CAPÍTULO XVIII
La sirviente negra me introdujo en la habitación donde Donna estaba tocando el piano, cerrando la puerta acto seguido. Al verme entrar, suspendió la música y corrió hacia mí, colgándose de mi cuello con gesto lleno de vehemencia.
Sentí contra mi cuerpo el cálido contacto del suyo. Sus labios me acariciaron la oreja.
—Oh, Louie, ¿qué ha estado haciendo durante todo este tiempo? —dijo—. ¿Por qué no me avisó ni me dijo dónde estaba?
—Tenía trabajo —respondí.
—¿Y ahora? —Su voz era ardiente, apasionada.
—Estoy a punto de terminar.
—¿Ha encontrado al criminal?
—Sí. Y está muerto. El mismo se mató, queriendo matarme a mí.
—¿Quién era? Dígamelo, pronto.
Me separé de ella, mirándola fijamente a los ojos.
—¿Por qué hace esa pregunta? —dije.
—Querido, no sé qué está diciendo. No le entiendo, Louie.
—Está fingiendo, Donna, Horgan. O, perdón, digamos mejor Mae Clarkson, que es su verdadero nombre, en lugar del citado.
Los ojos de la joven destellaron de pronto.
—Por favor —dijo con cierta sequedad, mientras su espléndido busto le palpitaba violentamente—, será mejor que se explique.
—Se lo diré con toda claridad. Mae Clarkson. Usted no es ni ha sido nunca Donna Horgan, sino que ha tomado el puesto de la hermana de Sally, a la que hizo asesinar después de que ella se enteró de que usted no era la hermana verdadera, a quien no había visto desde los diez años, es decir, cuando fue internada en el mismo colegio que usted y en el cual estudiaron ambas juntas.
—Parece que se inventó un lindo cuento, Louie —expresó ella con furia—. ¿De dónde se lo sacó?
—Del mismo colegio, con cuya superiora hablé no hace aún cuarenta y ocho horas. Ella, claro está, no puede reconocerla a usted no teniendo una fotografía delante, pero en cambio sabe de su nula disposición para la música.
—Toco el piano magníficamente —protestó la falsa Donna—. ¿Es que no me ha oído hacerlo?
Sonreí burlonamente, en tanto señalaba al blanco instrumento, situado a pocos pasos de distancia.
—Finge tocarlo, que no es lo mismo. Pero cuando alquiló esta casa, simulando haber regresado de París, ciudad en la que, por cierto, no ha estado en su vida, alquiló también un piano con dispositivo de pianola. Se toca con pedales y es un sistema muy antiguo y en desuso, pero que a usted le convenía, a fin de poder continuar la ficción. De este modo, Sally Rivers no podría sospechar, porque, aun no habiendo visto a su hermana desde los diez años, había tenido noticias de ella y sabía que era una magnífica ejecutante.
»Usted estuvo en el colegio con la auténtica Donna Horgan y se enteró de la disposición del testamento de su padre, en el cual la dejaba prácticamente a su hermana como única heredera. Entonces concibió ya la idea de apoderarse de aquel dinero.
»Tardó varios años en poder llevar a cabo su plan.
La ausencia de Donna le vino a las mil maravillas. Entonces apareció en Camden y fingió regresar de París. Sally se había casado entretanto con Rivers y esto, que en el fondo puede parecer un detalle en contra de sus intereses, la venía a usted muy bien, porque enseguida descubrió el punto flaco de su supuesto cuñado: la debilidad de carácter y la vanidad y el orgullo de querer ser más que su esposa. Entonces fue cuando empezó a entrometerse en la vida de ambos, para dar mayor viso de realidad a su fingido parentesco. Una auténtica Horgan no podría haber aprobado nunca aquel desdichado matrimonio.
Mae Clarkson sonrió burlonamente.
—Lo dice usted como si hubiera presenciado los hechos, Louie —dijo.
—Estoy haciendo deducciones que, estimo, son justas y basadas en mis pesquisas. La casa que le alquiló la pianola, por ejemplo, ha sido objeto de una de mis indagaciones. Además, usted dijo que había estudiado arte en París, cubriéndose por si acaso, ya que tampoco estaba muy segura de que, Donna no lo hubiera hecho. De ahí sus frecuentes visitas al estudio del pintor y su interés por el arte de Mac Lean, interés que encubría otros motivos menos confesables.
»Mac Lean estaba loco por usted y resultó blanda cera en sus manos. El dinero de Sally iba pasando a sus manos, hasta que ella resolvió cortar por lo sano. Esto les perjudicó notablemente, pero lo que más le perjudicó, creo yo, fue que Sally empezó a sospechar que usted no era su hermana. Después de quince años separadas, el relativo parecido físico que existe entre usted y Donna Horgan, podía engañar a cualquiera. Pero al cabo del tiempo, Sally empezó a ver ciertas contradicciones en usted, su forma de actuar y los recuerdos de ambas. Esto le hizo entrar en sospechas.
Mae Clarkson cruzó sus brazos sobre el pecho, sin dejar de sonreír.
—¡Qué bien recita su papel, detective!
—Me ha costado aprendérmelo, no crea, pero espero conseguir una excelente representación. Quizá no tan acertada como la suya, pero sí más efectiva. ¿Le molesta que continúe?
—Oh, en absoluto —respondió con sarcasmo—. Me gusta ver trabajar a los buenos actores.
—Entonces le diré que Sally empezó a temerla a usted y que por ello dejó unos documentos escritos. En uno dice que usted no es su hermana, sino una impostora, y en el otro, deja todo su dinero a la auténtica Donna Horgan.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Lo primero, simple deducción. Lo segundo…, el testamento está debidamente protocolizado y registrado, y no me ha sido demasiado difícil averiguarlo en una oficina correspondiente.
—Entonces, ¿cómo se explica usted que le contratase para descubrir al asesino de Sally?
—Por la misma razón que contrató a Ketchum. Tenía que hallar esos documentos que tanto la comprometían; investigando en el crimen, encontraría, si era listo, los documentos. Y segundo, debía hacer recaer sospechas sobre Rivers, el cual, desgraciadamente para él, no es más que un pobre tonto, del cual no me explico como pudo enamorar a su hermana. Pero, cuando Ketchum, aun sin haber hallado los papeles, supo la verdad, usted le hizo asesinar. Quería encontrar los documentos a toda costa, como fuera; por eso me contrató a mí, ocultándose bajo la falsa capa de un fingido amor fraternal, que no existió nunca más que en su imaginación.
—Creo que le resultará muy difícil probar todo lo que ha dicho, Louie —manifestó ella fríamente.
—Cuando la policía haga un registro en su casa, a fondo, encontrará los documentos. Posiblemente, usted ha destruido ya el que la acusa de impostora, pero nunca puede destruir el testamento de Sally, en el cual le deja toda la herencia, de la cual entraría usted en posesión, según los cálculos hechos, una vez que el infeliz Rivers hubiera sido ejecutado por un crimen no cometido. No llevó a cabo personalmente los asesinatos, pero los planeó y dirigió, que es mucho peor; y por ello merece cien veces la muerte.
La mirada de la Clarkson se inflamó súbitamente.
—No podrá demostrarlo, nunca, bastardo —dijo.
—¿Qué no? —Me eché a reír—. Aparentemente, usted me salvó la vida cuando mató a Trask, pero lo que había hecho era seguirme para encontrar a Bramm, cuya existencia constituía un peligro para ustedes dos, es decir, el pintor, y usted misma, Mae Clarkson. De lo contrario, ¿por qué no nos barrieron a tiros los pistoleros que acribillaron a Bramm? Y muerto Trask, debía morir también su esposa, para mayor seguridad. —Moví la cabeza con aire pesaroso—. Cuando se asesina a una persona, es tan difícil atar bien los cabos, que resulta forzoso casi siempre seguir matando a alguien que puede comprometemos más adelante. Y usted, y el desdichado del pintor, a quien había seducido y que hacía cuanto usted quería, no se detuvieron ante ningún asesinato, con tal de conseguir sus turbios fines. Es una lástima, porque es muy hermosa y no debiera haber seguido nunca esa vida.
—Compasivo le tenemos ahora, ¿eh? —rió ella burlonamente. Descruzó los brazos y se encaminó hacia el piano—. ¿Quiere escuchar mi última interpretación? —preguntó.
—La policía acudirá pronto para llevársela —dije—. Será mejor que me diga dónde tiene los documentos y qué es lo que ha hecho con los trescientos mil dólares que el pobre imbécil de Mac Lean, confiando en usted, le había ido entregando a medida que los recibía del más imbécil todavía de Rivers. Ciertamente, se necesita ser estúpido para confiar en que un pintor pueda dedicarse a la especulación bursátil, y ganar, además.
—El testamento —dijo Mae Clarkson tras corta reflexión—, lo destruiré. Puesto que no puedo conseguir el total de la herencia, forzoso me será contentarme con los trescientos mil que logré obtener.
—Los sacará del Banco donde los tiene guardados y se largará de Camden, ¿no es cierto?
Mae Clarkson sonrió enigmáticamente.
—Creo que si fueras otro tipo de hombre, te propondría que vinieras conmigo —dijo, tuteándome de repente—. Pero no, me parece que eres demasiado honrado.
—En eso tienes razón —concordé—. Y ahora ¿querrás acompañarme tranquilamente o prefieres esperar a que venga la policía?
—Esperaré a que vengan y así entretendremos un poco la espera… Tocaré para ti la misma sonata de Scarlatti que estaba tocando el día en que viniste por primera vez.
—Una buena idea —aprobé.
Ella se sentó tras el piano. Levantó la tapa y de repente sacó la mano armada con un revólver.
No perdió demasiado tiempo. Apenas tuvo el revólver listo disparó contra mí.
Salté a un lado para evitar las consecuencias del disparo, pero actué con una décima de segundo de retraso. La bala me alcanzó en el hombro izquierdo, haciéndome dar una vuelta completa sobre mí mismo.
Sentí una agudísima sensación de fuego en el lugar alcanzado por el proyectil. Vacilé, mientras trataba de desenfundar la pistola que guardaba en la funda axilar.
Vi el odio más inhumano retratado en los negros ojos de Mae Clarkson cuando, tomando puntería con más calma, se disponía a ultimarme. El segundo disparo estalló atronadoramente. Pero no era de su revólver.
Mae lanzó un agudo grito y abrió los brazos, cayendo de espaldas al otro lado del piano. Un instante antes de desplomarse, pude ver un rojo orificio en el centro de su pecho.
Me dejé caer de rodillas, acometido por una súbita debilidad. Dos o tres hombres de uniforme irrumpieron en la estancia, todos ellos armados con sendos revólveres. Al frente de ellos venía el sargento Grindell.
—¿Está bien? —preguntó tontamente. ¿Cómo puede encontrarse bien un individuo a quien le han metido un plomo en el hombro?
Haciendo un esfuerzo, me puse en pie. Di la vuelta al piano y mire a Mae Clarkson.
Sus ojos me contemplaron también durante un segundo. La mancha de sangre que había en su pecho se agrandaba con rapidez. Luego dobló la cabeza a un lado y suspiró hondamente.
Murió sin pronunciar una sola palabra pocos momentos después.