Poco después de la puesta del ardiente sol brasileño detrás de las montañas, el estilizado buque Polar Adventure, de ciento quince metros de eslora, zarpó del puerto de Río de Janeiro y puso rumbo al sur hacia las aguas abiertas del Atlántico a una velocidad de quince nudos.

El Polar Adventure había sido construido en un astillero danés a finales de la década de los noventa, y había servido como barco de crucero para llevar a los turistas por el Mediterráneo, luego a Groenlandia y posteriormente a la Antártida. La compañía que lo explotaba lo había vendido recientemente a una empresa fantasma montada con ese fin por la fundación de Gant.

La adquisición había sido un mero truco contable. En los libros, los millones de dólares gastados en la compra y reforma del barco aparecían como dedicados a la construcción de una fábrica en Santiago de Chile. El Adventure había sido diseñado originalmente como una versión pequeña de los grandes buques de crucero. Las cubiertas y los camarotes habían sido lujosamente decorados con madera y latón. Los pasajeros podían disfrutar del viaje desde la comodidad de los camarotes en cubierta, el comedor y el bar con grandes ventanas panorámicas, en las cubiertas techadas, o desde la plataforma de observación debajo del puente.

Mientras la nave surcaba las aguas del Atlántico Sur, Gant y Margrave se encontraban en una plataforma en las profundidades del barco, que daba a un gran espacio abierto. Una enorme estructura metálica con forma de cono sujetada con andamios se elevaba en el centro. Unos cables muy gruesos conectaban el cono con cuatro inmensas dínamos, dos a cada lado de la estructura. Una piscina debajo del cono permitía bajarlo al mar.

–Hemos quitado todo lo superfluo debajo de la cubierta principal para hacer espacio para este montaje -dijo Margrave, que acompañó sus palabras con un amplio gesto-. Después de los primeros ensayos, decidimos que no necesitábamos cuatro barcos. Uno solo, bien equipado, podía proveer la energía suficiente para hacer el trabajo. Hemos concentrado las transmisiones de baja frecuencia a un punto central desde los cuatro barcos.

–Si no lo he entendido mal -manifestó Gant-, aquello producía una dispersión de las vibraciones electromagnéticas a lo largo de la periferia del punto escogido, con la consecuencia de provocar la aparición de olas gigantes y remolinos como los que hundieron al Southern Belle y a nuestro barco transmisor.

–Así es. Solucionamos el problema al utilizar un único transmisor que es este que ves, con un aumento en el nivel de potencia. Eso también hizo que no fuese necesario construir otro barco para reemplazar al hundido en los primeros experimentos. No tuvimos más que trasladar las dínamos de los otros tres barcos y añadir una.

–¿Estás satisfecho con la tripulación que enrolé?

–Tienen pinta de ser unos asesinos, pero saben moverse a bordo.

–Son asesinos y conocen el mar. Utilicé a mis viejos contactos para reclutarlos. Todos son antiguos piratas que ahora realizan los trabajos de vigilancia marítima para nuestra compañía de seguridad.

Los dos hombres salieron de la bodega y fueron por la cubierta de paseo hasta la plataforma de observación debajo del puente. Las grandes ventanas de la plataforma equipada a todo lujo permitían ver la afilada proa que hendía las aguas.

–Este era el lugar desde donde los pasajeros observaban la fauna salvaje -comentó Margrave-. Nosotros veremos desde aquí cómo ocurre la inversión.

Pulsó un interruptor y una pantalla bajó del techo. En la imagen se veía un diagrama de los hemisferios.

–Siempre me han gustado las películas caseras -dijo Gant.

–Pues esta te encantará -afirmó Margrave, con una risita-. Tendremos toda la zona de impacto vigilada desde nuestros satélites con blindaje de plomo. Veremos cómo se producen las olas gigantes y los remolinos en la periferia. Será espectacular.

–Espero que no demasiado espectacular.

–No me digas que te has creído todas aquellas pamplinas alarmistas de Austin y sus amigos.

–Soy un político, no un científico. Pero sé que Austin pretendía torpedear nuestro proyecto con la amenaza de una supuesta catástrofe. – Gant sonrió-. Quizá yo hubiese hecho lo mismo de haber estado en su lugar, sin poder hacer más que observar impotente aquello que no puedes evitar.

–No nos tomamos los teoremas de Kovacs en sentido literal. Hemos hecho docenas de simulaciones. Las olas y los remolinos en todo el perímetro de la zona se extenderán hacia afuera. No creemos que haya muchos barcos en el área, pero los daños colaterales son a veces inevitables en cualquier gran empresa.

–¿Las brújulas cambiarán en el acto?

–Esa es nuestra estimación. Recalibraremos los sistemas de navegación momentos antes de iniciar el cambio y trabajaremos desde los satélites blindados. – Margrave mostró su sonrisa más satánica-. Este será el único barco en el mundo en condiciones de navegar.

–Explícame algo más de la zona de impacto -pidió Gant.

–La tienes en pantalla. Nuestra amiga, la anomalía del Atlántico Sur. Como te dije antes, en esencia es un «hueco» en la magneto esfera donde el escudo natural se reduce. – Señaló un punto donde se cruzaban las coordenadas-. A unas trescientas millas de la costa de Brasil tenemos el área con la polaridad más débil, donde se produciría la inversión polar natural.

–El nuevo polo norte -dijo Gant.

Margrave se echó a reír.

–Espero con ansia ver las expresiones de las élites cuando descubran que las advertencias de Lucifer no son solo palabrería.

Gant le dedicó su más cálida sonrisa. El esperaba con ansia ver la expresión de Margrave cuando descubriese que todo el trabajo y el dinero que había invertido en el proyecto del cambio polar solo beneficiaría a las élites que tanto despreciaba.

Capitulo 38

Barrett ocupaba una mesa en un tranquilo rincón de la Leesburg Country Tavern. Escribía furiosamente en una servilleta, la cabeza inclinada sobre su trabajo. La mesa estaba cubierta con docenas de servilletas hechas una bola. No había probado ni un sorbo de la jarra de cerveza que había pedido. Trabajaba sin darse cuenta de las miradas que los demás parroquianos dirigían al tatuaje en la calva.

Austin y Karla se sentaron a la mesa. Barrett intuyó que tenía compañía y levantó la cabeza para mirarlos con una expresión ausente. Luego sonrió al ver quiénes eran.

–No os imagináis lo mucho que me alegra veros. Estoy a punto de estallar.

–Por favor, no lo hagas precisamente ahora -dijo Austin.

Le preguntó a Karla qué quería beber, y pidió dos claras.

Recorrer el campo de Virginia en un descapotable les había dado mucha sed. En cuanto les sirvieron las cervezas, Austin se bebió la mitad de un trago, y Karla hundió la nariz en la blanca espuma.

Antes de ir a reunirse con Barrett, Austin había informado a Pitt de las últimas novedades. Pitt le había dicho que llamaría a Sandecker, que regresaba al día siguiente de una gira diplomática, para concertar una cita con el presidente que en aquellos momentos, realizaba una visita a una región del Medio Oeste afectada por una serie de tornados. Mientras tanto, quería que Austin asistiese a una reunión en el Pentágono. Como si fuese poco, le dio a Austin carta blanca para utilizar los inmensos recursos de la NUMA.

–Lamento haber tardado tanto -dijo Austin, que disfrutó con el sabor de la cerveza helada-. Vinimos lo más rápido posible. Había un ruido de fondo cuando llamaste, y no estaba muy seguro de haber entendido correctamente. Algo referente a la nana, pero no capté el resto.

–Después de que os fuerais a Manassas, comencé a darle vueltas a la nana de Karla. El título, «Topsy-Turvy», y algunas de las frases encajaban con lo que sabemos de la inversión polar. Algo que no podía ser una simple coincidencia.

–Sé por propia experiencia que pocas cosas lo son -señaló Austin-. Sin embargo, sí es una coincidencia que todavía tenga sed y haya una jarra de cerveza sin tocar en la mesa.

–Estoy demasiado nervioso como para beber. – Barrett le acercó la jarra, y Austin la compartió con Karla.

–Hablábamos de las coincidencias -le recordó Austin.

–Efectivamente. Kovacs es un criptógrafo aficionado. Comencé con la premisa de que la rima debía contener algún código. Me dije que los pareados con «topsy-turvy» no podían ser más que valores nulos, o sea letras o palabras intercaladas en el cifrado para despistar, así que los eliminé para concentrarme en el texto principal. El cifrado es diferente a un código, que normalmente requiere de un libro de código para hacer la traducción. Para desentrañar un cifrado, necesitas tener una clave o llave, que está incluida en el propio mensaje. Una frase resultó aparente en el acto.

«The key is in the door» -dijo Karla, sin pensarlo.

–¡Esa es! Parecía obvia, demasiado obvia -manifestó Barrett-, pero Kovacs era un científico sin duda obsesionado con la precisión. Para él lo más exacto hubiese sido decir la llave está en la cerradura.

–Por lo tanto, la clave es la palabra «door» -señaló Austin.

–Eso mismo creí yo. «Door» se convirtió en mi palabra clave. Tienes que considerar el descifrado de dos maneras. En un nivel trabajas con la mecánica, como es la transposición y sustitución de palabras o letras. En otro, lo que buscas es el significado de las cosas. – Al ver que la explicación caía en saco roto, preguntó-: ¿Qué hace una puerta?

–Eso es fácil -respondió Karla-. Separa una habitación de otra. Tienes que abrirla para pasar.

–Correcto. La primera letra de la palabra es la D.

Cogió una servilleta limpia y escribió:

DEFGHIJKLMNOPQRSTUVWXYZ ABC

–Esto fija el orden de las letras del alfabeto. Tomé la última letra de «door» y empleé la misma configuración para el alfabeto cifrado.

–Déjame que lo pruebe -pidió Karla.

Cogió el bolígrafo y escribió:

RSTUVWXYZABCDEFGHIJKLMN OPQ

–Te compraré un billete para Bletchey Park -dijo Barrett. Bletchey Park había sido el cuartel general de los descrifadores de códigos británicos durante la Segunda Guerra Mundial.

–Si utilizas los alfabetos para escribir la palabra «message», no consigues más que un galimatías -afirmó Karla, que miró la palabra con una expresión de desconsuelo.

–Tu abuelo no quería poner las cosas fáciles. Yo también me encontré con el mismo resultado. Entonces volví a la palabra clave. D y R están separadas cuatro espacios en «door». Escribí cada cuarta palabra en el verso principal, pero el instinto me dijo que era demasiado. Así que probé con cada cuarta letra. Seguí sin encontrar nada donde hincar el diente. Luego pensé que D y R están separadas por quince letras en el alfabeto. Apliqué la fórmula al poema y anoté cada decimoquinta palabra. A continuación empleé el alfabeto normal y el cifrado para el criptoanalisis. ¿Está claro?

–No -contestó Austin.

–Yo tampoco lo vi claro -admitió Barrett, con una sonrisa-. Así que hice trampa. Lo introduje todo en el ordenador. – Metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja impresa-. Esto es lo que conseguí.

–Una mezcolanza de vocales y consonantes, pero ni una sola palabra -dijo Karla.

–Lo probé de cien maneras. Llamé a un profesor del MIT que habla húngaro y lo apliqué. Nada que hacer. Entonces recordé que Kovacs hablaba rumano, así que llamé a un tipo que tiene un restaurante rumano en Seattle. No le encontró ningún sentido. Me hubiese arrancado los cabellos, de haber tenido. Volví a las palabras descartadas, en particular a «turvy-topsy». Se me ocurrió que podría aplicarlas.

–¿Cómo pudiste invertir el mensaje? – preguntó Karla, con un tono escéptico.

–No pude. Pero podía interpretar las palabras sueltas e invertirlas, como en la segunda línea del poema. Eso hice. Seguía sin tener sentido. Entonces tuve una epifanía. Mientras iba en la moto, comprendí que no se trataba de palabras. Era exactamente lo que parecía: una serie de letras. Saltado ese obstáculo, deduje que en el mensaje había números. De nuevo al ordenador. Algunas letras eran indicadores, o sea que la letra siguiente era un número. La A precedida por otra letra equivale a 1, B equivale a 2, y así sucesivamente.

–Me he vuelto a perder -reconoció Austin.

Por la expresión en el rostro de Karla, la muchacha también se había perdido en el reino de Criptolandia.

Barrett dejó la hoja impresa y recogió la servilleta con las dos manos.

–Esto es una ecuación.

–¿Una ecuación para qué? – preguntó Austin.

–En sí mismo, el mensaje no tiene sentido, pero debemos mirarlo en el contexto. Kovacs quería que solo lo viera una persona: Karla. Le dijo que siempre tendría el poema si lo necesitaba.

–¿Está diciendo lo que creo que dice? – dijo Austin.

–Acabo de descubrirlo hace solo unos minutos, y, por lo tanto, no puedo estar seguro hasta ponerlo a prueba. Pero es posible que Kovacs nos haya dado una serie de frecuencias electromagnéticas.

–El antídoto -susurró Karla.

Austin recogió la servilleta con un cuidado infinito.

–¿Esta es la frecuencia que puede neutralizar la inversión de los polos?

La nuez de Adán de Barrett se movió un par de veces.

–Demonios, eso espero.

Karla se inclinó sobre la mesa y estampó un beso en la calva de Spider.

–Lo has conseguido.

Barrett no parecía muy contento para ser un hombre que acababa de salvar al mundo.

–Quizá. Me temo que no dispongamos de mucho tiempo.

–¿A qué te refieres? – preguntó Austin.

–Después de nuestra reunión, escuché las conversaciones telefónicas captadas por el micro que colocaste en la casa de Gant. Había una de él y Margrave. Se han marchado del país.

–Maldita sea. ¿Adonde han ido?

–No lo sé. Margrave nunca llegó a explicarme los planes de la fase final. Pero no es el dónde lo que me preocupa, sino el qué. Creo que se disponen a llevar a la práctica el plan del cambio polar.

–¿Alguna estimación del tiempo de que disponemos?

–Es difícil saberlo -respondió Barrett-. La zona se encuentra en el Atlántico Sur. No estuve presente en las reuniones finales, así que no sé nada del punto exacto. En cuanto estén allí, solo será cuestión de horas antes de que pulsen el interruptor.

Austin le devolvió la servilleta.

–¿Esta ecuación se puede convertir en algo que sirva para neutralizar la inversión?

–Por supuesto. De la misma manera que E= me2 se transformó en la bomba y la energía nuclear. Solo necesitas los recursos y el tiempo.

–Tendrás todos los recursos que necesites. ¿Cuánto tiempo te llevará construir algo que haga el trabajo?

–Necesitaré ayuda. Yo haré los cálculos y el modelo a escala, pero otros tendrán que encargarse de fabricar el modelo real.

–Tendrás la ayuda. ¿Cuánto tiempo?

Barrett esbozó una sonrisa triste.

–Setenta y dos horas. Quizá.

–Treinta y seis horas ya me valen -replicó Kurt-. ¿Cómo será el tamaño del aparato?

–Muy grande. Tú viste el montaje en el barco transmisor.

–Caray -exclamó Austin. Su enorme confianza flaqueó por una fracción de segundo, pero su mente ya funcionaba a tope-. ¿Qué harás con esta cosa en cuanto la hayas acabado?

–Transmitir unas ondas electromagnéticas que cubrirán aproximadamente la misma área que el cambio polar. – Sacudió la cabeza-. Tendremos que averiguar cómo se puede trasladar el neutralizador a la zona. Maldita sea. No tengo consuelo. No creí que acabaría siendo el responsable de todo esto.

A pesar de su aspecto agresivo, Barrett tenía una psique frágil. Austin comprendió que la culpa estaba destrozando al genio informático, y eso era algo que no podían permitirse.

–Entonces no se me ocurre nadie más indicado para ponerle remedio -afirmó-. Deja que yo me encargue del transporte. Tengo una idea que podría funcionar.

Se levantó de la silla y dejó unos billetes en la mesa para pagar las cervezas. Al salir de la taberna, Austin vio que Spider iba hacia su moto.

–¿Adonde vas?

–Voy en mi moto.

–Mandaré a alguien para que la recoja -dijo Austin. Lo cogió del brazo-. Es demasiado peligroso.

Karla sujetó el otro brazo de Barrett, y lo llevaron hacia el jeep. En el viaje de regreso a Washington, Austin llamó por teléfono a Zavala y le dijo que tenía un trabajo importante para él.

–Ahora mismo me pongo -respondió Zavala después de escuchar los detalles-. Hablé con los Trout. Buenas noticias. Han rastreado el barco transmisor a través de los satélites. Navega rumbo a Río. Ya han salido para allí.

Menos de una hora más tarde, Austin entró en el garaje de la NUMA, y en compañía de Barrett y Karla subió en el ascensor al tercer piso. Los pasillos estaban silenciosos y oscuros excepto por el rayo de luz que salía del despacho vecino a la sala de conferencias. Zavala había traído a Hibbet tal como le había encargado Kurt.

–Gracias por venir, Alan -dijo Austin-. Lamento haberte hecho venir de nuevo, pero necesitamos tu ayuda.

–Iba en serio cuando dije que me llamases a cualquier hora del día o la noche si me necesitabas. ¿Ha ocurrido algo nuevo desde la última vez que hablamos?

–Hemos confirmado que el remolino y las olas gigantes fueron los efectos secundarios de un experimento para causar la inversión polar. También que la inversión magnética podría poner en marcha un cataclismo geológico capaz de acabar con la vida en el planeta.

El rostro de Hibbet adquirió un color ceniciento.

–¿Hay alguna manera de evitar que esto ocurra?

Los labios de Austin esbozaron una sonrisa.

–Confío en que tú nos lo puedas decir.

–¿Yo? No te entiendo.

–Este es Spider Barrett. Él diseñó el mecanismo capaz de producir la inversión magnética.

Hibbet miró el rostro acongojado de Barrett y el tatuaje en la cabeza. Siempre había tenido claro que las ciencias atraían a personas muy extrañas. Le tendió la mano.

–Un trabajo brillante.

Barrett se alegró inmediatamente ante el reconocimiento profesional.

–Gracias.

Austin intuyó en el acto la sinergia entre los dos hombres.

–Queremos que trabajes con Spider, Joe y Karla para construir una antena capaz de neutralizar las ondas electromagnéticas de bajo nivel que se emplean para inducir el cambio polar.

–Construir la antena no será un problema. No es nada más que varillas de hierro y alambre. Pero solo te servirá para colgar la colada si no dispones de las frecuencias correctas para neutralizar aquellas que provocan el cambio.

Karla sonrió mientras sacaba un trozo de papel plegado del bolsillo de su blusa. Lo desplegó con mucho cuidado y lo deslizó por la superficie de la mesa hacia el científico. Hibbet recogió la servilleta y leyó la ecuación. Frunció el entrecejo y al cabo de un par de segundos se le despejó el rostro.

–¿Dónde consiguió esto? – susurró.

–Me lo dio mi abuelo -respondió la muchacha.

–El abuelo de Karla era Lazlo Kovacs -agregó Austin-. Escondió la ecuación en una nana que le enseñó a Karla. Gracias a Spider, desciframos la clave. Ahora que ya hemos hecho todo el trabajo duro, ¿podrías construirnos la antena?

–Sí. Al menos eso creo -contestó Hibbet.

–Para nosotros ya está bien. Dinos qué necesitas. Cuentas con todos los recursos del gobierno norteamericano.

Hibbet soltó una sonora carcajada al tiempo que sacudía la cabeza.

–Eso es mucho mejor que tratar con los avaros de la NUMA. No sabes la lucha que he tenido para que autoricen la compra de equipos nuevos. – Hizo una pausa-. Incluso si consigo montar algo, aún necesitaremos una plataforma al lugar donde rinda el máximo efecto.

–¿Qué tamaño podría tener? – preguntó Austin.

–Grande. Después tienes que contar los generadores para alimentar la antena, y la manera de transportar algo que pesa toneladas.

–Esa es la mala noticia -afirmó Austin.

–¿Cuál es la buena? – quiso saber Hibbet.

Austin sonrió.

–La necesidad es la madre de las invenciones.

En aquel momento sonó el teléfono y Austin lo atendió. Pitt seguramente había tirado de algunos hilos muy importantes. El Pentágono enviaba un coche a recogerlo.

El mundo parecía estar ardiendo en cien lugares diferentes. Los volcanes entraban en erupción como una plaga, y escupían enormes torrentes de lava y densas columnas de humo que envolvían a todo el planeta. Vientos de una violencia desconocida convertían la densa nube en tornados que recorrían los continentes. Los tsunamis se abatían contra las costas Este y Oeste de América del Norte y creaban un angosto continente aprisionado entre dos océanos furiosos.

Luego desapareció la imagen del planeta asolado. La gran pantalla en la sala del Pentágono se quedó en blanco. Las luces que habían sido atenuadas para la presentación recuperaron la potencia normal, e iluminaron a Austin y los rostros asombrados de una docena de jefes militares y políticos sentados alrededor de la mesa.

–La simulación virtual que acababan de ver fue preparada por el doctor Paul Trout, experto en gráficos de la NUMA -dijo Austin-. Presenta una imagen razonablemente acertada de las consecuencias de una inversión polar geológica.

Un general de cuatro estrellas sentado en el lado opuesto a Austin fue el primero en hablar.

–Debo admitir que fue algo escalofriante, pero no es real. No es más que una simulación, como usted mismo dijo, y bien podría estar más basada en la imaginación que en los hechos.

–Nadie más que yo desearía que fuese un producto de la imaginación, general. No hemos tenido tiempo para redactar un informe, así que les ruego paciencia mientras les explico los puntos principales de aquello a lo que nos enfrentamos. El primer eslabón de la cadena de acontecimientos que ha acabado por reunimos aquí fue forjado hace más de sesenta años atrás con el trabajo de un brillante ingeniero eléctrico llamado Lazlo Kovacs.

Durante más de una hora, Austin fue relatando los hechos. Mencionó a Tesla, la fuga de Kovacs de Prusia oriental, y los experimentos de la guerra electromagnética realizados por Estados Unidos y la Unión Soviética. Describió su encuentro con Barrett, el hombre que había llevado a la práctica los teoremas de Kovacs, las perturbaciones en el mar y los planes para provocar una inversión polar. Era consciente del carácter fantástico de su historia, así que omitió unos cuantos detalles. De no haberlo visto con sus propios ojos nunca hubiese creído en la existencia de los mamuts enanos en una ciudad de cristal encerrada en un volcán extinguido.

Incluso sin los detalles más increíbles, se enfrentaba a un muro de escepticismo. Austin planteó su caso con la habilidad del mejor abogado, pero sabía que lo acribillarían a preguntas. El secretario delegado del departamento de Defensa interrumpió a Austin cuando hablaba de la vinculación de Jordán Gant con Mar grave.

–Tendrá que perdonarme si me cuesta creer que el presidente de una organización no lucrativa y el multimillonariodueño de una respetable compañía de software estén compinchados en este supuesto cambio polar para imponer las demandas de una vaga causa neoanarquista.

–Puede no estar de acuerdo -replicó Austin-, pero esto dista mucho de ser una causa vaga. Lucifer utilizó las rutilantes luces de Broadway para enviar su mensaje al mundo y paralizó Nueva York como una advertencia. Creo que el 11-S demostró que ustedes hicieron caso omiso de las advertencias aparentemente descabelladas con las consecuencias que todos conocemos.

–¿Dónde se encuentran los presuntos barcos transmisores?-preguntó un oficial naval.

–En Río de Janeiro -respondió Austin.

–¿Usted dijo antes que había cuatro barcos y que uno se hundió?

–Así es. Supusimos que construirían un barco para reemplazarlo, pero no encontramos ningún rastro, y por lo tanto hemos de creer que seguirán adelante con los tres.

–Pues esto parece tener fácil solución -comentó el secretario-. Propongo que enviemos al submarino más cercano que siga a estos barcos, y que si ven cualquier actividad sospechosa los hundan.

–¿Qué pasa con todas las consideraciones diplomáticas? – preguntó el general-. ¿Disparamos primero y dejamos las preguntas para más tarde?

–No sería muy diferente de abatir a un avión civil que se acerca a la Casa Blanca o al Congreso -afirmó el secretario. Se volvió hacia el oficial de marina-. ¿Podemos hacerlo?

–A la armada le gustan los desafíos.

–Entonces ya tenemos un plan. Informaré al secretario de Defensa y pondremos las cosas en marcha. Él hablará con el presidente cuando regrese mañana. – Miró a Austin-. Gracias por traer el caso a nuestra atención.

–Aún no he terminado -dijo Austin-. Tenemos razones para creer que tenemos algo que podría neutralizar la inversión de los polos. Es posible que hayamos encontrado el antídoto.

Todas las miradas se centraron en el hombre de la NUMA.

–¿Qué clase de antídoto? – preguntó el general, más por cortesía que por interés.

–Una serie de frecuencias electromagnéticas que anularían la inversión polar.

–¿Cómo piensa administrar este «antídoto»? – quiso saber el secretario-. ¿Con un cucharón?

–Tengo algunas ideas.

–El único antídoto que me gustaría utilizar sería meterles un torpedo en el trasero -señaló el oficial de marina.

Todos los presentes a excepción de Austin soltaron la carcajada.

–No es nuestra intención ser descorteses -manifestó el secretario delegado-. ¿Por qué no redacta un informe con sus ideas y me lo hace llegar al despacho?

Concluyó la reunión. Mientras lo guiaban por el laberinto de pasillos, Austin recordó su encuentro con Gant, y su impresión de que era alguien cuya duplicidad no podía ser subestimada.

Fácil solución, y un cuerno, pensó.

Capitulo 39

Los Trout habían alquilado una habitación en un hotel de playa con una terraza que daba a la bahía y les permitía ver los muelles. Desde que habían llegado a Río, se turnaban en la terraza para vigilar los barcos transmisores.

Paul le sirvió a Gamay un vaso de zumo de naranja y acercó una silla para sentarse a su lado.

–¿Alguna novedad?

Gamay levantó los prismáticos y miró hacia los muelles al otro lado de la bahía.

–Los barcos transmisores no se han movido desde que llegamos.

Paul le pidió los prismáticos y observó los tres barcos amarrados en fila.

–El buque de pasajeros no está -dijo.

–Estaba aquí ayer. Tiene que haber zarpado a primera hora de la mañana, antes de que nos levantásemos.

Gamay se había preguntado por qué un buque de pasajeros había amarrado en la zona de carga. Habían leído el nombre pintado en la popa: Polar Adventure. Pero ninguno de los dos se había preocupado mucho por la nave. Les habían interesado mucho más los tres barcos mercantes, que llevaban los nombres de Polaris I, II y ///, como una mención a la estrella polar.

–Creo que deberíamos ir para inspeccionarlos desde más cerca -propuso Paul.

–Eso es precisamente lo que pensaba. Cuando tú digas.

Al cabo de unos minutos, circulaban por la avenida que bordeaba la bahía. Dejaron atrás el sector de los hoteles, y pasaron por una zona comercial. Finalmente, llegaron al sector de los almacenes, compañías navieras y edificios de la administración portuaria. Pasaron junto a varios buques porta-contenedores y el espacio vacío donde había estado el barco de pasajeros. Había una garita cerca de los tres barcos que habían vigilado desde el hotel.

Junto a la garita se encontraba un guardia corpulento armado con una pistola y un fusil. Fumaba un cigarrillo y conversaba con un estibador. Paul mantuvo el coche a la misma velocidad para no llamar la atención, pero sí lo bastante lento como para que Gamay pudiese inspeccionarlos a fondo.

–¿Hay más guardias? – le preguntó.

–Solo el de la garita. Puede ser que haya más a bordo.

–Quizá no. Más guardias podrían llamar la atención. Creo que esta es una ocasión de oro para colarnos.

–Sí, pero el tipo tiene un arma muy grande. ¿Cómo piensas evitarlo?

Trout dedicó a su esposa una sonrisa ladina.

–Pensaba en que una mujer hermosa podría distraerlo.

–Ya estamos otra vez con lo mismo. Cherchez lafemme. El truco más viejo del mundo. ¿Crees que caerá en algo tan obvio?

–Por supuesto. – Paul soltó una carcajada-. Hablamos de un ardiente macho latino.

–Desafortunadamente -dijo Gamay, y exhaló un suspiro-, creo que tienes razón. De acuerdo, haré mi numerito de Mata Hari en apuros, pero después me invitas a cenar.

Media hora más tarde, se encontraban de nuevo en la habitación. Paul preparó un par de cubatas, y se sentaron a beberlos en la terraza. Se turnaron en la vigilancia hasta que se puso el sol.

Pidieron que les subiesen la cena, y cuando acabaron, Gamay se duchó, se roció toda ella con perfume, y se puso un vestido rojo muy escotado. Las mujeres hermosas abundan en Río, pero todas las miradas masculinas la siguieron cuando cruzaron el vestíbulo del hotel.

El muelle de carga había cambiado totalmente de aspecto. Habían desaparecido los camiones, el personal portuario y los estibadores, y el lugar resultaba un tanto siniestro. Las luces de las pocas farolas a lo largo del muelle se veían amortiguadas por la bruma que entraba desde la bahía. Una sirena de niebla sonó a lo lejos.

Gamay pasó con el coche más allá del lugar donde había estado el Polar Adventure y se detuvo junto a la farola cercana a la garita. Salió del coche, se acercó a la farola y bebió un sorbo de una botella de ron. A continuación, con muchos aspavientos, levantó el capó y comenzó a mirar el motor. Luego, maldijo sonoramente en portugués, descargó un puntapié contra el guardabarros, miró en derredor y saludó al guardia. Con paso inseguro, se acercó a la garita.

El guardia era un hombre moreno y musculoso con una expresión de aburrimiento en su rostro anodino. Gamay hablaba un portugués perfecto, pero farfulló las palabras para fingir que estaba bebida. Le dijo que el coche se había averiado, y le preguntó si podía ayudarla. El guardia miró el coche y titubeó.

–No me dirá que me tiene miedo con esa arma tan grande que lleva.

Se tambaleó y pareció que iba a caerse antes de sujetarse del hombro del guardia; le soltó el aliento que hedía alcohol a la cara. El atractivo de una hermosa mujer borracha y el velado insulto a su hombría le hicieron morder el anzuelo. Soltó una risa lujuriosa y apoyó un brazo en los hombros de la mujer. Gamay también se rió, y juntos caminaron hacia el coche.

–Creo que me han engañado y no tiene motor -dijo, con los brazos en jarras.

Estaba segura de que llevado por el instinto masculino metería la cabeza debajo del capó. Cuando lo hizo, Trout apareció por el otro lado del coche, tocó el hombro del guardia, y cuando se giró, lo tumbó con un tremendo gancho de derecha. Con la ayuda de Gamay, maniató y amordazó al guardia con las toallas que habían traído del hotel, le quitaron las armas, y después lo tumbaron en el asiento trasero del coche.

Trout se puso la gorra del guardia, guardó una linterna en el bolsillo de la cazadora y se metió la pistola en la cintura de los pantalones.

–Llama a la caballería sí no estoy de vuelta en veinte minutos.

Gamay levantó el fusil.

–Ten cuidado -dijo, y le dio un beso en la mejilla-. Yo soy la caballería.

Trout prefería tener a Gamay de respaldo más que a un centenar de John Wayne. Era una experta tiradora, y cualquiera que se pusiese en su mira viviría muy poco. Subió rápidamente por la pasarela y en cuanto pisó la cubierta miró en derredor. La niebla que envolvía al barco y difuminaba las luces lo hacían menos visible, pero también ocultaban a cualquier guardia que vigilase la cubierta.

Había visto las fotos que Austin y Zavala habían hecho del barco reflotado por el remolino y tenía una idea general de la distribución. Caminó a ciegas y encontró la superestructura sin darse de morros contra ella. Fue tanteando el metal hasta dar con una puerta. Entró en un espacio oscuro y encendió la linterna que le había quitado al guardia. Una escalerilla conducía bajo cubierta.

Con la pistola preparada, bajó la escalerilla y avanzó por los pasillos. Al final de uno había una puerta. Apoyó la oreja en el metal y luego movió la manija. La puerta no estaba cerrada con llave. La abrió.

Sus pasos resonaron mientras avanzaba lentamente por una plataforma que se abría a un espacio inmenso que debía de ser la sala de generadores que le habían mencionado sus compañeros. Se asomó a la balaustrada y movió la linterna de un lado a otro. Entonces comprendió por qué había un único guardia. No había nada que vigilar. El recinto estaba vacío.

Volvió a la cubierta principal. Austin había hablado de un pozo que iba desde la cubierta hasta el agua. Finalmente lo encontró, junto con la torre de soporte alrededor de la boca rectangular. Pero no había ni rastro del aparato con forma de cono. Se lo habían llevado todo. Consideró si valdría la pena ir a la sala de control, pero decidió que no tenía tiempo. Gamay asaltaría el barco si no aparecía en el plazo acordado. Fue hacia la pasarela.

El guardia había recuperado el conocimiento, y Gamay había tenido que encañonarlo para que se quedase quieto, pero aparte de eso no se había producido ninguna novedad.

–¿Qué has encontrado?

–Nada, y eso es lo más interesante. Creo que también ha limpiado los otros barcos.

Sacaron al guardia del coche y lo dejaron en el suelo fuera del círculo de luz de la farola. De inmediato comenzó a forcejear. Sería cuestión de minutos que se soltase de las ligaduras. Cuando estaban a unos cincuenta metros de la garita, arrojaron las armas al agua. No creían que fuese a dar la voz de alarma cuando se soltase. Sus empleadores no se mostrarían nada contentos al saber que se había dejado embaucar. Ya bastante trabajo tendría para explicar qué había pasado con las armas.

En el trayecto de regreso al hotel, Trout describió la búsqueda y su sorprendente resultado.

–¿Por qué? – preguntó Gamay-. ¿Qué habrá hecho con todo aquello?

Paul sacudió la cabeza, cogió el móvil, y marcó un número.

–Dejaremos que Kurt lo averigüe.

Capitulo 40

Austin metió la mano en el cajón de la mesa, sacó un dardo y ya tenía el brazo levantado dispuesto a lanzarlo contra la carta del océano Atlántico cuando sonó el teléfono. Atendió la llamada. Era Paul Trout desde Río de Janeiro.

–Espero no interrumpir nada importante -dijo Paul.

–En absoluto. Solo me entretenía en aplicar mis conocimientos científicos en la solución de un problema un tanto complicado. ¿Cómo está la chica de Ipanema?

–Gamay está bien. Pero pasa algo extraño con los barcos transmisores. Acabo de estar en uno de ellos hace unos minutos. Le han quitado los generadores y la antena electromagnética. Sospecho que han hecho la misma limpieza en los demás barcos.

–¿Vacío? – Austin buscó una explicación-. Han tenido que hacer la limpieza cuando los barcos se encontraban en el astillero del Mississippi.

–Tendríamos que haber sospechado que pasaba algo extraño. Los barcos estaban amarrados en el muelle sin que viéramos ninguna actividad a bordo. Nada que fuese una indicación de que pensaban zarpar en algún momento. El único barco que ha salido del puerto desde que estamos aquí fue una nave de pasajeros.

Austin solo escuchó a medias las palabras de Paul, concentrado como estaba en el misterio.

–¿Qué has dicho del barco de pasajeros?

–El Polar Adventure. Estaba amarrado junto a los barcos transmisores. Zarpó esta mañana a primera hora. ¿Crees que puede ser importante?

–Quizá. Joe mencionó que un buque de pasajeros salió del astillero del Mississippi más o menos al mismo tiempo que los otros.

–¡Caray! ¿Crees que puede ser el mismo barco que vimos?

–Es posible -admitió Austin-. Han trasladado los transmisores al buque. Luego, mientras nosotros vigilábamos a los señuelos, el buque se marchó con toda la carga a plena luz del día.

–Adiós a los planes de la marina de seguir a los barcos con un submarino.

–Una operación clásica de despiste. Muy astutos.

–¿Cuánto hace que zarpó el buque?

–Ya no estaba esta mañana.

Austin hizo un rápido cálculo mental.

–A estas horas estará a unas cien millas mar adentro. Es mucha ventaja.

–¿Qué quieres que hagamos?

–Quedaos allí, y no perdáis de vista a los barcos por si acaso los dueños tienen otro as guardado en la manga.

Austin colgó. Estaba furioso consigo mismo por no haber tenido en cuenta que cualquiera lo bastante capaz como para hacer un cambio polar haría todo lo posible por despistar a sus perseguidores. Volvió su atención a la carta náutica. Era un océano muy grande. Con cada minuto transcurrido, el buque estaba más cerca de perderse en centenares de millas cuadradas de mar abierto. Pensó en llamar al Pentágono para comunicarles las noticias de Trout, pero no estaba de humor para desperdiciar el aliento en una discusión con el secretario delegado de Defensa.

Quizá Sandecker podía tener mejor suerte, pero incluso él tendría que lidiar con la burocracia del Pentágono, y sencillámente se acababa el tiempo. Al demonio con ellos, pensó. Si el mundo iba a acabarse, prefería asumir toda la responsabilidad y no depender de un anónimo y presuntuoso funcionario del gobierno. Esa sería una misión de la NUMA de cabo a rabo.

Diez minutos más tarde, conducía un coche de la NUMA por las calles casi desiertas de Washington. Tomó la autopista para ir al aeropuerto, donde el guardia en la entrada de una zona restringida comprobó su identificación y le indicó cómo llegar a un hangar en el extremo más apartado del campo. Vio el resplandor de los focos, y se dirigió rápidamente al lugar donde había un Boeing 747 Jumbo Jet aparcado en la pista.

Las baterías de focos instaladas alrededor del enorme avión convertían la noche en día. Por todas partes había grandes tambores de cables y pilas de tubos de aluminio y acero. Los trabajadores entraban y salían del aparato como hormigas en un caramelo.

Zavala estaba sentado a una mesa improvisada con un par de caballetes y una plancha de contrachapado debajo de la cola del avión. Consultaba unos planos con un hombre vestido con un mono. Se disculpó al ver a Austin y fue a saludarlo.

–No es tan malo como parece -dijo.

Tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del ruido.

Austin miró en derredor y se alegró al ver que había un orden en lo que a primera vista parecía un absoluto caos.

–¿Cuánto falta para que el pájaro esté preparado para volar? – preguntó.

–Hemos tenido algunos retrasos en las entregas, pero ya tenemos todo el material. Ahora es más que nada montarlo todo y conectarlo. En setenta y dos horas habremos acabado.

–¿Qué tal mañana por la mañana?

–Tendrías que pedir que te dejasen actuar en el Club de la Comedia -replicó Zavala, con una sonrisa.

–Desafortunadamente, no hay nada cómico en las noticias que acabo de recibir de Paul. – Le habló del buque quehabía zarpado de Río de Janeiro-. ¿Podrías montar el resto mientras volamos?

Zavala torció el gesto.

–Es posible, pero poco recomendable. Sería como rellenar una salchicha mientras corres.

–¿Qué pasa si no tienes más alternativa que intentarlo?

Zavala echó un vistazo a los que se afanaban en su trabajo, y se rascó la cabeza.

–Nunca me he podido resistir a una salchicha bien jugosa. Acompáñame a darle la mala noticia a mi mano derecha.

El hombre que había estado revisando los planos con Zavala era Drew Wheeler, un amable virginiano cuarentón que era el jefe de logística de la NUMA. Austin había trabajado con Drew en unos cuantos proyectos en los que se habían necesitado equipos pesados a toda prisa. La tendencia de Wheeler a pensar las cosas a fondo, como si en su mente estuviese mascando tabaco, podía sacar de las casillas a las personas que trabajaban con él. Pero muy pronto aprendían que tenía el don de trazar los planes más complejos para que funcionasen a la perfección.

Austin le preguntó cómo iban las cosas y recibió la típica respuesta de Wheleer. Se encorvó un poco y miró a lo largo del avión como un campesino que piensa en cómo retirar un tocón del campo.

–Bueno -dijo-. Van.

–¿Van lo bastante como para que el avión despegue mañana por la mañana?

Wheeler se tomó su tiempo para considerar la pregunta.

–¿A qué hora de mañana?

–Tan pronto como se pueda.

–Veré lo que puedo hacer.

Caminó hacia el avión con la pachorra de alguien que sale a dar un paseo. Austin no se dejó engañar.

–Te apuesto una botella de tequila Pancho Villa a que Drew ya sabe cómo hacerlo.

–Lo conozco lo bastante bien como para saber que pretendes estafarme -dijo Zavala.

–Un hombre prudente. ¿Dónde conseguiste el avión?

–Te sorprenderías de las cosas que puedes alquilar en estos días si tienes los bolsillos bien llenos. Es un carguero 200F, una versión modificada del 747 de pasajeros. Tiene una capacidad de casi ciento treinta toneladas. El problema principal fue meter todo lo que ves por aquí en el avión sin tener que abrirlo como una lata de sardinas. Le estuvimos dando unas cuantas vueltas con Hibbet y Barrett. Yo era de la idea de cargar con los generadores gigantes como aquellos que vimos en el barco transmisor. Pero Barrett dijo que no era necesario. Se podían reemplazar con un mayor número de generadores pequeños.

–¿Qué hay de la bobina?

–Ese fue otro dolor de cabeza. Te mostraré lo que hicimos.

Zavala lo llevó hacia la proa del gigantesco avión. Había dos personas vestidas con monos inclinadas sobre algo que parecía una bandeja colocada en una plataforma. Al Hibbet sonrió al ver que se acercaban Austin y Zavala.

–Hola, Al -saludó Austin-. ¿Divirtiéndote?

–Nunca me había divertido tanto desde que me regalaron un motor eléctrico por mi juego Tinkertoy. Karla ha sido una gran ayuda.

El otro trabajador levantó la cabeza y apareció el rostro sonriente de Karla debajo de la gorra de béisbol.

–El profesor ha querido decir que soy única sosteniéndole el destornillador.

–En absoluto -negó Hibbet-. Puede que Karla no tenga una formación técnica, pero tiene un don para solucionar los problemas. Es obvio que ha heredado los genes de su abuelo.

–Me alegra ver que trabajáis bien juntos. Joe dijo que tuviste un problema con la bobina.

–Así es. En los barcos transmisores cuelgan la antena por debajo de la quilla. Nosotros la sujetaremos debajo del fuselaje.

–¿Eso no será un problema durante el despegue?

–Has dado en el clavo. Esta es la cubierta de la antena rediseñada. Se me ocurrió la idea al recordar las fotos de los aviones AWAC. Karla fue quien propuso rediseñar el cono para que encajase en la cubierta.

–Tenía olominas en mi acuario -explicó Karla-. La bolsa que tienen debajo de la boca me dio la idea.

Hibbet quitó la tapa de plástico del objeto hecho con tubos y alambres, que medía unos seis metros de diámetro. El armazón circular colocado en un soporte de madera tenía la forma de un sombrero chino invertido. Era chato por arriba y por abajo terminaba en punta.

–Ingenioso -opinó Austin-. Es como una versión aplastada de la antena cónica. ¿Funcionará igual que la otra?

–Espero que mucho mejor -manifestó Hibbet.

–Eso está muy bien, porque hemos variado el programa. Necesitamos tenerlo todo preparado para despegar mañana por la mañana. ¿Podrás montar las etapas finales mientras volamos?

Hibbet se pellizcó la barbilla.

–Sí -contestó al cabo de un momento-. No es la manera ideal de hacer algo de tanta complejidad. Ni siquiera hemos tenido ocasión de verificar el funcionamiento de los generadores. Pero podremos comenzar con la lista de verificaciones en cuanto montemos la antena y la cúpula. Lo mejor será preguntárselo a Barrett.

Subieron por la escalerilla al interior de la inmensa bodega del 747. Una hilera de dieciséis cilindros de acero, distribuidos a distancias iguales, ocupaba casi los setenta y seis metros de longitud de la bodega. Una red de cables conectaban los cilindros y serpenteaban en todas las direcciones. Barrett manipulaba un cable entre dos de los cilindros.

Vio a Austin y a los demás y se levantó para saludarlos.

Austin observó el complejo arreglo que ocupaba buena parte del enorme espacio interior.

–Por lo que se ve, aquí tienes energía suficiente como para iluminar todo Nueva York.

–Casi -dijo Barrett-. Tuvimos algunos problemas para enganchar la fuente de poder, pero finalmente montamos un sistema que debería funcionar como es debido.

–¿ Cómo habéis conseguido tantas dínamos en tan poco tiempo?

–Un pedido especial de la NUMA -contestó Zavala-. Los iban a instalar en unos cuantos barcos nuevos antes de que los pidiese en préstamo.

–Nueva fuente de poder. Antena nueva. ¿Crees que funcionará?

–Eso creo -afirmó Barrett-. Mejor dicho, estoy seguro en un noventa y nueve por ciento, de acuerdo con los modelos virtuales que realicé.

Austin sacudió la cabeza.

–Es ese uno por ciento el que me preocupa. ¿Podremos tenerlo todo listo para mañana por la mañana?

Barrett se echó a reír al creer que Austin le gastaba una broma. Entonces advirtió la gravedad en la mirada de Kurt.

–¿Ha pasado algo que yo no sepa?

Austin le habló de la información transmitida por Trout del misterioso buque de pasajeros.

Barrett dio una palmada contra una de las dínamos.

–Hace unos meses le expliqué a Tris la idea de utilizar un único barco para concentrar la transmisión. Incluso le di los planos para realizar el cambio. Dijo que llevaría demasiado tiempo. Creo que no debería sorprenderme que me engañase de nuevo.

–¿Qué me dices de mañana?

La furia brilló en los ojos de Spider.

–Estaremos listos.

Austin y los demás dejaron a Barrett con su trabajo y bajaron del avión. Austin preguntó en qué podía ayudar. Zavala le entregó una corta lista de suministros de última hora. Austin buscó un lugar más tranquilo para efectuar las llamadas. Sus interlocutores le prometieron que los materiales los recibirían en cuestión de horas. Caminaba hacia el avión cuando vio que Karla lo había seguido.

–Tengo que pedirte un favor -dijo la muchacha-. Quiero ir en el avión.

–Esta es la parte donde el héroe dice: «Podría ser peligroso».

–Lo sé. Pero también fue peligroso en Ivory Island.

Austin titubeó.

–Además -añadió Karla-, ¿qué puede ser más peligroso que viajar contigo en un Stanley Steamer?

Austin tendría que maniatar a Karla si quería impedir que subiese al avión. Sonrió.

–Ninguno de los dos iremos a ninguna parte si no volvemos al trabajo.

Karla le echó los brazos al cuello y lo besó en los labios. Austin se prometió dedicar más tiempo al placer en cuanto acabase aquella misión.

Mientras caminaban hacia el avión, llegó un coche. Una figura alta salió del vehículo y se acercó a ellos con una clara cojera. Era Schroeder.

–¿Qué haces aquí? – preguntó Karla.

–¿Cómo ha hecho para cruzar la verja? – preguntó Austin.

–La fórmula habitual. Una identificación falsa y cara dura.

–Se supone que deberías estar descansando en el hospital -le reprochó Karla.

–El hospital no es una cárcel -replicó Schroeder-. Te dejan salir si firmas un papel. ¿Crees que podía quedarme en la cama sabiendo que estás metida en eso? – Miró con asombro el avión y la actividad a su alrededor-. Ingenioso. ¿De verdad cree que podrá neutralizar la inversión desde el aire?

–Vamos a intentarlo -contestó Karla.

–¿Vamos? ¿Tienes la intención de subirte al avión? Podría ser peligroso.

–Hablas como Kurt. Te diré lo mismo que le dije a él. Mi familia es responsable de todo este enredo. Es mi responsabilidad ayudar a poner las cosas en orden.

Schroeder se echó a reír.

–No hay duda de que eres la nieta de Lazlo. Testaruda como él. – Se volvió hacia Austin-. Cuídela bien.

–Se lo prometo.

Schroeder miró de nuevo la febril actividad dentro y alrededor del avión.

–¿A qué hora espera despegar?

–Mañana por la mañana.

–Este es un viejo dinosaurio que sabe cuándo está extinto -comentó Schroeder- Estaré en el hospital esperando tu llamada. Buena suerte. – Abrazó a Karla, estrechó la mano de Austin, y volvió al coche.

La pareja observó su marcha hasta que las luces traseras se perdieron de vista.

–Tenemos mucho que hacer -dijo Austin.

Karla asintió. Emprendieron el camino de regreso al avión, tomados del brazo.

Mientras Austin y el equipo de la NUMA se esforzaban para conseguir lo imposible, Tris Margrave no tenía ninguna duda del inminente éxito de su proyecto. La duda era algo desconocido para él, y por lo tanto no entraba en su mente.

Sentado en su cómodo sillón ergonómico detrás del panel de control instalado en la plataforma de observación a proa del Polar Adventure, que surcaba el Atlántico Sur a toda máquina, sus largos dedos se movían sobre los controles como el eximio organista de una catedral. Había puesto en marcha las dínamos en cuanto el barco salió del puerto. Cada generador aparecía representado en la gran pantalla del ordenador con un símbolo rojo y un número; indicaba que estaba activo y a bajo nivel.

Unas líneas rojas iban desde las dínamos a la imagen de un cono de color verde. Solo la punta era roja para señalar que una cantidad de energía mínima entraba en la enorme bobina instalada en la bodega. Margrave lo comparó con calentar el motor de un coche.

En otra pantalla aparecía una sección transversal de la tierra con las capas. Unos sensores especiales instalados en el casco medirían la penetración electromagnética y el alcance del movimiento ondulatorio.

Por su parte, Gant había hecho un recorrido por el barco para hablar con sus guardias de seguridad. El eterno perfeccionista quería asegurarse de que cuando Margrave ya no le fuese útil, lo eliminarían sin demora. Entró en la plataforma de observación.

–¿Falta mucho?

–Estaremos en el objetivo por la mañana -respondió Margrave después de consultar el GPS-. Tardaremos una hora en colocar al barco en posición y bajar la bobina. El mar está en calma, así que no habrá demoras.

Gant se acercó al bar y sirvió dos copas de champán. Le dio una a Margrave.

–Se impone un brindis.

–Por la derrota de las élites -dijo Margrave-. Por un nuevo mundo.

Gant levantó su copa.

–Por un nuevo orden mundial.

Capitulo 41

Zavala salió de la cabina del 747 y fue hacia la sección de los pasajeros donde Austin tecleaba en un ordenador portátil. Sonreía como si le hubiesen contado un chiste muy divertido.

–Los pilotos son unos tipos curiosos -comentó Zavala. Sacudió la cabeza-. La tripulación te agradecería que les dijeses adonde tienen que volar.

–No tardaré en tener el destino definitivo -respondió Austin-. Por ahora, puedes decirles que pongan rumbo al Atlántico Sur.

–Eso delimita el campo -dijo Zavala.

–Esta es la zona adonde tenemos que ir. – Austin señaló la pantalla-. Es un diagrama de la NASA con la información recogida por la nave espacial ROSAT. La mancha que se extiende desde Brasil a Sudáfrica es nuestro territorio de caza, la anomalía del Atlántico Sur. – Escribió una orden y aumentó la imagen de un grupo de rectángulos-. Aquí está la disminución más acentuada en la magnetoesfera.

–Entonces ese sería el punto lógico para iniciar un cambio polar.

–Puede que sí. Yo creo que deberíamos ir aquí. – Tocó la pantalla para indicar otra ubicación-. Aquí es donde la corteza terrestre es más delgada, cosa que permitiría la penetración máxima de las ondas de Kovacs.

Zavala hinchó los carrillos.

–Así y todo es mucho océano a recorrer. Por lo menos unos doscientos cincuenta kilómetros cuadrados.

–Es un comienzo -dijo Austin.

Prestó atención al escuchar un fuerte zumbido que llegaba desde la sección de carga. Al cabo de un momento, Karla y Barrett aparecieron en la puerta. Spider tenía el rostro y las manos cubiertas de grasa, mientras que Karla mostraba unas grandes ojeras debido al cansancio y tenía los cabellos desordenados.

Austin se dijo que a pesar de su aspecto desaliñado, Karla avergonzaría a la más elegante de las modelos con su extraordinaria belleza. La muchacha levantó el destornillador como si fuese la antorcha de la estatua de la Libertad.

–¡Tachín! – exclamó Karla-. Es hora de que suenen las trompetas y redoblen los tambores. Lo hemos conseguido.

–Todas las dínamos están conectadas y en funcionamiento -confirmó Barrett.

Spider había instalado el último cable hacía menos de una hora, y el avión despegó unos minutos después de cerrar la escotilla. Al Hibbet había mirado con una expresión triste el despegue. Había querido participar, pero Austin le había dicho que necesitaban dejar atrás a alguien con un profundo conocimiento de la misión. Solo por si algo salía mal.

El zumbido sonó más fuerte. Karla agradeció las felicitaciones, luego se acomodó en uno de los asientos vacíos y se quedó dormida. Austin le quitó el destornillador de la mano y lo dejó en el asiento vecino.

–Gracias -dijo Barrett-. Ahora si me perdonáis.

Siguió el ejemplo de Karla. Se estiró en la siguiente fila de asientos, bostezó, y al instante siguiente ya dormía.

Austin tomó nota de la longitud y la latitud de la posición que aparecía en la pantalla, y fue a la cabina para darle las coordenadas al navegante. Preguntó cuánto tardarían en llegar y la respuesta fue que aproximadamente unas dos horas. Austin miró a través de las ventanillas de la cabina la densa capa de nubes que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

La tripulación estaba formada por voluntarios que sabían muy bien los peligros que entrañaba la misión. Mientras el navegador calculaba el plan de vuelo, Austin y Zavala volvieron a la cabina de los pasajeros.

–Por lo que has dicho en la cabina, nos encontraremos sobre el objetivo casi a la misma hora que el barco -señaló Zavala.

–Estaremos en la misma zona, pero tendremos que iniciar un patrón de búsqueda. No sé cuánto tardaremos en encontrar al barco transmisor. Vamos con el tiempo muy justo.

–Cualquier demora podría ser fatal. Para colmo, la capa de nubes no nos facilitará las cosas.

–No te creas. Los Trout dijeron que habían visto una gran actividad eléctrica en el cielo minutos antes de que apareciese el remolino.

–Efectivamente. También Al comentó el espectáculo pirotécnico celestial cuando los norteamericanos y los soviéticos estuvieron tonteando con la guerra electromagnética basada en los teoremas de Kovacs.

–Por consiguiente, tenemos todos los motivos para creer que veremos el mismo fenómeno cuando Margrave y Gant pongan en marcha el aparato. Creo que deberíamos fijarnos más en el cielo que en el mar. Puede que las nubes nos ayuden a encontrar el barco.

–¡Brillante! Le diré a la tripulación que estén alertas a los fuegos de artificio.

Austin, muy a su pesar, despertó a Karla y Barrett. Les dio unos minutos para que se despertasen del todo. Mientras el avión volaba a toda velocidad hacia la anomalía del Atlántico Sur, los puso al corriente de la situación. Aceptaron dividirse cuando llegase el momento, con Karla a un lado del avión y Barrett en el otro. Austin se alternaría y serviría de enlace con Zavala, que estaría en la cabina con los pilotos.

La voz de Zavala sonó en los altavoces. Anunció que el avión entraría en la zona de búsqueda dentro de quince minutos. La tensión fue en aumento cuando Zavala comunicó que ya estaba en la zona caliente. Ocuparon sus posiciones junto a las ventanillas. Pasaron diez minutos, veinte. Austin iba de un lado al otro del avión para animarlos. Resultaba difícil de creer que debajo de la capa de nubes se encontraba el océano.

Austin había propuesto que el avión volase en una serie de pasadas paralelas a través de la zona de búsqueda. Era el mismo patrón que Austin hubiese seguido para encontrar a un barco y permitía cubrir una gran cantidad de kilómetros cuadrados en un tiempo relativamente corto. Realizaron una pasada, otra, y cuando estaban en la tercera Austin comenzó a preguntarse si no había cometido un error. Consultaba su reloj cada pocos segundos.

El avión comenzaba a virar para la cuarta pasada cuando Karla dijo:

–Veo algo. A las tres.

Austin y Barrett corrieron al otro lado de la cabina y miraron a través de las ventanillas. El sol ya estaba bajo y los rayos oblicuos creaban una sombra azul en la capa de nubes. Pero a la derecha el cielo brillaba con una radiación blanca dorada muy parecida al resplandor que produce una tormenta eléctrica en el seno de las nubes. Austin cogió el micrófono que comunicaba con la cabina de mando. Zavala respondió por los altavoces que ya había visto el fulgor en el cielo.

El avión acabó el viraje y, como una polilla atraída por la llama, inició el descenso hacia la luz que brillaba a lo lejos como el enorme caldero de una bruja.

Capitulo 42

Ante la falta de tiempo, había sido necesario optar por la simplicidad en el montaje del panel de control en la gran bodega. La consola era un tablero apoyado en dos soportes. La disposición era muy sencilla, y consistía en un interruptor principal que controlaba el flujo de energía de todos los generadores. Un puñado de instrumentos indicaban el funcionamiento de las diferentes partes del sistema.

–Vamos a entrar en las nubes -anunció Zavala por los altavoces.

Austin sintió cómo se le erizaban los cabellos, no por el miedo, sino por la súbita carga de electricidad estática en el aire. Los largos mechones rubios de Karla estaban levantados como el pelo de la novia de Frankenstein. La muchacha intentó aplastarlos pero solo lo consiguió en parte. Con la cabeza rapada, Barrett no tuvo ese problema, pero la calva se le puso de carne de gallina.

El espectáculo eléctrico solo comenzaba. Todas las superficies de la sección de carga comenzaron a brillar con una luz azul como si fuesen los fuegos fatuos que los marineros ven en los aparejos de los barcos. Las lámparas se encendían y apagaban como si un niño estuviese jugando con el interruptor. Después se apagaron del todo.

Los destellos estroboscópicos en el exterior atravesaban los cristales de las ventanillas e iluminaban los rostros de los ocupantes como los de los bailarines en una discoteca. El avión parecía estar en medio de una tormenta eléctrica. Pero no se escuchaban truenos, solo el rugido amortiguado de los reactores. El silencio relativo hacía que la escena pareciese más siniestra.

El sistema de comunicación interior debía de funcionar por un circuito independiente, porque la voz de Zavala sonó en los altavoces.

–Nos hemos quedado sin los instrumentos de vuelo.

Al cabo de un segundo, transmitió un mensaje mucho más terrible.

–Diablos, tampoco funcionan los controles.

Austin sabía que un avión del tamaño de un 747 no entraría inmediatamente en un picado, pero no lo había diseñado para aprovechar las corrientes ascendentes como un planeador. Una vez que el aparato descubriese que estaba librado a sus medios, sí que se desplomaría con tal violencia que perdería las alas. En un movimiento instintivo, rodeó los hombros de Karla con el brazo para protegerla.

Algo ocurría en la bodega. La exhibición eléctrica parecía menos brillante. El fuego helado en las paredes y el techo parecía apagarse. Unas manchas oscuras aparecieron en el resplandor y se amortiguaron las fantasmales luces azules. Hubo un último destello. Las luces interiores se encendieron de nuevo.

Casi en el acto, se escuchó la voz de Zavala con un anuncio tranquilizador:

–Los instrumentos y los controles funcionan con normalidad.

Austin apartó el brazo de los hombros de Karla y se acercó al panel de control. Le preocupaba que la descarga de electricidad estática responsable del impresionante despliegue hubiese fundido los interruptores. Se tranquilizó al ver que todo estaba en orden.

Karla había notado un cambio en la luz procedente del exterior y se acercó a una de las ventanillas para ver a qué se debía. Apoyó la nariz en el cristal y llamó a los demás. Austin miró por una de las ventanillas y vio que habían salido del manto de nubes. El mar azul se veía con toda claridad entre muy delgadas nubes bajas. Un brillante parpadeo por encima del 747 le llamó la atención. En lugar de la parte inferior de las nubes, vio una aurora de blancos, azules y rojos que formaban una refulgente marquesina. Todo el cielo parecía arder; era como si un centenar de tormentas eléctricas estuviesen descargando rayos a la vez.

El avión había atravesado enteramente la barrera eléctrica, pero aún no estaban fuera de peligro. Aunque disminuía el ataque eléctrico, cuanto más descendían por debajo de las nubes, más fuertes eran las turbulencias que lo sacudían. Las fuertes rachas de viento castigaban al 747 desde todas las direcciones. A pesar de su enorme tamaño, el avión se movía como una cometa descontrolada.

Las rachas no eran más que un calentamiento. De pronto el avión se vio atacado por una serie de rachas frontales como un boxeador contra las cuerdas. Los ruidos en la bodega cuando el viento golpeaba contra el fuselaje era como si el avión hubiese aterrizado en una pista llena de baches. En el momento en que parecía que comenzarían a saltar los remaches, los golpes disminuyeron en intensidad y fueron menos frecuentes. Luego cesaron del todo.

–¿Estáis bien allí atrás? – preguntó Zavala.

–Sanos y enteros, pero tendrás que comprar amortiguadores nuevos.

–Lo que necesito es una dentadura nueva -replicó Zavala.

–Dile al piloto que no lo ha hecho mal. ¿Todavía están las alas?

–Dice que gracias, y quién necesita alas.

–Eso me tranquiliza. ¿Has visto el barco?

–Todavía no. Aún quedan algunas nubes. – Hubo una pausa, y cuando se escuchó de nuevo la voz de Zavala, su tono era de una gran excitación-. Mira por la banda de babor, Kurt. A las nueve.

Austin miró a través de la ventanilla y vio la nave; parecía un barco de juguete en el océano. No dejaba ninguna estela; una confirmación de lo que él ya sabía por las turbulencias y las luces que había atravesado el avión. El barco se mantenía estacionario, y el asalto electromagnético estaba en marcha.

La nave aparecía rodeada de un anillo de olas que se alejaban en círculos cada vez más grandes. Aunque resultaba difícil calcular su tamaño, el hecho de que se viesen las crestas con tanta claridad desde la altura a que volaba el avión significaba que eran monstruosas.

Austin se comunicó con el piloto y le pidió que bajase a una altitud de tres mil metros para volar en círculos alrededor de la nave y que descendiese trescientos metros en cada vuelta. Se volvió hacia Barrett, y le dijo que se preparase. Spider asintió y de inmediato aumentó la potencia de las dínamos. Un zumbido como el de mil abejas sonó en la bodega.

Algo se quemaba. Austin vio una nube de humo rojo y chispas que salían de una de las dínamos. Le gritó a Barrett que cortase la corriente, y, con Karla pegada a los talones, corrió hacia la bodega.

Barrett ya había visto en uno de los instrumentos el aviso de un problema y se había apresurado a cerrar el sistema. Austin encontró que el origen de las chispas era un cable. La conexión se había soltado con los bandazos ocasionados por las violentas turbulencias.

Revisó la conexión para ver si había algún daño, pero no lo había, así que se apresuró a conectar el cable. Le gritó a Barrett que pusiese el sistema en marcha. El zumbido de las abejas comenzó de nuevo, y alcanzó un volumen que ahogó el ruido de los motores. Karla fue a ayudar a Spider en el panel de control. Austin se quedó junto al interfono para mantenerse en comunicación con la cabina de mando.

–¿Qué tal lo ves? – preguntó Austin.

Barrett hizo una rápida lectura de los instrumentos y sonrió.

–Todo en orden.

Austin levantó el pulgar y llamó a Zavala.

–¿Cuál es la altitud?

–Dos mil seiscientos metros.

–Bien. Que bajen a mil trescientos, y que luego efectúen una pasada directamente por encima del barco. Avísame cuando comencemos la aproximación al objetivo.

–A la orden.

Cuando iniciaron el descenso, el piloto tuvo que lidiar con una inesperada turbulencia. Con gran pericia niveló el aparato. Zavala informó que se acercaban al barco.

Austin le dijo a Barrett que diera toda la potencia. Spider vaciló con la mano puesta en el interruptor, y por un instante, Austin creyó que no le había escuchado. Entonces Barrett se hizo a un lado y puso la mano de Karla en el interruptor.

–Esto es en honor a tu abuelo.

Karla replicó con una gran sonrisa y apretó el interruptor. La energía fluyó por la antena, donde se convirtió en impulsos de energía electromagnética. Austin nunca había hecho nada parecido, así que optó por realizar una serie de descargas de la misma manera que un cazasubmarinos satura la zona con cargas de profundidad.

Pasaron por la vertical del barco al cabo de unos segundos. Austin le dijo al piloto que repitiese la pasada desde otro ángulo. El 747 no estaba preparado para efectuar virajes cerrados, y el gigante aéreo pareció tardar una eternidad en dar la vuelta y ponerse en posición para una nueva serie de descargas.

Zavala gritó que estaban en la marca de los quinientos metros. De nuevo Karla, apretó el interruptor.

Otra pasada, otra descarga de flujos electromagnéticos sobre el mar y la nave.

–¿Durante cuánto tiempo más debemos hacer esto? – preguntó Zavala.

–Hasta que se acabe el combustible y luego un rato más -respondió Austin, con un tono implacable.

En la plataforma de observación del Polar Adventure se vivían momentos de euforia.

Margrave y Gant miraban a través del techo de cristal, con los rostros iluminados con las luces multicolores de la aurora boreal. El extraño rostro de Margrave nunca había parecido más satánico.

–¡Espectacular! – gritó Gant, en una poco habitual muestra de emoción.

Margrave se ocupaba de la consola de control. Había acelerado gradualmente las dínamos hasta la potencia máxima, y la consola brillaba como una máquina tragaperras cuando da el premio mayor.

–La aurora indica que hemos alcanzado la masa crítica -explicó-. Las ondas electromagnéticas han penetrado el fondo oceánico. Cambiarán el flujo electromagnético y se invertirán los polos. Vigila la brújula para ver el gran cambio.

Gant miró la brújula, y después miró a través de una de las ventanas.

–Algo pasa en el mar -avisó.

El agua en torno a la nave que hasta unos segundos atrás estaba revuelta se veía ahora como si hubiese descendido una calma chicha.

–Estamos en el epicentro del cambio polar -dijo Mar-grave-. Un anillo de olas gigantes arrancará del borde del círculo en expansión. Habrá algunos remolinos en el perímetro.

–Me alegro de no estar en su camino -afirmó Gant.

–Sería una desgracia si lo estuviésemos. La distribución de las perturbaciones es aleatoria. Eso fue lo que hundió el barco transmisor. Es como la calma en el ojo del huracán. No notaremos nada excepto una leve elevación del agua.

Gant contempló el movimiento del mar. Nunca había sentido tanto poder en toda su vida.

La actitud de Austin era exactamente la opuesta a la de Gant. Era como un médico que intenta devolver a la vida a un paciente con el encefalograma plano, solo que en ese caso eran las vidas de miles de millones de personas las que estaban en juego. Miró a través de la ventanilla cuando el avión viró para una nueva pasada, sin poder adivinar si el antídoto funcionaba o no.

Entonces advirtió una zona circular inmediatamente alrededor del barco donde el agua se veía inmóvil, como si la aplastase la corriente de aire descendente de los rotores de un helicóptero. Vio las estrías en la superficie como los surcos producidos para una corriente muy fuerte. Al cabo de unos momentos, el agua se movía en un inconfundible giro con la nave en el centro. En cuestión de segundos, el sector en movimiento tenía como mínimo una milla de diámetro, con un reborde de espuma en todo el perímetro. A medida que la corriente ganaba velocidad, el agua dentro del círculo comenzó a descender.

Austin estaba presenciando el nacimiento de un remolino gigante.

El Polar Adventure solo se levantó un par de metros por encima del nivel del mar antes de asentarse de nuevo.

Gant vio que parecía comenzar a formarse una depresión en el mar en torno al barco.

–¿Esto es otro efecto secundario? – preguntó.

–No. – La expresión de intriga en el rostro de Margrave se convirtió en otra de alarma cuando la superficie comenzó a tener una forma de cuenco. Las espumosas crestas indicaban el choque de unas corrientes muy poderosas. Cogió el micrófono y llamó al puente-: Avante a toda máquina -ordenó-. Nos estamos hundiendo en un remolino.

Margrave desconectó las dínamos.

–¿Qué haces? – preguntó Gant.

–Algo no va bien. No tendría por qué producirse esta reacción.

La depresión continuaba en aumento y las corrientes incrementaban la velocidad, pero el barco navegaba ya a toda máquina y se movía hacia el borde del remolino. Tenía la proa un tanto levantada, y tenía que luchar contra las corrientes que lo arrastraban de lado, pero seguía avanzando.

Sin embargo, también el remolino crecía. Margrave gritó al puente que forzaran los motores al máximo, pero ahora el barco parecía destinado a perder la carrera y ya no se movía del centro del vórtice.

Entonces hubo otro cambio en el agua. Las corrientes se debilitaron, y el agua subió al nivel normal. Luego comenzó a ascender.

–¿Qué ha pasado? – quiso saber Gant.

–Una pequeña diversión -respondió Margrave.

Se enjugó el sudor de la frente, y sonrió mientras daba potencia a las dínamos.

A medida que se elevaba el barco, el agua pareció hervir. La nave llegó a los seis metros de altura, luego a los diez.

–Acaba con esto -dijo Gant.

Margrave apagó de nuevo las dínamos pero el barco continuó subiendo.

Quince metros.

–¡Idiota! ¿Qué has hecho?

–Los modelos de ordenador…

–¡Malditos sean tus modelos de ordenador!

Margrave se apartó del panel de control y corrió a una de las ventanas de la plataforma. Miró el mar con una expresión de horror.

El barco estaba en lo alto de una enorme columna de agua que ascendía rápidamente.

Austin había visto crecer el remolino hasta que alcanzó un diámetro de diez millas. Ahora observó fascinado cómo el vórtice se nivelaba para transformarse en un burbujeante caldero de espuma blanca, y luego se alzaba como un tornado líquido.

La masa de agua brotaba del centro del remolino y crecía en altura y amplitud mientras giraba como un derviche.

El avión se disponía a efectuar otra pasada. Austin corrió a la cabina de mando.

–Suba lo más rápido que pueda. Aléjese de la zona -le dijo al piloto.

El comandante hizo una brusca subida.

La columna de agua le recordó a Austin las fotos que había visto de las explosiones nucleares en el Pacífico.

Una voz aterrorizada sonó en la radio.

Mayday! Mayday! ¡Respondan! Mayday!

Austin cogió el micrófono.

Mayday recibido.

–Aquí Gant desde el Polar Adventure. -Gritaba para hacerse escuchar por encima del tremendo estrépito de fondo.

–Por lo que parece, va a disfrutar de un viaje en la montaña rusa.

–¿Quién habla? ¿Dónde está usted?

–Soy Kurt Austin. Estamos a unos mil metros por encima de su cabeza. Apresúrese a mirar porque no nos quedaremos mucho más tiempo. Por cierto, saludos del doctor Kovacs.

–¿Qué demonios está pasando, Austin?

–Les hemos dado una dosis del antídoto para la inversión polar. Yo diría que usted y su socio están con el agua al cuello.

La furiosa respuesta de Gant resultó ininteligible, perdida en el brutal estrépito.

Austin miró a través de la ventanilla de la cabina. El barco se encontraba en lo alto de la columna y giraba como una peonza. Solo podía imaginarse las escenas de pánico a bordo. Pero no sentía la más mínima compasión por Margrave y Gant, que habían sembrado las semillas de su propia destrucción.

Mientras el avión cambiaba de rumbo y se alejaba del objetivo como una ballena perezosa, se encontró con las turbulencias generadas por las tremendas fuerzas desencadenadas por las ondas electromagnéticas, pero no se podían comparar con los vientos huracanados de antes. El 747 continuó subiendo hasta los nueve mil metros, donde se niveló.

Karla continuaba con la nariz pegada a la ventanilla aunque ya no se veía nada más que la densa capa de nubes. Se volvió hacia Austin, con una expresión intrigada.

–¿Qué ha pasado allá abajo? – preguntó.

–Tu abuelo no pudo ser más exacto en sus cálculos.

–Pero ¿qué era aquella cosa, la increíble columna de agua?

Austin no tenía muy claro lo que había sucedido. Aun así, sospechaba que las fuerzas opuestas de los pulsos electromagnéticos del barco y el avión habían puesto en marcha un proceso de una violencia extraordinaria.

–A la naturaleza no le gusta que jueguen con ella. El antídoto y las transmisiones iniciales crearon una fuerte reacción. – Sonrió-. Es como cuando tomas algo para la pesadez de estómago. Siempre hay una o dos erupciones finales antes de que las cosas se calmen.

–¿Entonces se ha acabado?

–Eso espero. – Austin llamó a la cabina de mando-. ¿Cómo se comporta la brújula?

–Normal -respondió Zavala-. Continúa apuntando más o menos al polo norte.

Barrett no se había apartado del panel de control. Cuando escuchó la respuesta de Zavala, dio una palmada. Se acercó para abrazar a Karla y Austin.

–Lo conseguimos. Dios bendito, lo conseguimos.

–Así es. Lo conseguimos -afirmó Austin con una sonrisa.

Capitulo 43

Doyle se alegraba de que aquel fuese su último viaje a la isla del faro. Nunca le había gustado el lugar. Se había criado en la ciudad, y no apreciaba en absoluto la belleza del entorno. Se alegraría todavía más cuando acabase con la legión Lucifer y abandonase la isla de una vez para siempre.

Amerizó cerca de la costa, amarró el hidroavión en la boya, y remó hasta el muelle donde lo esperaba uno de aquellos payasos para saludarlo. Nunca recordaba los nombres y los distinguía por el color de los cabellos. Ese era el pelirrojo quien, por ser el más parecido a Margrave, disfrutaba de una posición preponderante en el grupo, aunque no se le podía tener por un líder, algo considerado como un anatema por los verdaderos anarquistas.

–No te hemos visto desde la persecución del coche en las afueras de Washington -comentó el pelirrojo con una voz suave que era como el rumor de una serpiente entre las hojas secas-. Fue una pena que tus amigos consiguiesen escapar.

–Ya tendremos otra ocasión -afirmó Doyle-. Iremos a por Austin y sus amigos en cuanto acabemos con las élites.

–No veo la hora de que así sea. Tendrías que habernos avisado de la visita.

Doyle levantó la pesada maleta de lona que llevaba.

–Tris quería que fuese una sorpresa.

La respuesta pareció satisfacer al legionario. Asintió, y sin más demoras llevó a Doyle hasta el ascensor que los subió a lo alto del acantilado.

Los demás miembros de Lucifer los esperaban al pie del faro, y cuando Doyle repitió las razones para la visita a la isla, le dedicaron unas sonrisas inquietantes. Entraron en la casa del torrero. Doyle fue directamente a la cocina. Sacó seis copas de un armario y una cerveza de la nevera, y las dejó en la mesa. Luego abrió la maleta y sacó una botella de champán. La descorchó, llenó las copas, abrió la lata de cerveza y la sostuvo en alto.

–Brindo por la inminente destrucción de las élites.

El pelirrojo soltó una carcajada.

–Llevas demasiado tiempo con los anarquistas, Doyle. Ya comienzas a hablar como cualquiera de nosotros.

Doyle le guiñó un ojo.

–Se me debe de estar pegando. Salud.

Se bebió la mitad de la lata. Se limpió los labios con el dorso de la mano, y miró con placer cómo los legionarios se bebían el champán como si fuese agua.

–Por cierto, Margrave quería que os diese esto.

El paquete había llegado el día antes. Iba acompañado con una nota firmada por Gant.

La nota decía: «Los planes para la inversión polar han sido postergados hasta la semana que viene. Por favor, dale este regalo a nuestros amigos de Maine después de compartir con ellos la botella de champán. Diles que es un regalo de Margrave. Es muy importante que esperes a que se hayan bebido el champán.

El Lucifer pelirrojo abrió el paquete. Era un DVD. Se encogió de hombros y lo metió en el reproductor de DVD. Al cabo de unos segundos, apareció la imagen del rostro de Gant en la pantalla.

–Quiero que elimines a la legión Lucifer -dijo la voz de Gant.

–¿Cómo quieres que lo hagamos?

Imposible. Era la conversación que él y Gant habían mantenido al finalizar la caza del zorro.

–Ve a la isla de Margrave en Maine, diles que tienes un regalo para ellos. Que se los envía Margrave. Mándalos al infierno, que es donde deben estar, con una copa de champán.

Todas las miradas estaban fijas en Doyle.

–No es lo que creéis -afirmó Doyle, con su mejor sonrisa irlandesa.

Nunca tuvo ni la más mínima oportunidad. Estaba perdido desde el momento en que había entregado el disco. Nunca descubriría que el DVD lo había enviado Barrett, y que el micro que Austin había colocado debajo de la mesa del jardín había hecho su trabajo a la perfección, al captar las instrucciones de Gant para asesinar a los anarquistas.

Se levantó de un salto e intentó llegar a la puerta, pero uno de los Lucifer le enganchó una pierna con el pie y lo hizo caer. Se levantó de nuevo al tiempo que intentaba desenfundar el arma que llevaba oculta, pero lo tumbaron y le quitaron el arma. Miró a los seis rostros satánicos que lo rodeaban.

No podía entenderlo. Los legionarios sabían que los había envenenado, y sin embargo todos sonreían. Doyle era incapaz de comprender que el placer de matar sobrepasaba a todas las demás emociones, incluso el miedo a una muerte inminente.

Escuchó cómo abrían el cajón de los cuchillos, y luego los vio ir a por él.

Epílogo

A doscientas millas al este de Norfolk, Virginia, el barco de exploración científica de la NUMA Peter Throckmorton y el buque de la NOAA Benjamín Franklin navegaban silenciosamente por el mar en calma como una pareja de corsarios modernos.

Mientras las proas cortaban el agua y las cubiertas se cubrían con la espuma, en la sala de control de los sensores remotos del Throckmorton reinaba un silencio expectante. Spider Barrett observaba atentamente la proyección Mercator que aparecía en la pantalla. A pesar de la refrigeración en la sala, el sudor perlaba la calva de Barrett.

Joe Zavala, Al Hibbet y Jerry Adler, el experto en olas que Joe y Austin habían conocido a bordo del Throckmorton, miraban cómo los dedos de Spider volaban sobre el teclado. También había varios de los técnicos del barco.

Barrett dejó de teclear y se frotó los ojos como si estuviese a punto de admitir la derrota. Luego sus manos teclearon de nuevo como un concertista de piano. Unos puntos rojos que parpadeaban comenzaron a aparecer en la imagen de los océanos. Spider se echó hacia atrás en la silla con una gran sonrisa.

–Caballeros -anunció con un tono grandilocuente-, hemos despegado.

Los aplausos resonaron en la sala.

–¡Notable! – exclamó el doctor Adler-. Me cuesta creer que existan tantos lugares que den origen a las olas gigantes.

Barrett clicó el cursor en uno de los puntos. Se abrió una ventana con la información correspondiente a las condiciones del mar y el tiempo en aquel lugar. La información más valiosa era la valoración del potencial y probable tamaño de la ola gigante.

La demostración produjo otra salva de aplausos.

Zavala sacó el móvil del bolsillo y llamó al Benjamín Franklin. Gamay, en compañía de Paul, esperaba la llamada en el centro de control del barco de la NOAA.

–Dile a Paul que el águila se ha posado. Ya te pasaré los detalles.

Apagó el teléfono y fue ál rincón donde había dejado su mochila. Sacó dos botellas de tequila y vasos de plástico. Sirvió una ronda, y levantó el vaso.

–Por Lazlo Kovacs.

–Y por Spider Barrett -añadió Hibbet-. Ha convertido una fuerza destructiva en algo beneficioso. Su trabajo salvará las vidas de centenares y posiblemente millares de marineros.

Barrett se había puesto a trabajar en el vuelo de regreso desde la anomalía del Atlántico Sur después de ser testigo del incontrolable poder que había sido desencadenado. Intentaba dar con la manera de utilizar los teoremas de Kovacs en algo útil. En cuanto llegaron a Washington, desapareció durante varios días para luego presentarse repentinamente en el cuartel general de la NUMA para explicarle su idea a Hibbet.

La propuesta que le hizo a Hibbet era fantástica en su imaginación y alcance, y, al mismo tiempo, notablemente simple. Su idea era emplear las ondas electromagnéticas de Kovacs con una potencia mucho más reducida para detectar las anomalías debajo de los fondos marinos donde se sospechaba que podían ser las causantes de las perturbaciones en la superficie. Todos los barcos transoceánicos llevarían un sensor Kovacs montado en la proa. Los sensores transmitirían una información constante, que se uniría a las observaciones de los satélites y las lecturas del campo electromagnético terrestre.

Toda esa masa de datos sería procesada informáticamente y retransmitida como advertencia de las zonas con riesgo de olas gigantes. De esta manera, los barcos podrían seguir unas rutas que los mantuviesen apartados de dichas áreas. Habían decidido hacer una serie de pruebas en el lugar donde las olas gigantes habían hundido al Southern Belle. Debido a su interés en los remolinos oceánicos, habían invitado a la NOAA a participar en el experimento, y así fue como se habían visto involucrados los Trout.

Los dos barcos se habían encontrado en el lugar del naufragio, y habían arrojado una corona al agua en memoria de la tripulación. Luego iniciaron las pruebas que se prolongaron durante varios días. Los ensayos descubrieron varios fallos que afortunadamente se solucionaron sin problemas. Ahora, tras el éxito del sistema, los ánimos en la sala eran eufóricos, máxime después de haber sido rociados con generosas raciones de tequila.

En un momento de la fiesta, un entusiasta y un tanto bebido Al Hibbet se volvió hacia Zavala y le comentó:

–Es una verdadera pena que Kurt no esté aquí. Se está perdiendo toda la diversión.

Zavala sonrió con socarronería.

–Estoy seguro de que no lo está pasando nada mal.

Karla Janos salió del túnel y parpadeó como un topo. Tenía el rostro sucio, y el mono cubierto de polvo. Sacudió la cabeza, todavía asombrada por la escena que acababa de ver. Un campamento en toda regla había crecido en el fondo de la caldera. Al menos había dos docenas de grandes tiendas dormitorio, además de otras cuantas para albergar los laboratorios, el comedor, la cocina y los servicios sanitarios. Había varios helicópteros aparcados.

La actividad era incesante. Habían mejorado el acceso a la ciudad de cristal con la construcción de un nuevo túnel y retirado los escombros. Los cables que había transportaban la electricidad producida por los generadores a gas. Los grupos de científicos y trabajadores iban y venían de la ciudad.

Karla se sentía entusiasta y cansada al mismo tiempo. Los equipos científicos trabajaban las veinticuatro horas en tres turnos. Algunos, como Karla, se habían involucrado tanto que habían trabajado más de un turno. Echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente varias veces. De pronto, en la luz azul gris, vio aparecer un punto por encima del borde que bajaba hacia el valle.

A medida que se acercaba, vio que era un parapente multicolor. No podía ser. Se alejó de las tiendas para ir a un claro y comenzó agitar la gorra. El parapente bajaba en espiral, pero el paracaidista cambió de rumbo al ver sus señales, descendió rápidamente y se posó a unos pocos pasos de Karla. Kurt Austin se desabrochó el arnés y plegó el parapente. Se acercó a la muchacha con una gran sonrisa.

–Buenos días.

Karla había pensado mucho en Kurt durante las últimas semanas. Su encuentro había sido breve y dulce. Luego se había marchado a Siberia. Pero en numerosas ocasiones había lamentado no haber tenido más tiempo para conocer mejor al apuesto hombre de la NUMA.

–¿Qué haces aquí? – preguntó Karla con un tono donde se mezclaban la alegría y el asombro.

–He venido para invitarte a comer.

Karla consultó su reloj.

–Son las tres de la mañana.

–En alguna parte es hora de comer. No he venido hasta aquí para que rechaces mi invitación.

La muchacha sacudió la cabeza, sin salir del asombro.

–Estás loco.

En los ojos azules de Austin brilló una sonrisa.

–La locura forma parte del perfil de los aspirantes a trabajar en la NUMA. – Le cogió la mano-. Como decía una vieja canción de Sinatra, «Vuela conmigo».

Karla se apartó de los ojos un mechón rubio.

–Llevo trabajando toda la noche. Estoy hecha un desastre.

–No exigen mucho en cuestión de atuendos en el restaurante adonde iremos.

Le pidió que lo ayudase con el nuevo parapente a motor. Lo llevaron a una zona despejada donde le dio una rápida clase de vuelo. Extendieron el parapente, se acomodaron en el asiento doble, hincharon el parapente con el aire de la hélice y remontaron vuelo. Karla era una aviadora natural, y el despegue fue mucho más suave que aquel primero que había hecho con Zavala. Austin voló en círculo alrededor del campamento y luego comenzó a ascender.

–Menudo cambio en el paisaje en solo unas semanas -comentó Austin.

–Sí. Cuesta creer que los principales paleontólogos, arqueólogos y biólogos del mundo estén trabajando allí abajo en el descubrimiento científico del siglo.

–Un descubrimiento que puedes reclamar como propio.

–Hubo otros conmigo, pero gracias de todas maneras. Gracias también por el viaje. Esto es maravilloso.

–Sí, lo es -replicó Austin por unas razones muy diferentes y del todo masculinas.

Estaba con una mujer hermosa e inteligente, y sentía el calor de su cuerpo contra el suyo.

El parapente y sus dos pasajeros salieron de la caldera. Austin le dio a Karla unas breves instrucciones para el aterrizaje, y se dirigió hacia un lugar relativamente despejado en el borde. El aterrizaje fue un poco brusco pero no estuvo mal. Karla se desabrochó el arnés y se acercó al lugar donde había un mantel a cuadros desplegado en el suelo, con una piedra en cada esquina para sujetarlo. En el centro había un pequeño jarrón con una flor silvestre y una mochila pequeña.

Austin hizo un amplio gesto con la mano.

–Una mesa con vistas, mademoiselle.

–Estás loco. – Karla sacudió la cabeza-. Pero es bonito.

Austin abrió la mochila y sacó varios botes de cristal, latas y botellas.

–Cortesía del capitán Ivanov. Setas mosliak para el aperitivo, carne tushonka, y caviar rojo con pan de centeno de postre. Todo bien regado con vino de Georgia.

–¿Cómo has llegado hasta aquí?

–Me enteré que el capitán Ivanov traería a un grupo de científicos, incluidos unos cuantos de la NUMA. Así que me colé en el Kotelny. -Austin abrió los botes y las latas, y sirvió dos copas de vino-. Ahora que has tenido ocasión de estudiar las cosas, ¿qué opinas de la ciudad de cristal?

–Harán falta varias décadas de estudios antes de que conozcamos toda la historia, pero creo que la ciudad la construyeron durante la Edad de Piedra en la cámara del magma después de que se extinguiese el volcán.

–¿Por qué la construyeron bajo tierra?

–Por los motivos habituales. La defensa, o los cambios climáticos. Emplearon a los mamuts como bestias de carga, y eso les permitió mover los bloques de piedra.

–¿Qué les pasó a los habitantes?

–Los cambios climáticos quizá acabaron con los campos de cultivo. Un cambio polar pudo causar una inundación o un terremoto que provocó un derrumbe parcial del techo de la cámara, y le dio a la caldera la extraña forma que vemos ahora. El camino en la ladera indica que el acceso habitual a la ciudad quedó interrumpido por alguna razón que desconocemos.

–¿Has pensado en cómo consiguieron sobrevivir los mamuts?

–Adaptación natural. A medida que disminuía la provisión de alimentos, redujeron su tamaño para acomodarse a los cambios en el entorno. Al parecer, son capaces de hibernar durante todo el invierno.

–¿Qué me dices de los habitantes? ¿Quiénes eran?

–Eso es un enigma. Se tardarán años antes de que podamos saber quiénes eran y qué pasó con ellos.

–¿ Qué tal están los enanos peludos?

–¿Los mamuts? Muy bien. Parecen no tener queja alguna del corral que hemos construido para ellos siempre que les demos de comer. María Arbatov se encarga de cuidarlos. Lo más difícil será protegerlos del mundo exterior. Estamos siendo objeto de una gran atención por parte de los medios e intentamos controlarla.

Austin echó una ojeada a la extensión de la isla.

–Espero que todo esto sobreviva a nuestras agresivas investigaciones.

–Creo que lo hará. Ahora ya no se trata de clonar a un mamut, sino una campaña científica en toda regla.

–¿Qué planes tienes?

–Pasaré unas cuantas semanas aquí, y luego iré a Montana para ver al tío Karl. El mes que viene iré a Washington para dar una conferencia en el Smithsonian.

–Esa es una excelente noticia. Cuando llegues a Washington, ¿qué tal si nos vemos para tomar unos cócteles, cenar, y lo que sea?

Los ojos color humo lo miraron por encima del borde de la copa.

–Me interesa sobre todo la parte de lo que sea.

–Entonces tienes una cita. Creo que es hora de proponer un brindis. Las damas primero.

Karla solo tuvo que pensar un segundo.

–Por el tío Karl. Si no hubiese salvado a mi abuelo, nada de todo esto habría sido posible.

–Brindo por eso. Sin el tío Karl, tú no hubieses estado aquí.

Karla le dedicó una sonrisa cargada de promesas. Luego, a la luz del ocaso ártico, levantaron las copas y brindaron.

Aunque la muerte había sido una compañera constante durante gran parte de su vida, Schroeder no recordaba la última vez que había asistido a un funeral. Quería enterrar a Schatsky con todos los honores. El pequeño dachshund al que había matado uno de los pistoleros de Gant había sido un gran compañero. Afortunadamente, las bajas temperaturas en su cabaña habían conservado el cuerpo durante su ausencia.

Recogió el cuerpo, lo lavó lo mejor que pudo para quitarle la sangre y lo envolvió en su manta favorita. Con la cama del perro como féretro, lo llevó al bosque detrás de la casa. Cavó un hoyo bien profundo, envolvió al perro y la cama con una lona, y después lo enterró junto con una caja de galletas para perros y sus juguetes de mascar.

Schroeder marcó la tumba con una piedra. Luego volvió a la cabaña y salió cargado con un cajón de madera. Lo llevó al bosque y cavó otro agujero a unos metros de la tumba del perro. En el agujero vació todo un arsenal de armas automáticas y semiautomáticas y las sepultó. Había dejado solo una escopeta en la casa, por si acaso, pero ya no necesitaba de todas aquellas armas que había tenido ocultas debajo del suelo.

Era su manera de marcar el final de otro capítulo de su vida. Siempre había la posibilidad de que apareciese algo desagradable del pasado, pero eso sería menos probable con el paso de los años. Muy pronto recibiría la visita de Karla, y tenía mucho trabajo por delante para preparar los kayaks y las canoas para los turistas. Pero sin su pequeño perro alrededor, la cabaña le pareció muy desierta.

Subió a la camioneta y bajó de la montaña para ir a su bar preferido. Era relativamente temprano, y había pocos clientes. Sin la presencia de los habituales para saludarlo, se sintió todavía más solo.

Qué demonios. Se sentó a una de la mesas y pidió una cerveza. Después otra. Sentía lástima de sí mismo cuando alguien le tocó en el hombro. Se volvió. Era una mujer de unos sesenta años, con los cabellos plateados, grandes ojos castaños, y la piel bronceada muy tersa.

Ella se presentó como una artista que se había trasladado a Montana desde Nueva York. Tenía una sonrisa atractiva, una risa contagiosa y un agudo sentido del humor, que desplegó a la hora de describir las diferencias culturales entre los dos lugares. Schroeder estaba tan entusiasmado que se olvidó presentarse.

–Detecto un ligero acento -comentó la mujer.

Schroeder se disponía a darle la respuesta habitual: que era un sueco llamado Arne Svensen, pero se detuvo. Tenía que llegar el momento en el que pudiese confiar en los demás seres humanos, y este podía ser uno.

–Tiene muy buen oído. Soy austríaco. Me llamo Karl Schroeder.

–Es un placer conocerle, Karl -dijo ella, con una sonrisa coqueta-. Quisiera ir a pescar truchas, pero no sé dónde. ¿Podría recomendarme un guía de confianza?

Schroeder le dedicó su mejor sonrisa.

–Sí. Conozco al hombre adecuado para usted.

Agradecimientos

Al recrear los acontecimientos que rodearon a uno de los peores desastres marítimos de la historia, el hundimiento del Wilhelm Gustloff, un barco alemán que llevaba refugiados, tras el ataque de un submarino ruso, este libro ha tomado mucha información de The Cruelest Nigbt, de Christopher Dobson, John Miller y Ronald Payne. Diversas fuentes sirvieron de inspiración para los capítulos de las olas gigantes, pero quizá la más importante fue la producción Freak Wave, de la BBC, que incluyó entrevistas con científicos y marinos. Nuestro agradecimiento también para Sue Davis, presidenta y directora ejecutiva del Stanley Museum, en Kingfield, Maine.

Fin

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28/11/2009

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