El Mercedes-Benz 770 W150 Grosser Tourenwagen pesaba más de cuatro toneladas y tenía el blindaje de un Panzer, pero la limusina de siete pasajeros parecía flotar como un fantasma sobre el manto de nieve recién caída, mientras circulaba con los faros apagados a través de los dormidos trigales alumbrados por la luz azul de la luna.
El conductor pisó suavemente el freno cuando el coche se acercó a una granja a oscuras en el fondo de una suave hondonada. El coche avanzó a paso de hombre al edificio de piedra de una sola planta con el sigilo de un gato que caza a un ratón.
El hombre sentado al volante miró pensativamente a través del parabrisas cubierto de escarcha con ojos del color del hielo ártico. La casa parecía estar abandonada, pero no estaba dispuesto a correr riesgos. La carrocería de acero negro había sido pintada apresuradamente con pintura blanca. El burdo camuflaje había conseguido que la limusina resultara prácticamente invisible para los cazas Stormovic que surcaban los cielos como halcones furiosos, pero a duras penas había escapado de las patrullas rusas que surgían de la nieve cual espectros. Las balas habían dejado sus marcas en el blindaje en una docena de lugares.
Así que esperó.
El pasajero acostado en el espacioso asiento trasero había advertido la reducción de la velocidad. Se sentó y parpadeó varias veces para borrar el sueño de los ojos.
–¿Qué pasa? – preguntó en alemán con un claro acento húngaro. Su voz sonó somnolienta.
El conductor le hizo callar con un gesto.
–Algo no…
Una ráfaga de ametralladora destrozó la cristalina quietud de la noche.
El conductor pisó el freno a fondo. El pesado vehículo patinó en la nieve y se detuvo a unos cincuenta metros de la casa. El hombre apagó el motor y recogió la Luger 9 mm que tenía a su lado. Sus dedos apretaron con fuerza la culata cuando una fornida figura vestida con el uniforme verde oliva y gorro de piel del ejército rojo salió tambaleante por la puerta principal de la granja.
El soldado se sujetaba un brazo y bramaba como un toro herido.
«¡Maldita puta fascista!», gritó varias veces con la voz ronca de rabia y dolor.
El soldado ruso había entrado en la granja solo unos minutos antes. La pareja de granjeros se habían ocultado en un armario, acurrucados debajo de una manta como niños asustados por la oscuridad. Había matado al marido para después volver su atención a la mujer que había escapado a la pequeña cocina. A sabiendas que la mujer no podía huir, se había colgado la ametralladora del hombro, y le había hecho un gesto con la mano para invitarla a acercarse al tiempo que le decía: «Frau, komm», con su voz más suave, que pretendía ser un tranquilizador preludio a la violación.
El cerebro empapado de vodka del soldado no le avisó que estaba en peligro. La mujer del granjero no había suplicado piedad ni se había echado a llorar como las demás mujeres que él había violado y asesinado. En cambio lo había mirado con los ojos encendidos de furia, y sin vacilar había sacado el cuchillo oculto detrás de la espalda para lanzarle una puñalada a la cara. El había visto el destello del acero en la luz de la luna que entraba por la ventana y había levantado el brazo izquierdo para protegerse el rostro, pero la afilada hoja le había hecho un corte en el antebrazo. El hombre había replicado al ataque con un puñetazo que la derribó. Sin darse por vencida, la mujer había intentado empuñar de nuevo el cuchillo. Dominado por una furia asesina, el ruso la había cortado en dos con las frenéticas descargas de su ametralladora PPS-43.
El soldado salió de la casa para mirarse la herida. El corte no era profundo, y ya casi no le sangraba. Sacó una botella de vodka casero del bolsillo y se la bebió entera. El tortísimo licor que le abrasó la garganta le ayudó a mitigar el terrible dolor en el brazo. Arrojó la botella vacía a la nieve, se secó los labios con el dorso del guante y dio un primer paso para ir a reunirse con sus camaradas. Les diría que había resultado herido mientras se enfrentaba a un grupo de fascistas.
Caminó un par de metros por la nieve y se detuvo cuando escuchó el sonido típico de un motor al enfriarse. Miró a lo que parecía una gran masa gris iluminada por la luna. Una expresión de sospecha apareció en su ancho rostro de campesino. Empuñó la ametralladora y apuntó al objeto indefinido, dispuesto a abrir fuego.
Se encendieron cuatro faros. Se escuchó el rugido del poderoso motor de ocho cilindros y el coche se puso en marcha con tanta potencia que las ruedas traseras derraparon en la nieve. El ruso intentó esquivar el vehículo que se le echaba encima. La punta del pesado parachoques le golpeó en una pierna y lo tumbó a un lado de la carretera.
El automóvil se detuvo unos pocos metros más allá, se abrió la puerta y se bajó el conductor. El hombre alto caminó a través de la nieve, sus pasos acompañados por el suave chasquido de los faldones de su abrigo de cuero negro contra sus muslos. Tenía el rostro alargado y la barbilla puntiaguda.
A pesar de la temperatura bajo cero llevaba al descubierto su muy corto cabello rubio.
Se puso en cuclillas junto al hombre caído.
–¿Estás herido, tovaricb? -preguntó en ruso.
La voz era profunda y resonante, y el tono imitaba la distante simpatía de un médico.
El soldado gimió. No se podía creer su mala suerte. Primero la perra alemana con el cuchillo, ahora esto. Maldijo con los labios cubiertos de una baba sanguinolenta.
–¡Maldita sea tu madre! ¡Claro que estoy herido!
El hombre alto encendió un cigarrillo y lo colocó entre los labios del ruso.
–¿Hay alguien en la granja?
El soldado dio una larga calada y soltó el humo por la nariz. Se dijo que el desconocido sería uno de los comisarios políticos que infestaban el ejército como piojos.
–Dos fascistas -respondió-. Un hombre y una mujer.
El desconocido entró en la casa y salió al cabo de unos pocos minutos.
–¿Qué ocurrió? – preguntó mientras se arrodillaba de nuevo junto al soldado.
–Maté al hombre y después a la mujer, que me atacó con un cuchillo.
–Buen trabajo. – El hombre le palmeó el hombro-. ¿Estás solo?
El ruso gruñó como un perro que defiende un hueso.
–No comparto mi botín ni mis mujeres.
–¿Cuál es tu unidad?
–El Undécimo Regimiento de Guardias al mando del general Galitsky -contestó el soldado con un tono de orgullo.
–¿Atacasteis Nemmersdorf en la frontera?
El soldado dejó al descubierto sus dientes podridos.
–Clavamos a los fascistas en las paredes de sus graneros. Hombres, mujeres y niños. Tendrías que haber escuchado a los perros fascistas suplicando piedad.
El hombre alto asintió.
–Bien hecho. Puedo llevarte con tus camaradas. ¿Dónde están?
–Muy cerca. Se preparan para continuar avanzando hacia el oeste.
El hombre alto miró en dirección a una lejana hilera de árboles. El ruido de los enormes tanques T-34 se escuchaba como un incesante tronar más allá del horizonte.
–¿Dónde están los alemanes?
–Los cerdos huyen para salvar la vida. – El soldado le dio otra calada al cigarrillo-. Viva la Madre Rusia.
–Sí. Viva la Madre Rusia. – El hombre alto metió una mano en el interior del abrigo, sacó la Luger y apoyó la boca del cañón en la sien del soldado-. Auf Wiedersehen, camarada.
Sonó un único disparo. El desconocido guardó la pistola humeante en la funda y regresó al coche. Mientras se sentaba al volante, se escuchó la protesta del pasajero.
–¡Mató a ese soldado a sangre fría!
El hombre de cabellos oscuros aparentaba unos treinta y tantos años, y tenía las facciones de un actor. Un bigotillo adornaba una boca delicada. Pero no había nada delicado en la manera en que sus expresivos ojos grises ardían de rabia.
–Sencillamente ayudé a otro Iván a sacrificarse por la mayor gloria de la Madre Rusia -replicó el conductor en alemán.
–Comprendo que esto es la guerra -manifestó el pasajero, con la voz ahogada por la emoción-. Pero incluso usted debe admitir que los rusos son seres humanos, como nosotros.
–Sí, profesor Kovacs, somos muy parecidos. Hemos cometido unas atrocidades indescriptibles contra su gente, y ahora se están tomando la revancha. – Le describió los horrores de la matanza de Nemmersdorf.
–Lamento el destino de esas personas -declaró Kovacs, en un tono más calmado-. No obstante, el hecho de que los rusos se comporten como animales no justifica que el resto del mundo deba hacer lo mismo.
El conductor exhaló un largo suspiro.
–El frente está al otro lado de aquel cerro. Si quiere ir a discutir sobre las buenas virtudes de la humanidad, adelante. No se lo impediré.
El profesor se encerró en sí mismo como una ostra.
El hombre alto lo miró por el espejo retrovisor y sonrió para sus adentros.
–Una sabia decisión. – Encendió un cigarrillo, con la precaución de agacharse para que no se viese el resplandor de la cerilla-. Permítame que le explique la situación. El ejército rojo ha cruzado la frontera y roto el frente alemán como si fuese de papel. Casi todos los habitantes de esta bella región han abandonado sus hogares y campos. Nuestro valiente ejército intenta oponer resistencia al tiempo que huye. Los rusos tienen una ventaja de diez a uno en hombres y equipos, y están cortando todas las carreteras que van al oeste mientras avanzan a la mayor velocidad posible hacia Berlín. Hay millones de personas que marchan hacia la costa, donde solo se puede escapar por vía marítima.
–Que Dios nos ayude -manifestó el profesor.
–Por lo que parece, él también ha evacuado Prusia oriental. Considérese un hombre afortunado -replicó el conductor alegremente. Puso el coche en movimiento, retrocedió un par de metros para rodear el cadáver del ruso, y después avanzó a marcha lenta-. Es testigo de la historia.
El coche se dirigió hacia el oeste y entró en la tierra de nadie entre los ejércitos soviéticos que abundaban y los alemanes en retirada. El Mercedes volaba por las carreteras entre pueblos y campos desiertos. El paisaje helado parecía algo surrealista, como si lo hubiesen puesto de lado para vaciarlo de toda vida humana. Los viajeros solo se detenían para repostar con los bidones de gasolina que llevaban en el maletero y hacer sus necesidades.
Comenzaron a aparecer las primeras huellas en la nieve. Un poco más tarde, el coche alcanzó la retaguardia de la retirada. Aquello que había pretendido ser una retirada estratégica se había convertido en una fuga en masa de camiones y tanques que se movían pesadamente en medio de una riada de soldados y refugiados.
Los civiles más afortunados viajaban en tractores y carros. Los demás caminaban con carretillas cargadas con sus posesiones. Muchos escapaban solo con lo puesto.
El Mercedes avanzaba por el arcén sin problemas gracias a las cadenas en los neumáticos. Continuó la marcha hasta que rebasó la cabecera de la columna, y poco antes del alba, el vehículo cubierto de fango y nieve entró en Gdynia como un rinoceronte herido que busca refugio en la espesura.
Los alemanes habían ocupado Gdynia en 1939. Después de desalojar a los cincuenta mil habitantes polacos y rebautizarla con el nombre de Gotenhafen, en memoria a los godos, habían transformado el activo puerto marítimo en una base naval destinada a los submarinos. En los astilleros habían construido sumergibles cuyas tripulaciones se formaban en las aguas cercanas, y después eran enviados a hundir buques aliados en el Atlántico.
El almirante Karl Doenitz había ordenado que se reuniera una variopinta flota en Gdynia para realizar la evacuación. En el puerto había varios de los mejores buques de línea, barcos de carga, pesqueros y yates privados. Doenitz quería rescatar a las tripulaciones de los submarinos y a todo el personal posible para continuar con la lucha. Cuando acabó la evacuación, la flota había transportado al oeste a más de dos millones de personas entre militares y civiles.
El Mercedes cruzó lentamente la ciudad. Un fuerte viento helado que soplaba desde el Báltico convertía los copos de nieve en racimos de agujas de hielo. A pesar de la inclemenciadel tiempo, las calles aparecían concurridas como si fuese pleno verano. Los refugiados y los prisioneros de guerra caminaban en medio de la ventisca en una inútil búsqueda de refugio. Los puestos de socorro no daban abasto para atender las largas colas de refugiados hambrientos que esperaban para recibir un trozo de pan o una taza de sopa caliente.
Los camiones atestados con pasajeros y enseres llenaban las angostas calles. Un sinfín de refugiados salían de la estación de ferrocarril para unirse a las multitudes que habían llegado a pie. Abrigados con toda clase de prendas, parecían extrañas criaturas de nieve. A los niños los llevaban en improvisados trineos.
El coche podía alcanzar una velocidad máxima de ciento setenta kilómetros por hora, pero no tardó en verse metido en el terrible atasco. El conductor maldecía al tiempo que hacía sonar la bocina. El pesado parachoques de acero no conseguía apartar a los refugiados. Harto, el conductor detuvo el vehículo, se bajó y abrió la puerta trasera.
–Vamos, profesor -le dijo a su pasajero-. Es hora de dar un paseo.
Sin preocuparse más por el Mercedes abandonado en mitad de la calle, el conductor se abrió paso entre la multitud como si fuese un ariete. Sujetaba con fuerza el brazo del profesor, pedía paso a gritos y no vacilaba en apartar a codazos y con los hombros a todos aquellos que se demoraban.
Finalmente, consiguieron llegar a los muelles donde se habían reunido más de sesenta mil refugiados que esperaban subir a bordo de alguno de los barcos amarrados o fondeados en la rada.
–Eche una buena ojeada -dijo el conductor, que miraba el terrible espectáculo con una sonrisa severa-. Los eruditos religiosos están todos equivocados. Como se ve claramente, el infierno no es caliente sino frío.
El profesor se convenció de que estaba en manos de un loco. Antes de que pudiese replicar, el conductor lo arrastraba de nuevo. Se abrieron paso entre una multitud de tiendas improvisadas con mantas cubiertas de nieve y eludieron a centenares de caballos y perros hambrientos abandonados por sus dueños. Vehículos de todo tipo abarrotaban los muelles. Largas hileras de camillas llevaban a los soldados heridos transportados desde el frente oriental en trenes ambulancia. Guardias armados custodiaban las pasarelas y apartaban a los pasajeros no autorizados.
El conductor se detuvo delante de la pasarela de un buque de pasajeros. El centinela levantó su fusil para cerrarle el paso. El hombre alto le mostró una hoja de papel escrito con letra gótica. El soldado leyó el documento, se cuadró y señaló a lo largo del muelle.
El profesor no se movió. Miraba atentamente cómo alguien a bordo del barco amarrado lanzaba un paquete a la multitud en el muelle. El lanzamiento se quedó corto y el paquete cayó al agua. Se escuchó el gemido de la multitud.
–¿Qué ha pasado? – preguntó Kovacs.
El soldado apenas se molestó en mirar hacia el barco.
–Los refugiados con un bebé pueden subir a bordo. Lanzan al bebé para que otros lo utilicen como un pase. A veces fallan y el bebé acaba en el agua.
–¡Qué horrible! – exclamó el profesor, estremecido.
El centinela se encogió de hombros.
–Será mejor que se den prisa. En cuanto cese la nevada, los rojos enviarán a sus aviones para que nos bombardeen y ametrallen. Buena suerte. – Levantó el fusil para cortarle el paso al siguiente en la fila.
El documento mágico hizo pasar a Kovacs y el conductor entre dos rudos oficiales de las SS que buscaban hombres aptos para enviarlos al frente. Por fin consiguieron llegar al pie de la pasarela de un transbordador cargado con soldados heridos. El conductor mostró de nuevo el documento al centinela, que les dijo que subieran a bordo sin perder un segundo.
Un hombre vestido con el uniforme del cuerpo médico naval esperó a que el sobrecargado transbordador se apartara del muelle. Había ayudado a subir a bordo a los heridos, pero ahora se escabulló entre la muchedumbre para dirigirse a un desguace marítimo.
Subió a los restos oxidados de un pesquero y bajó la escalerilla para ir a la cocina bajo cubierta. De uno de los armarios sacó un radiotransmisor a manivela, lo puso en marcha y murmuró en el micrófono unas pocas frases en ruso. Esperó a escuchar la respuesta entre los chasquidos de la estática, guardó la radio, y regresó al muelle.
El transbordador que llevaba a Kovacs y el conductor se había situado a estribor de un buque apartado un centenar de metros del muelle para impedir que los refugiados pudiesen colarse a bordo. Al pasar por delante de la popa, el profesor había alzado la mirada. Pintado en letras góticas en el casco gris aparecía el nombre: Wilhelm Gustloff.
Bajaron una pasarela y llevaron a los heridos a bordo. Luego subieron los demás pasajeros. Todos sonreían y murmuraban plegarias de agradecimiento. La patria alemana solo estaba a unos pocos días de navegación.
Ninguno de los felices pasajeros podía saber que acababan de embarcarse en una tumba flotante.
El capitán de tercera clase Sasha Marinesko miró a través del periscopio del submarino S-13, con una expresión ceñuda.
Nada.
Ningún transporte alemán a la vista. La superficie del mar aparecía tan vacía como los bolsillos de un marinero que vuelve de permiso. Ni siquiera un apestoso bote de remos al que disparar. El capitán pensó en los doce torpedos sin usar que llevaba a bordo y su furia creció como una hoguera.
El alto mando naval soviético había dicho que la ofensiva del ejército rojo contra Danzig provocaría una evacuación marítima a gran escala. El S-13 era uno de los tres submarinos que habían recibido la orden de esperar el supuesto éxodo desde Memel, un puerto todavía en manos alemanas.
Cuando Marinesko se enteró de que habían capturado Memel, llamó a una reunión de oficiales. Les comunicó que había decidido poner rumbo a la bahía de Danzig, donde era más probable que se estuviesen reuniendo los convoyes para la evacuación.
Nadie protestó. Los oficiales y la tripulación tenían muy claro que del éxito de la misión dependía de que los recibiesen como héroes o los deportasen a Siberia.
Días antes, el capitán se las había tenido con la policía secreta naval, la NKGB. Había salido de la base sin permiso. El 2 de enero se había ido de putas cuando llegó la orden de Stalin que enviaba a los submarinos al Báltico para atacar a los convoyes. Pero el capitán se pasó tres días en los burdeles y bares del puerto de Turku en Finlandia. Regresó al S-13 un día después del que debía zarpar.
La NKGB lo esperaba. Sospecharon todavía más cuando les dijo que no recordaba nada de sus tres días de borrachera. Marinesko era un capitán experto que había sido distinguido con las órdenes de Lenin y la Estrella Roja. El audaz submarinista se había enfurecido cuando la policía secreta lo acusó de ser un espía y desertor.
Su comprensivo comandante decidió demorar la celebración de una corte marcial. El plan fracasó cuando los tripulantes ucranianos firmaron una petición en la que pedían que se le permitiese al capitán volver al submarino. El comandante sabía que esta muestra de lealtad podía ser considerada como un posible motín. Por consiguiente y para evitar males mayores, ordenó que el submarino se hiciese a la mar mientras se tomaba una decisión sobre la corte marcial.
Marinesko llegó a la conclusión que si hundía unos cuantos barcos alemanes, él y sus hombres conseguirían librarse de un severo castigo.
Sin comunicarle su plan al cuartel general, ordenó que el S-13 tomase un rumbo que lo alejaba de la zona de patrullaje y hacia el fatal encuentro con el barco de pasajeros alemán.
Friedrich Petersen, el canoso capitán del Gustloff, se paseaba por la cámara de oficiales como un león furioso. Se detuvo bruscamente para dirigir una mirada asesina al joven vestido con el impecable uniforme de la división de submarinos.
–Le recuerdo, comandante Zahn, que soy el capitán de este barco y el responsable de llevar a esta nave y a todos los que se encuentran a bordo a un lugar seguro.
El comandante Wilhelm Zahn tuvo que apelar a su disciplina de hierro para controlarse, y bajó una mano para rascar detrás de la oreja a Hassan, su gran perro alsaciano.
–Si me lo permite, yo le recuerdo, capitán, que el Gustloff ha estado a mi mando como barco nodriza desde 1942. Soy el oficial de mayor graduación a bordo. Además, se olvida de su juramento de no volver a comandar un barco en navegación.
Petersen había aceptado el compromiso que era una de las condiciones establecidas para su repatriación después de haber sido capturado por los británicos. El juramento no era más que una formalidad porque los británicos creían que ya no tenía edad para estar en el servicio activo. A los sesenta y siete años, sabía que su carrera se había acabado independientemente del resultado final de la guerra. Era el Leigerkapitán, el «capitán dormido», del Gustloff Pero le consolaba saber que el joven comandante había sido retirado del servicio activo tras haber fallado en el hundimiento del crucero británico Nelson.
–En cualquier caso, capitán, con usted al mando el Gustloff minea, ha salido del muelle. Una escuela y cuartel flotante amarrado dista mucho de ser un barco navegando. Tengo un gran respeto al servicio de submarinos, pero no puede negar que soy el único capacitado para llevar el barco al mar.
Petersen había comandado el barco en una ocasión, en un viaje antes de la guerra, y nunca le hubiesen permitido llevar el timón del Gustloff en circunstancias normales. Zahn se enfureció al pensar que estaría a las órdenes de un civil. Los submarinistas alemanes se consideraban ellos mismos como un grupo de élite.
–Así y todo, sigo siendo el oficial de mayor rango a bordo. No sé si lo habrá advertido pero tenemos baterías antiaéreas montadas en cubierta -replicó Zahn-. Técnicamente esta es una nave de combate.
El capitán le respondió con una sonrisa indulgente.
–Una nave de combate muy curiosa. Quizá ha advertido que llevamos miles de refugiados, una misión mucho más adecuada para un transporte de la marina mercante.
–Ha olvidado mencionar a los mil quinientos submarinistas que deben ser evacuados para que puedan defender a su patria.
–Estoy más que dispuesto a acceder a sus deseos si puede mostrarme una orden escrita para que lo haga. – Petersen sabía perfectamente que, con el caos de la evacuación, nadie tenía tiempo para escribir las órdenes.
El rostro de Zahn adquirió el color de la remolacha. Su oposición iba más allá de la animosidad personal. Tenía serias dudas sobre la capacidad de Petersen para dirigir el barco con la tripulación inexperta y políglota bajo su mando. Quería tratar de imbécil al capitán, pero de nuevo se impuso su estricta disciplina. Se volvió hacia los demás oficiales que habían sido mudos testigos de la agria discusión.
–Este no será uno de los cruceros de «Fuerza a través de la alegría» -manifestó Zahn-. Todos nosotros, los oficiales navales y mercantes, tenemos por delante un dura tarea y una gran responsabilidad. Nuestro deber es atender al máximo a los refugiados, y espero que la tripulación haga todos los esfuerzos posibles para conseguirlo.
Chocó los tacones, saludó a Petersen, y luego salió de la cámara de oficiales seguido por su fiel alsaciano.
El guardia en lo alto de la pasarela echó una ojeada al documento del hombre alto y se lo pasó al oficial que supervisaba el embarque de los heridos.
El oficial se tomó su tiempo para leer la carta, y después comentó:
–Herr Koch parece tenerle en gran estima.
Erich Koch era el despiadado Gauleiter que se había negado a evacuar Prusia oriental mientras preparaba su propia fuga en un barco cargado con tesoros robados.
–Me gusta creer que me he ganado su respeto.
El oficial llamó a un sobrecargo y le explicó la situación. El sobrecargo se encogió de hombros y guió a la pareja a través de la abarrotada cubierta, y después bajaron tres niveles. Abrió la puerta de un camarote con dos literas y un lavabo. El camarote era demasiado pequeño como para que entrasen los tres al mismo tiempo.
–No es precisamente el camarote del Führer -comentó el sobrecargo-. Pero tienen suerte de tenerlo. El baño está en el pasillo, cuatro puertas más allá.
El hombre alto echó una ojeada al camarote.
–Nos bastará. Ahora, a ver si nos puede conseguir algo de comer.
Un rubor cubrió las mejillas del sobrecargo. Estaba harto de recibir órdenes de los personajes que viajaban con una relativa comodidad mientras los demás mortales tenían que sufrir. Pero algo en los fríos ojos azules del hombre alto le advirtió que más le valía no discutir. Regresó al cabo de un cuarto de hora con dos boles de sopa de verduras caliente y unas rebanadas de pan duro.
Los dos hombres devoraron su comida en silencio. El profesor terminó primero y dejó el bol a un lado. Tenía los ojos nublados por el cansancio, pero su mente seguía muy alerta.
–¿ Qué es este barco? – preguntó.
El hombre alto rebañó el fondo del bol con el último trozo de pan, y encendió un cigarrillo.
–Bienvenido a bordo del Wilbelm Gustloff, el orgullo del programa «Fuerza a través de la alegría».
El programa formaba parte de la campaña de propaganda nazi para demostrarles a los trabajadores alemanes los beneficios del nacionalsocialismo. Kovacs miró en derredor.
–No veo mucha fuerza ni alegría -señaló.
–Sin embargo, algún día el Gustloff volverá a transportar a los felices trabajadores alemanes y a los fieles del partido a la soleada Italia.
–No veo la hora de que así sea. No me ha dicho adonde vamos.
–Lo más lejos posible del ejército rojo. Su trabajo es demasiado importante como para que caiga en manos de los rusos. El Reich lo cuidará muy bien.
–Por lo que se ve el Reich tiene ya bastantes problemas con cuidar de su propia gente.
–No es más que un retraso temporal. Su bienestar es mi máxima prioridad.
–No me preocupa mi bienestar. – Kovacs llevaba meses sin ver a su esposa y a su hijo pequeño.
Solo sus cartas habían mantenido vivas sus esperanzas.
–¿Su familia? – El hombre alto lo observó con una mirada firme-. No se preocupe. Esto se acabará muy pronto. Le sugiero que duerma. No, es una orden.
Se acostó en una de las literas, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, y cerró los ojos. Kovacs no se llevó a engaño. Su compañero casi nunca dormía y se despertaba en el acto a la más mínima provocación.
El profesor observó el rostro del hombre. No llegaba a la treintena, aunque parecía mayor. Tenía el cráneo alargado y el perfil fuerte que aparecía en los carteles de propaganda como el ideal ario.
Kovacs se estremeció al recordar cómo había matado a sangre fría al soldado ruso. Aún no había acabado de asimilar todo lo sucedido en los últimos días. El hombre alto se había presentado en el laboratorio en plena nevada con un documento que autorizaba la partida del doctor Kovacs. Le había dicho que se llamaba Karl y le pidió que recogiese sus pertenencias. Después habían emprendido la desesperada fuga por la región helada, y en varias ocasiones habían estado a punto de caer en manos de las patrullas rusas. Ahora sin saber cómo había acabado en este barco.
La comida le había dado sueño. Se le cerraron los ojos, y se quedó profundamente dormido.
Mientras el profesor dormía, un pelotón de la policía militar recorrió el barco en busca de desertores. El Gustloff recibió la orden de partida, y un práctico subió a bordo. Alrededor de la una de la tarde, soltaron las amarras, y cuatro remolcadores comenzaron a apartarlo del muelle.
Una flotilla de embarcaciones menores, la mayoría cargadas con mujeres y niños, le cerraron el paso. El barco paró máquinas y recogió a los refugiados. El Gustloff tenía capacidad para mil cuatrocientos sesenta y cinco pasajeros y una tripulación de cuatrocientos. En este viaje, el viejo crucero llevaba ocho mil pasajeros.
El barco salió a mar abierto y fondeó a última hora de la tarde en el punto de encuentro con otro crucero, el Hansa, y sus escoltas. El Hansa sufrió una avería que le impidió presentarse a la cita. El Mando Naval, preocupado por el peligro que representaba para el Gustloff permanecer fondeado, ordenó que hiciese la travesía en solitario.
El crucero surcó las heladas aguas del Báltico, azotado por un fuerte viento del noroeste. El granizo repiqueteaba contra las ventanas del puente donde el comandante Zahn se consumía de furia mientras miraba a las dos escoltas que habían enviado para proteger al Gustloff.
La nave había sido construida para climas y mares más cálidos, pero, con un poco de suerte, sobreviviría al mal tiempo. En cambio, no sobreviviría a la estupidez. El Mando Naval había enviado al crucero a una travesía plagada de peligros con la pobre escolta de un viejo torpedero llamado Lowe, y un T19, otra antigualla que se utilizaba para la recuperación de torpedos. Cuando Zahn ya creía que la situación no podía empeorar, el T19 comunicó que tenía una fuga de aceite y que regresaba a la base.
Zahn se volvió hacia el capitán Petersen y los demás oficiales que se encontraban en el puente.
–A la vista de que solo contamos con un escolta, propongo que naveguemos en zigzag a la máxima velocidad.
El capitán sonrió despectivamente.
–Imposible. El Wilhlem Gustloff es un crucero de veinticuatro mil toneladas. No podemos navegar zigzagueando como un marinero borracho.
–Entonces tendremos que aprovechar nuestra velocidad para alejarnos de cualquier submarino. Lo lógico sería seguir la ruta directa a toda máquina.
–Conozco este barco. Incluso sin tomar en cuenta otras posibles averías, no se puede mantener una velocidad de dieciséis nudos sin que se fundan los cojinetes -replicó Petersen.
Zahn vio las venas hinchadas en el cuello del capitán. Miró a través de las ventanas del puente al viejo torpedero que marcaba el camino.
–En ese caso -declaró con una voz de ultratumba-, que Dios se apiade de nosotros.
–Profesor, despierte. – La voz sonó imperativa, urgente.
Kovacs abrió los ojos y vio a Karl inclinado sobre él. Se sentó en la litera y se frotó las mejillas para despejarse.
–¿Qué pasa?
–He hablado con algunos de los tripulantes. ¡Dios, qué desastre! Hay dos capitanes y no dejan de discutir. No hay botes salvavidas para todos. Las máquinas apenas si consiguen mantener la velocidad de crucero. El Mando Naval ordenó que el barco se hiciese a la mar con la única escolta de un torpedero que ya era un cascajo en la primera guerra. Para colmo, los idiotas en el puente de mando no han ordenado que apaguen las luces de navegación.
Kovacs vio por primera vez una expresión de alarma en el rostro de su compañero.
–¿Cuántas horas he dormido?
–Es de noche y navegamos por mar abierto. – Karl le entregó un salvavidas azul oscuro y se puso el suyo.
–¿Ahora qué haremos?
–Quédese aquí. Quiero ver qué pasa con los botes salvavidas. – Le arrojó un paquete de cigarrillos-. Invita la casa.
–No fumo.
Karl se detuvo un momento en la puerta.
–Quizá ya es hora de que comience -dijo, y se marchó.
Kovacs sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Había dejado de fumar el mismo día de su casamiento. Tosió cuando el humo le llenó los pulmones, y se mareó un poco, pero recordó con delicioso placer los inocentes excesos de sus días de estudiante.
Se acabó el cigarrillo, pensó en encender otro pero desistió. Llevaba días sin ducharse, y le picaba todo el cuerpo. Se lavó la cara en el lavabo y se secaba las manos con la toalla raída cuando llamaron a la puerta.
–¿Profesor Kovacs? – preguntó una voz ahogada.
–Sí.
Se abrió la puerta, y el profesor soltó una exclamación.
Tenía delante lo que debía de ser la mujer más fea del mundo. Medía más de un metro ochenta de estatura, con unos hombros enormes que amenazaban con reventar las costuras del abrigo de piel negra. Se había pintado los labios con tal cantidad de brillante carmín rojo que parecía un payaso.
–Perdone mi aspecto -dijo la mujer con una inconfundible voz masculina-. No ha sido cosa fácil subir a bordo de este barco. Tuve que apelar a este ridículo disfraz, y repartir unas cuantas propinas.
–¿Quién es usted?
–Eso no tiene importancia. Lo importante es su nombre. Usted es el doctor Lazlo Kovacs, el genio germano-húngaro de la electricidad.
El profesor se puso alerta.
–Soy Lazlo Kovacs y me tengo por húngaro.
–¡Perfecto! Usted es el autor de un trabajo sobre electromagnetismo que conmocionó al mundo científico.
Las antenas de Kovacs temblaron. El trabajo había sido publicado en una poco conocida revista científica y la consecuencia había sido que llamó la atención de los alemanes, que no habían vacilado en secuestrarlo a él y su familia. Permaneció en silencio.
–No importa -añadió el hombre muy contento, y la sonrisa de payaso se hizo más grande-. Veo que he encontrado al hombre que busco. – Metió la mano debajo del abrigo de piel y sacó una pistola-. Lamento ser descortés, doctor Kovacs, pero mucho me temo que tendré que matarlo.
–¿Matarme? ¿Por qué? Ni siquiera lo conozco.
–Pero yo lo conozco, o mejor dicho, lo conocen mis superiores de la NKGB. En el mismo momento en que las gloriosas tropas del ejército rojo cruzaron la frontera, enviamos a un destacamento especial para rescatarlo, pero usted ya había abandonado el laboratorio.
–¿Usted es ruso?
–Por supuesto. Nos hubiese encantado encontrarlo antes y que trabajase para nosotros. De haberlo podido interceptar antes de subir a este barco, ahora estaría disfrutando de la hospitalidad soviética. Pero ahora no puedo sacarlo de aquí, y no podemos permitir que usted y su trabajo caigan de nuevo en manos de los alemanes. No, no, eso no se puede tolerar. – Se esfumó la sonrisa.
Tal era el asombro de Kovacs que no tuvo miedo, ni siquiera cuando la pistola le apuntó al corazón.
Marinesko apenas si daba crédito a su buena fortuna. Llevaba horas en la torreta del S-13, sin hacer caso del viento polar y la espuma que le salpicaba el rostro, cuando amainó la nevada y vio la enorme silueta de un transatlántico precedido por una embarcación más pequeña.
El submarino navegaba en la superficie a pesar de la mar gruesa. La tripulación estaba en los puestos de combate desde el momento en que habían avistado las luces de unos barcos que navegaban cerca de la costa. El capitán había ordenado que redujesen la flotabilidad del submarino para que solo emergiera la torreta y situarse fuera de la detección de los radares.
Decidió que los barcos nunca esperarían un ataque desde la costa, y en consecuencia ordenó que el submarino pasase por detrás del convoy y seguir un curso paralelo al transatlántico y la escolta. Dos horas más tarde, el S-13 viró hacia su principal objetivo. Marinesko ordenó disparar cuando se encontraban muy cerca de la banda de babor de la nave.
Tres torpedos salieron de los tubos de proa en rápida sucesión para dirigirse al desprotegido casco del transatlántico.
Se abrió la puerta, y Karl entró en el camarote. Había permanecido unos instantes en el pasillo, atento al murmullo de voces masculinas en el interior. Se sintió desconcertado al ver a una mujer que le daba la espalda. Miró a Kovacs, que aún tenía la toalla en las manos, y vio el miedo reflejado en el rostro del profesor.
El ruso notó la ráfaga de aire helado al abrirse la puerta. Se giró y disparó sin apuntar. Karl se le adelantó por una milésima de segundo. Agachó la cabeza y arremetió contra el estómago del pistolero con la fuerza de una excavadora.
El golpe tendría que haberle roto las costillas al asesino, pero el grueso abrigo de piel y el corsé que llevaban eran como una armadura. El topetazo solo consiguió dejarle sin aire. Chocó contra una de las literas y cayó de lado. Se le desprendió la peluca y quedó a la vista el pelo negro corto. Consiguió hacer un segundo disparo que rozó el hombro derecho de Karl junto al cuello.
Karl se le echó encima, y le buscó la garganta con la mano izquierda. La sangre de la herida los manchó a los dos. El ruso levantó una pierna y descargó un puntapié contra el pecho de Karl, que tropezó y cayó de espaldas.
Kovacs cogió el cuenco de sopa del lavabo y lo arrojó contra el rostro del pistolero. El cuenco rebotó en la mejilla del ruso, que se echó a reír.
–Usted será el próximo. – Apuntó a Karl.
¡Bum!
La sorda explosión hizo temblar los mamparos. La cubierta se inclinó bruscamente hacia estribor. Kovacs cayó de rodillas. Los tacones altos de las botas que calzaba el asesino le hicieron perder el equilibrio. Cayó sobre Karl, que le sujetó la muñeca de la mano que llevaba el arma, la acercó a la boca y le hundió los dientes en el cartílago y el músculo. La pistola cayó al suelo.
¡Bum! ¡Bum!
El barco se sacudió de proa a popa con las dos nuevas explosiones. El asesino intentó levantarse, pero de nuevo perdió el equilibrio cuando la nave escoró a babor. Intentó mantenerse erguido, y Karl aprovechó para darle un feroz puntapié en el tobillo. El ruso soltó un grito muy poco femenino y se desplomó. Su cabeza golpeó contra la base metálica de la litera.
Karl se sujetó a la tubería del lavabo y hundió el tacón claveteado de la bota en la garganta del ruso para aplastarle la laringe. El hombre intentó inútilmente apartarle la pierna, se le hincharon los ojos, el rostro adquirió un tono rojo oscuro, después púrpura, y luego exhaló su último suspiro.
Karl se irguió, tambaleante.
–Tenemos que salir de aquí. Han torpedeado el barco.
Sacó a Kovacs del camarote. En el pasillo reinaba el caos. Los alaridos y gritos de los aterrados pasajeros resonaban en los mamparos. El estruendoso sonido de las campanas de alarma contribuía a la confusión. Se habían encendido las luces de emergencia, pero el humo provocado por las explosiones dificultaba la visión.
La escalerilla principal estaba abarrotada a tal extremo que nadie se movía. Había muchos que vomitaban como consecuencia del humo aceitoso que se les colaba en las gargantas.
La muchedumbre intentaba abrirse paso entre el torrente de agua que caía por el hueco de la escalerilla. Karl abrió una puerta de acero, arrastró a Kovacs a un espacio oscuro y cerró la puerta sin perder ni un segundo. El profesor sintió cómo le guiaba la mano hasta el peldaño de una escalerilla.
–Suba -le ordenó Karl.
Kovacs obedeció sin rechistar y subió hasta que su cabeza chocó contra una escotilla. Karl le gritó que la abriera y continuase subiendo. Después de subir el segundo tramo, Kovacs abrió otra escotilla. El aire helado y los copos de nieve arrastrados por el viento le azotaron el rostro. Salió por la escotilla, y luego ayudó a Karl. Kovacs miró en derredor con una expresión de asombro.
–¿Dónde estamos?
–En la cubierta de primera clase. Por aquí.
En la cubierta helada reinaba un siniestro silencio, comparado con el horror de la tercera clase. Las pocas personas a la vista eran los privilegiados de los camarotes de primera clase. Algunos se habían reunido alrededor de una chalupa, una resistente embarcación de motor utilizada en los paseos por los fiordos noruegos. Los tripulantes provistos con martillos y hachas golpeaban los pescantes para quitarles el hielo.
En cuanto consiguieron aflojar los pescantes, los tripulantes apartaron a las mujeres, algunas de ellas embarazadas, y saltaron a bordo de la chalupa. Los niños y los soldados heridos no tuvieron ninguna oportunidad. Karl desenfundó la pistola y efectuó un disparo al aire. Los marineros vacilaron, pero solo por un segundo, antes de continuar la brega por embarcarse. Karl disparó de nuevo, esta vez contra el primer tripulante que había subido a la embarcación. Los demás escaparon.
Karl hizo subir a una mujer y su bebé, y después ayudó a Kovacs antes de embarcar él. Permitió que un puñado de marineros subieran a bordo para que se ocupasen de lanzar al agua al tripulante muerto y arriar la chalupa. Soltaron las amarras y pusieron el motor en marcha.
La embarcación cargada hasta los topes cabeceó mientras navegaba lentamente hacia las luces de un carguero que acudía en auxilio de los náufragos. Karl ordenó que detuviesen la chalupa para recoger a las personas que flotaban en el agua. El exceso de carga amenazaba con hundir la chalupa. Uno de los marineros gritó a voz en cuello:
–¡No hay más lugar!
Karl le disparó entre los ojos.
–Ahora sí-dijo, y le ordenó a los tripulantes que arrojasen el cuerpo por la borda.
Sofocado el intento de motín, se apretó contra Kovacs.
–¿Está bien, profesor?
–Sí. – Kovacs lo miró-. Es usted un hombre sorprendente.
–Intento serlo. Nunca dejes que tus enemigos sepan lo que pueden esperar.
–No hablo de eso. Vi cómo ayudaba a las mujeres y heridos. Acunó a aquel bebé como si fuese suyo.
–Las cosas no son siempre lo que parecen, amigo mío. – Metió la mano en el bolsillo interior del abrigo y sacó un paquete envuelto en una bolsa impermeable-. Tome estos documentos. Usted ya no es Lazlo Kovacs, sino un ciudadano alemán que vivía en Hungría. Solo tiene un ligero acento y no tardará en perderlo. Quiero que se pierda entre la multitud. Conviértase en otro refugiado. Vaya hacia las líneas británicas y norteamericanas.
–¿Quién es usted?
–Un amigo.
–¿Por qué debo creerle?
–Como le dije, las cosas no son siempre lo que parecen. Soy parte de un círculo que lleva luchando contra las bestias nazis desde mucho antes que los rusos.
Los ojos del profesor se iluminaron.
–¿El Kreisau Circle -Había escuchado rumores de la existencia del grupo de resistencia clandestina.
Karl se llevó un dedo a los labios.
–Todavía nos encontramos en territorio enemigo -replicó en voz baja.
Kovacs le sujetó el brazo.
–¿Puede salvar a mi familia?
–Me temo que ya es tarde para eso. Su familia no existe.
–Pero las cartas…
–No eran más que falsificaciones para que no se desanimara y continuase con su trabajo.
Kovacs miró a la distancia con una expresión estupefacta.
Karl sujetó al profesor por la solapa y le susurró al oído:
–Debe olvidar su trabajo por su propio bien y el de toda la humanidad. No podemos arriesgarnos a que caiga en las manos equivocadas.
El profesor asintió, aturdido. La chalupa golpeó contra el casco del carguero. Bajaron una escalerilla. Karl le ordenó a los marineros que fueran a recoger a más náufragos. Desde la cubierta del barco, Kovacs observó la marcha de la chalupa. Karl le dirigió un último saludo antes de desaparecer en la cortina de nieve.
Kovacs vio a lo lejos las luces del transatlántico, escorado sobre babor, con la chimenea paralela al mar. Las calderas estallaron cuando la nave se hundió bajo la superficie una hora después de ser torpedeado. En ese tiempo, se perdieron cinco veces más vidas a bordo del Gustloff que en el Titanic.
El presente
A todos aquellos que veían al Southern Belle por primera vez se les podía perdonar que se preguntasen si la persona que había bautizado al enorme barco de carga poseía un siniestro sentido del humor o si sencillamente era corto de vista. A pesar del nombre que recordaba a una de aquellas mujeres de perturbadora belleza de antes de la guerra de Secesión, el Belle era, simple y llanamente, un monstruo de metal sin nada que insinuase una pulcritud femenina.
El Southern Belle pertenecía a la nueva generación de supercargueros construidos en los astilleros norteamericanos después de muchos años durante los cuales Estados Unidos se había dejado pillar la delantera por los astilleros de otras naciones. Había sido diseñado en San Diego y construido en Biloxi. Con una eslora de doscientos treinta y cinco metros, era más largo que dos campos de fútbol unidos, y tenía espacio suficiente para cargar mil quinientos contenedores.
El gigantesco barco era controlado de la imponente superestructura en la cubierta de popa. Con una anchura de treinta y cuatro metros y seis pisos de altura, parecía un edificio de apartamentos, y albergaba los camarotes de los oficiaíes y la tripulación, los comedores, un hospital y consultorios, despachos y salas de conferencias.
En el puente de mando, situado en el máximo nivel de la superestructura, las hileras de pantallas de veintiséis pulgadas hacían que pareciera un casino de Las Vegas. El amplio centro de operaciones reflejaba la nueva era en el diseño naval. Los ordenadores controlaban todos los aspectos de los sistemas y funciones integradas.
Pero los viejos hábitos se resisten a morir. El capitán del barco, Pierre «Pete» Beaumont, observaba el horizonte a través de los prismáticos, pues seguía confiando más en sus ojos que en toda la sofisticada maquinaria electrónica a su disposición.
Desde su ventajosa posición en el puente, Beaumont tenía una visión panorámica de la tempestad que azotaba a su barco. El viento huracanado levantaba olas grandes como casas. Las olas rompían por encima de la proa y bañaban casi hasta la mitad las hileras de contenedores amarrados en cubierta.
El nivel de violencia extrema que rodeaba al barco hubiese hecho que otras embarcaciones menores corrieran a buscar refugio y que sus capitanes pasasen un mal rato. Pero Beaumont se comportaba como si estuviese a bordo de una góndola en el Gran Canal.
Le gustaban las tormentas. Disfrutaba con el toma y daca entre su barco y los elementos. Ver la manera como el Belle se abría paso en el mar embravecido en una impresionante exhibición de potencia le provocaba una emoción casi sensual.
Beaumont era el primero y único capitán de la nave. Había seguido la construcción del Belle desde el principio y conocía hasta la última tuerca. El barco había sido diseñado para el servicio regular entre Estados Unidos y Europa, por una ruta que lo llevaba a través del océano más caprichoso del mundo. Tenía la más absoluta confianza en que la tempestad estaba bien dentro de los límites que soportaba la nave.
En Nueva Orleans habían cargado caucho sintético, lana, plásticos y maquinaria, y después habían navegado alrededor de Florida hasta un punto en mitad de la costa atlántica, para poner rumbo directo a Rotterdam.
El servicio meteorológico había acertado de pleno con el pronóstico. Habían anunciado vientos muy fuertes que darían paso a una borrasca atlántica. La tormenta los había pillado a unas doscientas millas de la costa. Beaumont permaneció tranquilo, incluso cuando los vientos ganaron en intensidad. El barco había aguantado temporales peores.
Observaba el horizonte cuando se tensó bruscamente y pareció apoyarse en los prismáticos. Los bajó por un instante, se los llevó de nuevo a los ojos y masculló una maldición. Se volvió hacia el primer oficial.
–Mira en aquel sector. Alrededor de las dos. Dime si ves algo fuera de lo normal.
El oficial era Bobby Joe Butler, un joven con talento oriundo de Natchez. Butler no ocultaba su ambición de comandar algún día un barco como el Belle, quizá incluso el propio Belle. De acuerdo con la indicación del capitán, Butler enfocó los prismáticos en un sector a unos treinta grados a estribor.
Solo vio el agua gris y alborotada que se perdía en la bruma del horizonte. Entonces, más o menos a una milla del barco, avistó una línea blanca de espuma que era por lo menos el doble de la altura del mar en el fondo. Incluso mientras miraba, la ola creció rápidamente en altura como si obtuviese potencia de las otras olas.
–Parece que se nos viene encima una muy grande -comentó Butler, con su deje del Mississippi.
El primer oficial miró de nuevo a través de los prismáticos.
–Las olas hasta el momento tenían unos diez metros. Esa parece doblarlas. ¡Caray! ¿Has visto alguna vez una tan enorme?
–Nunca -respondió el capitán-. Ni una sola vez en mi vida.
El capitán sabía que su barco podría resistir el embate si se colocaba de proa para disminuir el área de impacto. Le ordenó al timonel que programara al piloto automático para enfrentarse a la ola y mantener el rumbo firme. Luego cogió el micrófono y apretó un interruptor que conectaba al puente con el sistema de megafonía.
–Atención a todos los tripulantes. Les habla el capitán. Una ola gigante está a punto de golpear al barco. Busquen una posición segura lejos de cualquier cosa suelta y sujétense bien. El impacto será severo. Repito. El impacto será severo.
Como una medida de precaución, le ordenó al oficial de comunicaciones que transmitiese un SOS. El barco siempre podría anular la llamada, si era necesario.
La ola verdiblanca se encontraba ahora a una distancia de media milla.
–Mira eso -le dijo Butler. Unos brillantes destellos iluminaban el cielo-. ¿Relámpagos?
–Quizá -respondió Beaumont-. ¡Me preocupa más esa maldita ola!
El perfil de la ola no se parecía en nada a lo que conocía el capitán. A diferencia de las olas normales, que tenían la cresta curvada, esta era absolutamente vertical, como una pared en movimiento.
Beaumont tuvo la extraña sensación de estar viéndolo todo desde un punto exterior a su cuerpo. Una parte observaba a la ola de una manera desinteresada, científica, fascinado por el tamaño y la potencia, mientras que la otra lo contemplaba todo con un asombro impotente ante aquel inmenso y amenazador poder.
–Sigue creciendo -anunció Butler, asombrado.
El capitán asintió. La ola había alcanzado una altura de treinta metros, casi tres veces más de cuando la había visto por primera vez. Su rostro adquirió un tono ceniciento. Comenzaron a aparecer grietas en su confianza a prueba de bombas. Un barco del tamaño del Belle no podía girar en un periquete, y aún estaba atravesado cuando la gigantesca ola se encabritó como un ser vivo.
Se había preparado para soportar el choque pero se sintió perdido cuando una brecha lo bastante grande como para engullirse el barco se abrió en el océano delante de la ola.
Beaumont miró en el abismo que había aparecido mágicamente delante de sus ojos. Es como el fin del mundo, pensó.
El barco se metió en la brecha, se deslizó por la pendiente y hundió la proa en el océano. El capitán cayó contra el mamparo delantero.
En lugar de golpearlo, la ola se desplomó sobre el barco, y lo sumergió debajo de miles de toneladas de agua.
Las ventanas del puente implosionaron con la presión, y pareció como si todo el océano Atlántico hubiese entrado en la sala. El agua golpeó al capitán y a todos los demás con la fuerza de un centenar de mangueras de incendio. El puente se convirtió en un enredo de brazos y piernas. Los libros, los lápices y los cojines volaron por doquier.
Parte del agua se vació por las ventanas rotas, y Beaumont consiguió llegar hasta los controles. Todas las pantallas habían dejado de funcionar. Tampoco funcionaban el radar, las brújulas giroscópicas y la radio, pero, lo más grave, era la pérdida de energía. Todos los instrumentos habían sufrido un cortocircuito. No podían gobernar el barco.
El capitán se acercó a una ventana para evaluar los daños. La popa aparecía destrozada, y el barco escoraba. Dedujo que había una o varias vías de agua en el casco. No quedaba ni un solo bote salvavidas en los pescantes. La nave se movía como un hipopótamo borracho.
La enorme ola parecía haber agitado el mar en derredor como un demagogo que inflama a la masa. Las olas barrían la cubierta de proa. Para colmo, con las máquinas paradas, el barco se había colocado transversal al oleaje, y derivaba en la peor posición posible.
Tras haber sobrevivido a la ola, el barco yacía con la banda expuesta, en peligro de ser «agujereado», como se decía en la jerga marinera.
Beaumont intentó mantener una actitud positiva. El Southern Belle podía salvarse incluso con unos cuantos compartimientos inundados. Alguien habría captado el SOS. El barco podía flotar durante días, si era necesario, hasta que llegase la ayuda.
–Capitán. – El primer oficial interrumpió los pensamientos de su superior.
Butler miraba a través de la ventana rota. Su mirada incrédula estaba fija en un punto. El capitán miró hacia donde apuntaba el dedo del joven, y el miedo lo hizo estremecer de pies a cabeza.
Otra línea horizontal de espuma comenzaba a formarse a una distancia de menos de un cuarto de milla.
El primer avión apareció al cabo de dos horas. Comenzó a volar en círculos y muy pronto se sumaron varios más. Después llegaron los barcos de rescate, desviados de las rutas marítimas. Los barcos formaron una hilera separados por una distancia de tres millas y rastrearon el mar como una partida que busca a un niño perdido en un bosque. Tras varios días de búsqueda, no encontraron nada.
El Southern Belle, uno de los barcos de carga que era la última palabra en tecnología y diseño, sencillamente se había esfumado sin dejar rastro.
El aguzado kayak volaba a través de la superficie azul zafiro de Puget Sound como si hubiese sido disparado por un arco. El hombre de anchos hombros que lo guiaba parecía ser una misma pieza con la embarcación de madera. Hundía los remos en el agua con un movimiento grácil y fluido, concentrado en transmitir el poder de sus nervudos brazos en las paladas que mantenían al kayak moviéndose a una velocidad constante.
El sudor brillaba en las facciones curtidas del remero. La mirada penetrante de sus ojos azul claro, el mismo color del coral debajo del agua, observaba la amplia extensión de la bahía, las islas de San Juan envueltas por la bruma y, a lo lejos, los picos nevados de las montañas Olympic. Kurt Austin llenó a fondo los pulmones con el aire salado y abrió los labios en una amplia sonrisa. Era formidable estar en casa.
Las tareas de Austin como director del Equipo de Misiones Espaciales de la National Underwater and Marine Agency lo llevaban constantemente a los rincones más apartados del mundo. Pero su primer contacto con el mar había sido en las aguas frente a Seattle, donde había nacido. Puget Sound era para él como el patio de su casa. Había navegado en la bahía casi desde el día que había comenzado a caminar, y había corrido en veleros desde que tenía diez años. Su gran amor eran los barcos de carreras; era propietario de cuatro: un catamarán de ocho toneladas, capaz de alcanzar velocidades superiores a las cien millas por hora; un pequeño hidroplano; un velero de seis metros; y un bote de regatas en el que salía a remar por las mañanas en el Potomac.
La última incorporación a su flota era el kayak Guillemot hecho a medida. Lo había comprado en un viaje anterior a Seattle. Le gustaba su construcción en madera natural y el grácil diseño del delgado casco, basado en una embarcación de las islas Aleutianas. Como todas sus embarcaciones, era rápido además de hermoso.
Austin estaba tan ensimismado con las vistas y olores que casi se olvidó de que no se encontraba solo. Miró por encima del hombro. Una flotilla de cincuenta kayaks seguía la cinta de su estela a unos doscientos metros. Las pesadas embarcaciones de fibra de vidrio y dos asientos llevaban cada una a un padre y un niño. Eran seguros y estables, y no podían competir con el pura sangre de Austin. Se quitó la gorra azul turquesa de la NUMA, y dejó a la vista su abundante cabellera color platino, y la agitó bien alto por encima de la cabeza para animarlos a que se diesen prisa.
Austin no había vacilado cuando su padre, el rico propietario de una compañía internacional de salvamento marítimo con base en Seattle, le había pedido que dirigiera la carrera de kayaks que se celebraba todos los años para recaudar fondos destinados a la beneficencia. Había trabajado durante seis años para Austin Marine Salvage antes de entrar en una poco conocida sección de la CÍA especializada en inteligencia submarina. Cuando acabó la Guerra Fría, la CÍA cerró la sección, y Austin fue contratado por James Sandecker, director de la NUMA antes de convertirse en vicepresidente de Estados Unidos.
Hundió los remos en el agua y dirigió el kayak hacia dos embarcaciones fondeadas a menos de un cuarto de milla y separadas unos treinta metros. A bordo se encontraban los comisarios de la carrera y los representantes de los medios. Tendida entre las naves había una gran pancarta roja y blanca con la palabra LLEGADA. Amuradas al otro lado de la pancarta había una barcaza y un transbordador alquilado. Acabada la carrera, cargarían los kayaks en la barcaza y los participantes serían agasajados con una comida a bordo de la nave de pasajeros. El padre de Austin seguía la carrera desde un yate blanco de dieciséis metros de eslora llamado White Lightning.
Austin se preparaba para el sprint hacia la meta cuando advirtió un movimiento con el rabillo del ojo. Se volvió hacia la derecha y vio la alta aleta curva que cortaba el agua en su dirección. Mientras la observaba, al menos aparecieron otras veinte aletas detrás de la primera.
Puget Sound era el hogar de varios grupos de orcas, que comían salmón. Se habían convertido en las mascotas locales, y representaban un gran aporte a la economía, al atraer a turistas de todo el mundo, dispuestos a verlas desde las lanchas que seguían a las ballenas o a participar en las excursiones en kayak. Las ballenas asesinas se acercaban a los kayaks y a menudo ofrecían todo un espectáculo, al asomarse parcialmente o saltando fuera del agua. Lo habitual era que las orcas pasaran inofensivamente, a menudo muy cerca de las pequeñas embarcaciones, sin molestarlas para nada.
Cuando la primera aleta se encontraba a unos quince metros, la orca se levantó sobre la cola. Casi la mitad de sus ocho metros de longitud quedaron fuera del agua. Austin dejó de remar para mirarla. Lo había visto muchas veces, pero continuaba siendo algo impresionante. La orca que lo miraba era un macho, probablemente el líder del grupo, y debía de pesar unas siete toneladas. El agua resbalaba por el brillante cuerpo negro y blanco.
La ballena se hundió de nuevo, y la aleta avanzó rápidamente en su dirección. Sabía por experiencia que en el último segundo la orca pasaría por debajo del kayak. Pero cuando solo estaba a un par de metros, la orca se alzó de nuevo y abrió la boca. A esa distancia se podían tocar las temibles hileras de dientes afilados como navajas en la boca rosada. Austin los miró, incrédulo. Era como si el amable payaso de un circo se hubiese convertido en un monstruo. Las mandíbulas comenzaron a cerrarse. Austin metió el remo en la boca de la criatura. Se escuchó un sonoro crujido cuando los dientes destrozaron la madera.
El enorme cuerpo cayó sobre la afilada proa del kayak y la convirtió en astilla. Austin se encontró metido en el agua helada. Se hundió por un segundo, y luego volvió a la superficie, impulsado por el chaleco salvavidas. Escupió una bocanada de agua y se volvió. Para su tranquilidad, la aleta se alejaba.
El grupo se encontraba entre Austin y una isla cercana. En lugar de dirigirse en aquella dirección, comenzó a nadar mar adentro. Después de unas pocas brazadas, dejó de nadar y flotó boca arriba. El helor a lo largo de la columna no solo lo causaba el agua helada.
Lo perseguía una falange de aletas. Se quitó las botas y el incómodo chaleco salvavidas. Sabía muy bien que era un gesto inútil. Incluso sin el chaleco, hubiese necesitado de un motor fueraborda amarrado a la espalda para superar a una orca. Las ballenas asesinas nadaban a velocidades de hasta cincuenta millas por hora.
Se había enfrentado a muchos adversarios humanos con la más absoluta frialdad, pero esto era diferente. Le dominaba el mismo horror primitivo que seguramente habían sentido sus antepasados en la Edad de Piedra: el miedo a ser comido. A medida que las ballenas se acercaban, escuchó el suave barboteo que hacían al soltar el aire.
En el mismo momento en que esperaba que los afilados dientes se hundieran en la carne, el coro de humeantes exhalaciones quedó ahogado por el estruendo de unos poderosos motores. Casi ciego por el agua en los ojos, vio el sol reflejado en el casco de la embarcación. Unas manos asomaron por la borda para sujetarle los brazos. Sus rodillas golpearon dolorosamente contra el casco de plástico, y cayó sobre la cubierta como un pescado. Un hombre se inclinó sobre él.
–¿Está bien?
Austin respiró profundamente y le agradeció la ayuda al desconocido samaritano.
–¿Qué ha pasado? – preguntó el hombre.
–Me atacó una orca.
–Eso es imposible. Son como perros caseros.
–Eso dígaselo a las orcas.
Austin se levantó. Se encontraba en una impecable lancha de unos diez metros de eslora. El hombre que lo había sacado del agua tenía la cabeza afeitada con una araña tatuada en el cuero cabelludo. Sus ojos quedaban ocultos por unas gafas con cristales de espejo, y vestía vaqueros negros y una chaqueta de cuero del mismo color.
En la cubierta detrás del hombre había una extraña estructura metálica con forma cónica y de casi dos metros de altura. Gruesos cables eléctricos colgaban de la estructura como lianas. Austin observó el curioso artilugio durante un segundo, pero le interesaba más lo que ocurría en el agua.
Las orcas que lo habían perseguido como una manada de lobos marinos hambrientos se alejaban de la lancha para dirigirse hacia la flotilla de kayaks. Unas pocas personas habían visto cómo Austin caía al agua, pero no se encontraban lo bastante cerca para ver el ataque. Sin Austin en la vanguardia, los competidores no sabían qué hacer. Algunos continuaban remando lentamente. La mayoría se habían detenido sin más, donde flotaban como patitos de goma en una bañera.
Las ballenas se acercaban rápidamente a los desconcertados competidores. Como si fuese poco, otros grupos de orcas habían aparecido alrededor de la flotilla y se preparaban para el ataque. Nadie entre los tripulantes de los kayaks era consciente de la amenaza que iba hacia ellos. Eran muchos los que habían navegado antes por estas aguas y sabían que las orcas eran inofensivas.
Austin empuñó el timón.
–Espero que no le importe -dijo, y movió la palanca del acelerador al tope.
La respuesta del hombre se perdió en el tremendo rugido de los dos motores fueraborda. La embarcación planeó en cuestión de segundos. Austin puso rumbo a la brecha cada vez más angosta entre los kayaks y las aletas. Confiaba en que el ruido de los motores y los golpes del casco contra el agua espantasen a las orcas. Se desesperó al ver que las ballenas se dividían en dos grupos para esquivarlo y seguir la marcha hacia sus objetivos. Sabía que se comunicaban entre ellas para coordinar los ataques. Unos pocos segundos más tarde, el grupo alcanzó a la flotilla como una descarga de torpedos. Golpearon las ligeras embarcaciones con sus enormes cuerpos. Varios kayaks zozobraron y sus ocupantes acabaron en el agua.
Austin redujo la velocidad y guió a la lancha entre las cabezas de los niños y los padres y las afiladas aletas de las oreas. El White Ligbtning se había acercado a algunos de los kayaks volcados, pero la situación era demasiado caótica para prestar una ayuda efectiva. Austin vio cómo una de las aletas más grandes se acercaba a un hombre que flotaba en el agua con su hija pequeña en los brazos. Para llegar hasta ellos tendría que pasar por encima de los otros náufragos. Se volvió hacia el propietario de la embarcación.
–¿Lleva a bordo un fusil arponero?
El calvo manipulaba frenéticamente una consola conectada a través de un cable con la estructura metálica. Miró a Austin y sacudió la cabeza.
–No pasa nada -respondió, y le señaló los kayaks tumbados-. ¡Mire!
La gran aleta había dejado de moverse. Permanecía estacionaria y ahora flotaba juguetonamente, a unos pocos metros del hombre y su hija. Después comenzó a alejarse de las embarcaciones y los náufragos.
Las demás aletas la siguieron. Los grupos que habían continuado acercándose interrumpieron el ataque y se dirigieron de nuevo a mar abierto. El gran macho asomó a la superficie en un magnífico salto. En unos pocos minutos, no quedaba ni una orca a la vista.
Un chiquillo se había separado de su padre. Debía de llevar mal puesto el chaleco salvavidas, porque su cabeza se hundía debajo de la superficie. Austin se encaramó en la borda y se zambulló como un nadador en una carrera y nadó a toda velocidad. Alcanzó al niño antes de que se hundiese para siempre.
Lo sujetó y flotó con él boca arriba mientras esperaba a que viniesen a rescatarlos. No tuvo que esperar mucho. El White Lightning había arriado sus botes neumáticos, y los tripulantes ya recogían a los náufragos. Austin entregó al niño a uno de los marineros y se volvió. El calvo y la lancha habían desaparecido.
Kurt Austin padre era la réplica mayor de su hijo. Sus anchos hombros se hundían un poco, pero aún parecían capaces de abrirse paso a través de una pared. Se cortaba la espesa cabellera platino más corta que su hijo, que solía visitar al peluquero muy de cuando en cuando.
A pesar de ser un setentón, un estricto régimen de comida y ejercicios lo mantenían en una excelente forma física. Aún era capaz de hacer una jornada de trabajo que hubiese agotados a hombres con la mitad de su edad. Tenía el rostro curtido por el sol y el mar, y en su tez bronceada se veían las arrugas típicas de las personas de sonrisa fácil. Sus ojos de color coral azul verde podían brillar con la ferocidad de un león, pero, como ocurría con los de su hijo, por lo general contemplaban el mundo con una expresión divertida.
Padre e hijo estaban sentados en las cómodas butacas del lujoso salón del White Lightning, con sendas copas de Jack Daniel's en la mano. Kurt se había vestido con un chándal de su padre. Nadar en las aguas de Puget Sound había sido como meterse en una bañera llena de hielo, y el licor que pasaba por la garganta de Kurt reemplazaba el helor en sus miembros con un placentero calor.
El salón donde predominaban el latón y el cuero estaba decorado con grabados de partidos de polo y carreras de caballos. Kurt tenía la sensación de encontrarse en alguno de aquellos exclusivos clubes ingleses donde un socio podía morirse en su mullida butaca sin que nadie se diese cuenta durante días. Su padre no se correspondía mucho con el tipo del caballero inglés, y Kurt se dijo que el entorno pretendía suavizar las asperezas provocadas por el esfuerzo de mantenerse en la cumbre dentro de una actividad muy competitiva.
Austin sirvió otra ronda y le ofreció a su hijo un habano Lancero Cohiba, que él rechazó cortésmente. El viejo lo encendió, dio varias chupadas y al exhalar una nube de humo rojizo le envolvió la cabeza.
–¿Qué demonios pasó ahí afuera?
La mente de Kurt no había acabado de aclararse. Reconsideró la oferta del puro, y aprovechó el masculino ritual de encenderlo para poner en orden sus pensamientos. Bebió un sorbo de su copa y le explicó la historia.
–¡Increíble! – manifestó Austin, como resumen de su reacción-.Diablos, esas ballenas nunca le han hecho daño a nadie. Tú lo sabes. Has navegado por la bahía desde que eras un niño. ¿Has escuchado que hubiese ocurrido algo así alguna vez?
–No. A las orcas parece gustarles estar con los humanos, algo que siempre me ha intrigado.
Austin soltó una carcajada.
–No es ningún misterio. Son listas, y saben que somos depredadores como ellas.
–La única diferencia es que ellas matan solamente para comer.
–Bien dicho. – Austin cogió la botella para llenar de nuevo las copas, pero Kurt tapó la suya.
No podía mantener el ritmo de su padre.
–Tú conoces a todos en Seattle. ¿Alguna vez te has cruzado con un tipo calvo con el tatuaje de una araña en la cabeza? Tendrá unos treinta y tantos. Viste como un Ángel del Infierno, de cuero negro.
–El único que responde a esa descripción es Spiderman Barrett.
–No sabía que te gustasen los tebeos, papá.
En el rostro del viejo apareció una sonrisa.
–Barrett es uno de esos genios de la informática que hizo su fortuna aquí. Algo así como un Bill Gates de segunda división. Solo tiene unos tres mil millones de dólares. Vive en una mansión que da a la bahía.
–Me da pena. ¿Lo conoces personalmente?
–Solo de vista. Era uno de los habituales de los clubes nocturnos. Después desapareció de la circulación.
–¿A qué viene el tatuaje?
–La historia es que en la adolescencia era un fan de Spiderman. Se cortó el pelo, se hizo tatuar la cabeza y después se dejó crecer el pelo de nuevo. Ya de mayor, cuando comenzó a quedarse calvo, se veía el tatuaje, así que se afeitó la cabeza. Diablos, con el dinero que tiene Barrett se podría decorar todo el cuerpo con las tiras dominicales y nadie diría ni mu.
–Excéntrico o no, me salvó de convertirme en cebo de orca. Me gustaría darle las gracias y disculparme por haber tomado el mando de su embarcación.
Kurt se disponía a hablarle a su padre de la estructura metálica en la lancha de Barrett cuando un tripulante apareció en la puerta del salón y anunció:
–Ha venido alguien del Servicio de Pesca y Fauna Salvaje.
Un momento más tarde, una joven de cabellos oscuros vestida con el uniforme verde del Servicio de Pesca y Fauna Salvaje entró en el salón. Tendría unos veintitantos años, aunque las gafas de montura negra y la expresión seria la hacían parecer mayor. Se presentó como Sheila Rowland, y dijo que quería hablar con Kurt sobre el incidente con la orca.
–Lamento interrumpirles. Hemos prohibido las expediciones en kayak por Puget Sound hasta que lleguemos al fondo de este episodio. Observar a las ballenas es una parte considerable de la economía local, así que intentaremos acabar con la investigación lo más rápido posible. Los empresarios ya han puesto el grito en el cielo, pero no podemos arriesgarnos.
Austin la invitó a tomar asiento, y Kurt relató su historia por segunda vez.
–Es algo muy extraño -comentó la joven-. Nunca he tenido noticias de que las orcas atacasen a nadie.
–¿Qué me dice de los ataques en los parques acuáticos? – preguntó Kurt.
–Fueron hechos por orcas en cautividad y sometidas a presión para que actuasen. Se enfurecen por el encierro y las continuas exigencias, y en ocasiones descargan sus frustraciones en los entrenadores. Se conocen unos pocos casos en los que una orca en mar abierto ha atacado a una tabla de surf, al creer que se trataba de una foca. En cuanto descubrieron el error, se despreocuparon del surfista.
–Supongo que a la orca que encontré no le gustó mi cara -opinó Kurt con su típico humor seco.
Rowland sonrió, convencida de que con sus facciones bronceadas y los ojos azul claro, Austin era uno de los hombres más atractivos que había tenido la oportunidad de conocer.
–No creo que ese sea el caso. Si a una orca no le hubiese gustado su rostro, ahora no lo tendría. He visto a una orca sacudir a un león marino de doscientos cincuenta kilos de peso como si fuese una muñeca de trapo. Veré si hay algún vídeo donde aparezca el incidente.
–Eso no debería ser un problema, con todas las cámaras enfocadas en la carrera -dijo Kurt-. ¿Se le ocurre alguna razón para que las orcas se volviesen agresivas?
La muchacha sacudió la cabeza.
–Las orcas tienen unos sistemas sensoriales muy afinados. Si hubo algo que las trastornó, quizá buscaron descargar su furia en el objeto más cercano.
–¿Como las orcas frustradas en los parques acuáticos?
–Quizá. Hablaré con los cetólogos para saber qué opinan.
Se levantó y les dio las gracias a los dos hombres por el tiempo dispensado. Tras su marcha, Austin fue a llenar las copas, pero Kurt rehusó seguir bebiendo.
–Sé lo que pretendes, viejo zorro. Intentas emborracharme para llevarme a uno de tus barcos de salvamento.
Kurt padre no ocultaba el deseo de apartar a su hijo de la NUMA para que volviese a trabajar en la empresa familiar. La decisión de Kurt de continuar en la NUMA y no hacerse cargo de la empresa había sido motivo de fricción entre los dos hombres. Con el paso de los años, se había convertido en una broma compartida.
–Te estás ablandando -afirmó Austin-. Tienes que admitir que la NUMA no es gran cosa a la hora de ofrecer emociones.
–Te lo he dicho antes, papá. No solo son las emociones.
–Sí, lo sé. El deber con tu país y todo ese rollo. Lo peor es que no puedo culpar a Sandecker por retenerte en Washington ahora que es vicepresidente. ¿Cuáles son tus planes?
–Me quedaré por aquí un par de días más. Tengo que encargar un nuevo kayak. ¿Qué harás tú?
–He conseguido un jugoso contrato para reflotar un pesquero hundido en Hanes, Alaska. ¿Quieres venir? Podrías echarme una mano.
–Gracias, pero creo que podrás apañártelas solo.
–No se me puede culpar por intentarlo. De acuerdo, te invito a cenar.
Austin le hincaba el diente a un chuletón de kilo en el asador favorito de su padre cuando notó la vibración del móvil. Se disculpó y atendió la llamada en el vestíbulo. En la pantalla del móvil aparecía la imagen de un hombre de tez morena y el pelo peinado hacia atrás. Joe Zavala era uno de los miembros del Equipo de Misiones Especiales que Sandecker había reclutado en el New York Maritime College. Se trataba de un brillante ingeniero naval cuya experiencia en el diseño de sumergibles había sido recibida con alborozo en la NUMA.
–Me alegra comprobar que sigues entero -comentó Zavala-. El ataque de la orca a tu kayak aparece en todos los informativos. ¿Estás bien?
–Por supuesto. Se podría decir que disfruté como un ballenato.
Zavala esbozó una sonrisa.
–Los hay con suerte, y yo aquí muerto de asco. ¿Quién sino Kurt Austin podría convertir una simple carrera de kayaks en una lucha a vida o muerte con un grupo de locas ballenas asesinas?
–La última vez que te vi estabas casi a punto de alcanzar tu meta de salir con todas las mujeres disponibles en Washington. Yo no llamaría a eso morirse de asco.
Zavala se veía asediado por las solteras de Washington, atraídas por su encanto, la seductora mirada de sus ojos castaños y su apostura latina.
–Admito que la vida puede llegar a ser interesante cuando estoy con una nueva cita y me cruzo con una antigua, pero eso no es nada comparado con tu carrera. ¿Qué pasó?
–Estoy cenando con mi padre, así que te lo contaré cuando vuelva dentro de un par de días.
–Creo que tendrás que regresar a Washington mucho antes. Nos han ordenado que mañana por la noche zarpemos de Norfolk. ¿Conoces a Joe Adler?
–El nombre me suena. ¿No es el tipo de Scripps que estudia las olas?
–Es uno de los más destacados oceanógrafos y expertos en olas en el mundo. Vamos a ayudarlo a encontrar al Southern Belle.
–Recuerdo haber leído algo del Belle. Era aquel gigantesco buque portacontenedores que se hundió en marzo pasado.
–Eso es. Me llamó Rudi. Adler quiere que estés en el proyecto. Al parecer, tiene influencias, porque Rudi aceptó la petición. – Rudi Gunn estaba a cargo de las operaciones de la NUMA.
–Es curioso. No conozco a Adler. ¿Seguro de que no se ha equivocado? Hay una docena de tipos en la NUMA que son expertos en búsquedas. ¿Por qué yo?
–Rudi no lo sabe. Pero Adler goza de una reputación internacional, así que tuvo que aceptar su petición de ayuda para encontrar el barco.
–Interesante. El Belle se hundió más o menos en el centro de la costa atlántica. ¿A qué distancia de la zona de búsqueda están trabajando los Trout?
Paul y Gamay Trout, los otros dos miembros del Equipo de Misiones Especiales, formaban parte de una campaña de investigación oceánica.
–Lo bastante cerca como para ir a verlos en una neumática y organizar una fiesta -contestó Zavala-. Ya tengo el tequila en la maleta.
–Mientras tú te encargas del suministro de las viandas, cambiaré la reserva de vuelo, y te llamaré para decirte a qué hora llego.
–Nos encontraremos en el aeropuerto. Habrá un avión esperándonos para llevarnos a Norfolk.
Hablaron de unos cuantos detalles más y se despidieron. Kurt pensó unos momentos en la petición de Adler, y después volvió a la mesa para decirle a su padre que se marcharía por la mañana. Si Austin se molestó por el cambio de planes de su hijo, no lo demostró. Le agradeció a Kurt haber ido a Seattle para la carrera, y prometieron volver a verse cuando surgiese la oportunidad.
Kurt cogió el primer vuelo que salió de Seattle por la mañana. Mientras el avión despegaba y ponía rumbo al este, pensó en la apagada reacción de su padre a su cambio de planes. Se preguntó si Austin Sénior realmente quería que volviese a la empresa. Para el viejo, sería admitir que estaba camino del retiro. Ambos eran hombres de carácter fuerte y hubiese sido como tener a dos capitanes en un bote de remos.
En cualquier caso, su padre se equivocaba en cuanto al vínculo de Kurt con su trabajo en la NUMA. No eran las emociones lo que lo mantenía en la gran agencia de ciencias oceanógraficas. Todas las oportunidades para una descarga de adrenalina significaban muchas horas de informes, papeleo y reuniones, que intentaba evitar con su permanencia en el campo. El canto de sirena que lo atraía una y otra vez era el insondable misterio del mar.
Los misterios como el extraño encuentro con las ballenas asesinas. Pensó en el incidente con las orcas. Reflexionó, también, sobre el hombre con el curioso tatuaje y el propósito del artilugio eléctrico que había visto en la embarcación de Barrett. Al cabo de unos minutos, borró esos pensamientos de su mente, cogió una hoja de papel y un bolígrafo y comenzó a escribir las especificaciones de un nuevo kayak.
Nueva York
A diferencia de la mayoría de los agentes que se aburrían en las vigilancias, Malloy disfrutaba con pasarse horas sentado en un coche, mirando el flujo y reflujo del tráfico y los peatones, siempre alerta a la más mínima rotura en el tejido social. También le ayudaba tener una vejiga de hierro.
Malloy había aparcado en Broadway, y miraba el desfile de los transeúntes que caminaban a paso ligero y de turistas boquiabiertos, cuando un hombre se apartó de la muchedumbre y caminó en línea recta hacia el coche que no llevaba distintivos oficiales.
El hombre era alto y delgado, y tendría unos treinta y tantos años. Vestía un traje liviano color ante, arrugado en las rodillas, y unas gastadas zapatillas New Balance. Tenía el pelo y una perilla roja cortada en punta. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata flojo. Años como policía de ronda habían perfeccionado la capacidad de Malloy para identificar a las personas con una rápida ojeada. No dudó que se trataba de un reportero.
El hombre llegó junto al coche, se agachó para que su rostro quedara a nivel con la ventanilla y mostró su identificación.
–Me llamo Lance Barnes. Soy reportero del Times. ¿Es usted Frank Malloy?
La pregunta estropeó el triunfo de Malloy.
–Sí, soy Malloy. – Frunció el entrecejo-. ¿Cómo me descubrió, señor Barnes?
–Muy sencillo. – El reportero se encogió de hombros-. Está sentado solo en un Ford azul oscuro en una zona donde es prácticamente imposible aparcar.
–Debo de estar perdiendo facultades -manifestó Malloy, apenado-. Si no es eso, entonces es que se ve a la legua que soy poli.
–No, hice trampa -replicó Barnes, con una sonrisa-. Me dijeron en el MACC que estaría aquí.
MACC eran las siglas correspondientes a Multi Agency Control Center, la entidad a cargo de la seguridad de la conferencia económica internacional que se celebraba en la ciudad. Los líderes políticos y económicos convergían en la Gran Manzana desde todo el mundo.
–Yo también hice trampa -afirmó Malloy con una carcajada-. Me llamaron del MACC para avisarme de que vendría. – Observó el rostro del reportero y decidió que le resultaba conocido-. ¿Nos hemos visto antes, señor Barnes?
–Creo que una vez me multó por cruzar la calle con el semáforo en rojo.
Malloy se rió. Nunca olvidaba una cara. Ya la recordaría.
–¿Qué puedo hacer por usted?
–Estoy escribiendo un artículo sobre la conferencia. Me dijeron que usted es el mejor especialista cuando se trata de enfrentarse a las sofisticadas técnicas de disturbios. Me preguntaba si podría hacerle una entrevista referente a cómo planea enfrentarse a las protestas anunciadas.
Malloy tenía una empresa en Arlington, Virginia, que asesoraba a los cuerpos de policía de todo el país en materia de control de multitudes. Aparecía en las juntas directivas de varías empresas dedicadas a la fabricación de equipos antidisturbios, y sus vinculaciones empresariales y políticas lo habían convertido en un hombre rico. Un reportaje favorable en The New York Times podría significar nuevos clientes para su empresa.
–Suba -dijo y se inclinó sobre el asiento para abrir la puerta del pasajero.
Barnes subió al coche, y se dieron la mano. El reportero se subió las gafas de sol sobre la frente, y dejó a la vista unos ojos verdes de mirada penetrante y las cejas que formaban una V similar en forma a la boca y la barbilla. Sacó del bolsillo una libreta y un minúsculo magnetófono digital.
–Espero que no le importe si grabo la conversación. Es solo para no equivocarme en las citas.
–Ningún problema. Puede decir lo que quiera de mí, siempre que escriba el nombre correctamente. – Desde que había dejado la policía para poner en marcha la empresa, se había convertido en un experto a la hora de tratar con los periodistas-. ¿Asistió a la conferencia de prensa?
–Faltaría más. ¡Menudo arsenal! Los sistemas acústicos de largo alcance que montó en los Humbees me chiflaron. ¿Es verdad que los usaron en Irak?
–Se les considera como armas no letales. Producen un aullido ensordecedor que acaba incluso con los manifestantes más gritones.
–Si alguien me destroza los tímpanos con un sonido de ciento cincuenta decibelios, le aseguro que dejaría de vociferar por la paz y la justicia.
–Solo los utilizamos para comunicarnos con las grandes multitudes. Los probamos el otro día. Tienen un alcance de por lo menos cuatro manzanas.
–Aja -dijo el reportero, y tomó unas notas-. No hay duda de que los anarquistas tomarán buena nota.
–Opino que no necesitaremos apelar a toda la artillería. Son las cosas pequeñas las que cuentan, como las patrullas en moto y las barreras mecánicas.
–He oído decir que cuentan también con muchos equipos de alta tecnología.
–Es verdad -asintió Malloy-. La manera más efectiva de controlar a los pirados es con el software, no el hardware.
–¿Cómo es eso?
–Vayamos a dar una vuelta. – Malloy giró la llave en el contacto. Mientras el coche se apartaba del bordillo, llamó por la radio-. Aquí Nómada. Me dirijo al norte por Broadway.
–¿Nómada? – preguntó Barnes, cuando Malloy acabó la llamada.
–No dejo de dar vueltas. Mantengo un ojo atento a las cosas. Los pirados saben que rondo, pero no saben dónde estoy. Los pongo nerviosos. – Giró hacia el este, circuló durante un par de minutos por Central Park, y después volvió a Broadway.
–¿Quiénes son los «pirados», como usted los llama?
–Cuando se trata de los anarquistas, nunca sabes con quién o a qué te enfrentas. En Seattle, nos encontramos con ecologistas fanáticos y pacifistas chiflados. Había Wiccans y feministas neopaganas, que gritaban contra la World Trade Organizaron y la diosa, que vaya a saber quién es. La mayoría de los anarquistas están en contra del orden económico mundial. Son no violentos cuando se trata de personas, pero algunos de ellos consideran que es lícito atacar la propiedad privada. El caos es su arma principal. Por lo general están organizados en colectivos autónomos o grupos afines. Actúan por consenso y evitan cualquier tipo de jerarquía.
–Dada la falta de organización, ¿qué es exactamente lo que busca?
–Es difícil de describir -manifestó Malloy-. Más o menos lo mismo que cuando estaba en la calle. Los pirados suelen dividirse en grupos pequeños. En parejas o solos. Yo busco patrones de conducta.
–Leí lo ocurrido en las protestas de Seattle. Al parecer, aquello fue una pesadilla.
Malloy silbó por lo bajo.
–Todavía tengo las cicatrices para demostrarlo. ¡Menudo follón!
–¿Qué salió mal?
–Los pirados fueron a por la World Trade Organization. Lo que ellos llaman la «élite del poder». Yo era el supervisor de distrito a cargo del control de multitudes. Nos pillaron con los pantalones bajados. Acabamos con cien mil manifestantes cabreados por lo que ellos consideran un sistema opresivo. Hubo saqueos, toques de queda, polis y guardias nacionales disparando balas de goma y granadas de gases lacrimógenos contra los manifestantes violentos y también los pacíficos. La ciudad acabó con un baldón negro internacional y una multitud de demandas. Algunos dicen que la policía se extralimitó. Otros que no hicieron todo lo que debían. No hay quien se aclare.
–Como usted dijo, un follón de cuidado.
–Así es -admitió Malloy-. Pero la batalla de Seattle marcó el punto de inflexión.
–¿De qué manera?
–Los manifestantes aprendieron que las marchas callejeras no bastaban para llamar la atención, que solo funcionaba la acción directa. Tienes que destrozar cosas, molestar a las personas, montar una buena delante de las cámaras de televisión.
–Por lo que he visto hoy en la ciudad, la élite del poder ha aprendido mucho desde lo sucedido en Seattle.
–No se equivoca. Yo estaba en Filadelfia para la convención republicana cuando los anarquistas nos dejaron de nuevo como unos tontos. Montaban alborotos y después echaban a correr perseguidos por unos polis en un estado físico lamentable. Sembraron el caos y la confusión. Hicieron lo mismo en la conferencia de la WTO en Miami. Finalmente comenzamos a saber cómo manejarlos cuando se celebró aquí la reunión del Foro Económico Mundial en 2002, y para la convención republicana de 2004 ya teníamos nuestra estrategia en marcha.
–Consiguieron mantener los disturbios al mínimo, pero hubo quejas de violaciones de los derechos civiles.
–Eso forma parte de la estrategia de los manifestantes. Esos tipos están siempre a la última. Son un pequeño grupo de provocadores que van de ciudad en ciudad. Provocan a las autoridades con la intención de que se produzca una reacción excesiva. ¡Epa!
Malloy se apresuró a aparcar en doble fila, muy cerca de un grupo de personas cargadas con instrumentos musicales, y comunicó por radio:
–Nómada a MACC. Guerrilleros músicos reuniéndose para una marcha no autorizada desde Union Square al Madison Square Garden.
Barnes miró las aceras a ambos lados de la calle.
–No veo a nadie manifestándose.
–Ahora se mueven en parejas. Eso no es ilegal. Comenzarán a agruparse en unos minutos; no, espere, ya está.
Los músicos estaban formando grupos más grandes, y bajaban a la calzada para organizarse en columna, pero antes de que pudiesen comenzar la manifestación aparecieron agentes de policía en bicicletas y motos por los extremos y comenzaron con los arrestos.
El reportero tomaba notas a toda velocidad.
–Estoy impresionado -comentó-. Ha funcionado como un reloj.
–Tal como debe ser. La maniobra es el resultado de años de experiencia. En esta ocasión nos ocupamos de una conferencia económica no muy trascendente, pero hay centenares de visitantes y activistas, así que siempre existe el riesgo de que las cosas se desmadren. Los pirados siempre intentan estar un paso por delante de nosotros.
–¿Cómo distinguen a los fanáticos de las personas que solo quieren protestar?
–Es difícil. Primero los arrestamos y después vemos quién es quién. – Sonó el móvil que estaba en el soporte del tablero y se lo pasó a Barnes-. Lea el mensaje.
El periodista leyó el texto que aparecía en la pantalla.
–Dice que la pasma motorizada tiene rodeados a los guerrilleros músicos. Piden que le digan a la gente que eviten esta zona. Reclaman la presencia de las cámaras, además de observadores médicos y legales. También que impidan a los polis arrestar a los manifestantes que molestan al público en la zona de los teatros. ¿De quién es el mensaje?
–De los pirados. Los polis no son los únicos que aprendieron de Seattle. Los anarquistas también tienen su centro MACC. Informan a los manifestantes de las calles que deben seguir para mantenerse apartados de la policía. Mientras nosotros acabamos con una manifestación, ellos comienzan otra. – Malloy se echó a reír-. Nos gastamos miles de millones en medidas de seguridad todos los años, y ellos utilizan una tecnología que casi es gratuita.
–¿No saben que ustedes leen sus mensajes?
–Claro que sí. Pero las manifestaciones son más espontáneas, así que siempre estamos jugando al gato y al ratón. Inteligencia es el nombre del juego. Son rápidos, pero al final todo se reduce a cantidad de medios. Tenemos treinta y siete mil policías, un dirigible, helicópteros, cámaras de vídeo y a doscientos hombres provistos con cámaras de vídeo en los cascos conectadas al centro de mando.
–¿Ellos no sintonizan los canales de la policía?
–Sabemos que lo hacen. La clave es la respuesta rápida. Ya sabe lo que dicen de las peleas, un gigante bueno puede darle una paliza a un pequeñajo bueno cuando quiera. Si se juega con limpieza no podemos perder.
Barnes le devolvió el móvil a Malloy.
–Creo que este mensaje es para usted.
En la pantalla había cambiado el texto.
«BUENOS DÍAS, NÓMADA, ¿O DEBEMOS LLAMARLE FRANK, SEÑOR MALLOY?»-¿Eh? – exclamó Malloy. Miró el móvil que tenía en la mano como si se hubiese transformado en una serpiente-. ¿Cómo demonios han hecho esto? – Miró a Barnes.
El reportero se encogió de hombros y continuó tomando notas. Malloy intentaba borrar la pantalla cuando recibió un segundo mensaje.
«COMIENZA EL PARTIDO.»La pantalla se puso en blanco. Malloy cogió el micro e intentó llamar al MACC, pero nadie le respondió. Sonó de nuevo el móvil. Atendió la llamada, escuchó durante unos momentos, y dijo:
–Ahora mismo me ocupo. – Se volvió hacia el periodista, con el rostro pálido-. Era el MACC. Dicen que se han quedado sin el aire acondicionado en el centro de mando. Las comunicaciones no funcionan. Nadie sabe dónde están las patrullas. Los semáforos de toda la ciudad están en rojo.
Se acercaban a Times Square. Centenares de manifestantes, aparentemente sin ser detenidos por la policía, llegaban al lugar desde las calles laterales. Times Square se veía abarrotado como si fuera la noche de fin de año.
El coche de Malloy circuló lentamente entre la multitud. Cuando se acercaron al viejo edificio del New York Times, la enorme pantalla de vídeo dejó de mostrar a un personaje de Disney y se apagó.
–Eh, mire aquello -dijo Barnes, y le señaló la pantalla.
Un mensaje escrito en mayúsculas pasaba por la pantalla.
«BIENVENIDOS, NEOANARQUISTAS, COMPAÑEROS DE VIAJE Y TURISTAS. HEMOS DETENIDO A LOS OPRESORES EJÉRCITOS DE LA ÉLITE DEL PODER. ESTA ES UNA PEQUEÑA MUESTRA DEL FUTURO. HOY ES NUEVA YORK. MAÑANA DETENDREMOS AL MUNDO ENTERO. CONVOQUEN UNA REUNIÓN EN LA CUMBRE PARA DESMANTELAR LA GLOBALIZACIÓN O NOSOTROS NOS ENCARGAREMOS DE DESMANTELARLA.
»¡QUE PASEN UN BUEN DÍA!»Un sonriente rostro con cuernos apareció en la pantalla, y luego una sola palabra:
–A mí que me registren -contestó Barnes. Abrió la puerta del Ford-. Gracias por el paseo. Tengo que escribir mi artículo.
En ese mismo momento se borró la palabra, y el nombre de FRANK MALLOY apareció simultáneamente en todas las pantallas Panasonic LG NASDAQ.
Malloy soltó una maldición y abandonó el coche precipitadamente. Observó a la multitud. Barnes se había esfumado entre los miles de manifestantes. Murmuró el nombre que había aparecido en la pantalla, Lucifer, y se estremeció. Acababa de recordar dónde había visto el rostro del reportero. La perilla en punta, el pelo rojo, las cejas en V, la boca y los ojos verdes le habían recordado subconscientemente las representaciones de Satanás.
Mientras Malloy se preguntaba si había perdido el juicio, no era consciente de que aquellos mismos ojos verdes seguían mirándolo. Barnes se había detenido en el portal de un edificio de oficinas desde donde veía al policía sin problemas. Sostenía un móvil contra la oreja y se reía.
–Solo quería decirle que su plan ha funcionado como un reloj. La ciudad está paralizada.
–Fantástico -respondió su interlocutor-. Tenemos que hablar. Es importante.
–Ahora no. Vaya al faro, para que pueda darle las gracias personalmente.
Se guardó el móvil en el bolsillo y echó una ojeada a Times Square. Un joven acababa de lanzar un ladrillo contra el escaparate de la tienda Disney. Otros siguieron el ejemplo, y en cuestión de minutos las aceras quedaron cubiertas con cristales rotos. Incendiaron un coche y una columna de humo negro ascendió hacia el cielo. El hedor acre del plástico y la tela que ardían llenó el aire. Una banda guerrillera marchaba por la calle al ritmo de la canción del Puente sobre el río Kwai. La música apenas si se escuchaba por encima del estrépito de las bocinas de los coches.
Barnes contempló la escena con una beatífica sonrisa en su rostro satánico.
–Caos -murmuró como un monje que repite su manirá-. Dulce, dulce caos.
El barco de noventa metros de eslora llevaba el nombre de uno de los pioneros de la arqueología marina. Throckmorton había demostrado que los métodos arqueológicos servían bajo el agua, y había estimulado toda una era de descubrimientos. La nave era un percherón marino. Había sido diseñado como una herramienta versátil, y sus equipos de sensores remotos podían explorar con la misma facilidad una ciudad sumergida como un campo de chimeneas hipotermales.
Como la mayoría de los barcos de investigación científica, el Throckmorton era una plataforma marina desde la cual los científicos podían lanzar vehículos y sondas para realizar sus experimentos. En las cubiertas de proa y popa estaban las grúas y cabrestantes que se usaban para bajar y recoger las sondas y sumergibles que llevaba el barco. Había más grúas en las bandas de babor y estribor.
Uno de los oficiales del buque recibió a los hombres de la NUMA en lo alto de la pasarela.
–El capitán Cabral les da la bienvenida a bordo del Throckmorton y les desea un agradable viaje.
Austin conocía al capitán, Tony Cabral, de otras expediciones de la NUMA, y esperaba la oportunidad de saludarlo.
–Por favor, transmita nuestro agradecimiento al capitán, y dígale que nos complace navegar bajo su mando.
Acabadas las formalidades, un marinero los acompañó hasta sus cómodos camarotes. Dejaron los macutos y fueron a buscar a Adler. El marinero les recomendó que fuesen primero al centro de control de exploraciones.
El centro era una amplia habitación en penumbra en la cubierta principal. Junto a los mamparos se alineaban las estanterías con los monitores, que eran los ojos y oídos de los sensores remotos. Cuando lanzaban una sonda, la información se transmitía al centro para su análisis. Con el barco todavía en puerto, en la sala solo había un hombre sentado delante de un ordenador y que escribía en el teclado con dos dedos.
–¿El doctor Adler? – preguntó Kurt.
El hombre se volvió con una amplia sonrisa.
–Sí, y ustedes deben de ser la gente de la NUMA.
Austin y Zavala se dieron a conocer y le estrecharon la mano.
El experto en olas era un hombre huesudo con el físico de un leñador y una desgreñada cabellera blanca que parecía el musgo que crece en el tronco de un viejo roble. Tenía un bigote retorcido y daba la impresión de ser un añadido de última hora. Tenía una voz profunda y una manera de caminar un tanto desgarbada, como si se hubiese acabado de levantar de la siesta, pero los alertas ojos grises que los miraban a través de las gafas de montura de acero chispeaban con una mirada risueña. Les dio las gracias por venir y les acercó un par de sillas.
–No se imaginan lo mucho que me alegra verlos, caballeros. No estaba muy seguro de que Rudi Gunn accediese a mi solicitud de tenerlo en la expedición, Kurt. Contar también con Joe es un premio inesperado. Probablemente me mostré un poco cargante. Será porque vengo de una familia de cuáqueros. Ya saben, la persuasión amistosa y todo eso. No forzamos a nadie; solo nos apoyamos en la gente hasta que nos hacen caso.
El profesor no tenía motivos para creer que pudiese pasar inadvertido, pensó Kurt.
–No hay ninguna razón para disculparse -manifestó Kurt-. Siempre estoy dispuesto para una travesía marítima. Me sorprendió que reclamase específicamente mi presencia a bordo. No nos conocíamos.
–No, pero sí que había oído hablar mucho de usted. También sé que a la NUMA le gusta pregonar sus logros sin atribuirlos directamente al trabajo de su equipo de operaciones especiales.
El equipo había sido una creación del almirante Sandecker, que había dirigido la NUMA antes de que Dirk Pitt asumiera la dirección. Había querido disponer de un grupo de expertos en tareas submarinas que algunas veces tenían lugar fuera del conocimiento gubernamental. Al mismo tiempo, había utilizado el éxito de las misiones más espectaculares del equipo para conseguir nuevos fondos del Congreso.
–Tiene razón. Preferimos minimizar nuestras actuaciones.
Adler sonrió al escuchar la respuesta.
–Resulta difícil minimizar el hallazgo del cuerpo de Colón en una pirámide maya submarina, o el haber evitado un tsunami debido a los escapes de hidrato de metano en la costa este.
–Un golpe de suerte -replicó Austin-. No hicimos más que solucionar unos problemas.
–Kurt dice que el único problema en nuestro trabajo es que el problema nos dispare -intercaló Zavala.
–Admito que el equipo de operaciones especiales se ha encargado de algunas misiones un tanto curiosas -manifestóKurt-, pero la NUMA cuenta con docenas de técnicos mucho más capaces que yo para encargarse de las tareas de investigación y búsqueda. ¿Por qué me pidió a mí?
–Algo muy extraño está ocurriendo en el océano -declaró Adler, con una expresión grave.
–Eso no es una novedad. El mar es más desconocido que el espacio exterior. Sabemos más de las estrellas que del planeta debajo de nuestros pies.
–Nadie más de acuerdo que yo con sus palabras -dijo Adler-. Lo que pasa es que me bailan por la cabeza algunas ideas muy locas.
–Joe y yo hemos aprendido hace mucho que la línea entre la locura y lo racional es muy delgada. Nos gustaría escuchar lo que tenga que decir.
–Se las explicaría en su momento. Prefiero esperar a que encontremos al Southern Belle.
–Ya nos parece bien. Háblenos de la desaparición del Belle. Si no recuerdo mal, envió una llamada de socorro cuando navegaba a la altura de la mitad de la costa atlántica. Comunicó que tenía problemas, y después desapareció sin dejar rastro.
–Así es. Se inició una búsqueda a gran escala en cuestión de horas. Al parecer el mar se lo engulló sin más. Ha sido muy duro para las familias de los tripulantes no saber lo que les pasó a sus seres queridos. Desde un punto de vista práctico, a los propietarios del buque les gustaría poner los asuntos legales en orden.
–Hace siglos que los barcos desaparecen sin dejar rastros -le recordó Kurt-. Incluso ahora a pesar de la comunicación instantánea en todo el mundo.
–El caso es que el Belle no era un barco cualquiera. Era lo más parecido posible a una nave insumergible.
–Eso me suena -dijo Austin, con una sonrisa.
–Lo sé -admitió Adler-. Lo mismo se dijo del Titanic. Pero las técnicas de construcción de barcos han dado pasos de gigante desde que el Titanic se fue a pique. El Belle era un buque de carga con unas características absolutamente nuevas. Podía resistir las condiciones meteorológicas más severas. Dice usted que no es la primera vez que desaparece un barco bien construido. Tiene toda la razón. Un buque mercante llamado Munchen desapareció en medio de una tempestad cuando cruzaba el Atlántico en 1978. Como el Belle, transmitió un SOS para comunicar que estaba en apuros. Nadie ha conseguido descubrir todavía qué le ha pasado. Murieron veintisiete tripulantes.
–Trágico. ¿Encontraron algún resto del barco? – preguntó Austin.
–La operación de rescate comenzó en cuanto se recibió el SOS. Más de un centenar de barcos rastrearon la zona. Encontraron diversos restos, y un bote salvavidas vacío que brindó una pista importante. El bote era uno de los colgados en los pescantes de la banda de estribor a más de veinte metros por encima de la línea de flotación. Las cabillas del bote estaban torcidas de proa a popa.
Zavala, como ingeniero mecánico, comprendió inmediatamente el significado del daño sufrido por el barco.
–No es difícil deducir el motivo -manifestó-. Una ola de por lo menos veinte metros de altura arrancó al bote de los pescantes.
–La comisión investigadora naval decidió que el barco se había hundido cuando las condiciones meteorológicas provocaron un «hecho inusual».
–Suena como si la comisión hubiese querido librarse de dar un veredicto concluyente -comentó Kurt.
–Los marineros que escucharon el veredicto de la comisión estarían de acuerdo. Se mostraron escandalizados. Ellos sí sabían qué había hundido al Munchen. Las tripulaciones llevan años hablando de encuentros con olas de veinte y treinta metros de altura, pero los científicos no se creen sus relatos.
–En más de una ocasión he escuchado historias de olas monstruosas, pero nunca he visto ninguna de primera mano.
–Dé gracias por ello, porque no mantendríamos ahora esta conversación de haberse encontrado con una de ellas.
–Hasta cierto punto, comprendo la voluntad de la comisión de ser cauta -declaró Austin-. Los marineros tienen fama de ser un tanto flexibles con la verdad.
–De eso doy fe -señaló Zavala, con una sonrisa nostálgica-. Llevo años oyendo hablar de las sirenas y sigo sin ver ninguna.
–Sin duda pretendían evitar los titulares de olas asesinas -dijo Adler-. Si nos atenemos a las opiniones científicas de aquellos años, las olas de las que hablaban los marineros eran teóricamente imposibles. Los científicos utilizábamos unos modelos matemáticos, llamados lineales, según los cuales una ola de treinta metros de altura solo ocurre una vez cada diez mil años.
–Aparentemente, después de la pérdida del Manchen, no tendríamos motivo para preocuparnos durante muchos siglos -afirmó Austin, con una sonrisa agria.
–Eso era lo que se pensaba antes del caso Draupner.
–¿Se refiere a la plataforma de extracción de petróleo frente a la costa noruega?
–¿Conoce el caso?
–Trabajé en las plataformas del mar del Norte durante seis años -contestó Austin-. Resulta difícil encontrar a alguien que haya trabajado en una plataforma que no esté enterado de la ola que descargó contra la torre.
–La plataforma estaba a unas cien millas de la costa -le explicó Adler a Zavala- El mar del Norte es famoso por el mal tiempo, pero el día de fin de año de 1985 se produjo una de las peores borrascas. La plataforma se vio azotada por olas de diez a quince metros de altura. Luego los golpeó una que los sensores estimaron en unos treinta metros de altura. Todavía me cuesta creerlo cuando lo pienso.
–Por lo que parece, la ola que se abatió sobre la plataforma también acabó con el modelo lineal -dijo Zavala.
–Lo barrió de la superficie del mar. Aquella ola superaba en más de diez metros la máxima altura que el modelo hubiese calculado para la ola de los diez mil años. Un científico alemán llamado Julián Wolfram instaló un radar en la plataforma Draupner. Midió la altura de cada ola que rompió contra la plataforma en un período de cuatro años. Encontró que veinticuatro olas habían superado los límites del modelo lineal.
–Así que las leyendas no eran tales -señaló Austin-. Quizá, después de todo, podría ser que acabase por encontrar a Minnie la sirena.
–No me atrevería a decir tanto, pero la investigación de Wolfram demostró que las leyendas tenían una base real. Cuando elaboró la gráfica, encontró que estas nuevas olas eran más altas, y más grandes, que las olas comunes. El trabajo de Wolfram fue como el estallido de una bomba para la industria naviera. Durante años, los arquitectos navales habían empleado el modelo lineal para construir barcos lo bastante fuertes como para soportar el embate de olas de no más de quince metros de altura. También los pronósticos meteorológicos se basaban en la misma premisa errónea.
–Por lo que dice, todas las naves en el mundo corrían el riesgo de ser hundidas por una ola asesina -manifestó Zavala.
–Así es. Hubiese sido un coste de miles de millones reacondicionar y rediseñar los barcos. La posibilidad de un desastre económico alentó a que se hiciesen más estudios. La atención se centró en la costa de Sudáfrica, donde muchos marineros habían visto olas gigantes. Cuando los científicos analizaron los accidentes navales en el cabo de Buena Esperanza, comprobaron que habían tenido lugar en paralelo a la corriente de Agulhus. La olas gigantes parecían producirse básicamente allí donde las corrientes cálidas se encontraban con las frías. Durante un período de diez años a partir de 1990 se perdieron veinte barcos en aquella zona.
–La industria naval debió de dormir más tranquila -dijo Austin-. Los barcos solo tenían que mantenerse apartados de aquella vecindad.
–Aprendieron que no era así de sencillo. En 1995, el Queen Elizabeth II se encontró con una ola de treinta metros en el Atlántico norte. En 2001, dos supertransatlánticos de turismo, el Bremen y el Caledonian Star, fueron sacudidos por olas de treinta metros muy lejos de la corriente. Ambos sobrevivieron para contar lo sucedido.
–Eso sugiere que la corriente de Agulhus no es el único lugar donde aparecen estas olas -señaló Austin.
–Correcto. No había corrientes opuestas cerca de dichas naves. Cotejamos esta información con las estadísticas y nos encontramos con algunas conclusiones inquietantes. Más de doscientos superpetroleros y portacontenedores con esloras superiores a los doscientos metros se habían hundido en los mares del mundo durante un período de veinte años. Las olas gigantes aparecieron como la causa principal de los hundimientos.
–Son unas estadísticas bastante graves.
–¡Son horrendas! Debido a las serías implicaciones para la navegación, nos hemos dedicado a mejorar el diseño de barcos, y ver si es posible el pronóstico.
–Me pregunto si el proyecto en el que trabajan los Trout tendrá algo que ver con estas superólas -dijo Zavala.
–Paul Trout, y su esposa, Gamay Morgan-Trout, son nuestros colegas en la NUMA -le explicó Austin al profesor-. Ahora se encuentran en el Benjamín Franklin, un barco de la NOAA, para participar en un estudio de los remolinos en esta zona.
Adler se pellizcó la barbilla con una expresión pensativa.
–Es una sugerencia valiosa. Desde luego vale la pena considerarla. Ahora mismo no descarto nada.
–Mencionó usted algo sobre el pronóstico de estas olas gigantes -le recordó Austin.
–Poco después de los incidentes del Bremen y el California Star, los europeos lanzaron un satélite para el estudio de los océanos. En un plazo de tres semanas, el satélite registró diez olas similares a las que casi habían hundido a los dos barcos.
–¿Alguien ha conseguido deducir la causa de las olas asesinas?
–Algunos hemos estado trabajando con un principio de mecánica cuántica llamada la ecuación de Schródinger. Es un tanto complicada, pero explica la manera como las cosas pueden aparecer y desaparecer sin ninguna razón aparente. La «ola vampiro» es un buen nombre para el fenómeno. Chupan la energía de las otras olas y, voila, tenemos a nuestro monstruo gigante. Todavía no sabemos cuál es la causa que lo provoca.
–Por lo que dice, cualquier barco cuyo casco fue construido para soportar condiciones marítimas calculadas de acuerdo con el modelo lineal podría sufrir el mismo destino que el Southern Belle.
–Oh, va mucho más allá, Kurt. Mucho más.
–No le entiendo.
–Los diseñadores del Southern Belle incorporaron todas las nuevas informaciones de las olas gigantes en su trabajo. El Belle tenía un castillo de proa cubierto, doble casco, y reforzados los escotillones transversales para evitar las inundaciones.
Austin miró al científico durante unos segundos. Meditó sus palabras.
–Eso significaría que el barco pudo encontrarse con una ola de más de treinta metros de altura.
Adler le señaló la pantalla del ordenador. La imagen mostraba una serie de olas y medidas.
–Se produjeron dos olas gigantes, una de ellas de treinta y cuatro metros de altura para ser exactos. Tomamos estas imágenes desde un satélite.
El científico había esperado que sus palabras impresionasen a los dos hombres, pero ambos respondieron con expresiones de gran interés y no con exclamaciones de incredulidad. Comprendió que había acertado al conseguir el favor de Rudi Gunn cuando Austin se volvió hacia su amigo y con la mayor tranquilidad le dijo:
–Por lo que se ve, tendríamos que haber traído nuestras tablas de surf.