CAPÍTULO VI

AFINIDAD Y GENEALOGÍA DEL HOMBRE

Aún admitiendo que la diferencia entre el hombre y los animales que más se aproximan sea, en cuanto a la conformación corporal, tan grande como sostienen algunos naturalistas, y por más que debamos convenir en que la diferencia en fuerza mental sea inmensa, los hechos indicados en los capítulos precedentes afirman, a mi modo de ver, de la manera más evidente, que el hombre desciende de una forma inferior, aunque todavía no se hayan podido descubrir, hasta el presente, los eslabones de conexión intermediarios.

El hombre está sujeto a variaciones numerosas, determinadas por las mismas causas, reguladas y transmitidas conforme a las mismas leyes generales que los animales inferiores. Tiende a multiplicarse de un modo suficientemente rápido para que su descendencia esté necesariamente sometida a una lucha por la existencia, y por consiguiente, a la selección natural. Ha dado origen a numerosas razas, algunas de las cuales difieren entre sí lo bastante para haber llegado a ser consideradas por algunos naturalistas como especies distintas. Su cuerpo, independientemente de los usos para que puedan servir sus diversas partes, está construido sobre el mismo plan homológico que el de los demás mamíferos. Pasa por las mismas fases de desarrollo embriogénico. Conserva muchas conformaciones rudimentarias e inútiles, que habrán tenido empleo anteriormente. En él vemos reaparecer ocasionalmente caracteres que, según todos nos induce a creer, han existido en sus primeros antecesores. Si el origen del hombre hubiese sido distinto por completo del de todos los demás animales, estas diversas manifestaciones serían sólo decepciones vanas, lo cual es increíble. Y al contrario, todas pasan a ser comprensibles si el hombre es, con otros mamíferos, el codescendiente de alguna forma inferior desconocida.

Algunos naturalistas, profundamente admirados de las aptitudes mentales y morales del hombre, han dividido el conjunto orgánico en tres reinos: Humano, Animal y Vegetal, colocando así al hombre en un reino especial. No puede el naturalista comparar ni clasificar las aptitudes espirituales, pero sí, como he intentado hacerlo, tratar de evidenciar que, aun cuando las facultades mentales del hombre difieren inmensamente de las de los animales que le son inferiores, difieren sólo en grado, pero no en naturaleza. Por grande que sea una diferencia de grado, no nos autoriza pava colocar al hombre en un reino aparte, como puede comprenderse fácilmente al comparar las facultades mentales de los insectos, tales como un coccus y una hormiga, y, con todo, ambos pertenecen incontestablemente a una clase. La diferencia en este caso es mayor, aunque de un género algo distinto de la que existe entre el hombre y el mamífero más elevado. El coccus hembra se une con la trompa a una planta, cuya savia chupa, sin cambiar nunca de posición. Allí es fecundada por el macho; allí pone sus huevos; y tal es toda su historia. En cambio, como ha probado P. Huber, la descripción de las costumbres y aptitudes mentales de las hormigas hembras ocuparía una voluminosa obra; señalaré aquí solamente algunos puntos especiales. Las hormigas se comunican recíprocamente sus impresiones y se unen entre ellas para hacer un mismo trabajo o para juzgar unidas. Reconocen a sus camaradas después de ausencias de algunos meses. Construyen vastos edificios, que conservan con limpieza, y cuyas aberturas cierran por la noche, colocando en ellas centinelas. Construyen caminos y hasta túneles por debajo de los arroyos. Recogen el alimento para la comunidad, y cuando un objeto traído al hormiguero no puede ser introducido en él, por su excesivo tamaño, agrandan la puerta, que luego reconstruyen de nuevo. Salen en bandadas organizadas con regularidad para combatir y sacrificar su vida para el bien común. Emigran conforme a un plan preconcebido. Capturan esclavas y guardan ofidios en concepto de vacas de leche. Cambian de sitio los huevos de sus ofidios como los suyos propios y los colocan en las partes cálidas del hormiguero para apresurar el nacimiento. Podríamos citar aún una infinidad de hechos análogos. En resumen: la diferencia entre la aptitud mental de una hormiga y la de un coccus es inmensa, pero nadie ha pensado ni remotamente en colocarlos en clases y aún mucho menos en reinos diferentes. El intervalo que separa sus inteligencias estará sin duda ocupado por las aptitudes mentales intermediarias de una multitud de insectos, lo que no sucede en el que existe entre el hombre y los monos superiores. Pero tenemos muchos motivos para creer que las lagunas que presenta la serie son sólo el resultado de la extinción, en el pasado, de un gran número de formas que las ocupaban.

Basándose principalmente en la conformación del cerebro, el profesor Owen ha dividido la serie de los mamíferos en cuatro subclases. Consagra una de ellas al hombre; coloca en otra los marsupiales y los monotremos, de moto que hace al hombre tan distinto de los demás mamíferos como éstos lo son de los dos grupos precitados reunidos. No habiendo, que yo sepa, admitido esta clasificación ningún naturalista capaz de tener un juicio independiente, renunciamos a ocuparnos más extensamente de ella.

Podemos comprender por qué una clasificación fundada sobre un solo carácter u órganos —aunque sea un órgano tan complejo e importante como el cerebro— o sobre el alto desarrollo de las facultades mentales deberá, casi de seguro, ser insuficiente. Se ha tratado de seguir tal sistema, aplicándolo a los insectos himenópteros; pero, al estar ya clasificados conforme sus costumbres o instintos, se ha visto que su agrupación era completamente artificiosa. Inútil es decir que se pueden basar clasificaciones sobre un carácter cualquiera, la talla, el color, el sitio en que se suele habitar; pero desde hace mucho tiempo los naturalistas han adquirido la convicción profunda de que existe un sistema natural. Este sistema, como hoy se admite generalmente, debe seguir en lo posible una disposición genealógica, ésto es, que los codescendientes de la misma forma deben estar reunidos en un grupo separado de los codescendientes de otra forma cualquiera; pero si las formas de los antecesores han tenido entre sí relaciones de parentesco, lo mismo sucederá con sus descendientes, y los dos grupos nidos constituirán un grupo de orden superior. La mayor o menor extensión de las diferencias entre los diversos grupos —es decir, la suma de las modificaciones que cada uno de ellos habrá experimentado— se traducirá por los nombres de géneros, familias, órdenes y clases. No habiendo ningún registro de líneas de descendientes, sólo los podemos descubrir observando los grados de semejanza que existan entre los seres que tratemos de clasificar. Al hacerlo, hemos de conceder mucha más importancia al hadar un gran número de puntos de semejanza que al hallar similitudes o desemejanzas muy marcadas, pero que no se presentan en muchos puntos. Si se parecen entre sí dos lenguajes, por una abundancia de palabras y de formas de construcción, se los reconocerá siempre como nacidos de una fuente común, por más que difieran mucho en algunos de éstos puntos. Pero entre los seres organizados los rasgos de semejanza no consistirán de ningún modo en solas las adaptaciones aparecidas costumbres de vida; porque, por ejemplo, dos animales podrán tener toda su constitución modificada para apropiarlos a una vida acuática, sin que por esto estén más cercanos entre sí en el sistema natural. Ya vemos, pues, por qué semejanzas que se refieren a conformaciones sin importancia, a órganos inútiles y rudimentarios o partes no desarrolladas e inactivas bajo el aspecto funcional, son mucho más útiles para guiarnos en una clasificación, ya que, no siendo debidas a adaptaciones recientes, revelan de este modo las antiguas líneas de descendencia, las de la verdadera afinidad.

Tampoco una gran modificación en un carácter dado puede inducirnos a alejar demasiado a un organismo de otro. Una parte que difiera ya considerablemente de su correspondiente entre otras formas vecinas ha debido, según la teoría de la evolución, variar ya mucho, y por consiguiente (en tanto que el organismo continuará sometido a las mismas condiciones) tenderá aún a variar de una manera parecida; si estas nuevas variaciones son ventajosas, serán conservadas y aumentadas de este modo de una manera continua. En muchos casos el desarrollo continuo de una parte, por ejemplo, el pico de un ave oíos dientes de un mamífero, no sería ventajoso a la especie, ni para procurarse alimento, ni para otro objeto alguno; pero no vemos, en lo que toca a las ventajas para el hombre, ningún límite definido que se pueda asignar al desarrollo persistente de su cerebro y de sus facultades mentales. Por consiguiente, en la determinación de la posesión hombre ocupa, en sistema natural o genealógico, el extremo desarrollo de su cerebro no debe triunfar sobre u la multitud de semejanzas que se refieren a puntos de menos importancia o que no poseen ninguna.

La mayor parte de los naturalistas que han considerado el conjunto de la formación humana, inclusas sus facultades mentales, han seguido a Blubembach y Cuvier, y han colocado al hombre en un orden separado, bajo el nombre de bimanos, y por consiguiente, en igualdad de rango con los cuadrumanos, carnívoros, etc. Recientemente, gran número de naturalistas han vuelto a la idea propuesta en un principio por Linneo (que fue tan notable por su sagacidad) y han colocado de nuevo, bajo el nombre de primates, al hombre en el mismo orden que los cuadrumanos. La verdad de este dictamen debe admitirse, recordando, en primer lugar, las indicaciones que acabamos de hacer sobre la poca importancia comparativa que tiene, para la clasificación, el gran desarrollo cerebral en el hombre, y teniendo presente, a la par, que las diferencias profundamente marcadas que existen entre los cráneos del hombre y los de los cuadrumanos (de las que se han ocupado mucho Virchow, Aeby y otros) son muy verosímilmente, el resultado de distinto desarrollo de los cerebros. En segundo lugar, no hemos de olvidar que casi todas las otras y más importantes diferencias entre el hombre y los cuadrumanos, son de naturaleza eminentemente adaptativas y se enlazan principalmente a la actitud vertical, peculiar al hombre; tales son la estructura de la mano, el pie, la pelvis, la curvatura de la columna vertebral y la posición de la cabeza. La familia de las focas ofrece un buen ejemplo de la poca importancia que tienen para la clasificación los caracteres de adaptación. Estos animales, por la forma del cuerpo y la conformidad de sus miembros, difieren de todos los demás carnívoros mucho más de cuanto difiere el hombre de los monos superiores; a pesar de esto, en todos los sistemas, desde el de Cuvier hasta el más reciente de M. Flower, las focas son colocadas como simple familia en el orden de los carnívoros. A no haber sido el hombre clasificador de sí mismo, nunca hubiera soñado en fundar un orden separado para recibirlo.

Sería traspasar los límites de esta obra y los de mis conocimientos el tratar de señalar los innumerables puntos de conformación por los que el hombre concuerda con los demás primates. Nuestro eminente anatomista y filósofo, el profesor Huxley, en un profundo estudio de este asunto, ha sentado la afirmación de que, en todas las partes de su organización, el hombre difiere menos de los monos superiores que éstos de los miembros inferiores de su mismo grupo. Por consiguiente, «no hay ninguna razón para colocar al hombre en un orden distinto».

He presentado en el principio de esta obra diversos hechos que prueban cuánto se aviene por su constitución el hombre con los mamíferos superiores, avenencia que, sin duda, depende de la semejanza íntima que existe en la estructura elemental y la composición química. He citado como ejemplo nuestra actitud para contraer las mismas enfermedades, para ser atacados por parecidos parásitos; nuestra comunidad de gustos para los mismos estimulantes y los efectos semejantes que producen; los resultados de diversas drogas y otros hechos de la misma clase.

Algunos puntos poco importantes de semejanza entre el hombre y los animales superiores quiero señalar aquí, ya que por lo común no son tomados en consideración en las obras sistemáticas, pero que revelan claramente, cuando son numerosos, nuestros vínculos de parentesco. La situación relativa del conjunto de los rasgos de la cara es evidentemente la misma en el hombre y los cuadrumanos, y las diversas emociones se traducen por movimientos casi idénticos de los músculos y de la piel, sobre todo en las cejas y alrededor de la boca. Hasta hay algunos actos expresivos casi iguales, tales como los sollozos de ciertas especies de monos y los sonidos imitando carcajadas que producen otros, durante cuyos actos los ángulos de la boca retíranse hacia atrás, y los párpados inferiores se doblan. El aparato externo del oído se parece en extremo. La nariz es mucho más prominente en el hombre que en la mayor parte de los monos; pero ya podemos percibir un principio de curvatura aquilina en la nariz del Gibon Hoolok, que se ofrece ridículamente exagerada en el mismo órgano del Semnopithecus nasica.

Muchos monos ostentan la cara adornada de barbas y bigotes. Los pelos de la cabeza adquieren una gran longitud en algunas especies de Semnopithecus, y en el macaco Radiatus, parten de un punto del vértice con una raya en la mitad, como en el hombre. Créese generalmente que la frente da al hombre su aspecto noble e inteligente; mas los espesos pelos de la cabeza del citado macaco se terminan bruscamente en su parte inferior, y a partir de este punto se extiende un bozo tan fino que, mirada la frente a poca distancia, parece enteramente desnuda, a excepción de las cejas. Estas existen algunas especies, por más que se haya afirmado lo contrario erróneamente. En la especie de que acabamos de hablar, el grado de limpieza de la frente varía según los individuos, y Eschricht prueba que muchas veces no se presenta bastante definido en los niños el límite entre la parte cabelluda y la frente limpia de pelos, lo que parece ser un caso insignificante de reversión hacia un antecesor cuya frente presentaría aún alguna vellosidad.

Sabido es que en los brazos del hombre los pelos tienden a converger hacia un punto del codo. Esta disposición curiosa, tan diferente de la mayor parte de los mamíferos inferiores, es común al gorila, chimpancé, orangután, algunas especies de hilobalos, y aún a algunos monos americanos. Pero en el Hylobates agilis el pelo del antebrazo se dirige de la manera ordinaria hacia la muñeca; en el H. lar está casi enderezado, con una ligera inclinación hacia adelante, y de este modo se presenta en esta última especie, y de un estado de transición. No parece dudoso que en la mayor parte de los mamíferos el espesor del pelo y su dirección sobre la espalda sirven para facilitar que se escurra la lluvia, pudiendo servir para tal uso los pelos transversales de las patas delanteras del perro cuando duerme con el orangután (cuyas costumbres ha estudiado tan cuidadosamente) la convergencia de los pelos hacia el codo sirve para desviar la lluvia cuando el animal tiene, según su costumbre, los brazos doblados hacia arriba, cogidas sus manos a la rama de un árbol o reposando simplemente sobre su cabeza. Si la precitada explicación es exacta para el orangután, la disposición de los pelos de nuestro antebrazo sería un singular recuerdo de nuestro antiguo estado, ya que nadie admitirá que tenga actualmente ninguna utilidad para desviar la lluvia, uso al cual, por otra parte, no estaría ya apropiada, dada nuestra actitud vertical actual.

Sin embargo, sería temerario conceder demasiadas atribuciones al principio de la adaptación, con respecto a la dirección del pelo en el hombre o en sus primeros antecesores. En efecto, es imposible estudiar los dibujos de Eschricht sobre la disposición del pelo en el feto humano (lo mismo que en el ser adulto) sin reconocer con este excelente observador que han debido intervenir otras causas de naturaleza muy compleja. Los puntos de convergencia parecen tener cierta relación con las partes últimas a unirse en el desarrollo del embrión. Parece también existir algún enlace entre la disposición del pelo sobre los miembros y el trayecto de las arterias medulares.

No debe suponerse que la semejanza del hombre con ciertos monos, en los puntos precitados, como también en muchos otros (tales como la frente desnuda, las largas trenzas de los cabellos, etcétera), sean necesariamente todas resultado de una transmisión hereditaria no interrumpida o de una reversión subsecuente a los caracteres de un antecesor común. Es más probable que gran número de estas semejanzas se deban a la variación analógica que, conforme he tratado de probar en otras obras, resulta de que organismos codescendientes, provistos de una constitución semejante, han sufrido la influencia de las mismas causas determinantes de la variabilidad. En lo que concierne a la dirección análoga de los pelos del antebrazo en el hombre y ciertos monos, se puede probablemente atribuir este carácter a la herencia, ya que es común a la mayor parte de los monos antropomorfos, pero no con absoluta certeza, porque algunos monos americanos muy distintos la presentan igualmente. La misma observación se puede aplicar al hecho de la falta de cola en el hombre, porque este órgano falta en todos los monos antropomorfos. Tampoco este carácter puede atribuirse con seguridad a la herencia, porque la cola, aunque no faltando enteramente, se conserva rudimentaria en algunas especies de monos del antiguo y del nuevo continente, y de ella carecen por completo muchas especies pertenecientes al vecino grupo de los lemurios.

Si, cómo acabamos de ver, el hombre no está autorizado para formar un orden especial consagrado a recibirlo, podría tal vez reclamar un suborden o una familia distinta. En su última obra, el profesor Huxley divide los primates en tres subórdenes, que son: los antropoidoes o el hombre solo; los simiadeos, comprendiendo los monos de toda especie, y los lemúridos con los diversos géneros de lémures. En lo que concierne a las diferencias que se refieren a ciertos puntos importantes de conformación, el hombre puede aspirar, con razón sin duda, a la categoría de un suborden, aunque éste es inferior, si tenemos en cuenta ta sus facultades mentales. Esta categoría sería con todo demasiado elevada desde el punto de vista genealógico, según el cual el hombre no debía representar más que una familia, o tal vez tan sólo una subfamilia. Si suponemos tres líneas de descendencia, procediendo de un origen común, podremos concebir perfectamente que, después de transcurrido mucho tiempo, dos de entre ellas hayan cambiado poco y continúen como especies del mismo género, pero que la tercera se haya modificado lo bastante para merecer ser clasificada como subfamilia, familia, o hasta orden distinto. Aún en este caso, es casi positivo que esta tercera línea conservará todavía por herencia numerosos puntos de semejanza con las dos restantes. Aquí es donde se presenta la dificultad, actualmente irresoluble, de saber cuál es el alcance que debemos conceder en nuestras clasificaciones a las diferencias muy marcadas que pueden existir sobre muchos puntos (ésto es, a la extensión de la modificación sufrida) y cuál es la parte que debemos atribuir a una similitud limitada a una porción de puntos insignificantes, como indicación de las líneas de descendencia o la genealogía. La primera alternativa es la más evidente, y tal vez la más segura; la última parece ser la que da más correctamente la verdadera clasificación natural.

Para basar nuestro juicio sobre este asunto relativamente al hombre consideramos la clasificación de los simiadeos. La mayoría de los naturalistas conviene en dividir esta familia en grupo catirrino, o monos del Antiguo Mundo, todos los cuales están caracterizados (como su nombre lo indica) por la estructura particular de sus narices y la presencia de cuatro premolares en cada mandíbula, y en grupo platirrino, o monos del Nuevo Mundo (comprendiendo dos subgrupos muy distintos), caracterizados todos por la conformación muy distinta de las narices y la presencia de seis premolares en cada mandíbula. Podrían añadirse además algunas pequeñas diferencias. Ahora bien; es incontestable que por su dentición, por la conformación de sus narices y por algunas otras relaciones, el hombre pertenece a la división del Antiguo Mundo, o catirrina; pero no por ningún carácter se parece más a los platirrinos que a los catirrinos, exceptuando por algunos puntos poco importantes y que parecen resultar de adaptaciones. Por consiguiente, sería contrario a toda probabilidad de suponer que alguna especie antigua del Nuevo Mundo, variando, haya producido un ser de aspecto humano, presentando todos los caracteres distintivos de la división del Antiguo Mundo, y perdiendo, al propio tiempo, los suyos propios. No hay, por lo tanto, duda alguna de que el hombre es una ramificación del tronco simiano del Antiguo Mundo y que, desde el punto de vista genealógico, debe ser clasificado entre la división catirrina.

Los monos antropomorfos, a saber: el gorila, el chimpancé, el orangután y el hilobatos, han sido separados por la mayor parte de los naturalistas como un subgrupo distinto del resto de los monos del Antiguo Mundo. Gratiolet, basándose sobre la conformación del cerebro, no ha admitido la existencia de esta subdivisión, que está ciertamente destruida. Conforme observa M. St. G. Mivar, «el orangután es una de las formas más particulares y más extraviadas que se encuentran en el orden». Los demás monos antropomorfos del antiguo continente son divididos por algunos naturalistas en dos o tres subgrupos más reducidos, de los cuales el Semnopithecus, con su estómago hinchado, constituye uno de los tipos. Los bellos descubrimientos de M. Gaudres han demostrado la existencia en el Ática, durante el período mioceno, de una forma que enlaza la de los cercopitecos con la de los macacos, lo que, probablemente, explica cómo antiguamente han podido estar confundidos los otros grupos más elevados.

Si se admite que los monos antropomorfos forman un subgrupo natural, y el hombre se parece a ellos, no sólo por todos los caracteres que tienen en común con el grupo catirrino tomando en conjunto, si que también por otros rasgos particulares, tales como la falta de callosidades y de cola y la apariencia general, podemos deducir que el hombre debe su origen a algún antiguo miembro del subgrupo antropomorfo. No es probable que sea un miembro de uno de los demás subgrupos inferiores el que haya (en virtud de la ley de variación análoga) dado origen a un ser de aspecto humano, semejante, desde tantos puntos de vista, a los monos antropomorfos superiores.

Comparado con la mayor parte de las formas que más se le aproximan, vemos que es seguro que el hombre habrá experimentado una suma extraordinaria de modificaciones, refiriéndose principalmente al enorme desarrollo de su cerebro y al hecho de su actitud vertical; pero, sin embargo, no debemos olvidar que el hombre «no es más que una de las diversas formas excepcionales de los primates».

Todo naturalista que admira el principio de evolución deberá conceder que las dos divisiones capitales de los simiadeos, los monos catirrinos y platirrinos, con sus subgrupos, proceden ambas de algún antecesor extremadamente remoto. Los primeros descendientes de este antepasado, antes de haber divergido considerablemente unos de otros, habrán continuado formando un grupo único natural, en el que, sin embargo, algunas de las especies o géneros nacientes habrán ya podido empezar a indicar, por sus caracteres divergentes, los futuros rasgos distintivos de las divisiones catirrina y platirrina. Por lo tanto, los miembros de este antiguo grupo hipotético no habrían presentado en su dentición o en la estructura de sus narices la uniformidad que actualmente ofrece el primer carácter en los monos catirrinos y el segundo entre los platirrinos; pero habrían, desde este punto de vista, semejado al vecino grupo de lemúridos, que difieren mucho entre sí por la forma de su hocico, y mucho más por su dentición.

Concuerdan por tantos caracteres, como lo prueba el hecho, los monos catirrinos y los platirrinos, que deben incontestablemente pertenecer a un solo y propio orden. Los numerosos rasgos comunes a ambos no pueden haberse adquirido independientemente por tantas especies distintas: deben mejor ser efecto de la herencia. Sin duda hubiera sido calificada por un naturalista, en la categoría de los monos, la forma antiquísima que reuniese caracteres comunes a los monos catirrinos y platirrinos, a otros que fuesen intermediarios tal vez de algunos rasgos distintos de los que se encuentran actualmente en cada grupo. Por más que mortifique nuestro orgullo, es indudable que (ya que, desde el punto de vista genealógico, el hombre pertenece al tronco catirrino o del Antiguo Mundo) hemos de deducir que nuestros antecesores primitivos habrían podido, con justicia, ser clasificados de tal modo.

Cuna y antigüedad del hombre

Naturalmente, nos vemos conducidos a investigar cuál ha sido el lugar del nacimiento del hombre, tomándolo en el punto en que sus antecesores han divergido del tronco catirrino. El solo hecho de enlazarse a este tronco prueba claramente que habitaban el Antiguo Mundo, pero no la Oceanía ni alguna isla vecina, conforme podemos deducir de las leyes de distribución geográfica. En todas las grandes regiones de la tierra, los mamíferos vivientes son muy semejantes a las especies extinguidas de la misma región. Es fácil, por lo tanto, que el África antiguamente estuviese habitada por monos, ya extinguidos, muy vecinos al gorila y chimpancé, y como estas dos especies son actualmente las que se aproximan más al hombre, es un tanto probable que nuestros antecesores primitivos hayan vivido, antes que en otras partes, en el continente africano. Pero es inútil discutir sobre este asunto, ya que en Europa, durante la época del mioceno superior, ha existido una especie de monos casi de tanta talla como el hombre, vecina de los hilobatos antropomorfos, a la que Lartet ha dado el nombre de driopiteca; desde esta época remotísima, la tierra ha sufrido considerables cataclismos y revoluciones, y ha habido tiempo más que suficiente para que las emigraciones se hayan podido efectuar en mayor escala.

Sea cual fuere el tiempo y el sitio en que el hombre haya perdido su revestimiento velloso, es probable que habitase entonces un país cálido, condición favorable a un régimen frugívoro que, según las leyes de analogía, debía seguir. Lejos estamos de saber la época precisa en que el hombre ha empezado a separarse del tronco catirrino, pero puede remontarse a un tiempo tan lejano como el eoceno, porque los monos superiores habían ya divergido de los inferiores desde el período del mioceno superior, como lo prueba la existencia del driopiteco. Asimismo ignoramos la rapidez con que, en condiciones favorables, pueden modificarse los seres más o menos elevados en la escala orgánica; sin embargo sabemos que los hay entre ellos que han conservado la misma forma durante un período inmenso. Lo que se presenta a nuestra vista en el fenómeno de la domesticación, nos prueba que, en un período dado, algunos codescendientes de una misma especie pueden no haber variado en lo más mínimo, mientras habrán experimentado otras modificaciones, ya tenues, ya considerables. Lo propio podría haber acontecido al hombre, que, comparado con los monos superiores, ha experimentado modificaciones importantes en ciertos caracteres.

Frecuentemente se ha opuesto como un grave argumento a la idea de que el hombre descienda de una forma inferior, el notable vacío que, interrumpiendo la cadena orgánica, separa el hombre de sus más inmediatos vecinos, sin que lo llene especie alguna intermediaria, extinguida o viviente. Pero esta objeción reviste poca importancia a los ojos de quien, fundando su convicción en leyes generales, admite el principio fundamental de la evolución. De uno a otro extremo de la serie zoológica, encontramos sin cesar vacíos, extensos unos, reducidos otros: obsérvase, por ejemplo, entre el orangután y las especies vecinas, entre el elefante, y de una manera más sorprendente todavía, entre el ornitorrinco y los demás mamíferos. Con todo, sólo la extinción de las formas intermediarias ha creado tales vacíos. Dentro de algunos siglos, a buen seguro, las razas civilizadas habrán eliminado y suplantado a las razas salvajes en el mundo entero. Casi está fuera de duda que en la misma época, según la observación del profesor Schaafhausen, habrán sido igualmente destruidos los monos antropomorfos. El vacío que se encuentra hoy entre el hombre y los monos, entonces habrá aumentado considerablemente, ya que se extenderá desde la raza humana (que entonces habrá sobrepujado a la caucásica en civilización) a alguna del mono inferior, tal como el babuino, en el lugar de estar comprendido, como en la actualidad, entre el negro o el australiano y el gorila.

En cuanto a la falta de restos fósiles que puedan enlazar el hombre con sus antecesores seudosimianos, basta, para comprender la poca importancia de esta objeción, leer el trabajo en que Sir C. Lyell demuestra cuán lento y fortuito ha sido el descubrimiento de restos fósiles de todas clases de vertebrados. Conviene también tener presente que hasta ahora todavía los geólogos no han registrado las regiones más propias para suministrar restos que enlacen el hombre a alguna forma seudosimiana extinguida.

Grados inferiores de genealogía del hombre

Hemos visto que el hombre no parece haber divergido en la división catirrina o de los simiadeos del antiguo continente hasta después que éstos se separaron de la platirrina o del Nuevo Mundo. Vamos ahora a intentar remontarnos tan lejos como nos sea posible, siguiendo las huellas de su geología; para ello nos basaremos principalmente en las afinidades recíprocas que existen entre las diversas clases y órdenes, apoyándonos también algo en la fecha relativa o en los períodos sucesivos de su aparición sobre la tierra, en cuanto hayan podido precisarse. Los lemúridos son vecinos de los simiadeos, aunque inferiores a éstos, pero constituyen una familia distinta de los primates, y aún un orden, según Haeckel. Este grupo, extraordinariamente diversificado e interrumpido, comprende muchas formas aberrantes, a causa de la gran extinción que probablemente ha experimentado. La mayor parte de las formas que han subsistido se encuentran en islas, ya en Madagascar, ya en el archipiélago malayo, donde no se han hallado sometidas a una competencia tan rigurosa como la hubieran encontrado sobre continentes más habitados. Presenta también este grupo muchas gradaciones que, según las observaciones de Huxley, «conducen, por una pendiente insensible, desde la más alta cima de la creación animal, a seres que parecen estar a un paso de los mamíferos de placenta, más inferiores, más pequeños y menos inteligentes». Las precedentes observaciones presentan como probable el hecho de que los simiadeos se han desarrollado originariamente de los antecesores de los lemúridos existentes, y que éstos, a su vez, provienen de formas muy inferiores de los mamíferos.

Por muchos caracteres importantes, los mamíferos se colocan bajo los mamíferos con placenta. Han aparecido en una época geológica anterior, y estaba entonces mucho más extendida su distribución que en la actualidad. Por lo tanto, se admite generalmente que los mamíferos con placenta derivan de los sin placenta o marsupiales, pero no de formas idénticas a las que éstos presentan hoy, sino a las que presentaban sus antecesores primitivos. Los supiales, y constituyen una tercera división, todavía inferior, en la serie de los mamíferos. Únicamente están representados actualmente por el ornitorrinco y el equidno, dos formas que, con toda seguridad, se pueden considerar como restos de un grupo más considerable en otros tiempos, y conservadas en Australia por un concurso de circunstancias favorables. Los monotremos son eminentemente interesantes, porque se unen a la clase de reptiles por muchos puntos importantes de su conformación.

Al tratar de bosquejar la genealogía de los mamíferos, y por consiguiente, la del hombre, a medida que descendemos en la serie nos hundimos en una oscuridad cada vez más profunda. Aquí me limitaré a hacer algunas observaciones generales; los que quieran darse cuenta de lo que alcanza a descubrir un talento aliado a una ciencia profunda, pueden consultar las obras del profesor Haeckel. Todo partidario de la evolución admitirá que las cinco grandes clases de los vertebrados, a saber: mamíferos, aves, reptiles, anfibios y peces, descienden de un mismo prototipo, ya que todos tienen entre sí, sobre todo durante el estado embrionario, gran número de caracteres comunes. Siendo la más inferior, por su organización, la clase de los peces, y habiendo aparecido antes que las demás, podemos deducir que todos los miembros del reino de los vertebrados derivan de algún animal pisciforme, de una organización menos elevada que todas las halladas hasta hoy en las formaciones más antiguas que se conocen. A los que no han seguido los recientes progresos de la Historia Natural, les parecerá monstruosa la opinión de que animales tan distintos entre sí, como un mono, un elefante, un colibrí, una serpiente, una rana, un pez, etcétera, hayan podido todos descender de unos solos mismos antecesores. Esta opinión implica la existencia anterior de eslabones intermediarios encadenando estrechamente entre sí todas estas formas que, en la actualidad, son tan completamente distintas.

Es indudable que han existido o existen todavía grupos de animales que enlazan de una manera más o menos íntima las diversas grandes clases de los vertebrados. Hemos visto que el ornitorrinco se asemeja a los reptiles; el profesor Huxley ha hecho el notable descubrimiento, confirmado por M. Scope y otros sabios, de que, por muchas importantes relaciones, los antiguos dinosaurios son intermediarios entre ciertos reptiles y ciertas veces —son estas últimas las que forman la tribu a que pertenecen las avestruces, que es un resto muy esparcido de un grupo más considerable— y el Arqueoterix, esta extraña ave de la época secundaria, provista de una cola prolongada como la de los lagartos. Por otra parte, según el profesor Owen, los ictiosaurios —grandes lagartos marinos— tienen numerosas afinidades con los peces, o más bien según Huxley, con los anfibios. Esta última clase (cuya división más elevada la constituyen las ranas y los sapos) es evidentemente vecina de los peces gamoideos. Estos peces, que han vivido durante los primeros períodos geológicos, estaban construidos sobre lo que se llama un tipo altamente generalizado, esto es, presentando diversas afinidades con otros grupos orgánicos. De un modo semejante, los anfibios y los peces están tan estrechamente enlazados por el lepidosireneo, que los naturalistas han debatido durante mucho tiempo la cuestión de saber en cuál de las dos clases debía colocarse este animal. El lepidosireneo y algunos peces gamoideos han sido preservados de una extinción total, gracias a la circunstancia de habitar nuestros ríos, que son verdaderos puertos de refugio y desempeñan el mismo papel, relativamente a las aguas del Océano, que las islas respecto a los continentes.

Finalmente, un miembro único de la clase tan extendida y tan diversa por sus formas de los peces, el Amphioxus, difiere de tal modo de los animales de este orden, que, según Haeckel, debería construir una clase distinta en el reino de los vertebrados. Este pez es notable por sus caracteres negativos, y a duras penas puede afirmarse que posee un cerebro, una columna vertebral, un corazón, etc.; tanto es así que los antiguos naturalistas lo clasifican entre los gusanos. Hace ya muchos años que el profesor Goodsir reconoció que había afinidades entre el Amphioxus y los Ascidios, que son formas marinas invertebradas, hermafroditas, y que apenas parecen ser animales, ya que sólo consisten en un simple saco adherido de un modo permanente a una base y provisto de dos pequeños orificios salientes. Pertenecen a los Moluscoidea, de Huxley, división inferior del gran reino de los moluscos, pero algunos naturalistas los han colocado recientemente entre los gusanos. La forma de sus larvas se parece algo a la de los renacuajos, y pueden nadar libremente. Algunas observaciones hechas últimamente por Kowalewsky y confirmadas por el profesor Kruppfer, constituirían un interesantísimo descubrimiento, si se logra extenderlas, como acaba de obtenerlo con éxito en Nápoles el primero de dichos sabios. El primero se refiere al hecho de que las larvas de Ascidios se enlazan con los vertebrados: por su modo de desarrollo, por la posición relativa del sistema nervioso y por la presencia de una conformación que se parece extraordinariamente a la cuerda dorsal de los animales vertebrados. Si fiamos en la embriología, que se ha visto siempre ser el más seguro guía del clasificador, parece, por lo citado, que hemos hallado ya el hilo que podrá conducirnos al origen de que descienden los vertebrados. Así, podríamos llegar a admitir que, en una época muy remota, existía un grupo de animales parecidos, bajo muchos aspectos, a nuestros Ascidios, que se ha separado en dos ramas: una de éstas, siguiendo una marcha retrógrada, habría formado la clase actual de los Ascidios; la otra, elevándose hasta la cima y la coronación del reino animal, habría dado nacimiento a los vertebrados.

Hasta aquí hemos intentado trazar aproximadamente la genealogía de los vertebrados, apoyándonos en sus mutuas afinidades. Veamos ahora el hombre tal como existe, y creo que podremos en parte reconstituir durante períodos consecutivos, pero no en su verdadera sucesión cronológica, la conformación de nuestros antiguos predecesores. Esta tarea es posible, fijándonos en los rudimentos conservados sobre el cuerpo del hombre, en los caracteres que actualmente aparecen en él por reversión y con la ayuda de los principios de morfología y de embriología. En los precedentes capítulos hemos dado detalles sobre esos hechos. Los primeros antecesores del hombre tenían, sin duda, cubierto el cuerpo por completo de pelos, siendo barbudos ambos sexos, sus orejas eran puntiagudas y movibles, estaban provistos de una cola mal servida por músculos propios. Sus miembros y cuerpo se encontraban sometidos a la acción de numerosos músculos, que, no reapareciendo hoy sino accidentalmente en el hombre, son todavía normales en los cuadrumanos. La arteria y el nervio del húmero pasaban por un orificio supercondiloideo. El pie, a juzgar por el estado en que se presenta el pulgar en el feto, debía ser entonces prensil, y nuestros antecesores vivían sin duda habitualmente sobre los árboles, en algún país cálido cubierto de bosques.

En una época más anterior todavía, el útero fue doble; expulsábanse las excreciones por un pasaje cloacal y protegía al ojo un tercer párpado o membrana nictitante. Y remontándonos aún más, los antecesores humanos vivían en el agua; la morfología nos enseña claramente que nuestros pulmones son tan sólo una vejiga natatoria modificada, que servía antes de flotador. Las hendiduras del cuello del embrión humano indican el lugar en que entonces existían las branquias. Hacia esa época, los riñones estaban reemplazados por los cuerpos de Wolf. El corazón sólo se presentaba en el estado de simple vaso pulsátil y la cuerda dorsal ocupaba el lugar de la columna vertebral.

Otro punto merece más detalles. Ya desde hace mucho tiempo, se sabe que, en el reino vertebrado, un sexo tiene en estado rudimentario diversas partes accesorias que caracterizan el sistema reproductor propio del otro sexo; ha llegado a evidenciarse que, en un período embrionario muy precoz, ambos sexos poseen verdaderas glándulas, machos y hembras. Parece, por lo tanto, que, algún antecesor extremadamente remoto de todo el reino vertebrado, debería haber sido hermafrodita o andrógino. Pero aquí nos encontramos con una dificultad particular. Los machos de la clase de los mamíferos tienen en sus vesículas prostéticas rudimentos de un útero con el pasaje adyacente; presentan también vestigios de mamas, y algunos marsupiales del mismo sexo ofrecen rudimentos de un saco marsupial. Podríamos citar otros casos análogos. ¿Hemos de suponer que algún mamífero muy antiguo habrá poseído órganos propios de los dos sexos, esto es, habrá continuado siendo andrógino, después de haber adquirido los caracteres principales de su clase, y por consiguiente, después de haber divergido de las clases inferiores del reino vertebrado? Esto parece de todo punto improbable, porque, en caso afirmativo, deberíamos hallar a algunos miembros de las dos clases inferiores, peces y anfibios, persistiendo en el estado hermafrodita.

Con todo, para explicar la presencia en los mamíferos machos de rudimentos de órganos femeninos accesorios, e inversamente, la presencia en las hembras de órganos rudimentarios masculinos, no es indispensable admitir que los primeros antecesores fuesen todavía andróginos después de haber adquirido sus principales caracteres sexuales. Es muy posible que, a medida que uno de los sexos adquiera gradualmente los órganos accesorios que le son propios, algunos progresos sucesivos y modificaciones realizadas hayan sido transmitidos al sexo opuesto.

La presencia en los mamíferos machos de mamas, funcionalmente imperfectas, es, desde ciertos aspectos, un hecho muy curioso. Los monotremos solo tienen la parte que secreta, propia de la glándula lactaria, con sus orificios, pero sin pezones; como estos animales se encuentran en la base de la serie de los mamíferos, es probable que los antecesores de la clase tenían dichas glándulas también sin pezones. Esta conclusión se apoya sobre los datos que poseemos acerca de su modo de desarrollo. El profesor Turner me dice que, según Kölliker y Lauger, las citadas glándulas pueden reconocerse distintamente en el embrión antes que se alcancen a ver los pezones; ya sabemos que el desarrollo de las partes que se suceden en el individuo es generalmente como una representación del desarrollo de los seres consecutivos de la misma línea de descendencia. Los marsupiales difieren de los monotremas por tener pezones; por consiguiente, es probable que estos órganos hayan sido por ellos adquiridos después de haberse desviado y elevado sobre los monotremos, y es igualmente probable que así se transmitieran a los mamíferos de placenta. Nadie supondrá que algunos marsupiales se hayan conservado hermafroditas después de haber alcanzado aproximadamente su formación actual, y por consiguiente, en un período más tardío del desarrollo de la serie mamaria.

A menudo ha cruzado por mi imaginación la sospecha de que, mucho tiempo después que los antecesores de todos los mamíferos hayan cesado de ser andróginos, los dos sexos podían haber todavía secretado leche y alimentado así a sus hijos, y de que, en los marsupiales, ambos sexos podían también llevar a sus cachorros en bolsas marsupiales. Esta opinión no parecerá absolutamente inadmisible, si consideramos que los machos de los peces signatos reciben en sus bolsas abdominales los huevos de las hembras, que empollan y nutren después, según se afirma; que otros peces machos empollan en su boca o en sus cavidades bronquiales; que ciertos sapos sacan de la hembra el cordón gelatinoso que contiene los huevos, lo arrollan a sus patas, y así los conservan, hasta que aparecen los renacuajos; que algunas aves machos cumplen todo el trabajo de incubación, y que las palomas, hembras y machos, alimentan a sus polluelos con una secreción de sus buches. La idea que acabo de enunciar me ocurrió al considerar que, en los animales machos, las glándulas mamarias se encuentran mucho más desarrolladas que otras partes reproductivas accesorias, que, aunque especiales de un sexo, se hallan también en el otro. Dichas glándulas y los pezones, tales como se encuentran en los mamíferos, no son, hablando propiamente rudimentarios; sólo están completamente desarrollados y son funcionalmente inactivos. Aféctanse simpáticamente por ciertas enfermedades, del mismo modo que en las hembras. Al nacer, secretan a menudo algunas gotas de leche, y se han observado casos en el hombre y otros animales en que están las mamas suficientemente desarrolladas para secretar mucha cantidad. Si admitimos que, durante un prolongado período, los mamíferos machos han ayudado a las hembras en la lactancia de sus hijos, cesando de hacerlo después (a causa, por ejemplo, de una disminución en el número de sus hijos), la falta de uso de estos órganos durante la edad madura habría producido su inactividad, y este estado, en virtud de los dos sabidos principios de la herencia, se transmitiría probablemente a los machos en la época correspondiente de su edad.

Conclusión

La mejor definición que se haya dado jamás del progreso en la escala orgánica es la de von Bäer, basada sobre la extinción del modo de diferenciarse y especializarse las distintas partes del mismo ser; cuanto quiera yo añadir ha llegado a su madurez. Habiéndose los organismos, por el camino de la selección natural, adoptado lentamente a seguir distintas líneas de vida, sus partes componentes se han diferenciado y especificado de más en más para llenar diversas funciones, por consecuencia de las ventajas que resultan de la división del trabajo fisiológico. Frecuentemente, una misma parte parece haberse modificado primero con un objeto, y después de mucho tiempo tomar otra dirección completamente diversa, lo cual contribuye a hacer cada vez más complejas todas las partes. Pero cada organismo, a pesar de todo, conservará siempre el tipo general de la conformación del antecesor de que originariamente ha salido.

Las pruebas sacadas de los hechos geológicos contribuyen sensiblemente a apoyar la idea de que, en su conjunto, la organización ha progresado en un mundo de un modo lento y frecuentemente interrumpido. Su punto culminante en el reino vertebrado es el nombre. No debe creerse tampoco que grupos de seres organizados hayan siempre surgido y desaparecido luego tan pronto como dieran origen a otros grupos más perfectos que ellos. Aunque éstos hayan triunfado de sus predecesores, pueden no haberse adaptado mejor a todos los medios de la economía de la naturaleza. Algunas formas antiguas, que parecen haber sobrevivido a causa de habitar localidades privilegiadas, donde no han estado expuestas a una lucha muy vigorosa, nos ayudan a menudo a reconstruir nuestras genealogías, dándonos una idea más exacta de las antiguas razas perdidas. Pero hemos de procurar no creer que los miembros igualmente existentes de algún grupo de organización inferior sean representantes exactos y completos de sus predecesores antiguos.

Los primeros antecesores del reino vertebrado, de que encontramos indecisas huellas, han consistido probablemente en un grupo de animales marinos, semejando a las larvas de los Ascidios existentes. Es fácil que estos animales hayan producido un grupo de peces tan inferiores como el Amphioxus, y de los cuales han debido desarrollarse los gamoideos y los lepidosireneos, peces que son ciertamente poco inferiores a los anfibios. Hemos visto que las aves y los reptiles estaban antiguamente estrechamente enlazados, y que hoy los monotremos unen, aunque débilmente, los mamíferos a los reptiles. Nadie sabría decir en la actualidad por qué línea de descendencia las tres clases más elevadas y más próximas, mamíferos, aves y reptiles, derivan de una de las dos clases inferiores: anfibios y peces. Podemos figurarnos en los mamíferos los grados porque han pasado los monotremos antiguos para llegar a los antiguos marsupiales, y éstos a los primeros antecesores de los mamíferos con placenta. Llegase de este modo a los lemúridos, separados solamente por un débil intervalo de los simiadeos. Entonces los simiadeos se habrán separado en dos grandes troncos, los monos del Nuevo y los del Antiguo Mundo, y de estos últimos, en una época remota, ha procedido el hombre, esta maravilla y gloria del universo.