CAPÍTULO VII

LAS RAZAS HUMANAS

No me propongo describir aquí las tituladas diversas razas humanas: trato sólo de investigar cuál es, desde el punto de vista de la clasificación, el valor y el origen de las diferencias que entre ellas existe. Cuando los naturalistas tratan de determinar si dos o más formas vecinas deben ser consideradas como especies o como variedades, déjanse dirigir prácticamente por las siguientes consideraciones: la suma de las diferencias observadas; su alcance a un pequeño o gran número de puntos de conformación, si tienen importancia fisiológica, pero más especialmente si son constantes. La constancia de los caracteres es, efectivamente, lo que más busca y aprecia el naturalista. Siempre que se pueda demostrar de una manera positiva, o solamente probable, que las formas en cuestión se han conservado distintas durante un largo período, tiénese ya un argumento de gran peso para que sean consideradas como especies.

El criterio más importante de distinción específica es, sobre todo, la ausencia completa, en una región bien estudiada, de variedades que enlacen entre sí dos formas vecinas, porque hay en este hecho algo más que una simple persistencia de caracteres, atendiendo a que dos formas, aunque variando enormemente, pueden no producir variedades intermediarias. La distribución geográfica viene frecuentemente a desempeñar una parte, ya consciente, ya inconsciente; formas pertenecientes a dos regiones muy separadas una de otra, donde la mayor parte de las especies restantes se distinguen específicamente, son también consideradas habitualmente como tales; pero, en realidad, este hecho no sirve de apoyo para la distinción entre las razas geográficas y las que se llaman verdaderas especies.

Apliquemos desde luego estos principios, admitidos generalmente para las razas humanas, considerándolas desde el mismo punto de vista con que lo haría un naturalista con respecto a un animal cualquiera. En cuanto a la extensión de las diferencias que existen entre las razas, nos auxiliará poderosamente la delicadeza de discernimiento que hemos adquirido por la costumbre de observarnos a nosotros mismos. Conforme hace notar Elphinstone, ningún europeo que acaba de desembarcar en la India es capaz de distinguir a primera vista las diversas razas indígenas, que al cabo de algún tiempo le parecen completamente diferentes; el indígena de aquella región tampoco se apercibe de las diferencias que existen entre las diversas naciones europeas.

Aún las razas humanas más distintas, exceptuando algunas tribus negras, son de formas más parecidas entre sí de lo que se supondría antes de fijarse en ello. Las fotografías de la colección antropológica del Museo Francés, retratando individuos de razas distintas, podrían pasar por retratos de europeos, como lo han notado muchas personas a quienes las he enseñado. Con todo, viendo los originales, estos individuos parecerían sin duda muy distintos, lo que prueba la gran influencia que ejercen sobre nuestro juicio el color de la piel y de los cabellos, las ligeras diferencias en los rasgos fisonómicos y en la expresión del rostro.

Está ya puesto fuera de duda que, comparadas y medidas con cuidado, presentan entre sí las distintas razas considerables diferencias por la estructura de los cabellos, las proporciones relativas de todas las partes del cuerpo, la extensión de los pulmones, la forma y la capacidad del cráneo, y hasta por las circunvoluciones del cerebro. Sería interminable tarea la de querer especificar los numerosos puntos de diferencias en la estructura. Difieren asimismo las razas por su constitución, por su actitud variable para aclimatarse y por su disposición para contraer ciertas enfermedades. También, como en lo físico, son distintos los caracteres que presentan en lo moral; dedúcese esta conclusión principalmente de sus facultades de sentimientos y en parte de las de inteligencia. Cualquiera que haya tenido ocasión de establecer comparaciones sobre este particular, habrá quedado sorprendido del contraste que existe entre los indígenas, sombríos y taciturnos, de la América del Sur, y los negros, ligeros de cabeza y charlatanes.

Un naturalista se creería tal vez competentemente autorizado para considerar como especies diferentes las razas humanas, al poder distinguir muchas diferencias de conformación y de constitución, algunas de las cuales son realmente importantes. Estas diferencias existen en realidad y son constantes durante largos períodos de tiempo. Hallaría un apoyo para su opinión en la extensión enorme que ocupa el hombre sobre la tierra, lo cual constituiría una grave anomalía en la clase de los mamíferos, si el género humano representase tan sólo una especie. La ratificaría al ver que la distribución de las llamadas razas humanas se aviene con las de las otras especies de mamíferos, incontestablemente distintos. Finalmente, podría citar, para probar la verdad de su tesis, el hecho de que la fertilidad mutua no se ha probado con evidencia que existiese entre todas las razas, y que, aunque así fuese, no constituiría esto una prueba absoluta de su identidad específica.

Pero, en cambio, si el naturalista quisiera investigar si las formas humanas persisten siendo distintas, como las especies ordinarias, cuando se encuentran mezcladas en gran número en un mismo país, descubriría inmediatamente que nunca se presenta ejemplo de ello. Vería en el Brasil una inmensa población mestiza de negros y portugueses; hallaría en Chile y otras partes de la América del Sur la población entera, consistente en indios y españoles, mezclada en diversos grados. En otras muchas regiones del mismo continente encontraría los más completos cruzamientos en negros, indios y europeos; y estas triples combinaciones suministran (a juzgar por lo que se ofrece en el reino vegetal) la prueba más rigurosa de la mutua fertilidad de las formas progenitoras. En una isla del Pacífico descubriría una pequeña población de sangre polinésica e inglesa cruzadas y en el archipiélago Viti otra de polinesios y negritos cruzados en todos los grados imaginables. Se podrían citar muchos casos análogos, en el África del Sur, por ejemplo. En vista de estos hechos, hemos de admitir que las razas humanas no son bastante distintas entre sí para coexistir sin fusión: hecho que, en los casos ordinarios, proporciona el medio habitual para establecer la distinción específica.

También se turbaría en gran manera nuestro naturalista al percatarse de que los caracteres distintos de todas las razas humanas son extremadamente variables. Este hecho sorprende hondamente al que por vez primera contempla esclavos negros en el Brasil, adonde acuden de todas las partes del África. Lo propio se observa entre los polinesios y otras razas, dudamos mucho de que se pueda citar un carácter que sea distintivo de una raza y constante. Aún los salvajes comprendidos en los límites de la misma tribu, distan mucho de presentar en sus caracteres la uniformidad que se ha supuesto. Las mujeres hotentotes presentan ciertas particularidades más desarrolladas de lo que lo están en otras razas; pero es sabido que este hecho no es constante. En las diversas tribus americanas difieren mucho el color y el desarrollo de los cabellos; en los negros africanos el color varía también en cierto grado, y lo hace de una manera muy aparente la forma de los rasgos fisonómicos. La configuración del cráneo varía mucho en algunas razas, y lo propio acontece con todos los demás caracteres. Sabido es que los naturalistas han aprendido, por una dura experiencia, cuán atrevido y temerario es el tratar de definir la especie apoyándose en caracteres inconstantes.

Pero el argumento más poderoso que se puede oponer a la idea de que las razas humanas sean consideradas como especies distintas, es el de que cambian una en otra, sin mediar cruzamiento alguno en muchos casos. El hombre ha sido estudiado más cuidadosamente que otro animal alguno, y con todo, entre los jueces más eminentes, se presenta la mayor divergencia imaginable al tratar de si se le ha de considerar como formando una sola especie o reino, o dos (Virrey), tres (Jacquinot), cuatro (Kant), cinco (Blumembach), seis (Buffón), siete (Hunter), ocho (Agassiz), once (Piker ing), quince (Bory-Saint Vincent), dieciséis (Desmoulins), veintidós (Morton), sesenta (Crawfurd), sesenta y tres, según Burke. Estas diversidades de pareceres no prueban que las razas hayan de dejar de considerarse como especies, pero demuestran que están en gradación continua, siendo casi imposible descubrir entre ellas caracteres distintivos bien determinados.

Todo naturalista que haya tenido la desgracia de emprender la descripción de un grupo de organismos altamente variable (hablo por experiencia), habrá encontrado casos completamente semejantes al que se ofrece en el hombre; si tratase de obrar con prudencia, acabaría por reunir entre ellas, en una especie única todas las formas que pasan gradualmente de unas a otras, ya que no se consideraría autorizado para dar denominaciones especiales a objetos que no sabe definir. Casos análogos se presentan en el orden que comprende al hombre en ciertos géneros de monos, mientras que en otros, como el cercopiteco, la mayor parte de las especies se pueden determinar con completa certeza. En el género americano Cebus, algunos naturalistas consideran las diversas formas como especies y otros como simples razas geográficas. Si luego, después de haber recogido ejemplares de Cebus en todas las partes de la América del Sur y de haber visto pasar unas a otras formas, que actualmente parecen ser específicamente distintas, serán consideradas como simples variedades o razas; de un modo parecido han obrado la mayor parte de los naturalistas en lo que concierne a las razas humanas.

Recientemente, algunos naturalistas han empleado el nombre de subespecie para designar aquellas formas que poseen muchos caracteres de verdadera especie, pero sin merecer una tan elevada categoría. Si consideramos detenidamente los importantes argumentos que acabamos de dar para justificar la elevación de las razas humanas a la dignidad de especie y tenemos en cuenta las insuperables dificultades que por otra parte se presentan para definirlas, podríamos recurrir preferentemente al empleo del nombre de subespecie. Tal vez la costumbre inveterada hará preferir siempre el nombre de raza. La elección de denominaciones ha de llenar otra condición que la de que, en cuanto sea posible, los mismos nombres sirvan para expresar los mismos grados de diferencia.

En estos últimos años se ha agitado mucho, entre los naturalistas, la cuestión de saber si la humanidad consiste en una o varias especies, discusión que los ha dividido en dos escuelas: monogenistas y poligenistas. Los que no admiten el principio de evolución deben considerar la especie o como creaciones separadas o como entidades distintas en algún modo; y es preciso que resuelvan cuáles son las formas que se deben clasificar como especies, por analogía con los demás seres orgánicos considerados ordinariamente como especies también. Pero es inútil por completo el intentar resolver tal cuestión conforme a bases justas, en tanto que no se haya aceptado generalmente alguna definición de la palabra especie, definición que no ha de contener ningún elemento de imposible averiguación, tal como el de un acto creador. Seria tan estéril como el tratar de decidir, sin ninguna definición previa, si cierto conjunto de casas se debe llamar ciudad, villa o aldea. Un ejemplo práctico de tal dificultad se nos ofrece en las interminables discusiones a que ha dado lugar el tratar de saber si deben ser considerados como especies o como razas geográficas los numerosos mamíferos, aves insectos y plantas que se corresponden mutuamente en la América del Norte y Europa. Lo propio acontece con las producciones de muchísimas islas situadas a poca distancia de los continentes.

En cambio, los naturalistas que admiten el principio de evolución (y la mayor parte de los jóvenes se afilian ya a este grupo) no vacilarán en reconocer que todas las razas humanas descienden de un solo tronco primitivo, por más que crean útil o no calificarlas de especies distintas, con objeto de expresar la extensión de sus diferencias.

Cuando, en una época muy remota, las razas humanas han divergido de su antecesor común, se habrán diferenciado muy débilmente entre sí y aún en poco número; por lo tanto, en lo que concierne a sus caracteres distintivos, habrán presentado menos títulos para merecer el rango de especies distintas que las que en la actualidad llamamos razas. Sin embargo, algunos naturalistas hubieran podido tal vez considerar estas antiguas razas como especies distintas y darles este nombre arbitrario, si sus diferencias, aunque tenues, hubieran sido más persistentes que ahora, sin presentar pasajes graduales de unas a otras.

Aunque las razas humanas actuales difieren bajo muchos aspectos, tales como el color, los cabellos, la forma del cráneo, las proporciones del cuerpo, etc., si se las considera en el conjunto de su organización, se ve que se parecen en alto grado por una multitud de puntos. Gran número de éstos son tan insignificantes o de tan peregrina naturaleza, que no es presumible se hayan adquirido de una manera independiente por especies o razas primitivamente distintas. La misma observación se aplica de una manera igual y aún más acentuada a los puntos de similitud mental que existen entre las razas humanas más distintas. Los indígenas americanos, los negros y los europeos difieren tanto por su inteligencia como otras tres razas cualesquiera; sin embargo, durante mi estancia con los indígenas de la Tierra del Fuego, a bordo del Beagle, me causó profunda sorpresa el observar en estos últimos gran número de rasgos de carácter que evidenciaban cuán parecida era a la nuestra su inteligencia; lo mismo pude observar en un negro de pura sangre con quien estuve un tiempo en íntimas relaciones.

La lectura de las interesantes obras de M. Taylor y de Sir J. Lubbock impresiona profundamente al probar la semejanza que existe entre los hombres de todas las razas en sus gustos, disposiciones y costumbres. Pruébalo evidentemente así el placer que encuentran todos en la danza; en la audición de una música más o menos grosera; en pintarse y adormecerse; en su mutua comprensión del lenguaje gesticulado y como me propongo probar en un futuro ensayo, en la expresión fisonómica y los gritos inarticulados, que excitan en ellos de una manera parecida las diversas emociones. Esta similitud, o mejor dicho, identidad, es sorprendente cuando se la pone en contraste con la diferencia de expresiones que se observa en las distintas especies de monos. Tenemos pruebas convincentes de que el arte de tirar con el arco y las flechas no ha sido transmitido por ningún antecesor común de la humanidad; con todo, las extremidades de las flechas talladas en piedra, procedentes de las más alejadas partes del mundo y fabricadas en los períodos más remotos, son casi idénticas, como ha probado Nilson; este hecho sólo puede explicarse como un resultado de que las razas diversas tienen fuerzas inventivas y mentales parecidas. La misma observación han hecho recientemente los arqueólogos relativamente a ciertos ornamentos muy esparcidos, tales como los zigzags, grecas, etc., y a algunas creencias y costumbres sencillas, como la costumbre de sepultar a los muertos bajo construcciones megalíticas. En la América del Sur he observado que, como en tantas otras partes del mundo, el hombre ha escogido generalmente las cimas de las grandes colinas para erigir monumentos toscos de piedra, ya con objeto de conmemorar algún acontecimiento glorioso, ya con el de dar sepultura a sus muertos.

Cuando los naturalistas encuentran de una manera contundentemente acorde pequeños detalles de costumbres, gustos y disposiciones entre dos o más razas domésticas o entre formas naturales muy próximas, consideran este hecho como una prueba elocuente de que todas descienden de un antecesor común dotado de las mismas cualidades, y obrando en consecuencia, las agrupan a todas en una misma especie. El mismo argumento puede aplicarse aún con mucha más fuerza a las razas humanas.

Como es improbabilísimo que los numerosos puntos de semejanza que existen entre las diferentes razas humanas, ya en la constitución corporal, ya en las facultades intelectuales (no aludo aquí a la semejanza de costumbres), hayan sido todas adquiridas de una manera independiente, hemos de admitir que han debido ser heredadas de antecesores que poseían tales caracteres. De este modo logramos formarnos una idea aproximada de los primeros estados porque ha pasado el hombre antes de extenderse poco a poco por toda la faz de la tierra. No es dudoso que su propagación por las regiones separadas entre sí extensamente por el mar, ha debido preceder a la adquisición de la divergencia de caracteres que ofrecen las diversas razas; a no ser así, algunas veces encontraríamos una misma raza poblando continentes distintos de lo que no se ha ofrecido caso alguno. Sir J. Lubbock, después de haber comparado entre sí las artes que practican hoy los salvajes en todas las partes del mundo, señala entre ellas las que el hombre no podía conocer cuando por primera vez se alejó del lugar de su aparición sobre la tierra, ya que, una vez conocidas, no se pueden olvidar jamás. De esa manera prueba que la «lanza, que no es más que una prolongación de la extremidad del cuchillo, y la maza, que es tan sólo un martillo exagerado, son las únicas armas que se han conservado». A pesar de esto, admite que el arte de encender fuego probablemente había sido descubierto ya en aquella remota época, porque es común a todas las razas existentes, y era ya conocido de los antiguos habitantes de las cuevas de Europa. El arte de construir groseras embarcaciones o balsas era igualmente conocido, aunque, sin necesidad de usarlas, podía el hombre esparcirse por todas partes, ya que existía en una época antiquísima, en que el suelo se encontraba a niveles muy distintos de los actuales. Hace observar también Sir J. Lubbock que no es probable que nuestros antecesores más remotos hayan podido contar hasta diez, ya que se encuentran en la actualidad muchas razas que sólo alcanzan a contar hasta cuatro.

Algunos filósofos han deducido, de las diferencias fundamentales que distinguen a ciertos idiomas, que, cuando el hombre ha empezado a entenderse, era un animal no dotado de lenguaje, pero se puede sospechar que han podido emplearse lenguas, apoyadas en gesticulaciones, menos perfectas que las hoy conocidas, y que han desaparecido para dar lugar a otras, sin dejar en éstas huellas ni vestigio alguno. Sin el uso de un lenguaje cualquiera, por imperfecto que se le suponga, es dudoso que la inteligencia del hombre se haya elevado al grado superior que implica su posición dominante ya en una época prodigiosamente antigua.

El problema de saber si nuestro antecesor primitivo merece el calificativo de hombre en una época en que poseía tan sólo algunas artes groseras y un lenguaje imperfectísimo, depende de la definición que empleamos. Al considerar una serie de formas partiendo de algún ser de apariencia simiana, y llegando gradualmente hasta el hombre, tal como existe, sería imposible fijar el punto preciso en que debería empezar a aplicarse el término hombre. Pero esto no tiene gran importancia; más, es indiferente designar bajo el nombre de razas, especies y subespecies las diversas categorías de hombres, por más que la última expresión parece ser la más conveniente. Finalmente, podemos afirmar que, desde el momento en que se acepten generalmente los principios de evolución (momento que no tardará mucho en llegar), la discusión entre los monogenistas y los poligenistas no tendrá razón de ser.

Hay todavía otra cuestión que no conviene pasar en silencio, y es la de saber si cada subespecie o raza humana proviene de un solo par de antecesores, como algunas veces se ha dicho. Fácilmente, en nuestros animales domésticos, se puede formar una raza nueva por medio de una sola pareja que presente algún carácter particular, o hasta de un individuo único que los ofrezca, apareando con cuidado su descendencia, sujeta a variaciones; pero la gran mayoría de nuestras razas no han sido formadas deliberadamente con una pareja escogida, sino inconscientemente por la conservación de gran número de individuos, que han variado, por ligeramente que haya sido, de una manera ventajosa en algún modo. Si en un país dado se prefieren habitualmente los caballos fuertes y pesados, y en otro los ligeros y veloces, podemos estar seguros de que, pasados algunos años, resultará la formación de dos subrazas distintas, sin que para esto se haya elegido o favorecido la reproducción de parejas o individuos particulares de los dos países. Sabemos también que los caballos que se han importado a las islas Falkland, después de una serie de generaciones han llegado a ser más pequeños y débiles, mientras que los que han retrogrado al estado salvaje de las Pampas han adquirido una cabeza más fuerte y común; es evidente que estos cambios no se deben a una pareja determinada: todos los individuos sucesivos se han encontrado expuestos a las mismas condiciones, teniendo el concurso tal vez de los efectos de reversión. En ninguno de estos casos las nuevas subrazas descienden de un par único, sino de gran número de individuos, que han variado, en diferentes grados, de una misma manera general; de ello podemos deducir que las razas humanas han sido producidas parecidamente por modificaciones, que ya habrán sido resultado directo de la exposición a diversas condiciones, ya efecto indirecto de alguna forma de selección.

Extinción de razas humanas

Cuéntase entre el número de los hechos históricos la extinción parcial o total de muchas razas o subrazas humanas. Humboldt ha visto, en la América del Sur, un loro que era el único ser viviente que hablaba aún la lengua de una tribu extinguida. Antiquísimos monumentos en que se encuentran instrumentos o útiles de piedra existen en muchísimas partes del mundo sin que los actuales moradores conserven sobre ellos ninguna tradición, clara prueba de una extinción muy vasta. En algunos distritos aislados y ordinariamente montañosos, sobreviven todavía algunas pequeñas tribus, restos exiguos de razas anteriores. Según Schaaffhausen, las antiguas razas que poblaban Europa eran «más inferiores en la serie que los más abyectos salvajes actuales»; por consiguiente, deben haber diferido en algún modo de todas las razas que existen. Los cráneos descritos por el profesor Broca, procediendo de las excavaciones de Les Eyzies, por más que, desgraciadamente, parezcan pertenecer a una familia única, indican una raza que presenta la más singular combinación de caracteres inferiores y simianos con otros de orden superior, y que es «distinta por completo de raza alguna, antigua o moderna, que conozcamos». Por lo tanto, difería también de la raza cuaternaria, cuyos restos se han encontrado en las cuevas de Bélgica.

Las condiciones físicas desfavorables parecen haber tenido poca influencia sobre la extinción de las razas. El hombre ha vivido mucho tiempo en las extremas regiones del Norte, sin maderos para construir embarcaciones u otros objetos y teniendo sólo grasa para calentarse, y sobre todo, para fundir la nieve. En la extremidad meridional de la América del Sur, los habitantes de la Tierra del Fuego no tienen vestidos que los protejan ni construcción alguna que merezca el nombre de choza. En el África del Sur los indígenas arrastran una vida nómada por las más áridas llanuras, donde abundan las fieras. El hombre resiste a la mortal influencia de los Teray al pie del Himalaya y soporta los efectos de las cosas mefíticas del África tropical.

La extinción resulta principalmente de la competencia que reina entre las tribus y las razas. Muchos obstáculos se presentan constantemente para limitar y reducir el número de individuos de cada tribu salvaje, como hemos indicado en un capítulo anterior: las hambres periódicas, la vida errante de los padres, que produce un exceso de mortalidad en los hijos, la abyección, el desarreglo de costumbres, y sobre todo el infanticidio y tal vez una disminución de fecundidad provocada por una alimentación poco substancial y por un exceso de privaciones y fatigas. Si uno de estos obstáculos se anula o se debilita, la tribu, favorecida de este modo, tenderá a crecerse; y si de dos tribus vecinas la una llega a ser más numerosa y más fuerte que la otra, en breve terminará la competencia por la guerra, el asesinato, el canibalismo y la absorción. Aún en el caso de que una tribu más débil no quede bruscamente destruida, basta para que empiece para ella un período de decadencia, que acaba comúnmente por su ruina y extinción completa.

La lucha entre naciones civilizadas y bárbaros es de poca duración, exceptuando los casos en que un clima mortífero viene en ayuda de la raza indígena; pero entre las causas que determinada victoria de las naciones civilizadas hay algunas que son muy evidentes y otras muy obscuras. Vemos que el estado de cultura del país debe ser fatal para los salvajes, ya que no pueden o no se atreven a cambiar de costumbres. Nuevas enfermedades y vicios concurren también a destruirlos; parece que, en toda nación, una enfermedad nueva provoca una excesiva mortalidad, que dura hasta que gradualmente quedan eliminados los individuos más susceptibles de contraería. Lo propio sucede con los efectos nocivos de las bebidas alcohólicas y con el gusto inveterado que tantos salvajes tienen por estos licores. Además, por misterioso que este hecho se presente, parece que el primer encuentro de pueblos distintos, y hasta aquella ocasión separados, engendra enfermedades. M. Sproat, que se ha ocupado mucho sobre este asunto en la isla de Vancouver, cree que el cambio en los hábitos de la vida, que resulta siempre de la llegada de los europeos, provoca muchas indisposiciones. Este autor insiste especialmente en esta insignificante causa de que los indígenas quedan «extrañados y tristes ante la nueva manera de vida que los rodea, pierden todos sus antiguos móviles de acción y no los reemplazan con otros nuevos».

Uno de los elementos más importantes para el triunfo de las naciones que entran en competencia, es el grado a que alcanza su civilización. Hace algunos siglos, Europa temía las incursiones de los bárbaros de Oriente; semejante temor hoy sería ridículo. Otro hecho más curioso ha observado M. Bageoth, y es el de que antiguamente los salvajes no desaparecían, como lo hacen actualmente, ante los pueblos más civilizados; de haber sucedido así, los moralistas antiguos habrían meditado sobre un acontecimiento semejante, pero en ningún autor de este periodo se encuentran lamentaciones sobre la desaparición de los bárbaros.

Por más que la decadencia gradual y la final extinción de las razas humanas sea un problema obscuro, vemos ya que depende de causas que difieren según las regiones y en épocas distintas. En cuanto a dificultad, es un problema parecido al que nos ofrece la extinción de uno de los animales más elevados, el caballo fósil, por ejemplo, que desapareció de la América del Sur, siendo después reemplazado en el mismo país por innumerables manadas de caballos españoles. El natural de la Nueva Zelanda, parece tener conciencia de este paralelismo, puesto que compara su porvenir al de la rata indígena, ya que ha sido casi por completo exterminada por la rata de Europa. Pero la obscuridad que reviste el problema no debe presentarse como inaccesible a nuestro juicio, mientras recordemos que el aumento de cada especie y de cada raza está constantemente amenazado por diversos obstáculos, de tal modo, que si se añade a los comunes un obstáculo más o sobreviene una causa de destrucción, por débil que sea, la raza disminuirá patentemente en el número de sus individuos.

Formación de las razas humanas

Cuando aunque diseminada en tribus distintas, encontramos una misma raza distribuida sobre una vastísima región, como la América, podemos atribuir con seguridad su semejanza general a la descendencia de un tronco común. En algunos casos el cruzamiento de razas ya distintas ha conducido a la formación de otras nuevas. Los europeos y los naturales de la India, que pertenecen al mismo tronco ariano y hablan un lenguaje es fundamentalmente idéntico, difieren considerablemente en apariencia, mientras los europeos difieren muy poco de los judíos, que forman parte del tronco semítico y hablan un lenguaje completamente distinto. Broca ha explicado este hecho singular diciendo que es resultado de numerosos cruzamientos verificados entre las ramas arianas y diversas tribus indígenas durante la inmensa propagación de aquéllos. Cuando se cruzan dos razas que se hallan en contacto, el primer producto es una mezcla heterogénea. M. Humber, describiendo los santalis o tribus de las colinas de la India, afirma que se pueden observar centenares de imperceptibles gradaciones «desde las tribus negras obesas de la montaña al braham esbelto y de aceitunado color, de ojos serenos y elevada aunque estrecha cabeza, de tal suerte que en los tribunales es necesario preguntar a los testigos si son santalis o indios».

Ninguna demostración directa nos ha probado todavía si podría llegar nunca a ser homogéneo un pueblo heterogéneo, como los habitantes de algunas islas polinesias, formadas por el cruzamiento de dos razas distintas, y entre las que han persistido viviendo pocos o ningún individuo puro. Pero, como en nuestros animales domésticos, podemos con toda seguridad fijar y hacer uniformes en algunas generaciones una raza cruzada por selección, debemos deducir que el entrecruzamiento libre y prolongado de una mezcla heterogénea, durante muchas generaciones, supliendo a la selección y sobrepujando toda tendencia de reversión, podría ulteriormente producir una raza cruzada homogénea, aunque no participase en grado igual de las razas que le dieron origen.

El color de la piel es una de las más aparentes y marcadas diferencias que existen entre las razas humanas. Creíase antes que esta diferencia podía atribuirse a una prolongada exposición a distintos climas. Pero Pallas fue el primero que probó la poca exactitud de esa opinión, y fue seguido por la mayoría de los naturalistas. Desecháronla principalmente al ver que la distribución de las razas de tinte diverso, cuya mayoría ha habitado desde una época remota sus actuales regiones, no coincidía con diferencias correspondientes de clima. Es preciso reconocer también la importancia de hechos tales como el de las familias holandesas, que, después de haber residido por espacio de tres siglos en el África del Sur, no han experimentado el menor cambio de color. La apariencia uniforme de los gitanos y judíos en diversas partes del mundo, aunque se haya exagerado la de estos últimos, suministra otro valioso argumento en favor de esta opinión. Una gran humedad o sequedad en la atmósfera considérase que influye más que en el calor sobre la modificación del color de la piel; pero toda conclusión sobre este asunto ha de ser todavía muy dudosa, ya que d’Orbigny, en la América del Sur, y Livingstone, en el África han llegado a conclusiones contrarias respecto a los efectos atribuidos a tal causa.

Diversos hechos que he citado antes prueban que algunas veces existe una sorprendente correlatividad entre el color de la piel y los pelos y una inmunidad completa en la acción de ciertos venenos vegetales y en los ataques de los insectos parásitos. Esto me había hecho concebir la idea de que los negros y otras razas bronceadas podían haber adquirido sus tintes obscuros a causa de que los individuos más morenos habrían escapado, durante una larga serie de generaciones, a la acción nociva de los mismos de su país nativo.

Recientemente he visto que el doctor Walls había ya j emitido la misma idea. Desde hace mucho tiempo se sabe, que los negros, y hasta los mulatos, están exentos casi por completo de la fiebre amarilla, tan mortífera en la América tropical. No contraen tampoco, sino raramente, las fiebres intermitentes que reinan a lo menos sobre 2.600 leguas de la costa de África. Estas fiebres causan anualmente la muerte de una quinta parte de los blancos que van a abastecerse allí, obligan a otro 20 por 100 a regresar enfermos a su país. Tal inmunidad en el negro parece ser, en parte, inherente a esta raza, dependiendo de alguna desconocida particularidad de constitución, y en parte, resultado de la aclimitación. Refiere Pouchet que los regimientos de negros que el virrey de Egipto prestó para la guerra de México, y que habían sido reclutados en el Sudán se libraron de la fiebre amarilla casi tan bien como los negros importados de diversas partes de África y acostumbrados al clima de América. Del gran papel que desempeña la aclimatación, nos ofrece una prueba el número de casos en que los negros, después de haber residido durante algún tiempo bajo un clima más frío han llegado a ser susceptibles, hasta cierto punto, de contraer las fiebres de los trópicos. Igualmente ejerce alguna influencia sobre las razas blancas la naturaleza del clima bajo el que han vivido largos años. Durante la espantosa epidemia de la fiebre amarilla de Demerara, en 1837, el doctor Blair afirma que el grado de mortalidad de los inmigrantes era proporcionado a la latitud del país de que procedían. Con respecto al negro, la inmunidad, considerada como el resultado de la aclimatación, implica su residencia durante un período inmenso, toda vez que los indígenas de la América tropical, que residen en ella desde un tiempo inmemorial, no están exentos de los ataques de la fiebre amarilla. El Hev. B. Tristram prueba que en el África del Norte hay distritos de los que deben huir anualmente los indígenas, mientras los negros pueden continuar en ellos con toda seguridad.

La correlatividad que existe en mayor o menor grado entre la humanidad y el color de la piel, en el negro, no pasa de ser una pura conjetura; puede también hallarse alguna relación con una diferencia en la sangre, el sistema nervioso o en otros tejidos. Sin embargo, los hechos que acabamos de mencionar y la conexión que se observa aparentemente entre el temperamento y la tendencia a la tisis me parecen dar alguna probabilidad a la conjetura. El doctor Daniell que ha vivido mucho tiempo en la costa occidental del África, me ha afirmado que no cree en ninguna relación de esta clase. El mismo había resistido perfectamente a tan nocivo clima. Cuando llegó a la costa, todavía joven, un negro anciano se lo predijo al ver su apariencia.

Esta y otras indicaciones contradicen la hipótesis, aceptada por muchos autores, de que el color de las razas negras resultaba de sobrevivir en mayor número los individuos de un tinte más obscuro, mientras estaban expuestos a los miasmas que engendran las fiebres de un país.

Aunque el estado actual de nuestros conocimientos no nos permita explicar la causa de las diferencias tan pronunciadas de las razas humanas, en cuanto al color, ya dependa de la correlatividad con ciertas particularidades constitucionales, ya de la acción directa del clima, no debemos descuidar por completo este último agente, porque hay muchas razones para creer que se le pueden atribuir algunos efectos hereditarios.

En el capítulo III hemos visto que condiciones vitales, tales como la abundancia del alimento y del bienestar general, afectan directamente el desarrollo corporal y ejercen efectos que se transmiten. Las influencias combinadas del clima y de los cambios de modos de vivir determinan entre los colonos europeos, en los Estados Unidos, un cambio rápido. Hay también gran número de pruebas de que en los Estados del Sur, los esclavos domésticos de la tercera generación presentan una apariencia muy distinta a la de los esclavos de las campiñas.

A pesar de esto, si abarcamos con una mirada las razas humanas repartidas por el mundo, debemos admitir que sus diferencias características no pueden explicarse por la acción directa de distintas condiciones de vida, aunque se hayan encontrado sometidas a ellas durante un larguísimo período. Los esquimales viven exclusivamente de alimentos, animales, vístense con espesas pieles, están expuestos a intensísimos fríos y a una oscuridad prolongada; con todo, no difieren de una manera tan completa de los habitantes del Sur de China, que sólo viven de alimentos vegetales y se exponen, casi desnudos, a los rigores de un clima cálido en extremo. Los indígenas de la Tierra del Fuego se encuentran en completa desnudez y se alimentan con las producciones marinas de sus playas inhospitalarias; los botocudos del Brasil vagan por los cálidos bosques del interior y viven principalmente de productos vegetales; sin embargo, ambas tribus se parecen tanto entre sí, que algunos brasileños creyeron que eran botocudos los naturales de la Tierra del Fuego que teníamos a bordo del Beagle. Todavía más: los botocudos, como el resto de los habitantes de la América tropical, son enteramente distintos de los negros que viven en las opuestas playas del Atlántico, y no por esto dejan de encontrarse sometidos a un clima parecido, ni de seguir casi el mismo género de vida.

Tampoco pueden explicarse, exceptuando en un grado mínimo, las diferencias entre las razas humanas, por los efectos hereditarios que resultan del desarrollo y de la falta de uso de las partes. Los hombres que viven siempre en embarcaciones, pueden tener las piernas algo achaparradas, el pecho dilatado los que habitaban regiones elevadas, y los que emplean constantemente ciertos órganos de los sentidos pueden tener más aumentadas las cavidades que los contiene, y por consiguiente, algo modificados los rasgos de su fisonomía. En las naciones civilizadas por un uso menor, el movimiento habitual de determinados músculos para expresar diversas emociones y el aumento del cerebro por efecto de una actividad intelectual más profunda, son otros tantos puntos que, conjunto, han producido un cambio considerable en su apariencia.

También es posible que un aumento de talla corporal, sin ir acompañada de un desarrollo semejante en el volumen del cerebro, haya hecho adquirir a algunas razas un cráneo prolongado del tipo dolicocéfalo.

Finalmente, el principio poco comprendido de correlación habría desempeñado ciertamente una parte muy activa, como en el caso de un vigoroso desarrollo muscular, acompañado de una pronunciada proyección de los arcos de las órbitas. Tal vez la estructura de los cabellos, que difiere mucho en las diversas razas, está en alguna relación con la de la piel; por lo menos, es cierto que la piel y los cabellos se relacionan por el olor como por el color y la contextura en la tribu de los mándanos. Existe también una conexión entre el color de la piel y el olor que despide. Si nos es permitido juzgar por analogía con nuestros animales domésticos, probablemente hay muchas modificaciones de estructura que en el hombre se relacionan también con el principio de la correlatividad del desarrollo.

Hemos visto hasta aquí que las diferencias características que existen entre las razas humanas no pueden explicarse de una manera completamente satisfactoria por la acción directa de las condiciones de vida, ni por los efectos del uso continuo de las partes, ni por el principio de la correlatividad. Nos vemos, por lo tanto, precisados a investigar si las ligeras diferencias individuales a que está eminentemente sujeto al hombre pueden haber sido conservadas y aumentadas durante un largo período por selección natural. Pero al tratar de hacerlo nos encontramos con la grave objeción de que sólo las variaciones que son ventajosas se transmiten por selección natural, y en tanto, como de ello podemos juzgar (aunque siempre sujetos a error sobre este punto), ninguna de las diferencias externas entre las razas humanas presta a éstas servicio alguno directo o especial. No es necesario decir que debemos exceptuar de esta ley a las facultades intelectuales, morales y sociales; pero las diferencias en estas facultades han tenido poca o ninguna influencia sobre los caracteres externos. La variabilidad de todas las diferencias características entre las razas de que acabamos de hablar indica igualmente que no pueden considerarse de mucha importancia, ya que si la hubieran tenido, desde hace mucho tiempo serían fijadas, conservadas o eliminadas. Desde este punto de vista, el hombre se asemeja mucho a estas formas orgánicas, que los naturalistas llaman proteicas o polimórficas, que se han conservado extremadamente variables, lo que parece ser debido a que, siendo sus variaciones de naturaleza indiferente, han escapado, por lo mismo, a la acción de la selección natural.

Hasta aquí no hemos alcanzado todavía a descubrir la verdadera y principal causa de las diferencias que ofrecen entre sí las diversas razas humanas, pero nos falta estudiar un agente importante, la selección sexual, que parece haber obrado poderosamente en el hombre como en muchos otros animales. No pretendo asegurar que por la selección sexual se logren explicar todas las diferencias entre las razas; queda un residuo de modificaciones que, a falta de otro más propio, se ha dado el nombre de variaciones espontáneas; de ello me he ocupado ya en el capítulo IV. No trato tampoco de afirmar que sea posible indicar con precisión científica los efectos de la selección sexual, pero sí que sería inexplicable el hecho de que el hombre no estuviese sometido a esta influencia, que con tanta fuerza obra sobre innumerables animales, ya ocupen el más inferior, ya el más elevado rango en la serie zoológica. Además, es perfectamente demostrado que las diferencias entre las razas relativas al color, los cabellos, la fisonomía, etc., son de tal naturaleza, que es creíble se haya dejado sentir en ellas la influencia de la selección sexual.

FIN