–¿Valentine tenía una esposa? ¿Estaba casado? Pensaba que…
–¡Eso es imposible! ¡Mi madre jamás…!, ¡sólo se casó con mi padre! ¡No tenía un ex esposo!
Hodge alzó las manos cansinamente.
–Niños…
–No soy una niña. – Clary se volvió alejándose del escritorio-. Y no quiero oír nada más.
–Clary -la llamó Hodge.
La amabilidad en su voz hacía daño; la joven se volvió despacio y le miró desde el otro extremo de la habitación. Pensó en lo curioso que era que, con su cabello canoso y su rostro desfigurado, pareciera mucho mayor que su madre. Y sin embargo habían sido “jóvenes” juntos, se habían unido al Círculo juntos, habían conocido a Valentine juntos.
–Mi madre no haría… -empezó, y su voz se apagó.
Ya no estaba segura de hasta qué punto conocía a Jocelyn. Su madre se había convertido en una desconocida para ella, una mentirosa, alguien que ocultaba secretos. ¿Qué no habría hecho?
–Tu madre abandonó el Círculo -dijo Hodge.
No fue hacia ella sino que la observó desde el otro extremo de la habitación con los ojos fijos y brillantes de un pájaro.
–Una vez que comprendimos lo extremista que se había vuelto Valentine…, una vez que supimos lo que estaba dispuesto a hacer…, muchos de nosotros lo abandonamos. Lucian fue el primero en marcharse. Eso fue un golpe para Valentine. Habían estado muy unidos. Hodge meneó la cabeza-. Luego Michael Wayland. Tu padre, Jace.
Jace enarcó las cejas, pero no dijo nada.
–Hubo quienes permanecieron leales. Pangborn. Blackwell. Los Lightwood…
–¿Los Lightwood? ¿Te refieres a Robert y a Maryse? – Jace se mostró estupefacto-. ¿Qué hay de ti? ¿Cuándo te fuiste?
–No lo hice -repuso él en voz baja-. Tampoco lo hicieron ellos… Teníamos miedo, demasiado miedo de lo que pudiera hacer Valentine. Tras el Levantamiento, los que le eran leales como Blackwell y Pangborn huyeron. Nosotros nos quedamos y cooperamos con la Clave. Les dimos hombres. Les ayudamos a dar con los que habían huido. Por hacer eso obtuvimos clemencia.
–¿Clemencia?
La mirada de Jace fue veloz, pero Hodge la vio.
–Piensas en el a maldición que me ata a este lugar, ¿verdad? – preguntó-. Siempre diste por supuesto que era un hechizo de venganza lanzado por algún demonio o brujo enfadado. Dejé que lo pensaras. Pero no es cierto. La maldición que me ata la lanzó la Clave.
–¿Por pertenecer al Círculo? – preguntó Jace, su rostro una máscara de asombro.
–Por no abandonarlo antes del Levantamiento.
–Pero a los Lightwood no los castigaron -repuso Clary-. ¿Por qué no? Habían hecho lo mismo que usted.
–Existían circunstancias atenuantes en su caso: estaban casados, tenían un hijo. Aunque no es que residan en este puesto avanzado, lejos del hogar, por propia elección. Nos desterraron aquí, a los tres…, a los cuatro, debería decir; Alec era un bebé berreante cuando abandonamos la Ciudad de Cristal. Ellos pueden regresar a Idris únicamente por cuestiones oficiales, y aún así sólo durante períodos cortos. Yo no puedo regresar jamás. Nunca volveré a ver la Ciudad de Cristal.
Jace le miró fijamente. Fue como si mirara a su tutor con nuevos ojos, se dijo Clary, aunque no era Jace quien había cambiado.
–La Ley es dura, pero es la Ley -repitió el muchacho.
–Yo te enseñé eso -indicó Hodge, con un tono cáustico en la voz-. Y ahora tú me lo arrojas a la cara. Con toda la razón, además.
Parecía como si deseara desplomarse sobre una silla próxima, pero se mantuvo erguido. En su rígida postura había algo del soldado que había sido, pensó Clary.
–¿Por qué no me lo contó antes? – preguntó la joven-. Que mi madre estuvo casada con Valentine. Usted sabía su nombre…
–La conocía como Jocelyn Fairchild, no Jocelyn Fray -explicó Hodge-. Y tú insistías tanto en su ignorancia del mundo de las sombras, que me convenciste de que no podía ser la Jocelyn que yo conocía… y quizá tampoco quería creerlo. Nadie desearía el regreso de Valentine. – Volvió a negar con la cabeza-. Cuando envié a buscar a los Hermanos de la Ciudad de Huesos no tenía ni idea de qué noticias tendríamos para ellos -indicó-. Cuando la Clave averigüe que Valentine puede haber regresado, que está buscando la Copa, habrá un alboroto. Sólo puedo esperar que no desbarate los Acuerdos.
–Apuesto a que Valentine le gustaría eso -repuso Jace-. Pero ¿por qué quiere la Copa tan desesperadamente?
El rostro de Hodge estaba gris.
–¿No es eso obvio? – repuso-. Para poder crearse un ejército.
Jace pareció sobresaltado.
–Pero eso jamás podría…
–¡Hora de cenar!
Era Isabelle, enmarcada en la puerta de la biblioteca. Todavía sostenía la cuchara en la mano, aunque los cabellos se le habían escapado del moño y le caían desordenadamente a lo largo del cuello.
–Lo siento si estoy interrumpiendo -añadió como si se le acabara de ocurrir.
–Dios del cielo -exclamó Jace-, la temida hora está próxima.
Hodge se mostró alarmado.
–To… to… tomé un desayuno muy sustancioso -tartamudeó-. Quiero decir almuerzo. Un almuerzo que me llenó mucho. No podría comer…
–He tirado la sopa -informó Isabelle-. Y he pedido comida china a aquel lugar del centro.
Jace se desenganchó del escritorio y se desperezó.
–Fantástico. Estoy muerto de hambre.
–Tal vez podría tomar un bocado -admitió Hodge dócilmente.
–Sois dos mentirosos terribles -bromeó Isabelle sombría-. Mirad, sé que no os gusta lo que cocino…
–Pues deja de cocinar -le aconsejó Jace con toda la razón-. ¿Pediste cerdo mu shu? Ya sabes que adoro el cerdo mu shu.
Isabelle alzó los ojos al cielo.
–Sí; está en la cocina.
–Formidable.
Jace se escabulló por su lado alborotándole cariñosamente los cabellos. Hodge fue tras él, deteniéndose solamente para dar una palmada afectuosa a Isabelle en el hombro; luego salió, agachando la cabeza con un divertido gesto de disculpa. ¿Realmente había podido ver Clary en él, apenas unos minutos antes, el espíritu de su antiguo ser guerrero?
Isabelle seguía con la mirada a Jace y a Hodge, haciendo rodar la cuchara en sus dedos pálidos y llenos de cicatrices.
–¿Él lo es realmente? – inquirió Clary.
Isabelle no la miró.
–¿Quién es qué?
–Jace. ¿Es realmente un terrible mentiroso?
Ahora Isabelle sí volvió los ojos hacia Clary, y eran enormes, oscuros e inesperadamente pensativos.
–En absoluto. No cuando se trata de cosas importantes. Te contará cosas horribles, pero no mentirá. – Hizo una pausa antes de añadir en voz baja-. Es por eso que es mejor no preguntarle nada, a menos que sepas que puedes soportar oír la respuesta.
La atmósfera de la cocina era cálida y estaba llena de luz y del olor salado y dulce de la comida china. El olor le recordó a Clary su casa; se sentó y contempló su refulgente plato de fideos, jugueteó con el tenedor e intentó no mirar a Simon, que tenía la vista fija en Isabelle con una expresión más vidriosa que el Pato Lacado del General Tso.
–Bueno, creo que es algo así como romántico -dijo Isabelle, succionando perlas de tapioca a través de una enorme pajita rosa.
–¿El qué? – preguntó Simon, poniéndose alerta al instante.
–Todo eso asunto sobre que la madre de Clary estaba casada con Valentine -contestó Isabelle.
Jace y Hodge la habían puesto al corriente, aunque Clary reparó en que ambos habían dejado fuera la parte sobre que los Lightwood habían pertenecido al Círculo, y las maldiciones que la Clave había pronunciado.
–Así que ahora ha regresado de entre los muertos y ha venido a buscarla. Quizá quiere que vuelvan a estar juntos.
–Dudo que enviara a un demonio rapiñador a su casa porque quiera que “vuelvan a estar juntos” -comentó Alec, que había aparecido cuando se servía la comida.
Nadie le había preguntado dónde había estado, y él no había ofrecido tal información. Estaba sentado junto a Jace, frente a Clary, y evitaba mirarla.
–No sería lo que yo haría -coincidió Jace-. Primero los dulces y las flores, luego las cartas de disculpa y a continuación las hordas de demonios rapiñadores. En ese orden.
–Tal vez le envió dulces y flores -dijo Isabelle-. No lo sabemos.
–Isabelle -repuso Hodge en tono paciente-, se trata del hombre que hizo caer tal destrucción sobre Idris como no se había visto nunca, que puso a los cazadores de sombras contra los subterráneos e hizo que por las calles de Idris corriera la sangre.
–resulta más bien excitante -arguyó Isabelle-, toda esa maldad.
Simon intentó parecer amenazador, pero se dio por vencido al ver que Clary le miraba fijamente.
–De todos modos, ¿porqué? Desea tanto Valentine esta copa, y por qué cree que la madre de Clary la tiene? – preguntó.
–Usted dijo que era para poder crear un ejército -contestó Clary, volviendo la cabeza hacia Hodge-. ¿Quiere decir que es por que puede usar la Copa para crear más cazadores de sombras?
–Sí.
–¿De modo que Valentine simplemente podría acercarse a cualquier tipo en la calle y convertirlo en un cazador de sombras? ¿Simplemente con la Copa? – Simon se inclinó al frente-. ¿Funcionaría conmigo?
Hodge le dedicó una mirada larga y mesurada.
–Posiblemente -respondió-. Pero lo más probable es que seas demasiado mayor. La Copa funciona en niños. Un adulto o bien no se vería afectado en absoluto por el proceso o moriría en el acto.
–Un ejército infantil -dijo Isabelle en voz baja.
–Sólo durante unos pocos años -indicó Jace-. Los críos crecen de prisa. No pasaría mucho tiempo antes de que fueran una fuerza a la que enfrentarse.
–No sé -repuso Simon-. Convertir a un grupo de críos en guerreros; he oído que suceden cosas peores. No veo que sea algo de tanta importancia mantener la Copa lejos de él.
–Dejando aparte que inevitablemente usaría este ejército para lanzar un ataque contra la Clave -repuso Hodge con sequedad-, el motivo de que sólo se seleccione a unos pocos humanos para ser convertidos en nefilim es que la mayoría jamás sobreviviría a la transición. Se necesita una fuerza y resistencia especiales. Antes de poder ser convertidos, es necesario someterles a pruebas exhaustivas; pero Valentine jamás se molestaría en hacerlo. Usaría la Copa en cualquier niño que consiguiera capturar, y se quedaría al veinte por ciento que sobreviviera para convertirlo en su ejército.
Alec miraba a Hodge con el mismo horror que Clary sentía.
–¿Cómo sabes que haría eso?
–Porque -respondió él- cuando estaba en el Círculo, ése era su plan. Dijo que era el único modo de crear la clase de fuerza que se necesitaba para defender nuestro mundo.
–Pero eso es asesinato -exclamó Isabelle, que se había puesto ligeramente verde-. Hablaba de matar a niños.
–Dijo que habíamos hecho que el mundo fuera seguro para los humanos durante mil años -repuso Hodge-, y que ahora había llegado el momento de que nos compensaran por ello.
–¿Con sus hijos? – inquirió Jace con las mejillas ruborizadas-. Eso va en contra de todo aquello para lo que se supone que existimos. Proteger al indefenso, salvaguardar la humanidad…
Hodge apartó su plato.
–Valentine estaba loco -afirmó-. Era brillante, pero demente. No le importaba nada que no fuera matar demonios y subterráneos. Nada que no fuera hacer que el mundo fuese puro. Habría sacrificado a su propio hijo por la causa y no era capaz de comprender que alguien no lo hiciera.
–¿Tenía un hijo? – preguntó Alec.
–Hablaba de un modo figurado -respondió Hodge, alargando la mano para coger su pañuelo.
Lo usó para secarse la frente antes de devolverlo al bolsillo. La mano, advirtió Clary, le temblaba ligeramente.
–Cuando su tierra ardió, cuando su hogar fue destruido, se dio por supuesto que había preferido destruir no sólo a sí mismo sino también a la Copa antes que ceder ambas cosas a la Clave. Se encontraron sus huesos en las cenizas, junto con los huesos de su esposa.
–Pero mi madre vivió -dijo Clary-. Ella no murió en el fuego.
–Y tampoco, por lo que parece ahora, Valentine -indicó Hodge-. A la Clave no le satisfará que la hayan engañado. Pero lo que es más importante, querrán conseguir la Copa. Y más aún, querrán asegurarse de que Valentine no lo hace.
–Me parece que lo primero que debemos hacer es hallar a la madre de Clary -propuso Jace-. Encontrarla a ella y encontrar la Copa; encontrarla antes de que lo haga Valentine.
Aquello le pareció estupendo a Clary, pero Hodge miró a Jace como si, como solución, hubiese propuesto hacer malabarismos con nitroglicerina.
–Absolutamente no.
–Entonces, ¿qué hacemos?
–Nada -respondió Hodge-. Todo esto es mejor dejarlo a cazadores de sombras expertos y con experiencia.
–Yo soy experto -protestó Jace-. Tengo experiencia.
El tono de Hodge era firme, casi paternal.
–Sé que es así, pero con todo, eres un niño, o casi uno.
Jace miró a Hodge con ojos entrecerrados. Sus pestañas eran largas y proyectaban sombras sobre los angulosos pómulos. En cualquier otra persona hubiera sido una mirada tímida, incluso una de disculpa, pero en Jace resultó intolerante y amenazadora.
–Yo no soy un niño.
–Hodge tiene razón -dijo Alec.
Miraba a Jace, y Clary pensó que debía de ser una de las pocas personas del mundo que miraban a Jace no como si sintieran miedo de él, sino como si temieran por él.
–Valentine es peligroso. Sé que eres un buen cazador de sombras. Probablemente eres el mejor de los de tu edad. Pero Valentine es uno de los mejores que ha existido nunca. Hizo falta una gigantesca batalla para derrotarle.
–Y no se quedó tumbado exactamente -concluyó Isabelle, examinando los dientes de su tenedor-. Al parecer.
–Pero nosotros estamos aquí -insistió Jace-. Nosotros estamos aquí, y debido a los Acuerdos, no hay nadie más. Si no hacemos algo…
–Vamos a hacer algo -repuso Hodge-. Enviaré a la Clave un mensaje esta noche. Podrían tener a un cuerpo de nefilim aquí mañana si quisieran. Ellos se ocuparán de esto. Tú has hecho más que suficiente.
Jace se aquietó, pero sus ojos siguieron reluciendo.
–no me gusta.
–No tiene que gustarte -replicó Alec-. Simplemente tienes que callarte y no hacer ninguna estupidez.
–Pero ¿qué pasa con mi madre? – exigió Clary-. No puede esperar a que algún representante de la Clave aparezca. Valentine la tiene en estos momentos, Pangborn y Blackwell lo dijeron, y él podría estar…
No fue capaz de pronunciar la palabra tortura, pero Clary sabía que no era la única en pensar en ella. De repente, nadie en la mesa fue capaz de mirarla a los ojos.
Excepto Simon.
–Haciéndole daño -dijo éste, finalizando su frase-. Pero, Clary, también dijeron que estaba inconsciente y que Valentine no estaba contento con eso. Parece que está esperando a que despierte.
–Yo permanecería inconsciente si fuera ella -rezongó Isabelle.
–Pero eso podría suceder en cualquier momento -replicó Clary, haciendo caso omiso de Isabelle-. Pensaba que la Clave tenía el compromiso de proteger a la gente. ¿No debería haber cazadores de sombras aquí en este momento? ¿No deberían estar ya buscándola?
–Eso sería más fácil -espetó Alec-, si tuviéramos alguna ligera idea de dónde buscar.
–Pero la tenemos -afirmó Jace.
–¿La tienes? – Clary le miró, sobresaltada y ansiosa-. ¿Dónde?
–Aquí.
Jace se inclinó y le acercó los dedos a la sien, con tanta suavidad que un rubor invadió el rostro de la muchacha.
–Todo lo que necesitamos saber está encerrado en tu cabeza, bajo esos bonitos rizos.
Clary alzó la mano para tocar sus cabellos en actitud protectora.
–No creo que…
–Entonces, ¿qué vas a hacer? – inquirió Simon con brusquedad-. ¿Abrirle la cabeza con un cuchillo para llegar hasta ello?
Los ojos de Jace centellearon, pero respondió con calma.
–En absoluto. Lo Hermanos Silenciosos pueden ayudarla a recuperar sus recuerdos.
–Tú odias a los Hermanos Silenciosos -protestó Isabelle.
–No les odio -respondió él con sencillez-. Les temo. No es la misma cosa.
–Creí que dijiste que eran bibliotecarios -dijo Clary.
–Son bibliotecarios.
Simon lanzó un silbido.
–Ésos deben matarte si te atrasas en el pago de las cuotas.
–Los Hermanos Silenciosos son archiveros, pero eso no es todo lo que son -interrumpió Hodge, en un tono que parecía indicar que se le acababa la paciencia-. Para poder fortalecer sus mentes, han elegido asumir algunas de las runas más poderosas jamás creadas. El poder de esas runas es tan grande que su uso… -Calló y Clary oyó la voz de Alec en su mente, diciendo: “Se mutilan”-. Bueno, deforma y retuerce su forma física. No son guerreros en el mismo sentido en que otros cazadores de sombras son guerreros. Sus poderes son poderes de la mente, no del cuerpo.
–¿Leen la mente? – preguntó Clary con un hilillo de voz.
–Entre otras cosas. Son los más temidos de todos los cazadores de demonios.
–No sé -indicó Simon-, no me suena tan terrible. Preferiría que alguien se dedicara a entretenerse con mi mente en lugar de cortarme la cabeza.
–Entonces eres un idiota mucho más grande de lo que pareces -espetó Jace, contemplándole con desprecio.
–Jace tiene razón -intervino Isabelle-. Los Hermanos Silenciosos dan realmente miedo.
La mano de Hodge estaba fuertemente cerrada sobre la mesa.
–Son muy poderosos -declaró-. Se mueven en la oscuridad y no hablan, pero pueden abrir la mente de un hombre del mismo modo en que cascarías una nuez…, y dejar a esa persona chillando sola en la oscuridad si es eso lo que desean.
Clary miró a Jace, horrorizada.
–¿Quieres entregarme a ellos?
–Quiero que ellos te ayuden.
Jace se inclinó sobre la mesa, tan cerca que ella pudo ver las motas ambarinas más oscuras de sus ojos claros.
–Tal vez no podamos buscar la Copa -siguió en voz baja-. Tal vez la Clave hará eso. Pero lo que hay en tu mente te pertenece a ti. Alguien ha ocultado secretos ahí, secretos que no puedes ver. ¿No quieres conocer la verdad sobre tu propia vida?
–No quiero a otra persona metida en mi cabeza -contestó ella con voz débil.
Sabía que él tenía razón, pero la idea de entregarse a seres que incluso los cazadores de sombras consideraban escalofriantes le helaba la sangre.
–Iré contigo -se ofreció Jace-. Me quedaré contigo mientras lo hacen.
–Ya es suficiente. – Simon se había levantado de la mesa, rojo de rabia-. Déjala en paz.
Alec echó una rápida mirada a Simon como si acabara de advertir su presencia, mientras se apartaba los despeinados cabellos negros de los ojos con los dedos y pestañeaba.
–¿Qué haces tú todavía aquí, mundano?
Simon hizo como si no existiera.
–He dicho que la dejes en paz.
Jace le echó una mirada, una lenta mirada dulcemente ponzoñosa.
–Alec tiene razón -dijo-. El Instituto tiene el deber de dar refugio a cazadores de sombras, no a sus amigos mundanos. En especial cuando éstos han dejado de ser bienvenidos.
Isabelle se puso en pie y agarró a Simon por el brazo.
–Yo le acompañaré afuera.
Por un momento pareció como si Simon fuera a resistirse, pero captó la mirada de Clary desde el otro lado de la mesa, negando levemente con la cabeza, y se calmó. Con la cabeza alta, dejó que Isabelle le condujera fuera de la habitación.
Clary se puso en pie.
–Estoy cansada -anunció-. Quiero irme a dormir.
–Apenas has comido nada… -protestó Jace.
Ella apartó la mano que él alargaba.
–No tengo hambre.
En el pasillo hacía más fresco que en la cocina. Clary se apoyó en la pared, tirando de la camiseta, que se le pegaba al sudor frío del pecho. Pasillo adelante pudo ver cómo las sombras engullían las figuras de Isabelle y Simon, que se alejaban. ¿Cuándo se había convertido Simon en responsabilidad de Isabelle en lugar de suya? Si había una cosa que estaba aprendiendo de todo aquello, era lo fácil que resultaba perder lo que uno había creído que tenía para siempre.
La habitación era toda dorada y blanca, con paredes altas que brillaban como esmalte, y un techo, muy arriba, transparente y reluciente como diamantes. Clary llevaba puesto un vestido de terciopelo verde y sostenía un abanico dorado en la mano. Los cabellos, retorcidos en un nudo que derramaba rizos, hacían que sintiera la cabeza extrañamente pesada cada vez que la giraba para mirar a su espalda.
-¿Ves a alguien más interesante que yo? – preguntó Simon.
En el sueño, Simon, era, misteriosamente, un bailarín experto, que la conducía a través de la multitud como si fuera una hoja atrapada en la corriente de un río. Iba vestido de negro, como un cazador de sombras, y eso le favorecía mucho: cabello oscuro, piel ligeramente tostada, dientes blancos. “Es atractivo”, pensó Clary, con repentina sorpresa.
-No hay nadie más interesante que tú -respondió ella-. Es simplemente este lugar. Nunca he visto nada igual.
Volvió la cabeza otra vez cuando pasaron ante una fuente de champán: una enorme bandeja de plata en cuyo centro había una sirena con una jarra, vertiendo el líquido espumoso por encima de su espalda desnuda. La gente llenaba sus copas en la fuente, riendo y conversando. La sirena movió la cabeza cuando Clary pasó, y sonrió. La sonrisa mostró unos dientes blancos, tan afilados como los de un vampiro.
-Bienvenida a la Ciudad de Cristal -dijo una voz que no era la de Simon.
Clary descubrió que Simon había desaparecido y que ahora bailaba con Jace, que iba vestido de blanco, con una camisa de algodón; podía ver las Marcas negras a través de él. Llevaba una cadena de bronce alrededor de la garganta, y su cabello y ojos parecían más dorados que nunca; pensó en lo mucho que le gustaría pintar su retrato con la opaca pintura dorada que a veces se veía en los iconos rusos.
-¿Dónde está Simon? – preguntó mientras volvían a girar alrededor de la fuente de champán. Clary vio a Isabelle allí, con Alec, ambos vestidos de azul cobalto. Iban cogidos de la mano, como Hansel y Gretel en el bosque oscuro.
-Este lugar es para los vivos -dijo Jace.
Sus manos eran frías sobre las de ella, y fue consciente de ellas de un modo en que no lo había sido de las de Simon.
Le miró entrecerrando los ojos.
-¿Qué quieres decir?
Él se inclinó muy cerca. Sintió sus labios sobre la oreja. No estaban nada fríos.
-Despierta, Clary -murmuró-. Despierta. Despierta.
Se sentó en la cama de golpe, jadeante, con los cabellos pegados al cuello por un sudor frío. Le sujetaban las muñecas con fuerza; intentó desasirse, entonces comprendió quién la sujetaba.
–¿Jace?
–Sí.
Estaba sentado en el borde de la cama -¿cómo había llegado ella a una cama?– despeinado y medio despierto, con los cabellos de recién levantado y ojos soñolientos.
–Suéltame.
–Lo siento. – Los dedos de él resbalaron de las muñecas de Clary-. Has intentado pegarme cuando he pronunciado tu nombre.
–Estoy un poco nerviosa, supongo.
Miró a su alrededor. Estaba en un pequeño dormitorio amueblado con madera oscura. Por la tenue luz que penetraba por la ventana entreabierta, imaginó que amanecía, o que acababa de hacerlo. Su mochila estaba apoyada en una pared.
–¿Cómo he llegado aquí? No recuerdo…
–Te encontré dormida en el pasillo. – Jace parecía divertido-. Hodge me ayudó a meterte en la cama. Pensó que estarías más cómoda en un cuarto de invitados que en la enfermería.
–Vaya. No recuerdo nada. – Se pasó los dedos por los cabellos, apartándose desaliñados rizos de los ojos-. ¿Qué hora es, de todos modos?
–Sobre las cinco.
–¿De la mañana? – Le miró iracunda-. Será mejor que tengas una buena razón para despertarme.
–¿Por qué, tenías un sueño agradable?
Ella todavía podía oír música en sus oídos, sentir las pesadas joyas acariciando sus mejillas.
–No lo recuerdo.
Él se puso en pie.
–Uno de los Hermanos Silenciosos está aquí para verte. Hodge me ha enviado a despertarte. En realidad, ofreció despertarte él mismo, pero puesto que son las cinco de la mañana, imaginé que te sentirías menos irritable si tenías algo agradable que contemplar.
–¿Eso se refiere a ti?
–¿A qué otra cosa?
–No he accedido a verlos -le espetó ella-. A los Hermanos Silenciosos.
–¿Quieres encontrar a tu madre o no? – inquirió él.
Le miró fijamente.
–Sólo tienes que reunirte con el hermano Jeremiah. Eso es todo. Incluso puede que te guste. Tiene un gran sentido del humor para ser un tipo que nunca dice nada.
Clary se llevó las manos a la cabeza.
–Sal. Sal para que pueda cambiarme.
Sacó las piernas fuera de la cama en cuanto la puerta se cerró tras él. Aunque apenas había amanecido, un calor húmedo empezaba a acumularse ya en la habitación. Cerró la ventana y entró en el cuarto de baño para lavarse la cara y enjuagarse la boca, que le sabía a papel viejo.
Al cabo de cinco minutos, ya estaba metiendo los pies en sus zapatillas deportivas verdes. Se había puesto unos shorts vaqueros y una camiseta lisa negra. Si al menos sus delgadas piernas pecosas se parecieran más a las extremidades suaves y estilizadas de Isabelle. Pero no se podía hacer nada. Se recogió el cabello en una cola de caballo y fue a reunirse con Jace en el pasillo.
Iglesia estaba allí con él, farfullando y describiendo círculos nerviosamente.
–¿Qué le pasa al gato? – preguntó Clary.
–Los Hermanos Silenciosos le ponen nervioso.
–Suena como si pusieran nervioso a todo el mundo.
Jace le dedicó una leve sonrisa. Iglesia maulló cuando iniciaron la marcha por el pasillo, pero no les siguió. Al menos, las gruesas piedras de los muros de la catedral todavía retenían algo del frescor de la noche; los pasillos estaban oscuros y fríos.
Cuando llegaron a la biblioteca, a Clary le sorprendió ver que las lámparas estaban apagadas. La habitación estaba iluminada únicamente por la luz lechosa que se filtraba a través de las altas ventanas situadas en el techo abovedado. Hodge se hallaba sentado tras el enorme escritorio, vestido con un traje, los cabellos canosos le brillaban plateados por la luz del amanecer. Por un instante, Clary creyó que estaba solo en la habitación: que Jace le había gastado una broma. Entonces vio que una figura salía de la penumbra, y comprendió que lo que había creído que era un trozo de sombra más oscura era, en realidad, un hombre. Un hombre alto con una gruesa túnica que le cubría desde el cuello a los pies. La capucha estaba alzada, ocultando su rostro. La túnica misma era del color del pergamino, y los intrincados diseños rúnicos a los largo del repulgo y las mangas parecían haber sido pintadas allí con sangre que empezaba a secarse. A Clary se le erizó el vello de los brazos y el cogote, pinchándola de un modo casi doloroso.
–Éste -presentó Hodge- es el hermano Jeremiah de la Ciudad Silenciosa.
El hombre avanzó hacia ellos, el grueso manto arremolinándose mientras se movía, y Clary comprendió qué era lo que había en él que resultaba extraño: no hacía el menor ruido al andar, no se oía ni la más leve pisada. Incluso la capa, que debería haber susurrado, se movía silenciosa. Se preguntó si no era un fantasma…, pero no, se dijo cuando él se detuvo frente a ella, porque le envolvía un extraño olor dulzón, como de incienso y sangre, el olor de algo vivo.
–Y ésta, Jeremiah -dijo Hodge, alzándose del escritorio-, es la chica sobre la que os escribí. Clarissa Fray.
El rostro encapuchado se volvió despacio hacia ella. Clary se sintió helada hasta la punta de los dedos.
–Hola -dijo.
No hubo respuesta.
–Decidí que tenías razón, Jace -dijo Hodge.
–Claro que tenía razón -repuso él-. Por lo general la tengo.
Hodge hizo como si no oyera el comentario.
–Anoche envié una carta a la Clave sobre todo esto, pero los recuerdos de Clary son de ella. Únicamente ella puede decidir cómo quiere ocuparse del contenido de su cabeza. Si quiere la ayuda de los Hermanos Silenciosos, debería tener esa posibilidad.
Clary no dijo nada. Dorothea había dicho que existía un bloqueo en su mente, que ocultaba algo. Por supuesto que quería saber qué era. Pero la figura sombría del Hermano Silencioso era tan…, bueno, silenciosa. El mismo silencio emanaba de él igual que una oscura marea, negra y espesa como tinta. Le helaba los huesos.
El rostro del hermano Jeremiah seguía vuelto hacia ella, con nada excepto oscuridad visible bajo su capucha.
“¿Ésta es la hija de Jocelyn?”
Clary profirió una leve exclamación ahogada. Las palabras le habían resonado dentro de la cabeza, como si las hubiese pensado ella misma; pero no lo había hecho.
–Sí -dijo Hodge, y añadió rápidamente-, pero su padre era un mundano.
“Eso no importa -dijo Jeremiah-. La sangre de la Clave es preponderante.”
–¿Por qué ha llamado Jocelyn a mi madre? – inquirió Clary, buscando en vano alguna señal de un rostro debajo de la capucha-. ¿La conoció?
–Los Hermanos mantienen registros de todos los miembros de la Clave -explicó Hodge-. Registros exhaustivos.
–No tan exhaustivos -indicó Jace-, si no sabían siquiera que ella seguía viva.
“Es probable que contara con la ayuda de un brujo para su desaparición. La mayoría de los cazadores de sombras no pueden escapar fácilmente de la Clave.”
No había emoción en la voz de Jeremiah; no parecía aprobar ni desaprobar las acciones de Jocelyn.
–Hay algo que no comprendo -dijo Clary-. ¿Por qué iba a pensar Valentine que mi madre tiene la Copa Mortal? Si ella se tomó tantas molestias para desaparecer, entonces, ¿por qué iba a llevársela con ella?
.Para impedir que él le pusiera las manos encima -contestó Hodge-. Ella más que nadie debía de saber lo que sucedería si Valentine tenía la Copa. E imagino que no confiaba en que la Clave pudiera conservarla. No después de que Valentine se la hubiera arrebatado una vez.
–Supongo. – Clary no pudo mantener la duda alejada de su voz.
Todo ello parecía tan improbable. Intentó imaginarse a su madre huyendo al amparo de la oscuridad, con una gran copa de oro escondida en el bolsillo de su mono, y fracasó.
–Jocelyn se volvió contra su esposo cuando descubrió lo que pretendía hacer con la Copa -continuó Hodge-. Es razonable asumir que hubiera hecho todo lo que estaba a su alcance para impedir que la Copa cayera de nuevo en manos de Valentine. La Clave misma habría dirigido sus ojos primero hacia ella de haber pensado que seguía viva.
–Me parece -dijo Clary con un tono incisivo- que nadie que la Clave considera muerto, está muerto en realidad. Quizá deberían invertir en historiales dentales.
–Mi padre está muerto -replicó Jace, con el mismo deje cortante en su voz-. No necesito historiales dentales para que me lo digan.
Clary se revolvió contra él con cierta exasperación.
–Oye, no quería decir…
“Es suficiente -interrumpió el hermano Jeremiah-. Se puede obtener verdad de esto, si sois lo bastante pacientes como para escucharla.”
Alzó las manos con un gesto veloz y se echó la capucha atrás. Olvidando a Jace, Clary contuvo el impulso de gritar. La cabeza del archivero era calva, lisa y blanca como un huevo, con oscuras muescas donde habían estado los ojos en el pasado. Ya no los tenía. Los labios estaban entrecruzados con un dibujo de líneas oscuras que recordaban puntos de sutura. Comprendió entonces a qué se había referido Isabelle al hablar de mutilación.
“Los Hermanos de la Ciudad Silenciosa no mienten -dijo Jeremiah-. Si queréis la verdad de mí, la tendréis, pero os pido lo mismo a cambio.”
Clary alzó la barbilla.
–Yo tampoco soy una mentirosa.
“La mente no puede mentir. – Jeremiah fue hacia ella-. Son tus recuerdos lo que quiero.”
El olor a sangre y a tinta era sofocante. La muchacha sintió una oleada de pánico.
–Espere…
–Clary. – Era Hodge, el tono de voz dulce-. Es totalmente posible que haya recuerdos que has enterrado o reprimido, recuerdos formados cuando eras demasiado joven para poseer una memoria consciente de ellos, y el hermano Jeremiah los puede alcanzar. Nos ayudaría mucho.
Ella no dijo nada, mordiéndose el interior del labio. Odiaba la idea de que alguien se introdujera en su mente, que tocara recuerdos tan personales y ocultos que ni siquiera ella podía llegar hasta ellos.
–Ella no tiene que hacer nada que no quiera hacer -dijo Jace de improviso-. ¿Verdad?
Clary respondió antes de que Hodge pudiera decir nada.
–Está bien. Lo haré.
El hermano Jeremiah asintió con un sucinto gesto, y avanzó hacia ella con aquella ausencia de sonido que hacía que Clary sintiera escalofríos en la espalda.
–¿Dolerá? – musitó ella.
Él no respondió, pero sus estrechas manos blancas se alzaron para tocarle la cara. La piel de sus dedos era fina como pergamino, pintada toda ella con runas. Clary sintió el poder que contenían, saltando como electricidad estática para aguijonearle la piel. Cerró los ojos, pero no antes de ver la expresión ansiosa que cruzó por el rostro de Hodge.
Se arremolinaron colores sobre la oscuridad que había tras sus párpados y sintió una presión, un fuerte tirón en la cabeza, las manos y los pies. Cerró con fuerza las manos, luchando contra el peso, la negrura. Sintió como si la estrujaran contra algo duro y rígido, como si la aplastaran lentamente. Se oyó jadear y de improviso sintió frío por todo el cuerpo, un frío invernal. Como en un fogonazo, vio una calle helada, edificios grises que se alzaban sobre su cabeza, una explosión de blancura que les azotaba el rostro con gélidas partículas…
–Es suficiente.
La voz de Jace se abrió paso a través del frío invernal, y la nieve que caía desapareció, convertida en una lluvia de chispas blancas. Los ojos de Clary se abrieron de golpe.
Poco a poco la biblioteca fue apareciendo con claridad: las paredes repletas libros, los rostros inquietos de Hodge y Jace. El hermano Jeremiah estaba de pie, inmóvil, un ídolo tallado de marfil y tinta roja. Clary percibió unos agudos dolores en las manos, y al mirar abajo vio líneas rojas surcando la piel en los lugares en los que se había clavado las uñas.
–Jace -dijo Hodge en tono reprobatorio.
–Mírale las manos.
Jace señaló en dirección a Clary, que cerró los dedos para tapar sus palmas lastimadas.
Hodge posó una amplia mano sobre el hombro de la muchacha.
–¿Te encuentras bien?
Ella movió lentamente la cabeza para asentir. El aplastante peso había desaparecido, pero podía notar el sudor que le empapaba los cabellos, que le pegaba la camiseta a la espalda igual que cinta adhesiva.
“Hay un bloqueo en tu mente -dijo el hermano Jeremiah-. No se puede llegar hasta tus recuerdos.”
–¿Un bloqueo? – preguntó Jace-. ¿Quiere decir que ha reprimido sus recuerdos?
“No; me refiero a que los han bloqueado de su mente consciente a través de un hechizo. No puedo romperlo aquí. Tendrá que venir a la Ciudad de Hueso y presentarse ante la Hermandad.”
–¿Un hechizo? – dijo Clary, incrédula-. ¿Quién puede haberme puesto un hechizo?
Nadie le respondió. Jace miró a su tutor. Éste estaba sorprendentemente pálido, teniendo en cuenta que aquello había sido idea suya.
–Hodge, ella no debería tener que ir si no…
–No pasa nada.
Clary inspiró profundamente. Le dolían las palmas allí donde se había herido con las uñas, y quería desesperadamente tumbarse en algún lugar oscuro y descansar.
–Iré. Quiero saber la verdad. Quiero saber qué hay en mi cabeza.
Jace asintió una sola vez.
–Estupendo. Entonces iré contigo.
Abandonar el Instituto fue como introducirse en una bolsa de lona húmeda y caliente. El aire húmedo presionaba con fuerza sobre la ciudad, convirtiendo el aire en un caldo mugriento.
–No entiendo por qué tenemos que marcharnos separados del hermano Jeremiah -refunfuñó Clary.
Estaban de pie en la esquina frente al Instituto. Las calles estaban desiertas a excepción de un camión de la basura que circulaba pesadamente más adelante.
–¿Es que le avergüenza que le vean con cazadores de sombras o algo así?
–La Hermandad son cazadores de sombras -indicó Jace.
De algún modo, el joven conseguía parecer fresco a pesar del calor. Clary sintió ganas de abofetearle por ello.
–Supongo que fue a buscar su coche -dijo ella con sarcasmo.
–Algo parecido.
La muchacha sacudió negativamente la cabeza.
–Me sentiría mucho mejor si Hodge hubiese venido con nosotros.
–Vaya. ¿No soy protección suficiente para ti?
–No es protección lo que necesito justo ahora…, es alguien que me ayude a pensar. – Recordando repentinamente, se llevó una mano a la boca-. Ah… ¡Simon!
–No, soy Jace -repuso éste pacientemente-. Simon es esa pequeña comadreja con el horrible corte de pelo y un pésimo sentido de la moda.
–Vamos, cállate -replicó ella, pero fue más algo automático que sentido-. Tenía la intención de telefonearle antes de irme a acostar. Saber si había llegado bien a casa.
Meneando la cabeza, Jace contempló los cielos como si estuvieran a punto de abrirse y revelar los secretos del universo.
–¿Con todo lo que está sucediendo, te preocupas por Cara de Comadreja?
–No le llames así. No se parece a una comadreja.
–Puede que tengas razón -repuso él-. He conocido a una o dos comadrejas atractivas en mis tiempos. Se parece más a una rata.
–Él no se…
–Probablemente esté en casa tumbado en un charco de su propia baba. Tú espera a que Isabelle se canse de él y tendrás que recoger los pedazos.
–¿Es probable que Isabelle se canse de él? – preguntó Clary.
Jace lo meditó.
–Sí -contestó.
Clary se preguntó si tal vez Isabelle no sería más lista de lo que Jace pensaba. Quizá comprendería el tipo tan alucinante que era Simon: lo divertido, lo listo, lo estupendo que era. A lo mejor empezarían a salir. La idea la llenó de indescriptible horror.
Absorta en sus pensamientos, tardó varios instantes en advertir que Jace le había estado diciendo algo. Cuando le miró pestañeando, vio que una sonrisa maliciosa se extendía por su rostro.
–¿Qué? – preguntó de mala gana.
–Ojalá dejaras de intentar desesperadamente atraer mi atención de este modo -dijo él-. Se ha vuelto embarazoso.
–El sarcasmo es el último refugio de los que tienen la imaginación en bancarrota -le respondió ella.
–No puedo evitarlo. Uso mi afilado ingenio para ocultar mi dolor interior.
–Tu dolor no tardará en ser exterior si no sales del tráfico. ¿Es que quieres que te atropelle un taxi?
–No seas ridícula -respondió él-. Jamás conseguiríamos un taxi con tanta facilidad en este vecindario.
Como si le hubiera oído, un alargado coche negro con ventanas tintadas se acercó a la acera con un retumbo sordo y se detuvo frente a Jace, con el motor ronroneando. Era largo, de líneas elegantes y muy pegado al suelo como una limusina, con las ventanillas curvándose hacia el exterior.
Jace miró a Clary de soslayo; había regocijo en su mirada, pero también cierta urgencia. Ella volvió a echar una ojeada al coche, dejando que su mirada se relajara, dejando que la fuerza de lo que era real perforara el velo de glamour para poder ver la realidad más allá del encantamiento.
Entonces el coche adoptó el aspecto de la carroza de Cenicienta, aunque en lugar de ser rosa, dorada y azul como un huevo de Pascua, era negra como el terciopelo, con las ventanillas tintadas. Las ruedas eran negras, las guarniciones de cuero todas negras. El asiento de metal negro del cochero lo ocupaba el hermano Jeremiah, sosteniendo un juego de riendas negras en sus manos enguantadas. Su rostro estaba oculto bajo la capucha de la túnica color pergamino. En el otro extremo de las riendas había dos caballos, negros como el humo, que rezongaban y piafaban en dirección al cielo.
–Entra -dijo Jace.
Al ver que ella seguía allí parada y boquiabierta, él la tomó del brazo y medio la empujó a través de la portezuela abierta del carruaje, montando tras ella. El carruaje se puso en movimiento antes de que hubiera cerrado la portezuela tras ellos. El joven cayó hacia atrás sobre su asiento, de lustroso tapizado afelpado, y dirigió una mirada a su compañera.
–Una escolta personal a la Ciudad de Hueso no es algo a lo que hacerle ascos.
–No le estaba haciendo ascos. Simplemente estaba sorprendida. No esperaba… Quiero decir, pensé que era un coche.
–Simplemente relájate -repuso Jace-. Disfruta de ese olor a carruaje nuevo.
Clary puso los ojos en blanco y giró la cabeza para mirar por las ventanillas. Habría pensado que un coche de caballos lo tendría muy difícil en el tráfico de Manhattan, pero se movían hacia el centro con facilidad, avanzando sigilosamente entre el rugir de taxis, autobuses y utilitarios que congestionaban la avenida. Frente a ellos, un taxi amarillo cambió de carril, cortándoles el paso. Clary se puso tensa, preocupada por los caballos, pero entonces el carruaje dio un bandazo hacia arriba y los corceles saltaron ágilmente al techo del taxi. Ella sofocó una exclamación ahogada. El carruaje, en lugar de arrastrarse tras ellos por el suelo, se alzó en el aire detrás de los caballos, subiendo con suavidad y en silencio al taxi para pasar por encima de él y volver a descender en el otro lado. Clary miró un momento para atrás cuando el vehículo tocó el suelo otra vez con una sacudida.
–Siempre pensé que los conductores de taxi no prestaban atención al tráfico, pero esto es ridículo -dijo con voz débil.
–Sólo porque ahora puedes ver a través del glamour…
Jace dejó que el final de la frase flotara delicadamente en el aire entre ellos.
–Sólo puedo hacerlo cuando me concentro -dijo ella-. Me produce cierto dolor de cabeza.
–Apuesto a que se debe al bloqueo que hay en tu mente. Los Hermanos se ocuparán de eso.
–¿Y entonces qué?
–Entonces verás el mundo como es: infinito -repuso él con una seca sonrisa.
–No me lances citas de Blake.
La sonrisa se tornó menos seca.
–No creía que fueras a reconocerlo. No me pareces alguien que lea mucha poesía.
–Todo el mundo conoce esa cita debido a los The Doors.
Jace la miró sin comprender.
–The Doors. Eran un grupo de música.
–Si tu lo dices -repuso él.
–Supongo que no tienes mucho tiempo para disfrutar de la música -comentó Clary, pensando en Simon, para quien la música era toda la vida-, dedicándote a lo que te dedicas.
Él se encogió de hombros.
–Quizá algún que otro coro gimiente de condenados.
Clary le miró rápidamente para comprobar si bromeaba, pero estaba inexpresivo.
–Pero ayer estabas tocando el piano -empezó-, en el Instituto. De modo que debes…
El carruaje volvió a ascender con un bandazo. Clary se sujetó al borde de su asiento y se quedó boquiabierta: pasaban por el techo de un autobús de la línea M! que iba al centro de la ciudad. Desde aquella posición estratégica podía ver los pisos superiores de los edificios que bordeaban la avenida, minuciosamente esculpidos con gárgolas y cornisas decorativas.
–No hacia más que pasar el rato -respondió Jace, sin mirarla-. Mi padre insistió en que aprendiera a tocar un instrumento.
–Suena estricto, tu padre.
–En absoluto. – El tono del muchacho era cortante-. Me mimaba. Me lo enseñó todo: el manejo de las armas, demonología, tradiciones arcanas, lenguas antiguas. Me daba cualquier cosa que deseara. Caballos, armas, libros, incluso un halcón de caza.
“Pero armas y libros no son precisamente lo que muchos niños quieren por Navidad”, pensó Clary mientras el carruaje volvía a caer al asfalto con un ruido sordo.
–¿Por qué no mencionaste a Hodge que conocías a los hombres con los que hablaba Luke? ¿Y que eran los que mataron a tu padre?
Jace bajó los ojos. Clary le siguió la mirada hasta las manos. Eran delgadas y cuidadas, las manos de un artista, no de un guerrero. El anillo que ella había advertido antes centelleó en su dedo. Clary pensó que debería haber algo de femenino en un muchacho que llevara un anillo, pero no lo había. El anillo mismo era sólido y confeccionado en plata oscura, con un dibujo de estrellas alrededor. Tenía grabada la letra W.
–Porque si lo hiciera -respondió él-, sabría que quiero matar a Valentine yo mismo. Y jamás me dejaría intentarlo.
–¿Te refieres a que quieres matarlo para vengarte?
–Para hacer justicia -repuso Jace-. Jamás supe quién mató a mi padre. Ahora lo sé. Ésta es mi oportunidad de corregirlo.
Clary no veía cómo matar a una persona podía corregir la muerte de otra, pero tuvo la sensación de que no iba a servir de nada decirlo.
–Pero tú sabías quién lo mató -dijo-. Fueron esos dos hombres. Dijiste…
Jace no la miraba, así que Clary dejó que su voz se pagara. En aquel momento cruzaban Astor Place, esquivando por poco un tranvía morado de la universidad de Nueva York que se abría paso entre el tráfico. Los peatones que pasaban parecían aplastados por el aire pesado, igual que insectos inmovilizados bajo cristal. Algunos grupos de chicos sin techo estaban apelotonados alrededor de la base de una enorme estatua de latón, con carteles de cartón donde pedían dinero apoyados frente a ellos. Clary vio a una muchacha de aproximadamente su edad, con la cabeza perfectamente afeitada, recostada contra un muchacho de piel morena con rastas y el rostro adornado con una docena de piercings. El muchacho giró la cabeza al pasar el carruaje como si pudiera verlo, y ella distinguió el destello de sus ojos. Uno estaba nublado, como si careciera de pupila.
–Tenía diez años -dijo Jace.
Clary volvió la cabeza para mirarle. No mostraba ninguna emoción. Siempre parecía palidecer cuando hablaba de su padre.
–Vivíamos en una mansión, en el campo. Mi padre siempre dijo que era más seguro estar lejos de la gente. Les oí venir por el camino que llevaba a la casa y fui a decírselo. Me dijo que me escondiera, así que me escondí bajo las escaleras. Vi a esos hombres entrar. Llevaban a otro con ellos. No a hombres. Repudiados. Dominaron a mi padre y le cortaron el cuello. La sangre corrió por el suelo. Me empapó los zapatos. No me moví.
Clary tardó un momento en darse cuenta de que él había acabado de hablar, y otro en recuperar la voz.
–Lo siento mucho, Jace.
Los ojos del muchacho brillaron en la oscuridad.
–No entiendo por qué los mundanos siempre se disculpan por cosas que no son culpa suya.
–No me estoy disculpando. Es un modo de… establecer empatía. De decir que siento que seas desgraciado.
–No soy desgraciado -contestó él-. Sólo la gente sin un propósito es desgraciada. Yo tengo un propósito.
–¿Quieres decir matar demonios, o vengarte por la muerte de tu padre?
–Ambas cosas.
–¿Querría realmente tu padre que mataras a esos hombres? ¿Sólo por venganza?
–Un cazador de sombras que mata a uno de sus camaradas es peor que un demonio y debería ser suprimido igual que uno de ellos -replicó Jace, sonando como si recitara las palabras de un libro de texto.
–¿Pero son todos los demonios malvados? – preguntó ella-. Quiero decir, si todos los vampiros no son malvados, y todos los hombres lobos no son malvados, quizá…
Jace se revolvió contra ella, exasperado.
–No es la misma cosa en absoluto. Los vampiros, los hombres lobo, incluso los brujos, son humanos en parte. Parte de este mundo, nacidos en él. Pertenecen a este sitio. Pero los demonios vienen de otros mundos. Son interdimensionales. Llegan a un mundo y lo consumen. No saben construir, sólo destruir… No saben crear, sólo usar. Agotan un lugar hasta convertirlo en cenizas y cuando está muerto, se trasladan al siguiente. Es vida lo que quieren…, no sólo tu vida o la mía, sino toda la vida de este mundo, sus ríos y ciudades, sus océanos, todo ello. Y lo único que se interpone entre ellos y la destrucción de todo esto -señaló fuera de la ventanilla del carruaje, agitando la mano como si quisiera indicar todo en la ciudad, desde los rascacielos de la parte alta al atasco de tráfico de la calle Houston- son los nefilim.
–Ah -dijo Clary, pues no parecía que hubiera mucho más que decir-. ¿Cuántos otros mundos existen?
–Nadie lo sabe. ¿Cientos? Millones, tal vez.
–¿Y son todos… mundos muertos? ¿Agotados? – Sintió que el estómago le daba un vuelco, aunque podría haber sido la sacudida de cuando pasaron por encima de un Mini color morado, dando una vuelta de campana-. Eso parece tan triste.
–No he dicho eso.
La oscura luz anaranjada de la neblina de la ciudad se derramó al interior por la ventanilla, trazando su anguloso perfil.
–Probablemente existen otros mundos vivos como el nuestro. Pero únicamente los demonios pueden viajar entre ellos. En parte, debido a que son principalmente incorpóreos, aunque nadie sabe exactamente por qué. Gran número de brujos lo han intentado, y jamás ha funcionado. Nada de la Tierra puede atravesar las salvaguardas colocadas entre los mundos. Si pudiéramos -prosiguió-, podríamos cerrarles el paso para impedir que vinieran aquí, pero nadie ha conseguido nunca averiguar cómo hacer eso. De hecho, cada vez llegan más de ellos. En el pasado se trataba de pequeñas invasiones demoníacas, que podían contenerse fácilmente. Pero desde que tengo uso de razón, cada vez son más los que se filtran a través de las salvaguardas. La Clave se pasa el tiempo enviando cazadores de sombras, y en muchas ocasiones no regresan.
–Pero si tuvierais la Copa Mortal, podríais crear más, ¿verdad? ¿Más cazadores de demonios? – preguntó Clary tímidamente.
–Claro -contestó Jace-. Pero hace ya años que no tenemos la Copa, y muchos de nosotros morimos jóvenes. De modo que nuestro número mengua.
–No os estáis, ah… -Clary buscó la palabra correcta-. ¿Reproduciendo?
Jace profirió una carcajada justo cuando el carruaje efectuó un repentino y pronunciado giro a la izquierda. El muchacho se sujetó bien, pero Clary se vio arrojada contra él. Éste la agarró, y la apartó con suavidad pero con firmeza. La joven sintió la presión fría del anillo de plata como una esquirla de hielo contra su piel sudorosa.
–Por supuesto -repuso él burlón-. Nos encanta reproducirnos. Es una de nuestras diversiones favoritas.
Clary se apartó de él, con el rostro ardiendo en la oscuridad, y giró la cabeza para mirar por la ventanilla. Corrían en dirección a una gruesa reja de hierro forjado, emparrada de oscuras enredaderas.
–Hemos llegado -anunció Jace mientras el suave rodar de ruedas sobre asfalto se convertía en el traqueteo de los adoquines.
Clary vislumbró palabras sobre un arco cuando pasaron bajo él: CEMENTERIO MARBLE DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK.
–Pero dejaron de enterrar a gente en Manhattan hace un siglo… ¿no es cierto? – preguntó.
Avanzaban por un estrecho callejón con elevadas paredes de piedra a ambos lados.
–La Ciudad de Hueso ha estado aquí más tiempo que eso.
El carruaje se detuvo en seco con un bandazo. Clary dio un brinco cuando Jace alargó el brazo, pero éste se limitaba a extenderlo por delante de ella para abrir la portezuela en su lado. El brazo estaba levemente musculazo y recubierto de vello dorado, fino como polen.
–¿Uno no tiene elección, verdad? – inquirió ella-. En lo de ser cazador de sombras. No puedes desentenderte de ello.
–No -respondió él.
La portezuela se abrió de par en par y dejó entrar una ráfaga de aire bochornoso. El vehículo se había detenido sobre una amplia plaza de césped verde rodeada de paredes de mármol cubiertas de musgo.
–Pero si tuviera elección, esto seguiría siendo lo que elegiría.
–¿Por qué?
Él enarcó una ceja, lo que hizo que Clary se sintiera instantáneamente celosa. Siempre había deseado poder hacer aquello.
–Porque -contestó él-, es para lo que sirvo.
Saltó fuera del carruaje. Clary se deslizó hasta el borde de su asiento, balanceando las piernas. Había una buena distancia hasta los adoquines. Saltó. El impacto le dejó los pies doloridos, pero no cayó. Se volvió en redondo, triunfal, y se encontró con Jace que la observaba.
–Te habría ayudado a bajar -dijo éste.
–No pasa nada -respondió ella, pestañeando-. No tenías por qué.
El joven echó un vistazo detrás de él. El hermano Jeremiah descendía de su puesto tras los caballos con una silenciosa caída de túnica. No proyectaba ninguna sombra sobre la hierba tostada por el sol.
“Venid”, dijo. Se alejó majestuosamente del carruaje y las reconfortantes luces de la Segunda Avenida, yendo hacia el centro oscuro del jardín. Estaba claro que esperaba que lo siguieran.
La hierba estaba seca y crujía bajo los pies; las paredes de mármol a ambos lados eran lisas y nacaradas. Había nombres grabados en la piedra de las paredes, nombres y fechas. Clary tardó un momento en comprender que se trataba de indicadores de sepulturas. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Dónde estaban los cuerpos? ¿En las paredes, enterrados de pie como si los hubiesen emparedado en vida…?
Había olvidado mirar por dónde iba, y cuando chocó contra algo inconfundiblemente vivo, soltó un sonoro grito.
Era Jace.
–No chilles de ese modo. Despertarás a los muertos.
Ella le miró con el entrecejo fruncido.
–¿Por qué te detienes?
Él señaló al hermano Jeremiah, que se había detenido frente a una estatua sólo ligeramente más alta que él, cuya base estaba cubierta de musgo. Era la estatua de un ángel. El mármol estaba tan pulido que parecía transparente. El rostro del ángel era fiero, hermoso y triste, y en unas largas manos blancas sostenía una copa, en cuyo borde había joyas de mármol incrustadas. Algo en la estatua cosquilleó en la memoria de Clary con una inquietante familiaridad. Había una fecha grabada en la base, 1234, y unas palabras alrededor de ella: NEPHILIM: FACILIS DESCENSOS AVERNI.
–¿Se supone que eso es la Copa Mortal? – preguntó.
Jace asintió.
–Y ése es el lema de los nefilim, de los cazadores de sombras, ahí en la base.
–¿Qué significa?
La amplia sonrisa de Jace fue un destello blanco en la oscuridad.
–Significa: Cazadores de sombras. Les sienta mejor el negro que a las viudas de nuestros enemigos desde 1234.
–Jace…
“Significa -dijo Jeremiah-: El descenso al infierno es fácil.”
–Bonito y optimista -indicó Clary, pero un escalofrío le recorrió la piel a pesar del calor.
–Tener eso ahí es una muestra del sentido del humor de los Hermanos -dijo Jace-. Ya lo verás.
La muchacha miró al hermano Jeremiah; éste había sacado una estela, que brillaba tenuemente, de algún bolsillo interior de su túnica, y con la punta trazaba el dibujo de una runa sobre la base de la estatua. De repente, la boca del ángel de piedra se abrió de par en par en un silencioso grito, y un enorme agujero negro apareció en la zona cubierta de césped a los pies de Jeremiah. Parecía una tumba abierta.
Clary se aproximó despacio al borde y atisbó al interior. Unos peldaños de granito conducían al interior del agujero, con los bordes desgastados por años de uso. A intervalos, había antorchas colocadas a lo largo de los peldaños llameando con luz verde y azul hielo. El final de la escalera se perdía en la oscuridad.
Jace inició el descenso con la naturalidad de quien encuentra familiar una situación, aunque no precisamente cómoda. A mitad de camino de la primera antorcha, se detuvo y alzó la vista hacia ella.
–Vamos -dijo con impaciencia.
Clary apenas había puesto el pie en el primer peldaño cuando sintió que una mano helada le sujetaba el brazo. Levantó los ojos con sorpresa. El hermano Jeremiah le agarraba la muñeca; los gélidos dedos blancos se le clavaban en la carne. Distinguió el brillo óseo de su rostro desfigurado bajo el borde de la capucha.
“No temas -dijo su voz en el interior de la mente de Clary-. Haría falta más que un simple grito humano para despertar a estos muertos.”
Cuando le soltó el brazo, la muchacha descendió con rápidos saltitos los peldaños, siguiendo a Jace, con el corazón martilleándole las costillas. Jace había sacado de su soporte una de las antorchas, que ardía con una luz verde, y la sostenía a la altura de la cabeza. El resplandor daba un tinte verde a su tez.
–¿Estás bien?
Ella asintió, incapaz de hablar. La escalera finalizó en un rellano plano; ante ellos se extendía un túnel, largo y negro, estriado por las raíces enroscadas de los árboles. Una tenue luz azulada se veía al final del túnel.
–Está tan… oscuro -susurró ella.
–¿Quieres que te coja de la mano?
Clary colocó ambas manos a la espalda como una niña pequeña.
–No me hables en ese tono condescendiente, como si fuera una niñita.
–Bueno, no eres precisamente un gigante. Eres demasiado bajita. – Jace echó una veloz mirada detrás de ella, y la antorcha lanzó una lluvia de chispas debido al movimiento-. No hace falta tanta ceremonia, hermano Jeremiah -indicó, arrastrando las palabras-. Adelante. Iremos justo detrás de usted.
Clary dio un brinco. Todavía no estaba acostumbrada a las silenciosas idas y venidas del archivero. El hombre se movió sin hacer ruido del lugar donde había estado de pie tras ella y se encaminó al interior del túnel. Al cabo de un momento, ella le siguió, apartando a un lado la mano tendida de Jace al pasar.
La primera visión de Clary de la Ciudad Silenciosa fue la de una hilera tras otra de altos arcos de mármol que se alzaban por encima de sus cabezas, desapareciendo a lo lejos como las ordenadas hileras de árboles de un huerto. El mármol mismo era de un inmaculado tono marfil ceniciento, compacto y pulido, con estrechas tiras de ónice, jaspe y jade insertadas en algunos lugares. A medida que se alejaban del túnel y avanzaban hacia el bosque de arcos, Clary vio que en el suelo había grabadas las mismas runas que a veces decoraban la piel de Jace con dibujos de líneas, volutas y espirales.
Cuando los tres pasaron a través del primer arco, algo grande y blanco surgió a la izquierda de la joven, como un iceberg frente a la proa del Titanic. Era un bloque de piedra blanca, liso y cuadrado, con una especie de puerta insertada en la parte frontal. Le recordó una casita de juguete del tamaño de un niño, casi lo bastante grande, pero no del todo, para que ella pudiese permanecer de pie en el interior.
–Es un mausoleo -explicó Jace, dirigiendo un destello de la luz de la antorcha hacia él, lo que permitió a Clary ver que había una runa grabada en la puerta sellada con pasadores de hierro-. Una tumba. Enterramos a nuestros muertos aquí.
–¿A todos vuestros muertos? – inquirió ella, medio deseando preguntarle si su padre estaba enterrado allí, pero él ya había seguido adelante y no la habría oído.
Apresuró el aspo tras él, no queriendo quedarse sola con el hermano Jeremiah en aquel lugar fantasmal.
–Pensé que dijiste que esto era una biblioteca.
“Existen muchos niveles en la Ciudad Silenciosa -interpuso el hermano Jeremiah-. Y no todos los muertos están enterrados aquí. Existe otro osario en Idris, desde luego, mucho mayor. Pero en este nivel están los mausoleos y el lugar de cremación.”
–¿El lugar de cremación?
“Los que mueren en combate se incineran; sus cenizas se utilizan para construir los arcos de mármol que ves aquí. La sangre y los huesos de los cazadores de demonios son en sí mismos una poderosa protección contra el mal. Incluso en la muerte, la Clave sirve a la causa.”
“Qué agotador -pensó Clary-, combatir toda tu vida y que luego esperen que sigas luchando incluso cuando tu vida ha terminado.”
En la periferia de su visión podía ver los cuadrados panteones blancos alzándose a ambos lados de ella en ordenadas filas de tumbas, cada puerta cerrada por fuera. Comprendió entonces por qué a aquello se le llamaba la Ciudad Silenciosa: sus únicos habitantes eran los Hermanos mudos y los muertos a los que tan celosamente custodiaban.
Habían llegado a otra escalera, que descendía al interior de más penumbra; Jace alargó la antorcha frente a él, surcando las paredes de sombras.
–Vamos al segundo nivel, donde están los archivos y las salas del consejo -indicó, como para tranquilizarla.
–¿Dónde están los alojamientos? – preguntó ella, en parte para mostrarse educada y en parte por auténtica curiosidad-. ¿Dónde duermen los Hermanos?
“¿Dormir?”
La palabra flotó en la oscuridad que había entre ellos. Jace rió, y la llama de la antorcha que sostenía titiló.
–Tenías que preguntarlo.
Al final de la escalera había otro túnel, que se ensanchaba al final en un pabellón cuadrado, con cada esquina marcada por un chapitel de hueso tallado. Ardían antorchas en grandes soportes de ónice a los lados del cuadrado, y el aire olía a cenizas y a humo. En el centro del pabellón había una gran mesa de basalto negro con vetas blancas. Detrás de la mesa, en la pared oscura, colgaba una enorme espada de plata, con la punta hacia abajo y la empuñadura tallada en forma de alas extendidas. Sentada a la mesa había una hilera de Hermanos Silenciosos, cada uno cubierto y encapuchado con una túnica del mismo color pergamino que Jeremiah.
Jeremiah no perdió el tiempo.
“Hemos llegado. Clarissa, preséntate ante el Consejo.”
Clary echó una mirada rápida a Jace, pero éste pestañeaba, claramente confuso. El hermano Jeremiah debía de haber hablado sólo dentro de su cabeza. Contempló la mesa, la larga fila de figuras silenciosas enfundadas en sus gruesas túnicas. Cuadrados alternos componían el suelo del pabellón: de un color bronce dorado y de un rojo más oscuro. Justo frente a la mesa había un cuadrado más grande, de mármol negro y adornado con un dibujo parabólico de estrellas plateadas.
Clary fue a colocarse en el centro del cuadrado negro como si se pusiera ante un pelotón de fusilamiento. Alzó la cabeza.
–De acuerdo -dijo-. ¿Ahora qué?
Los Hermanos emitieron un sonido, un sonido que a Clary le erizó los pelos del cogote y los brazos. Fue un sonido parecido a un suspiro o un quejido. Al unísono, alzaron las manos y se echaron las capuchas hacia atrás, dejando al descubierto los rostros marcados con cicatrices y cuencas vacías.
Aunque había visto ya el rostro descubierto del hermano Jeremiah, a Clary se le hizo un nudo en el estómago. Era como mirar una hilera de esqueletos, como uno de aquellos grabados medievales en los que los muertos andaban, hablaban y danzaban sobre los cuerpos amontonados de los vivos. Sus bocas cosidas parecían sonreírle burlonas.
“El Consejo te da la bienvenida, Clarissa Fray”, oyó, y no fue sólo una voz silenciosa en su cabeza sino una docena, algunas bajas y ásperas, algunas suaves y monótonas, pero todas eran exigentes, insistentes, ejerciendo presión sobre las frágiles barreras que rodeaban su mente.
–Parad -dijo, y ante su asombro su voz surgió firme y fuerte.
El barullo dentro de su cabeza cesó con la misma rapidez que un disco que ha dejado de girar.
–Podéis entrar en mi cabeza -dijo-, pero sólo cuando esté lista.
“Si no quieres nuestra ayuda, no hay necesidad de esto. Eres tú quien pidió nuestra colaboración, al fin y al cabo.”
–Vosotros queréis saber lo que hay en mi mente, igual que yo -repuso ella-. Eso no significa que no debáis hacerlo con cuidado.
El Hermano que se sentaba en el centro juntó los delgados dedos blancos bajo la barbilla.
“Es un rompecabezas interesante, hay que reconocerlo -dijo. Y la voz en el interior de la cabeza de Clary era seca y neutral-. Pero no hay necesidad de emplear la fuerza, si no te resistes.”
Ella apretó los dientes. Quería resistirse a ellos, quería arrancar aquellas voces molestas de su cabeza. Hacerse a un lado y no permitir tal violación de su ser más íntimo y personal…
Pero lo más seguro era que eso ya hubiese ocurrido, se recordó. Eso no era más que la restitución de un crimen del pasado, el robo de su memoria. Si funcionaba, lo que le habían quitado le sería devuelto. Cerró los ojos.
–Adelante -dijo.
El primer contacto llegó como un susurro dentro de su cabeza, delicado como la caricia de una hoja al caer.
“Declara tu nombre para el Consejo.”
“Clarissa Fray.”
A la primera voz se unieron otras.
“¿Quién eres?”
“Soy Clary. Mi madre es Jocelyn Fray. Vivo en el 807 de Berkeley Place en Brooklyn. Tengo quince años. El nombre de mi padre era…”
Su mente pareció retroceder bruscamente sobre sí misma, igual que una goma elástica, y la muchacha empezó a tambalearse en silencio en el centro de un torbellino de imágenes proyectadas sobre el interior de sus párpados cerrados. Su madre la hacía avanzar rápidamente por una calle negra como la noche entre montones de nieve apilada y sucia. Luego apareció un cielo encapotado, gris y plomizo, e hileras de árboles negros sin hojas. Un cuadrado vacío abierto en la tierra, un ataúd sin adornos introducido en él. Ceniza a las cenizas. Jocelyn envuelta en su colcha de retazos, con lágrimas corriéndole por las mejillas, cerrando apresuradamente una caja y empujándola bajo un almohadón al entrar Clary en la habitación. Volvió a ver las iniciales en la caja: J. C.
Las imágenes acudían más veloces ahora, como las páginas de unos de esos libros en las que los dibujos parecen moverse cuando se pasan de prisa. Clary estaba de pie en lo alto de un tramo de escalera, contemplando un pasillo estrecho, y ahí volvía a estar Luke, con su bolsa de lona verde a los pies. Jocelyn estaba frente a él, meneando la cabeza y diciendo: “¿Por qué ahora, Lucian? Te creía muerto…”. Clary parpadeó; Luke parecía diferente, casi un desconocido, con barba, los cabellos largos y enmarañados…, y unas ramas descendieron para impedirle ver; volvía a estar en el parque, y hadas verdes, diminutas como mondadientes, zumbaban entre las flores rojas. Alargó la mano para coger una con deleite, y su madre la alzó en brazos con un grito de terror. Luego volvía a ser invierno en la calle oscura, y avanzaban presurosas, acurrucadas bajo un paraguas, Jocelyn medio empujando y medio arrastrando a Clary entre los imponentes terraplenes de nieve. Una entrada de granito se irguió surgiendo del manto blanco que caía; había palabras esculpidas sobre la puerta: “EL MAGNÍFICO”. Entonces se encontró en el interior de una entrada que olía a hierro y a nieve derritiéndose. Tenía los dedos ateridos de frío. Una mano bajo su barbilla la guió para que alzara los ojos, y vio una hilera de palabras garabateadas en la pared. Dos palabras atrajeron su atención, grabándose a fuego en sus ojos: “MAGNUS BANE”.
Un dolor repentino le asaeteó el brazo derecho. Chilló mientras las imágenes se desvanecían y giró en redondo hacia arriba, aflorando a la superficie de la conciencia como un submarinista abriéndose paso a través de una ola. Algo frío le presionaba la mejilla. Abrió los ojos con un esfuerzo y vio estrellas plateadas. Pestañeó dos veces antes de comprender que yacía en el suelo de mármol, con las rodillas dobladas a la altura del pecho. Cuando se movió, un dolor ardiente le recorrió el brazo.
Se incorporó con cautela. La piel que cubría el codo izquierdo estaba desgarrada y sangraba. Sin duda había aterrizado sobre él al caer. Había sangre en su camisa. Miró a su alrededor, desorientada, y vio a Jace mirándola, sin moverse, pero con una expresión tensa en la boca.
“Magnus Bane.” Las palabras significaban algo, pero ¿qué? Antes de que pudiera hacer la pregunta en voz alta, el hermano Jeremiah la interrumpió.
“El bloqueo en el interior de tu cabeza es más fuerte de lo que habíamos previsto -dijo-. Sólo puede anularlo sin peligro aquel que lo puso ahí. Si te lo quitáramos nosotros, te mataríamos.”
Clary se puso en pie apresuradamente, acunando el brazo lastimado.
–Pero yo no sé quién lo puso ahí. Si lo supiera, no habría venido aquí.
“La respuesta a eso está tejida en el entramado de tus pensamientos -dijo el hermano Jeremiah-. Lo viste escrito en tu sueño.”
–¿Magnus Bane? Pero…¡eso ni siquiera es un nombre!
“Es suficiente.”
El hermano Jeremiah se puso en pie. Como si aquello fuese una señal, el resto de los Hermanos se alzó con él. Inclinaron la cabeza en dirección a Jace, en un gesto de silencioso saludo, antes de desfilar por entre las columnas y desaparecer. Sólo el hermano Jeremiah permaneció, contemplando impasible cómo Jace se aproximaba presuroso a Clary.
–¿Está bien tu brazo? Déjame ver -pidió, agarrando la muñeca de la joven.
–¡Uy! Está perfectamente. No hagas eso, lo empeoras -dijo ella, intentando desasirse.
–Has sangrado sobre las Estrellas Parlantes -repuso él.
Clary miró y vio que tenía razón. Había una mancha de sangre sobre el mármol blanco y plata.
–Apuesto a que existe una ley en alguna parte sobre eso -siguió él.
El muchacho le movió el brazo, con más delicadeza de la que ella le habría creído capaz. Sujetó el labio inferior entre los dientes y silbó, ella echó una ojeada y vio que una capa de sangre le cubría el antebrazo desde el codo a la muñeca. Sentía punzadas en el brazo, que estaba agarrotado y dolorido.
–¿Es ahora cuando empiezas a romper tiras de tela de tu camiseta para vendarme la herida? – bromeó; odiaba la visión de la sangre, en especial la suya.
–Si lo que quieres es que me arranque la ropa, deberías habérmelo pedido. – Introdujo la mano en el bolsillo y sacó su estela-. Habría sido mucho menos doloroso.
Recordando el escozor que había sentido cuando la estela le había tocado la muñeca, Clary se preparó, pero todo lo que sintió mientras el refulgente instrumento se deslizaba ligeramente sobre la herida fue un leve calorcillo.
–Ya está -anunció él, irguiéndose.
Clary flexionó el brazo maravillada; aunque la sangre seguía allí, la herida había desaparecido, igual que el dolor y el agarrotamiento.
–Y la próxima vez que planees hacerte daño para atraer mi atención, sólo recuerda que una charla dulce hace maravillas.
Clary notó que la boca se le crispaba en una sonrisa.
–Lo tendré en cuenta -respondió, y mientras él se alejaba, añadió-. Y gracias.
Él se metió la estela en el bolsillo posterior sin volverse para mirarla, pero a ella le pareció ver cierta satisfacción en la posición de sus hombros.
–Hermano Jeremiah -dijo él, frotándose las manos-, ha estado muy callado todo este tiempo. ¿Sin duda tendrá algunas ideas que le gustaría compartir?
“Se me ha encomendado conduciros fuera de la Ciudad Silenciosa, y eso es todo”, contestó el archivero.
Clary se preguntó si se lo imaginaba ella, o si no había un ligero tono agraviado en su “voz”.
–Podríamos ir hasta la salida nosotros mismos -sugirió Jace esperanzado-. Estoy seguro de recordar el camino…
“Las maravillas de la Ciudad Silenciosa no son para los ojos de los no iniciados -respondió Jeremiah, y les dio la espalda con un mudo revuelo de la túnica-. Por aquí.”
Cuando salieron al aire libre, Clary aspiró profundamente varias veces el aire espeso de la mañana, saboreando el hedor a niebla tóxica, suciedad y humanidad. Jace miró a su alrededor pensativo.
–Va a llover -dijo.
Tenía razón, se dijo Clary, alzando los ojos hacia el cielo gris oscuro.
–¿Cogeremos un carruaje de vuelta al Instituto?
Jace miró al hermano Jeremiah, inmóvil como una estatua, y luego al carruaje, que se alzaba como una sombra negra en la arcada que conducía a la calle. Luego sonrió de oreja a oreja.
–Ni hablar -declaró-. Odio esas cosas. Vayamos a tomar un taxi.
–¡Gire a la izquierda! ¡A la izquierda! ¡Dije que tomara por Broadway, tarado imbécil!
El conductor del taxi respondió girando el volante tan violentamente a la izquierda que Clary se vio arrojada contra Jace. Soltó un aullido de enojo.
–¿Por qué tomamos Broadway, de todos modos?
–Me muero de hambre -dijo Jace-. Y no hay nada en casa excepto restos de comida china. – Sacó el móvil de su bolsillo y empezó a marcar-. ¡Alec! ¡Despierta! – gritó, y Clary oyó claramente un murmullo irritado al otro lado-. Reúnete con nosotros en Taki’s. Desayuno. Sí, ya me oíste. Desayuno. ¿Qué? Sólo está a unas pocas manzanas de distancia. Muévete.
Cortó la comunicación y metió el teléfono en uno de sus innumerables bolsillos mientras se detenían junto a un bordillo. Mientras entregaba al conductor un fajo de billetes, Jace empujó con el codo a Clary para que saliera del coche. Cuando aterrizó en la acera junto a ella, se desperezó como un gato y extendió los brazos a ambos lados.
–Bienvenida al mejor restaurante de Nueva York.
No parecía gran cosa: un edificio bajo de ladrillo que se combaba en la parte central como un suflé hundido. Un destartalado letrero de neón, que proclamaba el nombre del restaurante, colgaba lateralmente y chisporroteaba. Dos hombres con abrigos largos y sombreros de fieltro echados sobre el rostro estaban repantingados frente a la estrecha entrada. No había ventanas.
–Parece una prisión -dijo Clary.
–Pero -indicó él, apuntándole con un dedo-, ¿en prisión podrías pedir unos espaguetis fra diavolo que hacen que te quieras chupar los dedos? No lo creo.
–No quiero espaguetis. Quiero saber qué es un Magnus Bane.
–No es un qué. Es un quién -respondió Jace-. Es un nombre.
–¿Sabes quién es?
–Es un brujo -contestó él en su voz más razonable-. Sólo un brujo podría haber colocado un bloqueo en tu mente como ése. O quizá uno de los Hermanos Silenciosos, pero está claro que no fueron ellos.
–¿Es un brujo del que has oído hablar? – inquirió Clary, que empezaba a cansarse rápidamente de la voz razonable de Jace.
–El nombre sí me suena familiar…
–¡Eh!
Era Alec, con aspecto de haber saltado de la cama y haberse colocado los vaqueros sobre el pijama. Los cabellos, sin peinar, le formaban un halo desordenado alrededor de la cabeza. Corría a pasos largos hacia ellos, con los ojos puestos en Jace, haciendo caso omiso de Clary, como de costumbre.
–Izzy viene de camino -anunció-. Trae al mundano.
–¿Simon? ¿De dónde ha salido? – preguntó Jace.
–Se presentó a primera hora de esta mañana. No podía permanecer alejado de Izzy, supongo. Patético. – Alec sonó divertido, y Clary deseó darle una patada-. De todos modos, ¿entramos o qué? Estoy hambriento.
–Yo también -repuso Jace-. Realmente podría pedirme unas colas de ratón fritas.
–Unas ¿qué? – preguntó Clary, segura de que había oído mal.
Jace le sonrió burlón.
–Tranquilízate -dijo-. Es sólo un restaurante barato.
Les detuvo en la puerta de acceso uno de los hombres repantingados. Cuando se irguió, Clary tuvo una fugaz visión de su rostro bajo el sombrero. Tenía la piel de color rojo oscuro, y las manos cuadradas, acabadas en uñas de color azul negro. Clary sintió que se tensaba, pero Jace y Alec no parecieron preocupados. Dijeron algo al hombre, que asintió y se hizo a un lado, dejándolos pasar.
–Jace -siseó Clary cuando la puerta se cerraba detrás de ellos-, ¿quién era ése?
–¿Te refieres a Clancy? – preguntó él, pasando la mirada por el restaurante, brillantemente iluminado.
El interior resultaba agradable, a pesar de la ausencia de ventanas. Acogedores reservados de madera se acurrucaban unos junto a otros, cada uno cubierto con cojines de colores brillantes. Loza encantadoramente desparejada se alineaba en el mostrador, tras el que había una joven rubia con un delantal de camarera, rosa y blanco, contando ágilmente el cambio que entregaba a un hombre fornido en una camisa de franela. Vio a Jace, le saludó con la mano e indicó que se sentaran donde quisieran.
–Clancy mantiene fuera a los indeseables -indicó Jace, conduciendo a Clary a unos de los reservados.
–Es un demonio -siseó ella.
Varios clientes volvieron la cabeza para mirarla; un chico con puntiagudas rastas azules estaba sentado junto a una hermosa muchacha india de largos cabellos negros y doradas alas, finas como gasa, brotándole de la espalda. El muchacho la miró con cara de pocos amigos. Clary se alegró de que el restaurante estuviese casi vacío.
–No, no lo es -dijo Jace, deslizándose al interior de un reservado.
Clary fue a sentarse a su lado, pero Alec ya estaba allí, así que se instaló con cuidado en el asiento situado frente a ellos, con el brazo entumecido aún a pesar de los cuidados de Jace. Se sentía hueca por dentro, como si los Hermanos Silenciosos hubieran introducido la mano en su interior y le hubieran extraído las entrañas, dejándola ligera y mareada.
–Es un efrit -explicó Jace-. Son brujos sin magia. Medio demonios que no pueden usar hechizos por el motivo que sea.
–Pobre bastardos -comentó Alec, tomando su menú.
Clary cogió también el suyo, y se lo quedó mirando atónita. Saltamontes con miel figuraba como un plato especial, junto a platos de carne cruda, peces crudos enteros y algo llamado sándwich caliente de murciélago. Una página de la sección de bebidas estaba dedicada a las diferentes clases de sangre de barril de que disponían; con gran alivio por parte de Clary, eran diferentes clases de sangre animal, en lugar de tipo A, tipo O, o tipo B negativo.
–¿Quién se come un pescado entero crudo? – preguntó en voz alta.
–Los kelpies -dijo Alec-. Las selkies. Tal vez alguna ondina de tanto en tanto.
–No pidas nada de la comida de las hadas -indicó Jace, mirándola por encima del menú-. Tiende a enloquecer un poco a los humanos. Te comes una ciruela de hada y al poco rato estás corriendo desnuda por la avenida Madison con una cornamenta en la cabeza. No es que eso -se apresuró a añadir- me haya sucedido nunca a mí.
Alec lanzó una carcajada.
–Recuerdas…
Empezó a decir, y se embarcó en un relato que contenía tantos nombres misteriosos y nombres de pila que Clary ni se molestó en intentar seguirlo. En vez de eso, se dedicó a mirar a Alec, observándolo mientras charlaba con Jace. Existía una energía cinética, casi febril, en él que no había estado allí antes. Algo en Jace le avivaba, haciéndole destacar. Si tuviera que dibujarlos juntos, se dijo, haría que Jace apareciera un poco borroso, mientras Alec sobresalía, bien definido, con planos y ángulos nítidos.
Jace miraba hacia abajo mientras Alec hablaba, sonriendo un poco y dando golpecitos a su vaso de agua con una uña. Clary intuyó que pensaba en otras cosas, y sintió un repentino ramalazo de lástima por Alec. Jace no debía de ser una persona fácil de cuidar. “Me reía de vosotros porque las declaraciones de amor me divierten, en especial cuando no son correspondidas.”
Jace alzó los ojos cuando la camarera pasó.
–¿Nos vas a traer café algún día? – protestó en voz alta, interrumpiendo a Alec en mitad de la frase.
Alec se apagó; su energía se desvaneció.
–Yo…
Clary alzó la voz apresuradamente.
–¿Para quién es toda la carne cruda? – preguntó, indicando la tercera página del menú.
–Para los hombres lobo -respondió Jace-. Aunque no me importa tomar un bistec sanguinolento de vez en cuando. – Alargó el brazo por encima de la mesa y dio la vuelta al menú de Clary-. La comida para humanos está en la parte de atrás.
Ella leyó detenidamente los platos totalmente corrientes del menú con una sensación de estupefacción. Todo aquello era demasiado.
–¿Tienen batidos aquí?
–Hay un batido de albaricoque y ciruela con miel de milflores que es simplemente divino -comentó Isabelle, que había aparecido con Simon a su lado-. Córrete un poco -indicó a Clary, que se quedó tan pegada a la pared que sentía los ladrillos fríos presionándole el brazo.
Simon, deslizándose en el asiento junto a Isabelle, le ofreció una sonrisa medio avergonzada, que ella no le devolvió.
–Deberías tomar uno -finalizó Isabelle.
Clary no estaba segura de si Isabelle le hablaba a ella o a Simon, de modo que no dijo nada. Los cabellos de la muchacha le cosquillearon en el rostro, oliendo a algún tipo de perfume de vainilla. Clary contuvo el impulso de estornudar. Odiaba el perfume de vainilla. Jamás había comprendido por qué algunas chicas sentían la necesidad de oler como un postre.
–¿Y qué tal fue en la Ciudad de Hueso? – preguntó Isabelle, abriendo rápidamente su menú-. ¿Averiguasteis lo que hay en la cabeza de Clary?
–Conseguimos un nombre -contestó Jace-, Magnus…
–Calla -siseó Alec, dando un golpe seco a Jace con su menú cerrado.
Jace pareció ofendido.
–¡Vaya! – Se frotó el brazo-. ¿Qué es lo que pasa?
–Este lugar está repleto de subterráneos. Lo sabes. Creo que deberías intentar mantener en secreto los detalles de nuestra investigación.
–¿Investigación? – Isabelle rió-. ¿Ahora somos detectives? Tal vez deberíamos tener todos nombres en clave.
–Buena idea -replicó Jace-. Yo seré el barón Hotschaft Von Hugenstein.
Alec escupió el agua de nuevo al interior del vaso. En ese momento llegó la camarera para tomarles nota. Más de cerca, seguía siendo una guapa muchacha rubia, pero sus ojos eran desconcertantes…, totalmente azules, sin blanco ni pupila. Sonrió mostrando unos afilados dientecitos.
–¿Sabéis lo que vais a tomar?
Jace sonrió de oreja a oreja.
–Lo de costumbre -dijo, y recibió una sonrisa de la camarera en respuesta.
–Yo también -terció Alec, aunque él no recibió la sonrisa.
Isabelle pidió un batido de fruta, Simon pidió café y Clary, tras un momento de vacilación, eligió un café largo y tortas de coco. La camarera le guiño un ojo azul y se alejó con un contoneo.
–¿Es ella un efrit también? – preguntó Clary, observando cómo se alejaba.
–¿Kaelie? No. Es parte duende, creo -respondió Jace.
–Tiene ojos de ondina -indicó Isabelle, pensativa.
–¿Realmente sabéis lo que es? – preguntó Simon.
Jace negó con la cabeza.
–Respeto su intimidad. – Dio un codazo a Alec-. Eh, déjame salir un segundo.
Frunciendo el entrecejo, Alec se apartó. Clary observó a Jace mientras éste se acercaba a grandes zancadas a Kaelie, que estaba apoyada en la barra, hablando con el cocinero a través de la ventanilla que daba a la cocina. Todo lo que Clary podía ver del cocinero era una cabeza inclinada con un gorro blanco de chef. Altas orejas peludas sobresalían de los agujeros abiertos a ambos lados del gorro.
Kaelie volvió la cabeza para sonreír a Jace, que la rodeó con un brazo. La joven se acurrucó contra él. Clary se preguntó si aquello era lo que Jace quería decir con respetar su intimidad.
Isabelle alzó los ojos al techo.
–No debería provocar a las camareras de ese modo.
Alec la miró.
–¿No pensarás que lo hace en serio? Que le gusta, quiero decir.
Su hermana se encogió de hombros.
–Es una subterránea -replicó, como si eso lo explicara todo.
–No lo capto -dijo Clary.
Isabelle la miró sin el menor interés.
–Captas ¿qué?
–Todo esto de los subterráneos. No los cazáis, porque no son exactamente demonios, pero no son exactamente personas, tampoco. Los vampiros matan, beben sangre…
–Sólo los vampiros delincuentes beben sangre humana de gente viva -interpuso Alec-. Y a ésos, se nos permite matarlos.
–Y los hombres lobo son ¿qué? ¿Simples cachorros demasiado creciditos?
–Matan demonios -explicó Isabelle-. De modo que si no nos molestan a nosotros, nosotros no los molestamos a ellos.
“Como dejar vivir a las arañas porque comen mosquitos”, pensó Clary.
–Así que ellos son lo bastante buenos para dejarlos vivir, lo bastante buenos para que os preparen la comida, lo bastante buenos para flirtear con ellos… ¿pero no realmente lo bastante buenos? Quiero decir, no tan buenos como las personas.
Isabelle y Alec la miraron como si estuviera hablando en urdu.
–Diferentes de las personas -dijo por fin Alec.
–¿Mejores que los mundanos? – inquirió Simon.
–No -declaró Isabelle con decisión-. Se puede convertir a un mundano en un cazador de sombras. Quiero decir que nosotros provenimos de mundanos. Pero jamás se puede convertir a un subterráneo en un miembro de la Clave. No soportan las runas.
–Entonces, ¿son débiles? – preguntó Clary.
–Yo no diría eso -respondió Jace, deslizándose de nuevo en su asiento junto a Alec; tenía los cabellos despeinados y había una marca de pintalabios en su mejilla-. Al menos no con un peri, un genio, un efrit y Dios sabe qué más escuchando.
Sonrió ampliamente cuando Kaelie apareció y sirvió la comida. Clary contempló sus tortas con atención. Tenían un aspecto fantástico: de un tostado dorado, y estaban empapadas de miel. Les dio un mordisco mientras Kaelie se alejaba tambaleándose sobre sus altos tacones.
Eran deliciosas.
–Ya te dije que era el mejor restaurante de Manhattan -dijo Jace, comiendo patatas fritas con los dedos.
Ella dirigió una ojeada a Simon, que removía su café, con la cabeza gacha.
–Mmmm -indicó Alec, que tenía la boca llena.
–Bien -dijo Jace, y miró a Clary-. No es algo unilateral -explicó-. Quizá no siempre nos gusten los subterráneos, pero a ellos tampoco les gustamos siempre. Unos cuantos cientos de años de los Acuerdos no pueden borrar mil años de hostilidad.
–Estoy segura de que ella no sabe lo que son los Acuerdos, Jace -intervino Isabelle metiéndose la cuchara en la boca.
–Lo cierto es que lo sé -respondió Clary.
–Yo no -dijo Simon.
–Sí, pero a nadie le importa lo que sepas. – Jace examinó una patata frita antes de morderla-. Disfruto con la compañía de algunos subterráneos en ciertos momentos y lugares. Pero lo cierto es que no se nos invita a las mismas fiestas.
–Espera. – Isabelle se sentó de improviso muy tiesa-. ¿Cómo has dicho que era ese nombre? – inquirió, volviéndose hacia Jace-. El nombre en la cabeza de Clary.
–No lo dije -respondió él-. Al menos, no acabé de decirlo. Es Magnus Bane. – Dedicó una sonrisa burlona a Alec-. Rima con “coñazo excesivamente prudente”.
Alec farfulló una réplica mientras tomaba su café. Rimaba con algo que se parecía mucho más a “esquivo topo de cristal”. Clary sonrió interiormente.
–No puede ser…, pero estoy casi totalmente segura…
Isabelle rebuscó en su monedero y sacó un trozo de papel azul doblado, que agitó entre los dedos.
–Mirad esto.
Alec alargó la mano para tomar el papel, le echó un vistazo con un encogimiento de hombros, y se lo pasó a Jace.
–Es una invitación a una fiesta. En algún lugar de Brooklyn -dijo-. Odio Brooklyn.
–No seas tan esnob -le reprendió Jace.
Entonces, tal y como había hecho Isabelle, se sentó muy erguido y lo miró fijamente.
–¿Dónde conseguiste esto, Izzy?
Ella agitó la mano con displicencia.
–De aquel kelpie en Pandemónium. Dijo que sería imponente. Tenía un montón de ellas.
–¿Qué es? – exigió Clary con impaciencia-. ¿Nos lo vais a mostrar al resto, o no?
Jace le dio la vuelta para que todos pudieran leerlo. Estaba impreso en papel fino, casi pergamino, con una letra delgada, elegante y de trazo alargado. Anunciaba una reunión en el humilde hogar de Magnus el Magnífico Brujo, y prometía a los asistentes “una extática velada de placeres más allá de lo que uno era capaz de imaginar”.
–Magnus -dijo Simon-. ¿Magnus como Magnus Bane?
–Dudo que existan muchos brujos que se llamen Magnus en la zona metropolitana de Nueva York -indicó Jace.
Alec miró el papel con un pestañeo.
–¿Significa eso que tenemos que ir a la fiesta? – inquirió sin dirigirse a nadie en concreto.
–No tenemos que hacer nada -contestó Jace, que estaba leyendo la letra menuda de la invitación-. Pero según esto, Magnus Bane es el Gran Brujo de Brooklyn. – Miró a Clary-. Yo, por mi parte, siento una cierta curiosidad sobre qué hace el nombre del Gran Brujo de Brooklyn dentro de tu cabeza.
La fiesta no empezaba hasta medianoche, así que con todo un día por delante, Jace y Alec desaparecieron en la habitación de las armas, e Isabelle y Simon anunciaron su intención de ir a dar un paseo por Central Park para que ella pudiera mostrarle los círculos de hadas. Simon preguntó a Clary si deseaba acompañarles, y ella, sofocando una cólera asesina, se negó alegando agotamiento.
No era exactamente una mentira; realmente estaba agotada, sentía el cuerpo todavía debilitado por los efectos secundarios aún del veneno de aquella criatura que la atacó y el madrugón que se había pegado para hablar con los Hermanos Silenciosos. Se tumbó en su cama del Instituto, dejando caer los zapatos y deseando dormirse, pero el sueño no acudía. La cafeína le burbujeaba en las venas igual que gaseosa, y su mente estaba llena de imágenes que pasaban como una exhalación. No dejaba de ver el rostro de su madre mirándola desde arriba, con expresión de pánico. No dejaba de ver las Estrellas Parlantes, de oír las voces de los Hermanos Silenciosos en su cabeza. ¿Por qué tenía que haber un bloqueo en su mente? ¿Por qué lo habría puesto allí un brujo poderoso, y con que propósito? Se preguntó qué recuerdos podría haber perdido, qué experiencias había tenido que ahora no podía recordar. ¿O quizá todo lo que pensaba que sí recordaba era una mentira…?
Se sentó en la cama, incapaz de soportar la dirección que tomaban sus pensamientos. Descalza, salió al pasillo sin hacer ruido y fue hacia la biblioteca. A lo mejor Hodge podría ayudarla.
Pero la biblioteca estaba vacía. La luz de la tarde entraba oblicuamente a través de las cortinas descorridas, proyectando barras doradas sobre el suelo. Sobre el escritorio descansaba el libro que Hodge había leído en voz alta, con la desgastada tapa de cuero reluciendo. A su lado, Hugo dormía sobre su percha, con el pico metido bajo el ala.
“Mi madre conocía ese libro -pensó Clary-. Lo tocó, leyó de él.”
El ansia de sostener algo que era una parte de la vida de su madre fue un retortijón en la boca del estómago. Cruzó rápidamente la habitación y posó las manos sobre el libro. Tenía un tacto cálido, por el cuero expuesto a la luz solar. Alzó la tapa.
Algo doblado resbaló de entre las páginas y revoloteó hasta el suelo a su Spies. Se inclinó para recogerlo, alisándolo al tiempo que lo abría sin pensar.
Era una fotografía de un grupo de personas jóvenes, ninguna mucho mayor que la misma Clary. Supo que se había tomado al menos hacía veinte años, no debido a la ropa que vestían, que, como casi todo el vestuario de un cazador de sombras, eran anodinas y negras, sino porque reconoció a su madre al instante: Jocelyn, con no más de diecisiete o dieciocho años. Los cabellos le caían hasta la mitad de la espalda y tenía el rostro un poco más redondeado, la barbilla y la boca menos definidas.
“Se parece a mí”, pensó ella, aturdida.
Jocelyn rodeaba con el brazo a un muchacho que Clary no reconoció. Se sobresaltó. Jamás había pensado en que su madre tuviera nada que ver con nadie que no fuera su padre, ya que jamás había tenido citas ni parecía interesada en los hombres. No era como la mayoría de madres solteras, que circulaban por las reuniones de la asociación femenina de padres y maestros en busca de posibles divorciados, o la madre de Simon, que siempre revisaba su perfil en la Web de contactos Meetic. El chico era apuesto, con cabellos tan claros que parecían casi blancos, y ojos negros.
–Ése es Valentine -dijo una voz muy cerca de ella-. Cuando tenía diecisiete años.
Clary dio un salto atrás y casi dejó caer la foto. Hugo lanzó un graznido sobresaltado y descontento antes de volver a acomodarse en la percha, con las plumas erizadas.
Era Hodge, que la miraba con ojos curiosos.
–Lo siento mucho -se disculpó Clary, depositando la fotografía sobre el escritorio, y retrocediendo apresuradamente-, no era mi intención husmear en sus cosas.
–No pasa nada.
El hombre tocó la fotografía con una mano curtida y llena de cicatrices; un extraño contraste con el aspecto inmaculado de los puños de su traje de tweed.
–Es una parte de tu pasado, al fin y al cabo.
Clary volvió a aproximarse lentamente al escritorio como si la foto ejerciera una atracción magnética. El muchacho de cabellos blancos sonreía a Jocelyn, y sus ojos formaban esas arruguitas que se forman en los ojos de los chicos cuando realmente les gustas. Nadie, se dijo Clary, la había mirado nunca de aquel modo. Valentine, con su rostro frío de facciones delicadas, no se parecía absolutamente en nada a su padre, con su sonrisa franca y los brillantes cabellos que había heredado.
–Valentine tiene un aspecto… como de buena persona.
–Buena persona no lo era -repuso Hodge con una sonrisa crispada-, pero era encantador, listo y muy persuasivo. ¿Reconoces a alguien más?
Ella volvió a mirar. De pie detrás de Valentine, un poco a la izquierda, había un muchacho delgado con una mata de pelo castaño claro. Mostraba las espaldas anchas y muñecas desgarbadas de quien no ha alcanzado aún su altura definitiva.
–¿Es usted?
–Hodge asintió.
–¿Y…?
Ella tuvo que mirar dos veces antes de identificar a alguien más: estaba tan joven que resultaba casi irreconocible. Al final, las gafas le delataron, además de los ojos que había detrás de ellas, azul claro como el agua del mar.
–Luke -dijo.
–Lucian. Y aquí.
Inclinándose sobre la foto, Hodge señaló una pareja de elegantes adolescentes, los dos de cabellos oscuros, la muchacha media cabeza más alta que el chico. Las facciones de ella eran afiladas y rapaces, casi crueles.
–Los Lightwood -indicó él-. Y aquí -señaló a un muchacho muy apuesto de rizados cabellos oscuros, con el rostro de mandíbula cuadrada ruborizado- está Michael Wayland.
–No se parece nada a Jace.
–Jace se parece a su madre.
–¿Es esto, como si dijéramos, una foto escolar? – preguntó Clary.
–No exactamente. Esto es una fotografía del Círculo, tomada el año en que se formó. Es por eso que Valentine, el líder, aparece delante, y Luke está a su derecha; él era el segundo de Valentine.
Clary desvió la mirada.
–Todavía no comprendo por qué mi madre se uniría a algo como eso.
–Debes comprender que…
–No hace más que decirme eso -replicó ella enfadada-. No veo por qué debo comprender nada. Cuénteme la verdad, y yo o bien lo comprenderé o no lo haré.
Las comisuras de la boca de Hodge se crisparon.
–Lo que tú digas.
Hizo una pausa para alargar una mano y acariciar a Hugo, que paseaba ufano por el borde del escritorio, dándose importancia.
–Los Acuerdos nunca han tenido el apoyo de toda la Clave. Sobre todo las familias más venerables se aferran a los viejos tiempos, en los que a los subterráneos había que matarlos. No sólo por odio sino porque los hacía sentirse más a salvo. Es más fácil enfrentarse a una amenaza vista como una masa, un grupo, no como individuos que hay que evaluar uno a uno…, y la mayoría de nosotros conocía a alguien que había sido herido o asesinado por un subterráneo. No existe nada -añadió- que se parezca al absolutismo moral de los jóvenes. Es fácil, siendo un niño, creer en el bien y el mal, en la luz y la oscuridad. Valentine jamás perdió eso; ni tampoco su idealismo destructivo ni su apasionada aversión a cualquier cosa que considerara “no humana”.
–Pero amaba a mi madre -dijo Clary.
–Sí -respondió Hodge-, amaba a tu madre. Y amaba Idris…
–¿Qué había de tan fantástico en Idris? – preguntó ella, notando la aspereza de su propia voz.
–Era -empezó él, y se corrigió-, es, el hogar…, para los nefilim, donde pueden ser ellos mismos, un lugar donde no hay necesidad de ocultarse ni de disfrazar las cosas con un encantamiento o glamour. Un lugar bendecido por el Ángel. No has visto nunca una ciudad hasta que hayas visto Alacante, la de las torres de cristal. Es más hermosa de lo que puedes imaginar. – Había un dolor descarnado en su voz.
De repente, Clary pensó en su sueño.
–¿Hubo alguna vez… bailes en la Ciudad de Cristal?
Hodge la miró pestañeando como si despertara de un sueño.
–Todas las semanas. Yo nunca asistí, pero tu madre sí lo hizo. Y Valentine. – Rió entre dientes en voz baja-. Yo era más bien un estudioso. Pasaba los días en la biblioteca de Alacante. Los libros que ves aquí son sólo una mínima parte de los tesoros que ésta contiene. Pensaba que quizá pudiera unirme a la Hermandad algún día, pero tras lo que hice, por supuesto, no me quisieron.
–Lo siento -atinó sólo a decir Clary.
Su mente seguía ocupada con el recuerdo de su sueño.
“¿Había una fuente con una sirena donde bailaban? ¿Iba Valentine vestido de blanco, de modo que mi madre pudiera ver las Marcas en su piel incluso a través de la camisa?”
–¿Puedo quedarme esto? – preguntó, indicando la fotografía.
Una momentánea vacilación apareció en el rostro de Hodge.
–Preferiría que no se la mostrases a Jace -dijo-. Ya tiene bastante con lo que lidiar, sin que aparezcan fotos de su difunto padre.
–Desde luego. – Clary la apretó contra su pecho-. Gracias.
–De nada. – Él la miró con curiosidad-. ¿Viniste a la biblioteca a verme, o por algún motivo?
–Me preguntaba si habría recibido noticias de la Clave. Sobre la Copa. Y… mi madre.
Hodge apartó la mirada de ella.
–Sí.
–¿Por qué no están aquí? – pregunto ella.
–Existe cierta inquietud de que Valentine pueda estar vigilando el Instituto. Cuando menos sepa, mejor. – Hodge vio la expresión desdichada de Clary, y suspiró-. Lo siento, pero no puedo contarte más, Clarissa. La Clave no confía demasiado en mí, ni siquiera ahora. Me contaron muy poco. Ojalá pudiera ayudarte.
Había algo en la tristeza de su voz que hizo que Clary se sintiera reacia a presionarle en busca de más información.
–Puede hacerlo -dijo-. No consigo dormir. Pienso demasiado. Podría…
–Ah, la mente intranquila. – La voz de Hodge estaba llena de conmiseración-. Puedo darte algo para eso. Aguarda aquí.
La poción que Hodge le dio olía agradablemente a enebro y otras hierbas. Clary no paraba de abrir el vial y olerlo en su camino de regreso por el pasillo. Por desgracia seguía abierto cuando entró en su dormitorio y encontró a Jace tumbado sobre la cama, mirando su cuaderno de bocetos. Con un gritito de estupefacción, dejó caer el vial; éste rebotó por el suelo, derramando un líquido verde pálido sobre la madera.
–¡Vaya! – exclamó Jace, incorporándose y dejando el cuaderno-, espero que eso no fuera nada importante.
–Era una poción para dormir -respondió ella enfurecida, dando un golpecito al frasco con la punta de una zapatilla de deporte-. Ahora ya no.
–Si al menos Simon estuviera aquí… Probablemente te dormiría con su aburrida charla.
Clary no estaba de humor para defender a Simon. En vez de eso se sentó en la cama y cogió su cuaderno de bocetos.
–No acostumbro a dejar que la gente mire esto.
–¿Por qué no? – Jace estaba despeinado, como si hubiese estado durmiendo-. Eres una artista muy buena. A veces incluso excelente.
–Bueno, porque… es como un diario. Excepto que no pienso en palabras, pienso en imágenes, de modo que son todo dibujos. Pero sigue siendo algo privado. – Se preguntó si sonaba tan chiflada como sospechaba.
Jace pareció sentirse herido.
–¿Un diario sin dibujos míos en él? ¿Dónde están las tórridas fantasías? ¿Las cubiertas de novelas románticas? El…
–¿Realmente todas las chicas que conoces se enamoran de ti? – preguntó ella en voz baja.
La pregunta pareció bajarle los humos, como un alfiler pinchando un globo.
–No es amor -contestó él, tras una pausa-. Al menos…
–Podrías intentar no ser tan encantador todo el tiempo -indicó Clary-. Sería un alivio para todos.
Jace bajó los ojos hacia las manos. Se parecían ya a las manos de Hodge, cubiertas de diminutas cicatrices blancas, aunque la piel era joven y sin arrugas.
–Si estás realmente cansada, podría hacerte dormir -propuso él-. Contarte un cuento para dormir.
–¿Hablas en serio? – inquirió ella, mirándole.
–Siempre hablo en serio.
Clary se preguntó si estar cansados no les había enloquecido un poco a ambos. Pero Jace no parecía cansado. Parecía triste. Clary dejó el cuaderno de dibujo sobre la mesilla de noche, y se tumbó, enroscándose de lado sobre la almohada.
–De acuerdo.
–Cierra los ojos.
Ella los cerró. Podía ver la imagen residual de la luz de la lámpara reflejada en el interior de los párpados, igual que diminutas estrellas estallando.
–Había una vez un niño -comenzó Jace.
Clary le interrumpió inmediatamente.
–¿Un niño cazador de sombras?
–Por supuesto. – Por un momento, un sombrío tono divertido coloreó su voz; luego desapareció-. Cuando el niño tenía seis años, su padre le dio un halcón para que lo adiestrara. Los halcones son aves rapaces… que matan pájaros, le dijo su padre, son los cazadores de sombras del cielo.
–Al halcón no le gustaba el niño, y al niño tampoco le gustaba él. Su pico afilado lo ponía nervioso, y sus ojos brillantes siempre parecían estarle vigilando. El ave le atacaba con el pico y las garras cada vez que se acercaba a él. Durante semanas, no dejaron de sangrarle las muñecas y las manos. Él no lo sabía, pero su padre había seleccionado un halcón que había vivido salvaje durante más de un año, y por lo tanto era casi imposible de domesticar. Pero el niño lo intentó, porque su padre le había dicho que hiciera que el halcón le obedeciera, y él quería complacer a su padre.
–Permanecía junto al ave constantemente, hablándole para mantenerla despierta e incluso poniéndole música, porque se suponía que una cansada es más fácil de domar. Aprendió a manejar el equipo: las pihuelas, el capuchón, la caperuza, la lonja, la correa que sujetaba el halcón a su muñeca. Se suponía que debía mantener ciego al halcón, pero no tenía valor para hacerlo; en vez de eso intentó sentarse donde el pájaro pudiera verlo mientras le tocaba y le acariciaba las alas, deseando con todas sus fuerzas que aprendiera a confiar en él. Le daba de comer con la mano, y al principio el halcón se negó a comer. Más tarde comió con tanta ferocidad que el pico hirió al niño en la palma de la mano. Pero el niño estaba contento, porque era un progreso, y porque quería que el pájaro le conociese, incluso aunque el ave le dejara sin sangre para conseguirlo.
–Empezó a ver que el halcón era hermoso, que sus alas delgadas estaban pensadas para la velocidad en el vuelo, que era fuerte y rápido, feroz y delicado. Cuando descendía hacia el suelo, se movía como la luz. Cuando aprendió a describir un círculo y posársele en la muñeca, él casi gritó de júbilo. A veces el ave saltaba a su hombro y ponía el pico en sus cabellos. Sabía que su halcón le quería, y cuando estuvo seguro de que no sólo estaba domesticado sino perfectamente domesticado, fue a su padre y le mostró lo que había hecho, esperando que se sentiría orgulloso.
–Pero en vez de eso, su padre tomó al ave, ahora domesticada y confiada, en sus manos y le rompió el cuello. Te dije que hicieras que fuese obediente -le dijo su padre, y dejó caer el cuerpo sin vida del halcón al suelo-. Pero tú le has enseñado a quererte. Los halcones no existen para ser mascotas cariñosas: son feroces y salvajes, despiadados y crueles. Este pájaro no estaba domado; había perdido su identidad.
–Más tarde, cuando su padre le dejó, el niño lloró sobre su mascota, hasta que finalmente el padre envió a un criado para que se llevara el cuerpo del ave y lo enterrara. El niño no volvió a llorar, y nunca olvidó lo que había aprendido: que amar es destruir, y que ser amado es ser destruido.
Clary, que había permanecido tumbada sin moverse, sin apenas respirar, rodó sobre la espalda y abrió los ojos.
–Es una historia horrible -exclamó, indignada.
Jace tenía las piernas dobladas hacia arriba, con la barbilla sobre las rodillas.
–¿Lo es? – inquirió meditabundo.
–El padre del niño es un ser horrible. Es una historia sobre maltrato infantil. Debería de haber previsto que sería algo así lo que los cazadores de sombras consideran que es un cuento para dormir. Cualquier cosa que te proporcione pesadillas aterradoras…
–A veces las Marcas pueden proporcionarte pesadillas aterradoras -dijo Jace-. Si te las hacen cuando eres demasiado joven.
La miró pensativo. La luz de media tarde penetraba a través de las cortinas y convertía el rostro del joven en un estudio de contrastes.
“Claroscuro”, pensó ella. El arte de las sombras y la luz.
–Es una buena historia si lo piensas bien -repuso él-. El padre del niño sólo intenta hacerle más fuerte. Inflexible.
–Pero se debe aprender a ceder un poco -indicó Clary con un bostezo; a pesar del contenido del relato, la cadencia de la voz de Jace la había adormilado-. O se te rompe el corazón.
–No si eres lo bastante fuerte -replicó Jace con firmeza.
Alargó la mano, y ella sintió que le acariciaba la mejilla con el dorso; comprendió que se le cerraban los ojos. El agotamiento le convirtió en líquidos los huesos; sintió como si fuera a ser arrastrada lejos y desaparecer. Mientras se sumía en el sueño, oyó el eco de unas palabras en su mente. “Me daba cualquier cosa que deseara. Caballos, armas, libros, incluso un halcón de caza.”
–Jace -intentó decir.
Pero el sueño la tenía en sus garras; la arrastró hacia abajo, y ella se quedó en silencio.
La despertó una voz apremiante.
–¡Levántate!
Clary abrió los ojos despacio. Parecían pegajosos, enganchados. Algo le hacía cosquillas en el rostro. Era el cabello de alguien. Se incorporó rápidamente, y su cabeza chocó con algo duro.
–¡Ay! ¡Me has golpeado en la cabeza!
Era una voz de chica. Isabelle. Ésta encendió la luz situada junto a la cama y contempló a Clary con resentimiento mientras se frotaba el cuero cabelludo. Parecía refulgir a la luz de la lámpara; llevaba puestos una falda larga plateada y un top de lentejuelas, y las uñas estaban pintadas igual que monedas relucientes. Ristras de cuentas plateadas estaban sujetas a sus cabellos oscuros. Parecía una diosa de la luna. Clary la odió.
–Bueno, nadie te dijo que te inclinaras sobre mí de ese modo. Prácticamente me diste un susto de muerte. – Clary se frotó su propia cabeza; había un punto dolorido justo por encima de la ceja-. ¿Qué quieres, de todos modos?
Isabelle indicó el cielo oscuro del exterior.
–Es casi medianoche. Tenemos que ir a la fiesta, y tu ni siquiera estás vestida aún.
–Me iba a poner esto -respondió Clary, señalando su conjunto de vaqueros y camiseta-. ¿Algún problema?
–¿Algún problema? – Isabelle pareció estar a punto de desmayarse-. ¡Claro que es un problema! Ningún subterráneo llevaría esas ropas. Y es una fiesta. No pegarías ni con cola si te vistes tan… informalmente -terminó, dando la impresión de que la palabra que había querido usar era mucho peor que “informalmente”.
–No sabía que teníamos que ponernos elegantes -repuso Clary en tono agrio-. No tengo ropa de fiesta aquí.
–Pues tendrás que usar la mía.
–No. – Clary pensó en los vaqueros y la camiseta excesivamente grandes-. Quiero decir, no podría. De veras.
La sonrisa de Isabelle fue tan rutilante como sus uñas.
–Insisto.
–Realmente preferiría llevar mi propia ropa -protestó Clary, contorsionándose incómoda mientras Isabelle la situaba frente al espejo de cuerpo entero de su dormitorio.
–Bueno, no puedes -replicó Isabelle-. Parece que tengas ocho años, y lo que es peor, pareces una mundana.
Clary apretó la boca con rebeldía.
–Ninguna de tus prendas me va a ir bien.
–Ya lo veremos.
Clary observó a Isabelle por el espejo mientras ésta revolvía en su armario. Parecía como si una bola de discoteca hubiese estallado en el interior de aquella habitación. Las paredes eran negras y relucían con volutas de pintura dorada. Había ropa esparcida por todas partes: en la arrugada cama negra, colgada de los respaldos de las sillas de madera, derramándose fuera del armario empotrado y del alto ropero apoyado contra una pared. El tocador, con el espejo bordeado por una piel rosa adornada con lentejuelas, estaba cubierto de purpurina, lentejuelas y tarros de colorete y polvos.
–Bonita habitación -dijo Clary, pensando con nostalgia en las paredes naranja que tenía en su hogar.
–Gracias. La pinté yo misma.
Isabelle emergió del armario empotrado, sosteniendo algo negro y ceñido que arrojó a Clary.
Clary sostuvo la pieza en alto, dejando que se desdoblara.
–Parece terriblemente pequeño.
–Es elástico -dijo Isabelle-. Ahora póntelo.
Clary se retiró apresuradamente al pequeño cuarto de baño, que estaba pintado de un azul intenso. Se embutió el vestido pasándolo por la cabeza: era ajustado, con unos tirantes finísimos. Intentando no inhalar muy profundamente, regresó al dormitorio, donde Isabelle estaba sentada sobre la cama, colocándose unos anillos enjoyados en los dedos de sus pies calzados con sandalias.
–Tienes tanta suerte de tener el pecho plano -comentó Isabelle-. Yo jamás he podido ponerme eso sin un sujetador.
Clary hizo una mueca.
–Es demasiado corto.
–No es corto. Es magnífico -afirmó Isabelle, hurgando con la punta del pie bajo la cama hasta que consiguió sacar un par de botas y unas medias de malla negras-. Toma, puedes llevar éstas con eso. Harán que parezcas más alta.
–Vale, porque tengo el pecho plano y soy una enana.
Clary tiró hacia abajo del dobladillo del vestido, que le llegaba justo a la parte superior de los muslos. Ella casi nunca llevaba faldas y mucho menos minifaldas, de modo que verse tanta pierna le resultaba alarmante.
–Si esto me queda corto a mí, ¿cómo de corto te debe quedar a ti? – reflexionó en voz alta dirigiéndose a Isabelle.
La joven sonrió burlona.
–Yo lo llevo como camiseta.
Clary se dejó caer sobre la cama, y se puso las medias y las botas. El calzado le quedaba un poco holgado en las pantorrillas, pero no le resbalaba hasta los pies. Las acordonó hasta arriba y se puso en pie, mirándose en el espejo. Tuvo que admitir que la combinación del vestido negro corto, las medias de malla y las botas altas resultaba muy llamativa. Lo único que lo estropeaba era…
–Tu cabello -dijo Isabelle-. Necesita un arreglo. Desesperadamente. Siéntate.
Señaló imperiosamente el tocador. Clary se sentó, y bizqueó con fuerza mientras Isabelle le deshacía las trenzas, sin demasiados miramientos, le cepillaba el pelo e introducía lo que parecían horquillas. Clary abrió los ojos justo cuando una borla de empolvar le daba en el rostro, soltando una espesa nube de purpurina. Clary tosió y dirigió una feroz mirada acusadora a Isabelle.
La otra joven se echó a reír.
–No me mires a mí. Mírate a ti.
Clary echó una ojeada al espejo y vio que Isabelle le había recogido el cabello en un elegante remolino en lo alto de la cabeza, sujetándolos con horquillas centelleantes. Aquello recordó repentinamente a Clary su sueño, los pesados cabellos que le inclinaban la cabeza, el baile con Simon… Se removió incómoda.
–No te levantes todavía -indicó Isabelle-. No hemos acabado aún. – Agarró un delineador de ojos-. Abre los ojos.
Clary abrió los ojos de par en par, lo que le sirvió para no echarse a llorar.
–Isabelle, ¿puedo preguntarte algo?
–Claro -respondió ella, empuñando el delineador con mano experta.
–¿Alec es gay?
La muñeca de Isabelle dio una sacudida. El delineador resbaló, dibujando una larga línea negra desde el rabillo del ojo de Clary hasta el nacimiento del pelo.
–Demonios -dijo ésta, bajando el lápiz.
–No pasa nada -empezó a decir Clary, alzando la mano hacia el ojo.
–Sí, sí pasa.
Isabelle parecía al borde de las lágrimas mientras buscaba entre los montones de cachivaches de la parte superior del tocador. Finalmente localizó una bola de algodón, que entregó a Clary.
–Toma. Usa esto.
Se sentó en el borde de la cama, con las pulseras de tobillo tintineando, y miró a Clary por entre sus cabellos.
–¿Cómo lo has adivinado? – preguntó por fin.
–¿Yo…?
–No puedes contárselo a nadie -dijo Isabelle.
–¿Ni siquiera a Jace?
–¡Especialmente a Jace no!
–De acuerdo. – Clary percibió la rigidez de su propia voz-. Supongo que no me di cuenta de que era algo tan gordo.
–Lo sería para mis padres -repuso Isabelle en voz baja-. Le repudiarían y lo arrojarían fuera de la Clave…
–¿Qué, no puedes ser homosexual y ser un cazador de sombras?
–No existe una norma oficial al respecto. Pero a la gente no le gusta. Quiero decir, sucede menos con la gente de nuestra edad…, creo -añadió, no muy segura, y Clary recordó las pocas otras personas de su edad que Isabelle había conocido realmente-. Pero no con las generaciones mayores. Si sucede, no hablas sobre ello.
–Vaya -dijo Clary, deseando no haberlo mencionado nunca.
–Amo a mi hermano -siguió Isabelle-. Haría cualquier cosa por él. Pero no hay nada que pueda hacer.
–Al menos te tiene a ti -repuso Clary con cierta incomodidad, mientras pensaba por un momento en Jace, que consideraba el amor como algo que te hacía pedazos-. ¿Realmente crees que a Jace le… importaría?
–No lo sé -respondió Isabelle, en un tono que indicaba que ya había tenido suficiente de aquel tema-. Pero no soy yo quien debe decidirlo.
–Imagino que no -repuso Clary.
Se inclinó hacia el espejo y usó el algodón que Isabelle le había dado para eliminar el exceso de maquillaje de ojos. Cuando se recostó hacia atrás, estuvo a punto de soltar el algodón debido a la sorpresa. ¿Qué le había hecho Isabelle? Sus pómulos aparecían marcados y angulosos, los ojos hundidos, misteriosos y de un verde luminoso.
–Me parezco a mi madre -exclamó, sorprendida.
Isabelle enarcó las cejas.
–¿Qué? ¿Demasiado mayor? Tal vez un poco más de purpurina…
–Más purpurina no -se apresuró a responder Clary-. No, está bien. Me gusta.
–estupendo. – Isabelle saltó de la cama, con las pulseras de tobillo tintineando-. En marcha.
–Tengo que pasar por mi habitación y coger algo -indicó Clary, levantándose-. Además… ¿necesito algún arma? ¿La necesitas tú?
–Llevo un montón. – Isabelle sonrió, alzando los pies de modo que las pulseras tintinearon como campanillas navideñas-. Éstas, por ejemplo. La izquierda es de oro, que es venenoso para los demonios, y la derecha es de hierro bendecido, por si me tropiezo con algún vampiro poco amistoso o incluso hadas…, las hadas odian el hierro. Ambas tienen runas de poder grabadas, así que puedo asestar una patada tremenda.
–Caza de demonios y moda -comentó Clary-. Jamás hubiera pensado que se pudieran combinar ambas cosas.
Isabelle lanzó una sonora carcajada.
–Hay muchas cosas que te sorprenderían.
Los chicos las aguardaban en la entrada. Iban vestidos de negro, incluso Simon, con un par de pantalones ligeramente grandes y su propia camiseta puesta del revés para ocultar el logotipo de la banda. Permanecía incómodamente a un lado mientras Jace y Alec estaban repantingados juntos contra la pared, con expresión aburrida. Simon alzó la vista justo cuando Isabelle atravesó majestuosamente la entrada, con el látigo de oro enroscado en la muñeca y las pulseras de los tobillos repiqueteando como campanillas. Clary esperó que el chico se quedara pasmado, porque Isabelle realmente estaba asombrosa, pero sus ojos se deslizaron más allá de ella hasta Clary, donde se detuvieron con expresión estupefacta.
–¿Qué es eso? – inquirió, irguiéndose-. Eso que llevas, quiero decir.
Clary bajó los ojos para mirarse. Se había echado una chaqueta fina por encima para no sentirse tan desnuda y había cogido la mochila de la habitación. La llevaba colgada sobre los hombros, para sentir sus familiares golpecitos entre los omóplatos. Pero Simon no miraba la mochila; le miraba las piernas como si no se las hubiera visto nunca antes.
–Es un vestido, Simon -respondió ella en tono seco-. Ya sé que no los llevo a menudo, pero la verdad…
–Es tan corto -repuso él, confuso.
Incluso medio vestido de cazador de demonios, se dijo Clary, Simon parecía la clase de chico que iría recogerte a casa para salir y sería educado con tus padres y simpático con tus mascotas.
Jace, por otra parte, parecía la clase de chico que pasaría por tu casa y la quemaría hasta los cimientos por diversión.
–Me gusta el vestido -dijo éste, desenganchándose de la pared. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo perezosamente, como las garras acariciadoras de un gato-. Pero necesita algo extra.
–¿Así que ahora eres un experto en moda? – replicó Clary.
Su voz brotó irregular; él estaba de pie muy cerca de ella, lo bastante cerca como para sentir su calidez y oler el tenue aroma a quemado de Marcas recién aplicadas.
Jace se sacó algo de la chaqueta y se lo entregó. Era una daga larga y fina en una funda de cuero. En la empuñadura de la daga había incrustada una única piedra roja tallada con la forma de una rosa.
Ella negó con la cabeza.
–Ni siquiera sabría cómo usar eso…
Él se la puso en la mano y le hizo curvar los dedos a su alrededor.
–Aprenderás. – Bajó la voz-. Lo llevas en la sangre.
Ella apartó la mano lentamente.
–De acuerdo.
–Podría darte una funda de muslo para guardarla -ofreció Isabelle-. Tengo toneladas.
–Ni hablar -soltó Simon.
Clary le lanzó una mirada irritada.
–Gracias, pero no soy realmente la clase de chica que lleva un cuchillo en el muslo -declaró y metió la daga en el bolsillo exterior de la mochila.
Alzó la mirada después de cerrarlo y se encontró con Jace que la observaba con ojos entrecerrados.
–Y una última cosa -dijo él.
Alargó la mano y le retiró las centelleantes horquillas de los cabellos, de modo que estos le cayeron en cálidos y gruesos rizos por el cuello. La sensación de los cabellos haciéndole cosquillas en la piel desnuda le resultó desconocida y curiosamente agradable.
–Mucho mejor -dijo Jace, y esa vez a ella le pareció que tal vez su voz sonaba también ligeramente irregular.
Se encaminaron hacia allí desde la estación de metro, con Isabelle navegando con el sensor, que parecía disponer de una especie de sistema cartográfico incorporado. Simon, que adoraba los chismes, estaba fascinado…, o al menos fingía que era el sensor lo que le fascinaba. Con la esperanza de evitarlos, Clary se rezagó cuando cruzaron un parque cubierto de maleza, cuyo césped mal cuidado estaba requemado por el calor del verano. A su derecha, las agujas de una iglesia relucían grises y negras recortadas en un cielo nocturno sin estrellas.
–No te quedes atrás -dijo una voz irritada en su oreja; era Jace, que se había rezagado para andar junto a ella-, no quiero tener que estar mirando todo el rato atrás para asegurarme de que no te ha sucedido nada.
–Pues entonces no lo hagas.
–La última vez que te dejé sola, un demonio te atacó -indicó él.
–Bueno, desde luego odiaría interrumpir vuestro agradable paseo nocturno con mi muerte repentina.
Él pestañeó.
–Existe una fina línea entre el sarcasmo y la franca hostilidad, y parece que la has cruzado. ¿Qué sucede?
–Esta mañana -replicó ella, mordiéndose el labio-, unos tipos extraños y repulsivos han estado hurgando en mi cerebro. Ahora voy a conocer al tipo extraño y repulsivo que originalmente hurgó en mi cerebro. ¿Qué sucede si no me gusta lo que él encuentre?
–¿Qué te hace creer que no te gustará?
Clary se apartó los cabellos de su piel pegajosa.
–Odio cuando respondes a una pregunta con otra pregunta.
–Mentira, te parece encantador. De todos modos, ¿no preferirías conocer la verdad?
–No, quiero decir, tal vez. No lo sé. – Suspiró-. ¿Querrías tú?
–¡Ésta es la calle correcta! – gritó Isabelle, un cuarto de manzana por delante de ellos.
Estaban en una avenida estrecha bordeada de viejos almacenes, aunque la mayoría mostraban señales de estar habitados: jardineras llenas de flores, cortinas de encaje ondeando en la bochornosa brisa nocturna, cubos de basura de plástico numerados y apilados en la acera. Clary entrecerró con fuerza los ojos, pero no había modo de saber si se trataba de la calle que había visto en la Ciudad de Hueso…, en su visión había estado casi desdibujada por la nieve.
Notó que los dedos de Jace le rozaban el hombro.
–Rotundamente. Siempre -murmuró él.
Clary le miró de soslayo, sin comprender.
–¿Qué?
–La verdad -contestó Jace-. Querría…
–¡Jace!
Era Alec. Estaba de pie en la acera, no muy lejos; Clary se preguntó por qué su voz había sonado tan fuerte.
Jace volvió la cabeza, retirándole la mano del hombro.
–¿Sí?
–¿Crees que estamos en el lugar correcto?
Alec señalaba algo que Clary no podía ver; estaba oculto tras la mole de un enorme coche negro.
–¿Qué es eso?
Jace se reunió con Alec; Clary le oyó reír. Rodeando el coche, la muchacha vio qué era lo que miraban: varias motocicletas, elegantes y plateadas, con un bastidor bajo negro. Tubos de aspecto oleaginoso culebreaban ascendiendo y rodeando los vehículos, hinchados como venas. Las motos ofrecían una nauseabunda sensación de ser algo orgánico, como las biocriaturas en un cuadro de Giger.
–Vampiros -dijo Jace.
–A mí me parecen motocicletas -indicó Simon, uniéndose a ellos con Isabelle a su lado.
La muchacha miró las motos con el entrecejo fruncido.
–Lo son, pero las han alterado para que funcionen con energía demoníaca -explicó-. Los vampiros las utilizan…, les permiten moverse con rapidez de noche. No es estrictamente Alianza, pero…
–He oído decir que algunas de las motos pueden volar -comentó Alec con entusiasmo; sonaba como Simon con un nuevo videojuego-. O volverse invisibles con sólo pulsar un interruptor. O funcionar bajo el agua.
Jace había bajado del bordillo y se dedicaba a dar vueltas alrededor de las motos, examinándolas. Alargó una mano y acarició una de las motos a lo largo del elegante armazón. Tenía unas palabras pintadas a lo largo del costado: NOX INVICTUS.
–Noche victoriosa -tradujo.
Alec le miraba de un modo extraño.
–¿Qué haces?
A Clary le pareció ver que Jace volvía a meter la mano en el interior de su chaqueta.
–Nada.
–Bien, démonos prisa -indicó Isabelle-. No me he arreglado tanto para contemplar cómo os entretenéis en la cuneta con un montón de motocicletas.
–Son bonitas -repuso Jace, volviendo a subir a la acera-. Tienes que admitirlo.
–También yo -replicó Isabelle, que no parecía inclinada a admitir nada-. Ahora démonos prisa.
Jace miraba a Clary.
–Este edificio -dijo, señalando el almacén de ladrillo rojo-. ¿Es éste el que viste?
Clary exhaló profundamente.
–Eso creo -respondió con aire vacilante-. Todos se parecen.
–Hay un modo de averiguarlo -anunció Isabelle, ascendiendo los peldaños con paso decidido.
El resto la siguió, amontonándose unos sobre otros en la apestosa entrada. Una bombilla desnuda colgaba de un cordón sobre sus cabezas, iluminando una enorme puerta revestida de metal y una hilera de timbres de apartamentos en la pared izquierda. Sólo uno tenía un nombre escrito encima: BANE.
Isabelle presionó el timbre. No sucedió nada. Volvió a presionarlo. Estaba a punto de presionarlo por tercera vez cuando Alec le sujetó la muñeca.
–No seas maleducada -dijo.
Ella le lanzó una mirada iracunda.
–Alec…
La puerta se abrió de golpe.
Un hombre delgado en el umbral les contempló con curiosidad. Isabelle fue la primera en recuperarse, ofreciéndole una sonrisa radiante.
–¿Magnus? ¿Magnus Bane?
–Ése soy yo.
El hombre que bloqueaba la entrada era tan alto y delgado como un raíl, y los cabellos, una corona de espesas púas negras. Clary supuso, por la curva de sus ojos somnolientos y el tono dorado de su piel uniformemente bronceada, que era en parte asiático. Llevaba vaqueros y una camiseta negra cubierta con docenas de hebillas de metal. Sus ojos estaban cubiertos de una capa de purpurina negra, que le daba el aspecto de un mapache, y tenía los labios pintados de azul oscuro. Pasó una mano cargada de anillos por los erizados cabellos y les contempló pensativo.
–Hijos de los nefilim -dijo-. Vaya, vaya. No recuerdo haberos invitado.
Isabelle sacó la invitación y la agitó como una bandera blanca.
–Tengo una invitación. Éstos -indicó al resto del grupo con un grandilocuente movimiento de su brazo-… son mis amigos.
Magnus le arrancó la invitación de la mano y miró el papel con desagrado.
–Sin duda estaba borracho -declaró, y abrió la puerta de par en par-. Entrad. E intentad no asesinar a ninguno de mis invitados.
Jace se metió en el umbral, evaluando a Magnus con la mirada.
–¿Incluso si uno de ellos derrama una bebida en mis zapatos nuevos?
–Incluso así.
La mano de Magnus salió disparada, tan veloz que resultó apenas una visión borrosa, y le arrancó la estela de la mano a Jace -Clary ni siquiera había advertido que él la sostuviera- y la alzó. Jace se mostró ligeramente avergonzado.
–Y en cuanto a esto -siguió Magnus, metiéndola dentro del bolsillo de los vaqueros de Jace-, mantenlo en tus pantalones, cazador de sombras.
Magnus sonrió burlón e inició la ascensión por la escalera, dejando a un Jace de expresión sorprendida sujetando la puerta.
–Vamos -dijo éste, haciendo una seña al resto para que entraran-. Antes de que alguien piense que es mi fiesta.
Se abrieron paso junto a Jace, riendo nerviosamente. Únicamente Isabelle se detuvo para menear la cabeza.
–Intenta no cabrearle, por favor. De lo contrario no nos ayudará.
Jace adoptó una expresión aburrida.
–Sé lo que me hago.
–Eso espero.
Isabelle pasó junto a él, muy digna, en medio de un remolino de faldas.
El apartamento de Magnus estaba en lo alto de un largo tramo de destartalados escalones. Simon apresuró el paso para alcanzar a Clary, que lamentaba haber puesto la mano en la barandilla para mantener el equilibrio. Estaba pegajosa con algo que tenía un tenue y enfermizo brillo verdoso.
–Ecs -exclamó Simon, y le ofreció una esquina de su camiseta para que se limpiara la mano, lo que ella hizo-. ¿Va todo bien? Pareces… angustiada.
–Es que me resulta tan familiar. Magnus, quiero decir.
–¿Crees que va a San Javier?
–Muy divertido. – Le miró con expresión agria.
–Tienes razón. Es demasiado mayor para ser un alumno. Creo que lo tuve en química el año pasado.
Clary lanzó una fuerte carcajada. Isabelle fue a colocarse inmediatamente junto a ella, respirándole en el cogote.
–¿Me estoy perdiendo algo? ¿Simon?
Simon tuvo la gentileza de mostrarse turbado, pero no dijo nada. Clary masculló: “No te estás perdiendo nada”, y se quedó un poco atrás. Las botas de suela gruesa de Isabelle empezaban a hacerle daño en los pies, y para cuando llegó a lo alto de la escalera cojeaba, aunque se olvidó del dolor en cuanto cruzó la puerta del piso de Magnus.
El loft era enorme y casi totalmente desprovisto de mobiliario. Ventanas que iban del suelo al techo estaban embadurnadas de una gruesa película de suciedad y pintura, que cerraba el paso a la mayor parte de la luz ambiental proveniente de la calle. Grandes columnas de metal rodeadas de luces de colores sostenían un techo abovedado y cubierto de hollín. Puertas arrancadas de sus goznes y colocadas sobre abollados cubos de basura de metal hacían de improvisado bar en un extremo de la habitación. Una mujer de piel de color lila vestida con un bustier metálico se dedicaba a alinear bebidas a lo largo de la barra en vasos altos de fuertes colores que teñían los líquidos de su interior: rojo sangre, azul cianosis, verde ponzoñoso. Incluso comparada con un barman de Nueva York, la mujer trabajaba con una sorprendente y rápida eficiencia…, probablemente ayudada por el hecho de tener un segundo par de largos y gráciles brazos para complementar al primero. A Clary le recordó la estatua de la diosa hindú de Luke.
El resto de la gente era igual de extraña. Un chico apuesto, de cabellos mojados de un verde negruzco, le sonrió ampliamente por encima de un plato de lo que parecía ser pescado crudo. Tenía los dientes afilados, como los de un tiburón. Junto a él había una chica de largos cabellos de un rubio sucio, trenzados con flores. Bajo la falda de su corto vestido verde, los pies eran palmeados como los de una rana. Un grupo de mujeres jóvenes, tan pálidas que Clary se preguntó si no llevarían maquillaje teatral blanco, sorbían un líquido escarlata demasiado espeso para ser vino en unas copas aflautadas de cristal. El centro de la habitación estaba atestado de cuerpos que bailaban siguiendo el ritmo machacante que rebotaba en las paredes, aunque Clary no consiguió ver a una banda por ninguna parte.
–¿Te gusta la fiesta?
Se volvió y vio a Magnus apoyado contra uno de los pilares. Los ojos le brillaban en la oscuridad. Echando una ojeada a su alrededor, vio que Jace y los demás habían desaparecido, engullidos por la multitud.
Intentó sonreír.
–¿Es en honor de alguien?
–El cumpleaños de mi gato.
–Ah. – Paseó la mirada por la estancia-. ¿Dónde está tu gato?
El brujo se despegó del pilar, con expresión solemne.
–No lo sé. Se escapó.
La aparición de Jace y Alec ahorró a Clary tener que responder a aquello. Alec se mostraba huraño, como de costumbre. Jace lucía una sarta de diminutas flores relucientes alrededor del cuello y parecía satisfecho consigo mismo.
–¿Dónde están Simon e Isabelle? – preguntó Clary.
–En la pista de baile. – Señaló con el dedo.
Ella les vislumbró apenas en el borde del atestado cuadrado de cuerpos. Simon hacía lo que acostumbraba a hacer en lugar de bailar, que era brincar sobre las puntas de los pies, y parecía sentirse incómodo. Isabelle se cimbreaba describiendo un círculo a su alrededor, sinuosa como una serpiente, arrastrando los dedos sobre el pecho de su pareja. Le contemplaba como si estuviera planeando arrastrarlo fuera a un rincón y hacer el amor con él. Clary se abrazó, haciendo que sus pulseras tintinearan entre sí.
“Si empiezan a bailar más pegados, no necesitarán irse a un rincón para hacer el amor.”
–Oye -dijo Jace, volviéndose hacia Magnus-, lo cierto es que tenemos que hablar de…
–¡MAGNUS BANE!
La profunda voz retumbante pertenecía a un hombre sorprendentemente bajo que parecía haber superado apenas los treinta. Poseía una musculatura compacta, con una cabeza calva afeitada por completo y una perilla puntiaguda. Apuntó con un dedo tembloroso a Magnus.
–Alguien ha vertido agua bendita dentro del depósito de gasolina de mi moto. Está estropeada. Destrozada. Todos los conductos se han derretido.
–¿Derretido? – murmuró Magnus-. ¡Qué horror!
–Quiero saber quien lo hizo.
El hombre mostró los dientes, exhibiendo largos caninos afilados. Clary le miró fijamente, fascinada. No se parecía en nada a como había imaginado los colmillos de los vampiros: éstos eran tan finos y afilados como agujas.
–Pensaba que habías jurado que no habría hombres lobo aquí esta noche, Bane.
–No invité a ninguno de los Hijos de la Luna -repuso Magnus, examinando sus relucientes uñas-. Precisamente debido a vuestra estúpida enemistad. Si alguno de ellos decidió sabotear tu moto, no era mi invitado, y por lo tanto no es… -Le dedicó una sonrisa encantadora- mi responsabilidad.
El vampiro rugió de rabia, señalando a Magnus con el dedo.
–Intentas decirme que…
El dedo índice cubierto de una capa de purpurina de Magnus se movió apenas un milímetro, tan levemente que Clary casi pensó que no se había movido en absoluto. En mitad de su rugido, el vampiro boqueó y se llevó las manos a la garganta. Su boca se movió, pero no surgió ningún sonido.
–Has abusado de mi hospitalidad -dijo Magnus con indolencia, abriendo mucho los ojos.
Clary vio, con un sobresalto de sorpresa, que sus pupilas eran rendijas verticales, como las de un gato.
–Ahora vete -añadió.
Magnus separó los dedos de la mano, y el vampiro se dio la vuelta con la misma rapidez que si alguien lo hubiese agarrado por los hombros y le hubiese hecho girar. Volvió a marchar al interior de la multitud, dirigiéndose a la puerta.
Jace silbó en voz baja.
–Eso fue impresionante.
–¿Te refieres a esta pequeña rabieta? – Magnus alzó los ojos hacia el techo-. Lo sé. ¿Qué problema tiene ella?
Alec profirió un sonido estrangulado y, al cabo de un instante, Clary lo reconoció como una carcajada.
“Debería hacer eso más a menudo.”
–Nosotros pusimos el agua bendita en su depósito de gasolina, ya sabes -dijo.
–ALEC -intervino Jace-. Cállate.
–Lo supuse -repuso Magnus con expresión divertida-. Sois unos bastardos vengativos, ¿no es cierto? Sabéis que sus motos funcionan con energías demoníacas. Dudo que vaya a poder repararla.
–Una sanguijuela menos dando un paseíto por ahí -se burló Jace-. Mi corazón sangra.
–Oí que algunos de ellos pueden hacer que sus motos vuelen -intervino Alec, que por una vez parecía animado y casi sonreía.
–No es más que un viejo cuento de brujas -respondió Magnus, y sus ojos de gato centellearon-. Así que ¿por eso os queríais colar en mi fiesta? ¿Sólo para destrozar las motos de unos cuantos chupasangres?
–No. – Jace volvía a estar por la labor-. Necesitamos hablar contigo. Preferiblemente en un lugar privado.
Magnus enarcó una ceja.
“Maldita sea -pensó Clary-, otro que sabe hacerlo.”
–¿Tengo problemas con la Clave?
–No -respondió Jace.
–Probablemente no -corrigió Alec-. ¡Uy!
Dedicó una mirada furiosa a Jace, que le había asestado una fuerte patada en el tobillo.
–No -repitió Jace-. Podemos hablar contigo bajo el sello de la Alianza. Si nos ayudas, cualquier cosa que digas será confidencial.
–¿Y si no os ayudo?
Jace extendió totalmente las manos. Los tatuajes de las runas de sus palmas resaltaron severos y negros.
–Tal vez nada. Tal vez una visita procedente de la Ciudad Silenciosa.
La voz de Magnus fue miel vertida sobre fragmentos de hielo.
–Es toda una elección la que me ofreces, pequeño cazador de sombras.
–No es ninguna elección -dijo Jace.
–Sí -repuso el brujo-. Eso es exactamente a lo que me refería.
El dormitorio de Magnus era un desmadre de color: sábanas y colchas amarillo canario extendidas sobre un colchón colocado en el suelo, un tocador azul eléctrico con más tarros de pintura y maquillaje revueltos por su superficie que el de Isabelle. Cortinas de terciopelo con los colores del arco iris ocultaban las ventanas, que iban del suelo al techo, y una alfombra de lana enmarañada cubría el suelo.
–Bonito lugar -comentó Jace, apartando a un lado un grueso trozo de cortina-. Imagino que da dinero ser el Gran Brujo de Brooklyn.
–Da dinero -repuso Magnus-. Aunque no conlleva un gran paquete de prestaciones, de todos modos. No hay póliza dental.
Cerró la puerta tras él y se recostó en ella. Al cruzar los brazos, se le subió la camiseta, mostrando un pedazo de plano estómago dorado que carecía de ombligo.
–Así pues -comenzó-, ¿qué hay en vuestras pequeñas mentes tortuosas?
–No son ellos en realidad -intervino Clary, encontrando su propia voz antes de que Jace pudiera responder-. Yo soy quien quería hablar contigo.
Magnus volvió sus inhumanos ojos hacia ella.
–Tú no eres uno de ellos -afirmó-. No eres de la Clave. Pero puedes ver el Mundo Invisible.
–Mi madre pertenecía a la Clave -contestó Clary. Era la primera vez que lo decía en voz alta y sabiendo que era verdad-. Pero ella nunca me lo dijo. Lo mantuvo en secreto. No sé porqué.
–Pues pregúntale.
–No puedo. Ella ha… -Clary vaciló-. No está.
–¿Y tu padre?
–Murió antes de que yo naciera.
Magnus soltó aire, irritado.
–Como dijo Oscar Wilde en una ocasión: “Perder un progenitor puede considerarse una desgracia. Perder a ambos parece una negligencia”.
Clary oyó cómo Jace emitía un pequeño siseo, como aspirando por entre los dientes.
–No perdí a mi madre -siguió-. Me la quitaron. Lo hizo Valentine.
–No conozco a ningún Valentine -repuso Magnus, pero sus ojos pestañearon igual que la llama oscilante de una vela, y Clary supo que mentía-. Lamento tus trágicas circunstancias, pero no consigo ver qué tiene que ver conmigo. Si pudieras decirme…
–No puede decirte, porque no recuerda -le cortó Jace con severidad-. Alguien borró sus recuerdos. Así que fuimos a la Ciudad Silenciosa para ver qué podían sacar los Hermanos de su cabeza. Obtuvieron dos palabras. Creo que puedes imaginar cuáles fueron.
Hubo un corto silencio. Finalmente, Magnus dejó que su boca se alzara en las comisuras. Su sonrisa era amarga.
–Mi firma -dijo-. Sabía que era una locura cuando lo hice. Un acto de arrogancia…
–¿Firmaste mi mente? – inquirió Clary con incredulidad.
Magnus alzó la mano, trazando los llameantes contornos de letras en el aire. Cuando bajó la mano, permanecieron allí, ardientes y doradas, haciendo que los contornos pintados de sus ojos y boca ardieran con la luz reflejada. MAGNUS BANE.
–Estaba orgulloso del trabajo realizado contigo -dijo despacio, mirando a Clary-. Tan limpio. Tan perfecto. Lo que vieras lo olvidarías, incluso mientras lo veías. Ninguna imagen de duendecillo o trasgo o animalillo de patas largas permanecería para inquietar tu tachable sueño mortal. Era tal y como lo quería ella.
La voz de Clary sonó apenas audible por la tensión.
–¿Tal y como lo quería quién?
Magnus suspiró, y al contacto de su aliento, las letras de fuego se deshicieron convertidas en relucientes cenizas. Finalmente habló… y aunque Clary no se sorprendió, porque sabía exactamente lo que iba a decir, de todos modos sintió las palabras como un mazazo en su corazón.
–Tu madre -contestó él.