CAPITULO V

 

—A medida que pasan los días, y cada vez que pienso en ello, me siento más convencida de que algo muy malo le ha pasado al señor Pitts —dijo Ada al día siguiente, cuando ya estaban a muy corta distancia de Claymore.

—Aún no podemos afirmar nada en un sentido u otro —murmuró Vinceton cautelosamente.

—Mire, mi patrón era hombre muy puntilloso con el trabajo propio y el de los demás, lo cual no quiere decir que nos tratase como un capataz de esclavos, con el látigo en la mano. Oh, era un hombre extremadamente amable y cortés, pero le gustaban las cosas bien hechas y lo indicaba de un modo que no era posible contradecirle... No, no, él no hubiera faltado cuatro semanas al despacho sin un motivo grave..., y aun así, habría enviado noticias suyas. Créame, el gerente también se siente muy preocupado y ha aprobado incondicionalmente esta gestión que voy a emprender en su compañía.

—Haremos lo que podamos —dijo Vinceton. Minutos más tarde, entraban en Claymore.

Vinceton vio la muestra de un albergue y detuvo el coche en la entrada. Bajo el dintel de la puerta había una mujer robusta, de pecho prominente y mirada inquisitiva.

Vinceton se apeó del coche. Ada lo hizo por el otro lado.

—Buenas tardes, señora —saludó el joven amablemente—. ¿Puede indicarme dónde está la oficina del alguacil?

La señora Corcoran señaló una dirección con la mano.

—Allí —dijo lacónicamente.

—Mil gracias, señora. Ah, la señorita y yo pensamos quedamos el fin de semana en Claymore. Podrá alojarnos, supongo.

—En habitaciones separadas, claro

Vinceton notó el tono frío y hostil de la mujer.

—Habitaciones separadas —convino.

—Sí, podré hospedarles.

—Gracias, señora.

Vinceton agarró el brazo de la muchacha y la empujó hacia la oficina del alguacil. Ada se estremeció.

—Esa mujer me da miedo... Todo el pueblo me da miedo... —murmuró.

Vinceton miró a derecha e izquierda y captó la atmósfera opresiva de la población, en la que reinaba un silencio casi total. Un par de chiquillos jugaban a lo lejos, pero no emitían ningún grito ni se reían.

Cuando llegaban a la oficina, salieron dos hombres de su interior. Vinceton se detuvo un instante La descripción que le había facilitado Peters coincidía exactamente con aquella pareja.

—Hola —dijo—. Me llamo Vinceton. Ella es la señorita Eakin. ¿Tenemos el gusto de hablar con el alguacil de Claymore?

Donken se tocó con el ala del sombrero con dos dedos.

—Yo soy —contestó—. Este es mi ayudante eventual, Clem Karr. Mi nombre es Donken, Harriman Donken. ¿Puedo servirles en algo?

—Alguacil, soy buen amigo de Frank Pitts, de quien sé vino a Claymore hará cuatro semanas —declaró Vinceton—. ¿Puede indicarnos dónde está?

Donken se volvió hacia el muchacho rubio y guapo.

—¿Clem?

—No lo he visto —respondió.

Vinceton miró sucesivamente a los dos hombres. En aquel instante, adquirió la convicción de que se hallaba ante dos embusteros.

—El señor Pitts vino a Claymore para averiguar qué había pasado con su hermano Harvey, me consta positivamente —dijo Vinceton con firme acento.

—Harvey Pitts desapareció y no se ha vuelto a saber de él —respondió Donken lánguidamente—. En cuanto a su hermano, Frank, se marchó hace diez años a Nueva York y allí debe de continuar, me imagino.

—Frank tenía un terreno...

—Ah, sí, Hell’s Hole. Pero lo vendió hace tiempo.

—¿A quién?

Donken recorrió con la vista el cuerpo de Vinceton.

—Se llama Miller, pero hoy está fuera de Claymore. No sé cuándo regresará.

Vinceton sentía que la ira crecía en su cuerpo con violencia que le era difícil reprimir. Ahora comprendía los recelos y temores de su amigo Frank

—Alguacil, ¿qué me dice usted de Roberta Cawlins? —preguntó de sopetón.

La transformación que se operó en el rostro de Donken fue asombrosa. Su redonda cara se puso gris y su papada tembló convulsivamente durante unos segundos. En cuanto a Karr, frunció el ceño y mostró cólera hasta el punto de que Vinceton temió que fuera a echársele encima. Al fin, Donken hizo un esfuerzo y contestó:

—No sé quién es esa tal Roberta Cawlins —dijo. Vinceton apretó los labios. Era inútil seguir insistiendo.

—Gracias, alguacil. ¿Vamos, Ada?

La muchacha asintió. Donken alzó una mano.

—Esperen

Vinceton y Ada le miraron.

—¿Sí, alguacil? —dijo el primero.

—¿Piensan estar mucho tiempo en Claymore?

El joven dudó un instante. Luego, lentamente, respondió:

—La distancia hasta Nueva York es grande y ya se nos ha hecho un poco tarde. Partiremos mañana, después del desayuno.

—Muchas gracias.

—A usted, alguacil.

Vinceton y la muchacha reanudaron la marcha en dirección a la posada. Ada sentía escalofríos.

—Este pueblo me aterra —confesó.

—Ciérrese en su cuarto, con doble vuelta de llave aconsejó él

—Sí, lo haré, y no precisamente por usted.

—Suelo ser un caballero, a menos que me provoquen —sonrió Vinceton.

Phineas Miller estaba también en la oficina, pero por la parte de dentro, de modo que no pudiera ser visto por los forasteros. Cuando los vio alejarse, se acercó a la puerta.

—De modo que buscan a Frank Pitts —murmuró.

Donken sacó un pañuelo de colorines y se lo pasó por la cara grasienta.

—También mencionó el nombre de Roberta Cawlins —contestó—. Por todos los... ¿Cómo ha podido saberlo?

—Eso es lo de menos ahora. Lo importante es que se marchen mañana.

—Pero pueden hablar...

—¿Quieren que yo me encargue de esa pareja? —se ofreció Karr belicosamente. Miller alzó una mano.

—Déjalos Si se marchan, acabarán por olvidar el asunto —dijo.

—Pueden ser policías... —apuntó Donken, lleno de aprensiones.

—No, no lo son. Simplemente, son conocidos de Pitts y de la rubia. Pero no encontrarán nada, os lo aseguro.

—Cuando se marchen, me sentiré mucho más aliviado —rezongó el obeso alguacil.

—Yo me sentiría mucho más aliviado si encontráramos la moneda de Roberta —dijo Miller, ceñudo—. Recordad que es preciso que reunamos las trece monedas. Sólo entonces obtendremos la fortuna que nos ha prometido nuestro amo todo poderoso. Tenedlo bien entendido y no lo olvidéis jamás.

—Pero aparte de la de Roberta, faltan dos monedas más... —alegó débilmente Donken.

—Ya aparecerán a su debido tiempo —afirmó Miller con acento de total seguridad.

 

* * *

 

Cenaron en silencio, sin otro ruido que el ocasional de los cubiertos o el tintineo de las copas. Ada tenía los nervios a punto de estallar.

—Nunca me había sentido tan aprensiva —dijo de pronto, en voz baja—: Esa horrible posadera no nos quita la vista de encima... ¿Y se ha fijado en la mujer que vino antes? La señora Porter, creo haber oído decir... Delgada como un esqueleto... La cara chupada y los ojos que parecían despedir llamas... Decididamente, éste es un pueblo al que no pienso volver más en los días de mi vida.

Vinceton simuló reírse de los temores de la muchacha, aunque, en el fondo, él no dejaba de sentir cierta precaución.

—No hay que ser tan aprensivo —dijo—. A veces, los humanos realizan acciones que nos resultan incomprensibles y hacen cosas muy distintas de las que habían anunciado. Eso pudo suceder con Frank.

—¿Qué me dice de su amiga, Roberta Cawlins? Según usted, esos dos tipos, el alguacil y su ayudante, son los mismos que fueron a buscar su equipaje. ¿Por qué no fue ella? ¿Por qué no telefoneó siquiera al conserje?

—Ada, lo mejor será que, al menos por esta noche, deje de preocuparse de este asunto. En Nueva York tengo yo un amigo, policía muy competente, y él nos indicará qué pasos debemos dar, para encontrar o confirmar la desaparición de nuestros dos amigos.

—Sí, será mejor —convino la muchacha con un hondo suspiro. Y apartó el plato, cuyo contenido aparecía casi intacto.

Maggie Corcoran se acercó a la mesa.

—No le ha gustado la cena, señorita —dijo severamente.

—No tengo apetito; el viaje ha sido muy fatigoso —se disculpó la muchacha.

—Sí, me lo imagino. Bien, cuando gusten, tienen las habitaciones dispuestas. La señora Corcoran se alejó. Vinceton sacó cigarrillos.

—Yo me iré a mi cuarto en seguida —declaró Ada.

—Para mí es un poco pronto —objetó él—. Me sentaré a fumar un par de pitillos en la veranda. Dejando de lado el ambiente tan fúnebre, este silencio y esta quietud resultan muy agradables.

—Prefiero el ruido de Nueva York, señor Vinceton...

—Llámeme Barney, Ada. Ella le miró y sonrió.

—Creo que soy demasiado temerosa —dijo.

—No se preocupe. Cuando menos lo esperemos, aparecerán ese par de frescos, tan campantes, sin querer admitir siquiera que hayamos creído conveniente saber por qué no daban señales de vida. Relájese y procure dormir.

Ada hizo un signo afirmativo. Vinceton se puso en pie y, tras cruzar el vestíbulo, salió a la veranda, en la que había un par de mecedoras. Eligió una de ellas y se sentó con toda tranquilidad.

Había unos cuantos faroles encendidos. En la puerta de la oficina del alguacil, se veían dos lámparas. Las ventanas aparecían iluminadas. Pero no había un alma en la única calle de la población.

Vinceton fumó dos o tres cigarrillos y, al fin, empezó a sentir el cansancio del viaje. De pronto, cuando ya se disponía a levantarse para subir a su habitación, oyó un siseo en la esquina más próxima.

—Eh, usted..., acérquese... Con cuidado, que no le vean —dijo una mujer.

Vinceton respingó. La esquina daba a un callejón completamente a oscuras. ¿Querían tenderle una trampa?

—No tema, no quiero hacerle daño... —continuó la desconocida—. Por favor, quiero hablarle de los Pitts...

Vinceton se puso rígido. Estuvo un instante convertido en algo muy parecido a una estatua y luego, con gran lentitud se levantó y caminó lateralmente, pegado a la pared, hasta alcanzar la esquina.

—Hable, señorita... —invitó con voz apenas audible.

—Soy Nancy Warren... Le he visto llegar, con esa chica de Nueva York y...

—¡Un momento! ¿Cómo sabe que venimos de Nueva York?

—La matrícula del coche. Está bien claro.

—Ah..., siga, señorita Warren...

—Ustedes fueron a hablar inmediatamente con el alguacil... Me figuré lo que podía suceder El hermano de Harvey también vino aquí, pero desapareció aquella misma noche y no he vuelto a saber de él.

Vinceton se dijo que sus sospechas empezaban a materializarse. En Claymore sucedían cosas horribles y sus habitantes no querían que el secreto se propagase fuera de la población.

—¿Murió el hermano de Frank Pitts?

—¡Sí! Estoy absolutamente segura... No sé qué le sucedería, pero yo vi su mano izquierda, separada del brazo, caída entre unos arbustos... Y Clem Karr también la vio; lo que sucede es que también está implicado en el asunto y lo negó... y hasta me acusó de haberme emborrachado y fumar marihuana... —Nancy rió agriamente—. ¡Marihuana, por Dios, y en este pueblo! ¿Cómo se puede creer semejante estupidez?

—Yo no creo que usted sea aficionada a fumar «hierba» —dijo Vinceton gravemente—.

¿Qué más, por favor?

—Respecto a eso, es todo lo que puedo decirle, señor Vinceton.

—Ah, conoce usted mi nombre...

—Sí, lo he oído en el albergue de la señora Corcoran. Voy a hacerle la limpieza y así me gano unos dólares.

—Entiendo. Señorita Warren, dígame, ¿ha visto aquí alguna vez a una joven de unos veintinueve o treinta años, llamada Roberta Cawlins?

—No, ni siquiera sé quién es, pero voy a decirle algo muy interesante. Quizá pueda averiguar algo... Vaya después de medianoche al granero que hay situado a la salida, hacia el Sur... No le será difícil dar con él; es una construcción aislada... En la fachada Oeste hay una puertecita; no está cerrada con llave... Entre y mire detrás de las balas de paja.

—¿Qué hay allí?

—Será mejor que lo vea usted mismo. Por favor, no puedo entretenerme más; tengo que acabar mi tarea y he dicho a la señora Corcoran que iba al lavabo. Adiós.

Nancy se despidió apresuradamente. Hondamente preocupado, Vinceton regresó a la puerta principal y entró en el edificio. A lo lejos, se oía el ruido de la descarga de una cisterna.

Sonrió para sí. La chica, fuese quien fuese, lo había sabido hacer bien. La voz un tanto áspera de la señora Corcoran sonó irritada, apremiando a Nancy en su trabajo. La chica se disculpó con sus desarreglos intestinales. «Lista, muy lista», pensó Vinceton, mientras subía al piso principal.

Abrió la puerta y vio a Ada parada en el centro del dormitorio.