Dirigió una mirada amedrentadora al muchacho de la chaqueta
roja con cremallera y sacudió la afeitada cabeza.
–No puedes entrar con eso ahí.
Los aproximadamente cincuenta adolescentes que hacían cola
ante el club Pandemónium se inclinaron hacia adelante para poder oír.
La espera era larga para entrar en aquel club abierto a todas las edades,
en especial en domingo, y no acostumbraba a suceder gran cosa
en la cola. Los gorilas eran feroces y caían al instante sobre cualquiera
que diera la impresión de estar a punto de causar problemas. Clary
Fray, de quince años, de pie en la cola con su mejor amigo, Simon, se
inclinó como todos los demás, esperando algo de animación.
–¡Ah, vamos!
El chico enarboló el objeto por encima de la cabeza. Parecía un
palo de madera con un extremo acabado en punta.
–Es parte de mi disfraz.
El portero del local enarcó una ceja.
–¿Qué es?
El muchacho sonrió ampliamente. Tratándose de Pandemónium,
tenía un aspecto de lo más normal, se dijo Clary. Lucía cabellos teñidos
de azul eléctrico, que sobresalían en punta alrededor de la cabeza igual
que los zarcillos de un pulpo sobresaltado, pero sin complicados tatuajes faciales ni grandes barras de metal atravesándole las orejas o los
labios.
–Soy un cazador de vampiros. – Hizo presión sobre el objeto de
madera, que se dobló con la facilidad de una brizna de hierba torciéndose
hacia un lado-. Es de broma. Gomaespuma. ¿Ves?
Los dilatados ojos del muchacho eran de un verde excesivamente
brillante, advirtió Clary: del color del anticongelante, de la hierba en
primavera. Lentes de contacto coloreadas, probablemente. El hombre
de la puerta se encogió de hombros, repentinamente aburrido.
–Ya. Entra.
El chico se deslizó por su lado, veloz como una anguila. AClary le
gustó el movimiento airoso de sus hombros, el modo en que agitaba
los cabellos al moverse. Había una palabra en francés que su madre habría
usado para describir al muchacho: insouciant, despreocupado.
–Lo encontrabas guapo -dijo Simon en tono resignado-, ¿verdad?
Clary le clavó el codo en las costillas, pero no respondió.
Dentro, el club estaba lleno de humo de hielo seco. Luces de colores
recorrían la pista de baile, convirtiéndola en un multicolor país de
las hadas repleto de azules, verdes ácidos, cálidos rosas y dorados.
El chico de la chaqueta roja acarició la larga hoja afilada que tenía
en las manos mientras una sonrisa indolente asomaba a sus labios. Había
resultado tan fácil… un leve glamour (un encantamiento) en la hoja,
para que pareciera inofensiva, otro poco en sus ojos, y en cuanto el encargado
de la puerta le hubo mirado directamente, entrar ya no fue un
problema. Por supuesto, probablemente habría conseguido pasar sin
tomarse tantas molestias, pero formaba parte de la diversión…, engañar
a los mundis, haciéndolo todo al descubierto justo frente a ellos,
disfrutando de las expresiones de desconcierto de sus rostros bobalicones.
Eso no quería decir que los humanos no fueran útiles. Los ojos verdes
del muchacho escudriñaron la pista de baile, donde delgadas extremidades
cubiertas con retazos de seda y cuero negro aparecían y desaparecían en el interior de rotantes columnas de humo mientras los
mundis bailaban. Las chicas agitaban las largas melenas, los chicos balanceaban
las caderas vestidas de cuero y la piel desnuda centelleaba
sudorosa. La vitalidad simplemente manaba de ellos, oleadas de energía
que le proporcionaban una mareante embriaguez. Sus labios se
curvaron. No sabían lo afortunados que eran. No sabían lo que era sobrevivir
a duras penas en un mundo muerto, donde el sol colgaba inerte
en el cielo igual que un trozo de carbón consumido. Sus vidas brillaban
con la misma fuerza que las llamas de una vela… y podían
apagarse con la misma facilidad.
La mano se cerró con más fuerza sobre el arma que llevaba, y había
empezado a apretar el paso hacia la pista de baile cuando una chica
se separó de la masa de bailarines y empezó a avanzar hacia él. Se
la quedó mirando. Era hermosa, para ser humana: cabello largo casi
del color exacto de la tinta negra, ojos pintados de negro. Un vestido
blanco que llegaba hasta el suelo, del estilo que las mujeres llevaban
cuando aquel mundo era más joven, con mangas de encaje que se
acampanaban alrededor de los delgados brazos. Rodeando el cuello
llevaba una gruesa cadena de plata, de la que pendía un colgante rojo
oscuro del tamaño del puño de un bebé. Sólo tuvo que entrecerrar los
ojos para saber que era auténtico…, auténtico y valioso. La boca se le
empezó a hacer agua a medida que ella se le acercaba. La energía vital
palpitaba en ella igual que la sangre brotando de una herida abierta.
Le sonrió al pasar junto a él, llamándole con la mirada. Se volvió para
seguirla, saboreando el imaginario chisporroteo de su muerte en los labios.
Siempre era fácil. Podía sentir cómo la energía vital se evaporaba
de la muchacha para circular por sus venas igual que fuego. ¡Los humanos
eran tan estúpidos! Poseían algo muy precioso, y apenas lo protegían.
Tiraban por la borda sus vidas a cambio de dinero, de bolsitas
que contenían unos polvos, de la sonrisa encantadora de un desconocido.
La muchacha era un espectro pálido que se retiraba a través del
humo de colores. Llegó a la pared y se volvió, remangándose la falda
con las manos, alzándola mientras le sonreía de oreja a oreja. Bajo la
falda, llevaba unas botas que le llegaban hasta el muslo.
Fue hacia ella con aire despreocupado, con la piel hormigueando
por la cercanía de la muchacha. Vista de cerca, no era tan perfecta. Vio rímel
corrido bajo los ojos, el sudor que le pegaba el cabello al cuello. Olió
su mortalidad, el olor dulzón de la putrefacción. “Eres mía”, pensó.
Una sonrisa fría curvó sus labios. Ella se hizo a un lado, y vio que
estaba apoyada en una puerta cerrada. “PROHIBIDALAENTRADA”,
estaba garabateado sobre ella en pintura roja. La muchacha alargó la
mano a su espalda en busca del pomo, lo giró y se deslizó al interior.
El joven vislumbró cajas amontonadas, cables eléctricos enmarañados.
Un trastero. Echó un vistazo a su espalda…, nadie miraba. Mucho mejor
si ella deseaba intimidad.
Se introdujo en la habitación tras ella, sin darse cuenta de que le seguían.
–Bien -dijo Simon-, una música bastante buena, ¿eh?
Clary no respondió. Bailaban, o lo que podría pasar por ello (una
gran cantidad de balanceos a un lado y a otro con descensos violentos
hacia el suelo, como si uno de ellos hubiese perdido una lente de contacto)
en un espacio situado entre un grupo de chicos adolescentes ataviados
con corsés metálicos y una joven pareja asiática que se pegaba
el lote apasionadamente, con las extensiones de colores de ambos entrelazadas
entre sí igual que enredaderas. Un muchacho con un piercing
labial y una mochila en forma de osito de peluche repartía gratuitamente
pastillas de éxtasis de hierbas, con los pantalones paracaidista
ondeando bajo la brisa procedente de la máquina de viento. Clary no
prestaba mucha atención a lo que les rodeaba; tenía los ojos puestos en
el muchacho de los cabellos azules que había conseguido persuadir al
portero para que lo dejara entrar. El joven merodeaba por entre la multitud
como si buscara algo. Había alguna cosa en el modo en que se
movía que le recordaba no sabía qué…
–Yo, por mi parte -siguió diciendo Simon-, me estoy divirtiendo
una barbaridad.
Eso parecía improbable. Simon, como siempre, resultaba totalmente
fuera de lugar en el club, vestido con vaqueros y una camiseta vieja en cuya parte delantera se leía “MADE IN BROOKLYN”. Sus cabellos
recién lavados eran de color castaño oscuro en lugar de verdes
o rosas, y sus gafas descansaban torcidas sobre la punta de la nariz.
Daba más la impresión de ir de camino al club de ajedrez que no de estar
reflexionando sobre los poderes de la oscuridad.
–Mmmm… hmm.
Clary sabía perfectamente que la acompañaba a Pandemónium
sólo porque a ella le gustaba el lugar, y que él lo consideraba aburrido.
Ella ni siquiera estaba segura de por qué le gustaba ese sitio: las ropas,
la música lo convertían en algo parecido a un sueño, en la vida de otra
persona, en algo totalmente distinto a su aburrida vida real. Pero siempre
era demasiado tímida para hablar con nadie que no fuera Simon.
El chico de los cabellos azules empezaba a abandonar la pista de
baile. Parecía un poco perdido, como si no hubiese encontrado a la persona
que buscaba. Clary se preguntó qué sucedería si se acercaba y se
presentaba, si se ofrecía a mostrarle el lugar. A lo mejor se limitaría a
mirarla fijamente. O quizá también fuera tímido. Tal vez se sentiría
agradecido y complacido, e intentaría no demostrarlo, como hacían los
chicos…, pero ella lo sabría. A lo mejor…
El chico de los cabellos azules se irguió de repente, cuadrándose,
igual que un perro de caza marcando la presa. Clary siguió la dirección
de su mirada, y vio a la muchacha del vestido blanco.
“Ah, vaya -pensó, intentando no sentirse como un globo de colores
desinflado-, supongo que eso es todo.” La chica era guapísima,
la clase de chica que a Clary le habría gustado dibujar: alta y delgada
como un palo, con una larga melena negra. Incluso a aquella distancia,
Clary pudo ver el colgante rojo que le rodeaba la garganta. Palpitaba
bajo las luces de la pista igual que un corazón incorpóreo arrancado
del pecho.
–Creo -prosiguió Simon- que esta tarde DJ Bat está realizando
un trabajo particularmente excepcional. ¿No estás de acuerdo?
Clary puso los ojos en blanco y no respondió: Simon odiaba la música
trance. Clary tenía la atención fija en la muchacha del vestido blanco.
Por entre la oscuridad, el humo y la niebla artificial, el pálido vestido
brillaba como un faro. No era de extrañar que el chico de los cabellos azules la siguiera como si se hallara bajo un hechizo, demasiado
abstraído para reparar en nada más a su alrededor; ni siquiera en
las dos figuras oscuras que le pisaban los talones, serpenteando tras él
por entre la multitud.
Clary bailó más despacio y miró con atención. A duras penas distinguió
que las dos figuras eran muchachos, altos y vestidos de negro.
No podría haber dicho cómo sabía que seguían al otro muchacho, pero
lo sabía. Lo veía en el modo en que se mantenían tras él, en su atenta
vigilancia, en la elegancia furtiva de sus movimientos. Un tímido capullo
de aprensión empezó a abrirse en su pecho.
–Por lo pronto -añadió Simon-, quería decirte que últimamente
he estado haciendo travestismo. También me estoy acostando con tu
madre. Creo que deberías saberlo.
La muchacha había llegado a la pared y abría una puerta con el letrero
de “PROHIBIDA LA ENTRADA”. Hizo una seña al joven de los
cabellos azules para que la siguiera, y ambos se deslizaron al otro lado.
No era nada que Clary no hubiese visto antes, una pareja escabulléndose
a los rincones oscuros del club para pegarse el lote; pero eso hacía
que resultara aún más raro que los estuvieran siguiendo.
Se alzó de puntillas, intentando ver por encima de la multitud. Los
dos chicos se habían detenido ante la puerta y parecían hablar entre sí.
Uno de ellos era rubio, el otro moreno. El rubio introdujo la mano en
la chaqueta y sacó algo largo y afilado que centelleó bajo las luces estroboscópicas.
Un cuchillo.
–¡Simon! – chilló Clary, y le agarró del brazo.
–¿Qué? – Simon pareció alarmado-. No me estoy acostando realmente
con tu madre, ya sabes. Sólo intentaba atraer tu atención.
Aunque no es que tu madre no sea una mujer muy atractiva, para su
edad.
–¿Ves a esos chicos?
Señaló bruscamente, golpeando casi a una curvilínea muchacha
negra que bailaba a poca distancia. La chica le lanzó una mirada malévola.
–Lo siento…, lo siento. – Clary se volvió otra vez hacia Simon-.
¿Ves a esos dos chicos de ahí? ¿Junto a esa puerta?
Simon entrecerró los ojos, luego se encogió de hombros.
–No veo nada.
–Son dos. Estaban siguiendo al chico del cabello azul…
–¿El que pensabas que era guapo?
–Sí, pero ésa no es la cuestión. El rubio ha sacado un cuchillo.
–¿Estás segura? – Simon miró con más intensidad, meneando la
cabeza-. Sigo sin ver a nadie.
–Estoy segura.
Repentinamente todo eficiencia, Simon sacó pecho.
–Iré en busca de uno de los guardas de seguridad. Tú quédate
aquí.
Marchó a grandes zancadas, abriéndose paso por entre el gentío.
Clary se volvió justo a tiempo de ver al chico rubio franquear la
puerta en la que ponía “PROHIBIDA LA ENTRADA”, con su amigo
pegado a él. Miró a su alrededor; Simon seguía intentando avanzar a
empujones por la pista de baile, pero no hacía muchos progresos. Incluso
aunque ella gritara ahora, nadie la oiría, y para cuando Simon regresara,
algo terrible podría haber sucedido ya. Mordiéndose con fuerza
el labio inferior, Clary empezó a culebrear por entre la gente.
–¿Cómo te llamas?
Ella se volvió y sonrió. La tenue luz que había en el almacén se derramaba
sobre el suelo a través de altas ventanas con barrotes cubiertas
de mugre. Montones de cables eléctricos, junto con pedazos rotos
de bolas de discoteca y latas desechadas de pintura, cubrían el suelo.
–Isabelle.
–Es un nombre bonito.
Avanzó hacia ella, pisando con cuidado por entre los cables por si
acaso alguno tenía corriente. Bajo la débil luz, la muchacha parecía medio
transparente, desprovista de color, envuelta en blanco como un ángel;
sería un placer hacerla caer…
–No te he visto por aquí antes.
–¿Me estás preguntando si vengo por aquí a menudo?
Lanzó una risita tonta, tapándose la boca con la mano. Llevaba una especie de brazalete alrededor de la muñeca, justo bajo el puño del
vestido; entonces, al acercarse más a ella, el muchacho vio que no era
un brazalete sino un dibujo hecho en la piel, una matriz de líneas en
espiral.
Se quedó paralizado.
–Tú…
No terminó de decirlo. La muchacha se movió con la velocidad del
rayo, arremetiendo contra él con la mano abierta, asestando un golpe
en su pecho que lo habría derribado sin resuello de haber sido un ser
humano. Retrocedió tambaleante, y entonces ella tenía ya algo en la
mano, un látigo serpenteante que centelleó dorado cuando lo hizo descender
hacia el suelo, enroscándoselo en los tobillos para derribarlo
violentamente. El chico se golpeó contra el suelo, retorciéndose, mientras
el odiado metal se clavaba profundamente en su carne. Ella rió, vigilándole,
y de un modo confuso, él se dijo que tendría que haberlo sabido.
Ninguna chica humana se habría puesto un vestido como el que
llevaba Isabelle, que le servía para cubrir su piel…, toda la piel.
La muchacha dio un fuerte tirón al látigo, asegurándolo. Su sonrisa
centelleó igual que agua ponzoñosa.
–Es todo vuestro, chicos.
Una risa queda sonó detrás de él, y a continuación unas manos cayeron
sobre su persona, tirando de él para levantarlo, arrojándolo contra
uno de los pilares de hormigón. Sintió la húmeda piedra bajo la espalda;
le sujetaron las manos a la espalda y le ataron las muñecas con
alambre. Mientras forcejeaba, alguien salió de detrás de la columna y
apareció ante su vista: un muchacho, tan joven como Isabelle e igual
de atractivo. Los ojos leonados le brillaban como pedacitos de ámbar.
–Bien -dijo el muchacho-. ¿Hay más contigo?
El chico de los cabellos azules sintió cómo la sangre manaba bajo
el metal demasiado apretado, volviéndole resbaladizas las muñecas.
–¿Más qué?
–Vamos, habla.
El muchacho de los ojos leonados alzó las manos, y las mangas oscuras
resbalaron hacia abajo, mostrando las runas dibujadas con tinta
que le cubrían las muñecas, el dorso y las palmas de las manos.
–Sabes lo que soy.
Muy atrás en el interior de su cráneo, el segundo juego de dientes
del muchacho esposado empezó a rechinar.
–Cazador de sombras -siseó.
El otro muchacho sonrió de oreja a oreja.
–Te pillamos -dijo.
Clary empujó la puerta del almacén y entró. Por un momento pensó
que estaba desierto. Las únicas ventanas estaban muy arriba y tenían
barrotes; débiles ruidos procedentes de la calle llegaban a través de
ellas; el sonido de bocinas de coches y frenos que chirriaban. La habitación
olía a pintura vieja, y la gruesa capa de polvo que cubría el suelo
estaba marcada con huellas de zapatos desdibujadas.
“Aquí no hay nadie”, comprendió, mirando a su alrededor con
perplejidad. Hacía frío en la habitación, a pesar del calor de agosto
del exterior. Tenía la espalda cubierta de sudor helado. Dio un paso
al frente, y el pie se le enredó en unos cables eléctricos. Se inclinó
para liberar la zapatilla de deporte de los cables… y oyó voces. La risa
de una chica, un chico que respondía con dureza. Cuando se irguió,
los vio.
Fue como si hubieran cobrado vida entre un parpadeo y el siguiente.
Estaba la chica del vestido blanco largo y la melena negra que
le caían por la espalda igual que algas húmedas, y los dos chicos la
acompañaban: el alto de cabello negro como el de ella y el otro más
bajo y rubio, cuyo pelo brillaba igual que el latón bajo la tenue luz que
entraba por las ventanas de arriba. El muchacho rubio estaba de pie
con las manos en los bolsillos, de cara al chico punk, que estaba atado
a una columna con lo que parecía una cuerda de piano, las manos estiradas
detrás de él y las piernas atadas por los tobillos. Tenía el rostro
tirante por el dolor y el miedo.
Con el corazón martilleándole en el pecho, Clary se agachó detrás
del pilar de hormigón más cercano y miró desde allí. Vio cómo el muchacho
rubio se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados sobre
el pecho.
–Bueno -dijo-, todavía no me has dicho si hay algún otro de tu
especie contigo.
¿”Tu especie”? Clary se preguntó de qué estaría hablando. Quizá
hubiese tropezado con una guerra entre bandas.
–No sé de qué estás hablando.
El tono del chico de cabellos azules era angustiado, pero también
arisco.
–Se refiere a otros demonios -intervino el chico moreno, hablando
por primera vez-. Sabes qué es un demonio, ¿verdad?
El muchacho atado a la columna movió la cabeza, mascullando
por lo bajo.
–Demonios -dijo el chico rubio, arrastrando la voz a la vez que
trazaba la palabra en el aire con el dedo-. Definidos en términos religiosos
como moradores del infierno, los siervos de Satán, pero entendidos
aquí, para los propósitos de la Clave, como cualquier espíritu
maligno cuyo origen se encuentra fuera de nuestra propia dimensión
de residencia…
–Eso es suficiente, Jace -indicó la chica.
–Isabelle tiene razón -coincidió el muchacho más alto-. Nadie
aquí necesita una lección de semántica… ni de demonología.
«Están locos -pensó Clary-. Locos de verdad.»
Jace alzó la cabeza y sonrió. Hubo algo feroz en su gesto, algo que
recordó a Clary documentales sobre leones que había contemplado en
el Discovery Channel, el modo en que los grandes felinos alzaban la
cabeza y olfateaban el aire en busca de presa.
–Isabelle y Alec creen que hablo demasiado -comentó Jace en
tono confidencial-. ¿Crees tú que hablo demasiado?
El muchacho de los cabellos azules no respondió. Su boca seguía
moviéndose.
–Podría daros información -dijo-. Sé dónde está Valentine.
Jace echó una mirada atrás a Alec, que se encogió de hombros.
–Valentine está bajo tierra -indicó Jace-. Esa cosa sólo está jugando
con nosotros.
Isabelle sacudió la melena.
–Mátalo, Jace -dijo-, no va a contarnos nada.
Jace alzó la mano, y Clary vio centellear una luz tenue en el cuchillo
que empuñaba. Era curiosamente traslúcido, la hoja transparente
como el cristal, afilada como un fragmento de vidrio, la empuñadura
engastada con piedras rojas.
El muchacho atado lanzó un grito ahogado.
–¡Valentine ha vuelto! – protestó, tirando de las ataduras que le
sujetaban las manos a la espalda-. Todos los Mundos Infernales lo saben…,
yo lo sé…, puedo deciros dónde está…
La cólera llameó repentinamente en los gélidos ojos de Jace.
–Por el Ángel, siempre que capturamos a uno de vosotros, cabrones,
afirmáis saber dónde está Valentine. Bueno, nosotros también sabemos
dónde está. Está en el infierno. Y tú… -Giró el cuchillo que sujetaba,
cuyo filo centelleó como una línea de fuego-, tú puedes
reunirte con él allí.
Clary no pudo aguantar más y salió de detrás de la columna.
–¡Deteneos! – gritó-. No podéis hacer esto.
Jace se volvió en redondo, tan sobresaltado que el cuchillo le salió
despedido de la mano y repiqueteó contra el suelo de hormigón. Isabelle
y Alec se dieron la vuelta con él, mostrando idéntica expresión de
estupefacción. El muchacho de cabellos azules se quedó suspendido
de sus ataduras, aturdido y jadeante.
Alec fue el primero en hablar.
–¿Qué es esto? – exigió, pasando la mirada de Clary a sus compañeros,
como si ellos debieran saber qué hacía ella allí.
–Es una chica -dijo Jace, recuperando la serenidad-. Seguramente
habrás visto chicas antes, Alec. Tu hermana Isabelle es una. –
Dio un paso para acercarse más a Clary, entrecerrando los ojos como si
no pudiera creer del todo lo que veía-. Una mundi -declaró, medio
para sí-. Y puede vernos.
–Claro que puedo veros -replicó Clary-. No estoy ciega, sabes.
–Ah, pero sí lo estás -dijo Jace, inclinándose para recoger su cuchillo-.
Simplemente no lo sabes. – Se irguió-. Será mejor que salgas
de aquí, si sabes lo que es bueno para ti.
–No voy a ir a ninguna parte -repuso Clary-. Si lo hago, le mataréis.
Señaló al muchacho de cabellos azules.
–Es cierto -admitió Jace, haciendo girar el cuchillo entre los dedos-.
¿Qué te importa a ti si le mato o no?
–Pu… pues… -farfulló ella-. Uno no puede ir por ahí matando
gente.
–Tienes razón -dijo Jace-. Uno no puede ir por ahí matando
gente.
Señaló al muchacho de cabellos azules, cuyos ojos eran unas simples
rendijas. Clary se preguntó si se habría desmayado.
–Eso no es una persona, niñita. Puede parecer una persona y hablar
como una persona, y tal vez incluso sangrar como una persona.
Pero es un monstruo.
–Jace -dijo Isabelle en tono amonestador-, es suficiente.
–Estás loco -replicó Clary, alejándose de él-. He llamado a la
policía, ¿sabes? Estarán aquí en cualquier momento.
–Miente -dijo Alec, pero había duda en su rostro-. Jace, crees…
No llegó a terminar la frase. En ese momento el muchacho de cabellos
azules, con un grito agudo y penetrante, se liberó de las sujeciones
que lo ataban a la columna y se arrojó sobre Jace.
Cayeron al suelo y rodaron juntos, el muchacho de cabellos azules
arañando a Jace con manos que centelleaban como si sus extremos fueran
de metal. Clary retrocedió, deseando huir, pero los pies se le enredaron
en una lazada de cable eléctrico y cayó al suelo; el golpe la dejó
sin respiración. Oyó chillar a Isabelle y, rodando sobre sí misma, vio al
chico de cabellos azules sentado sobre el pecho de Jace. Brillaba sangre
en las puntas de sus garras, afiladas como cuchillas.
Isabelle y Alec corrían hacia ellos, con Isabelle blandiendo un látigo.
El muchacho de cabellos azules intentó acuchillar el rostro de Jace
con las garras extendidas. El caído alzó un brazo para protegerse, y las
garras se lo rasgaron, salpicando sangre. El muchacho de cabellos azules
volvió a atacar… y el látigo de Isabelle descendió sobre su espalda.
El muchacho lanzó un chillido y cayó hacia un lado.
Veloz como el chasquido del látigo de Isabelle, Jace rodó sobre sí
mismo. Brilló una arma en su mano y hundió el cuchillo en el pecho
del chico de cabellos azules. Un líquido negruzco estalló alrededor de la empuñadura. El muchacho se arqueó por encima del suelo, gorgoteando
y retorciéndose. Jace se puso en pie, con una mueca en la cara.
Su camisa negra era ahora más negra en algunos lugares empapados
de sangre. Bajó la mirada hacia la figura que se contorsionaba a sus
pies, alargó el brazo y arrancó el cuchillo. La empuñadura estaba recubierta
de líquido negro.
Los ojos del muchacho de cabellos azules se abrieron con un parpadeo;
fijos en Jace, parecían arder.
–Que así sea -siseó entre dientes-: Los repudiados se os llevarán
a todos.
Jace pareció gruñir. Al muchacho se le pusieron los ojos en blanco
y su cuerpo empezó a dar sacudidas y a moverse espasmódicamente
mientras se encogía, doblándose sobre sí mismo, empequeñeciéndose
más y más hasta que desapareció por completo.
Clary se puso en pie apresuradamente, liberándose de un puntapié
del cable eléctrico. Empezó a retroceder. Ninguno de ellos le prestaba
atención. Alec había llegado junto a Jace y le sostenía el brazo tirando
de la manga, probablemente intentando echar un buen vistazo
a la herida. Clary se volvió para echar a correr… y se encontró con Isabelle,
que le cerraba el paso con el látigo cuya dorada longitud estaba
manchada de fluido negro en la mano. Lo hizo chasquear en dirección
a Clary; el extremo se le enroscó alrededor de la muñeca y le dio un
fuerte tirón. Clary lanzó una exclamación ahogada de dolor y sorpresa.
–Pequeña mundi estúpida -masculló Isabelle-. Podrías haber
hecho que mataran a Jace.
–Está loco -dijo Clary, intentando echar la muñeca hacia atrás.
El látigo se le hundió más profundamente en la carne.
–Estáis todos locos. ¿Qué os creéis que sois, un grupo de vigilantes
asesinos? La policía…
–La policía no acostumbra a interesarse a menos que le presentes
un cadáver -indicó Jace.
Sosteniendo el brazo contra el pecho, el muchacho se abrió paso a
través del suelo cubierto de cables en dirección a Clary. Alec iba tras él,
con una expresión ceñuda en el rostro.
Clary echó una ojeada al punto en el que el muchacho había desaparecido,
y no dijo nada. Ni siquiera quedaba allí una manchita de
sangre; nada que mostrara que el muchacho había existido alguna vez.
–Regresan a sus dimensiones de residencia al morir -explicó
Jace-. Por si tenías curiosidad.
–Jace -siseó Alec-, ten cuidado.
Jace le apartó el brazo. Una truculenta ristra de motas de sangre le
marcaba el rostro. A Clary seguía recordándole a un león, con los ojos
claros y separados, y los cabellos de un dorado tostado.
–Puede vernos, Alec -replicó-. Sabe ya demasiado.
–Así pues, ¿qué quieres que haga con ella? – inquirió Isabelle.
–Dejarla ir -respondió Jace en voz baja.
Isabelle le lanzó una mirada sorprendida, casi enojada, pero no
discutió. El látigo resbaló de la muñeca, liberándole el brazo a Clary,
que se frotó la dolorida extremidad y se preguntó cómo diablos iba a
conseguir salir de allí.
–Quizá deberíamos llevarla de vuelta con nosotros -sugirió
Alec-. Apuesto a que Hodge querría hablar con ella.
–Ni hablar de llevarla al Instituto -dijo Isabelle-. Es una mundi.
–¿Lo es? – inquirió Jace con suavidad.
Su tono sosegado era peor que la brusquedad de Isabelle o la cólera
de Alec.
–¿Has tenido tratos con demonios, niñita? ¿Has paseado con brujos,
conversado con los Hijos de la Noche? ¿Has…?
–No me llamo “niñita” -le interrumpió Clary-. Y no tengo ni
idea de qué estás hablando.
“¿No la tienes? – dijo una voz en el interior de su cabeza-. Viste
evaporarse a ese chico. Jace no está loco…, simplemente desearías que
lo estuviera.”
–No creo en… demonios, o en lo que sea que tú…
–¿Clary?
Era la voz de Simon. Ésta se volvió en redondo y lo vio de pie junto
a la puerta del almacén. Le acompañaba uno de los fornidos porteros
que habían estado sellando manos en la puerta de entrada.
–¿Estás bien? – La miró escrutador a través de la penumbra-.
¿Por qué estás aquí sola? ¿Qué ha sucedido con los tipos…, ya sabes,
los de los cuchillos?
Clary le miró con asombro, luego miró detrás de ella, donde Jace,
Isabelle y Alec permanecían en pie, Jace todavía con la camisa ensangrentada
y el cuchillo en la mano. El muchacho le sonrió de oreja a oreja
y le dedicó un encogimiento de hombros en parte de disculpa, en
parte burlón. Era evidente que no le sorprendía que ni Simon ni el portero
pudieran verlos.
De algún modo, tampoco le sorprendía a Clary. Volvió otra vez la
cabeza lentamente hacia Simon, sabiendo el aspecto que debía de ofrecerle,
allí de pie sola en una húmeda habitación de almacenaje, con los
pies enredados en cables eléctricos de plástico brillante.
–Me ha parecido que entraban aquí -contestó sin convicción-.
Pero supongo que no ha sido así. Lo siento. – Pasó rápidamente la mirada
de Simon, cuya expresión empezaba a cambiar de preocupada a
incómoda, al portero, que simplemente parecía enojado-. Ha sido
una equivocación.
Detrás de ella, Isabelle lanzó una risita divertida.
–No lo creo -dijo tozudamente Simon mientras Clary, de pie en
el bordillo, intentaba desesperadamente parar un taxi. Los barrenderos
habían pasado por Orchard mientras ellos estaban dentro del club,
y la calle mostraba un negro barniz de agua oleosa.
–Lo sé -convino ella-. Lo normal sería que hubiera algún taxi.
¿Adónde va todo el mundo un domingo a medianoche? – Se volvió
hacia él, encogiéndose de hombros-. ¿Crees que tendremos más suerte
en Houston?
–No hablo de los taxis -repuso Simon-. Tú…, no te creo. No me
creo que esos tipos de los cuchillos simplemente desaparecieran.
Clary suspiró.
–A lo mejor no había tipos con cuchillos, Simon. Quizá simplemente
lo imaginé todo.
–Ni hablar. – Simon alzó la mano por encima de la cabeza, pero los taxis que se aproximaban pasaron zumbando por su lado, lanzando
una rociada de agua sucia-. Vi tu cara cuando entré en ese almacén.
Parecías realmente alucinada, como si hubieras visto un fantasma.
Clary pensó en Jace con sus ojos de león. Se echó un vistazo a la
muñeca, circundada por una fina línea roja a modo de brazalete en el
punto en el que el látigo de Isabelle se había enroscado. «No, un fantasma
no -pensó-. Algo aún más fantástico que eso.»
–Fue sólo una equivocación -insistió en tono cansino.
Se preguntó por qué no le estaba contando la verdad. Excepto, claro,
que él pensaría que estaba loca. Y había algo en lo que había sucedido;
algo en la sangre negra borboteando alrededor del cuchillo de
Jace, algo en su voz cuando le había dicho “¿Has conversado con los
Hijos de la Noche?”, que quería guardar para sí.
–Bueno, pues fue una equivocación de lo más embarazosa -repuso
Simon, y echó una ojeada atrás, hacia el club, desde donde una
fina cola todavía salía sigilosamente por la puerta y llegaba hasta mitad
de la manzana-. Dudo que vuelvan a dejarnos entrar jamás en
Pandemónium.
–¿Qué te importa eso a ti? Odias Pandemónium.
Clary volvió a alzar la mano cuando una forma amarilla fue hacia
ellos a toda velocidad por entre la niebla. En esta ocasión, no obstante,
el taxi frenó con un chirrido en la esquina, con el conductor presionando
la bocina como si necesitara atraer su atención.
–Por fin tenemos suerte.
Simon abrió la portezuela de un tirón y se deslizó al interior del
asiento trasero, forrado de plástico. Clary le siguió, inhalando el familiar
olor a humo rancio de cigarrillo, cuero y fijador de pelo de los taxis
de Nueva York.
–Vamos a Brooklyn -indicó Simon al taxista, y luego volvió la
cabeza hacia Clary-. Oye, sabes que puedes contarme cualquier cosa,
¿de acuerdo?
Ella vaciló un instante, luego asintió.
–Seguro, Simon -respondió-, sé que puedo hacerlo.
Cerró la portezuela de un golpe tras ella, y el taxi se puso en marcha,
perdiéndose en la noche.
–Y su brazo parecía una berenjena – masculló Clary para sí, exasperada.
El dibujo no salía. Con un suspiro arrancó otra hoja más de su bloc de dibujo, la arrugó y la arrojó contra la pared naranja de su dormitorio. El suelo estaba ya repleto de bolas de papel desechadas, una señal inequívoca de que sus jugos creativos no fluían del modo que había esperado. Deseó por milésima vez poder ser un poco más como su madre. Todo lo que Jocelyn Fray dibujaba, pintaba o esbozaba era hermoso, y aparentemente realizado sin esfuerzo.
Se quitó los auriculares, interrumpiendo Stepping Razor en mitad de la canción, y se frotó las doloridas sienes. Sólo entonces se dio cuenta de que el potente y agudo sonido de un teléfono retumbaba por el apartamento. Arrojó el bloc de dibujo sobre la cama, se puso en pie de un salto y corrió a la salita, donde el rojo teléfono retro descansaba sobre una mesa cerca de la puerta principal.
–¿Clarissa Fray?
La voz al otro lado del teléfono sonaba familiar, aunque no inmediatamente identificable.
Clary retorció nerviosamente el cordón del teléfono alrededor del dedo.
–¿Sííí?
–Hola, soy uno de los gamberros con cuchillo que conociste anoche en el Pandemónium. Me temo que te causé una mala impresión y esperaba que me dieras la oportunidad de resarcirte…
–¡SIMON! – Clary mantuvo el teléfono alejado del oído mientras él soltaba una carcajada-. ¡No tiene gracia!
–Ya lo creo que la tiene. Simplemente no le ves el lado cómico.
–Estúpido. – Clary suspiró, recostándose en la pared-. No te estarías riendo de haber estado aquí cuando llegué a casa anoche.
–¿Por qué no?
–Mi madre. No le gustó que llegáramos tarde. Le dio un ataque. Fue desagradable.
–¿Qué? ¡No es culpa tuya que hubiera tráfico! – protestó Simon, que era el más joven de tres hermanos y tenía un sentido muy agudizado de la injusticia familiar.
–Ya, bueno, ella no lo ve de ese modo. La decepcioné, le fallé, hice que se preocupara, bla, bla, bla. Soy la cruz de su existencia -continuó ella, imitando la precisa fraseología de su madre y con sólo una leve punzada de culpabilidad.
–Así que, ¿estás castigada? – preguntó Simon, en un tono un poco demasiado alto.
Clary pudo oir el ruido sordo de voces detrás de él; personas que discutían entre sí.
–No lo sé aún -respondió-. Mi madre salió esta mañana con Luke, y todavía no han regresado. ¿Dónde estás tú, de todos modos? ¿En casa de Eric?
–Sí. Acabamos de terminar el ensayo.
Se oyó el batir de un platillo detrás de Simon. Clary se estremeció.
–Eric va a dar un recital de poesía en Java Jones esta noche -siguió Simon, mencionando una cafetería situada en la esquina donde vivía Clary, que en ocasiones ofrecía música en vivo por la noche-. Toda la banda acudirá para mostrarle su respaldo. ¿Quieres venir?
–Sí, de acuerdo. – Clary hizo una pausa, dando ansiosos tironcitos al cordón del teléfono-. Espera, no.
–¿Queréis callaros, chicos? – chilló Simon; el débil tono de su voz hizo que Clary sospechara que sostenía el teléfono apartado de la boca; al cabo de un segundo reanudó la conversación, con voz que sonó preocupada-. ¿Eso ha sido un sí o un no?
–No lo sé. – Clary se mordió el labio-. Mi madre sigue enfurecida conmigo por lo de anoche. No estoy segura de querer cabrearla pidiéndole un favor. Si voy a tener problemas, no quiero que sea por la asquerosa poesía de Eric.
–Vamos, no es tan mala -dijo Simon.
Eric vivía al aldo de Simon, y los dos muchachos se conocían de casi toda la vida. No eran íntimos del modo en que Simon y Clary lo eran, pero habían formado un grupo de rock al inicio del segundo año de secundaria, junto con los amigos de Eric: Matt y Kirk. Ensayaban religiosamente todas las semanas en el garaje de los padres de Eric.
–Además, no es un favor -añadió Simon-, es un certamen de poesía en la esquina del bloque que hay frente a tu casa. No es como si te estuviera invitando a una orgía en Hoboken. Tu madre puede venir contigo si quiere.
–¡ORGÍA EN HOBOKEN!
Oyó Clary que alguien chillaba, probablemente Eric. Se oyó el estrépito de otro platillo. Imaginó a su madre escuchando a Eric leer su poesía y se estremeció interiormente.
–No sé. Si aparecéis todos por aquí, creo que le dará algo.
–Entonces iré solo. Te recogeré y así vamos juntos y nos encontramos con el resto allí. A tu madre no le importará. Me adora.
Clary tuvo que echarse a reír.
–Una señal de su discutible buen gusto, si me lo preguntas.
–Nadie te lo ha preguntado.
Simon colgó en medio de gritos procedentes de sus compañeros de la banda.
Clary colgó el teléfono y echó un vistazo a la salita. Por todas partes había pruebas de las tendencias artísticas de Jocelyn, su madre, desde los cojines de terciopelo hechos a mano apilados sobre el sofá rojo oscuro, a las paredes llenas de cuadros cuidadosamente enmarcados, paisajes en su mayoría: las calles sinuosas del centro de Manhattan iluminadas con una luz dorada; escenas de Prospect Park en invierno, con los grises estanques bordeados de una fina puntilla de hielo blanco.
En la repisa sobre la chimenea había una foto enmarcada del padre de Clary. Un hombre rubio de aspecto meditabundo en uniforme militar, y con delatores trazos de arrugas de expresión en el rabillo de los ojos. Había sido un soldado condecorado por su servicio en el extranjero. Jocelyn tenía algunas de sus medallas en una cajita junto a la cama, aunque las medallas no sirvieron de nada cuando Jonathan Clark estrelló su coche contra un árbol a las afueras de Albany y murió incluso antes de que naciera su hija.
Tras su muerte, Jocelyn había vuelto a usar su nombre de soltera. Nunca hablaba del padre de Clary, pero guardaba la caja grabada con sus iniciales, J. C., junto a la cama. Con las medallas había una o dos fotografías, una alianza y un solitario mechón de cabello rubio. En ocasiones, Jocelyn sacaba la caja, la abría y sostenía el mechón de pelo con gran delicadeza antes de devolverlo a su sitio y cerrar de nuevo cuidadosamente la caja con llave.
El sonido de la llave al girar en la puerta principal sacó a Clary de su ensueño. A toda prisa, se dejó caer sobre el sofá e intentó dar la impresión de estar inmersa en uno de los libros en rústica que su madre había dejado apilados en la mesita auxiliar. Jocelyn concedía a la lectura la categoría de pasatiempo sagrado, y por lo general, no interrumpiría a Clary en plena lectura de un libro, ni siquiera para echarle una bronca.
La puerta se abrió con un golpazo. Era Luke, con los brazos llenos de lo que parecían enormes pedazos cuadrados de cartón. Cuando los depositó en el suelo, Clary vio que eran cajas, plegadas planas. Luke se enderezó y se volvió hacia ella con una sonrisa.
–Hola, ti…, hola, Luke -dijo ella.
Él le había pedido que dejara de llamarle tío Luke hacía cosa de un año, afirmando que le hacía sentirse viejo y pensar en La cabaña del tío Tom. Además, le había recordado con delicadeza que él no era en realidad su tío, sólo un amigo íntimo de su madre que la conocía de toda la vida.
–¿Dónde está mamá?
–Aparcando la furgoneta – respondió él, estirando el larguirucho cuerpo con un gemido.
Iba vestido con su uniforme habitual: vaqueros viejos, una camisa de franela y unas gafas con montura dorada que descansaban ladeadas sobre el caballete de la nariz.
–¿Podrías recordarme de nuevo por qué este edificio carece de montacargas?
–Porque es viejo y posee personalidad -repuso al momento, y Luke sonrió burlón-. ¿Para qué son esas cajas? – preguntó ella.
La sonrisa desapareció.
–Tu madre quiere empaquetar algunas cosas -contestó él, evitando su mirada.
–¿Qué cosas?
Él agitó la mano con aire disciplente.
–Cosas que hay por la casa y molestan. Ya sabes que ella nunca tira nada. ¿Qué estás haciendo? ¿Estudiar?
Le arrancó el libro de la mano y leyó en voz alta: “El mundo sigue estando repleto de esas variopintas criaturas a las que una filosofía más sobria ha desechado. Hadas y trasgos, fantasmas y demonios, todavía rondan por ahí…”
Bajó el libro y la miró por encima de las gafas.
–¿Es esto para la escuela?
–¿La rama dorada? No. La escuela no empieza hasta dentro de unas pocas semanas. – Clary le arrebató el libro-. Es de mamá.
–Ya me lo parecía.
Ella lo depositó otra vez sobre la mesa.
–¿Luke?
–¿Ajá? – Olvidado ya el libro, él estaba rebuscando en la caja de herramientas que había junto a la chimenea-. Ah, aquí está.
Sacó una pistola color naranja de cinta de embalar y la contempló con profunda satisfacción.
–¿Qué harías si vieras algo que nadie más puede ver?
La pistola de cinta de embalar cayó de la mano de Luke y golpeó las baldosas de la chimenea. Él se arrodilló para recogerla, sin mirar a la muchacha.
–¿Quieres decir si yo fuera el único testigo de un crimen, esa clase de cosa?
–No; me refiero a si hubiera otras personas cerca, pero tú fueras el único que pudiera ver algo. Como si eso fuera invisible para todo el mundo excepto tú.
Él vaciló, aún arrodillado, con la abollada pistola de cinta de embalar aferrada en la mano.
–Sé que parece una locura -comenzó Clary nerviosamente-, pero…
Él se volvió. Sus ojos, muy azules tras las gafas, se detuvieron en ella con una mirada de sólido afecto.
–Clary, eres una artista, como tu madre. Eso significa que ves el mundo de modo que otras personas no pueden. Es tu don, ver la belleza y el horror en esas corrientes. Pero no significa que estés loca…sólo que eres diferente. No hay nada malo en ser diferente.
Clary subió las piernas y apoyó la barbilla en las rodillas. Mentalmente vio el almacén, el látigo dorado de Isabelle, el muchacho de cabellos azules convulsionándose en los estertores de la muerte y los ojos leonados de Jace. Belleza y horror.
–De haber vivido mi padre -dijo-, ¿crees que también habría sido un artista?
Luke pareció desconcertado. Antes de que pudiera responderle, la puerta se abrió de golpe, y la madre de Clary entró muy tiesa en la habitación, con los tacones de las botas repiqueteando sobre el brillante suelo de madera. Entregó a Luke un juego de tintineantes llaves y se volvió para mirar a su hija.
Jocelyn Fray era una mujer esbelta y atlética; los cabellos, unos cuantos tonos más oscuros que los de Clary y el doble de largos. En esos momentos estaban retorcidos hacia arriba en un nudo rojo oscuro, atravesado con un lápiz de dibujo para mantenerlos sujetos. Llevaba un mono salpicado de pintura sobre una camiseta color azul lavanda y botas de excursión marrones, cuyas suelas estaban cubiertas de pintura al óleo.
La gente siempre decía a Clary que se parecía a su madre, pero ella no lo veía. Lo único que era parecido en ellas era la figura. Ambas eran delgadas, con el tórax pequeño y las caderas estrechas. Ella sabía que no era hermosa como lo era su madre. Para ser hermosa, se tenía que ser esbelta y alta, y cuando se era tan baja como Clary, apenas algo más de metro cincuenta, una sólo era mona. No guapa o hermosa, sino mona. Si a eso se añaden un cabello color zanahoria y una cara llena de pecas, Clary era más bien como aquella muñeca de trapo llamada Raggedy Ann comparada con la muñeca Barbie que era su madre.
Jocelyn incluso tenía un modo de andar tan gracioso que hacía que la gente volviera la cabeza para contemplarla pasar. Clary, por su parte, siempre andaba dando traspiés. La gente sólo se volvía para contemplarla cuando pasaba como una exhalación por su lado al caer por las escaleras.
–Gracias por subir las cajas -dijo la madre de Clary a Luke, y le sonrió.
Él no devolvió la sonrisa. A Clary se le hizo un nudo en el estómago. Era evidente que pasaba algo.
–Lamento haber tardado tanto en encontrar sitio. Debe de haber un millón de personas en el parque hoy…
–¿Mamá? – interrumpió Clary-. ¿Para qué son las cajas?
Jocelyn se mordió el labio. Luke movió veloz los ojos hacia Clary, instando en silencio a Jocelyn para que se acercara. Con un nervioso gesto de muñeca, ésta se puso un mechón de pelo tras la oreja y fue a reunirse con su hija en el sofá.
A tan poca distancia, Clary pudo ver el aspecto tan cansado que mostraba su madre. Había oscuras medias lunas bajo sus ojos, y los párpados aparecían nacarinos por falta de sueño.
–¿Tiene que ver esto con lo de anoche? – preguntó Clary.
–No -dijo rápidamente su madre, y luego vaciló-. Quizás un poco. No debiste hacer lo que hiciste anoche. Lo sabes perfectamente.
–Y ya he pedido perdón. ¿De qué va todo esto? Si me estás castigando, acaba de una vez.
–No te estoy castigando -respondió su madre.
Su voz sonó tensa como el alambre. Dirigió una rápida mirada a Luke, que negó con la cabeza.
–Simplemente díselo, Jocelyn -dijo éste.
–¿Podríais no hablar como si yo no estuviera aquí? – inquirió Clary, enojada-. ¿Y que quieres decir con que me diga? ¿Qué me diga que?
Jocelyn soltó un suspiro.
–Nos vamos de vacaciones.
Toda expresión desapareció del rostro de Luke, igual que un lienzo al que le han eliminado toda la pintura.
Clary sacudió la cabeza.
–¿De qué va todo esto? ¿Os vais de vacaciones? – Volvió a dejarse caer sobre los cojines-. No lo entiendo. ¿A que viene todo este numerito?
–Me parece que no lo entiendes. Me refiero a que nos vamos todos de vacaciones. Los tres: tu, yo y Luke. Nos vamos a la granja.
–Ah.
Clary echó una ojeada a Luke, pero este tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba fijamente por la ventana, con la mandíbula muy apretada. Se preguntó que lo preocupaba. Él adoraba la vieja granja situada en el norte del estado de Nueva York; la había comprado y restaurado él mismo hacía diez años, e iba allí siempre que podía.
–¿Durante cuanto tiempo?
–El resto del verano -dijo Jocelyn-. Traje las cajas por si quieres embalar algunos libros, material de pintura…
–¿El resto del verano? – Clary se sentó muy tiesa, llena de indignación-. No puedo hacer eso, mamá. Tengo planes; Simon y yo íbamos a celebrar una fiesta de vuelta a la escuela, y tengo un montón de reuniones con mi grupo de arte, y diez clases más en Tisch…
–Lamento lo de Tisch. Pero las otras cosas se pueden cancelar. Simon lo comprenderá, y también lo hará tu grupo de arte.
Clary oyó la implacabilidad del tono de su madre y se dio cuenta de que hablaba en serio.
–¡Pero ya he pagado esas clases de arte! ¡Estuve ahorrando todo el año! Lo prometiste. – Se volvió en redondo hacia Luke-. ¡Díselo! ¡Dile que no es justo!
Luke no apartó la mirada de la ventana, aunque un músculo se movió violentamente en su mejilla.
–Es tu madre. Ella es quien debe decidir.
–No lo comprendo. – Clary se volvió hacia su madre-. ¿Por qué?
–Tengo que marcharme, Clary -respondió Jocelyn, y las comisuras de sus labios temblaron-. Necesito paz y tranquilidad para pintar. Y en estos momentos andamos escasas de dinero…
–Pues vende unas cuantas más de las cosas de papá -replicó ella con enojo-. Eso es lo que acostumbras a hacer, ¿no es cierto?
Jocelyn se echó hacia atrás.
–Eso no es justo.
–Mira, ve si quieres ir. No me importa. Me quedaré aquí sin ti. Puedo trabajar; puedo conseguir un empleo en Starbucks o algo así. Simon dijo que siempre están contratando a gente. Soy lo bastante mayor como para cuidar de mí misma…
–¡No! – La brusquedad en la voz de Jocelyn hizo dar un brinco a Clary-. Te devolveré el dinero de las clases de arte, Clary. Pero vas a venir con nosotros. No hay opción. Eres demasiado joven para quedarte aquí tu sola. Podría pasar algo.
–¿Cómo qué? ¿Qué podría pasar? – exigió ella.
Se oyó un estrépito. Volvió la cabeza sorprendida y vio que Luke había tirado unos de los cuadros enmarcados que estaban apoyados en la pared. Con una expresión claramente alterada, éste volvió a colocarlo en su lugar. Cuando se irguió, su boca estaba cerrada en una sombría línea.
–Me voy
Jocelyn se mordió el labio.
–Espera.
Corrió tras él hasta la entrada, alcanzándolo justo cuando cerraba la mano sobre el pomo de la puerta. Torciendo el cuerpo en el sofá, Clary consiguió apenas escuchar el apremiante susurro de su madre:
–… Bane -decía Jocelyn-. Le he estado llamando y llamando durante las últimas tres semanas. Su buzón de voz dice que está en Tanzania. ¿Qué se supone que debo hacer?
–Jocelyn -Luke sacudió la cabeza negativamente-, no puedes seguir acudiendo a él eternamente.
–Pero Clary…
–No es Jonathan -siseó Luke-. Nunca has sido la misma desde que sucedió, pero Clary no es Jonathan.
“¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto?”, se preguntó Clary, desconcertada.
–No puedo limitarme a mantenerla en casa, a no dejarla salir. No lo soportará.
–¡Claro que no lo hará! – Luke sonó realmente enojado-. No es una mascota, es una adolescente. Casi una adulta.
–Si estuviéramos fuera de la ciudad…
–Habla con ella, Jocelyn. – La voz de Luke era firme-. Lo digo en serio. – Alargó la mano hacia el pomo.
La puerta se abrió de golpe. Jocelyn soltó un pequeño grito.
–¡Jesús! – exclamó Luke.
–En realidad, soy solo yo -dijo Simon-. Aunque me han dicho que el parecido es sorprendente. – Agitó la mano en dirección a Clary desde la entrada-. ¿Estás lista?
Jocelyn se apartó la mano de la boca.
–Simon, ¿estabas escuchando?
Simon pestañeó.
–No, acabo de llegar. – Pasó la mirada del rostro pálido de Jocelyn al rostro sombrío de Luke-. ¿Sucede algo? ¿Debería irme?
–No te molestes -dijo Luke-. Creo que hemos acabado aquí.
Se abrió paso junto a Simon, bajando ruidosamente las escaleras con ritmo rápido. Abajo, la puerta de la calle se cerró de un portazo.
Simon permaneció en la entrada, con aspecto indeciso.
–Puedo regresar más tarde -dijo-. De verdad. No sería ningún problema.
–Eso podría… -empezó Jocelyn, pero Clary estaba ya de pie.
–Olvídalo, Simon. Nos vamos -declaró, agarrando su bolsa mensajero de un gancho situado cerca de la puerta.
Se la colgó al hombro dirigiendo una mirada desafiante a su madre.
–Nos vemos luego, mamá.
Jocelyn se mordió el labio.
–Clary, ¿no crees que deberíamos hablar sobre esto?
–Tendremos muchísimo tiempo para hablar mientras estemos de “vacaciones” -repuso ella en tono sarcástico, y tuvo la satisfacción de ver cómo su madre se estremecía-. No me esperes levantada -añadió, y agarrando el brazo de Simon, medio arrastró al joven fuera de la puerta principal.
Éste clavó los talones, mirando contrito por encima del hombro a la madre de Clary, que permanecía inmóvil, pequeña y desamparada, en la entrada, con las manos fuertemente enlazadas.
–¡Adiós, señora Fray! – se despidió-. ¡Que pase una buena noche!
–Ah, cállate, Simon -le espetó Clary, y cerró la puerta de golpe tras ellos, interrumpiendo la respuesta de su madre.
–Jesús, tía, no me arranques el brazo -protestó Simon mientras Clary tiraba de él escaleras abajo, sus Skechers verdes golpeando los peldaños de madera con cada furioso paso.
La muchacha echó una ojeada a lo alto, medio esperando ver a su madre contemplándoles enfurecida desde el descansillo, pero la puerta del apartamento permaneció cerrada.
–Lo siento -masculló Clary, soltándole la muñeca.
Se detuvo al pie de las escaleras, con la bolsa golpeándole la cadera.
La casa de piedra rojiza de Clary, como la mayoría en Park Slope, había sido en el pasado la residencia individual de una familia acaudalada y restos de su antiguo esplendor resultaban aún evidentes en la escalinata curva, el suelo de mármol desportillado de la entrada y la amplia claraboya de un solo cristal de lo alto. En la actualidad, la casa estaba dividida en apartamentos separados, y Clary y su madre compartían el edificio de tres plantas con otra inquilina en la planta baja, una anciana que tenía una consulta de vidente en su apartamento. Apenas salía de él, aunque las visitas de clientes eran poco frecuentes. Una placa dorada sujeta a la puerta la anunciaba como “MADAME DOROTHEA, VIDENTE Y PROFETISA”.
El espeso humo dulzón del incienso se derramaba desde la puerta entreabierta al vestíbulo.
–Es agradable ver que su negocio va viento en popa -comentó Simon-. Estos días es difícil encontrar trabajo estable como profeta.
–¿Tienes que ser sarcástico respecto a todo? – le dijo Clary en tono brusco.
Simon pestañeó, claramente sorprendido.
–Pensaba que te gustaba cuando me mostraba agudo e irónico.
Clary estaba a punto de responder cuando la puerta de madame Dorothea se abrió de par en par y un hombre salió por ella. Era alto, con la tez del color del jarabe de arce, ojos de un dorado verdoso como los de un gato y cabellos enmarañados. Le dedicó una sonrisa deslumbrante, mostrando unos afilados dientes blancos.
Un vahído se apoderó de ella, proporcionándole la clara sensación de que iba a desmayarse.
Simon la miró con inquietud.
–¿Te encuentras bien? Parecía como si fueras a perder el conocimiento.
Ella le miró parpadeando.
–¿Qué? No, estoy perfectamente.
Él no pareció querer abandonar el tema.
–Parece como si acabaras de ver un fantasma.
Clary negó con la cabeza. El recuerdo de haber visto algo la incordiaba, pero cuando intentó concentrarse, se le escapó igual que agua entre los dedos.
–Nada, me pareció ver el gato de Dorothea, pero supongo que sólo fue la luz que me engañó. – Simon la miró fijamente-. No he comido nada desde ayer -añadió ella, poniéndose a la defensiva-. Imagino que estoy un poco fuera de combate.
Él le deslizo un reconfortante brazo sobre los hombros.
–Vamos, te invitaré a comer algo.
–Simplemente no puedo creer que esté actuando así -dijo Clary por cuarta vez, persiguiendo por el plato un poco de guacamole errante con la punta de un nacho.
Estaban en un local mexicano del barrio, un cuchitril llamado Mama Nacho.
–Como si castigarme una semana sí otra no, no fuera bastante malo. Ahora estaré exiliada durante el resto del verano.
–Bueno, ya lo sabes, tú madre se pone así de vez en cuando -repuso Simon-. Como cuando aspira o espira. – Le sonrió de oreja a oreja desde detrás de su burrito vegetariano.
–Vale, tú puedes actuar como si fuera divertido -dijo ella-. No es a ti a quien van a arrastrar en medio de ninguna parte durante Dios sabe cuánto tiempo…
–Clary -Simon interrumpió su diatriba-, yo no soy la persona con la que estás furiosa. Además, no va a ser permanente.
–¿Cómo lo sabes?
–Bueno, porque conozco a tu madre -respondió él, tras una pausa-. Quiero decir, tú y yo hemos sido amigos durante cuánto, ¿diez años ya? Sé que se pone así a veces. Se lo pensará mejor.
Clary tomó un chile de su plato y mordisqueó el borde, meditabunda.
–¿Es eso cierto? – preguntó-. ¿Lo de conocerla, quiero decir? A veces me pregunto si alguien lo hace.
–Ahí me he perdido -repuso él, mirándola con un pestañeo.
Clary aspiró aire para refrescarse la ardiente boca.
–Quiero decir que nunca habla sobre sí misma. No se nada sobre su infancia o su familia, ni demasiado de cómo conoció a mi padre. Ni siquiera tiene fotos de la boda. Es como si su vida empezara cuando me tuvo a mi. Eso es lo que siempre dice cuando le pregunto.
–Ah -Simon le hizo una mueca-, eso es bonito.
–No, no lo es. Es raro. Es raro que yo no sepa nada sobre mis abuelos. Quiero decir, sé que los padres de mi padre no fueron amables con ella, pero ¿tan malos son? ¿Qué clase de gente no quiere conocer a su nieta?
–Quizás ella los odia. Tal vez fueron groseros o algo así -sugirió Simon-. Tiene esas cicatrices.
Clary le miró sorprendida.
–¿Tiene qué?
Él tragó un bocado de burrito.
–Esas cicatrices pequeñas y finas. Por toda la espalda y los brazos. He visto a tu madre en bañador, ya lo sabes.
–Jamás me he fijado en que tuviera cicatrices -repuso ella con seguridad-. Creo que imaginas cosas.
Él la miró fijamente, y parecía a punto de decir algo cuando el teléfono móvil de Clary, enterrado en su bolsa, empezó a sonar estridentemente. Clary lo sacó, contempló los números que parpadeaban en la pantalla e hizo una mueca.
–Es mi madre.
–Me he dado cuenta por la expresión de tu cara. ¿Vas a hablar con ella?
–No en estos momentos -contestó ella, sintiendo el familiar mordisco de culpabilidad en el estómago, mientras el teléfono dejaba de sonar y se ponía en marcha el buzón de voz-. No quiero pelearme con ella.
–Siempre puedes quedarte en mi casa -ofreció Simon-. Todo el tiempo que quieras.
–Bueno, veremos si se tranquiliza primero.
Clary pulsó el botón del buzón de voz de su móvil. La voz de su madre sonó tensa, pero estaba claro que intentaba mostrarse desenfadada: “Cariño, lamento haberte soltado de sopetón los planes para ir de vacaciones. Ven a casa y charlaremos”. Clary cortó la comunicación antes de que finalizara el mensaje, sintiéndose aún más culpable y al mismo tiempo todavía enojada.
–Quiere hablar.
–¿Quieres hablar con ella?
–No lo sé. – Clary se pasó el dorso de la mano por los ojos-. ¿Todavía vas a ir al recital poético?
–Prometí que lo haría.
Clary se puso en pie, empujando la silla hacia atrás.
–Entonces iré contigo. La llamaré cuando acabe.
La correa de la bolsa de mensajero le resbaló por el brazo, y Simon se la volvió a subir distraídamente, dejando que los dedos se entretuvieran sobre la piel desnuda de su hombro.
En el exterior, el aire resultaba esponjoso debido a la humedad, humedad que rizaba los cabellos de Clary y le pegaba a Simon la camiseta azul a la espalda.
–Y bien, ¿cómo le va al grupo? – preguntó ella-. ¿Algo nuevo? Se oían muchos gritos de fondo cuando hablé contigo antes.
El rostro de su amigo se iluminó.
–Las cosas van la mar de bien -respondió-. Matt dice que conoce a alguien que podría conseguirnos una actuación en el Scrap Bar. Estamos buscando nombres otra vez.
–¿Sí? – Clary ocultó una sonrisa.
En realidad, el grupo de Simon nunca tocaba nada. La mayor parte del tiempo lo pasaban en la salita de Simon, discutiendo sobre nombres y logotipos potenciales para el grupo. En ocasiones, Clary se preguntaba si alguno de ellos realmente sabía tocar un instrumento.
–¿Qué hay sobre la mesa?
–Estamos eligiendo entre Conspiración Vegetal Marina y Panda Inmutable.
Clary meneó la cabeza.
–Los dos son terribles.
–Eric sugirió Tumbonas en Crisis.
–Tal vez Eric debería seguir con los videojuegos.
–Pero entonces tendríamos que encontrar un nuevo batería.
–Ah, ¿es eso lo que hace Eric? Pensaba que se limitaba a gorrearos dinero y a tratar de impresionar a las chicas de la escuela diciendo que pertenece a un grupo.
–Nada de eso -respondió Simon con toda tranquilidad-. Eric se ha reformado. Tiene una novia. Llevan tres meses saliendo.
–Prácticamente casados -dijo Clary, rodeando a una pareja que empujaba a una criatura en una sillita: una niña pequeña con pasadores de plástico amarillo en el cabello, que tenía agarrada firmemente un hada de juguete con alas color zafiro con listas doradas.
Pro el rabillo del ojo, a Clary le pareció ver moverse las alas. Volvió la cabeza a toda velocidad.
–Lo que significa -continuó Simon-, que soy el único miembro del grupo que no tiene novia. Lo que, como ya sabes, es precisamente lo que se pretende al estar en un grupo. Conquistar a las chicas.
–Pensaba que se trataba de la música.
Un hombre con un bastón se cruzó en su paso, encaminándose a la calle Berkeley- Clary desvió rápidamente la vista, temiendo que si miraba a alguien durante demasiado tiempo, le crecerían alas, brazos extras o largas lenguas bífidas como las de las serpientes.
–De todos modos ¿a quién le importa si tienes una novia?
–A mí me importa -respondió Simon con melancolía-. Muy pronto, las únicas personas que no tendrán novia seremos yo y Wendell, el conserje de la escuela. Y él huele a limpiacristales.
–Siempre estará Sheila “Tanga” Barbarino -sugirió Clary.
Clary se había sentado detrás de ella en clase de matemáticas de noveno, y cada vez que a Sheila se le había caído el lápiz, lo que sucedía a menudo, Clary había disfrutado de una vista de la ropa interior de Sheila subiendo por encima de la cinturilla de sus vaqueros superbajos.
–es con ella con quien Eric lleva saliendo los últimos tres meses -repuso Simon-. Su consejo fue que simplemente debía decidir qué chica de la escuela tenía el cuerpo más rocanrolero y pedirle para salir el primer día de clase.
–Eric es un cerdo sexista -afirmó Clary, no deseando, de repente, saber qué chica de la escuela pensaba Simon que tenía el cuerpo más rocanrolero-. Quizá deberíais llamar al grupo Los cerdos sexistas.
–No suena mal.
Simon no parecía haberse inmutado. Clary le hizo una mueca mientras su bolsa vibraba bajo la estridente melodía de su teléfono.
Lo sacó del bolsillo con cremallera.
–¿Es tu madre otra vez? – preguntó él.
Clary asintió. Veía a su madre mentalmente, pequeña y sola en la entrada de su apartamento. La sensación de culpabilidad le llenó el pecho.
Alzó la mirada hacia Simon, que la contemplaba con los ojos sombríos de preocupación. Su rostro le era tan familiar que podría haberlo bosquejado dormida. Pensó en las solitarias semanas que se extendían ante ella sin él, y volvió a meter el móvil en el bolso.
–Vamos -dijo-. Llegaremos tarde al espectáculo.
–Esto va a ser una auténtica porquería -pronosticó Clary, y agarró a Simon de la manga, tirando de él hacia la puerta-. Si salimos huyendo, todavía podemos escapar.
Él movió negativamente la cabeza con determinación.
–Soy un hombre de palabra. – Cuadró los hombros-. Traeré el café si tú nos consigues un asiento. ¿Qué quieres?
–Café solo. Negro… como mi alma.
Simon se dirigió al mostrador, mascullando por lo bajo algo respecto a que era muchísimo mejor lo que hacía él ahora que lo que había hecho nunca antes. Clary fue en busca de asientos para ambos.
La cafetería estaba atestada para ser un lunes; la mayoría de los desgastados sofás y sillones estaban ocupados por adolescentes que disfrutaban de una noche libre entre semana. El olor a café y a cigarrillos de clavo era abrumador. Por fin, Clary encontró un sofá desocupado en un rincón oscuro del fondo. La única otra persona en las proximidades era una muchacha rubia con una camiseta naranja sin mangas, jugando absorta con su iPod.
“Estupendo -pensó Clary-. Eric no podrá localizarnos aquí atrás después de la actuación para preguntar qué tal nos pareció su poesía.”
La chica rubia se inclinó por encima del lateral de su silla y le dio un golpecito a Clary en el hombro.
–Perdona -Clary alzó la mirada sorprendida-, ¿es ése tu novio? – preguntó la muchacha.
Clary siguió la dirección de la mirada de la chica, preparada ya para decir: “No, no lo conozco”, cuando reparó en que la chica se refería a Simon, que se dirigía hacia ellas, con el rostro contraído en una expresión concentrada, mientras intentaba no dejar caer ninguno de los vasos de poliestireno.
–Uh, no -respondió Clary-, es un amigo.
La chica sonrió ampliamente.
–Es mono. ¿Tiene novia?
Clary vaciló ligeramente antes de responder.
–No.
La muchacha adoptó una expresión suspicaz.
–¿Es gay?
El regreso de Simon ahorró a Clary tener que responder. La chica rubia se volvió a sentar apresuradamente mientras él depositaba los vasos en la mesa y se dejaba caer junto a Clary.
–No lo soporto cuando se quedan sin tazas. Esas cosas están ardiendo.
Se sopló los dedos y puso cara de pocos amigos. Clary intentó ocultar una sonrisa mientras le observaba. Por lo general, no pensaba en si Simon era guapo o no. Tenía unos bonitos ojos oscuros, supuso, y el cuerpo se le había rellenado bien en el transcurso del año anterior y parte del otro. Con el corte de pelo adecuado…
–Me estas mirando fijamente -dijo Simon-. ¿Por qué me estás mirando fijamente? ¿Tengo algo en la cara?
“Debería decírselo -pensó Clary, aunque una parte de ella se mostraba extrañamente reacia a hacerlo-. Sería una mala amiga si no lo hiciera.”
–No mires ahora, pero esa chica rubia de ahí cree que eres mono -susurró.
Los ojos de Simon se movieron lateralmente para contemplar con atención a la muchacha, que estudiaba con aplicación un ejemplar de Shonen Jump.
–¿La chica del top naranja?
Clary asintió.
_¿Qué te hace pensar eso? – preguntó Simon, desconfiado.
“Díselo. Va, díselo.”
Clary abrió la boca para responder, y fue interrumpida por un fuerte pitido de los bafles. Hizo una mueca de dolor y se tapó los oidos, mientras Eric, en el escenario, forcejeaba con el micrófono.
–¡Lo siento, chicos! Chilló éste-. Muy bien. Soy Eric, y éste es mi colega Matt a la batería. Mi primer poema se llama “Sin titulo”. – Crispó la cara como si sintiera dolor, y gimió al micrófono-: ¡Ven mi falso gigante, mi nefando bajo vientre! ¡Unta toda protuberancia con árido celo!
Simon se deslizó hacia abajo en su asiento.
–Por favor no digas a nadie que le conozco.
Clary lanzó una risita.
–¿Quién usa la palabra “bajo vientre”?
–Eric -respondió Simon, sombrío-. Todos sus poemas tienen bajos vientres en ellos.
–¡Turgente es mi tormento! -gimió Eric-. ¡La zozobra crece en el interior!
–Puedes apostar a que sí -repuso Clary, y se deslizó hacia abajo en el asiento junto a Simon-. De todos modos, sobre la chica que piensa que eres mono…
–No te preocupes por eso ni un segundo -le cortó él, y Clary le miró con un pestañeo sorprendido-. Hay algo de lo que quería hablarte.
–Topo Furioso no es un buen nombre para un grupo -dijo inmediatamente ella.
–No es eso -repuso Simon-. Es sobre lo que estábamos hablando antes. Sobre lo de que no tengo novia.
–Ah. – Clary alzó un hombro en un gesto de indiferencia-. Vaya, no sé. Pide a Jaida Jones que salga contigo -sugirió, nombrando a una de las pocas chicas de San Javier que de verdad le caían bien-. Es agradable, y le gustas.
–No quiero pedirle a Jaida Jones que salga conmigo.
–¿Por qué no? – Clary se encontró atenazada por un repentino e indeterminado rencor-. ¿No te gustan las chicas listas? ¿Todavía buscas un cuerpo rocanroleante?
–Ninguna de las dos cosas -respondió él, que parecía agitado-. No quiero pedirle para salir porque en realidad no sería justo para ella que lo hiciera…
Sus palabras se apagaron. Clary se inclinó al frente. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo la chica rubia se inclinaba también al frente, escuchando, sin lugar a dudas.
–¿Por qué no?
–Porque me gusta otra persona -contestó Simon.
–De acuerdo.
Simon estaba ligeramente verdoso, igual que lo había estado en una ocasión cuando se rompió el tobillo jugando a fútbol en el parque y tuvo que regresar a casa cojeando sobre él. Clary se preguntó que demonios había en el hecho de que le gustara alguien para colocarle en tal insoportable estado de ansiedad.
–No eres gay, ¿verdad?
El color verdoso de Simon se intensificó.
–Si lo fuera, vestiría mejor.
–En ese caso, ¿quién es? – preguntó Clary.
Estaba a punto de añadir que si estaba enamorado de Sheila Barbarino, Eric le patearía el culo, cuando oyó que alguien tosía sonoramente a su espalda. Era una clase de tos burlona, la clase de sonido que alguien emitiría si intentaba no reír en voz alta.
Volvió la cabeza.
Sentado en un descolorido sofá verde, a unos pocos centímetros de ella, estaba Jace. Llevaba puestas las mismas ropas oscuras que lucía la noche anterior en el club. Los brazos estaban desnudos y cubiertos de tenues líneas blancas, como si fueran viejas cicatrices. En las muñecas llevaba amplias pulseras de metal; Clary distinguió el mango de hueso de un cuchillo sobresaliendo de la izquierda. Él la miraba directamente, con un lado de la estrecha boca curvado en una expresión divertida. Peor que la sensación de que se rieran de ella, era la absoluta convicción de Clary de que él no había estado sentado allí cinco minutos atrás.
–¿Qué sucede?
Simon había seguido la dirección de su mirada, pero era evidente por su rostro inexpresivo, que no podía ver a Jace.
“Pero yo te veo.”
Clary clavó la mirada en Jace mientras lo pensaba, y éste alzó la mano izquierda para saludarla. Un anillo centelleó en un delgado dedo. El joven se puso en pie y empezó a caminar, pausadamente, hacia la puerta. Los labios de Clary se separaron con expresión sorprendida. Se marchaba, tantranquilo.
Notó la mano de Simon, en el brazo. Pronunciaba su nombre, le preguntaba si sucedía algo. La voz del chico sonaba ajena.
–Volveré enseguida -se oyó decir, mientras se levantaba del sofá de un salto, casi olvidando dejar la taza de café en la mesa.
Salió corriendo hacia la puerta, mientras Simon la seguía atónito con la mirada.
Clary atravesó precipitadamente las puertas, aterrada por la idea de que Jace pudiera haberse desvanecido entre las sombras del callejón, como un fantasma. Pero estaba allí, repantingado contra la pared. Había sacado algo del bolsillo y pulsaba botones en ello. Alzó la mirada sorprendido cuando la puerta de la cafetería se cerró violentamente tras ella.
A la luz cada vez más crepuscular, su cabello parecía de un dorado cobrizo.
–La poesía de tu amigo es terrible -dijo.
Clary pestañeó, momentáneamente cogida por sorpresa.
–¿Cómo?
–He dicho que su poesía es terrible. Suena como si se hubiera comido un diccionario y empezado a vomitar palabras al azar.
–No me importa la poesía de Eric. – Clary estaba furiosa-. Quiero saber por qué me estás siguiendo.
–¿Quién ha dicho que te esté siguiendo?
–Buen intento. Y estabas escuchando disimuladamente, además. ¿Quieres contarme de que va todo esto, o debería simplemente llamar a la policía?
–¿Y decirles qué? – replicó Jace en tono mordaz-. ¿Qué gente invisible te está molestando? Confía en mí, pequeña, la policía no arrestará a alguien que no puede ver.
–Ya te dije antes que mi nombre no es pequeña -masculló ella entre dientes-. Es Clary.
–Lo sé -repuso él-. Un nombre bonito. Como la hierba, la salvia sclarea o clary. En los viejos tiempos, la gente pensaba que comerse las semillas permitía ver a los seres mágicos. ¿Sabías eso?
–No tengo ni idea de qué estás hablando.
–No sabes gran cosa, ¿verdad? – preguntó él, y había un perezoso desdén en sus ojos dorados-. Pareces ser un mundano como cualquier otro mundano, sin embargo puedes verme. Parece un acertijo.
–¿Qué es un mundano?
–Alguien del mundo humano. Alguien como tú.
–Pero tú eres humano -afirmó Clary.
–Lo soy -repuso él-. Pero no soy como tú.
No había ningún deje defensivo en su voz. Sonó como si no le importara si le creía o no.
–Te crees que eres mejor. Es por eso que te estabas riendo de nosotros.
–Me reía de vosotros porque las declaraciones de amor me divierten, en especial cuando no son correspondidas -explicó él-. Y porque tu Simon es uno de los mundanos más mundanos con los que me he tropezado jamás. Y porque Hodge pensó que podrías ser peligrosa, pero si lo eres, desde luego no lo sabes.
–¿Yo, peligrosa? Repitió Clary, estupefacta-. Te vi matar a alguien anoche. Te vi hundirle un cuchillo bajo las costillas, y…
“Y vi cómo él te hería con dedos que eran como cuchillas. Te vi sangrando, y ahora parece como si nada te hubiera tocado.”
–Quizá sea un asesino -dijo Jace-, pero sé lo que soy. ¿Puedes tú decir lo mismo?
–Soy un ser humano corriente, tal y como dijiste. ¿Quién es Hodge?
–Mi tutor. Y yo no me tildaría tan rápidamente de corriente, si fuera tú. – Se inclinó al frente-. Deja que te vea la mano derecha.
–¿Mi mano derecha? – repitió ella, y él asintió-. ¿Si te enseño la mano, me dejarás tranquila?
–Desde luego.
Su voz dejó traslucir un deje divertido.
Ella extendió la mano derecha de mala gana. Tenía un aspecto pálido bajo la tenue luz que se derramaba desde las ventanas, con los nudillos salpicados por una leve capa de pecas. De algún modo, se sintió tan desprotegida como si se estuviera levantando la camisa y le mostrara el pecho desnudo.
–Nada. – La voz del muchacho sonó decepcionada-. No eres zurda, ¿verdad?
–No. ¿Por qué?
Él le soltó la mano con un encogimiento de hombros.
–A la mayoría de niños cazadores de sombras los marcan en la mano derecha… o en la izquierda, si son zurdos como yo…, cuando aún son pequeños. Es una runa permanente que presta una habilidad extra con armas.
Le mostró el dorso de su mano izquierda; a ella le pareció totalmente normal.
–No veo nada -dijo.
–Deja que tu mente se relaje -sugirió él-. Aguarda a que venga a ti. Como si aguardases a que algo se elevara a la superficie del agua.
–Estás loco.
Pero se relajó, fijando la mirada en la mano, contemplando las diminutas líneas sobre los nudillos, las largas articulaciones de los dedos…
Le saltó a la vista de improviso, centelleando como una señal de NO CRUZAR. Un dibujo negro parecido a un ojo. Parpadeó, y el dibujo se desvaneció.
–¿Un tatuaje?
Él sonrió con aire de suficiencia y bajó la mano.
–Estaba seguro de que podrías hacerlo. Y no es un tatuaje… es una Marca. Son runas, marcadas a fuego en nuestra carne.
–¿Hacen que manejes mejor las armas?
A Clary le resultó difícil de creer, aunque quizá no más difícil que creer en la existencia de zombies.
–Marcas distintas hacen cosas distintas. Algunas son permanentes, pero la mayoría se desvanece cuando han sido usadas.
–¿Es por eso que hoy no tienes los brazos pintados? – preguntó ella-. ¿Incluso cuando me concentro?
–Ése es exactamente el motivo. – Sonó satisfecho consigo mismo-. Sabía que poseías la Visión, al menos. – Echó una ojeada al cielo-. Casi ha oscurecido por completo. Deberíamos irnos.
–¿Deberíamos? Creía que ibas a dejarme tranquila.
–Te he mentido -respondió Jace sin una pizca de vergüenza-. Hodge dijo que debo llevarte al Instituto. Quiere hablar contigo.
–¿Por qué iba a querer hablar conmigo?
–Porque ahora sabes la verdad -respondió Jace-. No ha existido un mundano que conociera nuestra existencia durante al menos cien años.
–¿Nuestra existencia? – repitió ella-. Te refieres a la de gente como tú. A gente que cree en demonios.
–A gente que los mata -corrigió Jace-. Somos los cazadores de sombras. Al menos, eso es lo que nos llamamos a nosotros mismos. Los subterráneos tienen nombres menos halagüeños para nosotros.
–¿Subterráneos?
–los Hijos de la Noche. Los brujos. Los duendes. Los seres mágicos de esta dimensión.
Clary sacudió la cabeza.
–No te detengas ahí. Supongo que también hay, digamos: ¿vampiros, hombres lobo y zombies?
–Desde luego que los hay -le informó Jace-. Aunque los zombies los encuentras en su mayoría más al sur, donde están los sacerdotes del voudun.
–¿Qué hay de las momias? ¿Sólo andan por Egipto?
–No seas ridícula. Nadie cree en momias.
–¿Nadie cree?
–Por supuesto que no -afirmó Jace-. Mira, Hodge te explicará todo esto cuando le veas.
Clary cruzó los brazos sobre el pecho.
–¿Qué sucede si no quiero verle?
–Ése es tu problema. Puedes venir voluntariamente o a la fuerza.
Clary no podía creer lo que oía.
–¿Estas amenazando con secuestrarme?
–Si quieres verlo de ese modo -dijo Jace-, sí.
Clary abrió la boca para protestar, pero la interrumpió un estridente zumbido. Su móvil volvía a sonar.
–Adelante, responde si quieres -indicó Jace con magnanimidad.
El teléfono dejó de sonar, luego volvió a empezar, fuerte e insistente. Clary frunció el cejo; su madre debía de estar realmente furiosa.
Le dio la espalda a medias a Jace y empezó a rebuscar en el bolso. Para cuando consiguió desenterrarlo, el móvil iba ya por la tercera tanda de timbrazos. Se lo acercó a la oreja.
–¿Mamá?
–Ah, Clary. Vaya, gracias a Dios. – Una penetrante sensación de alarma recorrió la columna vertebral de la muchacha; su madre parecía presa del pánico-. Escúchame…
–Todo va bien, mamá. Estoy perfectamente. Voy de camino a casa…
–¡No! – El terror hizo chirriar la voz de Jocelyn-. ¡No vengas a casa! ¿Me entiendes, Clary? Ni se te ocurra venir a casa. Ve a casa de Simon. Ve directamente a casa de Simon y quédate ahí hasta que pueda…
Un ruido de fondo la interrumpió: el sonido de algo que caía, que se hacía añicos, algo pesado golpeando el suelo…
–¡Mamá! – gritó Clary en el teléfono-. ¿Mamá, estás bien?
Del teléfono surgió un fuerte zumbido, y la voz de la madre de Clary se abrió paso a través de la estática.
–Sólo prométeme que no vendrás a casa. Ve a casa de Simon y llama a Luke… dile que me ha encontrado…
Sus palabras quedaron ahogadas por un fuerte estrépito parecido al de la madera al astillarse.
–¿Quién te ha encontrado? Mamá, ¿has llamado a la policía? ¿Lo has hecho…?
Su desesperada pregunta quedó interrumpida por un sonido que Clary jamás olvidaría: un discordante sonido deslizante, seguido por un golpe sordo. Oyó cómo su madre aspiraba con fuerza.
–Te quiero, Clary -le oyó decir, con voz inquietantemente tranquila.
El teléfono se desconectó.
–¡Mamá! – aulló Clary al teléfono-. ¿Mamá, estás ahí?
“Fin de la llamada”, apareció en la pantalla. Pero ¿por qué habría colgado su madre de aquel modo?
–Clary -dijo Jace, y fue la primera vez que le oyó decir su nombre-. ¿Qué sucede?
Clary hizo caso omiso de él. Oprimió febrilmente el botón que marcaba el número de su casa. No hubo respuesta, aparte del doble tono que indicaba que estaba comunicando.
Las manos de Clary habían empezado a temblar de un modo incontrolable. Cuando intentó volver a marcar, el teléfono se le resbaló de la temblorosa mano y golpeó violentamente contra la acera. Se dejó caer de rodillas para recuperarlo, pero ya no funcionaba, había una larga raja bien visible sobre la parte frontal.
–¡Maldita sea!
Casi llorando, arrojó el teléfono al suelo.
–Para de una vez. – Jace tiró de ella para incorporarla, agarrándola por la muñeca-. ¿Ha sucedido algo?
–Dame tu teléfono -dijo Clary, extrayendo inobjeto oblongo de metal negro del bolsillo de la camisa de Jace-. Tengo que…
–No es un teléfono -repuso Jace, sin hacer el menor intento de recuperarlo-. Es un sensor. No podrás utilizarlo.
–¡Pero necesito llamar a la policía!
–Primero dime lo que ha sucedido. – Ella intentó liberar violentamente la muñeca, pero él la asía con una fuerza increíble-. Puedo ayudarte.
La cólera inundó a Clary, como una marea ardiente recorriéndole las venas. Sin siquiera pensar en lo que hacía, le golpeó en la cara, arañándole la mejilla, y él se echó hacia atrás sorprendido. Clary se soltó y corrió hacia las luces de la Séptima Avenida.
Cuando alcanzó la calle, se volvió en redondo, medio esperando ver a Jace pisándole los talones. Pero el callejón estaba vacío. Por un momento, clavó la mirada, indecisa, en las sombras. Nada se movía en su interior. Se volvió de nuevo y corrió hacia su casa.
Mientras trotaba calle arriba en dirección a su casa, vio que las ventanas del segundo piso estaban iluminadas, la acostumbrada señal de que su madre estaba en casa.
“Estupendo -se dijo-. Todo está bien.”
Pero sintió un nudo en el estómago en cuanto pisó la entrada. La luz del techo se había fundido, y el vestíbulo estaba a oscuras. Las sombras parecían llenas de movimientos clandestinos. Con un estremecimiento, empezó a subir la escalera.
–¿Y a dónde crees que vas? – dijo una voz.
Clary se volvió.
–¿Qué…?
Se interrumpió. Sus ojos se estaban ajustando a la penumbra, y podía distinguir la forma de un sillón enorme, colocado frente a la puerta cerrada de madame Dorothea. La anciana estaba encajada en su interior como un cojín demasiado relleno. En la penumbra, Clary sólo distinguió la forma redonda del rostro empolvado, el abanico de encaje blanco en la mano y la abertura de la boca cuando habló.
–Tu madre -dijo Dorothea-, ha estado haciendo un buen barullo ahí arriba. ¿Qué está haciendo? ¿Moviendo muebles?
–No creo…
–Y la luz de la escalera se ha fundido, ¿te has dado cuenta? – Dorothea golpeteó el brazo del asiento con el abanico-. ¿No puede hacer tu madre que su novio la cambie?
–Luke no es…
–La claraboya también necesita que la laven. Está asquerosa. No me sorprende que esto esté casi tan oscuro como la boca del lobo.
“Luke NO es el casero”, quiso decirle Clary, pero no lo hizo.
Aquello era típico de su anciana vecina. Una vez que consiguiera que Luke pasara por allí y cambiara la bombilla, le pediría que hiciera un centenar de otras cosas: ir a recogerle la compra, limpiar la ducha. En una ocasión le había hecho hacer pedazos un viejo sofá con un hacha para poderlo sacar del apartamento sin tener que desmontar la puerta de sus goznes.
–Lo preguntaré -dijo Clary, suspirando.
–Será mejor que lo hagas. – Dorothea cerró el abanico de golpe con un movimiento de muñeca.
La sensación de Clary de que algo no iba bien no hizo más que acrecentarse cuando llegó a la puerta del apartamento. Estaba sin cerrar con llave, algo entreabierta, derramando un haz de luz en forma de cuña sobre el rellano. Con una sensación de creciente pánico, empujó la puerta para abrirla del todo.
Dentro del apartamento, las luces estaban prendidas: todas las lámparas refulgían encendidas en toda su luminosidad. El resplandor le hirió los ojos.
Las llaves y el bolso rosa de su madre estaban sobre el pequeño estante de hierro forjado situado junto a la puerta, donde siempre los dejaba.
–¿Mamá? – llamó-. Mamá, estoy en casa.
No hubo respuesta. Entró en la sala. Las dos ventanas estaban abiertas, con metros de diáfanas cortinas blancas ondulando en la brisa, igual que fantasmas inquietos. Únicamente cuando el viento amainó y las cortinas se quedaron quietas, advirtió Clary que habían arrancado los almohadones del sofá y los habían desperdigado por la habitación. Algunos estaban desgarrados longitudinalmente, con las entrañas de algodón derramándose sobre el suelo. Habían volcado las estanterías y esparcido su contenido. La banqueta del piano estaba caída de costado, abierta como una herida, con los queridos libros de música de Jocelyn desparramados por el suelo.
Lo más aterrador eran los cuadros. Cada uno de ellos había sido cortado del marco y rasgado a tiras, que estaban esparcidas por el suelo. Sin duda lo habían hecho con un cuchillo; resultaba casi imposible romper una tela con las manos. Los marcos vacíos parecían huesos pelados. Clary sintió que un grito se alzaba en el interior de su pecho.
–¡Mamá! – chilló-. ¿Dónde estás? ¡Mami!
No había llamado “mami” a Jocelyn desde que cumplió los ocho.
Con el corazón desbocado, corrió al interior de la cocina. Estaba vacía; las puertas de los armarios, abiertas; una botella de salsa de Tabasco rota vertía picante líquido rojo sobre el linóleo. Sintió las rodillas como si fueran bolsas de agua. Sabía que debía salir corriendo del apartamento, llegar hasta un teléfono, llamar a la policía. Pero todas aquellas cosas parecían distantes; primero necesitaba encontrar a su madre, necesitaba ver que estaba bien. ¿Y si habían entrado ladrones y su madre se había defendido…?
“¿Qué clase de ladrones no se llevarían el billetero, o la tele, o el reproductor de DVD, o los caros portátiles?”, pensó.
Estaba ya ante la puerta del dormitorio de su madre. Por un momento pareció como si esa habitación, al menos, hubiera permanecido intacta. La colcha de flores hecha a mano de Jocelyn estaba cuidadosamente doblada sobre el edredón. El propio rostro de Clary sonreía desde lo alto de la mesita de noche, con cinco años y una sonrisa desdentada enmarcada por unos cabellos rojizos. Un sollozo se alzó en el pecho de Clary.
“Mamá -lloró interiormente-, ¿qué te ha sucedido?”
El silencio le respondió. No, no silencio; un ruido atravesó el apartamento, poniéndole de punta los cabellos del cogote. Era como si derribaran algo, un objeto pesado chocando contra el suelo con un golpe sordo. El golpe sordo fue seguido por un sonido deslizante, de algo al ser arrastrado… e iba hacia el dormitorio. Con el estómago contraído por el terror, Clary se irguió apresuradamente y se volvió despacio.
Por un momento le pareció que el umbral estaba vacío, y sintió una oleada de alivio. Luego miró abajo.
Estaba agazapada en el suelo; era una criatura larga y cubierta de escamas, con un ramillete de planos ojos negros colocados justo en el centro de la parte delantera de su cráneo abovedado. Parecía un cruce entre un caimán y un ciempiés; tenía un hocico grueso y plano, y una cola de púas que restallaba amenazadora de lado a lado. Múltiples patas se contrajeron debajo de la criatura mientras ésta se preparaba para saltar.
Un alarido brotó de la garganta de Clary, que se tambaleó hacia atrás, tropezó y cayó, justo cuando la criatura se abalanzaba sobre ella. Rodó a un lado, y el animal no la alcanzó por cuestión de centímetros, y resbaló sobre el suelo de madera, en el que sus zarpas abrieron profundos surcos. Un gruñido sordo borboteó de la garganta del animal.
Clary se incorporó a toda prisa y corrió hacia el pasillo, pero la cosa era demasiado rápida para ella. Volvió a saltar, aterrizando justo encima de la puerta, donde se quedó colgada igual que una maligna araña gigante, mirándola fijamente con su ramillete de ojos. Las mandíbulas se abrieron lentamente para mostrar una hilera de colmillos que derramaban baba verdosa. Una lengua larga y negra se agitó hacia el exterior por entre las fauces, mientras la cosa gorjeaba y siseaba. Horrorizada, Clary comprendió que los ruidos que aquello emitía eran palabras.
–Chica -siseó-. Carne. Sangre. Para comer, ah, para comer.
El monstruo empezó a deslizarse lentamente pared abajo. Alguna parte de Clary había pasado más allá del terror a una especie de inmovilidad glacial. La cosa estaba sobre sus patas ahora, arrastrándose hacia ella. Retrocediendo, la muchacha agarró un pesado marco con una fotografía de la cómoda que tenía al lado -ella misma, junto con su madre y Luke en Coney Island, a punto de montar en los autos de choque- y se la arrojó al monstruo.
La fotografía lo alcanzó en la región abdominal y rebotó, golpeándole suelo con el sonido de cristal haciéndose añicos. La criatura no pareció notarlo. Siguió hacia ella, con el cristal roto astillándose bajo sus patas.
–Huesos, para triturar, para succionar el tuétano, para beber las venas…
La espalda de Clary golpeó la pared. No podía retroceder más. Notó un movimiento contra su cadera y casi saltó fuera de sí. El bolsillo. Hundió la mano dentro y sacó el objeto de plástico que le había cogido a Jace. El sensor se estremecía, igual que un teléfono móvil puesto en modo vibración. El duro material resultaba casi dolorosamente caliente en su palma. Cerró la mano alrededor del sensor justo cuando la criatura saltaba.
La bestia se precipitó contra ella, derribándola al suelo; la cabeza y los hombros de Clary chocaron contra éste. Se retorció lateralmente, pero esa cosas era demasiado pesada. Estaba encima de ella, un peso opresivo y viscoso que hacía que sintiera náuseas.
–Para comer, para comer -gimió la cosa., Pero no está permitido, tragar, saborear.
El abrasador aliento que le caía sobre el rostro apestaba a sangre. Clary no podía respirar. Las costillas parecían a punto de hacérsele pedazos. Tenía el brazo inmovilizado entre el cuerpo y el monstruo, con el sensor clavándosele en la palma. Se retorció, intentando liberar la mano.
–Valentine nunca lo sabrá. No dijo nada sobre una chica. Valentine no se enojará.
La boca sin labios se contorsionó cuando las fauces se abrieron, lentamente, y una oleada de ardiente aliento apestoso cayó sobre el rostro de Clary.
La mano de la muchacha quedó libre, y con un alarido, golpeó a la bestia, deseando machacarla, cegarla. Casi había olvidado el sensor, pero cuando la criatura se le abalanzó hacia el rostro, con las fauces de par en par, lo incrustó entre sus dientes. Sintió cómo la baba, caliente y ácida, le cubría la muñeca y le caía en gotas abrasadoras sobre la piel al descubierto del rostro y la garganta. Como desde muy lejos, se oyó a sí misma chillar.
Casi sorprendida, la criatura se echó violentamente hacia atrás con el sensor alojado entre dos dientes. Gruñó con un pastoso zumbido enojado, y echó la cabeza hacia atrás. Clary la vio tragar, vio el movimiento de la garganta.
“Soy la siguiente -pensó, aterrorizada-. Soy…”
De repente, la bestia empezó a contorsionarse. Presa de espasmos incontrolables, rodó fuera de Clary y sobre la espalda, con las múltiples patas agitándose en el aire. Un fluido negro le brotó de la boca.
Dando boqueadas, Clary rodó sobre sí misma y empezó a gatear, alejándose de la criatura. Casi había alcanzado la puerta cuando oyó que algo silbaba en el aire cerca de su cabeza. Intentó agacharse, pero fue demasiado tarde. Un objeto chocó violentamente contra su nuca, y ella se desplomó, sumiéndose en la oscuridad.
A través de sus párpados se abría paso una luz azul, blanca y roja. Se oía un agudo gemido, que se tornaba cada vez más agudo, como el grito de un niño aterrado. Clary tomó aire y abrió los ojos.
Estaba tumbada sobre una hierba fría y húmeda. El cielo nocturno ondulaba en lo alto, el brillo peltre de las estrellas desteñido por las luces de la ciudad. Jace estaba arrodillado a su lado, con los brazaletes de plata de las muñecas lanzando destellos luminosos, mientras rompía a tiras el trozo de tela que sostenía.
–No te muevas.
El lamento amenazaba con partirle los oídos, así que Clary volvió la cabeza lateralmente, desobediente, y fue recompensada con una cortante punzada de dolor que le descendió veloz por la espalda. Estaba tendida sobre un trozo de césped, detrás de los cuidados rosales de Jocelyn. El follaje le ocultaba en parte la visión de la calle, donde un coche de policía, con la barra de luz azul y blanca centelleando, se hallaba detenido sobre el bordillo, haciendo sonar la sirena. Un pequeño grupo de vecinos se había reunido ya, mirando con atención mientras la portezuela del coche se abría y dos oficiales en uniforme azul descendían de él.
La policía. Intentó incorporarse y volvió a sentir arcadas, los dedos se le contrajeron sobre la tierra húmeda.
–Te dije que no te movieras -siseó Jace-. Ese demonio rapiñador te alcanzó en la parte posterior del cuello. Estaba medio muerto, de modo que no fue un gran picotazo, pero tenemos que llevarte al Instituto. Quédate quieta.
–Esa cosa…, el monstruo…, hablaba. – Clary temblaba sin poderse contener.
–Ya has oido hablar a un demonio antes.
Las manos de Jace se movían con delicadeza mientras le deslizaba la tira de tela bajo el cuello y la anudaba. Estaba embadurnada con algo ceroso, como el ungüento de jardinero que su madre usaba para mantener suaves las manos, maltratadas por la pintura y la trementina.
–El demonio del Pandemónium…parecía una persona.
Era un demonio eidolon. Un cambiante. Los rapiñadores parecen lo que parecen. No son muy atractivos, pero son demasiado estúpidos para que les importe.
–Dijo que iba a comerme.
–Pero no lo hizo. Lo mataste. – Jace finalizó el nudo y se recostó
Con gran alivio para Clary, el dolor en la parte posterior del cuello se había desvanecido. Se incorporó para sentarse.
–La policía está aquí. – Su voz era como el croar de una rana-. Deberíamos…
–no hay nada que puedan hacer. Probablemente alguien te oyó gritar y los llamó. Diez a uno a que esos no son auténticos agentes de policía. Los demonios saben cubrir sus huellas.
–Mi madre -dijo Clary, obligando a las palabras a salir a través de la garganta inflamada.
–Hay veneno de rapiñador circulando por tus venas justo en estos momentos. Estarás muerta en una hora si no vienes conmigo.
Se puso en pie y le tendió una mano. Ella la tomó, y él la levantó de un tirón.
–Vamos.
El mundo se ladeó. Jace le pasó una mano por la espalda, sosteniéndola. El muchacho olía a polvo, sangre y metal.
–¿Puedes andar?
–eso creo.
Clary echó una ojeada a través de los rosales llenos de flores. Vio cómo la policía ascendía por el camino. Uno de ellos, una mujer delgada, sostenía una linterna en una mano. Cuando la alzó, Clary vio que la mano estaba descarnada; era una mano esquelética terminada en afilados huesos en las puntas de los dedos.
–Su mano…
–Te dije que podían ser demonios. – Jace echó un vistazo a la parte trasera de la casa-. Tenemos que salir de aquí. ¿Podemos pasar por el callejón?
Clary negó con la cabeza.
–Está tapiado. No hay salida…
Sus palabras se disolvieron en un ataque de tos. Alzó una mano para taparse la boca, y cuando la apartó estaba roja. Lanzó un gemido.
Jace le agarró la muñeca y se la giró de modo que la parte blanca y vulnerable de la cara anterior del brazo quedara al descubierto bajo la luz de la luna. Tracerías de venas azules recorrían el interior de la piel, transportando sangre envenenada al corazón y al cerebro. Clary sintió que las rodillas se le doblaban. Jace tenía algo en la mano, algo afilado y plateado. Intentó retirar la mano, pero él la sujetaba con demasiada fuerza. Sintió un punzante beso sobre la piel. Cuando el muchacho la soltó, vio pintado un símbolo negro como los que le cubrían a él la piel, justo bajo el pliegue de la muñeca. Parecía un conjunto de círculos que se solapaban.
–¿Qué se supone que hace eso?
–Te ocultará -respondió él-. Temporalmente.
Deslizó la cosa que Clary había creído que era un cuchillo dentro del cinturón. Era un largo cilindro luminoso, grueso como un dedo índice y que se estrechaba hasta terminar en punta.
–Mi estela -dijo él.
Clary no preguntó qué era eso. Estaba ocupada intentando no caerse. El suelo se balanceaba bajo sus pies.
–Jace -dijo, y se desplomó contra él.
Él la sujetó como si estuviera acostumbrado a sujetar a jovencitas que se desmayaban, como si lo hiciera todos los días. A lo mejor así era. La cogió en brazos, diciéndole algo al oído que sonó parecido a “Alianza”. Clary echó la cabeza atrás para mirarle, pero sólo vio las estrellas dando volteretas laterales en el cielo oscuro sobre su cabeza. Entonces desapareció el fondo de todas partes, y ni siquiera los brazos de Jace a su alrededor fueron suficientes para impedirle caer.
–Tienes que darle tiempo. El veneno de demonio es algo potente, y ellas es una mundana. No tiene runas que la mantengan fuerte como a nosotros.
Los mundis mueren muy fácilmente, ¿no es cierto?
–Isabelle, ya sabes que trae mala suerte hablar de muerte en la habitación de un enfermo.
“Tres días -pensó Clary lentamente. Todos sus pensamientos discurrían tan densa y lentamente como la sangre o la miel-. Tengo que despertar.”
Pero no podía.
Los sueños la retenían, uno tras otro, un río de imágenes que la arrastraban como una hoja zarandeada en una corriente de agua. Vio a su madre yaciendo en una cama de hospital, los ojos como moretones en un rostro blanco. Vio a Luke, de pie sobre un montón de huesos. A Jace con alas de blancas plumas brotándole de la espalda, a Isabelle sentada desnuda con su látigo enroscado en el cuerpo como una red de anillos dorados, a Simon con cruces grabadas a fuego en la palma de las manos. A ángeles, que caían y ardían. Que caían del cielo.
–Te dije que era la misma chica.
–Lo sé. Es poquita cosa, ¿verdad? Jace dice que mató a un rapiñador.
–Sí. La primera vez que la vimos, me pareció que era una hadita. Aunque no es lo bastante bonita para ser una hadita.
–Bueno, nadie luce su mejor aspecto con veneno de demonio en las venas. ¿Hodge va a llamar a los Hermanos?
–Espero que no. Me ponen los pelos de punta. Cualquiera que se mutile de ese modo…
–Nosotros nos mutilamos.
–Lo sé, Alec, pero cuando lo hacemos, no es permanente. Y no siempre duele…
–Si eres lo bastante mayor. Hablando del tema, ¿dónde está Jace? La salvó, ¿verdad? Yo habría pensado que se tomaría algo de interés por su recuperación.
–Hodge dijo que no ha venido a verla desde que la trajo aquí. Supongo que no le importa.
–A veces me pregunto si él… ¡Mira! ¡Se ha movido!
–Imagino que está viva después de todo -Un suspiro-. Se lo diré a Hodge.
Clary sentía los párpados como si se los hubiesen cosido. Imaginó que notaba que la piel se desgarraba mientras los despegaba lentamente para abrirlos y parpadeaba por primera vez en tres días.
Vio un claro cielo azul sobre su cabeza, con nubes blancas rechonchas y ángeles regordetes con cintas doradas colgando de las muñecas.
“¿Estoy muerta? – se preguntó-. ¿Es posible que el cielo tenga este aspecto?”
Cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos: en esta ocasión advirtió que lo que contemplaba era un techo abovedado de madera, pintado con un motivo rococó de nubes y querubines.
Se sentó penosamente. Le dolían todas y cada una de las partes del cuerpo, en especial la nuca. Miró alrededor. Estaba acostada en una cama de sábanas de hilo, una de una larga hilera de camas parecidas, con cabezales de metal. Su cama tenía una mesilla de noche al lado con una jarra blanca y una taza encima. Había cortinas de encaje corridas sobre las ventanas, impidiendo el paso a la luz, aunque pudo oír el quedo y omnipresente sonido del tráfico neoyorquino llegando del exterior.
–Vaya, finalmente estás despierta -dijo una voz seca-. Hodge estará contento. Todos pensábamos que probablemente morirías mientras dormías.
Clary volvió la cabeza. Isabelle estaba encaramada en la cama contigua, con la larga melena negro azabache sujeta en dos gruesas trenzas, que le caían por debajo de la cintura. El vestido blanco había sido reemplazado por vaqueros y una ajustada camiseta sin mangas, aunque el colgante rojo todavía le parpadeaba en la garganta. Los oscuros tatuajes en espiral habían desaparecido; su piel aparecía tan inmaculada como la superficie de un cuenco de nata.
–Lamento haberos decepcionado. – La voz de Clary chirrió como papel de lija-. ¿Es esto el Instituto?
Isabelle puso los ojos en blanco.
–¿Hay alguna cosa que Jace no te haya contado?
Clary tosió.
–Esto es el Instituto, ¿correcto?
–Sí; estás en la enfermería, aunque ya te lo habrás imaginado.
Un repentino dolor punzante obligó a Clary a llevarse las manos al estómago. Lanzó un grito ahogado.
Isabelle la miró alarmada.
–¿Estás bien?
El dolor se desvanecía, pero Clary era consciente de una sensación ácida en las paredes de la garganta y de un extraño aturdimiento.
–Mi estómago.
–Ah, bueno. Casi lo olvidé. Hodge dijo que te diéramos esto cuando despertaras.
Isabelle alargó la mano para agarrar la jarra de cerámica y vertió parte del contenido en la taza a juego, que entregó a Clary. Estaba llena de un líquido turbio que humeaba ligeramente. Olía a hierbas y a algo más, algo sustancioso y oscuro.
–No has comido nada en tres días -indicó Isabelle-. Probablemente es por eso que te sientes mareada.
Clary tomó un sorbo con cautela. Era delicioso, suculento y saciante, con un regusto a mantequilla.
–¿Qué es esto?
Isabelle se encogió de hombros.
–Una de las tisanas de Hodge. Siempre funcionan. – Se deslizó fuera de la cama y aterrizó en el suelo arqueando la espalda como un felino-. A propósito, soy Isabelle Lightwood. Vivo aquí.
–Sé tu nombre. Yo soy Clary. Clary Fray. ¿Me trajo Jace aquí?
Isabelle asintió.
–Hodge estaba furioso. Dejaste icor y sangre por toda la alfombra de la entrada. Si Jace te hubiera traído estando mis padres aquí, ellos lo habrían castigado seguro. – Miró a Clary más de cerca-. Jace dijo que mataste a aquel demonio rapiñador tú sola.
Una imagen veloz de aquella cosa parecida a un escorpión, con su rostro huraño y malvado, pasó como una exhalación por la mente de la muchacha; se estremeció y aferró la taza con más fuerza.
–Supongo que sí.
–Pero eres una mundi.
–Sorprendente, ¿verdad? – dijo Clary, saboreando la expresión de apenas disimulado asombro del rostro de Isabelle-. ¿Dónde está Jace? ¿Está por aquí?
La otra muchacha se encogió de hombros.
–Por alguna parte -respondió-. Debería ir a decir a todo el mundo que te has despertado. Hodge querrá hablar contigo-
–Hodge es el tutor de Jace, ¿no?
–Hodge es el tutor de todos nosotros. – Señaló con la mano-. El baño está por ahí, y he colgado algunas de mis viejas ropas en el toallero por si quieres cambiarte.
Clary fue a tomar otro sorbo de la taza y descubrió que estaba vacía. Ya no se sentía hambrienta ni tampoco mareada, lo que era un alivio. Depositó la taza en la mesilla y arrebujó la sábana a su alrededor.
–¿Qué ha pasado con mi ropa?
–Estaba cubierta de sangre y veneno. Jace la quemó.
–¿Ah, sí? – inquirió Clary-. Dime, ¿es siempre tan grosero, o guarda eso para los mundanos?
–Bueno, es grosero con todo el mundo -respondió Isabelle con displicencia-. Es lo que le convierte en tan condenadamente sexy. Eso, y que a su edad es quien más demonios ha matado.
Clary la miró, perpleja.
–¿No es tu hermano?
Eso atrajo la atención de Isabelle, que lanzó una carcajada.
–¿Jace? ¿Mi hermano? No. ¿De dónde sacaste esa idea?
–Bueno, vive aquí contigo -indicó Clary-. ¿No es cierto?
Isabelle asintió.
–Bueno, sí, pero…
–¿Por qué no vive con sus propios padres?
Por un fugaz instante, Isabelle pareció sentirse incómoda.
–Porque están muertos.
La boca de Clary se abrió, sorprendida.
–¿Murieron en un accidente?
–No. – Isabelle se removió inquieta, echándose un oscuro mechón de cabello tras la oreja izquierda-. Su madre murió cuando el nació. A su padre lo asesinaron cuando él tenía diez años. Jace lo vio todo.
–Vaya -dijo Clary, con voz queda-. ¿Fueron…demonios?
Isabelle se irguió.
–mira, será mejor que avise a todo el mundo de que has despertado. Han estado esperando durante tres días que abrieras los ojos. Ah, hay jabón en el cuarto de baño -añadió-. Tal vez quieras lavarte un poco. Hueles.
Clary le lanzó una mirada furiosa.
–Muchísimas gracias.
–Es un placer.
Las ropas de Isabelle resultaban ridículas. Clary tuvo que enrollar las perneras de los vaqueros varias veces para conseguir dejar de pisárselas, y el pronunciado escote de la camiseta roja sin mangas no hacía más que resaltar su falta de lo que Eric habría denominado una “repisa”.
Se aseó en el pequeño cuarto de baño, usando una pastilla de duro jabón de lavanda. Secarse con una toalla blanca de mano le dejó húmedos cabellos dispersos alrededor del rostro en aromáticas marañas. Entrecerró los ojos ante su reflejo en el espejo. Tenía un moretón en la parte superior de la mejilla izquierda, y los labios estaban resecos e hinchados.
“Tengo que llamar a Luke”, pensó. Seguramente habría un teléfono por allí, en alguna parte. Quizá le dejarían usarlo después de que hablara con Hodge.
Encontró sus deportivas pulcramente colocadas a los pies de la cama de la enfermería, con sus llaves atadas a los cordones. Se calzó, aspiró profundamente y marchó en busca de Isabelle.
El pasillo en el exterior de la enfermería estaba vacío. Clary le dirigió un vistazo, perpleja. Se parecía a la clase de pasillo por el que a veces se encontraba corriendo en sus pesadillas, oscuro e infinito. Lámparas de cristal en forma de rosas colgaban a intervalos de las paredes, y el aire olía como a polvo y cera de vela.
A lo lejos oyó un sonido tenue y delicado, como un carillón de viento agitado por una tormenta. Avanzó despacio por el pasillo, arrastrando una mano por la pared. El papel de la pared, de aspecto victoriano, estaba descolorido por el tiempo, con restos de color Burdeos y gris pálido. Ambos lados del corredor estaban bordeados de puertas cerradas.
El sonido que seguía se fue tornando más fuerte. Podía identificarlo ya como el sonido de un piano tocado con desgana, aunque con innegable talento, pero no podía identificar la melodía.
Al doblar la esquina, llegó a una entrada cuya puerta estaba abierta de par en par. Atisbando al interior, vio lo que era a todas luces una sala de música. Un piano de cola ocupaba un rincón, e hileras de sillas estaban dispuestas ante la pared opuesta. Una arpa tapada ocupaba el centro de la habitación.
Jace estaba sentado ante el piano de cola, las manos delgadas se movían veloces sobre las teclas. Iba descalzo, vestido con unos vaqueros y una camiseta gris, los cabellos leonados alborotados alrededor de la cabeza, como si acabara de levantarse. Al contemplar los rápidos y seguros movimientos de sus manos sobre el teclado, Clary recordó qué se sentía al ser alzada por aquellas manos, con los brazos sujetándola y las estrellas precipitándose alrededor de su cabeza, como una lluvia de espumillón plateado.
Sin duda debió de hacer algún ruido, porque él se volvió sobre el taburete, pestañeando en dirección a las sombras.
–¿Alec? – preguntó-. ¿Eres tú?
–No es Alec. Soy yo. – Penetró más en la habitación-. Clary.
Las teclas del piano emitieron un sonido metálico cuando Jace se puso en pie.
–Nuestra propia Bella Durmiente. ¿Quién te ha despertado por fin con un beso?
–Nadie; me he despertado yo sola.
–¿Había alguien contigo?
–Isabelle, pero se marchó en busca de alguien… Hodge, creo. Me dijo que esperara, pero…
–Debería haberle advertido sobre tu costumbre de no hacer nunca lo que te dicen. – Jace la miró con ojos entrecerrados-. ¿Esa ropa es de Isabelle? Resulta ridícula en ti.
–Permite que te recuerde que quemaste la mía.
–Fue puramente por precaución. – Cerró con suavidad la reluciente tapa negra del piano-. Vamos, te llevaré a ver a Hodge.
El Instituto era enorme, un amplio espacio grande y tenebroso, que más que parecer diseñado según un plano, daba la impresión de haber sido excavado naturalmente en la roca por el paso del agua y los años. A través de puertas entreabiertas, Clary vislumbró innumerables pequeñas habitaciones idénticas, cada una con una cama sin sábanas, una mesilla de noche y un gran armario de madera abierto. Pálidos arcos de piedra sostenían los techos elevados, muchos de ellos intrincadamente esculpidos con figuras pequeñas. Reparó en ciertos motivos que se repetían: ángeles y espadas, soles y rosas.
–¿Por qué tiene tantos dormitorios este sitio? – preguntó Clary-. Pensaba que era un instituto de investigación.
–Ésta es el ala residencial. Tenemos el compromiso de ofrecer seguridad y alojamiento a cualquier cazador de sombras que lo solicite. Podemos alojar hasta doscientas personas.
–Pero la mayoría de estas habitaciones están vacías.
–La gente va y viene. Nadie se queda mucho tiempo. Por lo general estamos sólo nosotros: Alec, Isabelle y Max, sus padres…, y yo y Hodge.
–¿Max?
–¿Conociste a la bella Isabelle? Alec es su hermano mayor. Max es el menor, pero está en el extranjero con sus padres.
–¿De vacaciones?
–No exactamente. – Jace vaciló-. Puedes considerarlos como… como diplomáticos extranjeros, y esto como una especie de embajada. En estos momentos se encuentran en el país de origen de los cazadores de sombras, llevando a cabo unas negociaciones de paz muy delicadas. Se llevaron a Max con ellos porque es muy joven.
–¿País de origen de los cazadores de sombras? – A Clary le daba vueltas la cabeza-. ¿Cómo se llama?
–Idris.
–Nunca he oído hablar de él.
–No tendrías por qué. – Aquella irritante superioridad estaba de vuelta en su voz-. Los mundanos no conocen su existencia. Hay defensas, hechizos de protección, colocados en todas sus fronteras. Si intentaras cruzar al interior de Idris, sencillamente te verías transportada de un extremo al siguiente al instante. Jamás sabrías qué había sucedido.
–¿De modo que no está en ningún mapa?
–No en los de los mundis. Para nuestros propósitos, puedes considerarlo un pequeño país entre Alemania y Francia.
–Pero no hay nada entre Alemania y Francia. Excepto Suiza.
–Exactamente -dijo Jace.
–Imagino que has estado allí. En Idris, quiero decir.
–Crecí allí.
La voz de Jace era neutral, pero algo en su tono le dejó saber que más preguntas en esa dirección no serían bien recibidas.
–La mayoría de nosotros lo hemos hecho. Existen, desde luego, cazadores de sombras por todo el mundo. Tenemos que estar en todas partes, porque la actividad demoníaca está por todas partes. Pero para un cazador de sombras, Idris siempre es “el hogar”.
–Como La Meca o Jerusalén -repuso Clary, pensativa-. Así la mayoría de vosotros os criáis allí, y luego, cuando crecéis…
–Nos envían a donde se nos necesita -dijo Jace en tono brusco-. Y hay unos pocos, como Isabelle y Alec, que crecieron lejos del país de origen, porque ahí es donde están sus padres. Con todos los recursos que el Instituto tiene, con la instrucción de Hodge… -Se interrumpió-. Esto es la biblioteca.
Habían llegado a una pareja de puertas de madera en forma de arco. Un gato persa azul de ojos amarillos estaba enroscado frente a ellas. Alzó la cabeza cuando se acercaron y maulló.
–Hola, Iglesia -dijo Jace, acariciando el lomo del gato con un pie descalzo.
El gato entrecerró los ojos de placer.
–Espera -dijo Clary-. ¿Alec, Isabelle y Max… son los únicos cazadores de sombras de tu edad que conoces, con los que pasas tiempo?
Jace dejó de acariciar al gato.
–Sí.
–Debe de resultar un poco solitario.
–Tengo todo lo que necesito.
Jace abrió las puertas de un empujón. Tras un instante de vacilación, ella le siguió al interior.
La biblioteca era circular, con un techo que terminaba en punta, como si la hubieran construido dentro de una torre. Las paredes estaban cubiertas de libros, y los estantes eran tan altos que largas escalas colocadas sobre ruedecitas estaban dispuestas a lo largo de ellos a intervalos. Tampoco se trataba de libros corrientes; aquéllos eran libros encuadernados en piel y terciopelo, con cerraduras de aspecto sólido y bisagras hechas de latón y plata. Sus lomos estaban tachonados de gemas, que brillaban débilmente, e iluminados con letras doradas. Parecían desgastados de un modo que dejaba claro que aquellos libros no sólo eran antiguos, sino que se usaban con frecuencia, y que habían sido amados.
El suelo era de madera reluciente, con incrustaciones de pedacitos de cristal y mármol y trozos de piedras semipreciosas. La incrustación formaba un diseño que Clary no consiguió descifrar completamente: podrían haber sido las constelaciones, o incluso un mapa del mundo; sospechó que tendría que trepar a lo más alto del interior de la torre y mirar hacia abajo para poder verlo adecuadamente.
En el centro de la habitación había un magnífico escritorio. Estaba tallado a partir de una única tabla de madera, un gran y pesado trozo de roble que relucía con el apagado brillo de los años. La tabla descansaba sobre las espaldas de dos ángeles, tallados en la misma madera, las alas doradas y los rostros cincelados con una expresión de sufrimiento, como si el peso de la tabla les partiera la espalda. Tras el escritorio se sentaba un hombre delgado de cabellos entrecanos y larga nariz ganchuda.
–Una amante de los libros, veo -dijo, sonriendo a Clary-. No me dijiste eso, Jace.
Jace rió entre dientes. Clary tuvo la certeza de que se le había acercado por detrás y estaba de pie allí, con las manos en los bolsillos, sonriendo con aquella exasperante sonrisa suya.
–No hemos hablado mucho durante nuestra corta relación -dijo él-. Me temo que nuestros hábitos de lectura no salieron a relucir.
Clary se volvió y le lanzó una mirada iracunda.
–¿Cómo puede saberlo? – preguntó al hombre que había tras el escritorio-. Que me gustan los libros, quiero decir.
–La expresión de tu rostr5o cuando entraste -respondió él, poniéndose en pie y saliendo de detrás del escritorio-. No sé por qué, pero dudé que te sintieras tan impresionada por mi persona.
Clary sofocó una exclamación ahogada cuando él se levantó. Por un momento le pareció que era curiosamente deforme, con el hombro izquierdo encorvado y más alto que el otro. A medida que se fue acercando, vio que la joroba era en realidad un pájaro, cuidadosamente posado sobre su hombro; una criatura de plumas lustrosas con brillantes ojos negros.
–Éste es Hugo -presentó el hombre, tocando al ave posada en el hombro-. Hugo es un cuervo, y como tal, sabe muchas cosas. Yo, por mi parte, soy Hodge Starkweather, profesor de historia, y como tal, no sé ni con mucho lo suficiente.
Clary rió un poco, muy a pesar suyo, y estrechó la mano que le tendía.
–Clary Fray.
–Encantado de conocerte -respondió él-. Me sentiría encantado de conocer a cualquiera capaz de matar a un rapiñador con sus propias manos.
–No fueron mis propias manos. – Seguía resultando raro ser felicitada por matar-. Fue lo que Jace…, bueno, no recuerdo cómo se llamaba, pero…
–Se refiere a mi sensor -explicó Jace-. Se lo metió a esa cosa por la garganta. Las runas debieron asfixiarlo. Supongo que necesitaré otro -añadió, casi como una idea de último momento-. Debería haberlo mencionado.
–Hay varios de sobra en la habitación de las armas -repuso Hodge; al sonreír a Clary, un millar de pequeñas líneas surgieron como haces alrededor de sus ojos, igual que grietas en una pintura antigua-. Eso fue pensar de prisa. ¿Qué te dio la idea de usar el sensor como arma?
Antes de que ella pudiera responder, una risa aguda sonó a través de la habitación. Clary había estado tan cautivada por los libros y distraída por Hodge que no había visto a Alec tumbado en un sillón rojo junto a la chimenea apagada.
–No puedo creer que te tragues esa historia, Hodge -dijo.
En un principio, Clary no registró siquiera sus palabras. Estaba demasiado ocupada contemplándole fijamente. Como a muchos hijos únicos, le fascinaba el parecido entre hermanos, y en aquellos momentos, a plena luz del día, podía ver exactamente lo mucho que Alec se parecía a su hermana. Tenían el mismo cabello negro azabache, las mismas cejas finas que se alzaban en las esquinas, la misma tez pálida y ruborosa. Pero donde Isabelle era toda arrogancia, Alec permanecía desplomado en el sillón como si esperara que nadie advirtiera su presencia. Sus pestañas eran largas y oscuras como las de su hermana, pero allí donde los ojos de ella eran negros, los de él eran del tono azul oscuro del vidrio de una botella. Contemplaban a Clary con una hostilidad tan pura y concentrada como ácida.
–No estoy muy seguro de a qué te refieres, Alec.
Hodge enarcó una ceja. Clary se preguntó cuántos años tendría; tenía una especie de apariencia sempiterna, no obstante las canas de su cabello. Vestía un pulcro traje de tweed gris, perfectamente planchado. Habría parecido un amable catedrático de universidad de no haber sido por la gruesa cicatriz que le recorría el lado derecho del rostro. Clary se preguntó cómo se la había hecho.
–¿Estás sugiriendo que no mató a ese demonio después de todo?
–Claro que no lo hizo. Mírala…, es una mundi, Hodge, y una niña pequeña, además. No hay modo de que pudiera acabar con un rapiñador.
–No soy una niña pequeñas -le interrumpió Clary-. Tengo dieciséis años…, bueno, los tendré el domingo.
–La misma edad que Isabelle -dijo Hodge-. ¿La llamarías a ella una niña?
–Isabelle procede de una de las dinastías más importantes de cazadores de sombras de la historia -replicó Alec con sequedad-. Esta chica, por otra parte, procede de Nueva Jersey.
–¡Soy de Brooklyn! – Clary estaba indignada-. ¿Y eso qué? ¿Acabo de matar a un demonio en mi propia casa, y tú te vas a portar como un imbécil porque no soy una repugnante niña rica malcriada como tú y tu hermana?
Alec pareció estupefacto.
–¿Qué es lo que me has llamado?
Jace rió.
–Tiene razón, Alec -dijo Jace-. Son esos demonios que utilizan el metro diariamente con los que tienes que tener cuidado realmente…
–No tiene gracia, Jace -interrumpió el otro, empezando a ponerse en pie-. ¿Vas a dejar que se quede ahí parada y me insulte?
–Sí -respondió Jace amablemente-. Te irá bien; intenta verlo como un adiestramiento de tu capacidad de resistencia.
–Puede que seamos parabatai -dijo Alec muy tenso-, pero tu falta de seriedad está acabando con mi paciencia.
–Y tu testarudez acabando con la mía. Cuando la encontré, estaba tendida en el suelo en un charco de sangre con un demonio moribundo prácticamente sobre ella. Contemplé cómo se desvanecía. Si ella no lo mató, ¿quién lo hizo?
–Los rapiñadores son estúpidos. Quizá se picó a sí mismo en el cuello con su aguijón. Ha sucedido otras veces…
–¿Ahora estás sugiriendo que se suicidó?
La boca de Alec se tensó.
–No está bien que ella esté aquí. A los mundis no se les permite entrar en el Instituto, y existen buenos motivos para eso. Si alguien supiera esto, podríamos ser denunciados a la Clave.
–Eso no es totalmente cierto -dijo Hodge-. La Ley sí nos permite ofrecer refugio a mundanos en ciertas circunstancias. Un rapiñador ya ha atacado a la madre de Clary…, ella podría muy bien haber sido la siguiente.
“Atacado.” Clary se preguntó si aquello sería un eufemismo de “asesinado”. El cuervo del hombro de Hodge graznó en tono quedo.
–Los rapiñadores son máquinas de rastreo y destrucción -continuó Alec-. Actúan siguiendo órdenes de brujos o poderosos señores demonios. Ahora bien, ¿qué interés tendría un brujo o un señor demonio en una casa mundana corriente? – Sus ojos, cuando miró a Clary, brillaron llenos de aversión-. ¿Alguna idea?
–Debió tratarse de un error -sugirió Clary.
–Los demonios no cometen esa clase de errores. Si fueron a por tu madre, debe de haber existido una razón. Si ella fuera inocente…
–¿Qué quieres decir con “inocente”? – La voz de Clary sonó sosegada.
Alec pareció desconcertado.
–Yo…
–Lo que quiere decir -intervino Hodge-, es que es sumamente raro que un demonio poderoso, de la clase que podría mandar a una hueste de demonios inferiores, se interese en los asuntos de los seres humanos. Ningún mundano puede hacer que acuda un demonio, carecen de ese poder, pero ha habido algunos, desesperados y estúpidos, que han encontrado a una bruja o un brujo que lo haga por ellos.
–Mi madre no conoce a ningún brujo. No cree en magia. – Una idea pasó por la mente de Clary-. Madame Dorothea…, vive abajo…, es una bruja. ¿A lo mejor los demonios iban tras ella y cogieron a mi madre por error?
Las cejas de Hodge se enarcaron veloces hasta la raíz de sus cabellos.
–¿Vive una bruja en el piso de debajo de la casa de donde tú vives?
–Es una bruja falsa…, una impostora -explicó Jace-. Ya lo he comprobado. No hay motivo para que ningún brujo estuviera interesado en ella, a menos que esté buscando bolas de cristal que no funcionan.
–Y volvemos a estar donde empezamos. – Hodge alargó la mano para acariciar al pájaro de su hombro-. Parece que ha llegado el momento de informar a la Clave.
–¡No! – exclamó Jace-. No podemos…
–tenía sentido mantener en secreto la presencia de Clary aquí mientras no estábamos seguros de que se recuperara -dijo Hodge-. Pero ahora lo ha hecho, y es la primera mundana que cruza las puertas del Instituto en más de cien años. Conoces las normas sobre que los mundanos conozcan la existencia de los cazadores de sombras, Jace. La Clave debe ser informada.
–Por supuesto -estuvo de acuerdo Alec-. Podría enviarle un mensaje a mi padre…
–No es una mundana -dijo Jace en voz baja.
Las cejas de Hodge volvieron a elevarse veloces hasta el nacimiento del pelo y se quedaron allí. Alec, pillado en mitad de la frase, se atragantó sorprendido. En el repentino silencio, Clary oyó el sonido de las alas de Hugo agitándose.
–Pero sí lo soy -replicó.
–No -dijo Jace-, no lo eres.
Se volvió hacia Hodge, y Clary vio el leve movimiento de su garganta al tragar saliva. Encontró aquel atisbo de su nerviosismo curiosamente tranquilizador.
–Esa noche… había demonios du’sien, vestidos como agentes de policía. Teníamos que pasar sin que nos vieran. Clary estaba demasiado débil para correr, y no había tiempo para ocultarse: habría muerto. Así que usé mi estela… y puse una runa mendelin en la parte anterior de su brazo. Pensé que…
–¿Te has vuelto loco? – Hodge descargó la mano sobre el escritorio con tal fuerza que Clary pensó que la madera se resquebrajaría-. ¡Sabes lo que la Ley dice sobre colocar Marcas en mundanos! ¡Tú… tú precisamente deberías saberlo!
–Pero funcionó -dijo Jace-. Clary, muéstrales el brazo.
Dirigiendo una mirada de perplejidad a Jace, la joven extendió el brazo desnudo. Recordaba haberlo mirado aquella noche en el callejón, pensando en lo vulnerable que parecía. Ahora, justo debajo del pliegue de la muñeca, distinguió tres tenues círculos superpuestos, las líneas tan débiles como el recuerdo de una cicatriz desaparecida con el paso de los años.
–Veis, casi se ha ido -indicó Jace-. No la lastimó en absoluto.
–Ésa no es la cuestión. – Hodge apenas podía controlar su enojo-. Podrías haberla convertido en una repudiada.
Dos brillantes puntos de color aparecieron en la parte superior de los pómulos de Alec.
–no me lo puedo creer, Jace. Sólo los cazadores de sombras pueden recibir Marcas de la Alianza…, éstas matan a los mundanos…
–No es una mundana. ¿Es que no me has escuchado? Eso explica que nos pueda ver. Sin duda tiene sangre de la Clave.
Clary bajó el brazo, sintiéndose repentinamente helada.
–Pero no la tengo. No podría.
–Debes de tenerla -dijo Jace, sin mirarla-. Si no la tuvieras, esa Marca que te hice en el brazo…
–Es suficiente, Jace -interrumpió Hodge, con la contrariedad patente en la voz-. No hay necesidad de asustarla más.
–Pero yo tenía razón, ¿verdad? También explica lo que le sucedió a su madre. Si ella era una cazadora de sombras exiliada, podría muy bien tener enemigos en el Submundo.
–¡Mi madre no era una cazadora de sombras!
–Tu padre, entonces -sugirió Jace-. ¿Qué hay de él?
Clary le devolvió la mirada con una clara expresión furiosa.
–Murió. Antes de que yo naciera.
Jace se estremeció de un modo casi imperceptible. Fue Alec quien habló entonces.
–Es posible -aceptó, vacilante-. Si su padre fuera un cazador de sombras, y su madre una mundana…, bueno, todos sabéis que está en contra de la Ley casarse con un mundi. A lo mejor se ocultaban.
–Mi madre me lo habría dicho -replicó Clary, aunque pensó en la falta de fotos de su padre, en cómo su madre nunca hablaba de él, y supo que no decía la verdad.
–No necesariamente -repuso Jace-. Todos tenemos secretos.
–Luke -dijo Clary-. Nuestro amigo. Él lo sabría. – Al pensar en Luke tuvo un repentino ramalazo de culpabilidad y horror-. Han pasado tres días…, debe de estar frenético. ¿Puedo llamarle? ¿Hay un teléfono? – Se volvió hacia Jace-. Por favor.
Jace vaciló, mirando a Hodge, que asintió y se apartó del escritorio. Detrás de él había un globo terráqueo, hecho de latón batido, que no se parecía a ningún otro globo terráqueo que hubiera visto; había algo sutilmente extraño en la forma de los países y los continentes. Junto al globo había un anticuado teléfono negro con un disco rotatorio plateado. Clary se llevó el auricular al oído, y el familiar tono de marcación la inundó como una relajante corriente de agua.
Luke descolgó al tercer timbrazo.
–¿Diga?
–¡Luke! – Se dejó caer contra el escritorio-. Soy yo. Clary.
–Clary. – Pudo notar el alivio en su voz, junto con algo más que no pudo identificar del todo-. ¿Estás bien?
–Estoy perfectamente. Lamento no haberte llamado antes. Luke, mi madre…
–Lo sé. La policía estuvo aquí.
–Entonces no has sabido de ella.
Cualquier rastro de esperanza de que su madre hubiera huido de la casa y se hubiese ocultado en alguna parte, desapareció. Era imposible que no hubiera contactado con Luke de haberlo hecho.
–¿Qué dijo la policía?
–Sólo que había desaparecido. – Clary pensó en la mujer policía con la mano de esqueleto, y tiritó-. ¿Dónde estás?
–Estoy en la ciudad -respondió ella-. No sé dónde exactamente. Con unos amigos. He perdido el monedero. Si tienes algo de efectivo, podría coger un taxi hasta tu casa…
–No -replicó él, tajante.
El teléfono le resbaló en la sudorosa mano, pero lo atrapó.
–¿Qué?
–No -repitió él-. Es demasiado peligroso. No puedes venir aquí.
–Podríamos llamar…
–Mira. – Su voz era dura-. Lo que sea en lo que tu madre se haya mezclado, no tiene nada que ver conmigo. Estás mucho mejor donde estás.
–Pero no quiero quedarme aquí. – Oyó el gemido en su propia voz, como el de un niño-. No conozco a esta gente. Ti…
–Yo no soy tu padre, Clary. Ya te lo he dicho otras veces.
Las lágrimas le ardían tras los ojos.
–Lo siento. Es sólo que…
–No vuelvas a llamarme para pedir favores -dijo él-. Tengo mis propios problemas, sólo me falta tener que preocuparme por los tuyos -añadió, y colgó el teléfono.
Ella se quedó allí de pie y contempló fijamente el auricular, con el tono de marcación zumbando en su oído como una avispa enorme y fea. Volvió a marcar el número de Luke y aguardó. En esa ocasión pasó directamente al buzón de voz. Colgó violentamente el teléfono, con manos temblorosas.
Jace estaba recostado en el brazo del sillón de Alec, observándola.
–¿Debo entender que no se ha alegrado de saber de ti?
Clary sintió como si su corazón se hubiera encogido al tamaño de una nuez: una piedra diminuta y dura en su pecho.
“No lloraré -pensó-. No frente a esta gente.”
–Creo que me gustaría tener una charla con Clary -dijo Hodge-. A solas -añadió con firmeza al ver la expresión de Jace.
Alec se puso en pie.
–Excelente. Te dejaremos para que lo hagas.
–Eso no es nada justo -protestó Jace-. Yo fui quien la encontró. ¡Soy el que la salvó la vida! Tú quieres que esté ahí, ¿verdad? – pidió, volviéndose hacia Clary.
Ella desvió la mirada, sabiendo que si abría la boca empezaría a llorar. Como desde la distancia, oyó reír a Alec.
–No todo el mundo te quiere todo el tiempo, Jace -dijo.
–No seas ridículo -oyó decir a Jace, pero sonaba decepcionado-. Bien, pues. Estaremos en la sala de armas.
La puerta se cerró tras ellos con un chasquido definitivo. A Clary le escocían los ojos del modo en que lo hacían cuando intentaba contener las lágrimas durante demasiado tiempo. Hodge se alzó ante ella, un borrón gris que se movía nerviosamente.
–Siéntate -dijo-. Aquí, en el sofá.
Ella se dejó caer, agradecida, sobre los blandos cojines. Tenía las mejillas húmedas. Alzó la mano para secarse las lágrimas, pestañeando.
–No lloro demasiado por lo general -se encontró diciendo-. No significa nada. Estaré perfectamente en seguida.
–La mayoría de las personas no lloran cuando están disgustadas o asustadas, sino más bien cuando se sienten frustradas. Tu frustración es comprensible. Has pasado por algo muy duro.
–¿Duro? – Clary se secó los ojos en el dobladillo de la camiseta de Isabelle-. Ya puede decirlo.
Hodge sacó la silla de detrás del escritorio, y la arrastró hasta el sofá para sentarse de cara a ella. La muchacha vio que sus ojos eran grises, como los cabellos y la chaqueta de tweed.
–¿Puedo traerte algo? – preguntó él-. ¿Algo para beber? ¿un poco de té?
–no quiero té -dijo Clary, con apagada energía-. Quiero encontrar a mi madre. Y luego quiero encontrar a quién se la llevó, y quiero matarlo.
–Desgraciadamente -repuso Hodge-, nos hemos quedado sin venganza implacable por el momento, de modo que es o té o nada.
Clary dejó caer el borde de la camiseta, salpicado todo él de manchas húmedas.
–¿Qué se supone que debo hacer, entonces? – preguntó.
–Podrías empezar por contarme algo de lo sucedido -contestó Hodge, rebuscando en el bolsillo.
Sacó un pañuelo, doblado con esmero, y se lo entregó. Clary lo tomó con silencioso asombro. Nunca había conocido a nadie que llevara encima un pañuelo de tela.
–El demonio que viste en tu apartamento…, ¿fue ésa la primera criatura que habías visto nunca? ¿Antes de eso, no tenías ni idea de que tales criaturas existieran?
Clary negó con la cabeza, luego hizo una pausa.
–Una vez antes, pero no comprendí lo que era. La primera vez que vi a Jace…
–Claro, desde luego, qué estúpido por mi parte olvidarlo. – Hodge asintió-. En el Pandemónium. ¿Ésa fue la primera vez?
–Sí.
–¿Y tu madre nunca te los mencionó…, nada sobre otro mundo, quizá, que la mayoría de la gente no puede ver? ¿Parecía especialmente interesada en mitos, cuentos de hadas, leyendas sobre cosas de fábula…?
–No. Odiaba todas esas cosas. Incluso odiaba las películas de Disney. No le gustaba que leyera manga. Decía que era infantil.
Hodge se rascó la cabeza. El cabello no se le movió.
–De lo más peculiar.
–En realidad no -replicó Clary-. Mi madre no era peculiar. Era la persona más normal del mundo.
–La gente normal no acostumbra a encontrar sus hogares saqueados por demonios -repuso él, sin mala intención.
–¿No puede haber sido una equivocación?
–De haber sido una equivocación -indicó Hodge-, y si tú fueras una chica corriente, no habrías visto al demonio que te atacó, o de haberlo visto, tu mente lo habría procesado como algo totalmente distinto: un perro fiero, incluso otro ser humano. Que pudieses verlo, que te hablara…
–¿Cómo sabe que me habló?
–Jace me lo contó.
–Siseó. – Clary se estremeció, recordándolo-. Habló sobre querer comerme, pero creo que no tenía que hacerlo.
–Los rapiñadores están generalmente bajo el control de un demonio más fuerte. No son muy inteligentes ni competentes por sí mismos -explicó Hodge-. ¿Dijo que buscaba a su amo?
Clary recapacitó.
–Dijo algo sobre un Valentine, pero…
Hodge se irguió violentamente, con tal brusquedad que Hugo, que había estado descansando cómodamente en su hombro, alzó el vuelo con un graznido irritado.
–¿Valentine?
–Sí -dijo Clary-. Oí el mismo nombre en Pandemónium del chico… quiero decir, el demonio…
–es un nombre que todos conocemos -replicó Hodge en tono cortante.
Su voz era firme, pero ella detectó un leve temblor en sus manos. Hugo, de vuelta en su hombro, erizó las plumas inquieto.
–¿Un demonio?
–No. Valentine es… era… un cazador de sombras.
–¿Un cazador de sombras? ¿Por qué dice que era?
–Porque está muerto -dijo Hodge, categórico-. Lleva muerto quince años.
Clary volvió a recostarse contra los cojines del sofá. La cabeza parecía a punto de estallarle. A lo mejor debería haber aceptado aquel té después de todo.
–¿Podría ser alguien más? ¿Alguien con el mismo nombre?
La risa de Hodge fue un ladrido sin alegría.
–No, pero podría haber sido alguien usando su nombre para enviar un mensaje. – Se puso en pie y fue hacia su escritorio, con las manos entrelazadas a la espalda-. Y éste sería el momento de hacerlo.
–¿Por qué ahora?
–Debido a los Acuerdos.
–¿Las negociaciones de paz? Jace las mencionó. ¿Paz con quién?
–Los subterráneos -murmuró Hodge, y bajó la vista hacia Clary con la boca apretada en una fina línea-. Perdóname -dijo-. Esto debe de resultarte confuso.
–¿Le parece?
El hombre se apoyó en el escritorio, acariciando las plumas de Hugo distraídamente.
–Los subterráneos son los que comparten el Mundo de las Sombras con nosotros. Siempre hemos vivido en una paz precaria con ellos.
–Como vampiros, hombres lobos y…
–Los seres fantásticos -siguió Hodge-. Hadas. Y las criaturas de Lilith, que siendo medio demonios, son brujos.
–Entonces, ¿qué son ustedes, los cazadores de sombras?
–A veces nos llaman los nefilim -respondió Hodge-. En la Biblia eran los vástagos de humanos y ángeles. La leyenda del origen de los cazadores de sombras dice que fueron creados hace más de mil años, cuando los humanos estaban siendo aplastados por invasiones de demonios de otros mundos. Un brujo convocó a su presencia al ángel Raziel, que mezcló parte de su propia sangre con la sangre de hombres en una copa, y se la dio a esos hombres para que la bebieran. Los que bebieron la sangre del Ángel se convirtieron en cazadores de sombras, como lo hicieron sus hijos y los hijos de sus hijos. A partir de entonces, la copa fue conocida como la Copa Mortal. Aunque la leyenda puede no ser un hecho real, lo que es cierto es que a lo largo de los años, cuando se reducían las filas de los cazadores de sombras, siempre era posible crear más usando la Copa.
–¿Era siempre posible?
–La Copa ya no existe -explicó Hodge-. La destruyó Valentine justo antes de morir. Encendió una gran hoguera y se quemó a sí mismo junto con su familia, su esposa y su hijo. Todos perecieron. Dejó la tierra negra. Nadie quiere construir allí aún. Dicen que la tierra está maldita.
–¿Lo está?
–Posiblemente. La Clave pronuncia maldiciones de vez en cuando como castigo por contravenir la Ley. Valentine violó la Ley más importante de todas: se alzó en armas contra sus camaradas cazadores de sombras y los mató. Él y su grupo, el Círculo, mataron a docenas de sus hermanos junto con cientos de subterráneos durante los últimos Acuerdos. A duras penas se consiguió derrotarlos.
–¿Por qué querría él emprenderla contra otros cazadores de sombras?
–No aprobaba los Acuerdos. Despreciaba a los subterráneos y consideraba que había que masacrarlos, en masa, para mantener este mundo puro para los seres humanos. Aunque los subterráneos no son demonios ni invasores, consideraba que eran de naturaleza demoníaca, y que eso era suficiente. La Clave no estaba de acuerdo; consideraba que la colaboración de los subterráneos era necesaria si alguna vez queríamos expulsar a la raza de los demonios para siempre. ¿Y quién podría discutir, en realidad, que los seres mágicos no pertenecen a este mundo, cuando han estado aquí desde hace más tiempo que nosotros?
–¿Llegaron a firmarse los Acuerdos?
–Sí, se firmaron. Cuando los subterráneos vieron que la Clave se volvía en contra de Valentine y su Círculo para defenderlos, comprendieron que los cazadores de sombras no eran sus enemigos. Irónicamente, con su insurrección Valentine hizo posibles los Acuerdos. – Hodge volvió a sentarse en la silla-. Te pido disculpas, ésta debe de ser una aburrida lección de historia para ti. Ése era Valentine. Un activista, un visionario, un hombre de gran encanto personal y convicción. Y un asesino. Ahora alguien está invocando su nombre…
–Pero ¿quién? – preguntó Clary-. ¿Y qué tiene que ver mi madre con eso?
Hodge volvió a ponerse en pie.
–No lo sé. Pero haré lo que pueda para averiguarlo. Enviaré mensajes a la Clave y también a los Hermanos Silenciosos. Tal vez deseen hablar contigo.
Clary no preguntó quienes eran los Hermanos Silenciosos. Estaba cansada de hacer preguntas cuyas respuestas sólo hacían que confundirla más. Se levantó.
–¿Existe alguna posibilidad de que pueda ir a casa?
Hodge pareció preocupado.
–No, no…no considero que eso sea sensato.
–Allí hay cosas que necesito, incluso aunque vaya a quedarme aquí. Ropa…
–Te podemos dar dinero para comprar ropa nueva.
–Por favor -insistió Clary-. Tengo que ver… Tengo que ver lo que queda.
Hodge vaciló, luego le dedicó un corto asentimiento.
–Si Jace acepta, podéis ir los dos. – Se volvió hacia la mesa, rebuscando entre los papeles, luego echó una ojeada por encima del hombro como reparando en que ella seguía allí-. Está en la sala de armas.
–No sé dónde está eso.
Hodge sonrió torciendo la boca.
–Iglesia te llevará.
Clary dirigió una ojeada a la puerta, donde el gordo gato persa azul estaba enroscado como una pequeña otomana. El felino se alzó cuando ella fue hacia él, con el pelaje ondulando como si fuera líquido. Con un maullido imperioso, la condujo al pasillo. Cuando miró por encima del hombro, Clary vio a Hodge garabateando sobre una hoja de papel. Enviando un mensaje a la misteriosa Clave, supuso. No pensaba que fuera gente muy agradable. Se preguntó cuál sería su respuesta.
La tinta roja parecía sangre sobre el papel blanco. Frunciendo el entrecejo, Hodge Starkweather enrolló la carta, con cuidado y meticulosidad, en forma de tubo, y silbó a Hugo para que acudiera. El pájaro, graznando quedamente, se le posó en la muñeca. Hodge hizo una mueca de dolor. Años atrás, durante el Levantamiento, había sufrido una herida en aquel hombro, e incluso un peso tan ligero como el de Hugo, o un cambio de estación, un cambio de temperatura, de humedad, o un movimiento demasiado repentino del brazo, despertaba viejas punzadas y el recuerdo de padecimientos que era mejor olvidar.
Existían algunos recuerdos, no obstante, que nunca desaparecían. Cuando cerró los ojos estallaron imágenes, igual que flashes, tras sus párpados. Sangre y cuerpos, tierra pisoteada, un estrado blanco manchado de rojo. Los gritos de los que agonizaban. Los campos verdes y ondulados de Idris y su infinito cielo azul, atravesado por las torres de la Ciudad de Cristal. El dolor de la pérdida le invadió como una ola; cerró con más fuerza el puño, y Hugo, aleteando, le picoteó los dedos furiosamente. Abriendo la mano, Hodge soltó al pájaro, que describió un círculo alrededor de su cabeza, voló a lo alto hasta el tragaluz y luego desapareció.
Quitándose de encima su aprensión con un estremecimiento, Hodge alargó la mano para tomar otra hoja de papel, sin reparar en las gotas escarlata que embadurnaban el papel mientras escribía.
–¿Dónde está Hodge? – preguntó.
–Escribiendo a los Hermanos Silenciosos.
Alec contuvo un estremecimiento.
–¡Puaj!
La joven se acercó a la mesa lentamente, consciente de la mirada de Alec.
–¿Qué hacéis?
–Dándole los últimos toques a estas cosas.
Jace se hizo a un lado para que ella pudiese ver lo que había sobre la mesa: tres largas varitas delgadas de una plata que brillaba débilmente. No parecían afiladas ni especialmente peligrosas.
–Sanvi, Sansavi y Semangelaf. Son cuchillos serafín.
–No parecen cuchillos. ¿Cómo los habéis hecho? ¿Con magia?
Alec se mostró horrorizado, como si le hubiese pedido que se pusiera un tutú y efectuara una perfecta pirueta de ballet.
–Lo gracioso respecto a los mundis -dijo Jace, sin dirigirse a nadie en concreto- es lo obsesionados que están con la magia para ser un grupo de gente que ni siquiera sabe lo que significa la palabra.
–Yo sé lo que significa -le dijo Clary con brusquedad.
–No, no lo sabes, simplemente crees que lo sabes. La magia es una fuerza oscura y elemental, no tan sólo un montón de varitas centelleantes, bolsas de cristal y peces de colores que hablan.
–Yo nunca dije que fuera un montón de peces de colores parlantes, tú…
Jace agitó una mano, interrumpiéndola.
–Si alguien llama a una anguila eléctrica “patito de goma”, eso no convierte a la anguila en patito, ¿no es cierto? Por tanto, que Dios se apiade del pobre desgraciado que decide que quiere darse un baño con el “patito”
–Estás diciendo tonterías -observó Clary.
–No es verdad -replicó Jace, con gran dignidad.
–Sí, lo es -dijo Alec, de un modo bastante inesperado-. Mira, nosotros no hacemos magia, ¿de acuerdo? – añadió, sin mirar a Clary-. Eso es todo lo que necesitas saber al respecto.
Clary quiso replicarle, pero se contuvo. A Alec ella no parecía gustarle, así que de nada servía empeorar su hostilidad. Volvió la cabeza hacia Jace.
–Hodge dijo que puedo ir a casa.
Jace estuvo a punto de soltar el cuchillo serafín que sostenía.
–¿Qué dijo qué?
–Para buscar en las cosas de mi madre -corrigió ella-. Si tú me acompañas.
–Jace -exhaló Alec, pero Jace no le hizo caso.
–Si realmente quieres demostrar que uno de mis padres era un cazador de sombras, deberíamos mirar entre las cosas de mi madre. Lo que queda de ellas.
–Meternos en la madriguera del conejo. – Jace sonrió maliciosamente-. Buena idea. Si vamos ahora mismo, deberíamos tener otras tres o cuatro horas de luz solar.
–¿Queréis que vaya con vosotros? – preguntó Alec, mientras Clary y Jace se encaminaban a la puerta.
Clary volvió la cabeza par a mirarle. Había medio abandonado la silla, con ojos expectantes.
–No. – Jace no volvió la cabeza-. No es necesario. Clary y yo podemos ocuparnos de esto solos.
La mirada que Alec lanzó a Clary fue tan agria como el veneno. La joven se alegró cuando la puerta se cerró tras ella.
Jace encabezó la marcha por el pasillo, con Clary medio trotando para mantenerse a la altura de su larga zancada.
–¿Tienes las llaves de tu casa?
Clary echó una ojeada a sus bambas.
–Sí.
–Estupendo. No es que no pudiéramos entrar por la fuerza, pero tendríamos mayores posibilidades de perturbar las salvaguardas que pudiera haber instaladas si lo hiciéramos.
–Si tú lo dices.
El pasillo se ensanchó en un vestíbulo con suelo de mármol, con una cancela de metal negro colocada en una pared. Hasta que Jace no oprimió un botón que había junto a la puerta y éste se iluminó, ella no comprendió que se trataba de un ascensor. Éste crujió y gimió mientras subía para ir a su encuentro.
–¿Jace?
–¿Sí?
–¿Cómo supiste que tenía sangre de cazador de sombras? ¿Había algún modo de que pudieras darte cuenta?
El ascensor llegó con un último crujido. Jace descorrió el pestillo de la reja y la deslizó a un lado, abriéndola. El interior recordó a Clary una jaula para pájaros, todo metal negro y decorativos pedacitos dorados.
–Lo imaginé -dijo él, pasando el pestillo de la puerta tras ellos-. Parecía la explicación más probable.
–¿Lo imaginaste? Debiste de haber estado muy seguro, teniendo en cuenta que podrías haberme matado.
El muchacho presionó un botón en la pared, y el ascensor dio una sacudida, poniéndose en marcha con un vibrante gemido que ella notó en todos los huesos de los pies.
–Estaba un noventa por ciento seguro.
–Comprendo -dijo Clary.
Algo en su voz hizo que él se volviera para mirarla. La mano de Clary restalló contra su cara en un bofetón que lo balanceó hacia atrás sobre los talones. Se llevó la mano a la mejilla, más sorprendido que dolorido.
–¿A qué diablos viene eso?
–El otro diez por ciento -contestó ella, y descendieron el resto del trayecto hasta la calle en silencio.
Jace pasó el viaje en metro hasta Brooklyn envuelto en un silencio enojado. Clary permaneció pegada a él de todos modos, sintiéndose un tanto culpable, en especial cuando miraba la marca roja que su bofetón le había dejado en la mejilla.
En realidad no le importaba el silencio, le daba una oportunidad para pensar. No dejaba de revivir la conversación con Luke, una y otra vez. Le dolía pensar en ella, era como morder con un diente roto, pero no podía dejar de hacerlo.
Algo más allá en el vagón, dos adolescentes sentadas en un banco naranja reían tontamente. La clase de chicas que a Clary nunca le habían gustado en San Javier, luciendo chinelas rosa intenso y falsos bronceados. Por un instante, se preguntó si se reirían de ella, antes de advertir, con sobresaltada sorpresa, que miraban a Jace.
Recordó a la chica de la cafetería que había estado mirando fijamente a Simon. Las chicas siempre tenían aquella expresión en la cara cuando pensaban que alguien era guapo. Debido a todo lo que había sucedido casi había olvidado que Jace era realmente guapo. El muchacho carecía de la delicada belleza de camafeo de Alec, pero el rostro de Jace era más interesante. A la luz del día, sus ojos eran del color del almíbar dorado y estaban… mirándola directamente. El muchacho enarcó una ceja.
–¿Puedo ayudarte en algo?
Clary se convirtió, al instante, en traidora para con las de su sexo.
–esas chicas del otro extremo del vagón te están mirando.
Jace adoptó un aire de sosegada complacencia.
–Por supuesto que lo hacen -dijo-. Soy increíblemente atractivo.
–¿No has oído nunca que la modestia es una característica atrayente?
–Sólo de personas feas -le confió él-. Puede que los mansos hereden la tierra, pero por el momento, pertenece a los presuntuosos. Como yo.
Guiñó un ojo a las muchachas, que rieron nerviosamente y se ocultaron tras sus cabellos.
–¿Cómo es que pueden verte? – inquirió Clary con un suspiro.
–Usar glamours, es decir, encantamientos es un incordio. A veces no nos molestamos en hacerlo.
El incidente con las chicas en el tren pareció ponerle, al menos, de mejor humor. Cuando abandonaron la estación y ascendieron la colina en dirección al apartamento de Clary, Jace sacó uno de los cuchillos serafín de su bolsillo y empezó a moverlo a un lado y a otro por entre los dedos y sobre los nudillos, canturreando para sí.
–¿Tienes que hacer esto? – preguntó ella-. Es irritante.
Jace canturreó en voz más alta. Era una especie de sonoro tarareo melódico, algo entre Cumpleaños Feliz y el El himno de batalla de la república.
–Lamento haberte pegado -dijo Clary.
Él dejó de tararear.
–Alégrate de haberme pegado a mí y no a Alec. Él te lo habría devuelto.
–Parece morirse de ganas por tener esa oportunidad -comentó Clary, pateando una lata vacía fuera de su camino-. ¿Qué fue lo que Alec te llamo? Para… algo.
–Parabatai -respondió Jace-. Significa una pareja de guerreros que combaten juntos…, que están más unidos que los hermanos. Alec es más que simplemente mi mejor amigo. Mi padre y su padre eran parabatai de jóvenes. Su padre fue mi padrino; es por eso que vivo con ellos. Son mi familia adoptiva.
–Pero tu apellido no es Lightwood.
–No -respondió él. Ella habría querido preguntarle cuál era, pero habían llegado a su casa, y el corazón había empezado a palpitarle tan ruidosamente que estaba segura de que se podía oír a kilómetros de distancia. Oía un zumbido en los oídos, y tenía la palma de las manos húmedas de sudor. Se detuvo frente a la valla de setos y alzó los ojos lentamente, esperando ver la cinta amarilla adhesiva de la policía acordonando la puerta delantera, cristales rotos esparcidos por el césped y todo el lugar reducido a escombros.
Pero no había señales de destrucción. Bañada en una agradable luz de primera horas de la tarde, la casa de piedra rojiza parecía resplandecer. Las abejas zumbaban perezosamente alrededor de los rosales bajo las ventanas de madame Dorothea.
–Tiene el aspecto de siempre -dijo Clary.
–Exteriormente. – Jace metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó otro de los artefactos de metal y plástico que ella había tomado por un teléfono móvil.
–Así que eso es un sensor. ¿Qué hace? – preguntó.
–Capta frecuencias, como hace una radio, pero estas frecuencias son de origen demoníaco.
–¿Demonios en onda corta?
–Algo parecido. – Jace alargó el sensor ante él mientras se acercaba a la casa. El objeto chasqueó levemente mientras ascendían la escalera, luego paró. Jace frunció el entrecejo.
–Está captando indicios de actividad, pero eso podrían ser simplemente vestigios de esa noche. No recibo nada lo bastante fuerte como para indicar que haya demonios presentes ahora.
Clary soltó una bocanada de aire, que no había advertido que estaba conteniendo.
–Estupendo.
Se inclinó para recuperar las llaves. Cuando se irguió, vio los arañazos en la puerta principal. La última vez debía de estar demasiado oscuro para verlos. Parecían marcas de zarpas, largas y paralelas, hundidas profundamente en la madera.
Jace le tocó el brazo.
–Entraré yo primero -dijo.
Clary quiso decirle que no necesitaba ocultarse detrás de él, pero las palabras no querían salir. Notaba el sabor del terror que había sentido al ver por primera vez al rapiñador. El sabor era ácido y cúprico en su lengua, igual que viejos peniques.
Jace empujó la puerta con una mano para abrirla, haciéndole una seña para que lo siguiese con la mano que sostenía el sensor. Una vez en el vestíbulo, Clary parpadeó, ajustando los ojos a la penumbra. La bombilla del techo seguía fundida, la claraboya demasiado sucia para dejar entrar luz y había espesas sombras sobre el suelo desportillado. La puerta de madame Dorothea estaba firmemente cerrada. No se veía ninguna luz a través de la rendija de abajo. Clary se preguntó inquieta si le habría sucedido algo.
Jace alzó la mano y la pasó por la barandilla. Estaba húmeda cuando la apartó, manchada de algo que parecía rojo negruzco bajo la pobre luz.
–Sangre.
–A lo mejor es mía. – La voz de Clary sonó muy débil-. De la otra noche.
–Estaría seca ya si lo fuera -dijo Jace-. Vamos.
Subió por las escaleras, con Clary pegada a su espalda. El rellano estaba oscuro, y ella tuvo que hacer tres intentos con las llaves antes de conseguir introducir la correcta en la cerradura. Jace se inclinó sobre ella, observando impaciente.
–No respires sobre mi cuello -siseó la muchacha; la mano le temblaba violentamente.
Finalmente, las ganchetas encajaron y la cerradura se abrió con un chasquido.
Jace tiró de Clary hacia atrás.
–Yo entraré primero.
La muchacha vaciló, luego se hizo a un lado para dejarle pasar. Tenía las palmas de las manos pegajosas, y no por el calor. De hecho, hacía fresco en el interior del apartamento, casi frío… Un aire gélido se escurrió por la entrada, aguijoneándole la piel. Sintió que se le ponía la carne de gallina, mientras seguía a Jace por el pequeño pasillo y al interior de la salita.
Estaba vacía. Sorprendente y totalmente vacía, tal y como había estado cuando se mudaron allí: paredes y suelo desnudos, sin mobiliario, incluso las cortinas habían sido arrancadas de las ventanas. Únicamente tenues recuadros más claros en la pintura de la pared mostraban el lugar donde habían estado colgados los cuadros de su madre. Como en un sueño, Clary fue en dirección a la cocina, con Jace andando tras ella con los ojos claros entrecerrados.
La cocina estaba igual de vacía, incluso la nevera había desaparecido, junto con las sillas y la mesa; los armarios de la cocina estaban abiertos y los estantes vacíos le recordaron una canción infantil. Carraspeó.
–¿Para qué querrían los demonios nuestro microondas? – preguntó.
Jace negó con la cabeza, la boca curvándose hacia abajo en las comisuras.
–No lo sé, pero no percibo ninguna presencia demoníaca justo ahora. Yo diría que hace tiempo que se marcharon.
Clary volvió a echar otra ojeada. Alguien había limpiado la salsa de tabasco derramada.
–¿Estás satisfecha? – preguntó Jace-. Aquí no hay nada.
–Quiero ver mi habitación -insistió ella, negando con la cabeza.
Él pareció a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor.
–Si es necesario -se resignó deslizando el cuchillo serafín al interior del bolsillo.
La luz del pasillo estaba fundida, pero Clary no necesitaba mucha luz para orientarse por su propia casa. Con Jace justo detrás, encontró la puerta de su dormitorio y alargó la mano para coger el pomo. Su tacto era frío; tan frío que casi le hacía daño en la mano, como tocar un carámbano con la piel desnuda. Vio que Jace le dirigía una rápida mirada, pero ya estaba girando el pomo, o intentándolo. Éste se movió lentamente, casi pegajosamente, como si el otro extremo estuviera incrustado en algo glutinoso y almibarado…
La puerta se abrió violentamente hacia fuera, derribándola. Clary patinó por el suelo del pasillo y se estrelló contra la pared, rodando sobre el estómago. Sonó un rugido sordo en sus oídos, mientras se incorporaba de rodillas.
Jace, pegado contra la pared, rebuscaba en el bolsillo, con el rostro convertido en una máscara de sorpresa. Alzándose sobre él como un gigante en un cuento de hadas, había un hombre enorme, grueso como un roble y con un hacha de hoja ancha aferrada en una mano lívida y gigantesca. Andrajos mugrientos y hechos jirones le colgaban de la carne sucia, y los cabellos eran una única maraña apelmazada, cubierta de mugre. Apestaba a sudor ponzoñoso y a carne putrefacta. Clary se alegró de no verle el rostro; verle la espalda era ya bastante horrible.
Jace tenía el cuchillo serafín en la mano.
–¡Sansavi! – gritó alzándolo.
Una cuchilla salió disparada del tubo. Clary pensó en viejas películas en las que había bayonetas ocultas en bastones de paseo, que eran liberadas pulsando un resorte. Pero nunca había visto un cuchillo como aquél: transparente como el cristal, con una empuñadura refulgente, sumamente afilado y casi tan largo como el antebrazo de Jace. Éste atacó, acuchillando al hombre gigantesco, que retrocedió tambaleante profiriendo un bramido.
Jace se volvió en redondo, corriendo a toda velocidad hacia ella. La agarró del brazo, poniéndola en pie y la empujó delante de él por el pasillo. Clary oía a la criatura detrás de ellos, siguiéndoles; sus pisadas sonaban igual que pesas de plomo arrojadas contra el suelo, pero avanzaba de prisa.
Atravesaron veloces el vestíbulo y salieron al rellano, con Jace echándose a un lado para cerrar la puerta de un portazo. Clary oyó el chasquido de la cerradura automática y contuvo la respiración. La puerta tembló en sus goznes al recibir un tremendo golpe desde el interior del apartamento. Clary retrocedió hacia la escalera. Jace le dirigió una mirada apremiante. Los ojos le brillaban con frenética excitación.
–¡Ve abajo! ¡Sal de…!
Hubo otro golpe, y esta vez los goznes cedieron y la puerta salió despedida hacia fuera. Habría derribado a Jace si éste no se hubiese movido a tal velocidad que Clary apenas lo vio; de improviso el muchacho estaba en el escalón superior, con el cuchillo ardiendo en la mano como una estrella caída. Vio que Jace la miraba y chillaba algo, pero no consiguió oírle por encima del rugido de la gigantesca criatura, que salió como una exhalación por la puerta hecha pedazos, yendo directa hacia él. Clary se aplastó contra la pared cuando aquello pasó en medio de una oleada de calor y hediondez…, y a continuación el hacha del ser volaba por el aire, azotándolo, cortándolo en dirección a la cabeza de Jace. Éste se agachó, y el arma golpeó con fuerza la barandilla, clavándose profundamente.
Jace rió. La risa pareció enfurecer a la criatura; abandonando el hacha, ésta se arrojó dando bandazos sobre Jace con los enormes puños alzados. El muchacho giró el cuchillo serafín en un amplio arco, enterrándolo hasta la empuñadura en el hombro del gigante. Por un instante, el ser permaneció inmóvil, tambaleándose. Luego se abalanzó al frente, con las manos extendidas e intentando agarrar a Jace, que se hizo a un lado a toda prisa, pero no lo bastante rápido. Los enormes puños lo sujetaron al mismo tiempo que el gigante daba un traspié y caía, arrastrando a Jace con él. El joven lanzó un único grito; se escucharon una serie de golpetazos violentos y crujidos, y luego todo silencio.
Clary se incorporó apresuradamente y corrió escaleras abajo. Jace estaba tendido al pie de la escalera, con el brazo doblado bajo el cuerpo en un ángulo forzado. Atravesado sobre sus piernas, yacía el gigante, con la empuñadura del arma de Jace sobresaliéndole del hombro. No estaba del todo muerto, pero se agitaba débilmente y una espuma sanguinolenta le rezumaba por la boca. Entonces Clary pudo verle el rostro: era lívido y apergaminado, recorrido por un negro entramado de cicatrices horribles que casi le borraban las facciones. Las cuencas de los ojos eran pozos rojos supurantes. Conteniendo el impulso de vomitar, Clary descendió tambaleante los últimos pocos escalones, pasó por encima del gigante y se arrodilló junto a Jace.
Estaba tan inmóvil… Le puso una mano sobre el hombro, palpó la camisa pringosa de sangre…, la suya o la del gigante, no lo sabía.
–¿Jace?
Sus ojos se abrieron.
–¿Está muerto?
–Casi -dijo ella sombría.
–Diablos. – Hizo una mueca-. Mis piernas…
–Quédate quieto.
Gateando para colocarse detrás de su cabeza, Clary deslizó las manos bajo los brazos de él y tiró. Jace lanzó un gruñido de dolor cuando sus piernas salieron de debajo de la carcasa convulsionada de la criatura. Clary le soltó, y él se incorporó con un esfuerzo, con el brazo izquierdo atravesado sobre el pecho. La muchacha se levantó.
–¿Está bien tu brazo?
–No. Roto -respondió él-. ¿puedes meter la mano en mi bolsillo?
Ella vaciló, luego asintió.
–¿Cuál?
–El interior de la chaqueta, lado derecho. Saca uno de los cuchillos serafín y dámelo.
Permaneció quieto mientras ella metía nerviosamente los dedos dentro del bolsillo. Estaba tan cerca de él que podía oler su aroma, sudor, jabón y sangre. La respiración de Jace le cosquilleaba en la nuca. Los dedos de Clary se cerraron sobre un tubo y lo sacó, sin mirar a su compañero.
–Gracias -dijo él.
Los dedos de Jace lo recorrieron brevemente antes de darle nombre: “Sanvi”. Como su predecesor, el tubo creció hasta convertirse en una daga afilada, cuyo resplandor le iluminó el rostro.
–No mires -dijo él, yendo a colocarse junto al cuerpo de la criatura desfigurada.
Alzó el cuchillo por encima de la cabeza y lo bajó con fuerza. Un surtidor de sangre brotó de la garganta del gigante, salpicando las botas de Jace.
Ella medio esperó que el gigante se desvaneciera, doblándose sobre sí mismo del modo en que lo había hecho el chico en el Pandemónium. Pero no lo hizo. El aire estaba inundado del olor a sangre: intenso y metálico. Jace profirió un ruidito desde el fondo de la garganta. Estaba pálido, si de dolor o repugnancia, ella no lo sabía.
–Te dije que no miraras -la reprendió.
–Pensaba que desaparecería -dijo ella-. De vuelta a su propia dimensión… dijiste.
–Dije que eso es lo que les sucede a los demonios cuando mueren. – Con una mueca de dolor, se quitó la chaqueta del hombro, dejando al descubierto la parte superior del brazo izquierdo-. Eso no era un demonio.
Con la mano derecha extrajo algo del cinturón. Era el objeto liso en forma de varita que había usado para grabar aquellos círculos superpuestos en la piel de Clary. Al contemplarlo, la muchacha sintió que el antebrazo le empezaba a arder.
Jace vio cómo miraba con atención y le dedicó una sonrisa apenas perceptible.
–esto -dijo- es una estela.
La acercó a una marca que tenía dibujada justo debajo del hombro, una figura curiosa, casi como una estrella. Dos brazos de la estrella sobresalían del resto de la marca, inconexos.
–Y esto -siguió él-, es lo que sucede cuando los cazadores de sombras resultan heridos.
Con la punta de la estela, trazó una línea conectando los dos brazos de la estrella. Cuando bajó la mano, la marca brillaba como si la hubiesen dibujado con tinta fosforescente. Mientras Clary observaba, se hundió en la piel, como un objeto lastrado hundiéndose en el agua. Dejó tras ella una señal espectral: una cicatriz fina y pálida, casi invisible.
La imagen que apareció en la mente de Clary fue la espalda de su madre, no totalmente cubierta por la parte superior del bañador, con los omóplatos y las curvas de la columna vertebral moteados de estrechas marcas blancas. Era como algo que hubiese visto en un sueño; la espalda de su madre no tenía realmente ese aspecto, lo sabía. Pero la imagen la incordió.
Jace soltó un suspiro, la tensa expresión de dolor abandonando su rostro. Movió el brazo, despacio al principio, luego con más facilidad, subiéndolo y bajándolo, apretando el puño. Era evidente que ya no estaba roto.
–Es asombroso -exclamó Clary-. ¿Cómo lo…?
–Eso era una iratse: una runa curativa -explicó él-. Finalizar la runa con la estela activa.
Introdujo la fina varita en el cinturón y volvió a colocarse la chaqueta con un movimiento del hombro. Con la punta de la bota dio un golpecito al cadáver del gigante.
–Vamos a tener que informar a Hodge -dijo-. Le va a dar un ataque -añadió, como si pensar en la alarma de Hodge le proporcionara alguna satisfacción.
Jace, sedijo Clary, era la clase de persona que disfrutaba cuando sucedían cosas, incluso cosas malas.
–¿Por qué le dará un ataque? – inquirió la joven-. Y entiendo que esa cosa no es un demonio; es por eso que el sensor no lo registró, ¿cierto?
Jace asintió.
–¿Ves las cicatrices que tiene por toda la cara?
–Sí.
–Ésas se hicieron con una estela. Como ésta. – Dio un golpecito a la varita de su cinturón-. Preguntaste qué sucede cuando se graban Marcas en alguien que no tiene sangre de cazador de sombras. Una sola Marca únicamente te quema, pero gran cantidad de Marcas, ¿unas que sean poderosas? ¿Grabadas en la carne de un ser humano totalmente corriente sin el menor vestigio de ascendencia cazadora de sombras? Obtienes eso. – Agitó la barbilla en dirección al cadáver-. Las runas son terriblemente dolorosas. Los Marcados pierden el juicio…, el dolor los vuelve locos. Se convierten en asesinos feroces e insensatos. No duermen ni comen a menos que les obliguen, y mueren, por lo general en seguida. Las runas tienen un gran poder y pueden usarse para hacer un gran bien…, pero se pueden usar para el mal. Los repudiados son malvados.
Clary se lo quedó mirando horrorizada.
–Pero ¿por qué querría nadie hacerse eso?
–Nadie lo haría. Es algo que se les hace. Puede hacerlo un brujo, tal vez algún subterráneo que se ha vuelto malvado. Los repudiados son leales a quien los marcó, y son asesinos feroces. También pueden obedecer órdenes sencillas. Es como tener un… ejército de esclavos. – Pasó por encima del repudiado muerto, y echó una mirada rápida por encima del hombro a Clary-. Voy a volver a subir.
–Pero allí no hay nada.
–Podría haber más de ellos -dijo él, casi como si deseara que así fuera-. Deberías de aguardar aquí. – Empezó a subir los peldaños.
–Yo no haría eso si fuera tú -dijo una voz aguda y familiar-. Hay más en el lugar del que salió el primero.
Jace, que estaba casi en lo alto de la escalera, se volvió en redondo y abrió mucho los ojos. También lo hizo Clary, aunque ella supo inmediatamente quién había hablado. Aquel acento áspero era inconfundible.
–¿Madame Dorothea?
La anciana inclinó la cabeza con gesto regio. Estaba de pie en la entrada de su apartamento, vestida con lo que parecía una tienda de campaña confeccionada en seda cruda morada. Cadenas de oro le centelleaban en las muñecas y merodeaban la garganta. Sus largos cabellos, listados como los de un tejón, se escapaban del moño sujeto en lo alto de la cabeza.
Jace seguía mirando de hito en hito.
–Pero…
–¿Más qué? – preguntó Clary.
–Más repudiados -replicó Dorothea con una jovialidad que, Clary consideró, no encajaba realmente con las circunstancias; la mujer paseó la mirada por el vestíbulo-. Lo habéis dejado todo hecho una porquería, ¿no es cierto? Y estoy segura de que no teníais intención de limpiarlo. Típico.
–Pero usted es una mundana -dijo Jace, finalizando por fin su frase.
–Eres tan observador -repuso Dorothea con ojos relucientes-. La Clave realmente rompió el molde contigo.
El desconcierto del rostro de Jace empezaba a desvanecerse, reemplazado por un enojo cada vez más patente.
–¿Conoce la existencia de la Clave? – inquirió-. ¿Conocía su existencia, y sabía que había repudiados en esta casa, y no les informó? La simple existencia de repudiados es un crimen contra la Alianza…
–Ni la Clave ni la Alianza han hecho nunca nada por mí -dijo madame Dorothea, y sus ojos centellearon furiosos-. No les debo nada.
Por un momento, su áspero acento neoyorquino desapareció, reemplazado por otra cosa, un acento más marcado y grave, que Clary no reconoció.
–Déjalo, Jace -dijo Clary, y se volvió hacia madame Dorothea-. Si está enterada de la existencia de la Clave y de los repudiados -siguió-, entonces quizá sepa usted qué le sucedió a mi madre.
Dorothea negó con la cabeza, haciendo que sus pendientes se balancearan. Había algo parecido a compasión en su rostro.
–Mi consejo para ti -repuso-, es que te olvides de tu madre. Se ha ido.
El suelo bajo Clary pareció inclinarse.
–¿Quiere decir que está muerta?
–No -Dorothea pronunció la palabra casi de mala gana-, estoy segura de que sigue viva. Por ahora.
–Entonces tengo que encontrarla -declaró Clary.
El mundo había dejado de inclinarse; Jace estaba detrás de ella, con la mano sobre su codo como para sostenerla, pero ella apenas lo advirtió.
–¿Comprende? Tengo que encontrarla antes de que…
Madame Dorothea alzó una mano.
–No quiero involucrarme en cuestiones de cazadores de sombras.
–Pero conocía a mi madre. Era su vecina…
–Esto es una investigación oficial de la Clave -la interrumpió Jace-. Siempre puedo regresar con los Hermanos Silenciosos.
–Ah, por el… -Dorothea echó una ojeada a su puerta, luego a Jace y a Clary-. Supongo que lo mejor será que entréis -dijo finalmente-. Os contaré lo que pueda. – Empezó a andar hacia la puerta, luego se detuvo en el umbral, mirándoles iracunda-.Pero si le cuentas a alguien que te he ayudado, cazador de sombras, despertarás mañana con serpientes por cabellos y un par de brazos extra.
–Eso podría ser agradable, tener un par de brazos extra -bromeó Jace-. Útil en una pelea.
–No si crecen de tu… -Dorothea calló y le sonrió, no sin malicia-. Cuello.
–Rayos -dijo Jace con suavidad.
–Rayos, eso es, Jace Wayland.
Dorothea penetró con paso firme en el apartamento, con la tienda de campaña morada ondeando a su alrededor como una bandera chillona.
Clary miró a Jace.
–¿Wayland?
–Es mi nombre. – Jace parecía afectado-. No puedo decir que me guste que ella lo sepa.
Clary echó una ojeada tras Dorothea. Las luces estaban encendidas dentro del apartamento; el fuerte olor a incienso inundaba ya el vestíbulo, mezclándose desagradablemente con el hedor de la sangre.
–Con todo, creo que podríamos intentar hablar con ella. ¿Qué podemos perder?
–Una vez que hayas pasado un poco más de tiempo en nuestro mundo -afirmó Jace-, no me lo volverás a preguntar.