El vuelo a través del estrecho duró unas dos horas. El aeropuerto de Providenya se encontraba en una panorámica bahía rodeada de montañas de afiladas cumbres. La ciudad había sido durante la Segunda Guerra Mundial una escala de repostaje y descanso de las tripulaciones que llevaban los aviones cedidos de acuerdo con la ley de Préstamo y Arriendo desde Estados Unidos a Europa, pero aquellos días de gloria se perdían en el pasado. Ahora en el aeropuerto no había más que unos pocos aviones chárter y helicópteros militares cuando el aparato carreteó por la pista hasta lo que parecía ser una combinación de torre de control y terminal, una estructura de dos pisos de planchas de aluminio onduladas que tenía el aspecto de haber sido construida en la época de Pedro el Grande.
Por ser los únicos pasajeros, Austin y Zavala esperaban no verse demorados en los trámites de aduana e inmigración. Pero la hermosa agente de inmigración parecía estar dispuesta a leer hasta la última letra en el pasaporte de Austin. Después le pidió la documentación a Zavala. Colocó los pasaportes y los visados lado a lado en el mostrador.
–¿Juntos? – preguntó, y los miró alternativamente.
Austin asintió. La mujer frunció el entrecejo, y luego llamó con un gesto a un guardia armado que estaba en el vestíbulo.
–Síganme -ordenó con el tono de un sargento de instrucción.
Recogió los documentos, y abrió la marcha hacia una puerta al otro extremo del vestíbulo, con el soldado en la retaguardia.
–Creí que te quedaban amigos en las altas esferas -comentó Zavala.
–Probablemente solo quieran entregarnos las llaves de la ciudad -respondió Austin.
–Pues yo creo que tienen la intención de vacunarnos -dijo Zavala-. Lee el cartel encima de la puerta.
Austin miró el cartel blanco con letras rojas. En inglés y ruso estaba escrita la palabra cuarentena. Entraron en una pequeña habitación de paredes grises. No había más mobiliario que tres sillas y una mesa, todos de metal. El soldado entró con ellos y se apostó en la puerta.
La funcionaría de inmigración dejó los documentos encima de la mesa de un manotazo.
–Desnúdense -ordenó.
Austin había dormido unas horas en el avión, pero le pesaban los párpados y no estaba seguro de haberla escuchado correctamente. La mujer repitió la orden.
–Caray -exclamó Austin-. Apenas si nos conocemos.
–Había escuchado que los rusos eran amables, pero nunca me había imaginado que lo fuesen tanto -comentó Zavala.
–Desnúdense o les obligarán. – La funcionaría miró al centinela para recalcar sus palabras.
–Será un placer, pero en mi país las damas primero -dijo Austin.
Para su sorpresa, la mujer sonrió.
–Me advirtieron que era un caso difícil, señor Austin.
Austin comenzó a olerse una jugarreta. Ladeó la cabeza.
–¿Quién ha podido decirle algo así?
No había acabado de decirlo cuando se abrió la puerta. El guardia se apartó y Petrov entró en la habitación. La amplia sonrisa en su apuesto rostro se veía un tanto torcida por la cicatriz curva en la mejilla.
–Bienvenidos a Siberia. Me alegra ver que estáis disfrutando de nuestra hospitalidad.
–Ivan -gimió Austin-. Tendría que haberlo adivinado.
Petrov traía una botella de vodka y tres vasitos, que dejó en la mesa. Se acercó a Austin para abrazarlo y después aplastó los huesos de Zavala con un abrazo de oso.
–Veo que habéis conocido a Verónica y Dimitri. Son dos de mis agentes de mayor confianza.
–Joe y yo nunca habríamos esperado una bienvenida tan cálida en un lugar helado como Siberia -comentó Austin.
Petrov le dio las gracias a sus agentes y los despidió. Acercó una silla y les dijo que se sentasen. Abrió la botella, llenó las copas y las repartió. Levantó la suya en un brindis.
–Por los viejos enemigos.
Chocaron las copas y se las bebieron de un trago. El vodka era como fuego líquido, pero despertaba más que la cafeína pura. Cuando Petrov fue a servir otra ronda, Austin tapó la copa con la mano.
–Tendrá que esperar. Tenemos que tratar unos asuntos muy graves.
–Me alegra escuchar el «tenemos». Me sentí excluido después de tu llamada. – Petrov se sirvió una copa-. Por favor, dime por qué has tenido que subirte a un avión y cruzar medio mundo para venir a este hermoso jardín helado.
–Es una larga historia -dijo Austin con un cansancio que no solo era producto de las muchas horas de avión-. Comienza y termina con un brillante científico húngaro llamado Kovacs.
Le relató la historia cronológicamente, desde la huida de Kovacs de Prusia hasta el episodio de las olas gigantes, el remolino y la conversación con Barrett.
Petrov escuchó en silencio, y, cuando Austin acabó, apartó la copa de vodka sin probarla.
–Es una historia fantástica. ¿Crees de verdad que esas personas tienen la capacidad para crear una inversión polar?
–Sabes todo lo que sabemos nosotros. ¿Cuál es tu opinión?
Petrov se tomó su tiempo para contestar.
–¿Alguna vez has escuchado mencionar el proyecto ruso llamado «Pájaro carpintero»? Fue un intento de controlar el clima con fines militares a través de la radiación electromagnética. Tu país siguió la misma investigación con idénticos propósitos.
–¿Hasta dónde tuvieron éxito estos proyectos?
–A lo largo de unos años se produjeron una serie de fenómenos meteorológicos poco habituales en ambos países. Desde huracanes e inundaciones a terribles sequías. Incluso terremotos. Me dijeron que las investigaciones cesaron al acabar la Guerra Fría.
–Interesante. Eso encajaría con lo que sabemos.
En el rostro de Zavala apareció la sombra de una sonrisa.
–¿Estamos seguros de que acabó?
–¿A qué te refieres?
–¿Has mirado últimamente a través de la ventana?
Petrov buscó una ventana donde no las había antes de comprender que Zavala hablaba metafóricamente. Se echó a reír.
–Tengo la tendencia a tomar las frases literalmente. Es algo muy ruso. Soy muy consciente de que el mundo ha experimentado algunos cambios climáticos extremos.
–Joe tiene razón -afirmó Austin-. No tengo las estadísticas, pero las pruebas empíricas parecen muy concluyentes. Tsunamis. Inundaciones. Huracanes. Tornados. Terremotos. Todos parecen ir al alza. Quizá esto sea la resaca de los primeros experimentos.
–Por lo que has dicho, ahora parece que las pruebas electromagnéticas están produciendo perturbaciones en los océanos. ¿Qué ha cambiado?
–No creo que sea difícil de entender. Quienquiera que sea que está detrás ha visto una razón para centrarse en un fin específico con una meta específica en mente.
–¿Tú no sabes cuál es esa meta?
–Tú eres el antiguo tipo de la KGB. Yo soy un simple ingeniero naval.
Petrov se llevó la mano a la cicatriz.
–Dista mucho de ser un simple, amigo mío, pero tienes razón en lo que se refiere a mi mente aficionada a las conspiraciones. Mientras hablábamos recordé algo que dijo un funcionario del gobierno, Zbigniew Brzezinski, muchos años atrás. Predijo que aparecería una élite, que utilizaría la tecnología moderna para influenciar la conducta del público y mantener a la sociedad sometida a una estricta vigilancia y control. Utilizarían las crisis sociales y los medios de comunicación para conseguir sus fines a través de las guerras secretas, incluidas las modificaciones climáticas. Estas personas que mencionaste, Margrave y Gant. ¿Crees que encajan en el perfil?
–No lo sé. No parece probable. Margrave es un neoanarquista millonario, y Gant preside una fundación que lucha contra las multinacionales.
–Quizá después de todo eres un simple ingeniero. Si fueses parte de una élite que ha concebido un plan contra el mundo, ¿lo irías anunciando por ahí?
–De acuerdo. No, procuraría que la gente creyese que me opongo a la élite.
Petrov le dedicó un aplauso.
–No sabes cuánto me alegra saber que el último complot contra el mundo lo están organizando unos norteamericanos y no un loco nacionalista ruso con pretensiones zaristas.
–Pues a mí me alegra saber que esto te divierte tanto, pero hay que ponerse manos a la obra.
–Estoy completamente a tu servicio. Es obvio que tienes un plan porque de lo contrario no estarías aquí.
–Dado que no sabemos quién, ni por qué, nos queda el qué. La inversión polar. Tenemos que detenerla.
–Estoy de acuerdo. Dime algo más de ese supuesto antídoto que mencionaste.
–Joe es el técnico del equipo. El te lo explicará mejor.
–Haré lo que pueda. Por lo que parece, la idea es causar una inversión polar utilizando las ondas electromagnéticas enfocadas en el manto terrestre, y crear unas vibraciones simpáticas en el núcleo. Las transmisiones serían comparables a las ondas de sonido. Si estás en un hotel y no quieres escuchar las voces en la habitación vecina puedes poner en marcha un ventilador y las vibraciones neutralizarán el ruido. Si quieres evitar un tono más agudo, como el de un secador de pelo, necesitarás otras frecuencias. Se llama ruido blanco, o sonido blanco. Puede que escuches un siseo o algo como el roce de las hojas secas. Este antídoto es comparable. Pero no funcionará a menos que tengas las frecuencias exactas.
–¿Cree que esa mujer, Karla Janos, conoce estas frecuencias?
–Quizá no las sepa, pero las pruebas parecen apuntar en ese sentido -intervino Austin-. Aparte de las implicaciones globales, aquí hay una joven que podría perder la vida.
La expresión sombría de Petrov se mantuvo, pero en sus ojos apareció la risa.
–Esa es una de las razones por las que me caes bien, Austin. Eres la encarnación de la galantería. Un caballero con su resplandeciente armadura.
–Gracias por el cumplido, pero no nos queda mucho tiempo, Ivan.
–Estoy de acuerdo. ¿Alguna pregunta más?
–Sí -dijo Zavala-. ¿Tienes el número de teléfono de Verónica?
–Puedes pedírselo tú mismo.
Se bebió el chupito de vodka, tapó la botella y se la guardó. Luego los llevó a la salida. Les esperaba un coche con chófer.
–Tenemos un equipaje especial. – Austin le señaló dos maletas grandes-. Por favor, que las traten con cuidado.
–No te preocupes.
Subieron al coche, que los llevó al límite del aeropuerto que daba al mar y después por un muelle desvencijado. Había una embarcación de unos veinte metros de eslora amarrada al final del muelle. Varios hombres esperaban en la pasarela.
Austin se apeó del coche y preguntó qué significaban las letras cirílicas en el casco blanco.
–Artic Tours. Es una compañía de turismo real que lleva a los ricos norteamericanos a lugares perdidos por unas cantidades de dinero escandalosas. He alquilado la embarcación por unos días. Si alguien pregunta, estamos llevando de excursión a unos niños exploradores.
Al subir la pasarela, Austin se alegró al ver que su equipaje había aparecido mágicamente en la cubierta. Viajaban livianos, con un macuto cada uno, y las dos maletas que Austin había pedido que tratasen con cuidado.
Petrov los llevó a la cabina principal. Austin no tuvo más que echar una ojeada para saber que ésta no era una embarcación de turismo. Habían quitado la mayor parte del mobiliario, y solo quedaban una mesa atornillada en el centro y unos bancos acolchados en todo el contorno. Verónica estaba en uno de los bancos contra cuatro hombres vestidos con prendas de camuflaje. Estaban muy ocupados limpiando un impresionante muestrario de armas automáticas.
–Veo que tus niños exploradores se preparan para ganar sus medallas al mérito en tiro al blanco. ¿Tú qué dices, Joe?
–Me interesa la niña exploradora -respondió Zavala.
Los dejó para ir a conversar con la muchacha rusa.
Austin interrogó a Petrov con la mirada.
–Ya sé que querías una aproximación discreta -dijo Petrov-. Estoy de acuerdo. Estas personas solo están de reserva. Mira, solo son seis. No es un ejército.
–Disponen de más potencia de fuego que los dos bandos en la batalla de Gettysburg.
–Puede que la necesitemos -replicó Petrov-. Acompáñame a mi camarote y te pondré al día de la situación.
Fueron al camarote y Petrov recogió un sobre que estaba en la litera. Sacó unas cuantas fotos del interior y se las dio a Austin, que las sostuvo a la luz que entraba por el ojo de buey. Las fotos mostraban varias vistas aéreas de una extensa isla alargada con una montaña con forma de rosquilla en el centro.
–¿Ivory Island?
–Las vistas las tomó un satélite en los últimos días. – Petrov sacó una lente de aumento del bolsillo. Señaló una muesca en el lado sur de la isla-. Aquí hay una rada natural de aguas profundas que es donde el rompehielos que transportó a la expedición amarra para reaprovisionarse. El barco dejó a Karla Janos hace dos días para unirse a la expedición.
–¿Cuál es el objetivo de la expedición?
–Algo de ciencia ficción. Unos rusos y japoneses locos esperan encontrar el ADN de un mamut lanudo para clonarlo en una criatura de ahora. Mira, aquí al otro lado de la isla, donde el permafrost aparece erosionado, hay varias caletas naturales.
Austin vio una forma alargada en una de las pequeñas calas.
–¿Una embarcación?
–Es evidente que el propietario no quería ser visto, porque si no hubiese fondeado en la rada grande. Creo que los asesinos han desembarcado.
–¿Cuánto tardaremos en llegar allí?
–Diez horas. Esta embarcación navega a cuarenta nudos, pero aquí las distancias son muy grandes, y quizá nos demore el hielo.
–No disponemos de tanto tiempo.
–Estoy de acuerdo. Por eso tengo un plan de contingencia. – Petrov consultó su reloj-. Dentro de cuarenta y cinco minutos llegará un hidroavión. En cuanto acabe de repostar, os llevará a ti y Zavala a una cita con el rompehielos Kotelny, que se encuentra entre la isla Wrangel y el hielo polar. Un viaje por aire de unas tres horas. El rompehielos os llevará a la isla.
–¿Qué pasa contigo y tus amigos?
–Saldremos al mismo tiempo que vosotros, y, con un poco de suerte, llegaremos en algún momento de mañana.
–No sé cómo agradecértelo, Ivan -dijo Austin, y le estrechó la mano.
–Soy yo quien te da las gracias. Ayer me moría en mi despacho de Moscú. Hoy corro al rescate de una damisela en apuros.
–Quizá me cueste llevarme a Zavala.
Sus miedos resultaron infundados. Cuando entró en la cabina principal, Zavala hablaba de armas con uno de los hombres de Petrov. Verónica y Dimitri charlaban animadamente en un aparte.
–Lamento tener que interrumpir tu nuevo romance.
–No lo lamentes -replicó Zavala-. Petrov se olvidó decir que Verónica y Dimitri están casados. El uno con el otro. ¿Adonde vamos?
Austin le explicó los planes de Petrov, y salieron a esperar en cubierta. El hidroavión llegó quince minutos antes. Se acercó a los surtidores al final del muelle. Austin supervisó el traslado de su equipaje mientras repostaban al avión, y luego él y Zavala subieron a bordo. En cuestión de minutos, el aparato se deslizó por la bahía, levantó el morro y subió en un ángulo agudo por encima de las grises montañas que rodeaban la bahía, para dirigirse al norte rumbo a lo desconocido.
–¡No! – gritó con una voz donde se mezclaban el miedo y el desafío.
Sus brazos golpearon un cuerpo. Una mano con dedos de acero le tapó la boca. Se encendió una linterna. El rayo iluminó un rostro que parecía flotar en la oscuridad.
Dejó de luchar. El rostro había envejecido muchísimo desde la última vez que lo había visto. Se veía surcado de arrugas, la piel colgaba cuando antes había sido tensa como el parche de un tambor. Los ojos alertas aparecían enmarcados con patas de gallo, con unas bolsas violáceas y las cejas blancas, pero el azul de los iris no había perdido su mirada aguda. El hombre apartó la mano de su boca.
Karla sonrió.
–Tío Karl.
Las comisuras de los finos labios se curvaron ligeramente hacia arriba.
–Técnicamente, soy tu padrino. Pero sí, soy yo. Tu tío Karl. ¿Cómo te sientes?
–Me pondré bien. – La muchacha se obligó a sentarse, aunque el esfuerzo la mareó un poco. Al pasarse la lengua sobre los labios hinchados, recordó el episodio del ataque-. Había otros cuatro científicos. Se los llevaron, y después escuché disparos.
Una expresión de pesar apareció en los ojos azules.
–Mucho me temo que están muertos.
–¿Muertos? ¿Por qué?
–Los hombres que los mataron no querían testigos.
–¿Testigos de qué?
–De tu asesinato, o secuestro. No estoy seguro de cuál era su plan.
–Eso no tiene sentido. Solo hace dos días que estoy aquí. No conozco a nadie en este país. No soy más que otra científica dedicada a los huesos como los demás. ¿Qué motivos podría tener alguien para querer asesinarme?
Schroeder movió la cabeza ligeramente como si estuviese escuchando algo, y entonces apagó la linterna. Su voz suave sonó tranquila y segura en la oscuridad.
–Creen que tu abuelo guardaba un secreto muy importante. Están convencidos de que te lo transmitió a ti, y quieren asegurarse de que nadie más lo sepa.
–¡El abuelo! – Karla casi se echó a reír a pesar del dolor-. Eso es ridículo. No sé nada de ningún secreto.
–Lo que tú digas, pero sí lo creen, y eso es lo que importa.
–Entonces aquellos científicos murieron por mi culpa.
–En absoluto. Los responsables son los hombres que apretaron los gatillos.
Puso la linterna en la mano de la muchacha para que se sintiese más en control de la situación. Karla movió la linterna y el rayo alumbró la roca negra de las paredes y el techo.
–¿Dónde estamos? – preguntó.
–En una cueva. Te traje hasta aquí. Fue por pura suerte que encontré un lugar por donde salir de la cañada y de inmediato me encontré con una pared de piedra. Estaba llena de oquedades, y pensé que podríamos ocultarnos en alguna grieta. Vi una abertura al final de una fisura. Corté unas cuantas ramas y las usé para disimular la entrada de la cueva.
Karla tanteó en la oscuridad y le sujetó una mano.
–Gracias, tío Karl. Eres mi ángel de la guarda.
–Le prometí a tu abuelo que cuidaría de ti.
Karla, sentada en la oscuridad, recordó cuándo había conocido a Schroeder por primera vez. Era una niña, que vivía en la casa de su abuelo después de la muerte de sus padres. Había aparecido un día, cargado con regalos. Le había parecido muy alto y fuerte, más como un árbol ambulante que como un hombre. A pesar de la fuerza que proyectaba, parecía casi tímido, y la mirada infantil había captado en él una bondad que la había hecho abrirse a él rápidamente.
La última vez que se habían encontrado había sido en el funeral de su abuelo. Karl nunca olvidaba su cumpleaños, y le había enviado una tarjeta de felicitación y dinero todos los años hasta que acabó los estudios. Ella desconocía los detalles del vínculo entre Schroeder y su familia, pero sí sabía por haber escuchado la historia muchas veces cómo su abuelo había convencido a sus padres para que le pusieran el nombre de su misterioso tío.
–No sé cómo has hecho para encontrarme en este lugar remoto.
–No fue difícil. En la universidad me dijeron dónde encontrarte. Llegar aquí fue lo más complicado. Alquilé un barco pesquero que me trajo hasta aquí. Cuando no encontré a nadie en el campamento base, seguí tus huellas. La próxima vez que se te ocurra ir en una expedición, busca algún lugar más cercano. Soy demasiado viejo para estas cosas. – Prestó atención-. Silencio.
Permanecieron sentados en la oscuridad, en silencio y el oído atento. Escucharon unas voces ahogadas, y el roce de las botas en las rocas y las piedras sueltas en la boca de la cueva. Entonces la oscuridad dio paso a la penumbra cuando al apartar las ramas de la entrada una luz amarillenta entró en la cueva.
–Eh, los de ahí dentro -gritó una voz en ruso.
Schroeder apretó la mano de Karla para que guardase silencio, un aviso del todo innecesario porque la muchacha había enmudecido de miedo.
–Sabemos que están dentro -añadió la voz-. Hemos visto las ramas cortadas. No es cortés no responder cuando te hablan.
Schroeder se arrastró un par de metros para colocarse en un lugar que le permitía ver la entrada.
–Tampoco es cortés matar a personas inocentes.
–Usted mató a uno de los míos. Mi amigo era inocente.
–Su amigo era un estúpido y se merecía morir -replicó Schroeder.
Una risa áspera saludó la respuesta.
–Eh, muchachote, me llamo Grisha. ¿Quién demonios eres tú?
–Soy tu peor pesadilla hecha realidad.
–Creo que eso lo dijo alguien en una película. Eres un viejo. ¿Para qué quieres a una muchachita? Te ofrezco un trato. Nos entregas a la chica y te dejaremos marchar.
–Eso también lo escuché en una película -dijo Schroeder-. ¿Me tomas por estúpido? Hablemos un poco más. Dime por qué quieres matar a la muchacha.
–No queremos matarla. Para nosotros representa un montón de dinero.
–¿Entonces no le haréis daño?
–No, no. Vale muchísimo más como rehén.
Schroeder hizo una pausa como se estuviese considerando de verdad la propuesta.
–Yo también tengo mucho dinero. Te lo puedo dar ahora mismo. Te evitarás la espera. ¿Qué te parecen un millón de dólares?
Se escucharon los susurros de una deliberación, y luego volvió a hablar el ruso.
–Mis hombres dicen que de acuerdo, pero primero quieren ver el dinero.
–Muy bien. Acércate a la entrada y te lo arrojaré.
La conversación había sido en ruso y Karla solo había entendido una parte. Schroeder le susurró que entrase un poco más en la cueva y se tapase los oídos. Metió la mano en el macuto y sacó un objeto que parecía una pequeña pina metálica. Sabía que la oferta atraería a los atacantes como chacales, y, con un poco de suerte, podría matarlos a todos. Se levantó. El dolor en la pierna derecha fue como un hierro candente. La carrera y la subida con la muchacha a cuestas había agravado la lesión en el tobillo.
Se acercó a la entrada. Vio las sombras que se movían. Bien. Había una ligera curva, y la entrada no era más que una estrecha grieta, así que el lanzamiento y el momento tendrían que ser muy precisos.
–Aquí tienes tu dinero -dijo, y quitó el pasador de la granada de mano.
Al dar un paso adelante para lanzarla fuera de la cueva, le falló la pierna herida y se cayó, con tal mala fortuna que se golpeó la cabeza contra el suelo. Casi perdió el conocimiento. Mientras se le cerraban los ojos, vio cómo la granada rebotaba en el suelo y rodaba poco más de un metro antes de detenerse. Recuperó los sentidos y se forzó a moverse. Se abalanzó sobre la granada, la sujetó bien fuerte, y la lanzó de nuevo hacia la entrada.
Esta vez tuvo más puntería, pero la granada rebotó en la pared y fue a caer en el mismo centro de la entrada.
Schroeder retrocedió lo más rápido que pudo y pasó por el recodo para buscar el refugio de la pared. Se tapó los oídos una fracción de segundo antes de que estallase la granada. Un destello cegador de luz blanca iluminó la cueva y luego una lluvia de metralla roció todo el interior. Después se escuchó otro trueno cuando se desplomó la entrada de la cueva.
Una densa nube de polvo llenó el interior. Schroeder levantó la cabeza y se arrastró hacia donde sonaba una tos. Se encendió la linterna, pero el rayo se veía turbio en medio de la cortina de polvo gris que flotaba en el aire.
–¿Qué ha pasado? – preguntó Karla, cuando se asentó el polvo.
Schroeder escupió el polvo que le llenaba la boca.
–Te dije que me estoy haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas. Me disponía a lanzar la granada cuando resbalé y me di un golpe en la cabeza. Espera. – Cogió la linterna y volvió a la entrada. Regresó al cabo de un minuto-. Al menos hice un buen trabajo. No podemos salir, pero ellos no pueden entrar.
–No sé qué decirte -replicó Karla-. El cabecilla dijo que tenían un martillo neumático portátil.
Schroeder valoró la información.
–En ese caso tendremos que adentrarnos en la cueva.
–¡Este lugar puede tener kilómetros de largo! Acabaríamos irremisiblemente perdidos.
–Sí, lo sé. Solo avanzaremos hasta un lugar donde podamos tenderles una emboscada. Intentaré no ser igual de torpe la próxima vez.
Karla se preguntó si hablaba con el mismo hombre que la había hecho saltar en sus rodillas tantos años atrás. Había matado tranquilamente al hombre que había intentado violarla, había negociado con los asesinos, y ahora, con la misma calma, hablaba de matarlos a todos.
–De acuerdo. Pero en cuanto al secreto que mencionaste, ¿qué sabes al respecto?
Karl sacó una vela de la mochila. Encendió la mecha, y dejó caer unas gotas de cera fundida en la piedra para sujetarla.
–Conocí a tu abuelo cuando se acababa la Segunda Guerra Mundial. Era un hombre brillante y con mucho coraje. Había descubierto un principio científico que, si se aplicaba erróneamente, podía causar un sinfín de muertes y destrucción. Publicó un artículo en una revista científica en el que avisaba de los riesgos, pero el resultado no fue el que había esperado. Lo capturaron los nazis, y lo obligaron a trabajar en el diseño de una superarma basada en sus teorías.
–Eso es increíble. Nunca dio a entender que fuese algo más que un inventor y empresario.
–Es verdad. El caso es que lo ayudé a escapar del laboratorio. Se había negado a revelar sus secretos, y su silencio le costó la vida a su familia. Sí, así es. Estaba casado y tenía un hijo antes de ir a Estados Unidos cuando acabó la guerra. Se llevó el secreto a la tumba, pero estos hombres, o aquellos para los que trabajan, creen que te transmitió el secreto.
–¿Qué les hace creer que pueda saber algo?
–La historia se repite. Publicaste un artículo sobre la extinción de los mamuts lanudos.
–Es correcto. Dije que había sido por causa de un cambio climático originado por una inversión polar. Utilicé algunos de los trabajos y cálculos de mi abuelo para respaldar mi teoría. ¡Dios bendito! ¿Es eso lo que quieren?
–Eso y más. Harán lo que sea y matarán a cualquiera por conseguirlo.
–Pero si todo eso es de conocimiento público. ¡Yo no sé nada de ningún secreto!
–Lo mismo les dijo tu abuelo a los nazis. Ellos tampoco se lo creyeron.
–¿Qué puedo hacer?
–Por ahora, cuidarte. – Buscó de nuevo en la mochila y sacó un trozo de tasajo y agua-. No es precisamente un solomillo, pero tendrás que conformarte. Quizá podamos cazar unos cuantos murciélagos y preparar un suculento estofado.
–Ahora lo recuerdo -dijo Karla, con una gran sonrisa-. Siempre me hablabas de todas aquellas cosas a cuál más raras que ibas a guisar para mí. Caracoles, cachorros, coles de Brusela. Puaj, repugnantes.
–No se me ocurría nada mejor. Sabía muy poco de cómo entretener a los niños.
Hablaron de los recuerdos compartidos mientras masticaban el tasajo. Bebían agua para pasar los bocados de carne cuando escucharon algo que parecía el picotear de un pájaro carpintero gigante en la entrada de la cueva.
–Han comenzado a picar -dijo Karla.
Schroeder recogió sus cosas.
–Es hora de ponernos en marcha.
Le dio a Karla una linterna y le advirtió que la usase con prudencia, aunque siempre llevaba pilas en abundancia. Luego se adentraron en la cueva.
Schroeder había esperado que la temperatura subiese a medida que bajaban y se alegró al comprobar que se mantenía constante, y que el aire era relativamente puro. Se lo comentó a Karla, y aventuró la posibilidad de que la cueva acabase por llevarlos al exterior. Comprendió que era una posibilidad remota, sobre todo cuando el suelo de la cueva comenzó a bajar; sin embargo, pareció animar a la muchacha.
El recorrido era sinuoso, pero siempre hacia abajo. En algunos tramos, el techo era lo bastante alto como para permitirles caminar erguidos, y otros no pasaban del metro veinte, y tenían que avanzar a gatas. Schroeder agradeció que, por el momento, hubiese una única galería, sin ramales que los obligasen a tomar un decisión y aumentar el riesgo de acabar perdidos.
Al cabo de una hora de marcha, salieron a una caverna. No tenían idea de lo grande que podía ser hasta que comenzaron a explorarla.
A la luz de los rayos de linternas que se reflejaban en la pátina de humedad que cubría el techo y las paredes, vieron que la caverna tenía el tamaño del vestíbulo de un gran hotel. El suelo era prácticamente liso. En el extremo opuesto a la entrada había otra abertura, grande como la puerta de un garaje.
Recorrieron todo el perímetro mientras bebían sorbos de agua, y se maravillaron del tamaño y la forma del espacio. Schroeder no había dejado de buscar el mejor emplazamiento para una emboscada, y decidió que con todos los recovecos y grietas, aquel sería el sitio ideal. Karla, por su parte, se había acercado a la otra abertura, y después de alumbrar el interior, se aventuró a entrar.
–Tío Karl -llamó, y el eco de su voz se extendió por la caverna.
Él fue hasta donde la muchacha se había arrodillado en el suelo, y mantenía enfocada la luz de la linterna en algo que parecía un resto de vegetación color ocre.
–¿Qué es? – preguntó Schroeder.
Karla no respondió de inmediato. Pareció pensárselo dos veces, y luego acabó por decir:
–Parece una boñiga de elefante.
Schroeder no pudo contener la carcajada.
–¿Crees que el circo pasó por aquí?
La muchacha se levantó para después tocar la boñiga con la punta de la bota. Un olor a almizcle y hierbas se desprendió del montón.
–Creo que necesito sentarme -dijo.
Encontraron un afloramiento donde sentarse y bebieron agua. Karla le habló a su tío de la cría de mamut que habían encontrado no muy lejos de la entrada de la cueva.
–No podía entender cómo podía estar perfectamente conservado. Nadie había encontrado nunca un espécimen como ese. Parecía haber muerto solo unos días o semanas atrás.
–¿Me estás diciendo que hay mamuts lanudos vivos en estas cuevas?
–No, por supuesto que no. – Karla se rió-. Eso sería imposible. Quizá alguna vez lo hicieron, y la boñiga es muy vieja. Te contaré una historia. En 1918, un cazador ruso que viajaba a través de la taiga, el gran bosque siberiano, vio unas enormes huellas en la nieve. Durante días siguió a las criaturas que las habían hecho. También encontró montañas de excrementos y árboles con las ramas rotas. Declaró haber visto dos enormes elefantes cubiertos de lana marrón y unos colmillos enormes.
–¿Una historia inventada, sin la menor base real, que relató el cazador para impresionar?
–Posiblemente. Pero los esquimales y los indios norteamericanos narran leyendas de grandes criaturas lanudas. En 1933, encontraron esqueletos de mamuts enanos en la isla Wrangel, entre Siberia y Alaska, no muy lejos de aquí. Los huesos databan de entre siete mil y tres mil setecientos años atrás, y eso significa que los mamuts caminaban por la tierra hasta bien pasado el Paleolítico, cuando los hombres construían Stonehenge y las pirámides.
–Te gustaría seguir explorando, ¿no? – dijo Schroeder, con un tono risueño.
–No quisiera perder una oportunidad como esta, y quedarme aquí papando moscas. Quizá encontremos algún otro espécimen bien conservado.
–No creo que tender una emboscada a un grupo de asesinos desalmados sea precisamente papar moscas, pero no me sorprendería. Una vez, cuando eras una niña, te leí Alicia en el país de las Maravillas. Al cabo de un rato, te encontré en el jardín muy ocupada en intentar meter la cabeza por el agujero de una conejera. Dijiste que hubieses querido tener una pócima para encogerte, como Alicia.
–Tú fuiste el único responsable por leerme esas historias.
–Ahora parece que no nos quedan muchas alternativas -replicó Schroeder con un tono fatigado. Recogió la mochila y cojeó hacia la abertura-. Vamos allá. A por el agujero de la conejera.
Cruzó prados y campos, y continuó cabalgando a lo largo de un camino bordeado de álamos hasta que llegó a una lujosa mansión. Se dirigió a los establos cerca de la casa, y puso al trote al agotado animal, después al paso hasta que finalmente lo detuvo. Se apeó ágilmente de la silla, cogió la toalla que le ofreció el mozo que lo esperaba, y le pasó las riendas. El semental cojeaba cuando el mozo se lo llevó.
Gant caminó por el sendero de lajas hacia la puerta principal. Vestía como un jugador de polo con una camisa de manga corta negra y pantalones de montar. Tenía un físico musculoso y atlético, y las prendas le habrían quedado bien incluso si no hubiesen estado hechas a medida. Se golpeaba las botas de tafilete con la fusta como si el brazo se moviese por voluntad propia. La pesada puerta de madera se abrió al acercarse Gant, y entró en el enorme vestíbulo con una fuente en el centro. Gant le dio los guantes y la toalla al cadavérico mayordomo que le abrió la puerta.
–Su huésped ha llegado, señor -le informó el mayordomo-. Lo espera en la biblioteca.
–Prepare un martini de Bombay Sapphire, y lo de siempre para mí.
El mayordomo saludó y se marchó por un largo pasillo. Gant cruzó el vestíbulo y entró en una gran sala con estanterías hasta el techo llena con los valiosísimos libros que coleccionaba. Margrave se encontraba junto a las puertaventanas que daban a un césped inmaculado que parecía el paño de una mesa de billar. Hojeaba un libro antiguo encuadernado en tafilete rojo.
–Es una edición de la Divina Comedia impresa en 1507 -dijo Gant-. Solo existen tres ejemplares y todos son míos.
–Tienes una extensa colección de obras de Dante.
–La verdad es que está considerada como la mejor del mundo -respondió Gant, sin la menor ostentación.
Margrave sonrió mientras devolvía el libro a su lugar.
–No hubiese esperado menos. ¿Qué tal la cabalgata?
Gant arrojó la fusta sobre una mesa.
–Bien, como siempre. El caballo hace todo el trabajo. El animal que monté hoy lo compré hace poco. Es un semental que necesitaba aprender quién es el amo. Todos los caballos que compro los someto a prueba. Si sobreviven se los trata con generosidad. Los que no aprueban acaban en una fábrica de jabón.
–¿La supervivencia del más fuerte?
–Creo mucho en Darwin.
Entró el mayordomo con las bebidas. Gant le dio una copa a Margrave, y cogió la suya. Solo bebía whisky escocés de dieciséis años con hielo. Margrave bebió un sorbo de la suya.
–Excelente martini. Sabes exactamente lo que bebo. Estoy impresionado.
–Olvidas que estoy en un negocio donde muchos de los tratos están lubricados con alcohol. No hay nada que cause una impresión más favorable que recordar el veneno favorito de cada uno. – Se sentó en un cómodo sillón, e invitó a Margrave a tomar asiento con un gesto-. ¿Cuáles son las últimas novedades de nuestro proyecto?
–Todo de acuerdo con el programa. Pero estoy preocupado por Spider. No he vuelto a saber nada desde que se marchó de la isla hace unos días.
–Barrett es mayorcito -dijo Gant-. Sabe cuidar de sí mismo.
–No me importa su salud; su boca es lo que me preocupa. Ha sufrido un agudo ataque de conciencia. No quiero verlo en 60 minutos hablando con Mike Wallace de nuestro proyecto.
–Dijiste que había aceptado continuar con el proyecto hasta que tú te pusieses en contacto con Karla Janos.
–Así es. Quería disponer de un sistema de seguridad que permitiese interrumpir el proyecto al primer aviso.
–Entonces no tienes motivo para preocuparte. Lo más probable es que Barrett se haya ido a alguna parte a esperar que se le pase el enojo. La pregunta principal es si el proyecto puede continuar sin él.
–Eso no es ningún problema. Spider ya había hecho todo el trabajo que lo hacía indispensable. Ya no lo necesitamos. Todo va de acuerdo al plan. He preparado una presentación para ti.
Margrave abrió un maletín y sacó un DVD portátil, que colocó sobre una mesa de caoba. Lo encendió y el perfil esquemático de un barco apareció en la pantalla.
–Este es uno de los barcos transmisores tal como se diseñó originalmente. Aquí están los generadores eléctricos conectados a la antena de baja frecuencia electromagnética, que se sumerge en el mar. – Pasó a la siguiente imagen-. Este el nuevo barco que hará el trabajo de los cuatro buques experimentales.
–Un transatlántico pequeño. Muy ingenioso. ¿Cuánto tardará en estar en posición?
–Los viejos barcos transmisores ya han salido del astillero en el Mississippi y navegan con rumbo al punto de desembarco en Río. Aún puede servir como señuelo para el seguro. El transatlántico se llama Polar Adventure. También estará en Río, pero nadie sospechará que es el que utilizaremos.
–Entonces has escogido el objetivo final.
Margrave pulsó una tecla en el reproductor. Un mapa del hemisferio sur apareció en la pantalla. En el mapa había una mancha roja con la forma de una esfera aplastada que abarcaba una buena parte del océano entre la costa de Brasil y Sudáfrica.
–La anomalía del Atlántico Sur.
–Así es -asintió Margrave-. Como sabes, la anomalía es una región donde el campo electromagnético terrestre se mueve al revés. Algunos científicos lo describen como una «poza», o una depresión, en el campo. Hay secciones donde el campo está completamente invertido y debilitado. Magsat descubrió una región en el polo norte y un punto debajo de Sudáfrica donde el magnetismo es cada vez más débil. Aprovechar la debilidad en el campo magnético en el Atlántico Sur provocará una reacción similar en la región del polo norte.
Gant se echó a reír.
–Esto es lo bonito de todo el plan. No estamos precipitando el acontecimiento sino que solo aceleramos su llegada.
–Efectivamente. Los polos magnéticos norte y sur se han invertido en el pasado sin ayuda de nadie, y el campo electromagnético terrestre comenzó a colapsarse solo hace unos ciento cincuenta años. Algunos expertos dicen que el cambio va atrasado. El magnetismo terrestre ya está siendo afectado por los vórtices en el núcleo fundido debajo de la corteza. Si se provoca una turbulencia adicional, bastará un empujoncito para que se produzca la inversión. Como has dicho, solo estamos ayudando al proceso.
–Fascinante -opinó Gant-. Interpreto que no ha habido ningún cambio en nuestras expectativas originales sobre el impacto de este pequeño cambio.
–El modelo virtual sigue siendo válido. Los campos magnéticos principales se debilitarán hasta casi desaparecer. Durante unos tres días o poco más, virtualmente no habrá campos magnéticos. Luego reaparecerán con la polaridad invertida. Las brújulas que normalmente apuntan al norte señalarán al sur. El cambio electromagnético interrumpirá el funcionamiento de las redes eléctricas y los satélites, confundirá a los pájaros y los mamíferos, creará auroras boreales en el ecuador y ampliará los agujeros en la capa de ozono. Ese será el período de máximo peligro. El colapso del campo eliminará temporalmente las defensas de la tierra contra las tormentas solares. A largo plazo, habrá un aumento de las personas que sufran cáncer de piel.
–Un lamentable efecto colateral -dijo Gant sin la menor piedad-. Hay un gran refugio debajo de esta casa. Creo que tú también has tomado las mismas precauciones.
–El barco está blindado contra la radiación para protegernos en el viaje de regreso. Tengo un muy cómodo refugio debajo del faro. Podría vivir allí con todo lujo durante un siglo, aunque el peligro disminuirá después de las primeras alteraciones.
–¿Algunos de los miembros de Lucifer te harán compañía en la isla?
–Solo unos pocos elegidos. Los anarquistas saben mucho de provocar el caos, pero no tienen ni la más mínima idea de lo que se debe hacer cuando han acabado de romper escaparates. Los demás ya habrán cumplido su propósito y tendrán que apañárselas como puedan.
–¿Dejarás a la Legión Lucifer abandonada a lo que posiblemente será una muerte dolorosa? – preguntó Gant.
–Puedes invitarlos si quieres a tu refugio -respondió Margrave, con una sonrisa sardónica.
–Necesito espacio para mis caballos.
–Muy comprensible. ¿Cuáles son tus planes para el período posterior al cambio?
–La confusión será a escala masiva. La gente no podrá comunicarse ni navegar. Durante un tiempo no habrá energía eléctrica. Cuando se restablezcan las comunicaciones a un coste desorbitado, transmitiremos un mensaje a los líderes mundiales donde exigiremos que se convoque una conferencia internacional para desmantelar los mecanismos de la globalización. En primer lugar, reclamaremos acciones inmediatas para acabar con el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio.
–¿Qué pasará si no hacen lo que les pedimos?
–No creo que eso sea un problema -afirmó Gant-. Les haremos ver la fragilidad de la infraestructura global y les recordaremos que incluso si lo reconstruyen todo será muy sencillo destruirlo de nuevo. Podemos jugar a invertir los polos todo el tiempo que ellos quieran.
–¿Qué te parece ser uno de los dioses del Olimpo? – preguntó Margrave, con una sonrisa relamida.
Gant bebió un sorbo de su copa.
–Embriagador. Pero incluso los dioses tienen que ocuparse de los asuntos domésticos. Está pendiente el tema de aquella mujer, Karla Janos.
–La última noticia que tengo es que hay un equipo de camino a Siberia para ocuparse de ella.
Gant se levantó del sillón y se acercó a la puertaventana. Miró con expresión abstraída el bien cuidado césped, y luego se volvió hacia su visitante.
–Está pasando alguna cosa y no estoy seguro de lo que es. El equipo nunca fue más allá de Fairbanks. Los asesinaron a todos en sus habitaciones en el hotel.
Margrave dejó la copa.
–¿Asesinados?
–Así es. A todos les dispararon en la cabeza. Los asesinatos llevan la marca de un profesional. Eran los mejores hombres de nuestra compañía de seguridad. No se hizo ningún intento de ocultar los cadáveres. Las ejecuciones fueron atrevidas, incluso temerarias, lo que me lleva a pensar que el ejecutor tuvo que actuar deprisa.
–¿Quién estaba enterado del envío del equipo?
–Tú, yo, y la mafia rusa, por supuesto.
–¿Crees que los rusos puedan ser los responsables?
–Son capaces de todo, pero no encaja. Sabían que un equipo iba de camino, pero no tenían idea de quiénes eran ni dónde se alojaban. Se hacían pasar por un equipo de televisión y les faltaban un par de horas para partir rumbo a Siberia cuando los mataron.
–¿La policía tiene alguna pista? – preguntó Margrave.
–Una. El piloto del avión chárter contratado para llevar al equipo dijo que habló con alguien que podía ser el último en verlos. Fue el hombre que ocupó su lugar en el vuelo a Siberia. Un hombre mayor, de unos setenta y tantos años.
–¿Tu contacto original con Karla Janos, el que mató a los dos tipos de seguridad, no era también un viejo?
–Sí. Yo diría que es el mismo hombre.
–¿Quién es ese tipo? Salimos a buscar a Karla Janos y nos encontramos con un asesino que tendría que estar cobrando la pensión.
–Los hombres que entraron en su casa encontraron en el ordenador los textos de las cartas enviadas a janos y las respuestas de la mujer. Él se menciona a sí mismo como «tío Karl».
Margrave frunció el entrecejo.
–En el informe que preparamos de la familia Kovacs no aparecía mención alguna a un tío.
–Yo no me preocuparía tanto por ese tipo. Cuando les comuniqué a los rusos que el equipo no aparecería, me preguntaron qué debían hacer con ella. Les respondí que la mataran, y también al viejo, si se cruzaban con él, cosa que esperó ocurrirá.
–Has estado muy atareado -comentó Margrave.
–No me gustan los cabos sueltos, como Kurt Austin, el hombre de la NUMA. Creo que deberíamos eliminarlo.
–Creía que íbamos a esperar a ver si Austin se convertía en una amenaza.
–Cuando Austin apareció metido en todo esto, busqué sus antecedentes. Es un ingeniero naval y experto en salvamento marítimo empleado en la NUMA que ha participado en algunas misiones de alto riesgo. Vio el aparato en la embarcación de Barrett. Podría causarnos muchos problemas.
–¿Me estás diciendo que Austin podría dar al traste con nuestro proyecto?
–No si está muerto. Como dijo Stalin: «No hay hombre, no hay problema». Doyle está preparando los planes para ocuparse de Austin. Desafortunadamente, el señor Austin abandonó su casa sin más con rumbo desconocido.
–Entonces, ¿qué haremos?
–Mantendremos vigilada la casa de Austin. Cuando regrese, resolveremos nuestro problema. Mientras tanto, te sugiero que hagas todo lo posible por acelerar la parte técnica del proyecto.
–En ese caso, será mejor que me ponga en marcha -dijo Margrave.
Gant lo acompañó hasta su coche. Se dieron la mano y quedaron de acuerdo en mantenerse en contacto. Volvía a la casa cuando se le acercó el mozo de cuadra.
–¿Cómo está el caballo? – preguntó Gant.
–Está cojo, señor.
–Mátelo -ordenó Gant, y entró en la casa.
La etérea belleza del entorno subterráneo pasaba desapercibida para Schroeder. El golpe en la cabeza le latía como un tambor, y caminar por el suelo desnivelado de la cueva aumentaba el dolor del tobillo hinchado. Se esforzaba por subir una escalera natural cuando la fatiga le provocó un mareo.
Se tambaleó y comenzó a ver doble. La pérdida de equilibrio hizo que le entrasen náuseas. Las gotas de sudor perlaron su frente a pesar del frío. Se detuvo y apoyó la cabeza en la pared. La piedra tuvo el mismo efecto calmante de una bolsa de hielo.
Karla lo seguía de cerca. Lo vio flaquear y acudió en su ayuda.
–¿Estás bien?
–Me golpeé la cabeza en la entrada. Probablemente tengo una leve conmoción. Al menos ha conseguido que me olvidase del dolor en el tobillo.
–Quizá deberíamos hacer una pausa para descansar.
Schroeder vio una saliente baja que podía servir de banco.
Se sentó con la espalda apoyada en la pared y cerró los ojos. Tenía la sensación de haber envejecido veinte años. La humedad le afectaba las articulaciones, y le costaba respirar. Tenía el tobillo hinchado hasta el punto que no veía el hueso.
Por primera vez en su vida, se sintió viejo. Demonios, era un viejo. Miró a Karla, sentada a su lado, y se sorprendió al ver cómo el bebé que había sostenido torpemente en sus brazos la primera vez que la vio se había convertido en una muy bella e inteligente mujer. Qué triste que nunca se hubiese permitido tener una familia. Se consoló a sí mismo al pensar que Karla era su familia. Incluso si no se lo hubiese prometido a su abuelo, habría hecho todo lo posible para protegerla de cualquier daño.
El descanso duró poco. Se escucharon unas voces ahogadas en el pasillo que acababan de recorrer. Schroeder se levantó en el acto. Le susurró a Karla que apagase la linterna. Permanecieron en la oscuridad con los oídos atentos. Distorsionados por los vericuetos de la caverna, los ecos sonaban como los murmullos de un troll. A medida que las voces se acercaban, se hicieron más claras. Los hombres hablaban en ruso.
Schroeder había esperado no tener que adentrarse mucho. Le preocupaba encontrar el camino de regreso. Al parecer, había subestimado la voluntad de Grisha y su grupo de asesinos cazadores de marfil.
Se olvidó de los dolores y achaques, y encabezó la marcha. El pasillo continuó bajando en una pendiente suave durante un centenar de metros antes de nivelarse. La marcha había sido un duro castigo para el tobillo de Karl y tuvo que apoyarse varias veces en la pared para no caerse. Corrían el peligro de perder la ventaja que les llevaban a los perseguidores.
Karla fue la primera en ver la grieta en la pared. Schroeder, obcecado en distanciarse el máximo posible, había pasado junto a la brecha que medía un poco más de treinta centímetros de ancho y tenía una altura de un metro cincuenta.
El primer instinto de Schroeder fue el de continuar. El agujero podía ser una trampa mortal. Asomó la cabeza y vio que el túnel se ensanchaba un par de metros más allá. Le dijo a Karla que esperase y caminó unos cincuenta pasos o poco más por la caverna principal. Dejó su linterna en el suelo como si se le hubiese caído en la fuga.
Las voces sonaron más fuertes. Regresó a donde lo esperaba Karla, deslizó su delgado cuerpo por la brecha y luego ayudó a pasar a la muchacha. Continuaron caminando hasta dar con un lugar donde el pasillo hacía una curva. Empuñó el fusil y se colocó con la espalda apoyada en la pared. El primero que asomase por el agujero sería hombre muerto.
Vieron el resplandor de las luces en el pasillo principal. La voz áspera de Grisha se reconocía con toda claridad cuando urgía a sus hombres con bromas y maldiciones. Los cazadores de marfil entraron en la caverna, y se escucharon gritos de triunfo. Habían visto la linterna. Las voces se acallaron.
La intención de Schroeder era volver al túnel principal y retroceder por donde habían venido, pero Grisha no era tonto. Seguramente había deducido que la ubicación de la linterna no podía ser un accidente. Él y sus hombres habían retrocedido para ponerse a cubierto.
Schroeder le susurró a Karla que se moviese. Mientras se alejaban lo más rápido posible por el sinuoso pasillo, Schroeder decidió que la única alternativa era mantenerse en movimiento. La luz de la linterna comenzaba a debilitarse, una indicación de que las pilas se agotaban.
Continuaron caminando durante otros diez minutos. El aire olía a moho pero era respirable, una indicación de que había una corriente que llegaba desde el exterior. El pasillo se angostó, y Schroeder vio delante una estrecha fisura. Pasó por la brecha y su pie se encontró con el vacío. Cayó sobre una pendiente y rodó varias veces sobre sí mismo hasta que se detuvo unos pocos metros más allá.
A gatas buscó la linterna y alumbró a Karla, que se había asomado por la grieta. La abertura estaba casi a dos metros por encima del suelo. La muchacha mostraba una expresión de asombro. Unos segundos antes, Schroeder había estado allí para guiarla, y luego había desaparecido sin más. La linterna había volado por los aires, y ella había escuchado un sonoro golpe.
–Estoy bien -le dijo Karl-. Ten cuidado, hay una caída.
La muchacha pasó por la brecha y bajó con cuidado por la pendiente. Schroeder intentó levantarse. La caída había agravado todavía más la herida del tobillo, y el dolor se le hacía insoportable cuando apoyaba el pie. Se apoyó en el hombro de Karla.
–¿Dónde estamos? – preguntó la joven.
Schroeder iluminó el entorno. El túnel tenía unos diez metros de ancho y diez de altura. El desplome de un trozo de pared había dejado la brecha a la vista. El techo era abovedado, y, a diferencia de la caverna que había atravesado, allí el suelo era liso como si lo hubiesen pulido.
–Esto no es una cueva -afirmó Schroeder-. Esto lo han construido. – Alumbró con la linterna la pared opuesta-. Vaya, me parece que tenemos compañía.
Figuras a tamaño real de hombres y mujeres adornaban las paredes. Aparecían de perfil, mientras marchaban en procesión, cargados con flores, cántaros y canastos llenos de comida, y arriaban ovejas, vacas y cabras con la ayuda de grandes perros que parecían lobos.
Las mujeres vestían largos y vaporosos vestidos blancos y sandalias. Los hombres faldellines y camisas de manga corta. Árboles frutales y de madera servían de telón de fondo al desfile.
Las personas eran constitución mediana, los pómulos altos y los cabellos negros azabache. Las mujeres lo llevaban recogido en un moño, y los hombres lo tenían corto. Las expresiones faciales no eran solemnes ni tampoco alegres, sino de reposo; era como si hubiesen salido a dar un paseo dominical. Los colores eran brillantes, hasta tal punto que parecían haber sido pintados el día anterior.
Los murales cubrían ambas paredes. No había ni una sola figura repetida. La mayoría eran jóvenes, adolescentes y veinteañeros, pero también había niños y ancianos, incluidos unos hombres de cabellos grises con tocados que bien podían ser sacerdotes.
–Parece ser una procesión religiosa -opinó Karla-. Llevan regalos a un dios o a un jefe.
Schroeder se apoyaba en el hombro de Karla mientras la seguía. Las figuras se prolongaban en todo el recorrido del túnel y comenzaban a ser centenares.
–En cualquier caso, es bueno tener compañía -comentó Karl-. Quizá nuestros nuevos amigos nos muestren la manera de salir.
–Está muy claro que van a alguna parte. ¡Mira!
Los murales habían cambiado. Había nuevos animales en las pinturas: grandes y pesadas criaturas que parecían elefantes excepto que tenían el cuerpo cubierto de un manto de pelo largo color marrón. El artista había pintado flores en sus pieles. Los animales tenían las cabezas puntiagudas y trompas muy cortas. Algunos tenían colmillos, casi de la misma longitud de los cuerpos, que se curvaban como los tripulantes en un trineo antiguo. Los hombres cabalgaban los animales como los cornac, indios.
–Imposible -exclamó Schroeder.
Fascinada, Karla se adelantó para mirar las figuras de cerca. En la prisa, se olvidó de que su padrino la usaba de muleta. Schroeder cayó sobre una rodilla.
–Lo siento mucho -se disculpó, al ver lo sucedido. Lo ayudó a levantarse-. ¿Sabes qué significan estas figuras? Personas de una civilización muy avanzada vivieron en esta isla miles de años antes de que los egipcios construyesen las pirámides. Probablemente cuando la isla estaba unida a tierra firme. Eso ya es de por sí algo asombroso. Pero el hecho de que hubiesen domesticado a los mamuts también es espectacular. ¡Mi trabajo sobre la explotación de los mamuts por parte del hombre no es más que una sarta de tonterías! Pinté al hombre primitivo como un ser que dependía del mamut como fuente de alimento, y que empleaba los huesos y los colmillos para fabricar armas y herramientas. Por lo que se ve aquí, habían aprendido a utilizar a estas criaturas salvajes como animales de carga. Este es el descubrimiento científico del siglo. Habrá que reescribir todos los libros de texto.
–Comparto tu entusiasmo -declaró Schroeder-, pero creo que debemos mirar el lado práctico. Nadie se enterará nunca de este descubrimiento a menos que consigamos salir de este lugar.
–Lo siento, es solo que… -Apartó la mirada de los murales-. ¿Qué podemos hacer?
Schroeder pasó el rayo de luz a lo largo de la pared.
–Dejaremos que nuestros amigos nos lo digan. Aquellas bonitas muchachas llevan flores hacia la montaña. Propongo que veamos de dónde vienen y si este túnel lleva al exterior. Como puedes ver, no estoy como para correr en la maratón, y nuestra linterna comienza a apagarse.
Karla echó una última mirada a las figuras.
–Tienes razón. Vamonos antes de que cambie de idea.
Emprendieron el regreso. No habían avanzado más que unos pasos cuando escucharon las voces que hablaban en ruso. Grisha y sus matones habían encontrado la grieta en el túnel principal. La pareja no pudo hacer más que dar la vuelta y alejarse en el sentido opuesto.
Schroeder echó a correr. Fue un esfuerzo tremendo para el tobillo, pero apretó los dientes y siguió adelante. Apoyarse en Karla le ayudaba aunque al mismo tiempo los demoraba. Propuso apagar la linterna. De todas maneras ya casi no iluminaba, pero sí servía como un punto de referencia para los perseguidores. Apoyó en la pared la mano libre para guiarse en la oscuridad. El túnel parecía no acabar nunca.
Al cabo de unos pocos minutos, las voces sonaron más fuertes. Grisha y su grupo avanzaban muy rápido. Schroeder intentó alargar el paso pero le hacía perder el ritmo, así que desistió. Dentro de muy poco tendría que detenerse y decirle a Karla que siguiese sola. Pensaba en una respuesta adecuada para cuando ella se resistiese a dejarlo, cuando Karla dijo:
–Veo luz.
Schroeder parpadeó varias veces para quitarse el sudor de los ojos y forzó la mirada. Había una tenue claridad en el fondo. Se sintió desconcertado. Quizá se había equivocado en cuanto a la dirección y los murales los habían llevado fuera de la montaña.
Reanudaron la marcha, y el suelo comenzó a bajar en una larga rampa que los condujo a una inmensa caverna. El espacio estaba ocupado hasta donde alcanzaba la vista con edificios de dos plantas y tejados planos. Las construcciones estaban hechas con un material que alumbraba todo el paisaje con luminosidad verde plateada.
Las voces ásperas que sonaron atrás los arrancaron del arrobamiento. Con una mezcla de asombro y aprensión comenzaron a descender para entrar en la ciudad de cristal.
El centro es obra del genio informático de la NUMA, Hiram Yeager, que bautizó a la máquina de inteligencia artificial con el nombre de «Max». Fue idea de Yeager darle a Max un rostro de mujer representado por una imagen holográfica tridimensional con cabellos castaño rojizos, ojos color topacio y una seductora voz femenina.
Paul Trout había decidido pasar de la coqueta imagen holográfica. En lugar de valerse del panel de control central de Max, donde Yeager se comunicaba verbalmente con la computadora, Trout se había instalado en un cubículo en un rincón de la sala, y se comunicaba con la computadora con un simple teclado. En una de las paredes había una pantalla panorámica. Sentados a la mesa de caoba se encontraban, además de Trout, su esposa, Gamay; el profesor Adler; y Al Hibbet, el científico de la NUMA especializado en electromagnetismo.
Paul les agradeció a todos su presencia y excusó la ausencia de Austin y Zavala. Después escribió una orden. La imagen de un hombre de rostro delgado con el cabello oscuro y unos expresivos ojos grises apareció en la pantalla.
–Quiero presentarles al caballero cuyo genio nos ha reunido hoy aquí. Es Lazlo Kovacs, un brillante ingeniero eléctrico húngaro. Esta foto fue tomada a finales de los años treinta, cuando trabajaba en sus revolucionarias teorías electromagnéticas. Esto que verán ahora es lo que ocurre cuando se pervierte el genio científico.
Trout cambió la imagen por otra doble donde se mostraban dos fotos tomadas de los satélites. En el lado izquierdo aparecía la imagen de las enormes olas que habían hundido el Southern Belle. En el derecho se veía el remolino gigante desde el espacio.
Dejó que el significado de las imágenes calaran en la mente de todos.
–Todos los que estamos aquí hemos llegado a la conclusión de que alguien ha podido utilizar las transmisiones electromagnéticas basadas en los teoremas de Kovacs para causar estas perturbaciones. Como ya saben, Gamay y yo fuimos a Los Álamos para entrevistarnos con una autoridad en los trabajos de Kovacs. Confirmó nuestras sospechas de una interferencia humana, y sugirió que el tipo de manipulación electromagnética que hemos visto podría provocar una inversión de los polos.
–Asumo que hablamos de la inversión de los polos magnéticos -dijo Adler.
–Ese sería mi deseo -señaló Gamay-. Sin embargo, quizá nos veamos enfrentados a una inversión polar geológica donde la corteza terrestre se mueve sobre el núcleo.
–No soy geólogo -manifestó Adler-, pero eso suena a receta para una catástrofe.
–La verdad -dijo Gamay, con una sonrisa triste y encantadora-, puede que estemos hablando del día del Juicio Final.
El silencio siguió a esta declaración. Adler carraspeó.
–Ha dicho «puede». Eso indica que se está dando un cierto margen.
–Me sentiría muy feliz si tuviese un margen que me permitiese escapar de esta situación -admitió Gamay-. Pero tiene razón al decir que nos damos un cierto margen para la duda. No sabemos hasta qué punto es fiable nuestra fuente en Los Álamos, así que Paul ha buscado la manera de hacer un ensayo de los teoremas de Kovacs.
–¿Cómo puede hacerlo? – preguntó Adler.
–Por medio de una simulación -respondió Paul-, de la misma manera que usted recrea las condiciones marítimas en su laboratorio con una máquina generadora de olas o un modelo informático.
–Kovacs solo presentó sus teorías de una manera general -señaló Hibbet-. No mencionó para nada toda una serie de detalles concretos.
–Es verdad -dijo Gamay-. Pero Kovacs publicó por su cuenta un resumen más detallado de sus teoremas. Lo empleó como base de sus trabajos publicados. Solo existe una copia.
–Si solo pudiésemos tenerla -manifestó Adler.
Gamay le pasó el cuadernillo sin hacer ningún comentario.
Adler lo cogió con mucho cuidado y se fijó en el nombre impreso en la portada: Lazlo Kovacs. Hojeó las páginas amarillentas.
–Está escrito en húngaro.
–Uno de los traductores de la NUMA se encargó de hacer una versión en inglés -dijo Trout-. Dado que las matemáticas son un lenguaje universal, no le planteó ningún problema. Hacer un ensayo era otra cuestión. Entonces recordé los trabajos que se realizan en el National Laboratory en Los Álamos donde los científicos han encontrado la manera de ensayar las bombas nucleares de nuestro arsenal sin violar eltratado internacional. Prueban los componentes de la bomba, incluyen factores como la degradación de los materiales, e introducen todos los datos en una computadora para que realice la simulación. Propongo hacer lo mismo.
–Desde luego vale la pena intentarlo -afirmó Hibbet.
Trout escribió en el teclado y una imagen del planeta apareció en la pantalla. El globo terráqueo estaba seccionado para mostrar las capas del núcleo interior: una corteza exterior de hierro fundido, la funda y la corteza.
–Quizá quiera explicarnos el diagrama, Al.
–Será un placer. La tierra es como una enorme barra imantada. El núcleo interior de hierro sólido rota a una velocidad diferente al núcleo exterior de hierro fundido. Este movimiento crea un efecto dínamo que genera un campo magnético llamado geodínamo.
La imagen cambió para mostrar el globo intacto. Unas líneas se elevaban hacia el espacio desde uno de los polos y luego se curvaban hacia el polo opuesto.
–Estas son las líneas de fuerza magnética -explicó Hibbet-. Crean un campo magnético que rodea la tierra, y nos permiten utilizar las brújulas. Incluso más importante es que la magnetoesfera se extiende hasta una altura de casi sesenta kilómetros. Esto crea una barrera que nos protege de los efectos nocivos de la radiación del viento solar y de un número infinito de partículas nocivas que bombardean la tierra desde el espacio.
Trout pasó a una tercera imagen. Ahora miraban un planisferio. La superficie oceánica aparecía salpicada de manchas azules y oro.
–En la década de los noventa, los científicos reunieron todos los datos conocidos del núcleo fundido y los introdujeron en una supercomputadora -dijo-. Añadieron de todo en la mezcla. Temperatura. Dimensiones. Viscosidad. Encontraron que los polos se invertían a sí mismos aproximadamente cada cien mil años, por lo general cuando uno de ellos comienza a debilitarse. Al parecer, nos acercamos a otro de estos ciclos.
–¿La tierra está sufriendo una inversión polar natural? – preguntó Adler.
–Eso parece. El campo magnético terrestre comenzó a deteriorarse notablemente alrededor de ciento cincuenta años atrás. Su fuerza ha disminuido entre un diez y quince por ciento desde entonces, y el deterioro se ha acelerado. Si continúa esta tendencia, el campo principal se debilitará hasta el punto de casi desaparecer, y luego reaparecerá con la polaridad opuesta.
–Las agujas magnéticas que apuntan al norte apuntarán al sur -añadió Hibbet.
–Efectivamente -asintió Paul-. Una inversión de los polos magnéticos provocaría un sinfín de trastornos, pero el impacto sería mínimo. La mayoría de nosotros podríamos adaptarnos y sobrevivir. Los estudios demuestran que los polos magnéticos se han invertido muchas veces.
–Heródoto escribió que el sol salía por donde normalmente se ocultaba -señaló Gamay-. Los indios hopi mencionaban el caos que se había producido cuando los gemelos que sostenían la tierra en su lugar abandonaron su posición. Estas podrían ser interpretaciones de los cambios polares en la antigüedad.
–Si bien las leyendas son fascinantes, y a menudo contienen una pizca de verdad, todos los que estamos aquí nos inclinamos absolutamente en favor del método científico -replicó Adler.
–Por eso no he mencionado a los clarividentes y seudocientíficos que hablan del fin del mundo -dijo Gamay-. Todo el concepto del cambio polar se mezcla con las teorías de la Atlántida y los astronautas en la antigüedad.
–Como experto en olas, trato con las grandes fuerzas oceánicas -declaró Adler-pero un cambio en la superficie de todo un mundo me parece completamente imposible.
–Normalmente, estaría de acuerdo -admitió Gamay-. Pero los paleomagnetistas que han estudiado los flujos de lava descubrieron que la tierra se ha movido en relación al norte magnético terrestre. América del Norte estuvo una vez en el hemisferio sur, donde se montaba en el ecuador. Einstein planteó la teoría de que si se acumulaba hielo suficiente en los casquetes polares, podría ocurrir una inversión. Los científicos han encontrado pruebas de que hubo una reorganización de las placas tectónicas hace unos quinientos millones de años. Los anteriores polos norte y sur se reposicionaron respecto al ecuador, y puntos del ecuador se convirtieron en los polos que tenemos ahora.
–Habla de un proceso que tardó millones, miles de millones de años -dijo Adler.
Trout volvió a plantear la simulación por ordenador.
–Por eso mismo debemos mirar con más atención el presente. La imagen en la pantalla muestra los campos magnéticos terrestres. Las manchas azules corresponden a los campos dirigidos hacia adentro. Las doradas se dirigen hacia afuera. La marina británica lleva registros del polo norte magnético y el verdadero desde hace trescientos años, y eso significaba que disponemos de una muy buena información. Lo que vemos aquí es un incremento en el número de manchas azules.
–Eso indica las anomalías magnéticas donde el campo fluye en el sentido equivocado -dijo Hibbet.
–Aquella mancha azul más grande es la anomalía del Atlántico Sur donde el campo ya fluye en el sentido erróneo -explicó Trout-. El crecimiento de la anomalía se aceleró para el cambio de siglo. Esto coincide con las lecturas del Magsat que muestran zonas débiles en la región polar ártica y más abajo de Sudáfrica. Las observaciones se corresponden con las simulaciones virtuales que muestran un posible comienzo del cambio.
–Ha hecho una exposición muy convincente de las inversiones polares magnéticas y geológicas -reconoció Adler-. Pero aquí hablamos de la posibilidad de que el hombre precipite tal acontecimiento. Eso es mucha arrogancia por nuestra parte. El hombre es capaz de muchas cosas, pero nuestros ínfimos esfuerzos no son capaces de mover toda la superficie del planeta.
–Parece una locura, ¿verdad? – Trout sonrió. Se dirigió a Hibbet-. Usted es nuestro experto en electromagnetismo. ¿Qué opina?
–No tenía idea que las anomalías en el Atlántico Sur hubiesen crecido con tanta rapidez -contestó Hibbet, con la mirada puesta en la pantalla. Hizo una pausa, pensó en la respuesta y después añadió con voz pausada como si quisiese estar bien seguro de cada una de sus palabras-: Lazlo Kovacs se centró en la naturaleza de la materia y la energía. Descubrió que la materia oscila entre las etapas de materia y energía. La energía no está sometida a las reglas del tiempo y el espacio, así que el paso de una fase a otra es instantáneo. La materia sigue la pauta que le marca la energía. Al ocuparnos de este tema, tenemos que fijarnos en la estructura electromagnética de la tierra. Si la energía electromagnética cambia de una determinada manera, la materia, en este caso la corteza terrestre, también cambiará.
–Está diciendo que un cambio polar geológico es posible -señaló Gamay.
–Digo que una inversión de los polos magnéticos provocada por el hombre, que es de una naturaleza intensa y a corto plazo, podría precipitar unos irreversibles movimientos geológicos, especialmente ahora que se está preparando una inversión natural. Todo lo que necesita es un empujoncito. Una adición o descarga de la energía electromagnética que alimenta el campo podría provocar cambios en la materia. Perturbaciones ciclónicas del núcleo o del campo magnético pueden haber sido las responsables de las olas gigantes y el remolino. No es posible que haya sido el lento movimiento de las placas tectónicas. La estructura de todo el planeta podría cambiar en un instante.
–¿Cuáles serían los resultados? – preguntó Gamay.
–Absolutamente catastróficos. Si la corteza se mueve sobre el núcleo fundido, entrarían en juego las fuerzas inerciales. El cambio provocaría tsunamis que podrían arrasar continentes enteros, y soplarían vientos muchísimo más poderosos que cualquier huracán. Habría terremotos y tremendas erupciones volcánicas con descomunales corrientes de lava. Se producirían drásticos cambios climáticos y tormentas de radiación. – Hizo una pausa-. La extinción de las especies sería una clara posibilidad.
–Se ha producido un incremento en el número de violentos fenómenos naturales en las últimas décadas -comentó Gamay-. Me pregunto si se lo podría considerar como una señal de aviso.
–Quizá -dijo Hibbet.
–Antes de que sigamos metiéndonos el miedo en el cuerpo, volvamos a los hechos -propuso Trout-. He tomado como base las simulaciones de inversión polar hechas por Caltech y Los Alamos. Incorporé el informe de las perturbaciones oceánicas del doctor Adler y todo lo que Al me suministró referente a la transmisiones electromagnéticas de ultrabaja frecuencia. También hemos simulado las condiciones de las corrientes de los materiales fundidos en el núcleo de la tierra donde se forman los campos magnéticos. Los teoremas de Kovacs son la parte final de la ecuación. Si estamos todos preparados…
–Escribió en el teclado.
Desapareció la imagen del globo terráqueo y apareció un mensaje:
«HOLA, PAUL. ¿CÓMO ESTÁ EL HOMBRE MEJOR VESTIDO DEL EQUIPO DE MISIONES ESPECIALES?»Max había identificado su contraseña. Trout se movió en la silla y añoró el tiempo en que las computadoras no eran más que máquinas tontas.
«HOLA, MAX. ESTAMOS PREPARADOS PARA LA SIMULACIÓN.»«¿ES ESTE UN EJERCICIO ACADÉMICO, PAUL?»«NO.»Max hizo una pausa de varios segundos. Era algo del todo anormal en la supercomputadora.
«NO SE PUEDE DEJAR QUE OCURRA ESTE ACONTECIMIENTO.»Trout releyó las palabras. ¿Era su imaginación, o Max parecía alarmada? Escribió una pregunta.
«¿POR QUÉ NO?»«RESULTARÁ LA COMPLETA DESTRUCClQN DE LA TIERRA.»La nuez de Adán de Trout se movió. Escribió una sola palabra:
«¿CÓMO?»«MIRA.»El globo reapareció en la pantalla, y las manchas doradas en los océanos comenzaron a moverse. La mancha roja en el Atlántico Sur se unió con las otras del mismo color hasta que toda la zona oceánica debajo de Sudamérica y Sudáfrica resplandeció con un rojo brillante. Luego los continentes comenzaron a cambiar de posición. Todo el continente americano hizo un giro de ciento ochenta grados y quedó de lado. Los puntos que una vez había señalado el ecuador se convirtieron en los polos norte y sur. Fenómenos de una gran violencia se extendieron por todo el globo como un virus.
Trout escribió otra pregunta, y contuvo el aliento.
«¿HAY ALGUNA MANERA DE NEUTRALIZARLO?»«Sí. NO PERMITIR QUE COMIENCE. NO SE PUEDE DETENER.»«¿HAY ALGUNA MANERA DE DETENER LA INVERSIÓN?»«CAREZCO DE LA INFORMACIÓN NECESARIA PARA RESPONDER A LA PREGUNTA.»Trout comprendió que había llegado todo lo lejos que podía. Miró a los demás. Adler y Hibbet tenían el aspecto de hombres a los que les han dado pasajes para un viaje en la barca de Carónte.
Gamay también parecía atónita, pero mantenía una expresión de calma y la decisión brillaba en sus ojos.
–Aquí hay algo que no tiene sentido. ¿Por qué alguien haría una cosa que significaría el fin del mundo y de él mismo?
Trout se rascó la cabeza.
–Quizá se trate de aquello de jugar con fuego. Podría ser que no supiesen el peligro de lo que hacen.
Gamay sacudió la cabeza.
–La capacidad de nuestra especie para cometer acciones estúpidas nunca deja de asombrarme.
–Alégrate y perdona el humor negro -replicó su marido-, pero si esto sigue adelante no quedará ninguna especie.
El hidroavión que transportaba a Austin y Zavala había alcanzado al rompehielos ruso Kotelny al noroeste de la isla Wrangel y amerizado a un par de centenares de metros del barco. El capitán Ivanov había enviado a una chalupa para recoger a los pasajeros del avión. Los esperó en cubierta, intrigado por aquellos norteamericanos que tenían el poder de disponer de su barco como si fuese su embarcación particular.
El primero en subir la pasarela fue un hombre de hombros muy anchos, el pelo casi blanco, los ojos azul claro, y el rostro curtido por los elementos. Lo siguió en cubierta un hombre más delgado y moreno que se movía con la agilidad innata del boxeador que había sido en la universidad. Saludaron al piloto del hidroavión cuando inició la carrera de despegue.
El capitán se adelantó para presentarse. A pesar de su irritación, cumplía a rajatabla las costumbres del mar. Sus apretones de mano fueron firmes, y detrás de las amistosas sonrisas el capitán advirtió una tranquila confianza que le informó que no eran precisamente observadores de pájaros.
–Gracias por recibirnos a bordo, capitán Ivanov -dijo el hombre de ojos azules-Me llamo Kurt Austin, y este es mi amigo y compañero, Joe Zavala. Pertenecemos a la NUMA.
Las facciones del capitán se relajaron. Había conocido a unos cuantos científicos de la NUMA en sus muchos años en el mar y siempre le había impresionado el profesionalismo de los miembros de la agencia.
–Es un placer tenerlos como mis invitados -contestó.
El capitán ordenó al primer oficial que reanudaran la navegación. Invitó a los dos hombres a su camarote y sacó una botella de vodka del armario.
–¿Cuánto tardaremos en llegar a tierra? – preguntó Austin.
–Estaremos frente a la costa de Ivory Island en unas dos horas.
–Entonces prescindiremos del vodka por ahora. ¿No podemos llegar antes?
El capitán entrecerró los ojos. NUMA o no, seguía enfadado por la orden de cambiar de rumbo y regresar a la isla. La orden del Comando Naval había sido atender cualquier petición de los visitantes, pero eso no significaba que lo hiciese con agrado.
–Sí, por supuesto, si aumentamos la velocidad -respondió-. Pero no estoy habituado que unos extraños me digan a qué velocidad debe navegar mi barco.
Austin no pudo pasar por alto el tono agrio en la voz del capitán.
–Quizá nos tomaremos una copita de vodka después de todo. ¿Tú qué dices, Joe?
–Estoy seguro de que en alguna parte es hora de tomarse una copa.
El capitán llenó tres copitas hasta el borde y las repartió. Chocaron las copas, y los hombres de la NUMA se las bebieron de un trago, cosa que impresionó al capitán, que había esperado -incluso deseado- ver cómo los invitados se ahogaban con la fuerte bebida.
Austin comentó la calidad del vodka, y luego añadió:
–Le pedimos disculpas por haberlo apartado de su rumbo, capitán, pero es importante que lleguemos a la isla lo más rápido que humanamente sea posible.
–Si tanta prisa tienen, ¿por qué no volaron hasta allí en el hidroavión?
–Preferimos llegar sin avisar de nuestra presencia -respondió Kurt.
Ivanov soltó la carcajada.
–El Kotelny no es precisamente invisible.
–Tiene toda la razón. Es importante que el barco se mantenga fuera del alcance visual de la isla. Recorreremos el resto del camino por nuestros propios medios.
–Como quiera. La isla es un lugar remoto. Las únicas personas que hay allí son unos científicos que participan en una expedición con el objetivo de encontrar restos de mamuts lanudos para intentar clonarlos.
–Estamos al corriente de la expedición -manifestó Austin-. Es el motivo de nuestra presencia aquí. Uno de los científicos es una joven llamada Karla Janos. Creemos que puede estar en peligro.
–La señorita Janos fue pasajera a bordo del Kotelny. ¿Cuál es el peligro que la amenaza?
–Creemos que en la isla puede haber unas personas dispuestas a matarla.
–No lo entiendo.
–No tenemos más detalles. Solo sabemos que es urgente llegar a la isla cuanto antes.
El capitán Ivanov cogió el teléfono y transmitió la orden de avante a toda máquina. Austin enarcó una ceja. Karla Janos debía de ser una joven notable. Era obvio que se había ganado el afecto del veterano lobo de mar.
–Otra petición, si no le importa -dijo Austin-. Me pregunto si hay algún lugar despejado en cubierta donde Joe y yo podamos trabajar sin molestar a la tripulación.
–Sí, por supuesto. Tiene todo el lugar que quiera en la cubierta de popa.
–Trajimos dos maletas grandes a bordo. ¿Podría mandar que nos las llevasen a popa?
–Daré la orden ahora mismo.
–Una cosa más -dijo Kurt mientras se levantaban.
Los norteamericanos parecían tener una lista inacabable de peticiones, pensó el capitán.
–Usted dirá -replicó Ivanov.
–No guarde la botella -le pidió Austin, con una gran sonrisa-. La necesitaremos para celebrar el regreso de la señorita Janos a bordo sana y salva.
La expresión ceñuda del capitán dio paso a una sonrisa. Descargó unas cuantas palmadas en las espaldas de Austin y Zavala, y los llevó a cubierta. Llamó a un par de marineros, que se encargaron de llevar las maletas a la cubierta de popa.
El capitán se marchó para ocuparse de sus obligaciones, y los dos tripulantes observaron fascinados mientras Austin y Zavala sacaban una estructura metálica circular de una de las maletas.
La estructura de tubos de aluminio sujetaba un pequeño motor de dos tiempos, un tanque de combustible de doce litros y una hélice de cuatro palas. Engancharon un asiento a la estructura. A continuación sujetaron las cuerdas de un parapente que desplegaron en la cubierta a los amarres de la estructura. En cuestión de minutos, acabaron de montar el Adventurer Xpresso, un parapente con motor de fabricación francesa.
Zavala, que había pilotado todo tipo de naves aéreas, observó el aparato con una expresión escéptica.
–Esa cosa parece un cruce entre un ventilador eléctrico y un sillón de barbero.
–Lo siento -respondió Austin-. Me fue imposible plegar un helicóptero Apache para meterlo en la maleta.
Zavala sacudió la cabeza.
–Es inútil lamentarse. Lo mejor será que vayamos a buscar el resto del equipo.
Sus otras maletas las habían dejado en un camarote. Austin sacó del macuto la funda con su revólver Bowen, comprobó que estuviese cargado, y llenó una riñonera con municiones. Para aquella misión, Zavala había escogido una Heckler Koch calibre 45, un modelo desarrollado por las fuerzas especiales del ejército. Luego cargaron con el GPS, la brújula, las radios, un botiquín de primeros auxilios y otros artículos. Se vistieron con prendas impermeables sobre las ropas de abrigo y se ciñeron los cinturones de flotación hinchables que eran más cómodos que los abultados chalecos salvavidas.
Un tripulante llamó a la puerta del camarote y les transmitió la invitación del capitán para que subiesen al puente. Cuando entraron en la timonera, Ivanov los invitó a acercarse a la pantalla de radar y les señaló una imagen alargada que aparecía en el monitor.
–Esa es Ivory Island. Estamos a unas seis millas de la costa. ¿A qué distancia quieren acercarse?
Había una leve bruma que se levantaba del agua salpicada con trozos de hielo. El cielo estaba encapotado. La visibilidad era menos de una milla.
–Ordene al vigía que avise en cuanto vea la isla con los prismáticos -contestó Austin-, y mande parar máquinas.
El capitán desplegó una carta náutica.
–La rada principal está en el lado sur de la isla. Hay otras muchas calas y fondeaderos más pequeños en todo el contorno.
Después de hablarlo con Zavala, Austin decidió ir primero al campamento base de la expedición, y luego seguir el río para dirigirse al interior.
–Tenemos combustible para unas dos horas de vuelo, así que no podremos desviarnos mucho del itinerario -manifestó Austin.
Repasaron de nuevo todo el plan y dieron por concluidos los preparativos en cuanto el vigía avisó que veía la isla.
–Joe y yo le agradecemos la ayuda -le dijo Kurt al capitán.
–No se merecen. La señorita Janos me recuerda mucho a mi propia hija. Por favor, hagan todo lo posible por rescatarla.
Austin pidió que el rompehielos se pusiese de popa al viento y que despejasen la cubierta para el despegue. Se alegró al ver que el viento no soplaba a más de diez nudos por hora. Un viento más fuerte los hubiese echado hacia atrás. También sabía que la velocidad del viento en el aire sería mayor que a nivel del mar.
Primero ensayaron el despegue sin el parapente. El truco para despegar en pareja consistía en sincronizar los movimientos de las piernas y saltar suavemente.
–No estuvo mal -comentó Austin, después de un muy torpe primer intento.
Zavala miró a los tripulantes, que presenciaban los ensayos con unas expresiones que iban desde el espanto a la risa.
–Estoy seguro de que nuestros amigos rusos nunca habían visto antes a un pato de cuatro patas.
–Lo haremos mejor la próxima vez.
Austin se equivocó. Fracasaron lamentablemente en el siguiente intento, pero los siguientes dos ensayos fueron casi perfectos. Se pusieron las gafas, engancharon de nuevo las cuerdas del parapente a la estructura, y Austin apretó el botón de arranque del motor que se puso en marcha en el acto. El chorro de aire de la hélice hinchó el parapente, que se elevó de la cubierta. Austin aceleró el motor, y comenzaron la carrera hacia la popa y contra el viento. El parapente cogió el viento como una cometa y los levantó en el aire.
Austin aceleró un poco más y ganaron altura. El Adventure tenía una velocidad de ascensión de cien metros por segundo, pero tardaban más al ser dos los tripulantes. Cuando alcanzaron una altura próxima a los doscientos metros, Austin tiró de la cuerda izquierda para bajar el extremo del parapente, y el aparato viró a la izquierda. Volaron hacia la isla a una velocidad de cuarenta kilómetros por hora.
En cuanto se acercaron a la costa, Austin tiró simultáneamente de las cuerdas para bajar los extremos del parapente, y el aparato comenzó a descender gradualmente. Pasaron por encima del brazo derecho de la bahía y efectuaron una suave virada que los llevó a la playa desierta y el río que habían visto en la carta. Austin vio un objeto cerca del río, pero la bruma le impidió ver los detalles.
–¡Allá abajo hay un cuerpo! – gritó Zavala.
Austin bajó más. El cuerpo se encontraba tendido en una pequeña balsa neumática que había sido arrastrada a la orilla a poco más de un metro de la corriente. Vio la larga cabellera gris de la figura. Paró el motor y tiró de las asas de los frenos.
El parapente debía hacer las funciones de paracaídas y permitir que aterrizasen de pie. Pero entraron demasiado rápido y demasiado alto. Se les doblaron las rodillas con el impacto, y cayeron de bruces en la arena, pero al menos estaban en tierra.
Plegaron el ala, desengancharon la mochila y se acercaron al cuerpo de una mujer, que estaba acurrucada en la balsa en posición fetal. Austin se arrodilló a su lado y le buscó el pulso. Era muy débil, pero estaba viva. El y Zavala la pusieron boca arriba. Había una gran mancha de sangre en la parka cerca del hombro derecho. Austin buscó el botiquín de primeros auxilios, y Zavala abrió la cremallera de la parka para observar la herida. La mujer abrió los ojos y soltó un gemido. En su rostro apareció una expresión de espanto al ver a los dos desconocidos.
–Calma, no pasa nada -la tranquilizó Zavala, con voz suave-. Estamos aquí para ayudarla.
Austin acercó la cantimplora a la boca de la mujer para que bebiese un sorbo.
–Me llamo Kurt y este es mi amigo Joe -dijo cuando el color volvió al rostro de la herida-. ¿Puede decirnos su nombre?
–María Arbatov -contestó ella, con voz débil-. Mi marido…
–¿Está usted con la expedición, María?
–Sí.
–¿Dónde están los demás?
–Muertos. Todos muertos.
Austin sintió un dolor en la boca del estómago como si alguien le hubiese propinado un puntapié.
–¿Qué le pasó a la muchacha? ¿Karla Janos?
–No lo sé. Se la llevaron.
–¿Las mismas personas que les dispararon?
–Sí. Cazadores de marfil. Mataron a mi marido, Sergei, y a los dos japoneses.
–¿Dónde ocurrió?
–El cauce seco. Me arrastré hasta el campamento y vine hasta aquí en la balsa. – Cerró los ojos y perdió el conocimiento.
Examinaron la herida más a fondo. No era mortal, pero María había perdido mucha sangre. Zavala se encargó de limpiar y vendar la herida. Austin llamó por radio al Kotelny.
–Encontramos a una mujer herida en la playa -le comunicó al capitán.
–¿La señorita Janos?
–No. María Arbatov, uno de los miembros de la expedición. Necesita atención médica.
–Enviaré una lancha inmediatamente con el oficial médico.
Austin y Zavala pusieron a María en la posición más cómoda posible. Llegó la lancha con el oficial médico y dos marineros. Cargaron a la mujer con mucho cuidado en la embarcación y emprendieron el viaje de regreso al rompehielos.
Los hombres de la NUMA engancharon el parapente. El despegue fue mucho más suave que el anterior desde la cubierta del barco. En cuanto ganaron altitud, Austin guió el aparato a lo largo del curso del río. Alertados por María, mantenían un ojo atento a la presencia de los cazadores de marfil. Minutos más tarde, aterrizaron sin problemas cerca del campamento base. Desenfundaron las armas y avanzaron cautelosamente.
Joe se encargó de cubrirlo mientras Austin miraba en la tienda grande. Había cascaras de huevo en el cubo de la basura, una prueba de que habían desayunado no hacía mucho. Echaron una rápida ojeada a la tienda pequeña, y luego fueron a las casas. Todas estaban abiertas menos una. Golpearon el candado con una piedra. El candado resistió los golpes, pero los clavos que sujetaban el pasador se desprendieron de la madera carcomida. Abrieron la puerta y entraron. El olor típico de un animal impregnaba el aire. La luz que entraba por la puerta abierta alumbró a una criatura peluda colocada sobre una mesa.
–Esto es algo que difícilmente puedes ver en el zoo de Washington -comentó Zavala.
Austin se inclinó sobre el animal congelado y observó la trompa corta y los colmillos poco desarrollados.
–No a menos que hayan abierto un recinto de animales prehistóricos. Este parece ser una cría de mamut.
–El estado de preservación es increíble -señaló Zavala-. Es como si lo hubiesen congelado instantáneamente.
Después de observar al animal durante un par de minutos, salieron al exterior. Austin vio las huellas en el permafrost que iban hacia un sendero a lo largo del río. Llevaron al aparato hasta lo alto de un pequeño montículo y desde allí despegaron para seguir el curso del río, tras deducir que María Arbatov no podría haber estado muy lejos de la corriente cuando la habían disparado. Austin vio tres cuerpos tumbados cerca de la bifurcación de una cañada. Dio una vuelta pero no vio señal alguna de los cazadores de marfil, y aterrizó cerca del borde de la cañada.
Bajaron por la pendiente y se acercaron al lugar donde se encontraban los tres hombres. Los habían matado a tiros. Austin apretó las mandíbulas, y en sus ojos apareció una mirada implacable. Pensó en la terrible huida de María Arbatov río abajo y juró que los autores de aquellos asesinatos lo pagarían.
Zavala observaba con atención las huellas en la arena.
–Estos tipos no se han preocupado en ocultar su rastro. Será fácil seguirles la pista -comentó.
–Vayamos a presentarles nuestros saludos -dijo Austin.
Avanzaron sigilosamente, con las armas preparadas, guiados por las huellas en el suelo de la cañada. Al pasar un recodo, encontraron un cuarto cadáver. Zavala se arrodilló junto al muerto.
–Una herida de cuchillo entre los omoplatos. Curioso. A este caballero no lo mataron de un disparo como a los demás. Me pregunto quién será.
Austin hizo girar el cuerpo y miró el rostro barbudo.
–No es una de esas caras que ves en las reuniones de las cámaras de comercio.
El suelo alrededor del muerto mostraba las huellas de una pelea, y unas pisadas se alejaban del cadáver. Austin creyó ver las marcas más pequeñas de una mujer junto con las otras. Avanzaron de nuevo, aún más precavidos, recorrieron un buen tramo de la cañada hasta llegar a un lugar donde se acababan las huellas y se había derrumbado parte de una de las paredes.
Salieron de la cañada, y no tardaron en dar con las huellas en el permafrost. El terreno era llano y la visibilidad casi perfecta, pero no vieron ninguna señal de vida excepto por unas pocas aves marinas que volaban muy alto. El rastro los llevó hasta un valle poco profundo donde vieron la entrada a una cueva.
–A alguien le dio por hacer de minero -señaló Zavala.
–Brillante, Sherlock. – Austin recogió un martillo neumático conectado por una manguera a un compresor portátil, que estaba en el suelo cerca de la entrada.
La mirada alerta de Zavala observó los escombros junto al agujero.
–Vale, Watson. Aquí está la prueba de que lo utilizó.
–Llevamos aquí menos de una hora y cada vez me gusta menos esta isla. – Se arrastró al interior del agujero y salió al cabo de un minuto. Sacudió la cabeza-. Sería un suicidio meterse allí adentro. No sabemos hasta dónde llega. Tampoco disponemos de linternas.
Volvieron al lugar donde había dejado el parapente, llamaron al rompehielos y le pidieron a Ivanov que enviase a un grupo a recoger a los muertos y trajesen linternas. También le sugirió que viniesen armados. Consciente del interés del capitán, añadió que esperaba encontrar a Karla con vida. El capitán le informó que María Arbatov había recibido tratamiento médico y que descansaba fuera de peligro. Se desearon mutuamente buena suerte y cortaron la transmisión.
Unos pocos minutos después, despegaron desde lo alto de una colina con mucha inseguridad. Ganaron altitud y comenzaron explorar el terreno. Austin había estudiado a fondo los mapas, pero aun así le sorprendía el tamaño de la isla. Había demasiado terreno para recorrer con un artefacto aéreo que disponía de una velocidad de crucero de cuarenta kilómetros por hora.
Austin tomó el lugar de despegue como punto de referencia, y luego voló en una espiral que le permitía ir ampliando la zona de búsqueda con cada pasada. No vieron nada más que la llanura de permafrost. Ya se disponía a emprender el vuelo de regreso a la playa para encontrarse con el grupo de desembarco cuando Zavala le gritó al oído.
Austin miró hacia donde le apuntaba el dedo de Joe y vio una senda bien marcada que conducía a la ladera del volcán. Puso rumbo hacia allí y muy pronto advirtieron que el sendero no era natural sino un camino cortado en zigzag en la pendiente. Austin sospechó que allí había intervenido la mano del hombre.
–Parece una carretera -dijo.
–Es lo que pensé. ¿Quieres que echemos un vistazo?
La pregunta era innecesaria. Austin ya había virado, y se dirigían directamente al borde la caldera.
–¿Por qué todo brilla con tanta fuerza? – preguntó Schroeder mientras caminaba con una pronunciada cojera y Karla a su lado.
–Estudié los minerales emisores de luz como parte de un curso de geología -respondió la muchacha-. Algunos minerales brillan al recibir los rayos ultravioleta. Otros emiten luz por la radiación o por un proceso de cambio químico. Pero si estamos en lo cierto, y este es un viejo volcán, quizá se trata de un efecto de termoluminiscencia causado por el calor.
–¿Podría ser esta una vieja cámara de magma? – quiso saber Schroeder.
–Es posible. No lo sé. Pero sí hay una cosa que sé a ciencia cierta.
–¿Cuál es, querida?
Karla miró los resplandecientes edificios que se extendían hasta donde alcanzaba la vista con respeto y admiración.
–Somos extraños en una tierra extraña.
Después de salir del túnel de los murales, habían pasado por debajo de una gran arcada en voladizo y luego habían bajado por una ancha rampa hasta una plaza abierta con una pirámide escalonada en el centro. El tema de la procesión, incluidos los mamuts lanudos domesticados, se continuaba en los niveles exteriores de la pirámide, aunque aquí los colores eran menos vivos que en el túnel de acceso. Karla llegó a la conclusión de que la pirámide hacía las funciones de templo o plataforma para que los sacerdotes y los oradores se dirigiesen al público reunido en la plaza.
Una avenida pavimentada de unos quince metros de ancho llevaba hasta el centro de la ciudad. Habían caminado por la avenida como un par de turistas deslumbrados por las rutilantes luces de Broadway. Los edificios eran considerablemente más pequeños que los rascacielos de Manhattan -no pasaban de los tres pisos-, pero eran unas maravillas arquitectónicas si se consideraba su antigüedad.
La calle aparecía flanqueada por peanas. Las estatuas que una vez las habían ocupado yacían ahora convertidas en irreconocibles montañas de escombros, como si hubiesen sido derribadas por los vándalos.
Schroeder hizo una pausa para descansar el tobillo, y luego la pareja entró en un par de casas, donde no había absolutamente nada, como si las hubiesen barrido con una escoba gigante.
–¿Qué antigüedad le calculas? – preguntó Schroeder mientras reemprendían la marcha hacia el centro.
–Cada vez que intento calcular una fecha aproximada, me lío con las contradicciones. El que en los murales aparezcan seres humanos y los mamuts coexistiendo los sitúa en el período Pleistoceno. Es un período que abarca desde un millón ochocientos mil a diez mil años atrás. Incluso si aceptamos la fecha más reciente de diez mil años, el alto nivel de civilización que vemos aquí es asombroso. Siempre hemos creído que la humanidad no evolucionó de su estado primitivo hasta mucho más tarde. La civilización egipcia solo tiene unos cinco mil años.
–¿Quién crees que construyó esta maravillosa ciudad?
–Los antiguos siberianos. Esta isla se conectaba con la plataforma continental ártica que se extendía desde tierra firme. No vi ningún dibujo de embarcaciones, y eso indica que era una sociedad ceñida a la tierra. Por lo que se ve, era una ciudad muy rica.
–Dado que era una sociedad floreciente, ¿por qué desapareció?
–Quizá no desapareció. Tal vez se trasladó a algún lugar y fue la base de otra sociedad. Hay pruebas de que los europeos y los asiáticos poblaron Estados Unidos.
Mientras Schroeder pensaba en las implicaciones del análisis de Karla, se escucharon unas voces excitadas cerca de la entrada. Miró a lo largo de la avenida. Vio unos puntos de luz que se movían por la zona de la plaza. Los cazadores de marfil habían llegado a la ciudad.
–A campo abierto somos un blanco perfecto -dijo-. Podemos perderlos fácilmente si nos vamos de esta preciosa avenida.
Entró en un callejón que daba a una callejuela lateral. Allí los edificios eran más pequeños que aquellos en la avenida, todos eran de una sola planta. Al parecer eran viviendas, mientras que los otros bien hubiesen podido ser los edificios destinados a funciones públicas o religiosas.
Como antiguo soldado, Schroeder había valorado correctamente la situación defensiva. La ciudad era un laberinto de centenares de calles. Incluso con el omnipresente resplandor que envolvía a toda la urbe, siempre que se mantuviesen alertas y en movimiento, los perseguidores nunca los atraparían. Al mismo tiempo, era consciente de que en algún momento no podrían continuar con la huida. Acabarían por quedarse sin agua ni comida, o se les acabaría la suerte.
Su meta era llegar al otro lado de la ciudad. Tenía la esperanza, confirmada por la buena calidad del aire, de encontrar una manera de salir a la superficie. Quienes habían construido aquella ciudad subterránea parecían haberlo hecho con mucho sentido común. Por lo tanto, era lógico y razonable suponer que debía de haber más de una entrada y salida. Ya habían cruzado más de la mitad cuando Karla soltó un grito.
Clavó los dedos en el brazo de Schroeder. El empuñó el fusil de asalto.
–¿Qué pasa? – preguntó.
Miró a las silenciosas fachadas como si esperase ver las muecas burlonas de los cazadores de marfil en las ventanas.
–Algo pasó a la carrera por aquel callejón.
Schroeder siguió con la mirada la dirección que le señalaba el dedo de la muchacha. Los edificios producían su propia luz, pero estaban construidos muy juntos, y el reducido espacio entre ellos estaba en sombras.
–¿Algo o alguien?
–No lo sé. – Karl se rió-. Quizá es que llevamos demasiado tiempo aquí abajo.
Schroeder siempre había confiado más en sus sentidos que en su capacidad analítica.
–Espera aquí-dijo. Se acercó al callejón con el dedo en el gatillo. Llegó a la esquina, asomó la cabeza y encendió la linterna. Después de unos segundos, regresó-. No hay nada.
–Lo siento. Ha tenido que ser mi imaginación.
–Vamos -le ordenó Schroeder, y para sorpresa de Karla, se dirigió de nuevo hacia el callejón.
–¿Adonde vas? – preguntó.
–Si allí hay algo, es mejor que lo sorprendamos nosotros y no que ocurra al revés.
Karla vaciló. Su primer impulso había sido correr en la dirección opuesta. Pero su padrino parecía saber lo que hacía. Se apresuró a seguirlo.
El callejón los condujo a otra calle idéntica a la anterior. La calle estaba desierta. No había nada más que las casas de una planta con las ventanas como ojos ciegos en la extraña media luz. Schroeder, guiado por su brújula interna, caminó de nuevo en la dirección que, esperaba, los llevaría al extremo opuesto de la ciudad.
Habían recorrido ya varias manzanas cuando Schroeder se detuvo bruscamente y levantó el fusil. Bajó el arma al cabo de unos segundos y se frotó los ojos.
–Esta extraña luz me tiene loco. Ahora es mi turno de ver cosas. Acabo de observar algo que cruzaba la calle.
–No te engañas. Yo también lo vi -lo tranquilizó Kar-la-. Era grande, y no me pareció que fuese humano.
–Eso está muy bien. – Schroeder reanudó la marcha-. Últimamente no hemos tenido mucha fortuna con los humanos.
El olfato de Karla captó un olor a almizcle que le resultó conocido. La cabaña donde tenían guardada a la cría de mamut tenía el mismo olor. También Schroeder lo notó.
–Huele como un establo -comentó.
El olor a fango, estiércol y animales fue en aumento a medida que recorrían otro callejón para llegar a otra calle. Esta acababa en una plaza muy parecida a la primera que habían encontrado en la entrada de la ciudad. Era cuadrada, de poco más de sesenta metros de lado, y como la anterior, en el centro se levantaba una pirámide de unos quince metros de altura. Pero lo que más llamó la atención de la muchacha fue el terreno alrededor de la pirámide.
A diferencia de la primera, cuyo pavimento era de la misma piedra resplandeciente que el material de las casas, aquel espacio parecía estar cubierto de una espesa vegetación de color oscuro. La primera impresión de Karla fue la de que estaba mirando un jardín abandonado como los que se podían ver en los parques públicos. Era algo que evidentemente no tenía mucho sentido dado que se encontraban en un lugar donde no entraba el sol. Llevada por su curiosidad natural, avanzó hacia la pirámide.
La vegetación comenzó a moverse.
La vista cansada de Schroeder le impedía ver los detalles en la media luz, pero sí captó el movimiento. El entrenamiento de años entró en funcionamiento. Le habían enseñado que la mejor garantía de salir con bien cuando se enfrentaba a una posible amenaza era una cortina de plomo. Se colocó delante de Karla y levantó el fusil. Su dedo se cerró sobre el gatillo, decidido a rociar la plaza con una ráfaga mortal.
–No -gritó Karla, y le puso una mano en el pecho.
La plaza onduló, y de la masa en movimiento llegaron los sonidos de resoplidos, bufidos, y de pesados cuerpos que comenzaban a moverse. Desapareció la imagen de la vegetación, para ser reemplazada por algo que parecían ser grandes cerdos peludos.
Schroeder miró con expresión incrédula a aquellas extrañas criaturas que se movían por la plaza. Tenían una trompa corta, largos colmillos que se curvaban hacia arriba, y el cuerpo cubierto con largos vellones. Finalmente comprendió qué era aquello que veía.
–¡Crías de elefantes! – exclamó.
–No -replicó Karla, con una calma asombrosa a pesar de la gran excitación que la dominaba-. Son mamuts enanos.
–No puede ser. Los mamuts están extinguidos.
–Lo sé, pero míralos bien. – Dirigió el rayo de la linterna a los animales. Unos pocos miraron en dirección a la luz; tenían los ojos redondos y brillantes de un tono ámbar-. Los elefantes no tienen un manto lanudo.
–Esto es imposible -insistió Schroeder, como si le costarse dar crédito a lo que veía.
–No creas. Encontraron rastros de los mamuts enanos en la isla Wrangel que no iban más allá de dos mil años antes de Cristo. Eso no alcanza a un pestañeo en el tiempo. Pero tienes razón en cuanto a que esto es increíble. Lo más cerca que he llegado a estar de estas criaturas han sido los fósiles de sus antepasados.
–¿Por qué no escapan? – preguntó Schroeder.
Los mamuts aparentemente habían estado durmiendo cuando fueron molestados por la aparición de los humanos, pero no parecían asustados. Se movían por la plaza solos, en parejaso en pequeños grupos, y demostraban poca o ninguna curiosidad por los intrusos.
–No creen que vayamos a hacerles daño -contestó Karla-. Probablemente nunca han visto antes a un ser humano. Creo que han evolucionado de los animales que vimos en los murales. Se han adaptado a la falta de luz solar y comida a lo largo de las generaciones.
Schroeder observó la manada de mamuts pigmeos.
–Karla, ¿cómo viven?
–Tienen aire. Quizá entra por el techo, o través de grietas que desconocemos. Tal vez hayan aprendido a hibernar para reducir al mínimo el consumo de alimentos.
–Sí, sí, pero ¿qué comen?
–Tiene que haber una fuente en alguna parte. – Karla miró en derredor-. Quizá salgan al exterior. ¡Espera! Puede que eso sea lo que ocurrió con la supuesta cría que encontró la expedición. Buscaba comida.
–Pues tenemos que descubrir por dónde salen -dijo Schroeder.
Se acercó a la pirámide con Karla pegada a sus talones. Los mamuts se apartaron para dejarles paso. Algunos tardaron en moverse y se rozaron contra los humanos, quienes tuvieron que mirar con atención dónde pisaban para evitar las montañas de excrementos. Llegaron a los escalones de la pirámide y comenzaron a subir. El esfuerzo fue demasiado para el tobillo de Schroeder, y se vio obligado a subir a gatas, pero finalmente llegó a la cima.
Desde aquella altura tenía una visión completa de la plaza. Los animales continuaban moviéndose sin orden ni concierto.
Karla contaba los animales y calculó que habría unos doscientos. Schroeder, por su parte, observaba a la dispersa manada con otros propósitos, y, al cabo de unos pocos minutos, dio con lo que buscaba.
–Mira. Los mamuts están formando una cola en aquel extremo de la plaza.
La muchacha miró en la dirección señalada. Un primer grupo se apretujaba en una calle como si se hubiese sentido de pronto dominado por un propósito común. Otros animales comenzaban a seguirlos, y muy pronto toda la manada se movía hacia aquel sector de la plaza. Schroeder, con la ayuda de Karla, bajó de la pirámide y juntos siguieron a las bestias.
Para cuando llegaron a la esquina, toda la manada había abandonado la plaza y avanzaba lentamente por una angosta vía que la llevaba de regreso a la avenida principal. Procuraron no espantar a los animales, aunque no parecían representar una amenaza. Al parecer, los mamuts habían aceptado a los humanos como parte del grupo.
Después de unos diez minutos, comenzaron a notar un cambio en el entorno. Algunas de las casas a ambos lados se veían dañadas. Las paredes se habían derrumbado como si hubiesen sido embestidas por una excavadora, y llegaron a una zona con todo el aspecto de haber sufrido los efectos de un bombardeo. No quedaba ni una sola casa en pie; solo montañas de escombros luminosos mezclados con unas enormes piedras de un material oscuro.
La visión revivió unos muy tristes recuerdos en la mente de Schroeder. Se detuvo para darle un descanso al tobillo, y contempló las ruinas.
–Esto me recuerda a Berlín cuando acabó la guerra -comentó-. Vamos. Tendremos que darnos prisa si no queremos perderlos.
Karla evitó una pila de excrementos.
–No creo que debamos preocuparnos a la vista del rastro que dejan.
La risa profunda de Schroeder resonó entre las montañas de escombros. Karla se sumó a ella a pesar del cansancio y el miedo. Apuraron el paso llevados más por la ansiedad de encontrar una salida que la de perder a la manada.
Poco a poco eran más las rocas negras y llegaron a un punto donde se acabaron los restos luminosos y el camino quedó envuelto en la oscuridad. Karla encendió la linterna, y el débil rayo alumbró las colas de los animales, que no parecían tener dificultades para moverse en la oscuridad. Karla llegó a la conclusión de que sus ojos se debían de acomodar a la falta de luz de la misma manera que sus cuerpos se habían hecho más pequeñas para acomodarse a la escasez de alimentos.
Entonces se agotaron las pilas de la linterna. Siguieron a la manada guiados por el ruido de las pisadas y el coro de resoplos. Poco a poco fue aclarando la oscuridad, primero a un muy tenue resplandor azul y luego a un gris oscuro. Vieron las grupas de los animales a unos quince metros por delante de ellos. La manada parecía haber acelerado el paso. El gris se tornó blanco. El camino giró primero a la derecha, después a la izquierda, y súbitamente se encontraron al aire libre, deslumhrados por la luz del sol.
Los mamuts continuaron la marcha, pero ellos se detuvieron y se protegieron los ojos con las manos. En cuanto su visión se acomodó al cambio de luz, miraron en derredor. Habían salido por una grieta en un farallón y se encontraban en el borde de una hoya de centenares de metros de diámetro. Los mamuts mordisqueaban hambrientos la vegetación que cubría el suelo de la hoya.
–Esto es asombroso -afirmó Karla-. Las criaturas se han habituado a vivir en dos mundos: uno en las tinieblas, y el otro a plena luz del día. Son un milagro de adaptación además de un anacronismo.
–Sí, es muy interesante -replicó Schroeder, sin ningún entusiasmo.
No era su intención mostrarse descortés, solo práctico. Se daba perfecta cuenta que estaban muy lejos de encontrarse fuera de peligro. Los perseguidores podrían estar pisándoles los talones. Observó el muro de enormes peñascos negros que rodeaban la hoya, y propuso recorrer el perímetro para encontrar una salida.
Karla no quería abandonar a la manada, pero acompañó aSchroeder por la subida que llevaba hasta el borde de los peñascos. Los había que tenían el tamaño de un coche y otros eran grandes como una casa. Había lugares donde formaban montículos que llegaban a los treinta metros de altura, y en otros encajaban los unos contra los otros de tal manera que hubiese sido imposible meter la hoja de un cuchillo.
Había algunas grietas en la muralla, pero solo tenían una profundidad de pocos metros. Mientras continuaban caminando a lo largo de la impenetrable pared, Karla comenzó a descorazonarse. Había escapado del fuego solo para acabar en una enorme sartén. Schroeder, en cambio, parecía haber revivido al encontrarse al aire libre. No hacía el menor caso del dolor en el tobillo, y su mirada recorría atentamente la pared. Se metió por una abertura, y un par de minutos más tarde se escuchó su grito de triunfo.
Salió de la abertura y anunció que había encontrado un paso a través de la barrera. Cogió la mano de Karla como si guiase a una niña, y cruzaron la abertura. No habían dado más que unos pocos pasos cuando un hombre apareció repentinamente de detrás de uno de los peñascos. Era Grisha, el jefe de los asesinos cazadores de marfil.