–¿Mi madre me hizo esto? – inquirió Clary, pero su sorprendida indignación no sonó convincente, ni siquiera a sus propios oídos.

Mirando a su alrededor, vio compasión en los ojos de Jace, y en los de Alec…, incluso Alec lo había adivinado y sentía lastima por ella.

–¿Por qué?

–No lo sé. – Magnus extendió las largas manos blancas-. No es mi trabajo hacer preguntas. Hago aquello por lo que me pagan.

–Dentro de los límites de la Alianza -le recordó Jace, la voz suave como el ronroneo de un gato.

Magnus asintió con la cabeza.

–Dentro de los límites de la Alianza, por supuesto.

–¿De modo que a la Alianza, por supuesto.

–¿De modo que a la Alianza le parece bien esto…, esta violación de la mente? – preguntó Clary con amargura.

Al ver que nadie respondía, se dejó caer sobre el borde de la cama de Magnus.

–¿Fue sólo una vez? ¿Hubo algo específico que ella quiso que yo olvidara? ¿Sabes lo que fue?

Magnus paseó nerviosamente hasta la ventana.

–No creo que lo comprendas. La primera vez que te vi, debías de tener unos dos años. Yo observaba por esta ventana -dio un golpecito al cristal, liberando una lluvia de polvo y pedacitos de pintura-, y la vi a ella viniendo a toda prisa por la calle, sosteniendo algo envuelto en una manta. Me sorprendí cuando se detuvo ante mi puerta. Parecía tan corriente, tan joven.

La luz de la luna pintó de plata su perfil aguileño.

–Desenvolvió la manta cuando atravesó mi puerta. Tú estabas dentro. Te depositó en el suelo y empezaste a deambular por todas partes, cogiendo cosas, tirándole de la cola a mi gato; chillaste como una banshee cuando el gato te arañó, así que le pregunté a tu madre si tenías una parte de banshee. No se rió.

Hizo una pausa. En aquellos instantes todos le contemplaban con atención, incluso Alec.

–Me contó que era una cazadora de sombras. No valía la pena que mintiera sobre eso; las Marcas de la Alianza salen a la luz, incluso cuando se han desvanecido con el paso del tiempo, en forma de tenues cicatrices plateadas sobre la piel. Titilaban cuando se movía. – Se frotó el maquillaje de purpurina que le rodeaba los ojos-. Me dijo que había esperado que nacieras con un Ojo Interior ciego…, a algunos cazadores de sombras hay que enseñarles a ver el Mundo de las Sombras. Pero te había pescado aquella tarde martirizando a una hadita atrapada en un seto. Sabía que podías ver. Así que me preguntó si era posible cegarte la Visión.

Clary emitió un ruidito, una dolorida exhalación de aire, pero Magnus siguió adelante sin piedad.

–Le dije que inutilizar esa parte de tu mente podría dañarte, incluso volverte loca. Ella no lloró. No era la clase de mujer que llora con facilidad, tu madre. Me preguntó si había otro modo, y le dije que se te podía hacer olvidar aquellas partes del Mundo de las Sombras que podías ver, incluso mientras las veías. La única salvedad era que ella tendría que venir a verme cada dos años, que es cuando los resultados del hechizo empiezan a desvanecerse.

–¿Y lo hizo? – inquirió ella.

Magnus asintió.

–Te he visto cada dos años desde esa primera vez… te he observado crecer. Eres la única criatura que he visto crecer, ya sabes. En mi negocio uno no es generalmente tan bien recibido cerca de niños humanos.

–Así que reconociste a Clary cuando entró -dijo Jace-. Debes de haberlo hecho.

–Claro que lo hice. – Magnus sonó exasperado-. Y fue todo un sobresalto, también. Pero ¿qué habríais hecho vosotros? Ella no me conocía. Se suponía que no me conocía. Sólo el hecho de que estuviera aquí significaba que el hechizo había empezado a desvanecerse… y de hecho, debíamos habernos visto hará aproximadamente un mes. Incluso pasé por tu casa cuando regresé de Tanzania, pero Jocelyn dijo que os habíais peleado y te habías ido de casa. Dijo que iría a verme cuando regresaras, pero -se encogió de hombros elegantemente- jamás lo hizo.

Un frío flujo de recuerdos le puso la carne de gallina a Clary. Recordaba estar de pie en el vestíbulo junto a Simon, esforzándose por recordar algo que danzaba justo en el límite de su visión… “Me ha parecido ver el gato de Dorothea, pero sólo ha sido la luz.”

Pero Dorothea no tenía un gato.

–Tú estabas allí, ese día -afirmó Clary-. Te vi salir del apartamento de Dorothea. Recuerdo tus ojos.

Magnus la miró como si fuera a ponerse a ronronear.

–Soy memorable, es cierto -presumió; luego meneó la cabeza-. No deberías recordarme -dijo-. Alcé un glamour tan fuerte como un muro en cuanto te vi. Deberías haberte dado de bruces contra él… psíquicamente hablando.

“¿Si te das de bruces contra una pared psíquica, acabas con moratones psíquicos?”, pensó ella.

–Si me quitas el hechizo -dijo Clary-, ¿podré recordar todas las cosas que he olvidado? ¿Todos los recuerdos que me robaste?

–No te lo puedo quitar. – Magnus parecía sentirse violento.

–¿Qué? – Jace sonó furioso-. ¿Por qué no? La Clave te exige…

El brujo le miró con frialdad.

–No me gusta que me digan lo que debo hacer, pequeño cazador de sombras.

Clary se dio cuenta de lo mucho que le disgustaba a Jace que se refirieran a él como “pequeño”, pero antes de que éste pudiera espetar una respuesta, Alec habló. Su voz era suave y meditabunda.

–¿No sabes cómo invertirlo? – preguntó-. El hechizo, quiero decir.

Magnus suspiró.

–Deshacer un hechizo es mucho más difícil que crearlo en primer lugar. La complejidad de éste en particular, el cuidado que puse al entretejerlo…, si cometiera aunque fuera el más mínimo error al desentrañarlo, su mente podría quedar dañada para siempre. Además -añadió-, ya ha empezado a desvanecerse. Los efectos desaparecerán por sí solos con el tiempo.

Clary le miró con severidad.

–¿Recuperaré todos mis recuerdos entonces? ¿Lo que fuera que sacó de mi cabeza?

–No lo sé. Podrían regresar todos de golpe, o por etapas. O podrías no recordar nunca lo que has olvidado a lo largo de los años. Lo que tu madre me pidió que hiciera fue algo excepcional, en mi experiencia. No tengo ni idea de qué sucederá.

–Pero no quiero esperar. – Clary entrelazó las manos con fuerza sobre el regazo, los dedos sujetos con tanta energía que las yemas se tornaron blancas-. Toda mi vida he sentido como si hubiera algo que estaba mal en mí. Que algo faltaba o no funcionaba bien. Ahora sé…

–Yo no te hice daño. – La interrumpió Magnus, con los labios hacia atrás con enojo para mostrar unos dientes afilados y blancos-. Cualquier adolescente se siente así, se siente roto o fuera de lugar, diferente de algún modo, un miembro de la realeza nacido por equivocación en una familia de campesinos. La diferencia en tu caso es que es cierto. Tú si eres diferente. Quizá no mejor…, pero diferente. Y no es ninguna broma ser diferente. ¿Quieres saber qué se siente cuando tus padres son unas buenas personas devotas y resulta que tú naces con la marca del diablo? – Señaló sus ojos, con los dedos abiertos-. ¿Cuándo tu padre se estremece al verte y tu madre se cuelga en el granero, enloquecida por lo que ha hecho? Cuando tenía diez años, mi padre intentó ahogarme en el arroyo. Arremetí contra él con todo lo que tenía…, le incineré allí mismo. Acudí a los padres de la iglesia finalmente, en busca de refugio. Ellos me escondieron. Dicen que la compasión es algo amargo, pero es mejor que el odio. Cuando descubrí lo que era en realidad, un ser sólo humano a medias, me odié a mí mismo. Cualquier cosa es mejor que eso.

Hubo un silencio cuando Magnus dejó de hablar. Ante la sorpresa de Clary, fue Alec quien lo rompió.

–No fue culpa tuya -dijo-. No puedes evitar cómo naciste.

La expresión del brujo era dura.

–Lo he superado -replicó-. Creo que comprendes lo que quiero decir. Ser diferente no es mejor, Clary. Tu madre intentaba protegerte. No se lo eches en cara.

Las manos de Clary relajaron la presión entre ellas.

–No me importa si soy diferente -indicó-. Sólo quiero saber quién soy en realidad.

Magnus lanzó una imprecación, en una lengua que ella desconocía, pero que sonó a llamas chisporroteando.

–De acuerdo. Escucha. No puedo deshacer lo que he hecho, pero te puedo dar otra cosa. Un pedazo de lo que habría sido tuyo de haber sido criada como una auténtica hija de los nefilim. – Cruzó majestuoso la habitación hasta la librería y extrajo con cierta dificultad un pesado tomo encuadernado en deteriorado terciopelo verde. Pasó rápidamente las hojas, derramando polvo y pedacitos de tela ennegrecida. Las páginas eran finas, de un pergamino semimate y casi traslúcido, cada una marcada con una austera runa negra.

–¿Es eso una copia del “Libro Gris”? – inquirió Jace, enarcando las cejas.

Magnus, que pasaba febrilmente las hojas, no dijo nada.

–Hodge tiene una -comentó Alec-. Me la mostró una vez.

–No es gris. – Clary se sintió obligada a señalar-. Es verde.

–Qué poco sentido del humor… -replicó Jace, limpiando el polvo del alféizar y contemplándolo con atención, como considerando si estaba lo bastante limpio para sentarse encima-. En inglés antiguo su nombre era “Gramarye”, que significa “magia, conocimientos ocultos”, pero, para acortar, se acostumbraba a denominarle “Gray”. Lo que sucede es que, en inglés, “gray” significa “gris” y al final en todas partes se le ha acabado llamando así. En él están copiadas todas y cada una de las runas que el ángel Raziel escribió en el Libro de la Alianza. No existen muchas copias, porque cada una debe hacerse especialmente. Algunas de las runas son tan poderosas que quemarían páginas normales.

Alec se mostró impresionado.

–No sabía todo eso.

Jace se sentó de un salto en el alféizar y balanceó las piernas.

–No todos nosotros nos dormimos durante las clases de historia.

–Yo no me…

–No, qué va, y además babeas sobre el pupitre.

–Callad -dijo Magnus, pero lo dijo con suavidad.

El hombre curvó un dedo entre dos páginas del libro y fue hacia Clary, depositándolo con cuidado sobre su regazo.

–Ahora, cuando abra el libro, quiero que estudies la página. Mírala hasta que sientas que algo cambia dentro de tu mente.

–¿Dolerá? – preguntó ella nerviosamente.

–Todo conocimiento duele -replicó él, y se irguió, dejando que el libro cayera abierto sobre el regazo de Clary.

Clary bajó la mirada, clavándola en la pagina blanca con la runa negra de la Marca dibujada sobre ella. Parecía algo similar a una espiral con alas, hasta que ella ladeó la cabeza, y entonces pareció un bastón rodeado de enredaderas. Las esquinas cambiantes del dibujo cosquillearon en su mente como plumas pasadas sobre una piel sensible. Percibió el estremecido parpadeo de una reacción, que hacía que quisiera cerrar los ojos, pero los mantuvo abiertos hasta que le escocieron y se le nublaron. Estaba punto de parpadear cuando lo sintió: un chasquido en la cabeza, como una llave girando en una cerradura.

La runa de la página pareció destacar nítidamente de improviso, y ella pensó, involuntariamente: “Recuerda”. De haber sido la runa una palabra, habría sido ésa, pero había más significado en ella que en cualquier palabra que pudiese imaginar. Era el primer recuerdo de una criatura de luz cayendo a través de los barrotes de la cuna, el aroma rememorado de la lluvia y las calles de una ciudad, el dolor de una pérdida no olvidada, el aguijonazo de una humillación recordada y el cruel olvido de la vejez, cuando los recuerdos más antiguos destacan con una precisión angustiosamente nítida y los incidentes más inmediatos se pierden sin posibilidad de recuperación.

Con un leve suspiro pasó a la página siguiente, y a la siguiente, dejando que las imágenes y las sensaciones fluyeran por ella. “Pesar. Pensamiento. Fuerza. Protección. Gracia…” y a continuación lanzó un sorprendido grito de reproche cuando Magnus le arrebató el libro del regazo.

–Es suficiente -dijo él y metió el libro de vuelta en su estante; se sacudió el polvo de las manos sobre los coloridos pantalones, dejando rastros grises-. Si lees todas las runas de una vez, acabarás con dolor de cabeza.

–Pero…

–La mayoría de los niños cazadores de sombras crecen aprendiendo las runas de una en una a lo largo de un período de años -explicó Jace-. El Libro Gris contiene runas que ni siquiera yo conozco.

–Figúrate -comentó Magnus.

Jace hizo como si no existiera.

–Magnus te mostró la runa de la comprensión y el recuerdo. Ésta abre tu mente para que leas y reconozcas el resto de las Marcas.

–También puede servir como detonante para activar recuerdos dormidos -indicó Magnus-. Podrían regresar a ti más de prisa de lo que lo harían de otro modo. Es lo mejor que puedo hacer.

Clary bajó la mirada hacia su regazo.

–Todavía sigo sin recordar nada sobre la Copa Mortal.

–¿Es de eso de lo que se trata? – Magnus parecía realmente estupefacto-. ¿Buscáis la Copa del Ángel? Mira, yo he recorrido tus recuerdos. No había nada en ellos sobre los Instrumentos Mortales.

–¿Instrumentos Mortales? – repitió Clary, desconcertada-. Pensaba que…

–El Ángel entregó tres objetos a los primeros cazadores de sombras. Una copa, una espada y un espejo. Los Hermanos Silenciosos tienen la espada; la copa y el espejo estaban en Idris, al menos hasta que llegó Valentine.

–Nadie sabe dónde está el espejo -dijo Alec-. Nadie lo ha sabido desde hace una eternidad.

–Es la copa lo que nos interesa -indicó Jace-. Valentine la está buscando.

–¿Y vosotros queréis conseguirla antes de que lo haga él? – inquirió Magnus, alzando mucho las cejas.

–¿Pensaba que habías dicho que no sabías quién era Valentine? – señaló Clary.

–Mentí -admitió él con candidez-. Yo no pertenezco a la raza de las hadas, ya sabes. A mí no se me exige ser sincero. Y sólo un loco se interpondría entre Valentine y su venganza.

–¿Es eso lo que crees que él busca? ¿Venganza? – preguntó Jace.

–Yo diría que sí. Sufrió una grave derrota, y no parecía precisamente…, no parece la clase de hombre que acepta la derrota con elegancia.

Alec miró a Magnus con más intensidad.

–¿Estuviste en el Levantamiento?

Magnus mantuvo la mirada de Alec.

–Estuve. Maté a varios de los vuestros.

–Miembros del Círculo -corrigió Jace rápidamente-. No de nuestro…

–Si insistís en repudiar aquello que es desagradable en lo que hacéis -dijo Magnus, mirando aún a Alec-, jamás aprenderéis de vuestros errores.

Alec, dando tirones a la colcha con una mano, se sonrojó violentamente.

–No parece sorprenderte el averiguar que Valentine sigue vivo -dijo, evitando la mirada del brujo.

Magnus extendió las manos a ambos lados.

–¿Lo estáis vosotros?

Jace abrió la boca, luego volvió a cerrarla. Parecía realmente desconcertado.

–¿Así que no nos ayudarás a encontrar la Copa Mortal? – dijo finalmente.

–No lo haría aunque pudiera -respondió él-. Pero la verdad es que no puedo. No tengo ni idea de dónde está, y no me interesa saberlo. Únicamente a un loco, como ya dije.

Alec se sentó más erguido.

–Pero sin la Copa, no podemos…

–Crear más de vosotros. Lo sé -repuso Magnus-. Tal vez no todo el mundo considera eso algo tan desastroso como lo hacéis vosotros. Aunque claro -añadió-, si tuviera que escoger entre la Clave y Valentine, elegiría la Clave. Al menos ellos no han jurado eliminar a los de mi especie. Pero nada de lo que la Clave ha hecho se ha ganado mi lealtad inquebrantable tampoco. Así que no, me quedaré sentado tranquilamente. Ahora, si hemos terminado aquí, me gustaría regresar a mi fiesta antes de que algunos de mis invitados se coman entre sí.

Jace, que había estado abriendo y cerrando las manos, dio la impresión de estar a punto de decir algo furibundo, pero Alec, poniéndose en pie, le posó una mano sobre el hombro. Clary no pudo estar segura en la penumbra, pero pareció como si Alec apretara con bastante fuerza.

–¿Qué se coman? – preguntó el muchacho.

Magnus le contemplaba con cierta expresión divertida.

–No sería la primera vez.

Jace masculló algo a Alec, que le soltó. Separándose, se acercó a Clary.

–¿Estás bien? – preguntó en voz baja.

–Eso creo. No me siento nada diferente…

Magnus, de pie junto a la puerta, chasqueó los dedos con impaciencia.

–Id desfilando, adolescentes. La única persona que puede darse el lote en mi dormitorio es mi magnífica persona.

–¿Darse el lote? – repitió Clary, que jamás había oído la expresión antes.

–¿Magnífica? – repitió Jace, que se limitaba a mostrarse desagradable.

Magnus gruñó, y el gruñido sonó a algo parecido a “fuera de aquí”.

Salieron. Magnus cerró la marcha y se detuvo para cerrar con llave la puerta del dormitorio. El carácter de la fiesta le pareció sutilmente distinto a Clary. Tal vez fuera tan sólo su visión levemente alterada: todo parecía más claro, con bordes cristalinos claramente definidos. Contempló cómo un grupo de músicos ocupaba el pequeño escenario situado en el centro de la habitación. Llevaban prendas largas y sueltas de intensos colores dorados, morado y verde, y sus voces agudas eran penetrantes y etéreas.

–Odio las bandas de hadas -masculló Magnus mientras los músicos efectuaban la transición a otra perturbadora canción, la melodía tan delicada y traslúcida como el cristal de roca-. Todo lo que saben interpretar son baladas deprimentes.

Jace, paseando la mirada por la habitación, lanzó una carcajada.

–¿Dónde está Isabelle?

Un torrente de inquietud culpable golpeó a Clary. Se había olvidado de Simon. Se volvió en redondo, buscando los familiares hombros flacuchos y la mata de pelo oscuro.

–No le veo. Les veo, quiero decir.

–Ahí está ella. – Alec distinguió a su hermana y la llamó con la mano, mostrando una expresión de alivio-. Estamos aquí. Y ten cuidado con el pooka.

–¿Cuidado con el pooka? – repitió Jace, echando una ojeada en dirección a un hombre delgado de piel morena y con un chaleco verde estampado de cachemira, que miró a Isabelle pensativo cuando ésta pasó por su lado.

–Me pellizcó cuando pasé antes por su lado -explicó Alec muy estirado-. En una zona sumamente personal.

–Odio darte la noticia, pero si está interesado en tus zonas sumamente personales, probablemente no esté interesado en las de tu hermana.

–No necesariamente -indicó Magnus-. Los seres mágicos no tienen preferencias.

Jace frunció el labio con desdén en dirección al brujo.

–¿Sigues aquí?

Antes de que Magnus pudiera responder, Isabelle cayó sobre ellos, con el rostro arrebolado y con manchas rojas, y oliendo fuertemente a alcohol.

–¡Jace! ¡Alec! ¿Dónde habéis estado? Os estuve buscando por todas…

–¿Dónde está Simon? – interrumpió Clary.

Isabelle se tambaleó.

–Es una rata -respondió en tono misterioso.

–¿Te ha hecho algo? – Alec estaba lleno de fraternal preocupación-. ¿Te ha tocado? Si ha intentado algo…

–No, Alec -respondió ella con irritación-. No es eso. Es una rata.

–Está borracha -espetó Jace, empezando a alejarse con repugnancia.

–No lo estoy -replicó ella indignada-. Bueno, a lo mejor un poco, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que Simon bebió una de esas bebidas azules…, le dije que no lo hiciera, pero no me escuchó…, y se ha convertido en una rata.

–¿Una rata? – repitió Clary con incredulidad-. No te refieres a…

–Me refiero a una rata -insistió Isabelle-. Pequeña. Marrón. Cola escamosa.

–A la Clave no le va a gustar -indicó Alec en tono receloso-. Estoy más que seguro de que convertir a mundanos en ratas va en contra de la Ley.

–Técnicamente ella no le convirtió en una rata -indicó Jace-. De lo peor que podrían acusarla es de negligencia.

–¿A quién le importa la estúpida Ley? – chilló Clary, agarrando la muñeca de Isabelle-. ¡Mi mejor amigo es una rata!

–¡Ay! – Isabelle intentó desasir su muñeca-. ¡Suéltame!

–No hasta que me digas dónde está. – Jamás había deseado tanto abofetear a alguien como deseaba abofetear a Isabelle justo en aquel momento-. No puedo creer que le hayas abandonado; probablemente esté aterrado…

–Si es que no le han pisado -indicó Jace, no ayudando precisamente con el comentario.

–No le abandoné. Corrió a meterse bajo el bar -protestó Isabelle, señalando-. ¡Suéltame! Me estás abollando la pulsera.

–Zorra -le espetó Clary, rabiosa, y soltó la mano de una sorprendida Isabelle lanzándosela hacia ella, con furia.

No aguardó una reacción; salió corriendo hacia el bar y, dejándose caer de rodillas, miró en el oscuro espacio que había debajo. En la penumbra, que olía a moho, le pareció detectar un par de ojillos relucientes.

–¿Simon? – llamó con voz estrangulada-. ¿Eres tú?

La rata Simon se arrastró ligeramente hacia delante, con los bigotes estremecidos. Clary pudo distinguir la forma de sus pequeñas orejas redondeadas, pegadas a la cabeza, y la afilada punta del hocico. Reprimió un sentimiento de repugnancia: jamás le habían gustado las ratas, con sus dientes cuadrados y amarillentos siempre listos para morder. Deseó que lo hubieran convertido en un hámster.

–Soy yo, Clary -dijo lentamente-. ¿Estás bien?

Jace y el resto llegaron y se colocaron detrás de ella, Isabelle estaba ahora más enojada que llorosa.

–¿Está ahí debajo? – preguntó Jace con curiosidad.

Clary, todavía a cuatro patas, asintió.

–Chisst. Le harás huir. – Introdujo los dedos con delicadeza bajo el borde de la barra y los meneó-. Por favor sal, Simon. Haremos que Magnus invierta el hechizo. Todo irá bien.

Escuchó un chillido agudo, y el hocico rosado de la rata asomó por debajo de la barra. Con una exclamación de alivio, Clary cogió al animal en sus manos.

–¡Simon! ¡Me has entendido!

La rata, acurrucada en el hueco de sus palmas, chilló entristecida. Clary la apretó contra su pecho.

–Ah, pobrecito mío -arrulló, casi como si se tratara de una mascota-. Pobre Simon, todo irá bien, te prometo…

–Yo no sentiría lástima por él -se burló Jace-. Eso es probablemente lo más cerca que llegará a estar de la segunda base.

–¡Cállate!

Clary dedicó una mirada furibunda al muchacho, pero no aflojó las manos que sujetaban a la rata. Los bigotes del animal temblaban, si era de cólera, agitación o simple terror, ella no lo sabía.

–Trae a Magnus -ordenó tajante-. Tenemos que hacer que Simon regrese.

–No nos precipitemos. – Jace sonreía de oreja a oreja en aquel momento, el muy burro, mientras alargaba una mano hacia Simon como si quisiera hacerle mimos-. Está mono así. Mira su varicilla rosa.

Simon le mostró unos largos dientes amarillentos e hizo un amago de morderle. Jace retiró apresuradamente la mano.

–Izzy, ve en busca de nuestro magnífico anfitrión.

–¿Por qué yo? – Isabelle adoptó una expresión petulante.

–Porque es culpa tuya que el mundano sea una rata, idiota -replicó él, y Clary se sorprendió al darse cuenta de que raramente ninguno de ellos, aparte de Isabelle, pronunciaba el nombre de Simon-. Y no podemos dejarle aquí.

–Estarías encantado de dejarle aquí si no fuera por ella -replicó Isabelle, consiguiendo inyectar la palabra con el veneno suficiente para matar a un elefante.

La muchacha se alejó muy ofendida, con la falda bamboleándose alrededor de las caderas.

–No puedo creer que te dejara beber esa bebida azul -dijo Clary a la rata que era Simon-. Ahora mira lo que has conseguido por ser tan tonto.

Simon lanzó unos chillidos irritados. Clary oyó que alguien reía por lo bajo y al alzar la mirada se encontró con Magnus, que se inclinaba sobre ella. Isabelle estaba detrás de él, con expresión furiosa.

Rattus norvegicus -dijo Magnus, mirando con atención a Simon-. Una rata común marrón, nada exótico.

–No me importa qué clase de rata sea -replicó Clary enfadada-. Lo quiero de vuelta a su forma.

Magnus se rascó la cabeza pensativo, esparciendo purpurina.

–No tiene sentido hacerlo -repuso.

–Eso es lo que yo dije. – Jace pareció complacido.

–¿NO TIENE SENTIDO? – chilló Clary, tan fuerte que Simon ocultó la cabeza bajo su pulgar-. ¿CÓMO PUEDES DECIR QUE NO TIENE SENTIDO HACERLO?

–Porque volverá a ser él por si mismo en unas pocas horas -respondió Magnus-. El efecto de los cócteles es temporal. No tiene sentido elaborar un hechizo de transformación; simplemente lo traumatizaría. Demasiada magia resulta dura para los mundanos, sus sistemas no están acostumbrados a ella.

–Dudo también de que sus sistema esté acostumbrado a ser una rata -indicó Clary-. Eres un brujo, ¿no puedes simplemente invertir el hechizo?

Magnus lo meditó.

–No -dijo.

–¿Quieres decir que no quieres hacerlo?

–No gratis, cariño, y tú no puedes pagar mis honorarios.

–No puedo llevarme a una rata a casa en el metro, tampoco -repuso ella, quejumbrosa-. Se me caerá, o uno de los de seguridad del metro me arrestará por llevar animales dañinos en el sistema de transporte. – Simon chirrió su fastidio-. No es que tú seas un animal dañino, desde luego.

A una chica que había estado gritando junto a la puerta se le unieron entonces otras seis o siete. El sonido de las voces enojadas se alzó por encima del zumbido de la fiesta y los sones de la música. Magnus puso los ojos en blanco.

–Perdonadme -dijo, retrocediendo al interior de la multitud, que se cerró tras él al instante.

Isabelle, balanceándose sobre sus sandalias, profirió un explosivo suspiro.

–Pues sí que nos ha ayudado.

–Sabes -dijo Alec-, siempre podrías meter a la rata en tu mochila.

Clary le miró con dureza, pero no encontró nada de malo en la idea, ya que ella no tenía ningún bolsillo donde poder meterla. La ropa de Isabelle no permitía bolsillos; era demasiado ajustada. A Clary le sorprendía que Isabelle pudiera caber en ella.

Quitándose la mochila de la espalda, encontró un escondite para la pequeña rata marrón que antes había sido Simon, entre el suéter enrollado y el cuaderno de bocetos. El roedor se enroscó encima del billetero, con una expresión llena de reproche.

–Lo siento -dijo ella, afligida.

–No te preocupes -indicó Jace-. Es un misterio para mí por qué los mundanos insisten siempre en hacerse responsables de cosas que no son su culpa. Tú no obligaste a ese idiota a beberse el cóctel.

–De no ser por mí, él ni siquiera habría estado aquí -repuso Clary con voz débil.

–No te hagas ilusiones. Ha venido por Isabelle.

Enojada, Clary cerró de un tirón la parte superior de la bolsa y se puso en pie.

–Salgamos de aquí. Estoy harta de este lugar.

El apretado corrillo de gente que gritaba junto a la puerta resultó ser más vampiros, fácilmente reconocibles por la palidez de su tez y la intensa negrura de sus cabellos.

“Se lo deben de teñir”, pensó Clary, no era posible que todos fueran morenos naturales, y además, algunos tenían las cejas rubias.

Se quejaban a voz en grito por sus motocicletas estropeadas y el hecho de que algunos de sus amigos estuvieran ausentes y no se les encontrara.

–Probablemente estén borrachos y desvanecidos en alguna parte -dijo Magnus, agitando los largos dedos blancos en actitud aburrida-. Ya sabéis el modo en que todos vosotros acostumbráis a convertiros en murciélagos y en montones de polvo cuando os habéis tomado demasiados bloodys marys.

–Mezclan su vodka con sangre auténtica -explicó Jace al oído de Clary.

La presión de su aliento le produjo un escalofrío.

–Sí, ya lo he entendido, gracias.

–No podemos ir por ahí recogiendo cada montón de polvo del lugar por si acaso resulta que por la mañana es Gregor -dijo una chica con un mohín en la boca y unas cejas pintadas.

–Gregor estará perfectamente. Yo raras veces barro -la tranquilizó Magnus-. No me importa enviar a cualquier rezagado de vuelta al hotel mañana… en un coche con los cristales pintados de negro, desde luego.

–Pero ¿qué pasa con nuestras motos? – preguntó un muchacho delgado, cuyas raíces aparecían por debajo de su teñido de poca calidad; un pendiente de oro en forma de estaca colgaba de su lóbulo izquierdo-. Nos llevará horas arreglarlas.

–Tenéis hasta el amanecer -respondió Magnus, que empezaba a perder los nervios-. Sugiero que os pongáis a ello. – Alzó la voz-. ¡Muy bien, SE ACABÓ! ¡La fiesta ha terminado! ¡Todo el mundo fuera! – Agitó las manos derramando una lluvia de purpurina.

Con un único y sonoro tañido, la banda dejó de tocar. Un zumbido de sonoras quejas se alzó entre los asistentes a la fiesta, pero se movieron obedientemente hacia la puerta. Ninguno de ellos se detuvo para dar las gracias a Magnus por la fiesta.

–Vamos. – Jace empujó a Clary en dirección a la salida.

La multitud era compacta, y ella sostuvo la mochila al frente, rodeándola protectora con las manos. Alguien chocó con fuerza contra su hombro, y ella lanzó un chillido y se hizo a un lado, alejándose de Jace. Una mano rozó la mochila. Alzó los ojos y vio al vampiro del pendiente con la estaca, que le sonreía de oreja a oreja.

–Hola, bonita -dijo-. ¿Qué hay en la bolsa?

–Agua bendita -respondió Jace, reapareciendo junto a ella como si lo hubiesen invocado igual que a un genio.

Un genio rubio y sarcástico con mala baba.

–Aaah, un cazador de sombras -exclamó el vampiro-. ¡Qué miedo!

Guiñando un ojo, se fundió de nuevo entre la multitud.

–Los vampiros son tan prima donna.suspiró Magnus desde el umbral-. Francamente, no sé por qué doy estas fiestas.

–Por tu gato -le recordó Clary.

Magnus se animó.

–Es cierto. Presidente Miau se merece todos mis esfuerzos. – Le dirigió una mirada a ella y al apretado grupo de cazadores de sombras, que iba justo detrás de Clary-. ¿Os vais ya?

Jace asintió.

–No queremos abusar de tu hospitalidad.

–¿Qué hospitalidad? – inquirió el brujo-. Diría que ha sido un placer conoceros, pero no es cierto. Aunque no es que no seáis todos absolutamente encantadores, y en cuanto a ti… -Dedicó un reluciente guiño a Alec, que se mostró estupefacto-. ¿Me llamarás?

Alec se ruborizó, tartamudeó y probablemente se habría quedado allí parado toda la noche si Jace no le hubiese agarrado por el codo y arrastrado hacia la puerta, con Isabelle pegada a sus talones. Clary estaba a punto de ir detrás cuando sintió un leve golpecito en el brazo; era Magnus.

–Tengo un mensaje para ti -dijo-. De tu madre.

Clary se sorprendió tanto que casi dejó caer la mochila.

–¿De mi madre? ¿Quieres decir que te pidió que me dijeras algo?

–No exactamente -respondió él.

Sus ojos felinos, hendidos por las pupilas verticales como fisuras en una pared de un verde dorado, estaban serios por una vez.

–Pero la conocí en un modo en el que tú no la conociste. Hizo lo que hizo para mantenerte fuera de un mundo que odiaba. Toda su existencia, la huida, el ocultarse…, las mentiras, como tu las llamaste…, tenían la intención de mantenerte a salvo. No desperdicies sus sacrificios arriesgando tu vida. Ella no lo querría.

–¿No querría que la salvase?

–No si significaba ponerte a ti en peligro.

–Pero soy la única persona a la que le importa lo que le suceda…

–No -dijo Magnus-. No lo eres.

Clary pestañeó.

–No comprendo. Hay…, Magnus, si sabes algo…

Él la interrumpió con brutal precisión.

–Y una última cosa. – Sus ojos se desviaron veloces hacia la puerta, a través de la cual habían desaparecido Jace, Alec e Isabelle-. Ten en cuenta que cuando tu madre huyó del Mundo de las Sombras, no era de los monstruos de quienes se ocultaba. Ni de los brujos, los hombres lobo, los seres fantásticos, ni siquiera de los mismos demonios. Era de ellos. Era de los cazadores de sombras.

La estaban esperando fuera del almacén. Jace, con las manos en los bolsillos, estaba apoyado contra la barandilla de la escalera y observaba cómo los vampiros daban cautelosas vueltas alrededor de sus estropeadas motos, maldiciendo y lanzando palabrotas. Su rostro mostraba una tenue sonrisa. Alec e Isabelle estaban algo más allá. Isabelle se secaba los ojos, y Clary sintió una oleada de rabia irracional; Isabelle apenas conocía a Simon. Aquello no era sus desastre. Clary era quién tenía derecho a montar un número, no la cazadora de sombras.

Jace se separó de la barandilla cuando Clary emergió, y empezó a andar a su lado, sin hablar. Parecía absorto en sus pensamientos. Isabelle y Alec, que avanzaban a buen paso por delante, daban la impresión de estar discutiendo entre ellos. Clary aceleró un poco el paso, estirando el cuello para oírles mejor.

–No es tu culpa -decía Alec.

El muchacho sonaba cansado, como si ya hubiera pasado por aquella clase de cosa con su hermana antes. Clary se preguntó cuántos novios había convertido ella en ratas accidentalmente.

–Pero eso debería enseñarte a no ir a tantas fiestas del Submundo -añadió-. No valen la pena.

Isabelle sorbió sonoramente.

–Si le hubiese sucedido algo, no… no sé qué habría hecho.

–Probablemente lo que fuera que hacías antes -repuso Alec en tono aburrido-. Tampoco es que le conocieras tan bien.

–Eso no significa que no…

–¿Qué? ¿Qué le amas? – Alec se mofó, alzando la voz-. Tienes que conocer a alguien para amarle.

–Pero eso no es todo. – Isabelle sonaba casi triste-. ¿No te divertiste en la fiesta, Alec?

–No.

–Pensé que podría gustarte Magnus. Es simpático, ¿verdad?

–¿Simpático? – Alec la miró como si estuviera loca-. Los gatitos son simpáticos. Los brujos son… -Vaciló-. No -finalizó, sin convicción.

–Pensé que podríais congeniar. – El maquillaje de ojos de Isabelle centelleó tan brillante como las lágrimas cuando echó una rápida mirada a su hermano-. Que os haríais amigos.

–Tengo amigos -afirmó Alec, y miró por encima del hombro, casi como si no pudiera evitarlo, a Jace.

Pero Jace, con la dorada cabeza gacha, inmerso en sus pensamientos, no se dio cuenta.

Siguiendo un impulso, Clary alargó la mano para abrir la mochila y echar una ojeada a su interior… y frunció el entrecejo. La bolsa estaba abierta. Rememoró rápidamente la fiesta: había levantado la mochila, cerrado la cremallera. Estaba segura de ello. Abrió de un tirón la bolsa, con el corazón latiendo violentamente.

Recordó la vez que le habían robado el billetero en el metro. Recordó haber abierto el bolso y no haberlo visto en su interior, haber sentido la boca seca por la sorpresa: “¿Se me ha caído? ¿Lo he perdido?”. Y haber comprendido: “Ha desaparecido”. Aquello era parecido, sólo que mil veces peor. Con la boca seca como un hueso, Clary toqueteó el interior de la mochila, apartando ropa y cuaderno de bocetos, llenándose las uñas de mugre. Nada.

Había dejado de andar. Jace permanecía inmóvil justo delante de ella, con expresión impaciente. Alec e Isabelle estaban ya una manzana más allá.

–¿Qué sucede? – preguntó Jace, y ella se dio cuenta de que estaba a punto de añadir algo sarcástico; pero sin duda advirtió la expresión de su rostro, porque no lo hizo-. ¿Clary?

–Se ha ido -musitó ella-. Simon. Estaba en mi mochila…

–¿Ha trepado fuera?

No era una pregunta tonta, pero Clary, agotada y aterrorizada, reaccionó de un modo poco razonable.

–¡Desde luego que no! – le chilló-. ¿Es que crees que quiere acabar aplastado bajo el coche de alguien, asesinado por un gato…?

–Clary…

–¡Cállate! – le gritó, blandiendo la mochila contra él-. Tú fuiste quien dijo que no nos molestáramos en devolverle su aspecto…

Jace atrapó la mochila hábilmente cuando ella la balanceó. Quitándosela de la mano, la examinó.

–La cremallera está rota -dijo-. Por fuera. Alguien ha desgarrado la bolsa.

Sacudiendo la cabeza como atontada, Clary sólo pudo musitar.

–Yo no…

–Lo sé.

La voz del muchacho era dulce.

–¡Alec! ¡Isabelle! ¡Adelantaos! Os alcanzaremos. – Gritó haciendo bocina con las manos.

Las dos figuras, ya muy por delante, se detuvieron; Alec vaciló, pero su hermana lo agarró del brazo y lo arrastró con firmeza hacia la entrada del metro. Algo presionó contra la espalda de Clary: era la mano de Jace, que la hizo girar con suavidad. Ella le dejó que la condujera hacia delante, dando traspiés en las grietas de la acera, hasta que volvieron a estar en la entrada del edificio de Magnus. El hedor a alcohol rancio y el olor dulzón y extraño que Clary había acabado por asociar con los subterráneos inundaba el diminuto espacio. Retirando la mano de la mochila de la joven, Jace oprimió el timbre que había sobre el nombre de Magnus.

–Jace -dijo ella.

El bajó los ojos para mirarla.

–¿Qué?

Clary buscó las palabras.

–¿Crees que está bien?

–¿Simon?

El joven vaciló, y ella pensó en las palabras de Isabelle: “No le hagas una pregunta a menos que sepas que puedes soportar la respuesta”. En lugar de decir nada, él volvió a presionar el timbre, con más fuerza esta vez.

En esta ocasión, Magnus respondió, su voz retumbando a través de la diminuta entrada.

–¿Quién osa molestar mi descanso?

Jace pareció casi nervioso.

–Jace Wayland. ¿Recuerdas? Soy de la Clave.

–Ah, sí. – Magnus pareció haberse animado-. ¿Eres el de los ojos azules?

–Se refiere a Alec -dijo Clary amablemente.

–No. Mis ojos se acostumbran a describir como dorados -indicó Jace al intercomunicador-. Y luminosos.

–Ah, eres ése. – Magnus pareció decepcionado; de no haber estado tan trastornada, Clary habría lanzado una carcajada-. Supongo que será mejor que subas.

El brujo abrió la puerta vestido con un kimono de seda estampado con dragones, un turbante dorado y una expresión de irritación apenas contenida.

–Estaba durmiendo -dijo con altivez.

Jace pareció a punto de ir a decir algo desagradable, posiblemente respecto al turbante, así que Clary le interrumpió.

–Lamentamos molestarte, pero…

Algo pequeño y blanco sacó el morro desde detrás de los tobillos del brujo. Tenía unas rayas grises en zigzag y orejas rosadas terminadas en unos mechones de pelo que le daban más el aspecto de un ratón grande que el de un gato pequeño.

–¿Presidente Miau? – adivinó Clary.

Magnus asintió.

–Ha regresado.

Jace contempló al pequeño gato atigrado con cierto desdén.

–Eso no es un gato -observó-. Tiene el tamaño de un hámster.

–Voy a olvidar muy amablemente lo que has dicho -indicó Magnus, usando el pie para empujar a Presidente Miau detrás de él-. Ahora, exactamente ¿a qué habéis venido aquí?

Clary alargó la mochila rota.

–Es Simon. Ha desaparecido.

–Ah -exclamó Magnus, con delicadeza-, ¿le ha desaparecido qué, exactamente?

–Desaparecido -repitió Jace-, se ha ido, ausente, no está presente, desvanecido.

–Quizá ha ido a esconderse en alguna parte -sugirió Magnus-. No puede resultar fácil acostumbrarse a ser una rata, en especial para alguien tan estúpido para empezar.

–Simon no es estúpido -protestó Clary airadamente.

–Es cierto -coincidió Jace-. Simplemente parece estúpido. En realidad tiene una inteligencia más bien normal. – Su tono era ligero, pero sus hombros estaban tensos cuando se volvió hacia Magnus-. Cuando nos íbamos, uno de tus invitados pasó rozando a Clary. Creo que le desgarró la mochila y cogió a la rata. A Simon, quiero decir.

–¿Y? – inquirió Magnus, mirándole.

–Y necesito averiguar quién era -concluyó Jace sin apartar la vista-. Imagino que lo sabes. Eres el Gran Brujo de Brooklyn. Yo diría que no suceden demasiadas cosas en tu apartamento de las que no estés enterado.

Magnus se inspeccionó una reluciente uña.

–No te equivocas.

–Por favor, dínoslo -rogó la chica.

La mano de Jace se cerró con fuerza sobre la muñeca de Clary. Sabía que él quería que permaneciera callada, pero eso era imposible.

–Por favor.

Magnus dejó caer la mano con un suspiró.

–Está bien. Vi a uno de los vampiros de la guarida de la zona residencial marchar con una rata marrón en las manos. Francamente, imaginé que era unos de los suyos. A veces los Hijos de la Noche se convierten en ratas o murciélagos cuando se emborrachan.

Las manos de Clary temblaban.

–¿Pero ahora crees que era Simon?

–Es sólo una suposición, pero parece probable.

Hay una cosa más. – Jace hablaba con bastante calma, pero estaba alerta ahora, igual que lo había estado en el apartamento antes de que encontraran al repudiado-. ¿Dónde está su guarida?

–¿Su qué?

–La guarida de los vampiros. Ahí es a donde fueron, ¿verdad?

–Eso diría yo. – Magnus daba la impresión de desear estar en cualquier parte menos allí.

–Necesito que me digas dónde está.

Magnus sacudió negativamente la cabeza cubierta con el turbante.

–No voy a ponerme a malas con los Hijos de la Noche por un mundano que ni siquiera conozco.

–Espera -interrumpió Clary-. ¿Para qué querrían a Simon? Pensaba que no se les permitía hacer daño a la gente…

–¿Sabes lo que creo? – repuso Magnus, sin querer cruel-. Dieron por supuesto que era una rata domesticada y pensaron que sería divertido matar la mascota de un cazador de sombras. No les gustáis mucho, digan lo que digan los Acuerdos… y no hay nada en la Alianza sobre no matar animales.

–¿Van a matarle? – inquirió Clary, mirándole fijamente.

–No necesariamente -se apresuró a decir él-. Podrían haber pensado que era uno de los suyos.

–En cuyo caso, ¿qué le sucederá? – quiso saber ella.

–Bueno, cuando recupere la forma humana, le matarán igualmente. Pero podríais tener unas cuantas horas más.

–Entonces tienes que ayudarnos -dijo Clary al brujo-. De lo contrario Simon morirá.

Magnus la miró de arriba abajo con una especie de simpatía aséptica.

–Todos mueren, querida -repuso-. Será mejor que te acostumbres a ello.

Empezó a cerrar la puerta. Jace introdujo un pie, para impedírselo. Magnus suspiró.

–¿Ahora qué?

–Todavía no nos has dicho dónde esta la guarida -insistió el joven.

–No voy a hacerlo. Os dije que…

Fue Clary quien le interrumpió, abriéndose paso frente a Jace.

–Me revolviste el Orebro -dijo-. Me arrebataste mis recuerdos. ¿No puedes hacer esta única cosa por mí?

Magnus entrecerró sus brillantes ojos felinos. En algún lugar a lo lejos, Presidente Miau chillaba. Lentamente, el brujo bajó la cabeza y se la golpeó una vez, no con demasiada suavidad, contra la pared.

–El viejo hotel Dumort -dijo-. En la zona residencial.

–Sé dónde está. – Jace parecía complacido.

–Necesitamos llegar allí inmediatamente. ¿Tienes un Portal? – inquirió Clary, dirigiéndose a Magnus.

–No. – Pareció molesto-. Los Portales son bastante difíciles de construir y representan un gran riesgo para su propietario. Cosas desagradables pueden pasar por ellos si no están protegidos correctamente. Los únicos que conozco en Nueva York son el que está en casa de Dorothea y el de Renwick, pero ambos están demasiado lejos para que merezca la pena molestarse en ir hasta allí, incluso aunque estuvierais seguros de que sus propietarios os dejarían usarlos, lo que probablemente no harían. ¿Entendido? Ahora marchad.

Magnus miró significativamente el pie de Jace, que seguía bloqueando la puerta. Jace no se movió.

–Una cosa más -dijo Jace-. ¿Hay algún sitio sagrado por aquí?

–Buena idea. Si vas a entrar en una guarida de vampiros tú solito, será mejor que reces antes.

–Necesitamos armas -repuso Jace, lacónico-. Más de las que llevamos con nosotros.

Magnus señaló con el dedo.

–Hay una iglesia católica bajando en la calle Diamond. ¿Servirá eso?

Jace asintió, retrocediendo.

–Eso…

La puerta se les cerró en la cara. Clary, jadeando, la siguió mirando fijamente hasta que Jace la cogió del brazo y la condujo escaleras abajo, de vuelta a la noche.

14

EL HOTEL DUMORT

Por la noche, la iglesia de la calle Diamond resultaba espectral, con sus ventanales góticos reflejando la luz de la luna como espejos plateados. Una reja de hierro forjado rodeaba el edificio y estaba pintada de un negro mate. Clary sacudió la verja delantera, pero un sólido candado la mantenía bloqueada.

–Está cerrada con llave -dijo, echando una ojeada a Jace por encima del hombro.

Éste blandió su estela.

–Déjame a mí.

Clary le observó mientras trabajaba con el candado, observó la delgada curva de su espalda, el ondular de los músculos bajo las mangas cortas de su camiseta. La luz de la luna le eliminaba el color de los cabellos, volviéndolos más plateados que dorados.

El candado golpeó contra el suelo con un sonido metálico, convertido en un retorcido pedazo de metal. Jace pareció complacido consigo mismo.

–Como de costumbre -declaró-. Soy sorprendentemente bueno en eso.

Clary se sintió repentinamente enojada.

–Cuando la parte de autofelicitación de la noche haya concluido, ¿podríamos regresar a la tarea de salvar a mi amigo de ser desangrado hasta la muerte?

–Desangrado -repitió Jace, impresionado-. Ésa es una gran palabra.

–Y tú eres un gran…

–Chist, chist -la interrumpió él-. No se deben decir palabrotas en la iglesia.

–Aún no estamos en la iglesia -masculló Clary, siguiéndole por el sendero de piedra hasta las dobles puertas delanteras.

El arco de piedra sobre la entrada estaba bellamente esculpido, con un ángel mirando al suelo desde su punto más alto. Agujas sumamente afiladas se recortaban negras en el cielo nocturno, y Clary comprendió que era la iglesia que ya había vislumbrado aquella noche desde el McCarren Park. Se mordió el labio.

–En cierto modo, no parece correcto forzar la cerradura de la puerta de una iglesia.

El perfil de Jace parecía sereno bajo la luz de la luna.

–No vamos a hacerlo -contestó, deslizando su estela al interior del bolsillo.

Posó una delgada mano morena, marcada toda ella con delicadas cicatrices blancas como un velo de encaje, sobre la madera de la puerta, justo por encima del pestillo.

–En el nombre de la Clave -recitó-, solicito entrada a este lugar sagrado. En el nombre de la Batalla Que Nunca Termina, solicito el uso de tus armas. Y en el nombre del ángel Raziel, solicito tu bendición en mi misión contra las tinieblas.

Clary le miró con asombro. Él no se movió, aunque el viento nocturno le arrojó los cabellos a los ojos; parpadeó, y justo cuando ella estaba a punto de hablar, la puerta se abrió con un chasquido y un crujido de goznes. Giró hacia dentro con suavidad ante ellos, dando paso a un lugar vacío y fresco, iluminado por puntos llameantes.

Jace dio un paso atrás.

–Después de ti.

Cuando Clary pasó al interior, una oleada de aire fresco la envolvió, junto con el olor a piedra y a cera. Hileras de bancos de iglesia, tenuemente iluminados, se extendían en dirección al altar, y un montículo de velas brillaba como un lecho de chispas sobre la pared opuesta. Se dio cuenta de que, aparte del Instituto, que en realidad no contaba nunca antes había estado dentro de una iglesia. Había visto cuadros, y visto el interior de iglesias en películas y en programas anime, donde aparecían regularmente. Una escena en una de sus series anime favoritas tenía lugar en una iglesia con un monstruoso sacerdote vampiro. Se suponía que uno debía sentirse a salvo dentro de una iglesia, pero ella no se sentía así. Formas extrañas parecían erguirse ante ella surgiendo de la oscuridad. Se estremeció.

–Las paredes de piedra mantienen fuera el calor -explicó Jace al advertirlo.

–No es eso -replicó ella-. ¿Sabes que nunca he estado en una iglesia antes?

–Has estado en el Instituto.

–Quiero decir en una iglesia auténtica. Para asistir a misa. Esa clase de cosa.

–¿De veras? Bueno, esto es la nave, donde están los bancos. Es donde se sienta la gente durante la misa. – Avanzaron, sus voces resonando en las paredes de piedra-. Aquí arriba está el ábside. Aquí es donde estábamos nosotros. Y esto es el altar, donde el sacerdote celebra la Eucaristía, siempre en el lado este de la iglesia.

Se arrodilló frente al altar, y ella pensó por un momento que rezaba. El altar era alto, construido en granito oscuro y adornado con una tela roja. Detrás de él, se alzaba una ornamentada talla dorada, grabada con figuras de santos y mártires, cada uno con un disco plano dorado tras la cabeza representando un halo.

–Jace -murmuró-, ¿qué estás haciendo?

Él había posado las manos sobre el suelo de piedra y las movía de un lado a otro con rapidez, como si buscara algo, removiendo el polvo con las yemas de los dedos.

–Buscar armas.

–¿Aquí?

–Se supone que están ocultas, por lo general alrededor del altar. Guardadas para nuestro uso en caso de emergencias.

–¿Y esto es alguna clase de trato que tenéis con la Iglesia católica?

–No específicamente. Los demonios llevan en la Tierra tanto tiempo como nosotros. Están por todo el mundo, en sus distintas formas: demonios griegos, daevas persas, asuras hindúes, oni japoneses. La mayoría de creencias tienen algún método para incorporar tanto su existencia como la lucha contra ellos. Los cazadores de sombras no se adhieren a ninguna religión única, y por su parte todas las religiones nos ayudan en nuestra batalla. Podría haber ido igualmente en busca de ayuda a una sinagoga judía o a un templo sintoísta o… Ah. Aquí está.

Quito el polvo con la mano mientras ella se arrodillaba a su lado. Esculpida en una de las piedras octogonales situadas ante el altar, había una runa. Clary la reconoció, casi con la misma facilidad que si estuviera leyendo la palabra en su idioma. Era la runa que significaba “nefilim”.

Jace sacó su estela y tocó la piedra con ella. Con un chirrido, ésta se movió hacia atrás, mostrando un compartimiento oscuro debajo. Dentro del compartimiento había una caja alargada de madera; Jace alzó la tapa y contempló con satisfacción los objetos pulcramente dispuestos en el interior.

–¿Qué es todo esto? – preguntó Clary.

–Viales de agua bendita, cuchillos bendecidos, hojas de acero y plata -explicó él, amontonando las armas sobre el suelo a su lado-. Cable de oro argentífero…, aunque no nos sirve de gran cosa en este momento, pero siempre es bueno tener una reserva…, balas de plata, amuletos de protección, crucifijos, estrellas de David.

–Jesús -exclamó Clary.

–Dudo que él cupiera aquí.

–Jace. – Clary estaba consternada.

–¿Qué?

–No sé, no parece que esté bien hacer chistes como ése en una iglesia.

–En realidad no soy creyente -explicó él, encogiéndose de hombros.

Clary le miró sorprendida.

–¿No?

Él negó con la cabeza. Le cayeron cabellos sobre el rostro, pero estaba examinando un vial de líquido transparente y no alzó la mano para echarlos atrás. Los dedos de Clary se morían de ganas de hacerlo por él.

–¿Pensabas que yo era religioso? – preguntó él.

–Bueno… -Vaciló-. Si hay demonios, entonces debe de haber…

–Debe de haber ¿qué? – Jace se metió el vial en el bolsillo-. Ah -siguió-. Te refieres a que si hay esto -señaló abajo, al suelo-, debe haber esto. – Señaló arriba, en dirección al techo.

–Es lo lógico. ¿No es cierto?

Jace bajó la mano y levantó un cuchillo, examinando la empuñadura.

–Te diré algo -comenzó-. He estado matando demonios durante un tercio de mi vida. Debo de haber enviado a quinientos de ellos de vuelta a cualquiera que fuera la dimensión demoníaca desde la que reptaron. Y en todo ese tiempo…, en todo ese tiempo…, no he visto nunca un ángel. Jamás he oído hablar siquiera de nadie que lo haya visto.

–Pero fue un ángel quien creó a los cazadores de sombras para empezar -replicó Clary-. Eso es lo que Hodge dijo.

–Es una historia bonita. – Jace la miró a través de unos ojos entrecerrados, como los de un gato-. Mi padre creía en Dios -dijo-. Yo no.

–¿En absoluto?

No estaba segura de por qué le pinchaba; ella jamás había pensado en si ella misma creía en Dios y en ángeles y en todo eso, y de habérsele preguntado, habría dicho que no. No obstante, había algo en Jace que la impulsaba a querer presionarle, a quebrar aquel caparazón de cinismo y hacerle confesar que creía en algo, que sentía algo, que le importaba alguna cosa.

–Deja que lo exponga de este modo -continuó él, deslizando un par de cuchillos en su cinturón.

La poca luz que se filtraba a través de los vitrales proyectaba cuadrados de colores sobre su rostro.

–Mi padre creía en un Dios justo. Deus volt, ése era su lema: “Porque Dios lo quiere”. Era el lema de los cruzados, y partieron a la batalla y los masacraron, igual que a mi padre. Y cuando le vi allí, muerto en un charco de su propia sangre, supe entonces que yo no había dejado de creer en Dios. Simplemente había dejado de creer que a Dios le importáramos. Puede que haya un Dios, Clary, y puede que no lo haya, pero no creo que tenga importancia. En cualquier caso, estamos solos.

Eran los únicos pasajeros en el vagón del metro que se dirigía al distrito residencial. Clary permaneció sentada sin hablar, pensando en Simon. De vez en cuando, Jace le dirigía una mirada, como si estuviera a punto de decir algo, antes de volver a sumirse en un desacostumbrado silencio.

Cuando salieron del metro, las calles estaban desiertas; el aire era pesado y con regusto a metal; las tiendas de vinos y licores, las lavanderías automáticas y los centros de cobro de cheques permanecían silenciosos tras sus persianas nocturnas de chapa de acero. Tras una hora de búsqueda finalmente localizaron el hotel, en una calle lateral que salía de la 116. Pasaron dos veces por delante, pensando que no era más que otro edificio de apartamentos abandonado, antes de que Clary viera el letrero. Se había desprendido de un clavo y colgaba oculto tras un árbol achaparrado. HOTEL DUMONT debería haber puesto, pero alguien había pintado encima de la N y la había reemplazado por una R.

–Hotel Dumort -leyó Jace cuando ella se lo señaló-. Encantador.

Clary sólo había hecho dos años de francés, pero fueron suficiente para entender el chiste.

Du mort -dijo-. De la muerte.

Jace asintió. Todo él se había puesto en alerta, como un gato que ve un ratón escurriéndose tras un sofá.

–Pero no puede ser el hotel -observó Clary-. Las ventanas están tapadas con tablones, y la puerta tapiada… Ah -finalizó, captando su mirada-. De acuerdo. Vampiros. Pero ¿cómo entran?

–Vuelan -respondió Jace, e indicó los pisos superiores del edificio.

Estaba claro que, en otra época, había sido un hotel elegante y lujoso. La fachada de piedra estaba bellamente decorada con esculturas de arabescos y flores de lis, oscuras y erosionadas por años de exposición al aire contaminado y la lluvia ácida.

–Nosotros no volamos -se sintió impelida a indicar ella.

–No -estuvo de acuerdo él-. Nosotros no volamos. Forzaremos una entrada.

Empezó a cruzar la calle en dirección al hotel.

–Lo de volar suena más divertido -bromeó Clary, apresurando el paso para ponerse a su altura.

–Justo ahora todo suena más divertido.

La muchacha se preguntó si lo decía en serio. Había una excitación en él, una expectación ante la caza, que le hizo pensar que no se sentía tan desdichado como afirmaba. “Ha matado más demonios que nadie de su edad.” Uno no mata tantos demonios haciéndose el remolón en una pelea.

Se alzó un viento tórrido, que agitó las ramas del árbol achaparrado situado frente al hotel e hizo rodar la basura de las alcantarillas y la acera por el pavimento. La zona estaba curiosamente desierta; por lo general, en Manhattan, siempre había alguien en la calle, incluso a las cuatro de la mañana. Varias de las farolas que bordeaban la acera estaban apagadas, aunque la más próxima al hotel proyectaba un tenue resplandor amarillo sobre el agrietado camino que conducía hasta lo que, en el pasado, había sido la entrada principal.

–Mantente fuera de la luz -advirtió Jace, tirándole de la manga para acercarla a él-. Podrían estar vigilando desde las ventanas. Y no mires arriba -añadió, aunque ya era demasiado tarde.

Clary ya había echado un vistazo a las ventanas rotas de los pisos superiores. Por un momento pensó que le había parecido ver un leve movimiento en una de las ventanas, un destello blanco, que podría haber sido un rostro o una mano apartando una gruesa colgadura…

–Vamos.

Jace la arrastró con él para que se fundiera con las sombras más próximas al hotel. Clary sintió su desbocado nerviosismo en la columna vertebral, en el pulso de las muñecas, en el fuerte martilleo de la sangre en los oídos. El tenue zumbido de coches distantes parecía muy lejano; el único sonido era el crujir de sus botas sobre la acera repleta de basura desperdigada. Deseó poder andar sin hacer ruido, como un cazador de sombras. Quizá algún día le pediría a Jace que le enseñara.

Doblaron sigilosamente la esquina del hotel y entraron en un callejón, que probablemente había sido una entrada de servicio para las entregas. Era estrecho y estaba lleno de basura: cajas mohosas de cartón; botellas de cristal vacías; plástico hecho trizas; cosas esparcidas que Clary pensó en un principio que eran mondadientes, pero que de más de cerca parecían…

–Huesos -afirmó Jace categórico-. Huesos de perro, huesos de gato. No mires con demasiada atención; revisar la basura de los vampiros raras veces resulta agradable.

Clary se tragó las náuseas.

–Bueno -repuso-, al menos sabemos que estamos en el lugar correcto. – Y se vio recompensada por la chispa de respeto que apareció, brevemente, en los ojos de Jace.

–Desde luego que estamos en el lugar correcto -dijo él-. Ahora sólo tenemos que averiguar cómo entrar.

Era evidente que habían existido ventanas allí en el pasado, pero estaban tapiadas. No había ninguna puerta ni ningún letrero de una salida de emergencia.

–Cuando esto era un hotel -comenzó Jace despacio-, tenían que haber recibido las entregas aquí. Quiero decir que no les habrían entrado las cosas por la puerta principal, y no hay ningún otro lugar para que los camiones se detengan. Así que debe existir una entrada.

Clary pensó en las tiendecitas y colmados que había cerca de su casa en Brooklyn. Les había visto recibir los suministros, temprano por la mañana mientras ella iba a la escuela; había visto a los propietarios de la charcutería coreana abrir las puertas de metal que estaban frente a las puertas de acceso, para así poder transportar las cajas de servilletas de papel y la comida de gato al interior de los sótanos que les servían de almacén.

–Apuesto a que las puertas están en el suelo. Probablemente enterradas bajo toda esta porquería.

Jace, justo detrás de ella, asintió.

–Eso es lo que estaba yo pensando -Suspiró-. Supongo que será mejor que movamos la basura. Podemos empezar con el contenedor. – Lo señaló con el dedo, con una expresión claramente poco entusiasta.

–Preferirías enfrentarte a una horda de demonios famélicos, ¿verdad? – dijo Clary.

–Al menos, ellos no estarían infestados de gusanos. Bueno -añadió pensativamente-, no la mayoría de ellos, de todos modos. Hubo aquel demonio, una vez, que perseguí y atrapé en las alcantarillas de debajo de Grand Central…

–No sigas -Clary alzó una mano a modo de advertencia-, no estoy realmente de humor en estos instantes.

–Ésta debe de ser la primera vez que una chica me dice eso a mí -reflexionó Jace.

–No te separes de mí y no será la última.

Las comisuras de la boca de Jace se crisparon.

–Éste no es precisamente el momento para bromas. Tenemos basura que acarrear. – Se aproximó con cuidado al contenedor y agarró uno de los lados-. Tú sujeta el otro. Lo volcaremos.

–Volcarlo hará demasiado ruido -argumentó ella, colocándose en el otro lado del enorme contenedor.

Era un contenedor de basura corriente de la ciudad, pintado de verde oscuro y salpicado de manchas extrañas. Apestaba, aún más que la mayoría de contenedores, a basura y a algo más, algo espeso y dulzón que le inundó la garganta y le provocó ganas de vomitar.

–Deberíamos empujarlo -indicó ella.

–Oye, mira… -empezó a decir él, cuando una voz habló, de improviso, surgiendo de las sombras detrás de ellos.

–¿Realmente creéis que deberíais estar haciendo esto? – preguntó.

Clary se quedó paralizada, con la vista fija en las sombras de la entrada del callejón. Por un aterrado instante se preguntó si había imaginado la voz, pero Jace también estaba paralizado, con el asombro pintado en el rostro. Era raro que nada le sorprendiera, más raro aún que nadie se le aproximara sin que se diera cuenta. El muchacho se apartó del contenedor, deslizando la mano hacia el cinturón, la voz apagada.

–¿Hay alguien ahí?

–Dios mío. – La voz era masculina, divertida, y hablaba con acento chicano-. No sois de este vecindario, ¿verdad?

Se adelantó, saliendo de las sombras más espesas. Su forma fue revelándose poco a poco: un muchacho, no mucho mayor que Jace y probablemente unos quince centímetros más bajo. Era delgado, con los enormes ojos oscuros y la tez color miel de una pintura de Diego Rivera. Llevaba pantalones deportivos negros y una cadena de oro alrededor del cuello, que centelleó débilmente cuando se acercó más a la luz.

–Podrías decirlo así -contestó Jace con cautela y sin apartar la mano del cinturón.

–No deberíais estar aquí. – El muchacho se pasó una mano por los gruesos rizos negros que se le derramaban sobre la frente-. Este lugar es peligroso.

“Se refiere a que es un mal vecindario.” A Clary casi le entró la risa, a pesar de que no era en absoluto divertido.

–Lo sabemos -repuso ella-. Sólo nos hemos perdido un poco, eso es todo.

El muchacho indicó el contenedor con un gesto.

–¿Qué estáis haciendo con eso?

“No sirvo para improvisar mentiras”, pensó Clary, y miró a Jace, quien, esperó, sería excelente en eso.

Él la decepcionó inmediatamente.

–Intentábamos entrar en el hotel. Pensábamos que podría haber una puerta de un sótano detrás del cubo de la basura.

Los ojos del muchacho se abrieron de par en par, incrédulos.

–Puta madre… ¿por qué queréis hacer algo así?

–Para hacer una travesura, ya sabes -respondió Jace, encogiéndose de hombros-. Un poco de diversión.

–No lo entendéis. Este lugar está encantado, maldito. Mala suerte.

Meneó la cabeza enérgicamente y dijo varias cosas en castellano que Clary sospechó tenían que ver con la estupidez de los malcriados chicos blancos en general y la estupidez de ellos dos en particular.

–Venid conmigo, os llevaré al metro.

–Sabemos dónde está el metro -replicó Jace.

El muchacho rió con una suave risa vibrante.

–Claro. Por supuesto que lo sabéis, pero si vais conmigo, nadie os molestará. No queréis problemas, ¿verdad?

–Eso depende -contestó Jace, y se movió de modo que su chaqueta se abriera ligeramente, mostrando el destello de las armas metidas en su cinturón-. ¿Cuánto te están pagando para mantener a la gente alejada del hotel?

El muchacho echó una ojeada a su espalda, y los nervios de Clary vibraron mientras imaginaba la entrada del estrecho callejón llenándose con otras figuras sombrías, de rostros blancos, bocas rojas y con el destello de colmillos tan repentino como metal arrancando chispas de la acera. Cuando volvió a mirar a Jace, la boca de éste era una fina línea.

–¿Cuánto me está pagando quién, chico?

–Los vampiros. ¿Cuánto te están pagando? O es algo diferente… ¿te dijeron acaso que te convertirían en uno de ellos, te ofrecieron vida eterna, sin dolor, sin enfermedades, vivir para siempre? Porque no vale la pena. La vida se hace muy larga cuando uno no ve nunca la luz del sol, chico -dijo Jace.

El muchacho ni se inmutó.

–Mi nombre es Raphael. No chico.

–Pero sabes de qué te estamos hablando. ¿Sabes que hay vampiros? – preguntó Clary.

Raphael volvió la cabeza a un lado y escupió. Cuando les volvió a mirar, sus ojos estaban repletos de reluciente odio.

–Los vampiros, sí, esos animales bebedores de sangre. Ya antes de que tapiaran el hotel corrían historias, las carcajadas a latas horas de la noche, los animales pequeños que desaparecían, los sonidos… -Se detuvo, sacudiendo la cabeza-. Todo el mundo en el vecindario sabe que es mejor mantenerse apartado, pero ¿qué se puede hacer? No se puede llamar a la policía y decirle que tu problema son vampiros.

–¿Los has visto alguna vez? – preguntó Jace-. ¿O conoces a alguien que lo haya hecho?

El otro respondió lentamente.

–Hubo unos chicos una vez, un grupo de amigos. Pensaron que tenían una buena idea: entrar en el hotel y matar a los monstruos del interior. Llevaron pistolas, también cuchillos, todo bendecido por un sacerdote. Jamás salieron. Mi tía, ella encontró sus ropas más tarde, frente a la casa.

–¿La casa de tu tía? – inquirió Jace.

–Sí. Uno de los muchachos era mi hermano -explicó Raphael en tono cansino-. Así que ahora ya sabes por qué, a veces, paso por aquí en plena noche, de camino a casa desde la casa de mi tía, y por qué os advertí que os marchaseis. Si entráis ahí, no volveréis a salir.

Mi amigo está ahí dentro -declaró Clary-. Hemos venido a buscarle.

–Ah -exclamó Raphael-, entonces tal vez no pueda hacer que os marchéis.

–No -repuso Jace-, pero no te preocupes. Lo que les pasó a tus amigos no nos pasará a nosotros.

Sacó uno de los cuchillos de ángel de su cinturón y los sostuvo en alto, la tenue luz que emanaba de él ilumino los huecos bajo sus pómulos y le ensombreció los ojos.

–He matado a gran cantidad de vampiros antes. Sus corazones no laten, pero pueden morir de todos modos.

Raphael aspiró con fuerza y dijo algo en castellano en voz demasiado baja y veloz para que Clary lo entendiera. Fue hacia ellos, casi dando un traspié en un montón de envoltorios arrugados de plástico en su precipitación.

–Sé lo que sois…, he oído historias sobre los de vuestra clase, del anciano padre de Santa Cecilia. Pensaba que no era más que un cuento.

–Todos los cuentos son ciertos -dijo Clary, pero en un tono tan bajo que él no pareció oírla.

El muchacho miraba a Jace, con los puños apretados.

–Quiero ir con vosotros -dijo.

Jace negó con la cabeza.

–No, terminantemente no.

–Puedo enseñaros cómo entrar -indicó Raphael.

Jace titubeó, la tentación bien clara en su rostro.

–No podemos llevarte.

–Muy bien.

Raphael pasó majestuosamente por su lado y apartó de una patada un montón de basura apilada contra una pared. Allí había una rejilla de metal con delgados barrotes recubiertos de una fina capa de óxido marrón rojizo. Se arrodilló, sujetó los barrotes y alzó la rejilla, apartándola.

–Así es como mi hermano y sus amigos entraron. Desciende hasta el sótano, creo.

Alzó los ojos cuando Jace y Clary se reunieron con él. Clary contuvo a medias la respiración; el olor de la basura era abrumador, e incluso en la oscuridad podía ver las formas veloces de las cucarachas reptando por los montones.

Una fina sonrisa se había formado justo en las comisuras de los labios de Jace. Sostenía aún en su mano el cuchillo del ángel, y la luz mágica que surgía de él prestaba a su rostro un tinte espectral, recordando a Clary el modo en que Simon había sostenido una linterna bajo su barbilla mientras le contaba historias de terror cuando los dos tenían once años.

–Gracias -dijo Jace a Raphael-. Esto servirá estupendamente.

El rostro del otro muchacho estaba pálido.

–Entrad ahí dentro y haced por vuestro amigo lo que yo no pude hacer por mi hermano.

Jace se volvió a meter el cuchillo serafín en el cinturón y echó una rápida mirada a Clary.

–Sígueme -dijo, y se escurrió a través de la rejilla en un único movimiento uniforme, con los pies por delante. Ella contuvo la respiración, aguardando oír un grito de dolor o de sorpresa, pero sólo hubo el suave golpe sordo de pies aterrizando sobre suelo firme.

–Está bien -le indicó él desde abajo con voz amortiguada-. Salta aquí abajo y yo te cogeré.

La muchacha miró a Raphael.

–Gracias por tu ayuda.

Él no dijo nada, se limitó a extender la mano, que ella usó para sujetarse mientras maniobraba en posición. El muchacho tenía los dedos fríos. La soltó cuando ella se dejó caer a través de la rejilla. La caída duró un segundo, y Jace la atrapó. El vestido se le subió por los muslos y las manos de él le rozaron las piernas mientras ella aterrizaba entre sus brazos. El joven la soltó casi inmediatamente.

–¿Estás bien?

Ella tiró hacia abajo del vestido, contenta de que él no pudiera verla en la oscuridad.

–Estoy perfectamente.

Jace extrajo el cuchillo del ángel, levemente incandescente, del cinturón y lo alzó, dejando que su creciente luz cayera sobre lo que los rodeaba. Estaban de pie en un espacio llano, de techo bajo, con un suelo agrietado de hormigón. Se veían recuadros de mugre en los lugares donde el suelo estaba roto, y Clary se fijó en enredaderas negras que habían empezado a enroscarse por las paredes. Una entrada, a la que faltaba la puerta, daba a otra habitación.

Un fuerte golpe sordo le hizo dar un brinco, y al volverse vio a Raphael que aterrizaba, con las rodillas dobladas, justo a pocos centímetros de ella. Les había seguido a través de la rejilla. Se irguió y sonrió como un maníaco.

Jace se puso furioso.

–Te dije…

–Y te oí. – Raphael agitó una mano en actitud desdeñosa-. ¿Qué vas a hacer? No puedo regresar por donde entramos, y no puedes simplemente dejarme aquí para que los muertos me encuentren… ¿no es cierto?

–Lo estoy pensando -replicó Jace.

Parecía cansado, advirtió Clary con cierta sorpresa; las sombras bajo sus ojos eran más pronunciadas.

Raphael señaló.

–Debemos ir en esa dirección, hacia las escaleras. Ellos están arriba, en los pisos superiores del hotel. Ya veréis.

Se abrió paso por delante de Jace y atravesó la estrecha entrada. Jace le siguió con la mirada, negando con la cabeza.

–Realmente empiezo a odiar a los mundanos -exclamó.

La planta más baja del hotel era un conjunto de pasillos laberínticos que daban a cuartos de almacenaje vacíos, una lavandería abandonada con montones mohosos de toallas de hilo colocadas en grandes pilas en el interior de cestos de mimbre podrido, e incluso una cocina fantasmal, con hileras de mostradores de acero, que se perdían a lo lejos en las sombras. La mayoría de las escaleras que conducían arriba habían desaparecido; no se habían podrido sino que las habían hecho pedazos deliberadamente, reducidas a montones de leña apilados contra las paredes, con pedazos de la que había sido una lujosa alfombra persa pegados a la madera como flores de moho peludo.

La desaparición de las escaleras desconcertó a Clary. ¿Qué tenían los vampiros contra las escaleras? Finalmente localizaron unas que estaban intactas, situadas detrás de la lavandería. Las doncellas debían de haberlas utilizado para transportar la ropa blanca arriba y abajo antes de que hubiera ascensores. En los peldaños había ahora una gruesa capa de polvo, como una capa de polvorienta nieve gris, que hizo toser a Clary.

–Chisst -siseó Raphael-. Te oirán. Estamos cerca de donde duermen.

–¿Cómo lo sabes? – le susurró ella a su vez.

Se suponía que él no debía estar allí. ¿Qué le daba a él derecho a sermonearla sobre ruido?

–Puedo sentirlo. – El rabillo del ojo se le crispó, y Clary reparó en que estaba tan asustado como ella-. ¿Tú no puedes?

Ella negó con la cabeza. No notaba nada, aparte de sentirse extrañamente helada; tras el sofocante calor de la noche en el exterior, el frío dentro del hotel era intenso.

En lo alto de la escalera había una puerta en la que la palabra pintada “vestíbulo” resultaba apenas legible bajo años de mugre acumulada. La puerta lanzó una rociada de herrumbre cuando Jace la empujó para abrirla. Clary se preparó para…

Pero la habitación del otro lado estaba vacía. Se hallaron en un gran vestíbulo, con la moqueta podrida arrancada hacia atrás para mostrar las tablas astilladas del suelo. En el pasado, el punto central de aquella habitación había sido una escalinata magnífica, que describía una elegante curva, bordeaba por una barandilla dorada y lujosamente enmoquetada en oro y escarlata. En aquellos momentos, todo lo que quedaba eran los peldaños superiores, que ascendían al interior de la oscuridad. Lo que quedaba de la escalinata finalizaba justo por encima de su cabeza, en el aire. La visión resultaba tan surrealista como una de aquellas pinturas abstractas de Magritte que Jocelyn adoraba. Aquélla, se dijo Clary, podría llamarse La escalera a ninguna parte.

Su voz sonó tan seca como el polvo que lo recubría todo.

–¿Qué tienen los vampiros contra las escaleras?

–Nada -contestó Jace-. Simplemente no necesitan usarlas.

–Es un modo de mostrar que este lugar es uno de los suyos.

Los ojos de Raphael brillaban. Parecía casi entusiasmado. Jace le dirigió una ojeada de soslayo.

–¿Has visto realmente un vampiro alguna vez, Raphael? – preguntó.

Él le miró casi como si estuviera ausente.

–Sé que aspecto tienen. Son más pálidos y más delgados que los seres humanos, pero muy fuertes. Andan como gatos y saltan con la velocidad de las serpientes. Son hermosos y terribles. Como este hotel.

–¿Te parece hermoso? – preguntó Clary, sorprendida.

–Puedes ver cómo era, hace años. Como una mujer anciana que en un tiempo fue hermosa, pero a la que la vida le ha arrebatado la belleza. Debes imaginar esta escalinata como fue, con las lámparas de gas ardiendo a lo largo de todos los peldaños, como luciérnagas en la oscuridad, y las galerías llenas de gente. No como es ahora, tan… -Se interrumpió, buscando una palabra.

–¿Truncada? – sugirió Jace en tono seco.

Raphael pareció casi sobresaltado, como si Jace lo hubiese arrancado de su ensoñación. Rió trémulamente y se dio la vuelta.

Clary se volvió hacia Jace.

–¿Dónde están, de todos modos? Los vampiros, quiero decir.

–Arriba, probablemente. Les gusta estar altos cuando duermen, como murciélagos. Y es casi el amanecer.

Igual que marionetas sujetas a hilos, Clary y Raphael alzaron los dos la cabeza al mismo tiempo. No había nada por encima de ellos aparte del techo cubierto de frescos, agrietado y ennegrecido a trechos, como si se hubiera quemado en un incendio. Una arcada a su izquierda conducía más al interior de la oscuridad; las columnas a ambos lados estaban esculpidas con un motivo de hojas y flores. Cuando Raphael volvió a mirar abajo, una cicatriz en la base de su garganta, muy blanca sobre la piel morena, centelleó como el guiño de un ojo. Clary se preguntó cómo se la habría hecho.

–Creo que deberíamos regresar a la escalera de servicio -murmuró-. Me siento demasiado desprotegida aquí.

Jace asintió.

–¿Te das cuenta de que, una vez estemos allí, tendrás que llamar a Simon y esperar que te pueda oír?

La muchacha se preguntó si el miedo que sentía se le reflejaba en el rostro.

–Yo…

Sus palabras quedaron bruscamente interrumpidas por un alarido espeluznante. Clary se volvió en redondo.

Raphael. Había desaparecido, no había marcas en el polvo que mostraran adónde podía haber ido… o sido arrastrado. Clary alargó la mano hacia Jace, de un modo reflejo, pero él ya estaba en movimiento, corriendo hacia el arco abierto en la pared opuesta y las sombras situadas más allá. Ella no le veía, pero siguió la veloz luz mágica que él transportaba, como un viajero siendo conducido a una ciénaga por un traicionero fuego fatuo.

Al otro lado de la arcada había lo que en el pasado había sido un gran salón de baile. El suelo de mármol blanco estaba tan resquebrajado que parecía un mar de flotante hielo ártico. Galerías curvas discurrían a lo largo de las paredes; las barandillas estaban cubiertas con un velo de óxido. Espejos con marcos dorados colgaban a intervalos entre ellas, cada uno coronado por la cabeza dorada de un cupido. Telarañas flotaban en el aire bochornoso igual que antiguos velos nupciales.

Raphael estaba de pie en el centro de la habitación, con los brazos a los costados. Clary corrió hacia él, seguida más despacio por Jace.

–¿Estás bien? – preguntó ella sin aliento.

El muchacho asintió despacio.

–Creí ver un movimiento en las sombras. No era nada.

–Hemos decidido encaminarnos otra vez a la escalera de servicio -indicó Jace-. No hay nada en este piso.

–Buena idea -dijo él, asintiendo.

Marchó hacia la puerta, sin mirar para comprobar si le seguían. Sólo había dado unos pocos pasos cuando Jace le llamó.

–¿Raphael?

El muchacho se volvió, los ojos abriéndose inquisitivos, y Jace lanzó el cuchillo.

Los reflejos de Raphael fueron rápidos, pero no lo bastante. La hoja dio en el blanco, y la fuerza del impacto lo derribó. Los pies perdieron el contacto con el suelo y cayó pesadamente sobre el suelo de mármol agrietado. Bajo la tenue luz mágica su sangre pareció negra.

–Jace -siseó Clary, incrédula, conmocionada.

Él había dicho que odiaba a los mundanos, pero jamás habría…

Cuando volvía para ir hacia Raphael, Jace la apartó de un violento empujón y se abalanzó sobre el otro muchacho, intentando agarrar el cuchillo que sobresalía del pecho del caído.

Pero Raphael fue más veloz. Agarró el cuchillo, y luego chilló cuando su mano entró en contacto con la empuñadura en forma de cruz. El arma cayó al suelo con un tintineo, la hoja manchada de negro. Jace tenía una mano cerrada sobre el tejido de la camisa de Raphael y a Sanvi en la otra. El arma refulgía con una luz tan brillante que Clary volvió a ver los colores: el despegado empapelado azul cobalto, las motas doradas en el suelo de mármol, la mancha roja que se extendía por el pecho de Raphael.

Pero Raphael reía.

–Fallaste -dijo, y sonrió por primera vez, mostrando afilados incisivos blancos-. No me alcanzaste el corazón.

Jace le sujetó con más fuerza.

–Te has movido en el último minuto -dijo-. Eso ha sido muy desconsiderado.

Raphael frunció el entrecejo y escupió sangre. Clary retrocedió, contemplándole de hito en hito mientras comprendía horrorizada.

–¿Cuándo lo averiguaste? – contestó él; su acento había desaparecido, sus palabras eran más precisas y cortantes.

–Lo adiviné en el callejón -dijo Jace-. Pero imaginé que nos llevarías al interior del hotel y luego te volverías contra nosotros. Una vez que hubiésemos entrado sin autorización, habríamos estado fuera de la protección de la Alianza. Blancos legítimos. Cuando no lo hiciste, pensé que podría haberme equivocado. Entonces vi esa cicatriz de tu garganta. – Se sentó hacia atrás un poco, sin dejar de mantener el cuchillo sobre la garganta del caído-. Al ver esa cadena por primera vez, pensé que se parecía a la clase de cadenas de las que uno cuelga una cruz. ¿Y la llevabas colgada, no es cierto, cuando salías a visitar a tu familia? ¿Qué importa la cicatriz de una leve quemadura cuando los de tu especie curan tan de prisa?

El otro lanzó una carcajada.

–¿Fue eso todo? ¿Mi cicatriz?

–Cuando abandonaste el vestíbulo, tus pies no dejaron marcas en el polvo. Entonces lo supe.

–No fue tu hermano quien entró aquí en busca de monstruos y nunca salió, ¿verdad? – dijo Clary, comprendiendo-. Fuiste tú.

–Los dos sois muy listos -dijo Raphael-. Aunque no lo bastante listo. Mirad arriba -indicó, y alzó una mano para señalar el techo.

Jace apartó la mano de un manotazo sin desviar la mirada de Raphael.

–Clary, ¿qué ves?

Ella alzó la cabeza despacio, con el temor cuajando en la boca del estómago. “Debes imaginar esta escalinata del modo en que fue, con las lámparas de gas ardiendo a lo largo de todos los peldaños, como luciérnagas en la oscuridad, y las galerías llenas de gente.” Estaban llenas de gente ahora, una hilera tras otra de vampiros con los rostros de un blanco lívido y las bocas rojas tensas, mirando hacia abajo perplejos.

Jace seguía mirando a Raphael.

–Tú los has llamado. ¿Verdad?

Raphael seguía sonriendo burlón. La sangre había dejado de extenderse desde la herida de su pecho.

–¿Importa? Hay demasiados, incluso para ti, Wayland.

Jace no dijo nada. Aunque no se había movido, respiraba a base de cortos jadeos rápidos, y Clary casi podía sentir la fuerza de su deseo de matar al muchacho vampiro, de atravesarle el corazón con el cuchillo y borrarle aquella sonrisa de la cara para siempre.

–Jace -dijo ella en tono de advertencia-. No lo mates.

–¿Por qué no?

–A lo mejor podemos usarlo como rehén.

Los ojos de Jace se abrieron de par en par.

–¿Un rehén?

Ella podía verlos, eran cada vez más y llenaban la entrada en forma de arco, avanzando tan silenciosamente como los Hermanos de la Ciudad de Hueso. Pero los Hermanos no tenían una tez tan blanca e incolora, ni manos que se curvaban en zarpas…

Clary se lamió los labios secos.

–Sé lo que hago. Ponle en pie, Jace.

Jace la miró, luego se encogió de hombros.

–De acuerdo.

–No es divertido -le espetó Raphael.

–Es por eso que nadie se ríe. – Jace se puso en pie, tirando del otro para incorporarlo, a la vez que le colocaba la punta del cuchillo entre los omóplatos.

–Puedo agujerearte el corazón con igual facilidad por la espalda -dijo-. Yo no me movería si fuera tú.

Clary les dio la espalda para colocarse de cara a las figuras oscuras que se aproximaban. Extendió una mano.

–Deteneos aquí mismo -dijo-. O clavará el cuchillo en el corazón de Raphael.

Una especie de murmullo, que podría haber sido de susurros o risas, recorrió la multitud.

–Deteneos -volvió a decir Clary, y esa vez Jace hizo algo, ella no vio qué, que hizo que Raphael lanzara un grito de sorprendido dolor.

Uno de los vampiros extendió un brazo para frenar el avance de sus compañeros. Clary lo reconoció como el delgado muchacho rubio del pendiente que había visto en la fiesta de Magnus.

–Lo dice en serio -dijo el joven-. Son cazadores de sombras.

Otro vampiro se abrió paso por entre la multitud: una linda muchacha asiática de cabellos azules, vestida con una falda de papel de aluminio. Clary se preguntó si existirían vampiros feos, o tal vez alguno que estuviera gordo. Tal vez no convertían en vampiros a gente fea. O quizá la gente fea simplemente no deseaba vivir eternamente.

–Cazadores de sombras entrando en una propiedad privada -observó la chica-. Están fuera de la protección de la Alianza, yo digo que los matemos…, han matado a muchos de nosotros.

–¿Quién de vosotros es el señor del lugar? – preguntó Jace en tono categórico-. Que se adelante.

La muchacha mostró los afilados dientes.

–No uses el lenguaje de la Clave con nosotros, cazador de sombras. Habéis violado vuestra preciosa Alianza al venir aquí. La Ley no os protegerá.

–Ya es suficiente, Lily -replicó el chico rubio en tono tajante-. Nuestra señora no está aquí. Está en Idris.

–Alguien debe de mandar en su lugar -comentó Jace.

Se produjo un silencio. Los vampiros de las galerías sacaban el cuerpo por encima de las barandillas, inclinándose hacia abajo para oír lo que se decía.

–Raphael nos manda -dijo, finalmente, el vampiro rubio.

La muchacha de cabellos azules, Lily, soltó un siseo de desaprobación.

–Jacob…

–Propongo un canje -cortó Clary rápidamente, interrumpiendo la diatriba de Lily y la réplica de Jacob-. A estas alturas ya debéis de saber que os llevasteis demasiada gente a casa desde la fiesta de esta noche. Una de ellas es mi amigo Simon.

Jacob enarcó las cejas.

–¿Eres amiga de un vampiro?

–No es un vampiro. Y no es un cazador de sombras, tampoco -añadió, viendo cómo los ojos pálidos de Lily se entrecerraban-. Es sólo un chico humano corriente.

–No nos llevamos a ningún chico humano con nosotros de la fiesta de Magnus. Eso habría sido una violación de la Alianza.

–Había sido transformado en una rata. Una pequeña rata marrón -indicó Clary-. Alguien podría haber pensado que era una mascota, o…

Su voz se apagó. La miraban como si estuviera chalada. Una desesperación fría le caló los huesos.

–Deja que me aclare -dijo Lily-. ¿Nos estás ofreciendo canjear a Raphael por una rata?

Clary miró a Jace con impotencia. Él le devolvió una mirada que indicaba: “Esto fue idea tuya. Arréglatelas”.

–Sí -respondió ella, volviendo de nuevo la cabeza hacia los vampiros-. Ése es el trueque que os ofrezco.

La contemplaron fijamente, con los rostros blancos casi inexpresivos. En otro contexto, Clary habría dicho que parecían perplejos.

Percibía a Jace detrás de ella, oía el sonido áspero de su respiración y se preguntó si él se estaría devanando los sesos para intentar averiguar por qué había permitido que ella le arrastrara hasta allí en primer lugar. Se preguntó si no estaría empezando a odiarla.

–¿Te refieres a esta rata?

Clary pestañeó. Otro vampiro, un delgado muchacho negro con rastas, se había abierto paso al frente de la multitud. Sostenía algo en las manos, algo marrón que se retorcía débilmente.

–¿Simon? – murmuró ella.

La rata chilló y empezó a debatirse violentamente en las manos del muchacho. Éste bajó la mirada hacia el roedor cautivo con expresión de disgusto.

–Tío, creí que era Zeke. Me preguntaba por qué actuaba de ese modo. – Sacudió la cabeza haciendo brincar las rastas-. Yo digo que se lo quede, tío. Ya me ha mordido cinco veces.

Clary alargó los brazos para tomar a Simon, las manos ansiando sostenerlo. Pero Lily se colocó frente a ella antes de que pudiera dar más de un paso en dirección al muchacho.

–Aguarda -dijo Lily-. ¿Cómo sabemos que no cogeréis la rata y mataréis igualmente a Raphael?

–Os daremos nuestra palabra -respondió Clary al instante, luego se quedó tensa, esperando que rieran.

Nadie rió. Raphael soltó una palabrota por lo bajo. Lily miró a Jace con curiosidad.

–Clary -comenzó él, y había un transfondo de exasperación desesperada en su voz-. ¿Es realmente…?

–Sin juramento no hay canje -declaró Lily inmediatamente, aprovechando su tono dubitativo-. Elliot, no sueltes esa rata.

El chico de las rastas asió con más fuerza a Simon, que le hundió con ferocidad los dientes en la mano.

–Tío -protestó apesadumbrado-, eso me ha dolido.

Clary aprovechó la oportunidad para susurrar a Jace.

–¡Sólo jura! ¿Qué daño puede hacer?

–Jurar para nosotros no es lo mismo que para vosotros los mundanos -le espetó él enojado-. Estaré ligado para siempre a cualquier juramento que haga.

–¿Ah, sí? ¿Qué sucedería si lo rompieses?

–Yo no lo rompería, ése es el motivo…

–Lily tiene razón -dijo Jacob-. Es necesario un juramento. Jura que no harás daño a Raphael si os devolvemos la rata.

–No haré daño a Raphael -dijo Clary inmediatamente-. De ningún modo.

Lily le sonrió tolerante.

–No eres tú quien nos preocupa.

Dirigió una mirada significativa a Jace, que sujetaba a Raphael con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Una mancha de sudor le oscurecía la tela de la camiseta, justo entre los omóplatos.

–De acuerdo -dijo-. Lo juro.

–Pronuncia el juramento -replicó Lily con rapidez-. Jura por el Ángel. Dilo todo.

Jace negó con la cabeza.

–Jura tú primero.

Sus palabras cayeron como piedras en el silencio, haciendo que un murmullo ondulara por la multitud. Jacob parecía preocupado, Lily furiosa.

–Ni en broma, cazador de sombras.

–Tenemos a vuestro jefe. – La punta del cuchillo de Jace se clavó en la garganta del vampiro-. ¿Y qué tenéis vosotros ahí? Una rata.

Simon, inmovilizado en las manos de Elliot, chirrió furioso. Clary ansiaba agarrarlo, pero se contuvo.

–Jace…

Lily miró hacia Raphael.

–¿Señor?

Raphael tenía la cabeza baja, con los rizos oscuros cayéndole para ocultarle el rostro. La sangre le manchaba el cuello de la camisa y caía en un hilillo por la morena piel desnuda de debajo.

–Una rata muy importante -repuso-, para que hayáis venido hasta aquí a por ella. Creo que eres tú, cazador de sombras, quién jurará primero.

La mano con que Jace le sujetaba le apretó con más fuerza. Clary contempló cómo se hinchaban los músculos de Jace bajo la piel, el modo en que los dedos se le tornaban más blancos, y al igual que las comisuras de los labios, mientras reprimía su cólera.

–La rata es un mundano -afirmó cortante-. Si lo matáis, estaréis sujetos a la Ley…

–Está en nuestro territorio. Los intrusos no están protegidos por la Alianza, ya sabes que…

–Vosotros lo trajisteis aquí -terció Clary-. Él no se metió aquí sin permiso.

–Tecnicismos -repuso Raphael, sonriéndole burlón a pesar del cuchillo colocado contra su garganta-. Además, ¿crees que no oímos los rumores, la noticia que corre por el Submundo como sangre por las venas? Valentine ha vuelto. Dentro de muy poco no existirán Acuerdos y tampoco Alianza.

La cabeza de Jace se irguió violentamente.

–¿Dónde has oído eso?

Raphael frunció el entrecejo con desdén.

–Todo el Submundo lo sabe. Pagó a un brujo para que invocara a una jauría de rapiñadores hace sólo una semana. Ha traído a sus repudiados para que busquen la Copa Mortal. Cuando la encuentre, ya no habrá paz entre nosotros, sólo guerra. Ninguna Ley me impedirá arrancarte el corazón en plena calle, cazador de sombras…

Aquello fue suficiente para Clary. Se abalanzó hacia delante, apartando a Lily de un empujón, y le arrebató la rata a Elliot de las manos. Simon trepó rápidamente por su brazo, aferrándose a la manga con zarpas desesperadas.

–Todo va bien -susurró ella-, todo va bien.

Aunque sabía que no era así. Se volvió para huir, y notó que unas manos le agarraban la chaqueta, reteniéndola. Forcejeó, pero sus esfuerzos por liberarse de las manos que la sujetaban, las manos estrechas y huesudas de Lily, con sus uñas negras, se veían obstaculizados por el miedo a que Simon, que se aferraba a la chaqueta con zarpas y dientes, cayera.

–¡Suéltame! – chilló, pateando a la muchacha vampiro.

La punta de su bota la alcanzó, con violencia, y Lily gritó de dolor y rabia. Lanzó un manotazo y golpeó a Clary en la mejilla con fuerza suficiente para hacerle echar la cabeza atrás.

Clary dio un traspié y casi cayó. Oyó a Jace gritar su nombre, y al volver la mirada vio que había soltado a Raphael y corría hacia ella a toda velocidad. Clary intentó ir hacia él, pero Jacob la agarró por los hombros, clavándole los dedos en la carne.

Clary chilló, pero el grito se perdió en un alarido más potente cuando Jace, extrayendo unos de los frascos de su chaqueta, arrojó el contenido hacia ella. Clary notó cómo un líquido fresco le salpicaba el rostro y oyó el alarido de Jacob cuando el agua le tocó la carne. Surgió humo de sus dedos, y el vampiro soltó a Clary, chillando con un agudo aullido animal. Lily corrió hacia él, gritando su nombre, y en medio del caos, Clary notó que alguien la agarraba de la muñeca. Forcejeó para desasirse.

–Para…, idiota…, soy yo -jadeó Jace en su oído.

–¡Ah!

Se relajó momentáneamente, luego volvió a ponerse en tensión, viendo una figura familiar alzándose detrás de Jace. Le advirtió con un grito, y Jace se agachó y se volvió justo cuando Raphael saltaba sobre él, mostrando los dientes, veloz como un gato. Los colmillos atraparon la camiseta de Jace cerca del hombro y desgarraron la tela longitudinalmente mientras Jace se tambaleaba. El jefe de los vampiros se aferró a él como una araña, chasqueando los dientes en dirección a la garganta del cazador de sombras. Clary buscó en su mochila la daga que Jace le había dado…

Una pequeña figura marrón cruzó veloz el suelo, pasó como una exhalación por entre los pies de Clary y se abalanzó sobre Raphael.

Raphael chilló, pero Simon se aferró con fuerza a su antebrazo, con los afilados dientes de rata hundidos profundamente en la carne. El vampiro soltó a Jace, tambaleándose hacia atrás, mientras la sangre salía a chorros y un torrente de obscenidades brotaba por su boca.

Jace le miró boquiabierto.

–Hijo de…

Recuperando el equilibrio, Raphael se arrancó la rata del brazo y la arrojó al suelo de mármol. Simon profirió un chillido de dolor, luego corrió hacia Clary. Ésta se agachó y lo alzó del suelo, apretándolo contra el pecho tan fuerte como podía sin hacerle daño. Notaba el martilleo de su diminuto corazón contra los dedos.

–Simon -murmuró-. Simon.

–No hay tiempo para eso. Sujétalo bien.

Jace la había agarrado por el brazo derecho, apretando con dolorosa fuerza. En la otra mano empuñaba un refulgente cuchillo serafín.

–Muévete.

Empezó a medio empujarla, medio tirar de ella, hacia el extremo de la multitud. Con una mueca los vampiros se iban apartando de la luz del arma a medida que pasaba ante ellos, todos siseando igual que gatos escaldados.

–¡Se acabó quedarse ahí parados!

Era Raphael. El brazo le chorreaba sangre; los labios estaban echados hacia atrás para mostrar los puntiagudos incisivos. Fulminó con la mirada a la ingente masa de vampiros que se arremolinaba desconcertada.

–Agarrad a los intrusos -gritó-. Matadlos a los dos… ¡a la rata también!

Los vampiros empezaron a avanzar hacia Jace y Clary. Algunos de ellos andando, otros flotando y otros más lanzándose en picado desde lo alto de las galerías igual que negros murciélagos aleteando. Jace aceleró el paso a medida que iban saliendo de entre la multitud, encaminándose hacia la pared opuesta. Clary se medio volvió para mirarle.

–¿No deberíamos colocarnos espalda con espalda o algo?

–¿Qué? ¿Por qué?

–No lo sé. En las películas eso es lo que hacen en esta clase de… situación.

Sintió cómo él temblaba. ¿Estaba asustado? No, reía.

–Eres -musitó él-. Eres la más…

–La más ¿qué? – inquirió ella con indignación.

Seguían retrocediendo, andando con cuidado para evitar los pedazos de mobiliario roto y mármol destrozado, que cubrían el suelo. Jace sostenía el cuchillo del ángel muy por encima de sus cabezas. Clary pudo ver cómo los vampiros rodeaban los bordes del reluciente círculo que proyectaba. Se preguntó cuánto tiempo los contendría.

–Nada -contestó él-. Esto no es una situación, ¿vale? Guardo esa palabra para cuando las cosas se ponen realmente feas.

–¿Realmente feas? ¿Esto no es realmente feo? ¿Qué quieres, una explosión nuclear…?

Se interrumpió con un chillido cuando Lily, desafiando a la luz, se arrojó sobre Jace, mostrando los dientes con un agudo gruñido. Jace sacó el segundo cuchillo de su cinturón y lo lanzó por el aire. Lily retrocedió chillando como un animal, con una larga brecha chisporroteando en el brazo. Mientras se tambaleaba, los demás vampiros se abalanzaron hacia delante, rodeándola. Había tantos, se dijo Clary, tantísimos…

Buscó a tientas en su cinturón, y los dedos se le cerraron alrededor de la empuñadura de la daga. La sintió fría y ajena en su mano. No sabía cómo usar un cuchillo. Jamás había pegado a nadie, y mucho menos acuchillado. Incluso se había saltado la clase de gimnasia el día que habían enseñado cómo protegerse de atracadores y violadores con objetos corrientes como las llaves del coche y lápices. Sacó el cuchillo y lo alzó con mano temblorosa…

Las ventanas estallaron hacia el interior en una lluvia de cristales rotos. Se oyó a sí misma chillar asustada, vio a los vampiros, apenas a unos centímetros de ella y Jace, volverse estupefactos, con la sorpresa y el terror mezclados en sus rostros. A través de las ventanas hechas añicos penetraron docenas de estilizantes siluetas de cuatro patas; sus pelajes dispersaban la luz de la luna y los fragmentos de cristal. Sus ojos eran fuego azul, y de sus gargantas surgió a coro un gruñido sordo, que sonó como el turbulento estrépito de una cascada.

Lobos.

–Bueno, esto sí que es una situación -dijo Jace.

15

EN LA ESTACADA

Los lobos se agacharon, pegados al suelo y gruñendo, y los vampiros, atónitos, retrocedieron. Únicamente Raphael se mantuvo firme. Seguía sujetándose el brazo herido, y su camisa estaba totalmente manchada de sangre y mugre.

–Los hijos de la Luna -siseó.

Incluso Clary, que no estaba muy familiarizada con la jerga del Submundo, supo que se había referido a los hombres lobo.

–Pensaba que se odiaban unos a otros -susurró a Jace-. Los vampiros y los hombres lobo.

–Así es. Jamás se visitan en sus respectivas guaridas. Jamás. La Alianza lo prohíbe -Sonó casi indignado-. Algo debe de haber sucedido. Esto es malo. Muy malo.

–¿Cómo puede ser peor de lo que era antes?

–Porque -repuso él- estamos a punto de encontrarnos en medio de una guerra.

–¿CÓMO OS ATREVEIS A ENTRAR EN NUESTRO TERRENO? – chilló Raphael, que tenía la cara escarlata, con la sangre fluyéndole a las mejillas.

El lobo de mayor tamaño, un monstruo moteado de color gris con dientes como los de un tiburón, lanzó una jadeante risita perruna. Mientras se adelantaba, entre un paso y el siguiente pareció ondular y cambiar, como una ola que se alzara y enroscara. Se convirtió entonces en un hombre alto, de poderosa musculatura, con largos cabellos que le colgaban en grises marañas gruesas como cuerdas. Llevaba vaqueros y una gruesa cazadora de cuero, y seguía existiendo algo lobuno en su rostro enjuto y curtido.

–No hemos venido a derramar sangre -dijo-. Hemos venido a por la chica.

Raphael se las arregló para mostrarse enfurecido y atónito al mismo tiempo.

–¿Quién?

–La chica humana.

El hombre lobo alargó un brazo para señalar a Clary.

Ésta estaba demasiado atónita para moverse. Simon, que se había estado retorciendo en sus manos, se quedó quieto. Detrás de ella, Jace masculló algo que sonó claramente blasfemo.

–No me has dicho que conocieras a ningún hombre lobo.

Ella percibió el leve temblor bajo el tono inexpresivo…, estaba tan sorprendido como ella.

–No conozco a ninguno -contestó ella.

–Esto es malo -indicó Jace.

–Eso lo has dicho antes.

–Parecía que valía la pena repetirlo.

–Bueno, pues no es así. – Clary se encogió contra él-. Jace. Todos me miran.

Todos y cada uno de los rostros estaban vueltos hacia ella; la mayoría parecían atónitos. Raphael tenía los ojos entrecerrados. Se volvió otra vez hacia el hombre lobo, lentamente.

–No podéis tenerla -dijo-. Entró sin permiso en nuestro terreno; por lo tanto es nuestra.

El hombre lobo lanzó una carcajada.

–Cómo me alegro de que hayas dicho esto -exclamó, y saltó hacia adelante.

En pleno vuelo, su cuerpo onduló, y volvió a ser un lobo, con el pelaje erizado, las fauces bien abiertas, listas para desgarrar.

Alcanzó a Raphael en pleno pecho, y ambos cayeron al suelo en una masa confusa que se retorcía y gruñía. Respondiendo con alaridos coléricos, los vampiros atacaron a los hombres lobo, que los recibieron de frente en el centro del salón de baile.

El ruido no se parecía a nada que Clary hubiese oído nunca. Si los cuadros del infierno del Bosco hubiesen ido acompañados de una banda sonora, habrían sonado como aquello.

–Realmente Raphael está teniendo una noche excepcionalmente mala -comentó Jace con un silbido.

–¿Y qué? – Clary no sentía la menor lástima por el vampiro-. ¿Qué vamos a hacer?

Él echó una ojeada a su alrededor. Estaban inmovilizados en un rincón por la masa arremolinada de cuerpos; aunque por el momento nadie les prestaba atención, eso no dudaría. Antes de que Clary pudiera decir nada, Simon se soltó de sus manos con una violenta sacudida y saltó al suelo.

–¡Simon! – chilló ella mientras él corría veloz hacia la esquina, donde había un montón mohoso de colgaduras de terciopelo podridas-. ¡Simon, detente!

Las cejas de Jace se enarcaron en burlones ángulos agudos.

–¿Qué es lo que…? – La sujetó del brazo, tirando de ella-. Clary, no persigas a la rata. Está huyendo. Eso es lo que hacen las ratas.

–Él no es una rata. – Clary le lanzó una mirada furiosa-. Es Simon. Y mordió a Raphael para ayudarte, cretino desagradecido.

Se soltó violentamente el brazo y se lanzó tras Simon, que estaba sobre los pliegues de las colgaduras, chirriando nerviosamente a la vez que las toqueteaba. Clary tardó un momento en comprender lo que Simon intentaba decirle, apartó las colgaduras de un tirón. Estaban viscosas debido al moho, pero detrás de ellas había…

–Una puerta -musitó-. Rata genial.

Simon chilló modestamente cuando ella le levantó del suelo. Jace estaba justo detrás de ella.

–Una puerta, ¿eh? Bueno, ¿se abre?

La muchacha agarró el pomo y se volvió hacia él, alicaída.

–Está cerrada con llave. O atascada.

Jace se lanzó contra la puerta. Ésta no se movió, y él lanzó una imprecación.

–Mi hombro no volverá a ser nunca el mismo. Espero que me cuides hasta que me reponga.

–Limítate a romper la puerta, ¿quieres?

Él miró más allá de ella con los ojos muy abiertos.

–Clary…

Volvió la cabeza. Un lobo enorme se había separado de la refriega y corría veloz hacia ellos, con las orejas pegadas a la estrecha cabeza. Era imponente, gris negro y leonado, con una larga lengua roja colgando. Clary chilló con todas sus fuerzas. Jace volvió a arrojarse contra la puerta, sin dejar de maldecir. Ella se llevó la mano al cinturón, sacó la daga y la lanzó.

Nunca antes había arrojado una arma, nunca se le había ocurrido siquiera lanzar una. Lo más cerca que había estado de las armas antes de esa semana había sido dibujándolas, así que Clary se sorprendió más que nadie cuando la daga voló, bamboleante pero certera, y se hundió en el costado del hombre lobo.

Éste lanzó un gañido, aminorando el paso, pero tres de sus camaradas corrían ya hacia ellos. Uno se detuvo junto al lobo herido, pero los otros cargaron hacia la puerta. Clary volvió a chillar al mismo tiempo que Jace lanzaba todo el peso de su cuerpo contra la puerta por tercera vez. Ésta cedió con una explosiva combinación de chirrido de óxido y madera haciéndose pedazos.

–Funciona a la tercera -jadeó él, sujetándose el hombro.

Se agachó para penetrar en la oscura abertura del otro lado de la puerta rota, y se volvió para tender a Clary una mano impaciente.

–Clary, vamos.

Con un grito ahogado, ella fue rauda tras él y cerró la puerta de golpe, justo cuando dos cuerpos pesados chocaban contra ella. Buscó a tientas el pestillo, pero había desaparecido, arrancado cuando Jace había hecho saltar la puerta.

–Agáchate -ordenó él, y mientras ella lo hacía, la estela se agitó veloz sobre su cabeza, tallando oscuras líneas en la enmohecida madera de la puerta.

Clary alargó el cuello para ver qué había grabado: una curva en forma de hoz, tres líneas paralelas, una estrella con rayos: “Para impedir persecución”.

–He perdido tu daga -confesó ella-. Lo siento.

–Eso sucede a veces.

Jace guardó la estela en el bolsillo. Ella oyó golpes débiles mientras los lobos se arrojaban contra la puerta una y otra vez, pero ésta aguantó.

–La runa los contendrá, pero no por mucho tiempo. Será mejor que nos demos prisa.

Clary alzó los ojos. Estaban en un corredor frío y húmedo; un estrecho tramo de escaleras ascendía perdiéndose en la oscuridad. Los peldaños eran de madera; las barandillas estaban recubiertas de polvo. Simon sacó el hocico fuera del bolsillo de la chaqueta de Clary, los redondos ojillos negros centelleando en la escasa luz.

–De acuerdo. – Hizo una seña a Jace con la cabeza-. Ve tú primero.

Jace dio la impresión de querer sonreír, pero estaba demasiado cansado.

–Ya sabes cómo me gusta ser el primero. Pero despacio -añadió-. No estoy seguro de que los escalones puedan soportar nuestro peso.

Clary tampoco lo estaba. Los escalones crujieron y gimieron mientras ascendían, igual que una anciana quejándose de sus achaques y dolores. Se sujetó con fuerza a la barandilla para no caer, y un pedazo se le partió en la mano, provocando que lanzara un chillido agudo y arrancando una risita agotada a Jace. Él la cogió de la mano.

–Ya está. Tranquila.

Simon emitió un sonido que, para ser una rata, sonó muy parecido a un resoplido. Jace no pareció oírlo. Empezaron a subir a trompicones por los peldaños tan rápido como se atrevieron a hacerlo. Los escalones formaban una alta escalera de caracol que atravesaba el edificio. Dejaron atrás un rellano tras otro, pero no vieron ninguna puerta. Habían alcanzado la cuarta curva, idéntica a las anteriores, cuando una explosión ahogada estremeció la escalera, y una nube de polvo ascendió hasta ellos.

–Han conseguido franquear la puerta -exclamó Jace, sombrío-. Maldita sea…, pensé que resistiría más tiempo.

–¿Corremos ahora? – inquirió Clary.

–Ahora corremos -contestó él, y subieron ruidosamente las escaleras, que chirriaron y gimieron bajo su peso, con los clavos saltando como disparos.

Ya estaban en el quinto rellano…, Clary podía oír el golpeteo sordo de las patas de los lobos en los escalones, mucho más abajo, o tal vez fuera sólo su imaginación. Sabía que, en realidad, no había ningún aliento caliente en su cogote, pero los gruñidos y aullidos, que eran cada vez más fuertes a medida que se acercaban, eran reales y aterradores.

El sexto rellano se alzó frente a ellos y medio se arrojaron a él. Clary jadeaba, la respiración chirriándole dolorosamente en los pulmones, pero consiguió soltar un débil gritito de alegría cuando vio la puerta. Era de grueso acero, remachada con clavos, y un ladrillo impedía que se cerrara. Apenas tuvo tiempo de preguntarse el motivo antes de que Jace la abriera de una patada, la hiciera pasar por ella y, siguiéndola, la cerrara de golpe. La muchacha oyó un claro clic cuando se cerró tras ellos. “Gracias a Dios”, pensó.

Entonces se volvió en redondo.

El cielo nocturno describía un círculo sobre su cabeza, sembrado de estrellas desparramadas, como si fueran un puñado de diamantes sueltos. No era negro sino de un nítido azul oscuro, el color del amanecer que se acercaba. Estaban de pie en un tejado de pizarra guarnecido con torres de chimeneas de ladrillos. Un antiguo depósito de agua, ennegrecido por el abandono, se alzaba sobre una plataforma elevada en un extremo; una lona gruesa ocultaba una desigual pila de trastos en el otro.

–Por aquí deben de entrar y salir -supuso Jace, volviendo la cabeza para mirar la puerta.

Clary pudo verle bien bajo la pálida luz, con las arrugas de tensión bajo los ojos igual que cortes. La sangre de su ropa, la mayoría de Raphael, parecía negra.

–Vuelan hasta aquí arriba. No es que eso nos sirva de mucho a nosotros.

–Podría haber una escalera de incendios -sugirió Clary.

Juntos se abrieron paso con cautela hasta el borde del tejado. A Clary jamás le habían gustado las alturas, y la distancia de diez pisos hasta la calle le revolvió el estómago. Lo mismo hizo la visión de la escalera de incendios, un trozo de metal retorcido e inutilizable pegado aún al lateral de la fachada del hotel.

–O no -concluyó la joven.

Echó una ojeada hacia la puerta por la que habían salido. Estaba colocada en una estructura en forma de cabina en el centro del tejado. Vibraba, el pomo moviéndose violentamente. Sólo resistiría unos pocos minutos más, quizá menos.

Jace se presionó el dorso de las manos contra los ojos. El aire pesado era agobiante y hacía que a Clary le picara el cogote. Vio cómo el sudor caía por el cuello de la camiseta de Jace y deseó, de un modo irrelevante, que lloviera. La lluvia reventaría aquella burbuja de calor como una ampolla pinchada.

Jace mascullaba para sí.

–Piensa, Wayland, piensa…

Algo empezó a tomar forma en el fondo de la mente de Clary.

Una runa danzó sobre la parte interior de sus párpados: dos triángulos puestos hacia abajo, unidos por una única barra; una runa que parecía un par de alas…

–Eso es -musitó Jace, dejando caer las manos, y por un sobresaltado instante, Clary se preguntó si le habría leído la mente.

El muchacho tenía un aspecto febril, sus dorados ojos estaban muy brillantes.

–No puedo creer que no se ocurriera antes -exclamó.

Corrió al otro extremo del tejado, luego se detuvo y volvió la cabeza para mirarla. Clary seguía parada, totalmente aturdida, con los pensamientos llenos de formas relucientes.

–Vamos, Clary.

Ésta le siguió, apartando los pensamientos de runas de su mente. Él había llegado junto a la lona y tiraba de su extremo. Ésta se desprendió, mostrando no trastos sino cromo centelleante, cuero labrado y pintura reluciente.

–¿Motocicletas?

Jace alargó la mano hacia la más cercana, una enorme Harley roja con llamas doradas en el depósito y los guardabarros. Pasó una pierna sobre ella y miró por encima del hombro hacia Clary.

–Sube.

–¿Estás de broma? – Clary le miró atónita-. ¿Sabes siquiera cómo manejar esa cosa? ¿Tienes las llaves?

–No necesito las llaves -explicó Jace con infinita paciencia-. Funciona con energías demoníacas. Ahora, vas a subir, ¿o quieres montar en la tuya propia?

Como aturdida, Clary montó en la moto detrás de él. En algún sitio, en alguna parte de su cerebro, una vocecita le chillaba que aquello era muy mala idea.

–Bueno -dijo Jace-. Ahora cógete a mí.

Ella lo hizo, notando cómo los duros músculos del abdomen se le contraían cuando él se inclinó al frente y metió con energía la punta de la estela en el contacto. Con gran asombro, Clary sintió cómo la moto se ponía en marcha con un retumbo. En su bolsillo, Simon lanzó un sonoro chillido.

–Todo va bien -le aseguró ella, en el tono más consolador que pudo-. ¡Jace! – gritó, por encima del sonido del motor de la moto-. ¿Qué estás haciendo?

Él le aulló como respuesta algo que sonó parecido a: “Darle al estárter”.

Clary pestañeó.

–¡Bien, pues date prisa! La puerta…

Como si la hubiese oído, la puerta del tejado se abrió violentamente con un gran estrépito, arrancada de los goznes. Por la abertura salieron lobos en tropel, que corrieron por el tejado directamente hacia ellos, con los vampiros sobrevolándolos entre siseos y chirridos, llenando la noche con sus gritos de depredador.

Clary sintió que el brazo de Jace se movía hacia atrás y la motocicleta dio un bandazo al frente, lanzándole el estómago contra la columna vertebral. Se aferró con fuerza al cinturón del muchacho mientras salían disparados hacia delante, con los neumáticos patinando sobre las piezas de pizarra y separando a los lobos, que lanzaron gañidos mientras saltaban a un lado. Oyó que Jace chillaba algo, pero las palabras se perdieron entre el ruido de las ruedas, el viento y el motor. El borde del tejado se acercaba a gran velocidad, a una velocidad enorme. Clary quiso cerrar los ojos, pero algo se los mantuvo abiertos de par en par mientras la motocicleta se precipitaba a todo gas por encima del parapeto y caía en picado como una roca en dirección al suelo, diez pisos más abajo.

Clary no recordaba más tarde si llegó a chillar. Fue como el primer descenso en una montaña rusa, cuando los raíles desaparecen y parece que se caen al vacío, agitando inútilmente las manos en el aire y con el estómago en la garganta. Cuando la moto se enderezó con un petardeo y una sacudida, casi no se sorprendió. En lugar de precipitarse hacia abajo, corrían veloces hacia arriba, en dirección al cielo cubierto de diamantes.

La muchacha echó un vistazo atrás y vio a un montón de vampiros de pie en el tejado del hotel, rodeados de lobos. Desvió la mirada; si nunca volvía a ver ese hotel, no lo lamentaría.

Jace chillaba; eran estruendosos alaridos de júbilo y alivio. Clary se inclinó hacia delante, apretando los brazos a su alrededor.

–Mi madre siempre me dijo que si me montaba en una moto con un chico, me mataría -gritó por encima del ruido del viento que le azotaba los oídos y el ensordecedor retumbo del motor.

No pudo oírle reír, pero notó cómo su cuerpo se agitaba.

–No diría eso si me conociera -le contestó a gritos muy seguro de sí mismo. Con cierto retraso, Clary recordó algo.

–¿Pensé que habíais dicho que sólo algunas de las motos de los vampiros pueden volar?

Con destreza, Jace hizo pasar la moto ante un semáforo que estaba pasando de rojo a verde. Abajo, Clary pudo oír coches que tocaban la bocina, sirenas de ambulancia sonando y autobuses deteniéndose en sus pardas con un resoplido, pero no se atrevió a mirar al suelo.

–¡Sólo algunas pueden!

–¿Cómo sabías que ésta era una de ellas?

–¡No lo sabía! – gritó alegremente, e hizo algo que provocó que la moto se alzara casi vertical en el aire.

Clary profirió un agudo chillido y volvió a agarrarle el cinturón.

–¡Deberías mirar abajo! – gritó Jace-. ¡Es impresionante!

Auténtica curiosidad se abrió paso más allá del terror y el vértigo. Tragando saliva con fuerza, Clary abrió los ojos.

Estaban más altos de lo que había pensado, y por un momento, la tierra se balanceó vertiginosamente bajo ella, en forma de un paisaje borroso de sombra y luz. Volaban hacia el este, lejos del parque, en dirección a la carretera que serpenteaba a lo largo de la orilla derecha de la ciudad.

Clary sentía las manos entumecidas y una fuerte presión en el pecho. Era precioso, eso podía verlo: la ciudad se alzaba a su alrededor como un imponente bosque de plata y cristal, con el apagado brillo gris del East River abriéndose paso entre Manhattan y los distritos como una cicatriz. El viento soplaba fresco en sus cabellos, en su piel, delicioso tras tantos días de calor y bochorno. Con todo, ella nunca había volado, ni siquiera en un aeroplano, y el inmenso espacio vacío entre ellos y el suelo la aterraba. No pudo evitar casi cerrar los ojos cuando pasaron como una exhalación sobre el río. Justo debajo del puente Queensboro, Jace giró la moto hacia al sur y se encaminó a la parte baja de la isla. El cielo había empezado a clarear, y a lo lejos, Clary vio el reluciente arco del puente de Brooklyn, y más allá, una mancha en el horizonte, la Estatua de la Libertad.

–¿estás bien? – gritó Jace.

Clary no contestó, sólo se aferró a él con más fuerza. Él ladeó la moto, y se encontraron volando en dirección al puente. Clary pudo ver las estrellas a través de los cables de sus pensión. Un metro de primeras horas de la mañana traqueteaba sobre él; el Q, que transportaba un cargamento de adormilados residentes de los barrios periféricos. Una oleada de vértigo la inundó, y cerró los ojos con fuerza, jadeando con una sensación de náuseas.

–¿Clary? – chilló Jace-. Clary, ¿estás bien?

Ella sacudió la cabeza con los ojos todavía cerrados, atrapada entre la oscuridad y el viento desgarrador, acompañada tan sólo por el latido de su corazón. Algo afilado le arañó el pecho. No le hizo caso hasta que volvió a repetirse, más insistente. Abriendo apenas un ojo, vio que era Simon, que asomaba la cabeza por el bolsillo, y tiraba de la chaqueta con una zarpa apremiante.

–Todo va bien, Simon -aseguró ella con un esfuerzo, sin mirar al suelo-. No es más que el puente…

Él volvió a arañarla, luego indicó con una insistente zarpa hacia los muelles de Brooklyn, que se alzaban a la izquierda. Aturdida y mareada, Clary miró, y vio, más allá de los contornos de los almacenes y las fábricas, una esquirla de dorado amanecer apenas visible, como el borde de una pálida moneda dorada.

–Sí, muy bonito -repuso Clary, cerrando los ojos otra vez-. Un bonito amanecer.

Jace se quedó totalmente rígido, como si le hubiesen disparado.

–¿Amanecer? – chilló, luego hizo girar violentamente la motocicleta a la derecha.

Los ojos de Clary se abrieron de golpe mientras se precipitaban hacia el agua, que había empezado a brillar con el azul del amanecer que se aproximaba.

Se apoyó contra Jace tanto como pudo sin aplastar a Simon entre ambos.

–¿Qué es tan malo del amanecer?

–¡Te lo dije! ¡La moto funciona con energías demoníacas!

Tiró de la moto hacia atrás de modo que estuvieran a ras del río, justo rozando la superficie con las ruedas, salpicando agua. El agua del río mojó el rostro de Clary.

–En cuanto salga el sol…

La moto empezó a petardear. Jace lanzó toda una gama de palabrotas, dando más gas. La moto dio un salto al frente, luego empezó a calarse, sacudiéndose bajo ellos como un caballo que corcovea. Jace seguía maldiciendo cuando el sol asomó por encima de los desmoronados embarcaderos de Brooklyn, iluminando el mundo con devastadora luminosidad. Clary pudo ver cada roca, cada guijarro bajo ellos, mientras abandonaban el río y pasaban a toda velocidad por encima de la estrecha orilla. Debajo de ellos estaba la carretera, repleta con el tráfico de primera hora del día. La dejaron atrás por muy poco, las ruedas arañando el techo de un camión que pasaba. Más allá el aparcamiento, repleto de basura, de un enorme supermercado.

–¡Sujétate a mí! – gritaba Jace, mientras la moto daba sacudidas y petardeaba bajo ellos-. Sujétate a mí, Clary, y no dejes…

La moto se ladeó y golpeó el asfalto del aparcamiento con la rueda delantera. Salió disparada hacia delante, bamboleándose violentamente mientras patinaba, rebotando y golpeando contra el suelo desigual. La cabeza de Clary iba delante y atrás con una violencia capaz de partirle el cuello. El aire apestaba a neumático quemado. Pero la moto iba perdiendo velocidad, frenando a medida que patinaba… y entonces golpeó una barrera de hormigón del aparcamiento con tal fuerza que la joven salió por los aires hacia un lado, incapaz de seguir agarrada al cinturón de Jace. Apenas tuvo tiempo de enroscarse en una bola protectora, con los brazos tan rígidos como le fue posible y rezando para que Simon no resultara aplastado cuando se golpearan contra el suelo.

Chocó con fuerza, y un dolor terrible le ascendió por el brazo. Algo le salpicó el rostro, y se encontró tosiendo mientras se daba la vuelta y rodaba sobre la espalda. Alargó la mano hacia el bolsillo. Estaba vacío. Intentó pronunciar el nombre de Simon, pero se había quedado sin resuello. Su respiración silbaba mientras tragaba aire. Tenía el rostro mojado y la humedad le bajaba por el interior del cuello de la chaqueta.

“¿Es eso sangre?” Abrió los ojos mareada. Se notaba el rostro como si fuera un enorme moretón; tenía los brazos doloridos y le escocían, igual que si se los hubiera despellejado. Había rodado de costado y yacía medio dentro y medio fuera de un charco de agua sucia. Realmente había amanecido; pudo ver cómo los restos de la moto se transformaban en un montón de cenizas irreconocibles cuando los rayos del sol los alcanzaron.

Y allí estaba Jace, incorporándose con un terrible esfuerzo. Empezó a avanzar de prisa hacia ella, luego aminoró la marcha a medida que se acercaba. La manga de su camisa estaba desgarrada y tenía un largo rasguño ensangrentado que le atravesaba el brazo izquierdo. El rostro, bajo el manto de rizos dorado oscuro apelmazados de sudor, polvo y sangre, estaba blanco como el papel. Clary se preguntó por qué tendría aquella expresión. ¿Tenía ella acaso una pierna arrancada, que yacía en alguna parte del aparcamiento en un charco de sangre?

Empezó a incorporarse con dificultad y sintió una mano sobre el hombro.

–¿Clary?

–¡Simon!

Él estaba arrodillado junto a ella, parpadeando como si tampoco pudiera creerlo del todo. Tenía la ropa arrugada y mugrienta, y había perdido las gafas en alguna parte, pero aparte de eso, había resultado ileso. Sin las gafas se veía más joven, indefenso y un poco aturdido. Alargó la mano para tocar el rostro de Clary, pero ella se echó hacia atrás con un estremecimiento.

–¡Ay!

–¿Estás bien? Tienes un aspecto estupendo -dijo, con un temblor en la voz-. Lo mejor que he visto nunca…

–Eso es porque no llevas las gafas puestas -replicó ella con voz débil, pero si había esperado una repuesta de sabelotodo, no la obtuvo.

En su lugar, él la abrazó con fuerza. La ropa le olía a sangre, sudor y suciedad; el corazón le latía a mil por hora y su abrazo le apretaba las magulladuras, pero de todos modos era un alivio estar en sus brazos y saber, saber realmente, que él estaba bien.

–Clary -soltó Simon con brusquedad-, pensé…, pensé que tú…

–¿No regresaría a buscarte? Pues claro que lo hice -contestó ella-. Desde luego que sí.

Lo rodeó con los brazos. Todo en él resultaba tan familiar, desde la tela mil veces lavada de su camiseta al agudo ángulo de la clavícula, que descansaba ahora justo bajo su barbilla. Él pronunció su nombre, y ella le acarició la espalda para tranquilizarlo. Cuando echó un rápido vistazo atrás, Clary vio que Jace se daba la vuelta, como si el brillo del sol naciente le hiriera los ojos.

16

ÁNGELES CAÍDOS

Hodge estaba enfurecido. Los esperaba en el vestíbulo, con Isabelle y Alec detrás de él, cuando Clary y los chicos entraron cojeando, sucios y cubiertos de sangre, e inmediatamente se embarcó en un sermón del que la misma madre de Clary se habría sentido orgullosa. No olvidó incluir la parte sobre haberle mentido respecto al lugar al que iban -lo que Jace, al parecer, había hecho- o la parte sobre nunca volver a confiar en Jace, e incluso añadió adornos extra, como algunas partes sobre violar la Ley, ser expulsado de la Clave y traer el deshonor al antiguo y orgulloso nombre Wayland. Relajándose, clavó en Jace una mirada iracunda.

–Has puesto en peligro a otras personas con tu terquedad. ¡Éste es un incidente ante el que no permitiré que te limites a encogerte de hombros!

–No planeaba hacerlo -replicó Jace-. No puedo encogerme de hombros ante nada. Tengo el hombro dislocado.

–Ojalá pudiera creer que el dolor físico realmente te iba a cambiar -siguió Hodge con sombría furia-. Pero pasarás los próximos días en la enfermería con Alec e Isabelle desviviéndose por ti. Probablemente incluso te gustará.

Hodge había estado en lo cierto en dos terceras partes: Jace y Simon fueron a parar a la enfermería, pero sólo Isabelle estaba desviviéndose por ellos cuando Clary, que había ido a lavarse, entró unas cuantas horas más tarde. Hodge se había ocupado de la magulladura, cada vez más hinchada, de su brazo, y veinte minutos en la ducha habían eliminado la mayor parte del asfalto incrustado en su piel, pero todavía se sentía en carne viva y dolorida.

Alec, sentado en el alféizar y con mirada tormentosa, puso mala cara cuando la puerta se cerró tras ella.

–Ah, eres tú.

Ella no le hizo el menor caso.

–Hodge dice que viene hacia aquí y que espera que ambos podáis aferraros a vuestras trémulas chispas de vida hasta que llegue -dijo a Simon y a Jace-. O algo por el estilo.

–Ojalá se dé prisa -replicó Jace enojado.

Estaba sentado en la cama, recostado en un par de mullidas almohadas blancas, vestido aún con su ropa mugrienta.

–¿Por qué? ¿Te duele? – preguntó Clary.

–No; mi umbral de dolor es muy alto. De hecho, no es tanto un umbral como un vestíbulo enorme y decorado con sumo gusto. Pero sí me aburro con facilidad. – La miró con ojos entrecerrados-. ¿Recuerdas allá en el hotel cuando prometiste que si vivíamos, te vestirías de enfermera y me darías un baño con esponja?

–En realidad, creo que lo oíste mal -repuso ella-. Fue Simon quien te prometió el baño con esponja.

Jace dirigió involuntariamente la mirada a Simon, que le sonrió ampliamente.

–En cuanto vuelva a estar en pie, guapetón.

–Ya sabía yo que deberíamos haberte dejado convertido en rata -bromeó Jace.

Clary rió y fue hacia Simon, que parecía terriblemente incómodo rodeado por docenas de almohadas y con mantas apiladas sobre las piernas.

–¿Cómo te encuentras? – preguntó Clary, sentándose en el borde de la cama.

–Como alguien al que han dado un masaje con un rallador de queso -respondió Simon, haciendo una mueca de dolor al subir las piernas-. Me rompí un hueso del pie. Estaba tan hinchado, que Isabelle tuvo que cortar el zapato para quitármelo.

–Me alegro de que se ocupe tan bien de ti. – Clary dejó que una pequeña cantidad de ácido se deslizara al interior de su voz.

Simon se inclinó hacia delante, sin apartar los ojos de Clary.

–Quiero hablar contigo.

Clary asintió un poco reacia.

–Voy a mi habitación. Ven a verme después de que Hodge te arregle, ¿de acuerdo?

–Claro.

Ante su sorpresa, él se inclinó y la besó en la mejilla. Fue un beso que apenas la rozó, un veloz contacto de labios sobre la piel, pero mientras se apartaba, supo que estaba ruborizada. Probablemente, se dijo poniéndose en pie, por el modo en que todos los demás les miraban fijamente.

En el pasillo, se tocó la mejilla, perpleja. Un beso en la mejilla no significaba gran cosa, pero era tan poco típico de Simon. ¿Tal vez intentaba dejarle algo claro a Isabelle? Hombres, se dijo Clary, resultaban tan desconcertantes. Y Jace, montando su numerito del príncipe herido. Ella se había marchado antes de que él pudiera empezar a quejarse del número de hilos de las sábanas.

–¡Clary!

Se dio la vuelta sorprendida. Alec corría a pasos largos por el pasillo hacia ella, apresurándose para alcanzarla. Se detuvo cuando ella lo hizo.

–Necesito hablar contigo.

Le miró sorprendida.

–¿Sobre qué?

Él vaciló. Con la tez pálida y los ojos azul oscuro resultaba tan atractivo como su hermana, pero a diferencia de Isabelle, hacía todo lo posible por quitar importancia a su aspecto. Los suéteres deshilachados y los cabellos, que parecía como si se los hubiera cortado él mismo a oscuras, eran sólo parte de ello. Parecía incómodo en su propia piel.

–Creo que deberías irte. Irte a casa -soltó.

Había sabido que ella no le gustaba, pero con todo, le sentó como un bofetón.

–Alec, la última vez que estuve en mi casa, estaba infestada de repudiados. Y rapiñadores. Con colmillos. Nadie quiere irse a casa más que yo, pero…

–¿Debes tener parientes con los que puedas quedarte? – Había un deje de desesperación en su voz.

–No, además Hodge quiere que me quede -contestó ella en tono cortante.

–No es posible que lo quiera. Quiero decir, no después de lo que has hecho…

–¿Qué he hecho?

Alec tragó saliva con fuerza.

–Casi haces que maten a Jace.

–¡Que yo casi…! ¿De qué estás hablando?

–Salir corriendo detrás de tu amigo de ese modo… ¿Sabes en cuánto peligro le pusiste? ¿Sabes…?

–¿A él? ¿Te refieres a Jace? – Clary le interrumpió en mitad de la frase-. Para tu información todo eso fue idea suya. Fue él quien preguntó a Magnus dónde estaba la guarida. Él fue a la iglesia en busca de armas. Si yo no hubiese ido con él, él habría ido igualmente.

–No lo comprendes -insistió Alec-. Tú no le conoces. Yo sí. Cree que tiene que salvar el mundo; estaría encantado de morir intentándolo. A veces pienso que incluso quiere morir, pero eso no significa que debas animarle a hacerlo.

–No lo entiendo -replicó ella-. Jace es un nefilim. Esto es lo que vosotros hacéis, rescatáis a la gente, matáis demonios, os ponéis en peligro. ¿En qué fue diferente anoche?

El control de Alec se hizo añicos.

–¡Porque me dejó atrás! – gritó-. Normalmente yo estaría con él, vigilándole, cubriéndole la espalda, manteniéndolo a salvo. Pero tú…, tú eres un peso muerto, una mundana.

Escupió la palabra como si fuera una obscenidad.

–No -corrigió Clary-. No lo soy. Soy nefilim… igual que tú.

El labio del muchacho se crispó en las comisuras.

–Quizá -repuso-. Pero sin preparación, sin nada, sigues sin servir de demasiado, ¿no es cierto? Tu madre te crió en el mundo de los mundanos, y ahí es donde perteneces. No aquí, haciendo que Jace actúe como…, como si no fuera uno de nosotros. Haciendo que viole su juramento a la Clave, haciendo que infrinja la Ley…

–Noticia de última hora -le espetó Clary-. Yo no obligo a Jace a hacer nada. Él hace lo que quiere. Deberías saberlo.

La miró como si ella fuese una clase de demonio especialmente repulsivo que no había visto nunca antes.

–Vosotros los mundanos sois totalmente egoístas, ¿verdad? ¿Es qué no tienes ni idea de lo que ha hecho por ti, qué clase de riesgos personales ha corrido? No hablo simplemente de su seguridad. Podría perderlo todo. Ya perdió a su padre y a su madre; ¿quieres asegurarte de que también pierda a la familia que le queda?

Clary retrocedió y la rabia se alzó en su interior igual que una negra ola; rabia contra Alec, porque en parte tenía razón, y rabia contra todo y todos los demás: contra la carretera helada que le había arrebatado a su padre antes de que ella naciera, contra Simon por conseguir que casi lo mataran, contra Jace por ser un mártir y no importarle vivir o morir. Contra Luke por fingir que ella le importaba cuando todo era una mentira. Y contra su madre por no ser la madre aburrida, normal e incoherente que siempre fingió ser, sino otra persona totalmente distinta: alguien heroico, espectacular y valeroso a quien Clary no conocía en absoluto. Alguien que no estaba allí en aquel momento, cuando Clary la necesitaba desesperadamente.

–Tú no eres quién para hablar de egoísmo -siseó, con tanta ferocidad que él dio un paso atrás-. A ti no te importa nadie en este mundo excepto tú, Alec Lightwood. No me extraña que no hayas matado a un solo demonio, tienes demasiado miedo.

Alec se mostró atónito.

–¿Quién te ha dicho eso?

–Jace.

Pareció como si le hubiese abofeteado.

–No puede ser. Él no diría eso.

–Pues créetelo.

Clary vio cómo le hería al decirlo, y eso le produjo satisfacción. Alguien más debería sentir dolor, para variar.

–Puedes despotricar todo lo que quieras sobre honor y honestidad, y sobre cómo los mundanos no tienen ninguna de las dos cosas, pero si realmente fueras honesto, admitirías que esta pataleta se debe simplemente a que estás enamorado de él. No tiene nada que ver con…

Alec se movió, a una velocidad cegadora, y un agudo chasquido resonó en la cabeza de Clary. La había empujado con tal fuerza que la parte posterior del cráneo había golpeado contra la pared. El rostro de Alec estaba a centímetros del de ella, los ojos enormes y negros.

–Que no se te ocurra jamás -susurró, con la boca convertida en una línea pálida-, jamás, decirle nada o te mataré. Lo juro por el Ángel, te mataré.

El dolor en sus brazos, donde él los sujetaba, era intenso, y en contra de su voluntad, lanzó una exclamación ahogada. Alec pestañeó como si despertara de un sueño y la soltó, apartando las manos tan violentamente como si su piel le hubiese quemado. Sin una palabra, se volvió y se alejó corriendo de regreso a la enfermería. Daba bandazos al andar, como alguien borracho o mareado.

Clary se frotó los brazos doloridos, siguiéndole con la mirada, consternada ante lo que había hecho.

“Buen trabajo, Clary. Ahora sí que has conseguido hacer que te odie.”

Se habría ido inmediatamente a la cama, pero a pesar de su agotamiento, el sueño seguía estando fuera de su alcance. Finalmente sacó su bloc de dibujo de la mochila y empezó a dibujar, apoyando el cuaderno contra las rodillas. Garabatos al principio…, un detalle de la fachada medio desmoronada del hotel de los vampiros: una gárgola con colmillos y ojos saltones. Una calle vacía, con una única farola proyectando un charco de luz amarilla y una figura borrosa colocada en el filo de la luz. Dibujó a Raphael con su camisa blanca ensangrentada y con la cicatriz de la cruz en la garganta. Y luego dibujó a Jace de pie en el tejado, contemplando la distancia de diez pisos que lo separaba del suelo. No asustado, sino más bien como si el descenso significara un desafío; como si no existiera un espacio vacío que no pudiera llenar con su confianza en su propia invencibilidad. Como en un sueño, lo dibujó con alas que se curvaban hacia fuera tras los hombros en un arco, como las alas de la estatua del ángel de la Ciudad de Hueso.

Intentó dibujar a su madre, por último. Había dicho a Jace que no se sentía en absoluto diferente tras leer el Libro Gris, y era cierto en su mayor parte. En aquel momento, no obstante, mientras intentaba visualizar el rostro de su madre, comprendió que había una cosa que era diferente en sus recuerdos de Jocelyn: veía las cicatrices de su madre, las diminutas marcas blancas que le cubrían la espalda y los hombros como si hubiese estado de pie bajo una nevada.

Dolía, dolía saber que el modo en que siempre había visto a su madre, toda su vida, había sido una mentira. Deslizó el bloc de dibujo bajo la almohada, con los ojos ardiendo.

Sonó un golpe en la puerta… suave, vacilante. Se restregó los ojos a toda prisa.

–Adelante.

Era Simon. Clary no se había dado cuenta realmente del estado en que estaba su amigo. Éste no se había duchado, y su ropa estaba desgarrada y manchada, y tenía los cabellos enmarañados. El muchacho vaciló en la entrada, curiosamente formal.

Ella se hizo a un lado, dejándole espacio en la cama. No había nada extraño en sentarse en la cama con Simon; habían dormido el uno en casa del otro durante años, habían construido tiendas de campaña y fuertes con mantas cuando eran pequeños, habían permanecido despiertos leyendo cómics cuando eran más mayores.

–Has encontrado tus gafas -exclamó ella.

Una lente estaba resquebrajada.

–Estaban en mi bolsillo. Salieron mejor paradas de lo que habría esperado. Tendré que escribir una nota de agradecimiento a la óptica. – Se acomodó junto a ella con cautela.

–¿Te ha curado Hodge?

–Sí -contestó él, asintiendo-. Todavía me siento como si me hubiesen dado una paliza con una llave de ruedas, pero no hay nada roto…, ya no.

Se volvió para mirarla. Sus ojos tras las gafas destrozadas eran los ojos que recordaba: oscuros y serios, bordeados por la clase de pestañas que a los muchachos les traían sin cuidado y que las chicas matarían por tener.

–Clary, que vinieras a por mí… que arriesgaras tan…

–No. – Alzó una mano torpemente-. Tú lo habrías hecho por mí.

–Desde luego -afirmó él, sin arrogancia ni pretensiones-, pero siempre pensé que así era como eran las cosas entre nosotros. Ya sabes.

Clary torció el cuerpo para mirarle a la cara, perpleja.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir -dijo Simon, como si le sorprendiera verse explicando algo que debería haber sido obvio-, que yo he sido siempre el que te necesitaba más de lo que tú me necesitabas a mí.

–Eso no es cierto. – Clary estaba anonadada.

–Lo es -repuso Simon con la misma tranquilidad desconcertante-. Tú nunca has parecido necesitar realmente a nadie, Clary. Siempre has sido tan… contenida. Todo lo que has necesitado han sido tus lápices y tus mundos imaginarios. Tantísimas veces he tenido que decir cosas seis, siete veces antes de que me respondieras, de tan lejos como estabas. Y entonces te volvías hacia mí y me dedicabas esa curiosa sonrisa tuya, y yo sabía que te habías olvidado completamente de mí y acababas de acordarte…, pero nunca me enfadé contigo. La mitad de tu atención es mejor que toda la de cualquier otra persona.

Ella intentó cogerle la mano, pero le cogió la muñeca. Pudo percibir el pulso bajo la piel.

–Únicamente he querido a tres personas en mi vida -explicó Clary-. Mi madre, Luke y tú. Y las he perdido a todas excepto a ti. No imagines nunca que no eres importante para mí…, no lo pienses siquiera.

–Mi madre dice que sólo se necesitan tres personas en las que puedas confiar para poder sentirte realizado -indicó Simon; el tono era ligero, pero su voz se quebró antes de terminar “realizado”-. Dice que tú pareces muy realizada.

Clary le sonrió sin pensar.

–¿Ha tenido tu madre algunas otras sabias palabras respecto a mí?

–Sí. – Le devolvió la sonrisa con una igual de torcida-. Pero no voy a decirte cuáles fueron.

–¡No es justo guardar secretos!

–¿Quién ha dicho que el mundo sea justo?

Al final, se tumbaron el uno junto al otro como hacían cuando eran niños: hombro con hombro, las piernas de Clary sobre las de Simon. Los dedos de los pies de ella llegaban justo por debajo de la rodilla de él. Tumbados sobre la espalda, contemplaron el techo mientras hablaban, una costumbre que les había quedado de la época en que el techo de Clary había estado cubierto con estrellas encoladas que brillaban en la oscuridad. Si Jace había olido a jabón y limoncillos, Simon olía como alguien que ha estado rodando por el estacionamiento de un supermercado, pero a Clary no le importó.

–Lo extraño es… -Simon enrolló un rizo de los cabellos de la joven en su dedo- que había estado bromeando con Isabelle sobre vampiros justo antes de que todo sucediera. Sólo intentando hacerla reír, ¿sabes?, con tonterías del tipo: “¿Qué repele a un vampiro judío? Una estrella de David de plata”.

Clary rió.

Simon pareció complacido.

–Isabelle no se rió.

Clary pensó en cierto número de cosas que quería decir, y no las dijo.

–No estoy segura de que sea la clase de humor que le gusta a Isabelle.

Simon le lanzó una mirada de soslayo por debajo de las pestañas.

–¿Se acuesta con Jace?

El chillido de sorpresa de Clary se convirtió en tos. Le dirigió una mirada fulminante.

–Oh, no. Prácticamente son como parientes. No, qué va. – Hizo una pausa-. No lo creo, al menos.

Simon se encogió de hombros.

–Tampoco es que me importe -afirmó con firmeza.

–Seguro que no.

–¡Claro que no! – Rodó sobre el costado-. Ya sabes, inicialmente pensé que Isabelle parecía, no sé… guay. Excitante. Diferente. Entonces, en la fiesta, comprendí que en realidad estaba loca.

Clary le miró entrecerrando los ojos.

–¿Te dijo que bebieras el cóctel azul?

Él negó con la cabeza.

–Eso fue cosa mía. Te vi marchar con Jace y Alec, y no sé… Estabas tan diferente de cómo eres siempre. Muy distinta. No pude evitar pensar que ya habías cambiado, y que este nuevo mundo tuyo me dejaría fuera. Quise hacer algo que me hiciera formar más parte de él. Así que cuando el tipejo verde pasó con la bandeja de bebidas…

–Eres un idiota -gimió Clary.

–Jamás he afirmado lo contrario.

–Lo siento. ¿Fue horrible?

–¿Ser una rata? No. Al principio fue un tanto desorientador. De repente, me encontraba a la altura del tobillo de todo el mundo. Pensé que había bebido una poción reductora, pero no podía entender por qué tenía aquellas enormes ganas de masticar envoltorios usados de chicle.

Clary lanzó una risita divertida.

–No, me refiero al hotel de los vampiros… ¿fue eso horrible?

Algo titiló detrás de los ojos de Simon. Desvió la mirada.

–No. Realmente no recuerdo gran cosa del periodo entre la fiesta y el aterrizaje en la zona de aparcamiento.

–Probablemente sea mejor así.

Él empezó a decir algo, pero se detuvo en mitad de un bostezo. La luz se había desvanecido lentamente en la habitación. Desenredándose de Simon y de las sábanas, Clary se levantó y apartó a un lado las cortinas de la ventana. Fuera, la ciudad estaba bañada por el resplandor rojizo de la puesta de sol. El tejado plateado del edificio Chrysler, a cincuenta manzanas de allí, en el centro, refulgía como un atizador dejado demasiado tiempo sobre el fuego.

–El sol se pone. Quizá deberíamos ir en busca de algo de cena.

No hubo respuesta. Se volvió y vio que Simon estaba dormido, con los brazos cruzados bajo la cabeza, las piernas extendidas. Suspiró, se acercó a la cama, le quitó las gafas y las dejó sobre la mesilla de noche. No podía contar las veces que él se había quedado dormido con ellas y lo había despertado el sonido de lentes al romperse.

“¿Ahora dónde voy a dormir?” No era que le importara compartir una cama con Simon, pero él no le había dejado mucho espacio. Consideró despertarlo con un golpecito, pero parecía tan tranquilo. Además, ella no tenía sueño. Alargaba la mano para sacar el bloc de dibujo de debajo de la almohada cuando llamaron a la puerta.

Cruzó la habitación descalza sin hacer ruido y giró el pomo silenciosamente. Era Jace. Limpio, con vaqueros y una camiseta gris, los cabellos lavados convertidos en un halo de oro húmedo. Las magulladuras del rostro se desvanecían ya, pasando del morado a un gris tenue, y llevaba las manos a la espalda.

–¿Dormías? – preguntó.

No había contrición en la voz, sólo curiosidad.

–No. – Clary salió al pasillo, cerrando la puerta tras ella-. ¿Por qué lo has pensado?

Él echó una mirada a su conjunto de camiseta azul sin mangas y pantalón corto de pijama.

–Por nada.

–He pasado en la cama la mayor parte del día -explicó ella, lo que era técnicamente cierto.

Al verle, los nervios se le habían disparado a mil por hora, pero no veía motivo para compartir esa información.

–¿Qué tal tú? ¿No estás agotado?

Él negó con la cabeza.

–Como el servicio postal, los cazadores de demonios nunca duermen. “Ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni la oscuridad de la noche pueden detener a estos…”

–Tendrías un gran problema si la oscuridad de la noche te detuviera -indicó ella.

Jace sonrió abiertamente. Al contrario que sus cabellos, sus dientes no eran perfectos. Un incisivo superior estaba ligera y atractivamente roto.

Clary se abrazó los codos. Hacía frío en el pasillo y notaba cómo empezaba a ponérsele la carne de gallina en los brazos.

–¿Qué haces aquí, de todos modos?

–¿”Aquí” indicando tu dormitorio a “aquí” indicando la gran cuestión espiritual de nuestro propósito en este planeta? Si estás preguntando si es todo simplemente una coincidencia cósmica o existe un mayor propósito meta-ético en la vida, entonces, bien, ése es el eterno rompecabezas. Me refiero a que el simple reduccionismo ontológico es a todas luces un argumento falaz, pero…

–Me vuelvo a la cama. – Clary alargó la mano hacia el pomo de la puerta.

Él se deslizo ágilmente entre ella y la puerta.

–Estoy aquí -dijo- porque Hodge me recordó que era tu cumpleaños.

Clary soltó aire, exasperada.

–No hasta mañana.

–No hay motivo para no empezar a celebrarlo ahora.

Le miró con atención.

–Estás evitando a Alec y a Isabelle.

–Los dos están tratando de pelearse conmigo -respondió él, asintiendo.

–¿Por el mismo motivo?

–No sabría decir. – Dirigió furtivas miradas arriba y abajo del pasillo-. Hodge, también. Todo el mundo quiere hablar conmigo. Excepto tú. Apuesto a que tú no quieres hablar conmigo.

–No -repuso ella-. Quiero comer. Estoy hambrienta.

Jace sacó la mano de detrás de la espalda. En ella sujetaba una bolsa de papel ligeramente arrugada.

–Pillé un poco de comida en la cocina cuando Isabelle no miraba.

Clary sonrió ampliamente.

–¿Un picnic? Es un poco tarde para ir a Central Park, ¿no crees? Está lleno de…

Él agitó una mano.

–Hadas. Ya lo sé.

–Iba a decir atracadores -replicó Clary-. Aunque compadezco al atracador que vaya a por ti.

–Ésa es una actitud sensata, y te alabo por ella -replicó él, mostrándose satisfecho-. Pero no pensaba en Central Park. ¿Qué tal el invernadero?

–¿Ahora? ¿De noche? ¿No estará… oscuro?

Él sonrió como si tuviera un secreto.

–Vamos. Te lo mostraré.