CAPÍTULO PRIMERO

EL hombre estaba muy nervioso. Esperaba una visita y conocía sobradamente los motivos de la misma.

El nerviosismo de Roy Prather tenía, además, otros motivos. Estaba arruinado y buena parte de su ruina era culpa de la persona que iba a visitarle.

La situación de Prather había llegado a un punto crítico. Puesto que se consideraba perdido, se dijo que, al menos, el causante de su ruina iba a pagarlo muy caro.

No le importaban las consecuencias. Hacía tiempo que, decidido a todo, se había preparado adecuadamente. Tenía todo dispuesto y, apenas llegase el visitante, haría lo que había pensado muy detenidamente en los últimos tiempos.

Aquél llegó al atardecer. Era un sujeto de hombros macizos, rostro estólido y mirada poco amistosa.

—Buenas tardes, señor Prather.

—Hola —rezongó el aludido secamente.

—Supongo que se imagina a qué he venido —insinuó el otro.

—Sí, claro, aunque no le esperaba tan pronto…

—Es el día y la hora convenidos. ¿Le falla la memoria? —preguntó el visitante con acento irónico.

—Oh, no, por supuesto; sólo me he descuidado un poco… Aguarde un momento, ¿quiere?

—Claro.

El visitante se apoyó en el mostrador de la tienda con aire negligente. Prather fue al interior y estuvo allí unos segundos. Luego, de pronto, se asomó a la puerta que comunicaba con la tienda.

—Por favor, ¿quiere venir? —llamó.

El hombre se enderezó y caminó pausadamente hacia la puerta. Prather se había retirado al interior.

—Cierre, por favor.

El visitante se volvió un momento para cerrar la puerta. Al girarse de nuevo, se encontró súbitamente frente a una escopeta de dos cañones, cuyas bocas se hallaban a menos de un metro de su cara.

—¡Eh! ¿Qué diablos pretende? —aulló, a la vez que, desesperadamente, trataba de sacar el revólver que tenía bajo la chaqueta.

Fue demasiado lento para Prather.

—¡Al infierno, bastardo! —rugió el dueño de la tienda.

La doble descarga voló literalmente la cabeza del visitante, quien se desplomó al suelo como un tronco cortado por el hacha del leñador. La estancia retembló con el trueno de los disparos.

Prather no perdió más tiempo. Tiró la escopeta a un lado, agarró el maletín que tenía preparado sobre una mesa y corrió hacia la salida posterior del local.

Fuera tenía el coche. Arrojó el maletín al asiento posterior, saltó al volante, dio al contacto y arrancó a toda velocidad.

Estaba ya muy lejos de Holbertown cuando se descubrió lo ocurrido.

* * *

Sentado en la acera, tocaba la flauta sin hacer caso de las miradas que le dirigían los transeúntes. Era un hombre joven, de no más de treinta años, de cabellos oscuros y rostro agradablemente feo. Cuando estaba en pie, se veía que no medía mucho más de un metro setenta, pero tenía unos hombros anchísimos y bajo las ropas holgadas que vestía habitualmente, se adivinaba una musculatura excepcional.

Al sonreír, Norman Parry resultaba enormemente atractivo para las mujeres de toda edad y condición. Parry no solía aprovecharse de sus encantos varoniles sin discriminación, pero si la ocasión le interesaba, no la dejaba pasar de largo.

Una mujer se paró de pronto frente a él y le contempló con curiosidad. Era alta, exquisitamente formada, de cabellos rubios, muy bien peinados y ojos intensamente azules. Vestía con singular elegancia, sin notas estridentes en su indumentaria, lo que le confería aún más atractivo. El flautista no dejó de percibir el tenue perfume que emanaba de aquella hermosa joven que, calculó, no tenía más de veinticinco años.

Parry continuó tocando. Ella parecía escuchar muy complacida. Cuando terminó la pieza, comentó:

—Es una melodía preciosa. Nunca la había oído hasta ahora y, modestia aparte, me precio de conocer un poco la buena música. ¿Puede decirme su título?

—El Flautista de Hamelin, señora —contestó Parry, a la vez que se ponía en pie.

—¿Quién es su autor?

—Yo, señora. ¿Le ha gustado?

Ingrid Rockfort sonrió.

—En Holbertown no hay ratas —dijo.

—Algunas sí, de dos patas, claro —rió Parry—, Celebro que le haya gustado, señora.

—Sí, me ha gustado muchísimo. —Ingrid abrió su bolso, sacó un billete de cinco dólares y se lo entregó al flautista—. Me gustaría darle algo más, pero no llevo suficiente en este momento…

Parry sonrió mientras se guardaba el billete.

—Mil gracias, señora. Que el Señor la colme de bendiciones y que su marido la ame siempre y sus hijos crezcan fuertes y sanos.

Ingrid se echó a reír.

—Eso tardará todavía un poco. Soy soltera —contestó—. Adiós, señor flautista.

—Marcaré este día con piedra blanca —anunció Parry.

Ella se alejó y, a los pocos momentos, Parry volvió a tocar la flauta. Pero, apenas había empezado, algo cayó en el suelo, junto a sus pies.

Parecía una moneda, pero estaba pintada de verde. Parry se inclinó, recogió el disco y se lo echó al bolsillo. Luego giró hacia su derecha, caminó unos pasos y penetró en una casa.

Momentos después se abría la puerta de un apartamento.

Una hermosa mujer, espectacularmente ataviada con un peinador negro, muy transparente, le dedicó una cálida sonrisa.

—He recibido el disco verde —dijo Parry.

Ella alargó una mano y tiró del joven hacia dentro.

—No habré disco rojo en veinticuatro horas —sonrió.

—Me parece demasiado tiempo…

—A mí me parecerá un soplo —declaró ella ardientemente.

Parry se dejó abrazar. Ella le gustaba muchísimo, pero ni en soñación iba a pasarse a su lado las veinticuatro horas anunciadas.

* * *

Las letras de neón en un suave tono azul componían el nombre de la tienda de modas: ROCKFORT'S. Las tres dependientas se habían ido ya y la dueña se disponía a cerrar.

Dos hombres entraron en aquel instante. Ingrid Rockfort estaba terminando de hacer unas cuentas y levantó la vista al percibir el ruido de la puerta.

—Caballeros… —dijo educadamente.

Los dos hombres pasearon la vista por el interior de la tienda.

—Unos vestidos muy hermosos —ponderó uno de ellos.

—La lencería es cosa buena —calificó el otro.

—Ropa cara… da muchos beneficios, ¿no es cierto, señora?

Ingrid empezó a sospechar algo nada agradable.

—He cerrado ya. No despacho al público.

—No hemos venido a comprar, señora —manifestó el primero que había hablado—. Sólo queremos decirle una cosa. Anda, tú, ya sabes lo que tienes que hacer —indicó a su compañero.

El otro sacó un frasquito de vidrio del bolsillo y se acercó a uno de los vestidos expuestos en el escaparate. Este se podía ocultar mediante unas cortinas que se accionaban automáticamente desde el interior, y el sujeto las hizo correr en el acto.

Un hombre pasaba por allí en aquel momento y la vista de las cortinas moviéndose llamó su atención, lo que le hizo volver la cabeza instintivamente. Y antes de que las cortinas se cerrasen, acertó a ver a Ingrid en compañía de un sujeto de aspecto poco recomendable, pese a sus ropas de pretendida elegancia.

El hombre que había descorrido las cortinas, destapó el frasco y vertió su contenido sobre el vestido, que empezó a humear de inmediato. Ingrid lanzó un grito de rabia.

—¡Lo están destrozando!

—Exacto —dijo el primero—. Y, por hoy, sólo le quemamos un vestido, pero podría perder todas las existencias si no hace lo que le vamos a decir.

Tranquilamente, sacó un sobre y lo depositó sobre el mostrador.

—El día primero de mes, pondrá aquí, en este sobre, que ya está franqueado y tiene escrita la dirección, un billete de mil dólares. Esto lo hará a las nueve en punto de la mañana e inmediatamente, lo echará al correo, para que salga antes de mediodía.

Tendrá solamente cuarenta y ocho horas de plazo; si durante este tiempo no ha llegado el sobre a su destino, recibirá una visita cuando menos lo espere y perderá todas sus existencias.

—Y si aun así se niega, podrían caerle en la cara algunas gotas de este líquido nada favorecedor —añadió el otro, mientras, perversamente, sacudía el frasco sobre las prendas íntimas expuestas en el suelo del escaparate.

Las lágrimas empezaron a fluir por las mejillas de Ingrid. Sabíase impotente, sabía que iba a ser objeto de una extorsión de la que no se podría librar, y ello le hacía sentir una rabia interna que la llenaba de congoja.

—Cada fin de mes, pasará un amigo a entregarle el sobre —continuo el primero—. Es decir, vendrá el último día, para que al siguiente envíe el dinero. No se descuide en obedecer nuestras instrucciones o será peor para usted. Y recuerde: un billete de mil dólares. Vámonos, tú.

Los dos sujetos se marcharon, dejando a Ingrid abrumada y desolada. Sabía que no podía oponerse y que tendría que hacer lo que le habían ordenado. Pero, ¿no había alguna manera de evitar aquella ultrajante situación?

* * *

La puerta de la boutique se abrió lentamente y un hombre asomó la cabeza. Ingrid, preocupada por lo ocurrido, no se dio cuenta hasta que oyó su voz en tonos joviales:

—¡Caramba, qué tienda tan elegante!

Ingrid levantó la vista y se esforzó por sonreír.

—El flautista —dijo.

Parry avanzó un poco más.

—Pasaba casualmente por aquí y me llamó la atención verla… No sabía que fuese la dueña de un negocio de ropa para señora… ¡Eh! —exclamó de pronto—. Aquí huele muy mal… y eso no parece lógico en un lugar como éste.

El olor de la tela abrasada por el líquido corrosivo persistía todavía. Parry miró a todas partes y, de pronto, vio el vestido hecho una ruina y otras prendas con algunas manchas, procedentes de las escurriduras del frasco.

Luego fijó la vista en la cara de Ingrid y vio en ella todavía huellas de sus lágrimas.

—A usted le ha sucedido algo poco agradable —adivinó—. ¿Puedo ayudarla?

Ella sacudió la cabeza desalentadamente.

—Temo que no —contestó—. Nadie puede hacer nada por mí.

Parry frunció el ceño. Acercándose al escaparate, rozó con las yemas de los dedos el fino tejido que se deshacía literalmente al tocarlo.

—Vitriolo —adivinó—. ¿Por qué?

De pronto, recordó a los dos hombres que había visto a través del escaparate y creyó comprender.

—Extorsión, ¿verdad?

Ingrid asintió. Parry se acercó al mostrador y contempló el sobre alargado, con su sello de correos y la dirección escrita en el anverso, con caracteres de imprenta.

—Deseo ayudarla —manifestó—. Por cierto, mi nombre es Parry, Norman Parry…

—Ingrid Rockfort —respondió la joven—, ¿Cómo está, señor Parry?

—Encantado de verla otra vez, pero desagradablemente impresionado por lo que está sucediendo aquí, señorita Rockfort. Soy sincero; quiero ayudarla y ver de remediar esta situación que, supongo, no puede ser puesta en conocimiento de la Policía. ¿Me equivoco?

—Acierta —contestó Ingrid—. El problema es de mil dólares al mes.

Parry silbó.

—No se quedan cortos pidiendo. ¿Puede soportar su negocio esa… «contribución»?

—Sí, pero entonces mis ganancias serían mínimas… Me establecí hace seis meses… Todos los modelos son originales míos y empiezo a tener una clientela muy selecta… Podría llegar muy alto, pero en estas condiciones, no sé si será posible…

—Veamos —dijo él—. Le piden mil dólares.

—Cada día de primero de mes tendré que poner un billete de mil en este sobre o en otro que me entregará un individuo que vendrá la víspera. Echaré la carta al correo a las nueve de la mañana, a fin de que salga antes de mediodía. Dispondré de cuarenta y ocho horas de plazo para obedecer esta orden; si no lo hago así, me quemarán todas las existencias con ácido.

—Bien planeado —murmuró Parry—, Debo imaginar que no conoce a los dos tipos que vinieron a darle esas órdenes.

—Nunca los había visto hasta hoy —declaró Ingrid.

Parry estudió el sobre unos momentos.

—Mañana es día primero —observó al cabo—. Usted enviará los mil dólares, por supuesto, pero… ¿Me permitirá venir el último día del mes?

—¿Para qué? —se sorprendió ella.

—Para ayudarla, naturalmente. Quizá no lo consigamos en la próxima ocasión, pero, con un poco de paciencia y un mucho de astucia, acabaremos con ese impuesto privado que ha fijado un tipo desaprensivo, para quien la palabra trabajo honrado es una blasfemia. Mientras tanto, y para que se le pase un poco el mal rato, ¿quiere aceptar mi invitación a cenar?

Ingrid sonrió.

—No quisiera ofenderle… pero, ¿ha ganado mucho hoy con sus conciertos de flauta?

Parry lanzó una alegre carcajada.

—La flauta es mi hobby, no mi profesión, aunque en más de una ocasión me han propuesto formar parte de una orquesta. Pero soy un poco inconstante y convertirse en un buen solista es algo que requiere mucha disciplina.

—Lo cual no parece agradarle demasiado.

—Perdería en parte mi independencia, y eso no me gusta. Bien, ¿acepta mi invitación?

—Va a devolverme los cinco dólares que le di esta mañana —sonrió la joven.

—Una devolución en especie, por supuesto —puntualizó él.