CAPÍTULO X

La sirvienta negra que me atendió dijo:

—La señorita Horgan no ha venido todavía.

—Esperaré —repuse.

—Muy bien, señor.

Y me condujo hasta el salón de música, dejándome solo.

Fui al bar y me preparé Una bebida. Con el vaso en la mano, me acerqué al piano, sentándome en la banqueta.

Para distraer la espera, empecé a tocar las teclas con un solo dedo. Aunque entiendo algo de música, todo lo que sé en la práctica se reduce a «Leven Anclas» y cosas por el estilo, de modo que la emprendí con la conocida marcha, con el natural desalmamiento que es de suponer.

Así pasó como media hora, al cabo de cuyo tiempo se abrió la puerta y entró Donna Horgan.

Me miró en silencio. Interpreté lo que a mí me parecía que era «Vuelve al hogar, oh, Susana», y ella emitió una pálida sonrisa.

Se despojó del chaquetón de piel, que arrojó descuidadamente sobre una silla, quedando con una blusa de seda roja y unos pantalones de tela muy ajustados a sus piernas, de un dibujo atigrado que mareaba. Como de costumbre, parecía no llevar debajo otra indumentaria.

Se puso de beber y volvió junto al piano, sentándose a mi izquierda.

—Eso no es así —manifestó. Quité la mano de las teclas.

—No entiendo nada de música —respondí.

—¿De qué entiende, entonces?

—De mil dólares que tiene que darme inmediatamente, señorita Horgan —dije sin rodeos.

—¿Para qué?

—Para el pago de una valiosa información que he recibido esta tarde.

Ella depositó el vaso sobre el piano. Luego me pasó su dedo índice por la comisura de los labios y me enseñó la yema manchada de carmín.

Saqué un pañuelo y me limpié los labios.

—Gracias a ello, pude obtener —la información— bajo la promesa de pagar los mil dólares —respondí imperturbable—. De lo contrario, no hubiera podido enterarme de algunas cosas muy interesantes.

—¿Por ejemplo?

—De las discusiones tan frecuentes que sostenían en los últimos tiempos su hermana y Jonathan Rivers.

—¡Eso es incierto! —contestó ella; su espléndido busto se agitó con violencia, destacando sus formas turgentes bajo la seda de la blusa—. Sally y Jonathan se amaban apasionadamente.

Di dos golpes a sendas teclas.

—Permítame que lo dude. Mi información es de primera mano y no tengo motivos para dudar de ella.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Meg, la doncella de Sally.

Donna me miró a través de los párpados entreabiertos.

—¡Ésa…! —murmuró una palabra ofensiva—. Quería pescar a mi cuñado, eso es todo.

Y como Jonathan no le hacía caso, trata ahora de comprometerle.

—Una nueva versión de José y la esposa de Putifar, ¿eh?

—Así es —respondió Donna—, de modo que si los mil dólares están destinados a esa perra, olvídelo.

—Bueno —contesté—, eso es cuenta suya. Pero no puedo ir por ahí prometiendo dinero y luego no pagarlo. Corro el riesgo de no obtener más informaciones.

—Si todo lo que le ha dicho Meg no es más interesante de lo que le ha contado, debiera entonces haber sido ella la que lo hubiera pagado y no al contrario, señor Balfour —contestó la muchacha agitadamente.

—Posiblemente no lo es tanto como lo que me contó el propio Jonathan Rivers.

—¿Qué le dijo mi cuñado?

—Sencillamente esto: que no volviera a entrometerse en su vida y que le dejase en paz de una vez.

La voz de Donna se hizo lejana de pronto.

—Nunca me gustó como esposo de Sally. Traté da disuadirla para que no se casara con él, pero todos mis esfuerzos resultaron inútiles. Era terca y lo consiguió.

—Y luego, usted, se entrometía constantemente en sus vidas privadas.

—Quería a mi hermana, eso es todo.

—Bien, pero Rivers estaba muy enamorado de ella.

—Lo cual no le impedía —retrucó Donna—, dilapidar su fortuna.

—¿En qué? —pregunté rápidamente.

—No lo sé. Sally no me lo quiso decir nunca.

Miré a la joven con aire de suspicacia. Toqué dos o tres teclas agudas.

—Me parece —dije lentamente—, que aquí todo el mundo trata de ocultarme las cosas que, oficialmente al menos, se desea sean averiguadas. Rivers dice que estaba muy enamorado de su esposa, pero perseguía a la doncella. Usted dice que era Meg quien perseguía a Rivers. Éste no se la mira ahora tan siquiera. Usted dice también que Rivers robaba a su propia esposa. ¿Cree que con tales manifestaciones uno puede obtener un resultado práctico?

Se encogió de hombros.

—Todavía está a tiempo de abandonar el caso, si lo desea —dijo. Me puse en pie.

—Muy bien. Le enviaré la minuta de mis servicios por correo. Y caminé hacia la puerta.

Entonces, Donna me llamó:

—¡Espere!

Detuve mis pasos. Ella me alcanzó, colocándose frente a mí.

—Por favor —se pasó una mano por la frente—, no me haga caso. Siga adelante, se lo ruego. Quería mucho a Sally, pero no tengo otro que usted en quien confiar, Balfour.

—Y yo, ¿puedo confiar a mi vez en usted? —pregunté.

—Bueno, según de qué se trate —respondió ella, vacilando.

—¿Cómo sabe usted que Rivers estaba arruinando a Sally?

—Me…, me lo dijo el director del Banco donde mi hermana tenía sus fondos. En poco más de un año, Rivers había dilapidado alrededor de trescientos mil dólares, más bien una cifra algo superior.

Lancé un silbido.

—¿Y en qué se gastó el dinero, si él, según parece, no tenía vicios de ninguna clase? Los ojos de Donna llamearon de pronto.

—Eso es lo que quiero averiguar… Y cuando ya lo sepamos, podremos conocer quizá al hombre que pagó para que mataran a mi pobre hermana.

—¿No será el mismo Jonathan? —apunté.

—No. Es demasiado cobarde para ello —contestó—. Además, por otra parte, la quería.

—Pero así la fortuna de Sally pasa a sus manos y puede disponer libremente de ella para sus especulaciones —sugerí.

Donna calló un momento. El argumento parecía irrebatible.

—Aun así… —dijo, pero su voz carecía de convicción.

—Está bien. Haré las indagaciones que sean precisas hasta llegar al fondo del asunto.

Una pregunta, señorita Horgan.

—Diga, Balfour.

—Su hermana poseía, al casarse con Rivers, una fortuna aproximada de setecientos mil dólares, de los cuales quedan alrededor de cuatrocientos mil. ¿Usted no tenía dinero?

—Sí. Unos cincuenta mil —su rostro se ensombreció de pronto—. Mi padre se enfadó conmigo mucho en sus últimos años.

—¿Por qué?

—Quería estudiar arte y me fui a París, donde viví cerca de tres años. Eso no le gustó a mi padre, que era demasiado conservador y por eso redujo mi herencia hasta límites muy estrictos.

—¿Y no continuó sus estudios de arte? —dije.

—No.

—¿Aquí tampoco? —exclamé de pronto, pasando el índice por una mancha de pintura verde que, todavía fresca, se veía en la manga de su blusa.

Donna enrojeció de pronto.

—He estado viendo a Murdo Mac Lean. Es el hombre que retrató a Sally.

—Le conozco de vista —dije pensativamente.

Una idea se me acababa de ocurrir de pronto. ¿Por qué no hacer una visita al pintor? Si había retratado a Sally, ésta debía haber posado algunas semanas para él. En ese tiempo, debían haber intimado algo y quizá hubiera podido captar algunos detalles que a otros se les habían pasado inadvertidos.

Añadí, elogiando:

—Realizó un espléndido retrato de Sally.

—Es cierto. Posee un pincel mágico. Por eso voy de vez en cuando a su estudio. Me gusta verle pintar. Se aprende mucho, ¿sabe?

—No lo dudo —dije—. Bien, creo que se me hace ya tarde. Buenas noches, señorita Horgan.

—Buenas noches, Balfour.

Cuando salía de la sala escuché los primeros compases de una sonata, evidentemente de Scarlatti. La interpretación era espléndida, pero un poco violenta para mi gusto.

No obstante, la forma de tocar de Donna reflejaba una cosa con toda seguridad: su estado de ánimo estaba muy muy alterado.