CAPITULO VIII
Al día siguiente, por la tarde, Vinceton, curioso, buscó en el periódico el resultado de las carreras.
Se quedó pasmado. «Flashman» había ganado por tres cuerpos de ventaja, rompiendo todos los pronósticos. Los que habían apostado por el caballo iban a ganar una pequeña fortunita.
¿Era cierto que aquella extraña moneda traía buena suerte a sus poseedores y los convertía en millonarios?
Pero ¿de qué servía la buena suerte, si luego acababan muertos de una forma misteriosa?
Ada llamó a los pocos momentos.
—¿Ha leído el periódico? —preguntó la muchacha.
—¿A qué noticia se refiere?
—A las carreras de caballos. «Flashman» ganó.
—Lo sé, Ada.
—¿Qué va a hacer con la moneda, Barney?
—Aún no he tomado una decisión. Esperaré a que digan algo más sobre su origen.
~—Está bien. ¿Qué sabe de Sharpe?
—Todavía nada. Su mayordomo me ha dicho que salió de viaje, pero no dijo nada sobre su regreso. Esperaré un poco más y...
—¿Piensa volver a Claymore?
Vinceton guardó silencio unos instantes.
—La verdad, me siento muy confundido —respondió al cabo—. Aún no sé qué hacer.
—Cuando tome una decisión, no deje de llamarme.
—Lo haré, Ada. Ah, una cosa...
—¿Sí, Barney?
—«Blookie» parece un poco triste Ella se echó a reír.
—¿«Blookie» o su amo...? —preguntó intencionadamente.
—Ambos —respondió él con jovial acento.
—Está bien, en cuanto me sea posible, iré a visitar al perro. Estos días andamos agobiados con el trabajo.
—No se mate, Ada.
—Quiero hacer méritos. El gerente me ha anunciado un próximo ascenso a un puesto de categoría.
—Oh, la felicito. Pero, repito, no se fatigue.
—Lo tendré en cuenta. Adiós, Barney.
Vinceton dejó el teléfono. Aquel condenado Sharpe, ¿dónde diablos podía haberse metido?
De haber sabido la verdad, se hubiera sentido enfermo.
* * *
Oculta entre los arbustos, insensible al frío que reinaba a su alrededor, Nancy contempló la horripilante escena sin perderse el menor detalle. La hoguera que arrojaba llamas azules, verdes y amarillas, la mesa... los hombres y las mujeres desnudos que bailaban aquella frenética danza... y el hombre atado a la mesa y que parecía loco de pavor.
Lo peor vino más tarde, cuando los cuchillos se abatieron sobre el cuerpo de Ed Sharpe... y cuando trozos enteros de su carne fueron separados con brutales tajos... y devorados más tarde por aquel grupo de gentes endemoniadas, que parecían fuera de este mundo... Nancy no quería dar crédito a sus ojos, pero lo que sucedía allí era la más absoluta realidad. ¿Cómo habían podido entregarse a tan horripilante ceremonia?
Enferma de miedo y de asco, se dispuso a retirarse. Entonces oyó la voz de Miller, que anunciaba la riqueza y la felicidad eternas a los presentes, cuando la última moneda hubiera vuelto al lugar de donde había salido.
—Entonces, la tierra se abrirá en este mismo sitio v nos mostrará los tesoros que esconde desde tiempos inmemoriales...
Nancy no quiso oír más. Tampoco quería seguir presenciando aquellas horripilantes escenas. Pero debía evitar que se repitieran.
El instinto le dijo que debía ser cauta v precavida al máximo; de lo contrario, su vida no valdría un centavo. Y si no, bastaba pensar en la mano izquierda de Harvey Pitts... y en la misteriosa desaparición de su hermano. Pero Vinceton debía saber lo ocurrido y se devanó los sesos pensando en el medio de enviarle un mensaje detallado, contándole todo cuanto había presenciado.
Tras mucho reflexionar, creyó haber encontrado al fin el medio de comunicarse con Vinceton, sin que nadie sospechase de ella.
* * *
El autobús de la compañía Greyhound se detuvo ante el albergue, como hacía una vez por semana. Dos pasajeros descendieron, ambos vecinos del pueblo. Uno de ellos era Edna Green, cuyos menudos ojillos contemplaron rencorosamente a la chica que salía de la casa en aquel momento. El otro era un comerciante llamado Fenner, para Nancy, una de las pocas personas decentes de la aldea.
Nancy se acercó al conductor con un par de sobres en la mano.
—Haga el favor de echarlos en el buzón de Slipermore —dijo—. Son de la señora Corcoran...
El chófer asintió, a la vez que guiñaba un ojo a la chica.
—Un día voy a simular una avería y me quedaré aquí a pasar la noche —dijo intencionadamente.
—Sólo a dormir, claro.
—En amable compañía... Nancy sonrió.
—No se olvide de las cartas, Buck —dijo, a la vez que giraba en redondo. El conductor suspiró al ver el movimiento de aquellas caderas tan apetitosas.
—Cómo me gustaría pillarte por mi cuenta... —rezongó, a la vez que embragaba para continuar su ruta.
Las cartas quedaron sobre la repisa delantera. Buck Bronson solía hacer muchos encargos de esa índole. En la siguiente parada, se apeó y echó las cartas al buzón. Y ya no volvió a preocuparse más del asunto.
* * *
Lleno de horror, Vinceton leyó la carta que le había enviado Nancy Warren, pensando en que era imposible que sucedieran tales cosas en este siglo. Invocaciones al demonio, brujería, sacrificios humanos, canibalismo...
¿Qué había enloquecido a unas gentes que, con todos sus defectos, habían sido siempre sensatas y ponderadas? ¿Qué misteriosas fuerzas les habían llevado a cometer semejantes aberraciones?
«Blookie» ladró en aquel instante. Vinceton dejó la carta a un lado.
Ada y el perro avanzaban juntos por el sendero central del jardín Vinceton hizo una fuerte inspiración y se dispuso a recibir a la muchacha.
Momentos después. Ada estrechaba la mano del joven. Pero al mismo tiempo, observó la palidez de su rostro.
—¿Sucede algo grave? —preguntó.
—Sí. He tenido noticias de Claymore. Nancy Warren ha conseguido enviarme una carta. Dice que la tuvo que escribir a ratos, cuando nadie la veía, y que la entregó al chófer del autobús de línea, aprovechando que la señora Corcoran enviaba otra, haciendo un pedido de telas para cortinas de sus ventanas de su albergue.
—¿Puedo leer la carta? —consultó Ada, presintiendo que iba a enterarse de algo horrible.
—No sé si debo...
—Por favor, Barney.
Cuando terminó la lectura, Ada se sentía desfallecer. Vinceton le ofreció una copa de brandy.
—Es espantoso —calificó la muchacha—. ¿Cómo pueden suceder estas cosas en nuestra época, Barney?
—Suceden, Ada —dijo él—. Y yo mismo he sido protagonista de uno de esos hechos tan misteriosos.
—Pero ha tenido la fortaleza suficiente para rechazar la fortuna que le traía esa moneda.
—Quizá es porque ya estaba enterado de lo que podía suceder. Pero ¿qué habría pasado si yo no me hubiera encontrado con Roberta y con Sharpe?
—Es mejor no pensarlo —se estremeció la muchacha—. Barney, ahora debemos hacer algo. Hay que impedir que se cometan más crímenes.
Vinceton se pellizcó el labio inferior.
—Sólo se me ocurre un procedimiento —manifestó.
—Dígalo, pidió ella.
—Mi amigo el policía.
Ada hizo un gesto de aquiescencia.
—Es la única solución, en efecto —convino.
—Vinceton tomó un par de sorbos de brandy. Luego se acercó al teléfono, marcó un número y pidió comunicación con el inspector Patrick Flaherty.
* * *
El inspector Flaherty era el clásico policía de origen irlandés: pelirrojo, pecoso, con nariz de boxeador y mandíbula saliente y poderosa, junto con un cuerpo que había sido empleado decenas de veces como ariete para hacer saltar puertas al otro lado de las cuales se encontraban recalcitrantes violadores de la ley. Pero su aspecto nado y casi brutal no excluía una aguda inteligencia que le había llevado a escalar puestos en la policía de Nueva York antes de los cuarenta años.
A Flaherty le gustaba mucho el whisky de centeno y Vinceton había puesto una botella en la mesa junto a la cual se hallaba sentado el policía. Flaherty leyó la carta detalladamente y volvió a releerla. Al terminar, elevó sus azules ojos hacia el rostro de su amigó.
—Esto es grave, muy grave —calificó.
—Sí —dijo Vinceton.
—Nosotros vimos el «Mercedes» de Roberta Cawlins —intervino Ada.
—Pero a estas horas habrá desaparecido —añadió Vinceton.
—Un coche, aparentemente abandonado, no es una prueba de que su dueño haya sido asesinado —dijo Flaherty pensativamente—. No obstante, puede constituir un indicio que permita iniciar una investigación, aunque a mí me está vedado el hacerlo. Te imaginas las causas, Barney, supongo.
Vinceton asintió.
—Cierto —convino—. Tú perteneces a la policía de Nueva York y Claymore está en otro estado. Sin embargo, creo haberte oído decir que allí tienes buenos amigos.
Flaherty agitó la carta.
—Me la quedo —dijo—. Haré que se investigue, aunque será preciso actuar con el máximo de discreción.
—Sobre todo, hay que evitar perjuicios a Nancy Warren —advirtió el dueño de la casa. Flaherty sonrió.
—Sabemos cómo «cubrir» a nuestros confidentes... —respondió—. Y ya disponíase a marchar cuando, de pronto, pareció recordar una cosa—: Te he oído mencionar una moneda misteriosa, Barney.
—Sí, Pat. ¿Quieres verla?
—No estará de más que le eche un vistazo —el policía sonrió—. ¿Sabes?, en Irlanda tienen muchas leyendas de gnomos y hadas...
—Pero no de reuniones para invocar al diablo.
—No, eso no.
Momentos después, Flaherty tenía la moneda en la mano. Después de contemplarla con toda atención, la devolvió a su dueño.
—Tengo que hacer memoria —dijo, con el ceño fruncido—. Hace días, no sé dónde, oí mencionar a alguien algo sobre una moneda de la suerte. Puede que se trate de una coincidencia...
—Si ese individuo se ha enriquecido en poco tiempo, no hay duda, se trata de otra moneda como ésta —exclamó Vinceton—. Y recuerda lo que dice Nancy en su carta y que oyó en la reunión de caníbales endemoniados: faltan solamente dos monedas: esta que tenemos a la vista v otra, que no sabemos en poder de quién se encuentra actualmente.
—La buscaré —prometió Flaherty.
Cuando el policía se hubo marchado, Ada formuló una duda:
—Hay algo que no acabo de comprender —manifestó—, Todos los que han poseído una moneda se han enriquecido considerablemente. Usted ha podido ser un ejemplo, aunque ha rechazado la fortuna. Pero ¿y los otros? ¿A quién han ido a parar las fortunas que les proporcionaron las monedas?
—Hay muchas cosas que ignoramos todavía y que puede que no sepamos jamás en los días de nuestra vida —respondió Vinceton gravemente—. Pero es evidente que el que tuvo una moneda, murió más tarde.
—Las monedas de la muerte... —Ada se estremeció—. Nancy dice que son trece. Faltan solamente dos... ¿Han asesinado y devorado ya a once víctimas, Barney?
Aquella pregunta era imposible de responder. Pero antes de que Vinceton dijese una sola palabra, la señora Hammer le anunció una visita.
Era Davidson, el agente de Bolsa. Después de las presentaciones, Davidson dio una noticia al joven.
—Vendí aquellas acciones, como dijiste. Y créeme, fue una locura... Ahora valen ya el triple... Pero eso no es todo, Barney. Tienes participación en otra empresa, exactamente, el dieciocho por ciento. Esa empresa ha prosperado enormemente y necesitan ampliar su campo de operaciones, pero, por lo mismo, quieren plena libertad de acción.
—Bueno, se la damos y en paz —sonrió Vinceton.
—Tú no me has entendido, Barney. Lo que quieren es comprar tu parte. Han mencionado una cifra, pero yo te aconsejaría no ceder desde el primer momento. Aún puedes conseguir un poco más...
Vinceton parpadeó.
—¿Cuánto, Henry?
—Dos millones. Más no te podrían dar, pero si esa participación fuese mía, yo no la cedería por una cifra inferior.
Ada se puso las dos manos en la boca, a la vez que lanzaba un grito ahogado. Vinceton sintió que le daba vueltas la cabeza.
—Dos millones...
—Sí, Barney. Bueno, de momento no me des una respuesta; yo ya sabré entendérmelas con ellos. Ahora bien, dentro de una semana, tendremos que decir algo en un sentido u otro —declaró Davidson.
Y se dispuso a encaminarse hacia la puerta, pero Vinceton extendió la mano de repente y exclamó:
—¡Aguarda, Henry! No te vayas tan pronto. Davidson se volvió.
—¿Piensas ceder por millón y medio, que es lo que ofrecen ahora? —inquirió. El joven hizo un gesto enérgico.
—No, no vendo —respondió—. Habla con los compradores, diles lo que quieras, dales en mi nombre plena libertad de acción..., pero hazles saber que quiero seguir siendo socio de la empresa. No interferiré ninguna de sus acciones mercantiles, ni objetaré la más mínima decisión, pero no quiero vender. ¿Lo has entendido?
Davidson se quedó parado, aunque, al mismo tiempo, se daba clara cuenta de la firmeza de la decisión adoptada por Vinceton. Al fin, se encogió de hombros.
—Como quieras, pero era un magnífico negocio. Señorita Eakin... —se despidió. Al quedarse solos, Ada se acercó al joven y le puso una mano en el brazo.
—Barney, ¿por qué? —murmuró.
—Tengo miedo —confesó él—. Miedo a la riqueza, a la buena suerte... Roberta tuvo también buena suerte, lo mismo que Ed Sharpe... y antes que ellos, seguramente, nueve personas más... Unas acciones que no servían ni para empapelar la pared subieron repentinamente en su cotización. Ahora, esta empresa que no podía vender una caja de tornillos, empieza a prosperar de una forma inaudita... —Vinceton se volvió de súbito hacia la chica—. ¿Es que no lo comprende, Ada?
Ella hizo un suave gesto de asentimiento.
—Si es eso lo que piensa, no debe arrepentirse de la decisión que ha tomado —dijo. Vinceton hizo un esfuerzo por sonreír.
—Gracias, Ada. Es usted muy comprensiva..., tan comprensiva como bonita. ¿Puedo invitarla a cenar en mi casa?
—Esas invitaciones empiezan a convertirse en una costumbre —dijo la muchacha alegremente.
—Tal vez llegue un día en que usted no necesite que yo la invite a cenar... porque se habrá instalado aquí para siempre.
—Aún es muy pronto para tomar una decisión en ese sentido —contestó Ada evasivamente. Pero se había sonrojado y ello le gustó mucho a Vinceton.