros, uno de los cuales montaba un caballo que le había sido robado al primero. Éste los paró y reclamó el que era suyo, pero ellos no le contestaron sino tirando del sable y lanzándose en su persecución. El hombre, que montaba un caballo muy rápido, se las arregló de manera que no los precedía en mucho, y al pasar cerca de un matorral, dio una vuelta muy ceñida y paró en seco su caballo. Los que le perseguían se vieron obligados a pasar sin detenerse por delante de él, no siéndoles posible detener en seco a sus caballos. Entonces el robado se lanzó inmediatamente en persecución de los ladrones, hundió su cuchillo en la espalda de uno, hirió al otro, recobró su caballo y regresó a su casa. Para llegar a tan perfectos resultados, hacen falta dos cosas: un bocado muy fuerte, como el empleado por los mamelucos, y del que rara vez se hace uso, pero cuya fuerza conoce el caballo exactamente, y espuelas enormes, aunque embotadas, con las cuales se pueda rozar únicamente la piel del caballo o causarle un violento dolor. Con espuelas inglesas que lastiman la piel así que la tocan, opino que seria imposible domar a la americana un caballo.

En una estancia, cerca de Las Vacas, se da muerte cada semana a un gran número de yeguas con el único objeto de vender su piel y a pesar de que cada una de éstas no vale más que 5 pesos papel. De momento parece muy extraño que se mate yeguas para obtener tan pequeña cantidad; pero como en este país se juzga absurdo domar o montar una yegua, éstas no sirven más que para la reproducción. Jamás he visto utilizar las yeguas más que para un solo objeto: trillar el grano; para eso se las acostumbra a dar vueltas en círculo en el cercado donde se han extendido las gavillas. El hombre a quien se empleaba para derribar a las yeguas era muy celebrado por la destreza con que se servía del lazo. Situado a 12 metros de la puerta del corral, apostaba con quien quisiera que enlazaría por las patas a todo animal que pasara por delante de él, sin marrar ni uno solo. Otro hombre proponía lo siguiente: entraría a pie en el corral, atraparla una yegua, amarraría las patas delanteras de ésta, la haría salir, la derribaría, la mataría, la despedazaría y extendería la piel para que se secara (operación ésta muy larga), y apostaba a que repetiría esta operación veintidós veces por día, o bien que mataría y despedazaría cincuenta en una jornada. Este hubiera sido un trabajo prodigioso, porque se considera que matar y despedazar quince o dieciséis animales por día es todo lo que un hombre puede hacer.

9.- Las Pampas, sepultura de cuadrúpedos gigantescos ya extinguidos.

(26 de noviembre)

Parto para regresar en derechura a Montevideo. Pero habiendo sabido que había algunas gigantescas osamentas en una hacienda vecina, junto al Sarandí, pequeño arroyuelo que desemboca en el río Negro, me dirijo allá acompañado de mi huésped y compro por 18 peniques una cabeza de Toxodon⁽⁸⁵⁾. Esa cabeza se hallaba en perfecto estado cuando fue descubierta; pero los chicuelos rompieron una parte de los dientes a pedradas, pues eligieron aquella cabeza como blanco. Tuve, sin embargo, la suerte de encontrar a unas 180 millas de ese lugar, a orillas del río Tercero, un diente perfecto que llenaba exactamente uno de los alvéolos. Encontré también restos de ese extraordinario animal en otros dos sitios; de lo que deduje que debió ser muy común en los pasados tiempos. Además, hallé en el mismo lugar algunos trozos considerables del caparazón de un animal gigantesco, parecido a un armadillo, y parte de la enorme cabeza de un Mylodon. Los huesos de esa cabeza son tan recientes que, según el análisis hecho por Mr. T. Reeks, contienen un siete por ciento de materias animales; puestos en una lámpara de espíritu de vino, esos huesos arden con pequeña llama. El número de restos sepultados en el gran depósito que forman las Pampas y que recubre los peñascos graníticos de la Banda Oriental debe de ser considerable. Creo que una línea recta trazada en cualquier dirección a través de las Pampas, cortaría algún esqueleto o algún montón de osamentas. Además de las osamentas que he encontrado durante mis cortas excursiones, he oído hablar de otras muchas, y se comprende fácilmente de dónde provienen los nombres de río del Animal, colina del Gigante, etc. En otros sitios he oído hablar también de la maravillosa propiedad que poseen ciertos ríos de cambiar las pequeñas osamentas en otras grandes; o, según otra versión, son las mismas osamentas las que crecen. Según lo que he podido estudiar de esa cuestión, ninguno de esos animales pereció, como se suponía antiguamente, en los pantanos o en las fangosas orillas del país tal como éste se halla constituido actualmente; estoy persuadido de que, al contrario, tales osamentas han sido puestas al desnudo por las corrientes de agua que cortan los depósitos subacuosos donde estuvieron anteriormente sepultadas. En todos los casos, hay una conclusión a la que se llega forzosamente: que la superficie entera de las Pampas constituye una inmensa sepultura para esos cuadrúpedos gigantescos ya extinguidos.

El 28, de día aún, y después de dos y medio de viaje, llegamos a Montevideo. Todo el país que habíamos atravesado conserva el mismo carácter uniforme; en algunos lugares es, sin embargo, más montuoso y peñascoso que cerca del Plata. A cierta distancia de Montevideo alcanzamos la aldea de Las Piedras, que debe este nombre a algunas grandes masas redondeadas de sienita. Este pueblo es bastante lindo. Por lo demás, en este país puede calificarse de pintoresco todo sitio elevado algunos centenares de pies por encima del nivel general, en cuanto está recubierto por algunas casas rodeadas de higueras.

10.- Carácter de los habitantes.

Durante los seis últimos meses he tenido ocasión de estudiar el carácter de los habitantes de estas provincias. Los gauchos, o campesinos, son muy superiores a los habitantes de las ciudades. Invariablemente, el gaucho es muy obsequioso, muy cortés, muy hospitalario; jamás he visto un caso de grosería o de inhospitalidad. Lleno de modestia cuando habla de él o de su país, es al mismo tiempo atrevido y bravo. Por otra parte, se oye hablar constantemente de robos y homicidios, siendo la causa principal de estos últimos la costumbre de ir siempre armados de facón. Es deplorable pensar en el número de homicidios que son debidos a insignificantes querellas. Cada uno de los contendientes procura alcanzar a su rival en el rostro, mutilarle la nariz o dañarle los ojos; y la prueba de esto está en las horribles cicatrices que ostentan casi todos. Los delitos provienen naturalmente de las arraigadas costumbres de los gauchos por el juego y la bebida y de su incultura. Una vez, en Mercedes, pregunté a dos hombres que encontré por qué no trabajaban. "Los días son muy largos", me respondió uno; y el otro contestó: "Soy demasiado pobre". Hay un número tan grande de caballos y tal profusión de alimentos que no se experimenta la necesidad de la industria. Además, el número de días feriados es incalculable; también se cree que una empresa no ofrece algunas probabilidades de éxito sino en el caso de empezarla con la Luna en creciente; de tal forma que estas dos causas hacen perder la mitad del mes.

Nada menos eficaz que la policía y la justicia. Si un hombre pobre comete un crimen y puede ser detenido, se le mete en una prisión o quizá hasta se le fusile; pero si es rico y tiene amigos, puede contar con que el asunto no tendrá para él ninguna mala consecuencia. Es de notar que la mayor parte de los habitantes del país ayudan invariablemente a los criminales a escaparse; parece que piensan que el asesino ha cometido un crimen contra el Gobierno y no contra la sociedad. Un viajero no cuenta con otra protección que sus armas de fuego, y la constante costumbre de llevarlas encima es lo único que impide que los robos sean más frecuentes.

Las clases más elevadas, más instruidas, que viven en las ciudades, poseen las cualidades del gaucho, aunque en menor grado sin embargo; pero un gran número de vicios que el gaucho no tiene anulan, lo temo así, esas buenas cualidades. En esas clases elevadas se notan la sensualidad, la irreligiosidad, la más desvergonzada corrupción llevada a grado supremo. Casi todos los funcionarios públicos son venales, y hasta el director de Correos vende sellos falsos para el franqueo de los despachos; el presidente y el primer ministro están de acuerdo para estafar al Estado. No hay que contar con la justicia desde que el oro interviene. He conocido un inglés que fue a ver al ministro de Justicia en las siguientes condiciones (al referírmelo añadió que, poco al corriente de las costumbres del país, le temblaban todos los miembros cuando entró en casa de aquel alto personaje): "Señor –⁠le dijo–, vengo a ofrecerle a usted doscientos pesos en el caso de que usted haga detener en un plazo determinado a un hombre que me ha robado. Sé muy bien que la demanda que hago es contraria a la Ley, pero mi abogado (y citó el nombre de éste) me lo ha aconsejado así." El ministro de Justicia sonrió, tomó el dinero, le dio las gracias, y antes de acabar el día el hombre en cuestión había sido arrestado. ¡Y el pueblo espera aún establecer una república democrática a pesar de esa ausencia de principios en la mayoría de los hombres públicos y mientras el país rebosa de oficiales turbulentos y mal pagados!

Cuando por primera vez se penetra en la sociedad de esos países, de momento ya llaman la atención dos o tres rasgos característicos: las maneras dignas y corteses que se notan en todas las clases sociales, el gusto excelente de que dan prueba las mujeres en la elección de sus vestidos y la perfecta igualdad que reina por todas partes. Hasta los más ínfimos tenderos tenían la costumbre de comer con el general Rosas cuando éste se hallaba en su campamento junto al río Colorado. El hijo de un comandante, en Bahía Blanca, ganaba su vida haciendo cigarrillos, y cuando mi ida a Buenos Aires, me hubiera acompañado como guía o como criado si su padre no hubiera temido para él los peligros del camino. Un gran número de oficiales del Ejército no saben ni leer ni escribir, lo que no les impide hallarse socialmente en un pie de igualdad de lo más perfecto. En la provincia de Entre Ríos, la Sala no estaba constituida más que por seis representantes: uno de ellos era dueño de una tienda de lo más ínfimo, lo cual no era para él motivo de ninguna desconsideración. Sé muy bien que hay que esperar tales espectáculos en un país nuevo; pero no es menos cierto que la ausencia absoluta de personas que ejerzan la profesión de gentleman, si puedo expresarme así, parece muy extraño a un inglés.

Sin embargo, el extremo liberalismo que reina en esos países acabará por producir excelentes resultados. Los que han visitado las antiguas provincias españolas de América del Sur deben recordar con gusto la excesiva tolerancia religiosa que reina, la libertad de prensa, los cuidados que se ponen en extender la instrucción, las facilidades que se dan a todos los extranjeros y, sobre todo, la amabilidad que se demuestra siempre con aquellos que se ocupan en la ciencia.

11.- El Río de la Plata. Bandadas de mariposas. Arañas aeronautas. Algunos crustáceos notables.

(6 de diciembre)

El Beagle abandona el río de la Plata, a cuyas aguas fangosas nunca más debíamos regresar. Nos dirigimos a Puerto Deseado, en la costa de la Patagonia; pero antes de proseguir más lejos, quiero consignar aquí algunas observaciones hechas en el mar.

Muchas veces, cuando nuestro buque se encontraba a algunas millas a lo largo de la desembocadura del Plata o de las costas de la Patagonia septentrional, nos hemos visto rodeados de insectos. Una noche, a unas diez millas de la bahía de San Blas, hemos visto bandadas de mariposas, en multitud infinita, extendiéndose tan lejos como la vista podía alcanzar; hasta con la ayuda de un telescopio se hacia imposible descubrir un solo lugar en que no hubiera mariposas. Los marineros decían que "nevaban mariposas"; tal era, en efecto, el aspecto que ofrecía el cielo. Esas mariposas correspondían a muchas especies, pero la mayor parte de ellas se parecían a la especie inglesa, tan común, Colias edusa, aunque sin ser idéntica a ésta. Algunas falenas y algunos himenópteros acompañaban a tales mariposas, y un bello escarabajo (un Calosoma) cayó a bordo de nuestro navío. Se conocen otros casos en que un escarabajo ha sido pescado en alta mar, lo que es tanto más notable cuanto que el mayor número de Carábidos se sirven raramente de sus alas. El día había sido muy hermoso y tranquilo, la víspera también había hecho buen tiempo, y hacía poco viento y sin dirección bien determinada. No podíamos, suponer que tales insectos hubieran sido arrastrados desde tierra por el viento, y era preciso admitir que se habían alejado de ella por su voluntad.

Al principio, esas inmensas bandadas de Colias me parecieron ser un ejemplo de una de esas grandes emigraciones que lleva a cabo otra mariposa, la Vanessa cardui⁽⁸⁶⁾; pero la presencia de otros insectos hacía más notable y hasta menos inteligible el caso actual. Una fuerte brisa del norte se levantó antes de ponerse el Sol, y seguramente debió causar la muerte a millares de esas mariposas y de otros insectos.

En otra ocasión dejé a rastras una red en la estela del buque para recoger animales marinos a lo largo del cabo Corrientes, y al retirar mi red encontré en ella, con gran sorpresa por mi parte, un número considerable de escarabajos y, aunque hallados en alta mar, parecían haber sufrido muy poco como consecuencia de su inmersión en el agua salada. He perdido algunos de los ejemplares recogidos entonces, pero los que he conservado pertenecen a los géneros: Colymbetes, Hydroporus, Hydrobius (dos especies), Notaphus, Cynucus, Adimonia y Scarabaeus. Al principio, creí que esos insectos habían sido llevados hasta el mar por el viento; pero, reflexionando que, de las ocho especies, había cuatro acuáticas y dos que lo eran en parte, me pareció lo más probable que esos insectos habían sido arrastrados por un pequeño torrente que, luego de haber servido de desagüe a un lago, desemboca en el mar cerca del cabo Corrientes. En todo caso, es muy interesante encontrar insectos vivos nadando en alta mar a 17 millas (27 kilómetros) de la costa más cercana. Muchas veces se ha visto que los insectos han sido arrastrados por el viento en las costas de la Patagonia. El capitán Cook ha observado ese hecho y, más recientemente, el capitán King lo pudo ver a su vez a bordo del Adventure. Ese hecho proviene probablemente de que ese país está desprovisto de todo abrigo, árboles o colinas; y así se comprende que un insecto que va revoloteando por la llanura sea arrebatado por una racha de viento que sopla en dirección al mar. El caso más notable de un insecto capturado en alta mar, que yo mismo pude ver, ocurrió en el Beagle, mientras que nos encontrábamos sujetos a la acción del viento procedente de Cabo Verde y la tierra más próxima no expuesta a la acción directa de los vientos alisios, era el cabo Blanco, en la costa de África, a 370 millas (595 kilómetros) de distancia, un enorme saltamontes (Acrydium) cayó a bordo⁽⁸⁷⁾.

En muchas ocasiones, cuando el Beagle se encontraba en la desembocadura del río de la Plata, noté que los mástiles y el cordaje se recubrían de hilos de araña. Un día (el 19 de noviembre de 1832) me ocupé particularmente en ello. El tiempo, desde hacia algunos días, era bueno y claro, y, de madrugada, el aire se hallaba lleno de esas telas formando copos, como en un bello día otoñal en Inglaterra. El buque se encontraba entonces a 60 millas (96 kilómetros) de tierra, siguiendo la dirección de una brisa constante aunque muy ligera. Esos hilos de araña soportaban un gran número de arañitas de color rojo oscuro y que tenían una longitud de una décima de pulgada. Debían ser en número de muchos millares las que se encontraban en el buque. En el momento de ponerse en contacto con la arboladura, la araña descansaba siempre en un solo hilo y jamás en la masa de ellos, cuya masa semejaba originada por una maraña de hilos separados. Todas esas arañitas pertenecían a la misma especie; las había de uno y otro sexo, así como algunas que no habían alcanzado su completo desarrollo; estas últimas eran de color más oscuro. No daré la descripción de esa araña, limitándome a hacer constar que no parece comprendida en el número de los géneros descritos por Latreille. Así que llegaba, cada uno de aquellos diminutos aeronautas se ponía a la obra, corriendo por todos lados, dejándose caer a lo largo de un hilo y volviendo a subir por el mismo camino; otras veces se ocupaba en construir una pequeña tela de forma irregular en los espacios entre las cuerdas. Esa araña corre fácilmente por la superficie del agua. Si se la molesta, levanta sus dos patas delanteras, como si se previniera. Al llegar a bordo parece hallarse sedienta y bebe con avidez las gotas de agua que puede encontrar. Strack ha observado el mismo hecho; ¿no será porque ese pequeño insecto acaba de atravesar una atmósfera muy seca y rarificada? Su reserva de hilo parece inagotable. He podido ver que el más ligero soplo de aire basta para arrastrar horizontalmente a aquellas que están suspendidas de un hilo. En otra ocasión (el 25), observé con cuidado la misma especie de arañita; cuando se la coloca sobre una pequeña eminencia, o ha trepado por sí misma hasta allí, levanta horizontalmente su abdomen, deja surgir un hilo y luego avanza horizontalmente con una rapidez inexplicable. He creído observar que, antes de prepararse como acabo de indicar, la araña se reúne las patas con hilos casi imperceptibles; pero no estoy cierto de que tal observación mía sea correcta.

Un día, en Santa Fe, pude ver hechos análogos. Una araña, que tendría unas tres décimas de pulgada de longitud, y que se parecía mucho a una Citígrada, estaba en la cima de un poste; de pronto, produjo cuatro o cinco hilos que, brillando al sol, podrían ser comparados a rayos divergentes de luz; sin embargo, esos rayos no eran derechos, sino más bien ondulados como hilos de seda agitados por el viento. Esos hilos tenían aproximadamente un metro de longitud, y se elevaron alrededor de la araña que, de súbito, abandonó el poste y muy pronto fue arrastrada fuera del alcance de la vista. Hacía mucho calor y el aire parecía estar en perfecta calma; sin embargo, el aire no puede estar jamás lo bastante tranquilo para no ejercer acción sobre un tejido tan delicado como el hilo de una araña. Si durante un día caluroso se observa la sombra de un objeto proyectada sobre una eminencia, o si, en una llanura, se mira cualquier objeto alejado, se percibe casi siempre que existe una corriente de aire caliente que se dirige de abajo arriba; puede adquirirse la prueba de esas corrientes por medio de pompas de jabón, que en una habitación no se elevan. No es, pues, difícil de comprender que los hilos tejidos por la araña tienden a elevarse y que la misma araña acaba por elevarse también.

En cuanto a la divergencia de los hilos, Mr. Murray, según creo, ha tratado de explicarla por su estado eléctrico semejante. En muchas ocasiones he encontrado arañas de la misma especie, pero de edad y sexo diferentes, afianzadas en gran número a las jarcias del navío, a gran distancia de tierra, lo que tiende a probar que la costumbre de viajar por el aire caracteriza a esa especie, así como la de bucear caracteriza a la Argyroneta. Podemos, pues, rechazar la suposición de Latreille, a saber: que los hilos de araña, deben su origen indiferentemente a arañas jóvenes de muchos géneros, aunque, como hemos visto, las arañas jóvenes de otros géneros posean la facultad de llevar a cabo viajes aéreos⁽⁸⁸⁾.

Durante nuestras diferentes travesías al sur del río de la Plata, frecuentemente dejaba arrastrar sobre la estela del buque una bolsa de tela, lo que me permitió apoderarme de algunos curiosos animales. Así coleccioné muchos crustáceos muy notables pertenecientes a géneros aun no descritos. Uno de ellos, afín en ciertos aspectos a los Notopterigios (cangrejos que tienen las patas posteriores situadas casi sobre la espalda, lo que les permite adherirse a la superficie inferior de las peñas), es muy notable a causa de la estructura de sus patas posteriores. La penúltima juntura, en vez de terminar por una sencilla pinza, está compuesta de tres apéndices de desigual longitud semejantes a cerdas de puerco; el más largo de esos apéndices es igual en longitud a la pata entera. Esas pinzas son muy delgadas y van provistas de dientes muy finos dirigidos hacia atrás; su extremidad recurvada es plana y en esa parte aplanada se ven cinco cupulitas muy pequeñas que parecen desempeñar el mismo papel que las ventosas en los tentáculos del pulpo. Como ese animal vive en alta mar y probablemente experimentará la necesidad de descansar, supongo que esa estructura admirable, pero muy anormal, le permite fijarse al cuerpo de animales marinos.

Los seres vivos se encuentran en muy pequeño número en aguas profundas, lejos de la tierra. Al sur del grado 35 de latitud, jamás he podido apoderarme sino de algunos béroes y algunas especies de crustáceos entomostráceos muy pequeños. En los lugares en que el agua es menos profunda, a algunos miles de millas de la costa, se encuentra un gran número de crustáceos de diferentes especies y algunos otros animales, pero sólo durante la noche. Entre las latitudes 56 y 57 grados, al sur del cabo de Hornos, muchas veces dejé a rastras redes, pero sin poder recoger más que algunos raros ejemplares de especies muy pequeñas de entomostráceos. Y sin embargo, las ballenas, las focas, los petreles y los albatros abundan en toda esta parte del océano. Siempre me he preguntado, sin haber podido resolver jamás el problema, de qué puede vivir el albatros, que frecuenta parajes tan alejados de las costas. Presumo que, como el cóndor, puede ayunar mucho tiempo, y que una buena comida hecha sobre el cadáver en descomposición de una ballena le basta para algunos días. Las partes centrales e intertropicales del océano Atlántico rebosan de terópodos, de crustáceos y de zoófitos: se encuentran también en número considerable los animales que les hacen una guerra encarnizada, peces voladores, bonitos y albícolos; supongo que los numerosos animales marinos inferiores se nutren de infusorios, los cuales, como nos lo hacen saber las investigaciones de Ehrenberg, abundan en el océano, pero ¿de qué se nutren esos infusorios en esa agua azul tan clara y tan límpida?

12.- Fosforescencia del mar.

Un poco al sur del Plata, en una noche muy oscura, el mar nos ofreció de pronto un espectáculo sorprendente y admirable. La brisa soplaba con una violencia bastante grande y la cresta de las olas, que durante el día se ve romperse en espuma, emitía entonces una espléndida aunque pálida luz. La proa del navío levantaba dos olas de fósforo líquido y su estela se perdía en el horizonte formando una línea de fuego. Tan lejos como podía alcanzar la vista resplandecían las olas y la reverberación era tal, que el cielo, en el horizonte, nos parecía inflamado, lo que producía un sorprendente contraste con la oscuridad que reinaba por encima de nuestras cabezas.

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A medida que se avanza hacia el sur, se observa cada vez menos fosforescencia del mar. A lo largo del cabo de Hornos no observé ese fenómeno más que una vez, y aun estaba muy lejos de ser brillante. Esto proviene probablemente del pequeño número de seres orgánicos que habitan esta parte del océano. Después de la Memoria⁽⁸⁹⁾ de Ehrenberg, tan completa, acerca de la fosforescencia del mar, es casi superfluo que yo haga observaciones a tal respecto. Puedo agregar, sin embargo, que las mismas partículas desgarradas e irregulares de materia gelatinosa descritas por Ehrenberg parecen causar ese fenómeno así en el hemisferio austral como en el boreal. Esas partículas son tan pequeñas que pueden pasar fácilmente a través de las mallas del tamiz más tupido; sin embargo, gran número de ellas se distinguen a simple vista fácilmente. Esa agua, puesta en un vaso, centellea cuando se la agita; pero una pequeña cantidad de ella vertida en un cristal de reloj rara vez es luminosa. Ehrenberg comprobó que esas partículas conservan un cierto grado de irritabilidad. Mis observaciones, que en su mayoría fueron hechas con agua tomada directamente del mar en fosforescencia, me llevaron a una conclusión diferente. Puedo añadir también que, habiendo tenido ocasión de servirme de una red, mientras la mar estaba fosforescente, la dejé secar en parte, y al utilizarla de nuevo a la siguiente noche, me di cuenta de que emitía aún tanta luz en el momento en que la sumergí en el agua, como el día anterior al sacarla. No me parece probable en ese caso que las partículas hayan podido vivir tanto tiempo. Recuerdo también haber conservado hasta su muerte un pez del género Dianaea, y el agua en que estaba se puso luminosa.

Cuando las olas emiten una luz brillante y verde, creo que la fosforescencia es debida de ordinario a la presencia de pequeños crustáceos; pero no puede ponerse en duda que otros muchos animales marinos no sean fosforescentes durante su vida.

Por dos veces he tenido ocasión de observar fosforescencias, procedentes de grandes profundidades, por debajo de la superficie del mar. Cerca de la desembocadura del río de la Plata, he visto algunas manchas circulares y ovales de dos a cuatro metros de diámetro, con bordes definidos y que emitían una luz pálida pero continua; el agua que las rodeaba no producía más que algunas chispas. El aspecto general de esas manchas recordaba bastante el reflejo de la Luna o de otro cuerpo luminoso, porque las ondulaciones de la superficie hacían que los bordes fueran sinuosos. El navío, que calaba 13 pies, pasó por encima de esos lugares brillantes sin hacerlos variar nada. Debemos, pues, suponer que algunos animales se habían reunido a una profundidad mayor que la quilla del barco.

Cerca de Fernando Noronha he podido ver que el mar emitía verdaderos relámpagos. Se hubiera podido decir que un pez nadaba rápidamente en medio de un fluido luminoso. Los marinos atribuyen, en efecto, esos relámpagos a esa causa; pero de momento esa explicación no fue tal que pudiera satisfacerme, a causa del gran número y de la rapidez del centelleo. Ya he hecho notar que ese fenómeno se origina mucho más a menudo en los países cálidos que en los países fríos; y muchas veces he pensado que un trastorno eléctrico considerable en la atmósfera favorecía mucho su producción. Creo verdaderamente que el mar es más luminoso cuando durante muchos días ha sido el tiempo más tranquilo que de ordinario; lo cierto es que, durante ese tiempo de calma, un mayor número de animales han nadado cerca de la superficie. El agua, cargada de partículas gelatinosas, se encuentra en un estado de impureza y la apariencia luminosa se produce, en todos los casos ordinarios, por la agitación del fluido en contacto con la atmósfera; estoy, pues, dispuesto a creer que la fosforescencia es el resultado de la descomposición de las partículas orgánicas, procedimiento (casi se siente la tentación de llamarlo respiración) que purifica al océano.

13.- Puerto Deseado. Guanacos.

(23 de diciembre)

Llegamos a Puerto Deseado, que se halla en la costa de la Patagonia, a los 47° de latitud sur. La bahía, que varía a menudo de anchura, penetra alrededor de veinte millas en el interior de las tierras. El Beagle echa el ancla a algunas millas de la entrada de la bahía, enfrente de las ruinas de una antigua factoría española.

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Fondeadero y ruinas en Puerto Deseado. (Dibujo de Gaucherel en la obra: L'Univers, 1840).

Inmediatamente me dirijo a tierra. Siempre ofrece interés desembarcar por primera vez en un país, sobre todo cuando, como aquí, el paisaje ofrece caracteres especiales y bien determinados. A una altitud de 200 o 300 pies por encima de algunas masas de pórfido, se extiende una inmensa llanura, carácter particular de la Patagonia. Esa llanura es perfectamente plana y su superficie está compuesta de guijarros mezclados a una tierra blanquecina. Aquí y allá, algunas matas de hierba parda y coriácea, y más raramente aún algunos arbustillos espinosos. El clima es seco y agradable, y el bello cielo azul se ve rara vez oscurecido por las nubes. Cuando uno se encuentra en medio de una de esas desiertas llanuras y se mira hacia el interior del país, la vista queda limitada de ordinario por la escarpa de otra llanura un poco más elevada, pero también por completo plana y desolada. En las demás direcciones, el espejismo que parece surgir de la recalentada superficie hace indistinto el horizonte.

No fue preciso mucho tiempo para decidir del destino de aquella factoría en un país como aquel. La sequedad del clima durante la mayor parte del año y los frecuentes ataques de los indios nómadas obligaron bien pronto a los colonos a abandonar los edificios que habían empezado a construir. Sin embargo lo que aún queda, prueba cuán liberal y fuerte era antiguamente la mano de España. Todos los ensayos hechos para colonizar esta costa de América, al sur del grado 41 de latitud sur, han fracasado desgraciadamente. Ya el nombre solo de Puerto del Hambre basta para indicar cuáles fueron los sufrimientos de muchos centenares de desdichados, de los que no quedó ni uno solo para relatar sus infortunios.

En otro lugar de la costa de la Patagonia, en la bahía de San José, se empezó a levantar otro establecimiento. Un domingo, los indios atacaron a los colonos y los mataron a todos, a excepción de dos hombres que se llevaron cautivos y en cautividad continuaron largos años. He tenido ocasión de hablar con uno de esos hombres, ya muy viejo, durante mi estancia en el río Negro.

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Ataque de los patagones a unos exploradores europeos. (Dibujo de Castelli, según croquis de Guinnard).

La fauna de la Patagonia es tan limitada como la flora⁽⁹⁰⁾. En las áridas llanuras, algunos escarabajos negros (heterómeros) van errando lentamente aquí y allá; de vez en cuando se ve también algún lagarto. En cuanto a aves, existen tres especies de buitres y, en los valles, algunas otras especies que se alimentan de insectos. Muy frecuentemente se encuentra también en los lugares más desiertos un ibis (Theristicus melanops) perteneciente a una especie que, según se dice, existe en África central; en el estómago de uno de esos ibis he encontrado saltamontes, cigarras, pequeños lagartos y hasta escorpiones⁽⁹¹⁾. En cierta época del año, esas aves se reúnen en bandadas y en otras épocas por parejas; su grito, fuerte y extraño, se semeja al relincho del guanaco.

El guanaco o llama salvaje es el cuadrúpedo característico de las llanuras de la Patagonia. Representa en América meridional lo que el camello en Oriente. En estado natural, el guanaco, con su largo cuello y sus finas patas, es un animal muy elegante. Es muy común en todos los lugares templados del continente y se extiende hacia el sur hasta las islas cercanas al cabo de Hornos. Vive de ordinario en pequeños rebaños que comprenden de cinco a treinta individuos; sin embargo, a orillas del Santa Cruz, hemos visto uno que debía de estar compuesto a lo menos por quinientos individuos.

Esos animales son de ordinario muy salvajes y muy desconfiados. Mr. Stockes me ha referido que él vio cierto día, por medio del telescopio, un rebaño de guanacos que seguramente había sentido miedo de él y de sus compañeros y se alejaban con toda la velocidad de sus patas, a pesar de hallarse a tal distancia que no podían ser divisados a simple vista. El cazador a menudo no se da cuenta de su presencia hasta que oye su grito de alarma, tan particular. Si entonces mira con atención en torno suyo, probablemente verá al rebaño dispuesto en línea en el flanco de alguna lejana colina. Si se acerca a ellos, lanzan aún algunos gritos y después se dirigen a una de las cercanas colinas siguiendo un estrecho sendero y a una marcha que parece lenta, pero que verdaderamente es muy rápida. Sin embargo, si por casualidad un cazador se tropieza con un solo guanaco o con muchos reunidos, éstos se paran por lo regular, le miran con profunda atención, acaso recorran luego unos metros alejándose, y después se vuelven a mirarle de nuevo. ¿Cuál es la causa de esa diferencia en su timidez? ¿No será que a distancia toman al hombre por su principal enemigo, que es el puma? ¿O es que su curiosidad vence en ellos a su timidez? Lo cierto es que los guanacos son muy curiosos; si, por ejemplo, alguien se echa al suelo, da saltos, levanta los pies por alto o hace algo parecido, casi siempre los guanacos se aproximan a ver qué es aquello. Nuestros cazadores han recurrido muchas veces a ese artificio, que siempre les ha dado buenos resultados; además eso ofrecía la ventaja de que se podían hacer muchos disparos, que ellos juzgaban sin duda acompañamiento obligado de la representación. Más de una vez he visto en las montañas de Tierra del Fuego algún guanaco que no solamente relinchaba y gritaba cuando alguien se aproximaba a él, sino que brincaba de la manera más ridícula, como si quisiera presentar combate. A esos animales se les reduce fácilmente al estado de domesticidad, y he tenido ocasión de ver cerca de las casas, en la Patagonia septentrional, un gran número de ellos reducidos a ese estado, y sin alejarse de allí aun cuando no se tome nadie el trabajo de encerrarlos. Entonces se vuelven muy atrevidos y atacan con frecuencia al hombre golpeándole con las patas traseras. Se asegura que el motivo de esos ataques es un pronunciado sentimiento de celos que experimentan por sus hembras. Los guanacos salvajes, al contrario, parecen no tener ni siquiera idea de defenderse; un solo perro basta para detener al mayor de estos animales hasta que el cazador ha tenido tiempo de acercarse a él. En muchos aspectos, sus costumbres se parecen a las de los carneros; así, cuando ven muchos hombres a caballo que se les aproximan en todas direcciones, pierden la cabeza y ya no saben por dónde escapar. Los indios, que sin duda han observado con atención a esos animales, conocen bien esa costumbre, porque en ella han fundamentado su sistema de caza; los rodean y luego los conducen siempre hacia un punto central.

Los guanacos se echan a nadar con gran facilidad; nosotros los hemos visto pasar a menudo en Puerto Valdés de una a otra isla. Algunos de los oficiales del Beagle observaron también un rebaño de guanacos que se aproximaban a una salina, cerca de cabo Blanco, para beber agua salobre; creo, por lo demás, que en muchos de los lugares de ese país no beberían nada si no bebieran agua salada. Durante las horas del día se les ve a menudo dar vueltas por el suelo, en huecos que adoptan la forma de un platillo. Los machos traban terribles combates; un día dos machos pasaron muy cerca de donde yo estaba sin darse cuenta de ello, ocupados como estaban en morderse mientras lanzaban gritos penetrantes; la mayor parte de los que matamos tenían numerosas cicatrices. Algunas veces un rebaño parece ir de exploración. En Bahía Blanca, donde, en un radio de 30 millas a partir de la costa, esos animales son muy escasos, vi un día las huellas de treinta o cuarenta que habían venido directamente hasta una pequeña caleta que contenía agua salada fangosa. Se dieron cuanta sin duda de que se aproximaban al mar, porque giraron con toda la regularidad de un regimiento de caballería y se alejaron tomando un camino tan derecho como el que habían seguido para llegar hasta allí. Los guanacos tienen una singular costumbre que no puedo explicarme: durante muchos días seguidos van a depositar sus excrementos en un montón particular y siempre en el mismo. He visto uno de esos montones que tenía 8 pies de diámetro y que formaba una masa considerable. Según A. D'Orbigny, todas las especies de ese género tienen la misma costumbre, costumbre muy preciosa por lo demás para los indios del Perú, que emplean esas materias como combustible y que así no tienen el trabajo de recogerlo y reunirlo.

Los guanacos parecen tener una afición muy particular a ciertos lugares para ir a morir en ellos. A orillas del Santa Cruz, en ciertos sitios aislados, ordinariamente recubiertos de sotos y siempre situados cerca del río, la tierra desaparece completamente bajo las osamentas acumuladas. He podido contar hasta veinte cabezas en un solo lugar. Examinando con cuidado las osamentas que se encontraban allí, pude ver que no estaban ni roídas ni rotas, como otras muchas que había visto desperdigadas en diversos lugares, y era seguro que no habían sido reunidas allí por animales de presa. Aquellos animales debieron, en casi todos los casos, arrastrarse hasta aquel lugar para morir en medio del matorral. Mr. Bynoe me dice que él ha podido observar lo mismo durante un viaje a orillas del río Gallegos. La causa de esa costumbre la ignoro por completo; pero he notado, en las cercanías del río Santa Cruz, que todos los guanacos heridos se dirigen siempre hacia el río. Recuerdo haber visto, en Santiago, islas de Cabo Verde, en un retirado rincón de un barranco, un amontonamiento de osamentas de cabras; al contemplar aquel espectáculo exclamamos que aquello era el cementerio de todas las cabras de la isla. Narro aquí tal circunstancia, insignificante en apariencia, porque puede explicar en cierta medida la presencia de una gran cantidad de osamentas en una caverna, o de un montón de huesos bajo un sedimento de aluvión; explica asimismo por qué ocurre que ciertos animales aparezcan sepultados con más frecuencia que otros en los depósitos de sedimentos.

Un día el capitán envió la yola, al mando de míster Chaffers y con provisiones para tres días, a fin de que reconociera la parte superior del puerto. Empezamos por buscar algunos manantiales de agua dulce indicados en un antiguo mapa español, encontrando una caleta por encima de la cual brotaba un arroyuelo de agua salobre. El estado de la marea nos obligó a permanecer allí muchas horas, y aproveché esa demora para ir a dar un paseo por el interior del país. La llanura está compuesta, como de ordinario, por guijarros mezclados a una tierra que tiene todo el aspecto de la arcilla blanca, pero cuya naturaleza es bien diferente. La poca dureza de esos materiales determinó la formación de un gran número de barrancos. El paisaje entero no ofrece más que soledad y desolación; no se columbra ni un árbol, y con excepción de algún guanaco que quizá está de centinela vigilando desde lo alto de una colina, apenas si se ve algún cuadrúpedo o ave. Y sin embargo se experimenta como una sensación de vivo placer, sin que pueda ser definida claramente, cuando se atraviesan esas llanuras donde no hay nada que atraiga las miradas. Y después se pregunta uno cuánto tiempo hace que la llanura existe así y cuánto durará todavía esa desolación.

"¿Quién puede responder a eso? Todo cuanto nos rodea actualmente parece eterno. Y, sin embargo, el desierto deja oír voces misteriosas que evocan dudas terribles"⁽⁹²⁾.

Al atardecer recorremos algunas millas más hacia arriba, y después disponemos las tiendas para pasar la noche. Durante la jornada siguiente, la yola encalló y el agua era tan poco profunda que nuestra embarcación no podía ir más lejos. El agua era casi dulce, y Mr. Chaffers tomó el bote de remos para remontarse aún dos o tres millas más. Allí volvimos a varar; pero esta vez en agua dulce. Esta era cenagosa, y, aun cuando se trataba de un simple arroyo, sería difícil explicar su origen de otro modo que por la disolución de las nieves de la cordillera. En el lugar en que establecimos nuestro vivac estábamos rodeados por altos acantilados e inmensos peñascos de pórfido. No creo haber visto jamás otro lugar que pareciera más aislado del resto del mundo que esa grieta entre las rocas en medio de aquella inmensa llanura.

Al día siguiente de nuestro regreso al Beagle, fui con algunos oficiales a rebuscar en una antigua tumba india que yo había descubierto en la cumbre de una colina cercana. Dos inmensos bloques de piedra, cada uno de los cuales pesaba probablemente dos toneladas por lo menos, habían sido colocados delante de un saliente de una roca que tendría unos seis pies de alto. En el fondo de la tumba, en la peña, se encontraba una capa de tierra de cosa de un pie de espesor, tierra que de seguro había sido traída de la llanura. Por encima de esa capa de tierra se veía una especie de enlosado hecho con piedras planas, sobre las que se había apilado una gran cantidad de otras piedras, hasta llenar el espacio comprendido entre el reborde del peñasco y los dos enormes bloques. Finalmente, para completar el monumento, los indios habían desprendido del saliente del peñasco un fragmento considerable que descansaba sobre los dos bloques. Excavamos en esa tumba sin poder encontrar ni huesos ni restos de clase alguna. Las osamentas probablemente se habrían convertido desde mucho tiempo antes en polvo, en cuyo caso la tumba debía de ser muy antigua, porque en otro lugar encontré un montón de piedras más pequeñas debajo de las cuales descubrí algunos fragmentos de huesos que aun podían ser reconocidos como pertenecientes a un hombre.

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Entierro de un patagón. (Dibujo de Castelli según croquis de Guinnard).

Falconer refiere que a un indio se le entierra allí donde muere, pero que, más tarde, sus allegados acumulan sus huesos con todo cuidado para depositarlos cerca de la orilla del mar, cualquiera que sea la distancia que para eso deban recorrer. A mi juicio, se puede comprender el porqué de esa costumbre si se recuerda que antes de la introducción de los caballos en América, esos indios debían llevar poco más o menos el mismo género de vida que los actuales habitantes de Tierra del Fuego y, por consiguiente, vivirían por lo regular a orillas del mar. El ordinario perjuicio que hace desear dormir el sueño eterno donde reposan los antepasados, hace que los indios errantes conduzcan aún las partes menos perecederas de sus muertos a sus antiguos cementerios, junto a la costa.

14.- Puerto de San Julián. La colina de la sed.

(9 de enero de 1834)

El Beagle ancla antes de llegar la noche en el bello y espacioso puerto de San Julián, situado a unas 110 millas al sur de Puerto Deseado. En este puerto permanecemos ocho días. El país se parece mucho a los alrededores de Puerto Deseado; acaso sea más estéril todavía. Un día acompañamos al capitán Fitz-Roy en un largo paseo alrededor de la bahía. Durante once horas no encontramos ni una sola gota de agua; así que algunos de nuestros camaradas están agotados. Desde la cima de una colina (que después, y no sin razón, denominamos la Colina de la Sed) columbramos un hermoso lago y dos de nosotros nos dirigimos allí después de haber convenido ciertas señales para que vayan los demás en el caso de que sea un lago de agua dulce. ¡Cuál no sería nuestra contrariedad al encontrarnos delante de un espacio inmenso recubierto de sal, blanca como la nieve y cristalizada en inmensos cubos! Atribuimos nuestra excesiva sed a la sequedad de la atmósfera; pero, cualquiera que sea la causa, nos sentimos muy dichosos al volver a encontrar nuestras lanchas al atardecer. Aunque, durante toda nuestra excursión, no hayamos podido encontrar una sola gota de agua dulce, debe de haberla no obstante, porque, por una extraña casualidad hallé en la superficie del agua salada, cerca del extremo de la bahía, un Colymbetes que no estaba muerto y que debía haber vivido en algún estanque poco alejado. Otros tres insectos (una Cicindela parecida a la híbrida; un Cymindis y un Harpalus, los cuales viven en los pantanos recubiertos de vez en cuando por el mar) y otro encontrado muerto en la llanura completan la lista de los escarabajos que observé en esos parajes. Se encuentran en número considerable una mosca grande (Tabanas), esas moscas no cesaron de atormentamos y su picadura es bastante dolorosa. El tábano, que tan desagradable es en los umbrosos caminos de Inglaterra, pertenece al mismo género de esa mosca. Y aquí se vuelve a presentar el enigma que tan frecuentemente surge cuando se trata de mosquitos: ¿de la sangre de qué animales se nutren ordinariamente tales insectos? En los alrededores del puerto de San Julián, el guanaco es casi el único animal de sangre caliente y puede decirse que es raro si se le compara con la innumerable multitud de las moscas.

15.- Geología de la Patagonia. Animales fósiles gigantescos. Tipos de organización constante.

La geología de la Patagonia ofrece un gran interés. Contrariamente a lo que sucede en Europa, donde las formaciones terciarias se han formado en las bahías, encontramos aquí a lo largo de centenares de millas de costa, un único gran depósito que contiene un número considerable de conchas terciarias, todas ellas extinguidas al parecer. La concha más común es una ostra maciza, gigantesca, que tiene a veces un pie de diámetro. Esas capas están recubiertas por otras formadas de una piedra blanca, blanda, muy particular, que contiene mucho yeso y se parece a la arcilla blanca, pero que realmente es de la naturaleza de la piedra pómez. Esa piedra es muy notable porque la décima parte a lo menos de su volumen se compone de infusorios; el profesor Ehrenberg ha reconocido ya diez formas oceánicas entre esos infusorios. Esa capa se extiende a lo largo de la costa en una longitud de 500 millas (800 kilómetros) por lo menos y, muy probablemente, es más larga aún. ¡En Puerto San Julián alcanza un espesor de 800 pies! Esas capas blancas se hallan recubiertas en todas partes de una masa de guijarros, masa que constituye probablemente la capa de guijarros más considerable que existe en el mundo. Ciertamente se extiende a partir del río Colorado en un espacio de 600 a 700 millas náuticas⁽⁹³⁾ hacia el sur; a orillas del Santa Cruz (río que se encuentra un poco al sur de San Julián) esa capa va a tocar los últimos contrafuertes de la Cordillera; hacia la mitad del curso de ese río, alcanza un espesor de más de 200 pies. Se extiende probablemente por todos los lados hasta la cadena de cordilleras, de donde provienen los cantos rodados de pórfido; en resumen, podemos atribuirle una anchura media de 200 millas (320 kilómetros) y un espesor medio de unos 50 pies (15 metros). Si se apilara esa inmensa capa de guijarros, prescindiendo del barro que su frotamiento ha producido necesariamente, podría formarse una cadena de montañas. Y cuando se piensa que esos guijarros, tan innumerables como los granos de arena, provienen todos del lento desmoronamiento de los peñascos a lo largo de antiguos acantilados en la orilla del mar y en las riberas de los ríos; si se piensa que esos inmensos fragmentos de rocas han llegado a dividirse en trozos más pequeños; que cada uno de ellos ha ido rodando lentamente hasta que quedó perfectamente redondeado y que ha sido transportado a una distancia considerable, queda uno estupefacto al pensar en el increíble número de años que han debido transcurrir necesariamente para que ese trabajo llegara a su fin. Pues todos esos cantos rodados han sido transportados y probablemente redondeados luego de depositarse las capas blancas y mucho tiempo después de la formación de las capas inferiores que contienen las conchas pertenecientes a la época terciaria.

En este continente meridional todo se ha hecho a gran escala. Las tierras, desde el río de la Plata hasta Tierra del Fuego, en una distancia de 1200 millas (1930 kilómetros) han sido levantadas en masa (y en la Patagonia a una altura de 300 a 400 pies) durante el período de las conchas marinas actualmente existentes. Las antiguas conchas dejadas en la superficie de la llanura levantada, conservan aún en parte sus colores, aun cuando hayan estado expuestas a la acción de la atmósfera. Ocho largos períodos de reposo, a lo menos, han interrumpido ese movimiento de ascenso; durante esos períodos el mar ha socavado profundamente las tierras y ha formado, a niveles sucesivos, las largas líneas de acantilados o de escarpas que separan las diferentes llanuras que van elevándose unas detrás de otras, como los peldaños de una escalera gigantesca. El movimiento de ascenso y la irrupción del mar durante los períodos de reposo se han ejercido igualmente sobre inmensas extensiones de costa; en efecto, he quedado en gran manera asombrado al darme cuenta de que las llanuras se encuentran a alturas casi iguales en puntos muy alejados unos de otros. La llanura más baja se halla a 90 pies sobre el nivel del mar; la más elevada, a corta distancia de la costa, a 950 pies sobre el nivel del mar. De esta última llanura no quedan ya más que algunas ruinas en forma de colinas de cima plana, recubierta de guijarros. La llanura más elevada, a orillas del Santa Cruz, alcanza una altura de 3000 pies sobre el nivel del mar al pie de la cordillera. Ya he dicho que, durante el período de las conchas marinas actuales, la Patagonia se había levantado de 300 a 400 pies; a eso puedo añadir que, desde la época en que las montañas de hielo transportaban bloques de roca, el levantamiento ha alcanzado 1500 pies. Además esos movimientos de ascenso no han afectado a la Patagonia sola. Las conchas terciarias extinguidas del puerto de San Julián y de las orillas del Santa Cruz no han podido vivir, si ha de creerse al profesor E. Forbes, más que a una profundidad de agua que varía de 40 a 250 pies; pero están recubiertas de un sedimento marino que varía entre 800 y 1000 pies de espesor. De donde resulta que el lecho marítimo en el que vivían en tiempos pasados esas conchas ha debido de hundirse en muchos centenares de pies para que haya podido formarse el depósito superior. ¡Qué inmensas revoluciones geológicas pueden leerse en esta sencilla costa de la Patagonia!

Ha sido en Puerto San Julián⁽⁹⁴⁾, en el barro rojo que recubre los guijarros de la llanura situada a 90 pies sobre el nivel del mar, donde he encontrado la mitad de un esqueleto de Macrauchenia patachonica, notable cuadrúpedo, tan grande como un camello. Corresponde a la división de los paquidermos, que comprende el rinoceronte, el tapir y el paleoterio; pero por la estructura de los huesos de su cuello, muy alargado, se aproxima mucho al camello o más bien al guanaco y a la llama. En dos llanuras situadas más atrás y más altas se encuentran conchas marinas recientes; esas llanuras han sido, pues, modeladas y levantadas antes de que se hubiera depositado el barro donde se hallaba enterrado el Macrauchenia; y según eso, es cosa cierta que ese original cuadrúpedo vivió largo tiempo después de que las conchas actuales empezaron a vivir en el mar cercano. Al principio quedé muy sorprendido de encontrar un cuadrúpedo tan grande, y me pregunté cómo pudo existir tan recientemente y subsistir en estas pedregosas llanuras, estériles, que apenas si producen alguna vegetación, a los 49° 15' de latitud sur; pero la afinidad que ciertamente existe entre el Macrauchenia y el guanaco, que en la actualidad vive en los lugares más estériles de esas mismas llanuras, dispensa casi de estudiar en parte el asunto.

16.- Cambio en la zoología de América. Causas de extinción.

La relación, aunque lejana, que existe entre el Macrauchenia y el guanaco, entre el Toxodon y el capibara –⁠el parentesco más próximo que existe entre los numerosos desdentados extintos y los perezosos, los hormigueros y los armadillos actuales que caracterizan tan claramente la zoología de América meridional–, el parentesco aun más próximo que existe entre las especies fósiles, y las especies vivientes de Ctenomys y de Hydrochcerus, constituyen hechos muy interesantes. La extensa colección, proveniente de las cavernas de Brasil, que últimamente han traído a Europa los señores Lund y Clausen, prueba admirablemente ese parentesco –⁠parentesco tan notable como el que existe entre los marsupiales fósiles y los marsupiales vivientes de Australia. Los treinta y dos géneros, excepto cuatro, de cuadrúpedos terrestres, que habitan hoy en día el país donde se encuentran las cavernas, están representados por especies extinguidas en la colección de que acabo de hablar. Las especies extinguidas son, por otra parte, mucho más numerosas que las actuales; se ven gran número de ejemplares de hormigueros, tapires, pecaris, guanacos, zarigüeyas, roedores, monos y otros animales. Este sorprendente parentesco, en el mismo continente, entre los muertos y los vivos, arrojará muy pronto, no lo dudo, mucha más luz que cualquier otra clase de hechos sobre el problema de la aparición y desaparición de los seres organizados en la superficie de la Tierra.

Se hace imposible reflexionar acerca de los cambios que se han originado en el continente americano, sin experimentar el más profundo asombro. Ese continente, en la antigüedad debió rebosar de monstruos enormes; hoy día ya no encontramos más que pigmeos, si comparamos los animales que en él viven con sus razas similares extintas. Si Buffon hubiera conocido la existencia de los perezosos gigantescos, de los animales colosos semejantes al armadillo y de los desaparecidos paquidermos, hubiera podido decir con grandes visos de verdad que la fuerza creadora ha perdido en América su potencia, en vez de decir que esa fuerza jamás poseyó gran vigor. El mayor número de esos cuadrúpedos extinguidos, si no todos, vivían en una época reciente, siendo como eran contemporáneos de las conchas marinas que existen en la actualidad. Desde esa época, ningún cambio verdaderamente considerable ha podido originarse en la configuración de las tierras. ¿Cuál es, entonces, la causa de la desaparición de tantas especies y de géneros enteros? Uno se siente arrastrado a pensar inmediatamente en una gran catástrofe. Pero una catástrofe capaz de destruir así todos los animales, grandes y pequeños, de la Patagonia meridional, de Brasil, de la Cordillera, del Perú y de América del Norte hasta el estrecho de Bering, hubiera quebrantado seguramente nuestro globo hasta sus cimientos. Además el estudio de la geología del río de la Plata y de la Patagonia nos permite deducir que todas las formas que toman los terrenos provienen de cambios lentos y graduales. Según el carácter de los fósiles de Europa, de Asia, de Australia y de las dos Américas, parece que las condiciones que favorecen la existencia de los grandes cuadrúpedos subsistían todavía recientemente en el mundo entero. ¿Cuáles eran tales condiciones? Eso es lo que nadie ha podido determinar aún. No puede pretenderse que sea un cambio de temperatura lo que ha destruido en la misma época a los habitantes de las latitudes tropicales, templadas y árticas de los dos hemisferios del globo. Las investigaciones de Mr. Lyell nos enseñan positivamente que, en América septentrional, los grandes cuadrúpedos han vivido posteriormente al período durante el cual los hielos transportaban bloques de roca a latitudes donde las montañas de hielo jamás llegan en los tiempos actuales; razones concluyentes, aunque indirectas, nos permiten afirmar que, en el hemisferio meridional, el Macrauchenia vivía también en una época muy posterior a los grandes transportes efectuados por los hielos. ¿Es que el hombre, después de haber penetrado en América meridional, ha destruido, como ha sido sugerido, al enorme megaterio y a los otros desdentados? O cuando menos, ¿hay que atribuir a otra causa la destrucción del tucutuco en Bahía Blanca y la de los numerosos ratones fósiles y otros pequeños cuadrúpedos de Brasil? Nadie se atrevería a sostener que una sequía, aun cuando fuera más terrible que las que tantos estragos causan en las provincias del Plata, haya podido conducir a la destrucción de todos los individuos de la totalidad de especies desde la Patagonia meridional hasta el estrecho de Bering. ¿Cómo explicar la extinción del caballo? ¿Han faltado los pastos en esas inmensas llanuras recorridas después por millones de caballos descendientes de los que fueron introducidos en el país por los españoles? ¿Acaso las especies nuevamente introducidas han acaparado el alimento de las grandes razas anteriores a ellas? ¿Podemos creer que el capibara haya acaparado los alimentos del toxodón, del guanaco y del Macrauchenia? Seguramente no hay en la larga historia del mundo hechos más asombrosos que las inmensas extinciones, tan a menudo repetidas, de sus habitantes.

Sin embargo, si examinamos ese problema desde otro punto de vista, nos parecerá quizá menos embarazoso. No nos acordamos de lo poco que conocemos las condiciones de existencia de cada animal; no pensamos tampoco en que algún freno trabaja continuamente para impedir la multiplicación demasiado rápida de todos los seres organizados que viven al estado natural. Por término medio, la cantidad de alimento permanece constante; la propagación de los animales tiende, al contrario, a establecerse en progresión geométrica. Pueden comprenderse los sorprendentes efectos de esa rapidez de propagación viendo lo que ocurre con los animales europeos que volvieron en América a la vida salvaje. Todo animal en estado natural se reproduce de un modo regular; sin embargo, en una especie desde mucho tiempo antes fijada, un gran acrecentamiento en número llega a ser necesariamente imposible, y es preciso que actúe un freno de un modo u otro. No obstante, es muy raro que podamos decir con certeza, al hablar de tal o cual especie, en qué período de la vida, o qué época del año, o con qué intervalos empieza a operar ese freno, o cuál es su verdadera naturaleza. De ahí proviene, sin duda, que experimentemos tan poca sorpresa al ver que, de dos especies muy afines por sus costumbres, una sea bastante escasa y la otra muy abundante en la misma región, y que otra que ocupa la misma situación en la economía de la Naturaleza sea abundante en otra región vecina que difiere muy poco por sus condiciones generales. Si se pregunta la causa de esas modificaciones, inmediatamente se contesta que provienen de algunas ligeras diferencias en el clima, en la alimentación o en el número de sus enemigos. Pero, aun admitiendo que pudiéramos hacerlo alguna vez, raramente podemos indicar la causa precisa y el modo de actuar el freno. Nos vemos, pues, obligados a deducir que la abundancia o la escasez de una especie cualquiera quedan determinadas por causas que escapan de ordinario a nuestros medios de apreciación.

En los casos en que podamos atribuir la extinción de una especie al hombre, ya sea por completo, ya tan sólo en una determinada región, sabemos de antemano que esa especie va siendo cada vez más rara antes de desaparecer por completo. Luego será difícil indicar una diferencia sensible en la manera como desaparece una especie, en que esa desaparición sea debida al hombre o que lo sea por haber aumentado sus enemigos naturales⁽⁹⁵⁾. La prueba de que la rareza precede a la extinción se advierte de una manera sorprendente en las capas terciarias sucesivas, tal como lo han hecho ver muchos observadores hábiles. En efecto, a menudo se ha encontrado que una concha muy común en una capa terciaria en la actualidad escasea, tanto que se ha creído extinguida desde mucho tiempo atrás. Si como parece probable, las especies empiezan por escasear mucho y después acaban por extinguirse –⁠y si el aumento en exceso rápido de cada especie, incluso las más favorecidas, se detiene, como debemos admitir, aunque sea difícil decir cuándo y de qué modo–, y si vemos, sin experimentar la menor sorpresa, aunque no podamos indicar la causa precisa, una especie muy abundante en una región, en tanto que otra especie íntimamente aliada a aquélla es rara en la misma región, ¿por qué asombrarse tanto porque la escasez, yendo un poco más lejos, llegue a la extinción? Una acción que tiene lugar alrededor nuestro sin que sea muy apreciable puede, sin contradicción posible, llegar a ser más intensa sin excitar nuestra atención. ¿Quién se sorprenderá, pues, si se le dice que, en comparación al Megaterio, el Megalonyx era antiguamente muy escaso, o que una especie de monos fósiles no comprendía más que pocos individuos comparativamente a una especie de monos que vive en la actualidad? Y, sin embargo, esa rareza comparativa nos da la prueba más evidente de las condiciones menos favorables a su existencia. Admitir que las especies se hacen de ordinario raras antes de desaparecer por completo, no sentir sorpresa alguna porque una especie sea más escasa que otra, y asombrarse grandemente cuando una especie se extingue, es, en absoluto, como si se admitiera, tratándose del ser humano, que la enfermedad es el preludio de la muerte y por ello no se sintiera ninguna sorpresa al saber que la enfermedad existía, y después, cuando muriera el enfermo, se experimentase un gran asombro y se llegara a creer que había fallecido de muerte violenta.