CAPITULO X
—Debieras haber avisado al capitán Flaherty —dijo Ada, mientras el coche que guiaba Vinceton rodaba velozmente en dirección a Claymore.
—Ya lo he pensado —contestó el joven—. Pero no me he atrevido a hacerlo.
—¿Por qué?
—Ada, los policías no intervienen de no tener un mínimo de evidencias sobre un posible delito. Ya investigaron a fondo y no consiguieron nada. ¿Cómo voy a decirle nada, apoyándome tan sólo en una llamada telefónica, que se ha interrumpido bruscamente? Ya te he dicho que llamé a casa de Miller y que el propio Miller dijo que debía de tratarse de un error, que Nancy Warren no había estado jamás allí. Es su palabra contra la mía, ¿comprendes?
La muchacha insistió.
—Es un punto de vista sensato... pero poco lógico —respondió.
—¿Hay algo de lógico en este asunto de gentes endemoniadas, que hacen sacrificios humanos al diablo y comen cruda la carne de sus víctimas?
Ada se puso una mano en la boca.
—Por favor...
—Lo siento, no quise molestarte. De todas formas, no temas; dije a la señora Hammer que avisara al capitán Flaherty si mañana, a la hora del desayuno, no tenía noticias mías. Dejé una nota escrita y ahora, si me sucediese algo, Flaherty y sus amigos tendrían ocasión de intervenir. Lo único que me irrita un poco es que hayas venido conmigo.
—¿Podía dejarte solo? Lo hubiera pasado mucho peor aguardando tu vuelta, allá sola...
Pase lo que pase, prefiero estar a tu lado, Barney.
Vinceton sonrió, a la vez que se apoderaba de la mano de la muchacha. Aparte de las preocupaciones que sentía, era un hombre feliz. Ahora ya sabía que Ada correspondía a sus sentimientos y que, apenas hubieran solucionado aquel caso, sonarían campanas de boda.
De pronto, exclamó:
—¿No te lo he dicho? Flaherty recordó al fin a la persona que tenía otra de esas monedas misteriosas.
—¿Quién es, Barney?
—Quizá haya que decir quién era. Si no ha muerto, se llama Lorelei Pulham y desapareció hace casi tres meses, a primeros de año. Pero nadie ha podido tener noticias suyas. Lo único que se sabe es que su fortuna se incrementó grandemente, de un modo súbito...
—Lo mismo que los otros. Y que tú.
—Sí. Pero en el caso de Lorelei Pulham tenemos la circunstancia de que se enojó con su marido, bueno, cosas de esas que pasan entre matrimonios, y ella se marchó de casa...
—Y no ha vuelto.
—No se ha sabido más de ella.
—Quizá fue asesinada por su esposo.
—No —contradijo Vinceton—. Pulham estaba locamente enamorado de su mujer. Fue una disputa por una niñería y se sentía muy arrepentido de haber provocado la discusión. Por otra parte, lo vigilaron estrechamente, pero, al fin, llegaron a la conclusión de que la señora Pulham había desaparecido, sin que su marido tuviese parte en el hecho.
—Y ella tenía la moneda...
—Según su esposo, sí, aunque no sabía muy bien cómo había llegado a poder de
¡Lorelei, Parece ser que dio una limosna a un pobre o algo por el estilo, y el individuo le dio la moneda, diciéndole que le traería la riqueza...
Ada sintió un escalofrío.
—Barney, ¿no se te ha ocurrido pensar que hay algo misterioso en todo esto, aleo incomprensible para nuestras mentes y que está motivado por fuerzas superiores a nosotros?
—Sí, lo he pensado, y aunque me resisto a admitirlo, debo aceptar que parte de los hechos tienen un origen sobrenatural.
Al atardecer, entraban en Claymore. Esta vez, Vinceton no perdió tiempo en rodeos y se encaminó directamente a la casa de los Warren.
El señor Warren recibió a la pareja con poco disimulada hostilidad.
—¿Nancy? No está aquí —dijo, como respuesta a la pregunta de los visitantes—. Se ha marchado del pueblo.
—Pero...
—Lo siento —dijo Warren, fríamente—. Ya no consideramos a Nancy como hija nuestra. Es una perdida, sin dignidad ni sentido de la moral, que no ha hecho nunca caso de nuestros consejos. Se ha marchado, es todo lo que puedo decirles.
Vinceton estuvo a punto de decir: «miente usted», pero se contuvo. Warren, lo advirtió claramente, parecía furioso, pero, en realidad, estaba aterrado. ¿Quién le había metido el miedo en el cuerpo?, se preguntó.
—Lo siento muchísimo, señor Warren —se disculpó—. Créame que lo lamento...
—Adiós —cortó el individuo, cerrando bruscamente la puerta de su casa.
De allí se dirigieron a la posada, en donde su dueña, Maggie Corcoran, los acogió sin demasiado entusiasmo.
—¿Piensan quedarse a dormir? —preguntó.
—Sí, señora —contestó Vinceton. Miró a su alrededor—. No veo a Nancy —manifestó.
—Se ha marchado —contestó Maggie adustamente
—¿Fuera de Claymore?
—Supongo. En el pueblo no está.
—Ya. —Vinceton emitió una sonrisita—. Bueno, era curiosidad solamente... ¿Quieres pasar, Ada?
—Dos habitaciones —dijo Maggie incisivamente.
—Descuide, señora —respondió la muchacha—. El señor Vinceton y yo no hemos venido aquí para esconder nuestros amores culpables.
Maggie enrojeció un tanto, pero no dijo nada. Momentos después, Miller llegaba al albergue.
—Han venido esos curiosos —dijo.
—Sí —contestó ella.
Miller le entregó un sobrecito.
—Pónselo en la bebida, durante la cena.
—¿Qué es?
Miller sonrió retorcidamente.
—Algo que les hará dormir toda la noche de un tirón. Mañana, cuando se despierten, estarán muy lejos de aquí. Los llevaré en el coche a la madrugada, y dejaré una botella vacía. Cuando los encuentren, pensarán que se han emborrachado y negaremos que hayan estado en el pueblo, ¿comprendes?
—Sí, pero, ¿qué hay de Pulham? Ese ha venido por su mujer...
—Ha dicho que quería hablarme después de la cena. No te preocupes; yo sabré convencerle.
—Está bien. Pero aún falta la última moneda... Miller volvió a sonreír.
—Ya sabes lo que les pasa a sus poseedores; tarde o temprano, acaban viniendo por aquí. La moneda que perdió Roberta Cawlins debió de ser encontrada por otra persona y, tarde o temprano, esa persona acabará por venir aquí.
Una luz de codicia apareció en los ojos de Maggie Corcoran.
—Y entonces el tesoro surgirá a la superficie —exclamó.
—Saldrá de las entrañas de la tierra y nos hará inmensamente ricos —afirmó Miller con voz de iluminado.
* * *
Pulham hizo que le sirvieran la cena en su habitación, cosa a la que accedió la señora Corcoran no sin esfuerzo. Pulham acalló sus protestas con un billete de diez dólares.
Cuando Maggie subió con la bandeja, Pulham le indicó que la dejase sobre la mesa. La mujer se marchó y entonces él tiró todos los alimentos por el sumidero. Era hombre desconfiado y no quería ser objeto de una trampa. En su maletín tenía un par de bocadillos, que consumió con la ayuda de un par de sorbos de agua del grifo.
Al terminar, abrió de nuevo el maletín y contempló sonriente la cajita negra que había traído consigo. Sus dedos acariciaban la pulida superficie, en la que se veía el hueco para una llave que faltaba, un botón rojo y el botón de remate de la antena telescópica oculta momentáneamente. Pulham sabía que el aparato funcionaría a la perfección; las pruebas realizadas con toda discreción así lo habían demostrado.
En el comedor, Vinceton y Ada cenaban silenciosamente. La señora Corcoran había preparado una cena sumamente apetitosa. Vinceton sentía ciertos recelos por la actitud de Maggie, que había cambiado en sentido diametralmente opuesto. Ahora, Maggie era un tarro de miel... incluso les había puesto una botella de vino de marca, destinada, según dijo, a los huéspedes más apreciados.
Vinceton probó el vino y no encontró ningún sabor sospechoso. No obstante, aprovechando un momento en que Maggie estaba en la cocina, vertió la mayor parte del contenido de la botella en la tierra de una gran maceta, que contenía una planta de adorno.
Ada le miró extrañada.
—¿Por qué haces eso? —preguntó en voz baja.
—No me fío —contestó él en el mismo tono—. Tanta amabilidad, esta cena tan exquisita...
—¿Temes...?
—Por si acaso, mejor será que estemos prevenidos. Vimos el coche de Roberta, ¿verdad? Te diré una cosa: hasta que no llame o vaya en persona a tu habitación, debes fingirte dormida. A menos que intentasen hacerte daño, en cuyo caso debes gritar con toda la potencia de tus pulmones. ¿Lo has comprendido?
—Sí —murmuró Ada.
—Maggie viene —dijo él rápidamente—. Disimula. Ada sonrió.
—Querido, sírveme un poco más de vino. Está riquísimo —exclamó.
—Claro, cariño —contestó Vinceton en el mismo tono—. Señora Corcoran, usted tenía razón —se dirigió a Maggie—; nunca habíamos probado un vino tan bueno.
—Lo celebro infinito —sonrió Maggie, complacida al observar la botella que aparecía casi completamente vacía—. ¿A qué hora desean les sirva el desayuno?
—Oh, no tendremos prisa... Este pueblo es tan tranquilo, tan apacible... En lugares como éste las sábanas se pegan más de lo habitual.
—Sí, suele suceder —convino la señora Corcoran.
Fuera de la posada, Miller conversaba con Linda McBratt.
—Tú te encargarás de hacerlo —dijo.
—Sí, señor —respondió la muchacha, de largos cabellos rubios v figura un tanto parecida a la de Nancy Warren.
—Es preciso que ella no sospeche nada. Es una muchacha muy enérgica y podría crearnos problemas. Y, recuerda, ya nos separan muy pocos días de la riqueza. Podrás tener cuanto ambiciones, todo lo que desees, pieles, joyas...
Linda sonrió.
—Y me marcharé de este pueblo —dijo.
—Todos nos marcharemos; pero es preciso que hagamos sacrificios.
—Sí, señor.
—Estaremos aguardándoles fuera. Eso es todo.
Miller se alejó en sentido opuesto a la muchacha. En aquel mismo momento, Vinceton y Ada subían a sus habitaciones.
Pulham estaba en la suya, dejando pasar el tiempo pacientemente. De cuando en cuando, miraba a través de la ventana. Ya se veía la luna, redonda, brillante como una gran moneda, derramando sus rayos de plata sobre la tierra.
—Recuerda lo que te he dicho —murmuró Vinceton al despedirse de la joven.
—No te preocupes por mí. Oye, ¿sabes?, creo que tenías razón —dijo Ada. Vinceton arqueó las cejas.
—¿Cómo?
—Me siento ligeramente mareada. He bebido unos sorbos de vino y te aseguro que nunca me había pasado nada semejante. Quizá tú tenías razón y la señora Maggie puso algo en el vino.
—Un narcótico —dijo él reflexivamente—. Si fuese veneno, ya sentirías dolor de estómago. Ve al baño y procura despejarte; bebe unos cuantos vasos de agua; eso ayudará a diluir el narcótico que has tomado. Haz frecuentes abluciones, refréscate la cara y respira mucho aire puro, con la ventana abierta, pero con la luz apagada. Cuando te sientas mejor, acuéstate.
—Sí, Barney.
Se separaron al llegar al piso superior. Maggie hizo lo que él le había aconsejado y, media hora más tarde, los síntomas de aturdimiento habían desaparecido por completo.
Entonces se desvistió y se metió en la cama. En la casa reinaba un silencio absoluto.
Pasadas las diez de la noche, alguien subió al primer piso, con una pequeña linterna en la mano. Maggie abrió primero la puerta del cuarto de Vinceton. El joven yacía boca arriba en la cama, con una pierna fuera y los brazos extendidos. Maggie sonrió; el narcótico había actuado rápida y eficazmente, se dijo.
Vinceton había bebido más que la muchacha, ya que ésta, según apreció poco después, había tenido tiempo de desvestirse para meterse en la cama. Al día siguiente, se llevarían una buena sorpresa, cuando se encontrasen a muchas millas de Claymore. Y aunque dijesen que habían estado allí, no podrían probarlo; todos lo negarían rotundamente.
Pulham también dormía. Miller había hablado con él y le había convencido de que no sabían nada de su esposa. Pulham había quedado persuadido por los argumentos empleados, prometiendo marcharse apenas saliera el sol. Todo estaba resuelto, pensó Maggie, mientras emitía un prolongado suspiro de alivio.
Lo que Maggie ignoraba era que ninguno de sus tres huéspedes estaba narcotizado.
Apenas hubo dejado el primer piso, tres pares de ojos se abrieron en la oscuridad.
El silencio cayó sobre el albergue. Media hora más tarde, se oyó el ruido de la puerta principal, que se abría y cerraba sucesivamente.
Pulham abandonó su lecho. Vinceton lo hizo algunos minutos más tarde.