CAPÍTULO XIX
Era ya casi de día cuando regresé a mi apartamiento. May se precipitó hacia mí apenas me vio franquear el umbral.
—¡Louie! —gritó, asustadísima al verme el brazo izquierdo en cabestrillo. Rodeé su talle con el brazo sano.
—Ahora estamos los dos igual, Donna Horgan. Suspiró profundamente.
—Sí —dijo. Luego preguntó—: ¿Me perdonarás algún día el engaño?
—¿Quién habla de perdonar? —Reí, satisfecho—. Si me quieres, con ello tengo más que suficiente.
—¡Que si te quiero! ¡Oh, Dios mío, qué cosas dices! —Se estrechó con fuerza contra mí—. Louie, no me dejes nunca más.
—Nunca, cariño —respondí.
Permanecimos unos momentos en silencio. Luego dije:
—Es extraño que Mae Clarkson no te reconociera en principio, yendo con tanta frecuencia al estudio de Mac Lean.
—Es que yo siempre me escondía tras el biombo cuando venía algún visitante.
—¿Aunque fuera mujer el visitante? Ella enrojeció.
—Aunque fuera mujer —respondió.
—Entonces, por eso no te reconoció —dije.
—Sí, pero yo creo que a última hora, debieron sospechar.
—El piano, ¿verdad?
—Claro. Lo mismo que tú me oíste, debió oírme ella desde fuera. Lo comentaría con Mac Lean y…
—Quizá fue a comprobarlo al «Kritos» algún día.
—Yerapoulos debió confirmárselo.
—Ese tipo estaba enterado de muchas cosas —dije con rabia—. Ahora se las harán pagar de una vez. Pero me pregunto cómo podría saber que te llamabas Donna Horgan.
—Cometí un error en cierta ocasión. Dejé mi bolso un día en la taberna y al día siguiente lo encontré con señales de haber sido revuelto. Tenía algunas fotografías mías dentro, ¿sabes? Creo recordar que faltaba alguna, aunque no estoy segura.
—¿Cuándo te dejaste el bolso? Donna me dijo la fecha.
—Sí; y el día siguiente, fue cuando los compinches del griego intentaron matarnos, por encargo de Mae Clarkson, Afortunadamente, saliste sólo con un rasguño.
—Tú también estás herido —dijo ella.
—Bueno, curaré pronto. Oye, ¿cómo fuiste a parar al estudio de Mac Lean?
—Sabía que éste había retratado a Sally. Por lo tanto, fui a ofrecerle mis servicios como modelo, a fin de ampliar el campo de mis investigaciones. Entonces fue cuando descubrí las relaciones existentes entre él y la Clarkson.
Asentí con la cabeza.
—Bueno —murmuré—, creo que ya está todo concluido.
Miré hacia la ventana. El sol penetraba ya a raudales a través de la misma.
—Tengo hambre —dije. Donna sonrió.
—Sólo puedo manejar un brazo, querido.
—Y yo otro, de modo que entre los dos podemos prepararnos el desayuno.
—Bueno, ¿y a qué esperamos? —exclamó Donna, iniciando la acción de marcharse hacia la cocina.
—Un momento —dije, atrayéndola de nuevo hacia mí—. Falta una cosa.
—¿Sí? —preguntó extrañada. Me incliné hacia ella para besarla.
—Falta lo que constituye el final feliz —murmuré.
—Es cierto, lo había olvidado —dijo Donna. Y rodeó mi cuello con su brazo libre.
FIN