Capítulo IX
FERMAN saltó de la cama y miró un instante al hombre que, envuelto en una bata, había aparecido tan oportunamente.
—Burt, ¿qué piensas hacer? —preguntó.
Baynes contempló un momento al caído.
—Hemos de deshacernos de él —expresó.
—Por Dios, Burt, no cometas una imprudencia…
—¡Cállate! —rugió Baynes—. A partir de este momento, soy yo quien da las órdenes, ¿comprendes?
—Pero ¿es que no te das cuenta? ¿Crees que Parry ha venido solo? La última vez vino acompañado por un amigo, que me disparó varias veces…
—Esta vez ha venido solo. He oído casi todo lo que se ha dicho en este dormitorio. No le ha acompañado nadie.
—Nick ha secuestrado a su prometida.
—Claro, era lo que debía hacer —rió Baynes.
—¿Te lo dijo a ti?
—No, pero estimo que ha sido una jugada estupenda. Sospecho que Nick le llamará para decirle dónde debe ir, con el objeto de acribillarle a balazos, apenas lo tenga a la vista. Bien, yo le ahorraré ese trabajo.
—A Nick no le gustará…
—¡Me importa un rábano! —gritó Baynes, descompuesto—. Han sido demasiados años de actuar para un tipo estúpido como tú… y ahora, el hijito de papá, quiere demostrar que sabe tanto como los hombres expertos en estos asuntos. Bien, que haga lo que quiera con la chica. Yo tengo otros planes y los llevaré a cabo, cueste lo que cueste, ¿me has oído?
—¿Cuáles son esos planes, Burt? —quiso saber Ferman.
—Holbertown es una mina de oro. Una población pequeña, pero sumamente próspera. Parry era el jefe de los que te derrotaron. ¿Qué crees que harán los demás, cuando sepan que su jefe ha muerto? Se acobardarán, seguro; no tendrán ya iniciativa y aceptarán todo lo que yo les ordene, ¿comprendes?
—Burt, yo no…
Baynes le apuntó con el revólver que había utilizado para golpear a Parry.
—Tú serás el jefe nominal. A fin de cuentas, tienes un prestigio que no se puede olvidar. Pero harás exactamente todo lo que yo te ordene o tendrás que atenerte a las consecuencias.
Baynes se acercó a la puerta y silbó fuertemente un par de veces. A los pocos momentos, entraron dos hombres en el dormitorio.
—Llevadlo al sótano. Hay que atarlo bien. Uno de vosotros se quedará con él, vigilándolo constantemente.
Los esbirros se llevaron a Parry sin pronunciar una palabra. Acto seguido, Baynes se volvió hacia el dueño de la casa.
—Ven, sígueme.
Ferman, desmoralizado, caminó detrás de su secretario. Baynes le condujo al gran salón de la planta baja.
—Siéntate —ordenó.
Durante unos minutos, sólo hubo silencio en la estancia. Luego, Baynes puso en funcionamiento el proyector de cine que había en un rincón y que estaba situado ahora en el centro y frente a una pantalla blanca.
Los ojos de Ferman se desorbitaron al verse a sí mismo, pero con diez años menos, hablando con un individuo recio y fornido. Este parecía muy enojado y, de pronto, se volvió como para marcharse del lugar en que discutía con Ferman.
Entonces, Ferman sacó un revólver y disparó tres veces contra el otro, quien se desplomó en el acto de bruces al suelo. Inmediatamente, Ferman guardó el revólver y echó a correr.
La pantalla se apagó. Baynes soltó una risita.
—Tengo el negativo guardado en lugar seguro —previno—. ¿Te gustaría que la Policía de Holbertown recibiese una copia de esta película?
—¿Cómo pudiste hacerlo? —murmuró Ferman, abrumado—. Siempre creí que eras mi mejor amigo…
—Sabía que el tipo iba a visitarte y me preparé para ello. Podía no suceder nada, pero también podía ocurrir que la visita terminase de mala manera, para uno o para otro. Terminó mal para el otro y… en fin, esto es como invertir en unos terrenos improductivos, que luego se venden, al cabo de diez años, con unos beneficios muy elevados. ¿Estás de acuerdo en obedecer cuanto yo te diga?
Ferman bajó la cabeza.
—Pero Nick, cuando lo sepa…
—El chico no tiene por qué enterarse. Además, ha querido actuar como un hombrecito. Bien, que cargue con las consecuencias, si algo sale mal.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Por el momento, dejaremos que la temperatura baje en Holbertown. Luego, volveremos a la carga, pero por otro método que he ideado y que es mucho mejor que el anterior. Ya te lo diré en su momento.
—¿Qué pasará con Parry?
Baynes miró hacia la ventana, a través de la cual se veía ya la luz del amanecer.
—Es un poco tarde para actuar ahora Cuando se haga de noche, los chicos se lo llevarán muy lejos… a un viaje sin vuelta —respondió con siniestro acento.
* * *
Parry despertó después de transcurrido un tiempo cuya duración no se atrevió a calcular, con un terrible dolor de cabeza, que le hizo sentir vértigos y mareos durante un buen rato.
Luego, poco a poco, empezó a recobrarse. Aunque persistía el dolor de cabeza y se notaba una hinchazón en el lugar donde había recibido el golpe, podía imaginarse lo ocurrido.
Se apostrofó a sí mismo por haber sido tan descuidado, pero los reproches, se dijo, no solucionaban nada.
Ahora lo que le interesaba era salir de aquella crítica situación. Notó que estaba atado de pies y manos, éstas a la espalda. La escapatoria, pensó, iba a resultar mucho más difícil en aquellas condiciones.
Dejó pasar casi una hora, antes de intentar hacer nada. Había abierto ya los ojos y podía darse cuenta del lugar en que se hallaba, un sótano, sin la menor duda. En el techo había encendida una lámpara, sin pantalla. El suelo era de cemento y las paredes de ladrillo visto, una construcción bastante antigua, pero sólida y resistente.
Había un par de ventanas a ras de techo, que imaginó se hallaban al nivel del suelo exterior. Estaban protegidas por unos barrotes y tela metálica, ésta, supuso, para impedir la entrada de roedores y otras bestias merodeadoras. Vio también algunos muebles desechados, un par de cajones vacíos y algunas herramientas de jardinería.
Las cuerdas que le sujetaban eran delgadas, pero sólidas. Debían de proceder de alguna cortina y, aunque le hacían daño, se felicitó porque no le hubieran colocado esposas de metal.
En un viejo butacón, con el tapizado agujereado por algunos sitios, estaba su vigilante, un tipo malcarado, con una pistola sobre las rodillas. El tipo había sonreído al verle despertar, pero no hizo el menor comentario.
El tiempo transcurrió lentamente. Su vigilante no despegó los labios en ningún momento ni Parry hizo tampoco el menor comentario. Sabía que sería inútil. Se imaginaba de sobras lo que pretendían hacer con él. Podía darse cuenta del paso del tiempo por la luz del día que entraba a través de las ventanas que eran más bien respiraderos
Por la noche, calculó, se lo llevarían a algún lugar, de donde no regresaría jamás. Lo único que lamentaba era no poder acudir a la cita que, sin duda, Nick Ferman iba a darle cuarenta y ocho horas más tarde, contando desde las nueve de aquel mismo día.
Imaginándose a Ingrid en poder de aquel demente individuo, se enfureció unos momentos, pero luego procuró tranquilizarse. La ira constituía un factor negativo. Era preciso mantener la mente serena. Ya encontraría un medio para solucionar aquel problema.
Poco después de mediodía, se abrió la puerta del sótano y entró un individuo.
—Hola —dijo—. ¿Cómo van las cosas por aquí?
—Todo está tranquilo —respondió el vigilante—. Nuestro amigo no ha despegado los labios.
—Le gusta meditar en silencio —rió el recién llegado—. Bueno, puedes marcharte a almorzar. Yo me quedo…
De pronto, bostezó.
—¡Uf, me caigo de sueño! —agregó—. Vaya nochecita, tú.
El vigilante se marchó y el otro ocupó su puesto. Miró al prisionero y sonrió.
—No te preocupes por tus padecimientos, no serán eternos —dijo.
Arrellanándose en el sillón, cruzó las piernas y se pasó el índice por la garganta.
—A la noche… —sonrió siniestramente.
Parry continuó guardando silencio. Lo único que hacía, de cuando en cuando, era cambiar de postura, si se sentía incómodo. Empezaba ya a sentir frío en las manos. Las ligaduras le oprimían las muñecas demasiado, pero no suplicó que se las aflojasen. Si iban a matarle por la noche, no le evitarían incomodidades.
Esperó, paciente. El esbirro volvió a bostezar.
Eructó un par de veces. Debía de haber hecho una buena comida, calculó Parry.
Pasó un buen rato. De pronto, Parry oyó un inesperado sonido.
El vigilante roncaba, apreció, asombrado. Había esperado algo por el estilo, pero no se imaginó que el sujeto hubiese caído en un sueño tan profundo.
Entonces decidió que era hora de pasar a la acción. Tendido de costado, encogió las piernas hasta que las rodillas le tocaron el mentón. Luego empezó a pasar las muñecas ata das por debajo de los pies.
Sudó copiosamente, pero acabó por conseguirlo. Entonces, muy despacio, procurando no hacer un movimiento en falso, se puso primero de rodillas y luego en pie, tras realizar una poderosa flexión.
El matón continuaba dormido. Parry se le acercó a saltitos, con las manos en alto. Pero entonces se dio cuenta de que, a pesar de todo, su posición no resultaba todo lo venta josa que necesitaba.
Meditó unos segundos. Luego, sonriendo, dijo:
—Eh, tú, despierta…
Tal como había calculado, el vigilante abrió los ojos. Su asombro fue enorme al ver a su prisionero en pie, frente a él. Despegó la cabeza del respaldo del sillón, al mismo tiempo que metía la mano en el interior de la chaqueta.
Era lo que Parry había esperado. Con la cabeza algo adelantada, el golpe, asestado con los puños en el lado derecho, resultó tremendamente efectivo. El hampón se desplomó fulminado, sin lanzar un solo grito.
Parry se arrodilló a su lado. Todavía con las manos ligadas, empezó a registrarle, rasgando en ocasiones la tela de los bolsillos. Cuando encontró lo que buscaba, lanzó un suspiro de alivio.
La navaja automática se desplegó al oprimir el resorte de apertura. Parry se sentó en el suelo y la sujetó con los pies, el filo en dirección opuesta a su pecho. De este modo, el corte de la cuerda resultó mucho más fácil.
Cuando tuvo las muñecas libres, estuvo a punto de emitir un grito de dolor, al irrumpir la sangre casi con violencia en unas manos que casi carecían de tacto. Hubo de esperar todavía unos minutos, hasta que pudo mover los dedos satisfactoriamente.
Entonces cortó las ligaduras de los tobillos, pero le sucedió lo mismo. Antes de sentirse en completa libertad de movimientos, transcurrió un largo cuarto de hora.
El vigilante empezó a moverse. Parry se apoderó de su pistola y comprobó la carga. La puerta del sótano se abría hacia dentro, pero, calculó, no estaba cerrada con llave exteriormente.
El vigilante se quejó. Parry decidió que no podía salir de allí, dejando a un tipo que pudiera dar la alarma.
Unos minutos después, el sujeto yacía atado y amordazado en el suelo. Le puso las manos a la espalda; era un individuo poco dado a los ejercicios físicos y sin la suficiente flexibilidad para hacer lo mismo que él y pasar las manos delante del cuerpo.
Cuando se disponía a salir, alguien, inesperadamente, abrió la puerta del sótano.
* * *
Con los pies separados y la pistola sujeta con ambas manos. Al verle suelto y armado, Ferman dio un respingo.
—Lo ha conseguido —comentó.
—Ya puede ver —sonrió el joven—. Soy un chico listo.
—No me cabe la menor duda. Es una lástima, porque no me va a creer. Precisamente yo venía a soltarle.
—¿Sí? No me diga que se ha vuelto bueno de repente. Después de dejarme suelto, ¿pensaba ir a un convento a expiar sus culpas, tomando el hábito trapense?
—Es usted injusto conmigo —se quejó Ferman—. Soy sincero, se lo juro.
—Ya —contestó Parry, sarcástico—. Es muy bonito hablar a toro pasado, ¿eh?
Ferman no hizo caso de la indirecta.
—Quiero hacer un trato con usted —manifestó sorprendentemente.