CAPÍTULO II

FACULTADES MENTALES DEL HOMBRE Y DE LOS ANIMALES INFERIORES

En la conformación corporal del hombre se descubren señales evidentes de su procedencia de una forma inferior, pero se puede objetar que esta afirmación debe ser errónea, ya que el hombre difiere tan considerablemente del resto de los animales por la potencia de sus facultades mentales. Efectivamente; visto bajo este aspecto, la diferencia es inmensa, aunque escojamos por términos de comparación un salvaje del orden más inferior (cuyo lenguaje no tiene palabras para expresar números mayores de cuatro, ni términos abstractos para traducir los afectos) y un mono organizado privilegiadamente. La diferencia no sería menos inmensa, aun para un mono superior, civilizado como lo está el perro, si se le comparase a su forma tronco, el lobo o el chacal. Los habitantes de la tierra de fuego son contados entre los salvajes más inferiores; pero siempre he quedado sorprendido al ver como tres de ellos, a bordo del Beagle, que habían vivido algunos años en Inglaterra y hablaban algo el inglés, se parecían a nosotros por su disposición y por casi todas nuestras facultades mentales. Si ningún ser organizado, excepto el hombre, hubiese poseído estas facultades, o si fuesen en el hombre distintas de como lo son en los animales, nunca nos hubiéramos podido convencer de que pudiesen resultar de un desarrollo gradual. Pero es fácil demostrar claramente que no existe entre las del hombre y las de los animales ninguna diferencia fundamental de esta clase. También debemos admitir que hay un intervalo infinitamente mayor entre la actividad mental de un pez de orden inferior y la de uno de los monos superiores, que entre la de éste y la del hombre; este intervalo puede ser llenado por innumerables gradaciones.

La diferencia en la disposición moral no es tampoco tan tenue entre el bárbaro que, por una leve falta, arroja un tierno hijo contra unas peñas, y un Howard o un Clarkson; y en inteligencia, entre el salvaje que no emplea ninguna palabra abstracta y un Newton o un Shakespeare. Las diferencias de este género que existen entre los hombres más eminentes de las razas elevadas y los salvajes más embrutecidos, están enlazadas por una serie de gradaciones delicadas. Es, pues, posible que pasen y se desarrollen de unas a otras.

Mi principal objeto en este capítulo es probar que no hay ninguna diferencia fundamental entre el hombre y los mamíferos más elevados en las facultades mentales. Buscar cómo se han desarrollado primitivamente en los animales inferiores, sería tan inútil como buscar el origen de la vida. Problemas son ambos reservados a una época muy lejana todavía, si es que alguna vez puede llegar el hombre a resolverlos.

Poseyendo el hombre los mismos sentidos que los animales, sus intuiciones fundamentales deben ser las mismas. Tiene el hombre con ellos algunos instintos comunes, tales como el de la propia conservación, el amor sexual, el amor de la madre por sus hijos recién nacidos y otros muchos. Con todo, el número de instintos del hombre es tal vez menor al de los que poseen los animales a él inmediatos en la serie zoológica. El orangután y el chimpancé construyen plataformas sobre las que duermen; teniendo ambas especies la misma costumbre, se podría deducir que es un acto instintivo, pero no podemos estar seguros de que no sea un resultado de idénticas necesidades, sentidas por dos especies dotadas de igual raciocinio. Estos monos evitan los muchos frutos venenosos de los trópicos, cosa que el hombre no sabe; pero como nuestros animales domésticos, trasladados a países lejanos, comen a menudo al principio hierbas venenosas que luego rechazan, tampoco podemos negar en absoluto que los monos hayan aprendido, por experiencia propia o hereditaria, a conocer los frutos que debían escoger. Con todo, es positivo que los monos sienten un terror instintivo en presencia de la serpiente, y, probablemente, de otros animales venenosos.

Los instintos de los animales superiores son pocos y simples cuando se comparan con los de los animales inferiores. Los insectos que poseen instintos más notables son, ciertamente, los más inteligentes. En la serie de los vertebrados, los miembros menos inteligentes, tales como los peces y anfibios, no tienen instintos complicados, y entre los mamíferos, el animal más notable por los suyos, el castor, posee una gran inteligencia.

Aunque, según Spencer, en sus Principios de Psicología, los primeros albores de la inteligencia se hayan desarrollado por la multiplicación y coordinación de actos reflejos, y por más que llegando gradualmente muchos instintos simples a ser actos de aquella clase, no puedan casi distinguirse de ellos, los instintos más complicados parecen haberse formado independientemente del raciocinio. No se crea por esto que trato de negar que acciones instintivas puedan perder su carácter fijo, siendo reemplazadas por otras cumplidas por la libre voluntad. Por otra parte, ciertos actos inteligentes, como el de las aves de las islas oceánicas que aprender a huir del hombre, pueden, después de haber sido practicadas por muchas generaciones, convertirse en instintos hereditarios. Entonces puede decirse que tienen un carácter de inferioridad, ya que no los hace realizar la razón ni la experiencia. A pesar de todo, la mayor parte de los instintos más complejos parecen haber sido adquiridos por una selección natural de las variaciones de actos instintivos más simples. Semejantes variaciones podrían resultar de las mismas causas desconocidas que, ocasionando ligeras variaciones en las otras partes del cuerpo, obran también sobre la organización cerebral y determinan de este modo cambios que, en nuestra ignorancia, consideramos como espontáneos. Poco es lo que sabemos de las funciones del cerebro, pero podemos notar que a medida que las facultades intelectuales se desenvuelven, las diversas partes del cerebro deben estar en las más complejas relaciones de comunicación, y que, por consiguiente, cada parte distinta debe tender a perder su aptitud para responder de una manera definida y uniforme, es decir, instintiva, a sensaciones particulares o asociadas.

He creído necesaria esta digresión, porque descuidadamente podemos evaluar en poco la actividad mental de los animales superiores, y, sobre todo, del hombre, cuando comparamos sus actos de memoria, previsión e imaginación, con otros muy parecidos, efectuados instintivamente por animales inferiores; en este último caso, la aptitud para realizar estos actos habrá sido adquirida poco a poco por la variabilidad de los órganos mentales y la selección natural, sin que haya contribuido a ello ninguna conciencia inteligente del animal en cada generación. No cabe duda alguna, como lo indicó Wallace, en que una gran parte del trabajo inteligente efectuado por el hombre, se debe a la imitación y no a la razón; pero hay entre sus actos y los de los animales inferiores la gran diferencia de que el hombre no puede, con sus solos hábitos de imitación, hacer de una vez, por ejemplo, una hacha de piedra o una piragua: es preciso que aprenda a ejecutar su obra por la práctica; en cambio, un castor puede construir su dique a un canal, y una ave su nido, tan perfectamente la primera vez que lo intenta como en su edad más avanzada.

Volviendo a nuestro principal objeto; los animales inferiores, lo propio que el hombre, sienten evidentemente el placer y el dolor, la dicha y la desventura. Sería imposible encontrar una expresión más aparente de gozo que la que presentan los perros, gatos y otros animales en su infancia, cuando, como nuestros niños, juegan entre sí. Hasta los mismos insectos parecen gozar, como lo ha descrito P. Huber, quien ha visto agasajarse mutuamente las hormigas como los perros en sus primeros meses.

Tan conocido me parece el hecho de que los animales pueden ser excitados por las mismas emociones que nosotros, que no quiero importunar sobre este punto a mis lectores con numerosos detalle. Obra sobre ellos el terror como sobre nosotros: causa en ambos temblor en los músculos, palpitaciones en el corazón, una relajación en los esfínteres y el erizamiento de los pelos. La desconfianza producto del miedo, caracteriza eminentemente a los animales salvajes. Las cualidades de valor o de timidez son extremadamente variables en los individuos de la misma especie, como claramente se nota en nuestros perros. Todos sabemos cuán sujetos están los animales a encolerizarse furiosamente, manifestándolo claramente. Numerosas anécdotas se han publicado sobre las venganzas hábiles y muchas veces aplazadas mucho tiempo por los animales. La amistad del perro con su dueño es notoria; hásele visto acariciarle durante su agonía. Como acertadamente hace notar Whewell, «cuando se leen ejemplos conmovedores de amor maternal, que tan a menudo se cuentan de mujeres de todas las naciones y hembras de todos los animales», ¿quién puede dudar de que el móvil que a ambos impulse no sea el mismo en los dos casos?

El amor maternal se manifiesta hasta en los detalles más insignificantes. Rengger ha visto un mono americano (Cebas) ahuyentar con cuidado las moscas que atormentaban a su cachorro. Duvancel vio un hilobatos que lavaba la cara de los suyos en un arroyo; las hembras de los monos experimentan tal tristeza cuando pierden sus cachorros, que Brehm ha visto (en algunas especies que ha observado cautivas en el África del Norte) morir a consecuencia del dolor. Los monos huérfanos son siempre adoptados y guardados cuidadosamente por los otros monos, tanto machos como hembras. Una hembra de babuino, notable por su buen corazón, no sólo adoptaba a los pequeños monos de otras especies, sino que extendía su conducta hasta a los perros y gatos de poca edad. No llegaba, con todo, su ternura, a partir con ellos su alimento, cosa que sorprendió a Brehm, ya que estos monos lo reparten lealmente todo entre sus propios cachorros. Arañado por un gatito el mono que lo había adoptado, éste, sorprendido, dio una prueba de inteligencia cortándole las uñas con los dientes. Algunos monos de Brehm gozaban incomodando, por toda clase de medios ingeniosos, a un perro viejo que detestaban, lo propio que a otros animales.

La mayor parte de las emociones más complejas son comunes a los animales superiores y al hombre. Todos hemos visto cuán celoso es el perro del cariño de su dueño, cuando éste último acaricia algún otro ser; yo he observado el mismo hecho entre los monos. Esto prueba que los animales, no sólo aman, sino que también desean ser amados. Sin duda, experimentan el sentimiento de la emulación. Gustan de la aprobación y la lisonja, y un perro a quien su amo hace llevar la cesta manifiesta un alto grado de orgullo y satisfacción. A mi entender, no es dudoso que el perro sienta vergüenza, distinta del miedo, y algún sentimiento cercano a la modestia, cuando mendiga su comida demasiado a menudo. Un perro grande responde con el desprecio al gruñido del gozquecillo; podíamos llamar a este acto magnanimidad. Muchos observadores han atestiguado que a los monos no les gusta de ningún modo el que se burlen de ellos, y a menudo suponen ofensas imaginarias de las que se irritan.

Pasemos ahora a las facultades y emociones más intelectuales, que tienen una gran importancia, ya que constituyen las bases del desarrollo de las aptitudes mentales más elevadas. Los animales manifiestan muy evidentemente que disfrutan en la excitación y sufren en el fastidio; así se observa en los perros, y, según Rengger, en los monos. Todos los animales experimentan la sorpresa y muchos dan pruebas de curiosidad. Esta última aptitud les es algunas veces perjudicial, como cuando el cazador les distrae con trampantojos. Yo lo he observado en el ciervo. Lo mismo pasa con el receloso gamo y algunas especies de patos salvajes. Brehm hace una curiosa relación del terror instintivo que se apodera de sus monos a la vista de las serpientes; con todo, su curiosidad era tanta, que no podían contenerse y se aseguraban de la verdad de su horror de una manera muy humana, levantando la tapa de la caja que encerraba las serpientes. Sorprendido yo por este relato, quise convencerme por mí mismo de su veracidad y transporté una serpiente disecada al cercado de los monos del Zoological Garden, entre los que provocó una efervescencia, cuyo espectáculo fue uno de los más curiosos que haya presenciado nunca. Los más alarmados fueron tres especies de cercopitecos, que se refugiaron rápidamente en sus jaulas, dando con sus agudos chillidos advertencias del peligro, que fueron comprendidas por los demás monos. Algunos jóvenes y un viejo Anubis no pusieron ninguna atención en la serpiente, Entonces yo coloqué la serpiente henchida de paja dentro de uno de los grandes compartimientos. Al cabo de algún rato, todos los monos se habían reunido, formando apretado círculo, alrededor del objeto que miraban fijamente, presentando el aspecto más cómico que imaginarse pueda. Puestos extremadamente nerviosos, un ligero movimiento comunicado a una bola de madera, medio escondida entre la paja, y que les era familiar, ya que les servía de juguete habitual, les puso instantáneamente en precipitada fuga. Estos monos se conducían de un modo completamente distinto, cuando se introducía en sus jaulas un pescado muerto, un ratón u otros objetos nuevos; en tal caso, aunque asustados en el primer momento, no tardaban mucho en aproximarse a ellos para examinarlos y manosearlos. En seguida metí una serpiente viva dentro de un saco de papel mal cerrado y lo deposité en uno de los mayores compartimientos. Una de las monas se acercó inmediatamente al saco, le abrió un poco con cuidado, echó una rápida mirada en su interior y se escapó velozmente. Entonces fui testigo de lo que describe Brehm, porque todos, unos en pos de otros, alta la cabeza y recelosamente inclinada a un lado, no pudieron resistir a la tentación de ver el interior del saco, en cuyo fondo permanecía tranquilamente la serpiente.

El principio de imitación es poderoso en el hombre; sobre todo en su estado salvaje. Desor hace notar que ningún animal imita voluntariamente un acto efectuando por el hombre, hasta que remontando la escala zoológica se encuentra a los monos, cuyas disposiciones y facultades de cómica imitación son de todos conocidas. A pesar de ello, los animales pueden remedar unos a otros: especies de lobos que habían sido criados por los perros habían aprendido a ladrar, como a veces sucede con el chacal; falta saber si aquel acto puede llamarse de imitación voluntaria. Las aves imitan el canto de sus ascendientes y a menudo el de otras aves, y los loros son notoriamente imitadores de todos los sonidos que oyen con frecuencia.

Casi no hay facultad más importante para el progreso intelectual del hombre que la de la atención. Esta se manifiesta claramente entre los animales, como cuando un perro acecha cerca de un agujero para arrojarse sobre su presa. Los animales salvajes, cuando se ponen en acecho, llegan a estar tan absortos en su atención, que cualquiera se puede acercar impunemente a ellos. M. Bartell me ha proporcionado una curiosa prueba de la variabilidad de esta facultad en los monos. Un individuo que adiestraba monos para exhibirlos tenía la costumbre de comprar a la Sociedad Zoológica cuadrumanos de especies comunes a 125 francos uno; pero ofrecía doble precio si le permitían llevarse tres o cuatro por algunos días, para escoger de entre ellos. Interrogado sobre el hecho de poder apreciar en tan poco tiempo las facultades imitativas de un mono, contestó que esto dependía enteramente de su fuerza de atención. Si mientras explicaba algo a un mono, éste se distraía fácilmente con una mosca o cualquier otro objeto, era preciso renunciar a adiestrarlo. Si trataba de hacerlo a pesar de ello, castigando sus faltas de atención, sacaba peor resultado. Y al contrario, siempre lograba hacer un cómico actor del mono que estaba atento a sus lecciones.

Casi es superfluo recordar que los animales están dotados, con relación a las personas y los lugares, de una excelente memoria. En el Cabo de Buena Esperanza, sir Andrew Smith me asegura que un babuino lo había reconocido alegremente después de una ausencia de nueve meses. Yo poseo un perro muy arisco y que muestra aversión por toda persona desconocida; expresamente puse a prueba su memoria después de estar cinco años y dos días ausente de su vista. Me acerqué a la cuadra en que se encontraba y le llamé según mi antigua costumbre; el perro no manifestó ninguna alegría ruidosa, pero me siguió inmediatamente, obedeciéndome, como si le hubiese dejado quince minutos antes. Por lo tanto, habíase instantáneamente despertado en su espíritu una serie de antiguas asociaciones dormidas durante cinco años. P. Huber ha probado claramente que las hormigas pueden, después de una separación de cuatro meses, reconocer a sus camaradas de la misma comunidad. Sin duda, los animales apreciarán por algunos medios los intervalos de tiempo pasados entre sucesos que se representan.

Una de las más elevadas prerrogativas del hombre es la imaginación, facultad por la cual reúne, sin mediar la voluntad, antiguas imágenes e ideas, creando de este modo resultados brillantes y nuevos, como lo hace notar Juan Pablo Richter: «Un poeta que ha de reflexionar si hará decir sí o no a un personaje, váyase al diablo; es sólo un estúpido». El sueño nos da la mejor noción de esta facultad, y, como dice también el mismo poeta, «el sueño es un arte poético involuntario». El valor de las creaciones de nuestra imaginación depende, excusado es decirlo, del número de la precisión y de la lucidez de nuestras impresiones, del juicio o del gusto bajo que admitimos o desechamos las combinaciones involuntarias, y, hasta cierto punto, de nuestro poder en combinarlas involuntariamente. Como los perros, gatos, caballos, probablemente todos los animales superiores, y aun las aves, están sujetas a tener ensueños, como lo han evidenciado autores de toda confianza y conforme lo prueban sus movimientos y gritos, debemos creer que están dotados también de alguna fuerza de imaginación.

Es cosa admitida que la razón se encuentra en la cúspide de todas las facultades del espíritu humano. Pocas personas dudan de que los animales poseen alguna aptitud para el raciocinio. Véselos constantemente hacer pausas, deliberar y resolver. El hecho de que cuanto mejor conoce el naturalista por el estudio de las costumbres de un animal determinado, mayor importancia da al raciocinio que al instinto de éste, es por demás significativo. En su obra sobre el Mar polar abierto, el doctor Hayes hace notar muchas veces que sus perros, remolcando los trineos, en vez de continuar marchando unidos en masa compacta, cuando llegaban a correr sobre una capa de hielo de poco espesor, se separaban unos de otros para repartir su peso sobre una superficie más extensa. Esta era a menudo para los viajeros la única advertencia de que disminuyendo la profundidad del hielo, era la marcha más peligrosa. Ahora bien, los perros ¿obraban de tal modo a consecuencia de su experiencia individual, o imitaban el ejemplo de otros más experimentados, o lo hacían en virtud de un hábito hereditario, es decir, de un instinto? Tal vez este instinto remontaría a la época, ya antigua, en que los naturales empezaron a emplear perros para arrastrar sus trineos; o también los lobos árticos, tronco del perro esquimal, pueden haber adquirido este instinto que les guiaba a no atacar en masas apretadas sobre las capas delgadas de hielo. Con todo, es difícil resolver problemas de este género.

En diversas obras se han recogido tantos datos probando que hay algún grado de raciocinio en los animales, que me limitaré aquí a citar dos o tres casos señalados por Rengger, y relativos a monos americanos, de orden muy inferior. Cuenta este autor que los primeros huevos que había dado a sus monos, fueron por ellos rotos con tan poco acierto, que se perdió una gran parte de su contenido; pero después llegaron a golpear suavemente uno de sus extremos sobre un cuerpo duro, separando los fragmentos de la cáscara con ayuda de los dedos. Después de haberse hecho daño una vez con un instrumento cortante, no se atrevían a tocarle más, o sólo lo hacían con el mayor cuidado. Con frecuencia, les daban terrones de azúcar envueltos en un papel, y habiendo Rengger sustituido en alguna ocasión al terrón una avispa viva, fueron picados por ella al desenvolver el papel confiadamente: desde aquel día tomaron la precaución de llevarse a la oreja el envoltorio para oír si algún ruido se producía en su interior. Si hechos semejantes (y todos los podemos observar parecidos en el perro) no bastan para convencer de que el animal puede raciocinar, no los sabría aumentar con otros más convincentes. A pesar de ello, citaré aún un caso relativo al perro, porque se apoya en la observación de dos personas distintas, y al mismo tiempo porque no puede depender mucho de la modificación de ningún instinto. «Habiendo M. Colquhoun herido en las alas a dos patos salvajes, éstos cayeron a la orilla opuesta de un arroyo, desde donde su perro trató de traérselos, ambos de una vez, sin conseguirlo. El animal, que jamás había magullado una sola pluma, se decidió por matar una de las aves; trajo la viva a su dueño y se volvió en seguida a buscar a la muerta. El coronel Hutchinsson refiere el caso de dos perdices, alcanzadas por un mismo tiro, que mató a una e hirió a la otra; ésta quiso huir, pero fue alcanzada por el perro, el cual, al volver con ella, encontró en su camino a la muerta y se detuvo evidentemente perplejo; después de una o dos tentativas, viendo que no podía coger la muerta sin riesgo de perder la viva, mató a ésta resueltamente y trajo a las dos. Este fue el único caso conocido, en que aquel perro mató la caza». Aquí vemos un ejemplo de raciocinio, aunque imperfecto, porque el perro, como el del caso precedente, hubiera podido traer la viva y luego volver a buscar la muerta.

Los arrieros de la América del Sur dicen: «No quiero daros la mula de mejor trote, sino la más racional»; a lo cual añade Humboldt: «Esta expresión popular, dictada por una larga experiencia, combate el sistema de las máquinas animadas, mejor tal vez que todos los argumentos de la filosofía especulativa».

A mi modo de ver, hemos ya demostrado que el hombre y los animales superiores, especialmente los primates, tienen en común algunos instintos. Todos poseen los mismos sentidos, intuiciones y sensaciones; pasiones, afectos y sentimientos, aun los más complejos, los tienen parecidos. Experimentan la sorpresa y la curiosidad; poseen las mismas facultades de imitación, de atención, de memoria, de imaginación y de raciocinio, aunque en grados muy distintos.

Muchos autores, a pesar de lo afirmado, persisten tenazmente en la idea de que las facultades mentales del hombre levantan entre él y los animales inferiores una barrera que nunca se puede salvar. Hace ya tiempo que tengo recogidos unos veinte aforismos de este género; pero no creo que valgan la pena de ser aquí indicados, ya que su número y grandes diferencias prueban la dificultad, si no la imposibilidad de su tentativa. Se ha afirmado que sólo el hombre es capaz de un mejoramiento progresivo; que sólo él se sirva de las herramientas o del fuego, domestica los otros animales, conoce la propiedad o emplea el lenguaje; que ningún otro animal tiene conciencia propia, ni goza de la facultad de la abstracción, ni posee ideas generales; que el hombre, y sólo el hombre, tiene el sentimiento de lo bello, está sujeto a caprichos, siente la gratitud, tiene atracción por lo misterioso, etc.; cree en Dios o está dotado de una conciencia. Expondré algunas opiniones sobre aquellos de entre estos puntos más importantes y de mayor interés.

El arzobispo Summer sostuvo que sólo el hombre es susceptible de una mejora progresiva. Por lo que atañe al animal, y, en primer lugar, al individuo, todos los que tienen experiencia en materias de cazar al lazo o trampa, saben que los animales jóvenes se dejan coger más fácilmente que los viejos, y aun con menos cuidado se les puede acercar el cazador. Respecto a los animales de más edad, es imposible coger a muchos en un mismo sitio y con una misma trampa y destruirles con un mismo veneno; y, con todo, es improbable que todos ellos hayan probado este último o sido presos con aquel lazo. Deben aprender a ser prudentes con el ejemplo de sus semejantes cautivos o envenenados.

Si pasamos a considerar en vez del individuo aislado las generaciones sucesivas, o la raza, no creemos dudoso que las aves y otros animales adquieran y pierdan a veces gradualmente la prudencia ante el hombre y demás enemigos; y esta previsión que, a buen seguro, es en gran parte un hábito o instinto transmitido por herencia, es también un resultado parcial de la experiencia del individuo. Un buen observador, Leroy, ha probado que allí donde se persigue mucho al zorro, los cachorros son incontestablemente más prudentes que los de las regiones en que se dedican menos a su caza.

Nuestros perros domésticos descienden de los lobos y chacales, y aunque no les aventajen en astucia y tengan tal vez menos prudencia y recelo, han progresado en ciertas cualidades morales, tales como el cariño, la confianza y, probablemente, la inteligencia general. La rata común ha derrotado a muchas especies en algunas partes de la América del Norte, en la Nueva Zelanda, y recientemente en Formosa. M. Swinhoe, describiendo estos últimos casos, atribuye la victoria de la rata común sobre la enorme Mus caninga a su astucia más desarrollada, cualidad que se puede atribuir al empleo y ejercicio habitual de todas sus facultades para escapar a la persecución del hombre, y al hecho de la destrucción por ella de todas las menos inteligentes y astutas. Querer sostener sin pruebas directas que, en el transcurso del tiempo, ningún animal ha progresado en inteligencia o en otras facultades mentales, es suponer lo que se discute en la evolución de la especie. Más adelanto veremos que, según Lartet, mamíferos vivientes hoy, pertenecientes a muchos órdenes, tienen el cerebro más desarrollado que sus antiguos prototipos terciarios.

Se ha dicho con frecuencia que ningún animal se sirve de herramientas; pero, en estado de naturaleza, el chimpancé rompe, con auxilio de una piedra, un fruto indígena de cáscara dura, parecido a una nuez. Habiendo Rengger enseñado a un mono americano a abrir de este modo una clase de nueces, se servía éste luego del mismo procedimiento para hacerlo con otras clases, así como con las cajas. Del mismo modo arrancaba la delgada piel del fruto, cuyo gusto le desagradaba. Otro mono, al que le habían enseñado a abrir la cubierta de una gran caja con un bastón, se servia después del bastón como de una palanca para mover los objetos pesados, y yo mismo he visto un orangután de escasa edad hundir un palo en una grieta, y después, cogiéndole por el otro extremo, convertirlo en una palanca también. Las piedras y palos que sirven de herramientas en los casos citados, son también empleados a guisa de armas. Brehm asegura, bajo la autoridad del viajero Tchimper, que cuando en Abisinia, los babuinos de la especie C. gelada bajan de las montañas para saquear en la llanura, encuentran a veces manadas de C. hamadryas, con las que traban encarnizada lucha. Los primeros desprenden del monte gruesas piedras que caen rodando y de las que huyen los segundos; después, las dos especies se precipitan furiosamente una sobre otra, produciendo una confusión y batahola que espanta. Bremh, acompañando al duque de Coburgo-Gotha, tomó parte en un ataque dado con armas de fuego contra un tropel de babuinos, en el paso de Mensa, en Abisinia. Estos contestaron al ataque, haciendo rodar por los flancos de la montaña tanta cantidad de piedras que los cazadores hubieron de batirse en retirada, sin que su caravana pudiese, por algún tiempo, atravesar el paso. Un mono del Zoological Gardens, cuyos dientes eran débiles, rompía las avellanas con una piedra, y, según me dijeron los guardianes, el animal, después de haberse servido de la piedra, tenía la costumbre de esconderla entre la paja, y se oponía a que mono alguno se la tocase. He aquí, pues, una noción de la propiedad, que hallamos también en el perro cuando tiene un hueso, y en la mayor parte de las aves que poseen un nido.

El duque de Argill hace notar que el hecho de construir un instrumento con un fin particular, es absolutamente peculiar al hombre, y lo considera como estableciendo entre él y los animales una diferencia inmensa. La distinción es importante, sin duda, pero me parece que hay mucha verdad en el aserto de Sir J. Lubbock, que afirma que cuando el hombre primitivo empezó a emplear pedernales para un uso cualquiera, pudo haberlos hecho pedazos accidentalmente y sacado entonces partido de su brillante filo. Dado este paso, fácil es llegar al de romperlos con intención, y tampoco es costoso alcanzar a darles una forma grosera. Con todo, este último progreso puede haber necesitado para cumplirse un largo período, a juzgar por el inmenso intervalo de tiempo que ha debido pasar antes de que los hombres del período neolítico hayan pulimentado sus útiles de piedra. «Rompiendo el pedernal —hace observar también Lubbock— han podido producirse chispas, y rozándolos se desprende de ellos calor; he aquí el origen probable de los dos métodos usuales para procurarse fuego». También puede haberse conocido la naturaleza de este elemento en las numerosas regiones volcánicas en que la lava llega a invadir a veces los bosques. Sabido es que el orangután cubre su cuerpo por la noche con hojas de Pandanus, y Brehm ha visto uno de sus babuinos que tenía la costumbre de resguardarse del calor solar poniéndose una estera en la cabeza. Los monos antropomorfos, guiados probablemente por el instinto, se construyen plataformas transitorias. En las costumbres de esta clase, podemos ver un paso dado hacia algunas de las artes más simples, principalmente la de los trajes y arquitectura grosera, tales como han debido aparecer entre los primitivos antepasados del hombre.

Lenguaje

Con razón se ha considerado esta facultad como una de las principales distinciones que existen entre el hombre y los animales. Pero, como observa un juez competente, el arzobispo Whately, «no es el hombre el único animal que se sirve del lenguaje para expresar lo que pasa en su espíritu y que pueda comprender más o menos lo que otro exprese».

El Cebus Azarae del Paraguay, cuando está excitado, hace oír al menos seis sonidos distintos, que provocan en los otros emociones parecidas. Notable es el hecho de que el perro, desde que ha sido domesticado, ha aprendido a ladrar en cuatro o cinco tonos distintos a lo menos. No es dudoso, a pesar de esto, que las especies salvajes, progenitoras del perro, hayan expresado sus sentimientos con gritos de varias clases. En el perro doméstico tenemos el ladrido de impaciencia, en la caza; el de cólera cuando aúlla y da alaridos de desesperación, al estar encerrado; el de gozo cuando sale a paseo, y el grito de súplica con que pide que le abran la puerta o la ventana.

No obstante, el lenguaje articulado es especial al hombre, por más que, como los otros animales, pueda expresar sus intenciones por medio de gritos inarticulados, acompañados de gestos y movimientos de sus facciones. Esto es principalmente cierto en los sentimientos más simples y más intensos, que tienen pocas relaciones con nuestra inteligencia superior. Nuestras interjecciones de dolor, miedo, sorpresa, furor, junto con las gesticulaciones apropiadas, el murmullo de la madre al acariciar a su hijo pequeño, son más expresivos que las palabras. No es simplemente el poder de articular lo que distingue al hombre de los demás animales, porque todos sabemos que el loro puede hablar, sino su gran fuerza en aplicar a ideas definidas sonidos determinados, fuerza que depende evidentemente del desarrollo de sus facultades mentales. Los sonidos que dejan oír las aves ofrecen, bajo muchos puntos de vista, la mayor analogía con el lenguaje, porque todos los miembros de una misma especie expresan sus emociones con los mismos gritos instintivos, y todas las formas que cantan ejercen instintivamente esta facultad; pero el canto efectivo, y aun las notas para llamarse entre sí, la aprenden de sus ascendentes. Estos sonidos, como lo ha probado Daines Barrington, «no son más innatos en las aves, que el lenguaje en el hombre». Sus primeros ensayos de canto pueden compararse a las imperfectas tentativas que constituyen el balbuceo del niño. Los machos jóvenes continúan ejercitándose en el canto, o, como dicen las personas que se dedican a su cría, estudian durante diez u once meses. En sus ensayos primeros apenas se podrían reconocer los rudimentos del futuro canto, pero a medida que avanzan en edad, se ve ya lo que tratan de saber y acaban por cantarlo de una manera completa. Las aves que han aprendido el canto de una especie distinta, como los canarios que se crían en el Tirol, enseñan y transmiten el nuevo canto a sus propios descendientes. Las naturales diferencias ligeras de canto entre una misma especie que habita diversas regiones, pueden acertadamente compararse, como indica Barrington, «a dialectos provinciales», y los cantos de especies vecinas, pero distintas, a las lenguas de las diferentes razas humanas. He querido dar los detalles que preceden para probar que una tendencia instintiva a adquirir un arte no es en ningún modo privilegio exclusivo del hombre.

Por lo que toca al origen del lenguaje articulado, después de haber leído, por una parte, las interesantes obras de Hensleigh, Wedgwood, Farrar y Scheleicher, y, por otra, las célebres lecturas de Max Müller, no me cabe duda que el lenguaje debe su origen a la imitación y a la modificación, ayudada con signos y gestos de distintos sonidos naturales, de las voces de otros animales, y de los gritos instintivos del hombre mismo. Al tratar de la selección sexual veremos que los hombres primitivos, o mejor, algún antiguo progenitor del hombre, ha hecho probablemente un gran uso de su voz para emitir verdaderas cadencias musicales, como aun lo hace un mono del género de los gibones. Podemos deducir de analogías, generalmente muy extendidas, que esta facultad ha sido ejercida especialmente en la época de la reproducción, para expresar las distintas emociones del amor, los celos, el triunfo y el reto a los rivales. La imitación de gritos musicales por sonidos articulados ha podido ser el origen de palabras traduciendo diversas emociones complejas. Por la relación que tiene con el principio de imitación, debemos hacer notar la fuerte tendencia que presentan las formas más próximas al hombre (monos, idiotas, microcéfalos y razas bárbaras de la humanidad) a imitar cuanto llega a su oído. Comprendiendo a buen seguro los monos gran parte de los que el hombre les dice, y, en estado de naturaleza, pudiendo lanzar gritos que señalen un peligro a sus camaradas, no me parece increíble el que algún animal simiano, más sabio, haya tenido la idea de imitar los aullidos de un animal feroz para advertir a sus semejantes, precisando el género de peligro que les amenazaba. En un hecho de esta naturaleza habría un primer paso hacia la formación del lenguaje.

Ejercitada cada vez más la voz, los órganos vocales se habrán robustecido y perfeccionado en virtud del principio de los efectos hereditarios del uso; lo que a su vez habrá influido en la potencia de la palabra. Verdad que, bajo este punto de vista, la conexión entre el uso continuo del lenguaje y el desarrollo del cerebro, tiene una importancia mucho mayor. Las aptitudes mentales han debido estar más desarrolladas en el primitivo progenitor del hombre que en ningún mono de los hoy existentes, aun antes de estar en uso ninguna forma de lenguaje, por imperfecta que se la suponga. Pero podemos admitir con seguridad que el uso continuo y el perfeccionamiento de esta facultad, han debido obrar a su vez en la inteligencia, permitiéndole y facilitándole el enlace de una serie más extensa de ideas. Nadie se puede entregar a una sucesión prolongada y compleja de pensamientos sin el auxilio de palabras, habladas o no, de la misma manea que no se puede hacer un cálculo importante sin tener signos o servirse del álgebra. También parece que hasta el curso de las ideas ordinarias necesita alguna forma de lenguaje, porque se ha observado que Laura Bridgman, joven sordomuda y ciega, en sus sueños hacía con los dedos signos. Una larga sucesión de ideas vivas y mutuamente dependientes, puede, a pesar de lo dicho, atravesar el espíritu sin el concurso de ninguna especie de lenguaje, hecho que podemos inferir de los prolongados ensueños que se observan en los perros. Hemos visto que los perros de caza pueden razonar en algún modo, lo que evidentemente hacen sin servirse de lenguaje alguno. Las íntimas conexiones entre el cerebro y la facultad del lenguaje, tal como está desarrollada en el hombre, resaltan claramente de esas curiosas afecciones cerebrales que atacan especialmente la articulación, y en las que desaparece el poder de recordar los sustantivos, mientras subsiste intacta la memoria de otros nombres. Tan probable es que los efectos del uso continuo de los órganos de la voz y de la inteligencia hayan llegado a ser hereditarios, como que la escritura, que depende simultáneamente de la estructura de la mano y de la disposición del espíritu, sea hereditaria también; hecho completamente cierto.

Fácil es comprender el por qué los órganos que sirven actualmente para el lenguaje han sido originariamente perfeccionados con este objeto con preferencia a otros. Las hormigas se comunican recíprocamente sus impresiones por sus antenas. Nosotros hubiéramos podido servirnos de los dedos como instrumentos eficaces, ya que, con la costumbre, puede transmitirse a un sordo-mudo un discurso pronunciado en público, palabra por palabra; pero entonces, la pérdida de las manos hubiera sido un serio inconveniente. Teniendo todos los mamíferos superiores los órganos vocales construidos sobre el mismo plan nuestro, y sirviendo de medio de comunicación, es probable que, si este último debía progresar, se hubieran debido desarrollar preferentemente los mismos órganos; y esto es lo que se ha efectuado con la ayuda de partes bien ajustadas y adaptadas, tales como la lengua y los labios. El que los monos superiores no se sirvan de sus órganos vocales para hablar, depende sin duda de que su inteligencia no está suficientemente adelantada. Un hecho semejante se observa en muchas aves que, aunque dotadas de órganos propios para el canto, no cantan jamás. Así vemos que aunque los órganos vocales del ruiseñor y del cuervo presentan una construcción muy parecida, producen en el primero los más variados cantos, y en el segundo un simple graznido.

La formación de las especies diferentes y de las lenguas distintas, y las pruebas de que ambas se han desarrollado siguiendo una marcha gradual, son las mismas. En lenguas distintas encontramos homologías sorprendentes debidas a la comunidad de descendencia, y analogías debidas a un semejante procedimiento de formación. La manera como ciertas letras o sonidos se cambian por otros, recuerda la correlatividad del crecimiento. La presencia frecuente de rudimentos, tanto en las lenguas como en las especies, es más notable todavía. En la ortografía de las palabras se conservan a menudo letras que representan los rudimentos de antiguos modos de pronunciación. Las lenguas, como los seres orgánicos, pueden clasificarse por grupos subordinados, ya naturalmente según su derivación, ya artificialmente según otros caracteres. Lenguas y dialectos dominantes se propagan extensamente y contribuyen a la extinción de otras lenguas. La lengua, como la especie, una vez extinguida, no reaparece nunca, como observa Lyell. Un mismo lenguaje no nace nunca en dos puntos a la vez, y lenguas distintas pueden mezclarse y cruzarse unidas. Vemos en todas ellas la variabilidad, adaptando continuamente nuevas expresiones; pero, como la memoria es limitada, nombres adquiridos y aun lenguas enteras, se extinguen poco a poco. Según la excelente observación de Max Müller, «hay una lucha incesante por la vida en cada lengua entre los nombres y las formas gramaticales. Las formas mejores, más breves y más fáciles tienden constantemente a supeditar a las demás, y deben el triunfo a su valor inherente y propio». A mi modo de ver, se puede agregar a estas causas la del amor a la novedad que siente en todas las cosas el espíritu humano.

Esta perpetuidad y conservación de ciertas palabras y formas afortunadas en la lucha por la existencia es una selección natural.

La construcción muy regular y sorprendentemente compleja de las lenguas de muchas naciones bárbaras, ha sido para algunos una prueba, de su origen divino o de la elevación del arte y de la antigua civilización de sus fundadores. Así escribe F. von Schlegel: «En estas lenguas que parecen ocupar el grado más inferior de cultura intelectual, observamos a menudo que su estructura gramatical está elaborada hasta un grado máximo. Esto sucede con el vascuence». Pero es indudablemente inexacto al considerar una lengua como un arte, en el sentido de que hubiese podido ser metódicamente elaborada y formada. Los filólogos admiten hoy generalmente que las conjugaciones y declinaciones eran en su origen distintos nombres que se unieron después, y como este género de nombres así compuestos expresan las más claras relaciones entre los objetos y las personas, no es cosa rara el que hayan sido usados entre casi todas las razas de las edades primitivas. El ejemplo siguiente nos dará una idea exacta de cuanto podemos engañarnos en lo que toca a la perfección. Muchas veces una crinoidea no cuenta con menos de ciento cincuenta mil piezas, todas colocadas en una perfecta simetría y en líneas cuadradas; pero el naturalista no por esto considera un animal de esta clase más perfecto que uno del tipo bilateral, formado de partes menos numerosas y que sólo se parecen entre ellas en los lados opuestos del cuerpo. Considera con razón, que el criterio de la perfección se encuentra en la distinción y especial modo de ser de los órganos. Lo mismo pasa con las lenguas, en las que nunca la más simétrica y complicada debe considerarse superior a otras más irregulares, lacónicas y cruzadas, que han tomado nombres expresivos y útiles formas de construcción de las distintas razas conquistadoras, conquistadas o inmigrantes.

De estas observaciones, aunque pocas e incompletas, deduzco que la construcción compleja y regular de gran número de lenguas bárbaras no constituye en ningún modo una prueba de que sea debido su origen a un acto especial de creación. Tampoco la facultad del lenguaje articulado es una objeción irrebatible a la creencia de que el hombre se haya desarrollado de una forma inferior.

Conciencia, personalidad, abstracción, ideas generales, etc

Sería inútil emprender la discusión de estas facultades elevadas, que según muchos autores modernos, constituyen la única y más completa distinción entre el hombre y los animales; sería inútil, decimos, porque no hay dos solos autores cuyas definiciones convengan entre sí. Facultades de un orden tan superior no podían de ningún modo desenvolverse plenamente en el hombre, antes de que sus aptitudes mentales hubiesen alcanzado un nivel superior, lo que implica el uso de una lengua completa. Nadie supone que un animal inferior reflexione sobre la vida y la muerte ni otros asuntos parecidos; pero estamos bien seguros de que un perro viejo, poseyendo excelente memoria y alguna imaginación, como lo prueban sus ensueños, no reflexiona jamás sobre sus antiguos placeres venatorios. Esto ya sería una forma de la conciencia de sí mismo. Por otra parte, como hace notar Büchner, ¡cuán poco podrá ejercer esta conciencia y reflexionar sobre la naturaleza de su propia vida la infeliz esposa de un salvaje de la Australia, degradado, que casi no usa nombres abstractos y no sabe contar sino hasta cuatro!

Es incontestable el hecho de que los animales conservan su personalidad. Cuando, en un ejemplo mencionado anteriormente, mi voz evoca en mi perro toda una serie de antiguas asociaciones en su inteligencia, es prueba de que ha de haber conservado su individualidad mental, por más que cada átomo de su cerebro haya debido renovarse más de una vez durante el intervalo de cinco años.

Sentimiento de lo bello

Se ha afirmado que este sentimiento era especial también al hombre; pero cuando vemos aves machos que ante las hembras despliegan sus plumajes de espléndidos colores, mientras que otros que no pueden ostentar tales adornos no se entregan a ninguna demostración semejante, no podemos poner en duda el hecho de que las hembras admiren la hermosura de sus compañeros. Su belleza, como objeto de ornamentación no puede negarse, ya que las mismas mujeres se sirven de las plumas de las aves en su tocado. Al propio tiempo, las dulces melodías del canto de los machos durante la época de la reproducción, son evidentemente objeto de la admiración de las hembras. Porque, en efecto, si éstas fuesen incapaces de apreciar los magníficos colores, los adornos y la voz de sus machos, todo el cuidado y anhelo que emplean para hacer gala de sus encantos, sería inútiles, lo cual es imposible admitirlo. No creo que podamos explicar más satisfactoriamente el por qué ciertos sonidos y colores excitan placer cuando armonizan, y por qué ciertos sabores y perfumes son agradables, pero es lo cierto que muchos animales inferiores admiran con nosotros los mismos colores y los mismos sonidos.

El amor a lo bello, al menos en lo que respecta a la belleza femenina, no tiene en el espíritu humano un carácter especial, ya que difiere mucho en las diferentes razas, y ni aun es idéntico para las distintas naciones de una raza misma. A juzgar por los repugnantes adornos y la música atroz que admira la mayoría de los salvajes, podría afirmarse que sus facultades estéticas están menos desarrolladas en ellos que en muchos animales, tales como las aves. Es evidente que ningún animal es capaz de admirar la pureza del cielo en la noche, un paisaje bello o una música sabia; pero tampoco los admiran más los salvajes o las personas que carecen de educación, ya que estos gustos dependen de la cultura de asociaciones de ideas muy complejas.

Muchas facultades que han contribuido útilmente al progreso del hombre, tales como la imaginación, la sorpresa, la curiosidad, el sentimiento indefinido de la belleza, la tendencia a la imitación, el amor a la novedad, etc., han debido encaminarle a realizar cambios caprichosos de usos y costumbres. Menciono este punto, porque recientemente, un escritor sienta la afirmación de que el capricho es «una de las diferencias típicas más notables entre los salvajes y los animales». Es cierto que el hombre es caprichoso a lo sumo, pero es cierto también que los animales inferiores demuestran frecuentemente sus caprichos en sus afectos, odios y sentimientos de belleza. Hay igualmente muchas razones para sospechar que aman la novedad en sí misma.

Creencia en Dios - Religión

No existe ninguna prueba de que el hombre haya estado dotado primitivamente de la creencia en la existencia de un Dios omnipotente. Por el contario, hay demostraciones convincentes suministradas, no por viajeros, sino por hombres que han vivido mucho tiempo con los salvajes, de que han existido y existen aún numerosas razas que no tienen ninguna idea de la Divinidad ni poseen palabra que la exprese en su lenguaje.

Esta cuestión, inútil creo hacerlo constar, es completamente distinta de otra de orden más elevado: la de saber si existe un Creador y Director del Universo, cuestión que las más privilegiadas inteligencias que han existido han resuelto afirmativamente.

Si bajo la palabra religión comprendemos la creencia en agentes invisibles o espirituales, entonces todo cambia de aspecto, porque este sentimiento parece ser universal entre todas las razas menos civilizadas. No es difícil comprender su origen. Tan pronto como las importantes facultades de la imaginación, la sorpresa y la curiosidad, unidas a alguna fuerza de raciocinio, han llegado a desarrollarse parcialmente, el hombre habrá tratado de comprender cuanto se ofrecía a su vista y de filosofar vagamente sobre su propia existencia. Como observa M. M. Lennan, «debe el hombre, por sí mismo, inventar alguna explicación de los fenómenos de la vida; y, a juzgar por su universalidad, la hipótesis más simple y que primeramente se presenta a su espíritu, parece haber sido la de atribuir los fenómenos naturales a la presencia en los animales, las plantas, los objetos y las fuerzas de la naturaleza, de espíritus que causan efectos parecidos a los que el hombre cree poseer». Es probable, conforme demuestra M. Taylor, que la primera idea de los espíritus haya tenido su origen en el sueño, ya que los salvajes no distinguen fácilmente las impresiones subjetivas de las objetivas, Las figuras que aparecen en sueños a los salvajes, creen éstos que vienen de muy lejos y se mantienen sobre ellos, «o que el alma del que sueña parte para sus viajes y vuelve con el recuerdo de lo que ha visto». Pero los sueños del hombre no bastaban para inspirarle tal creencia, como no bastan al perro los suyos, y ha sido preciso que antes en aquél se hayan desarrollado suficientemente las facultades citadas: imaginación, curiosidad, sorpresa, etcétera.

La tendencia que tienen los salvajes a imaginarse que los objetos o agentes naturales están animados por esencias espirituales o vivientes, puede comprenderse por un hecho que he tenido ocasión de observar en un perro mío. Este animal, adulto y muy sensible, estaba tendido sobre el césped, un día muy cálido, a alguna distancia de un quitasol, sobre el que no hubiera fijado la atención si alguien hubiese estado cerca de aquel objeto. Pero la ligera brisa que soplaba agitaba el quitasol a menudo, y a cada movimiento el perro prorrumpía en ladridos. A mi modo de ver, debía formarse la idea de una manera rápida y consciente de que aquellos movimientos sin aparente causa indicaban la presencia de alguien que los produjese, que no tenía ningún derecho a estar por aquellos sitios.

La creencia en los agentes espirituales conviértese con facilidad en la de la existencia de uno o muchos dioses. Los salvajes atribuyen a los espíritus las mismas pasiones, la misma sed de venganza o las más elementales formas de justicia y los mismos afectos que ellos han experimentado.

El sentimiento de la devoción religiosa es muy complejo: compónese de amor, de una sumisión completa a un superior misterioso y elevado, de un gran sentimiento de dependencia, de miedo, de reverencia, de gratitud, de esperanza para el porvenir y quizás también de otros sentimientos. Emoción tan compleja no la podría sentir ningún ser que no hubiese llegado a alguna superioridad de facultades morales e intelectuales. Con todo, descubrimos alguna semejanza con este estado del espíritu, en el amor profundo que tiene el perro por su dueño, junto con su sumisión completa, algún temor y otros sentimientos menos definidos. La conducta del perro que tras una larga ausencia encuentra a su dueño, la del mono enjaulado respecto a su guardián, son muy distintas de las que observan con sus camaradas. Con éstos parecen menos vivos sus transportes de entusiasmo, y manifiéstanse sus sentimientos con mayor uniformidad. El profesor Branbach llega a decir que el perro mira a su dueño como a un Dios.

Las mismas altas facultades mentales que han impulsado al hombre a creer primero en influencias espirituales invisibles; luego al fetichismo, al politeísmo, y, finalmente, al monoteísmo, le han arrastrado también a distintas costumbres y supersticiones extrañas, mientras ha estado poco desarrollada su fuerza de raciocinio. Ha habido supersticiones terribles: los sacrificios humanos inmolados a un dios sanguinario; las pruebas bárbaras del agua y del fuego a que eran sometidas personas inocentes; la brujería, etc. Útil es reflexionar algunas veces sobre estas supersticiones, ya que nos enseñan la inmensa gratitud que debemos a los progresos de nuestra razón, a la ciencia, y a todos nuestros conocimientos acumulados. Conforme ha observado acertadamente sir J. Lubbock, no es exagerado decir que el «horror terrible del mal desconocido está suspendido sobre la vida salvaje como una espesa nube y amarga todos sus placeres». Estas consecuencias miserables e indirectas de nuestras más distinguidas facultades, pueden ponerse al lado de los errores incidentales de los instintos de los animales inferiores.