CAPÍTULO XV
Dejando atrás Anaheim, nos lanzamos en dirección Este hacia Corona, adonde llegamos menos de una hora después de haber salido. Eran entonces las doce y media de la noche y para llegar al Valle de la Muerte nos faltaban todavía más de trescientos kilómetros.
A la salida de Corona tuvimos que hacer un alto en una estación de servicio. Mientras el mecánico repostaba el coche, Daphne y yo tomamos un par de tazas de café. Luego, el mismo barman me suministró un par de botellas de agua. En el desierto se puede estar sin comer, pero no sin beber. Quien quebrante esta regla, es hombre muerto en veinticuatro horas. Además, eché también al asiento posterior un termo lleno de café caliente; debíamos sostenernos a cualquier preciso durante las horas siguientes.
Quince minutos más tarde, abandonábamos Corona a toda velocidad. Ahora, nuestra dirección era ligeramente hacia el NE.
Dejamos atrás Riverside y Colton y alrededor de las dos menos cuarto llegamos a San Bernardino, localidad que cruzamos sin detenernos. Entonces viramos hacia el Norte, siguiendo la carretera que conduce a Barstow, en pleno desierto de Mojave. La luna, brillando fríamente en un cielo sin nubes, iluminaba esplendorosamente el pico de San Antonio, irguiéndose sobre la árida llanura a más de tres mil metros.
En línea recta, la distancia que hay entre San Bernardino y Barstow es de cien kilómetros que, teóricamente, debieran haber sido cubiertos en una hora. En la realidad, la distancia es casi un cincuenta por ciento más, debido a las numerosas curvas que hace la carretera al ascender desde una cota próxima al nivel del mar a otra que oscila constantemente entre los quinientos y mil metros. Esto, como puede suponerse, redujo también la velocidad de nuestra marcha.
Daphne reclinó la cabeza en el asiento y se durmió, mientras yo seguía aferrado firmemente al volante, manteniendo la velocidad al mayor régimen posible, esforzándome en recordar que A. A., nos llevaba casi dos horas de ventaja.
A las cuatro y cuarto llegamos a Barstow. Detuve el coche a la entrada, en una estación de servicio. El mecánico de noche acudió inmediatamente.
—Sólo deseo que compruebe la presión de los neumáticos —dije.
—Muy bien, señor —contestó el hombre.
—Espere —dije—. Deseo que me de un informe.
Abrí el bolso de Daphne y saqué un billete de a cinco.
—Quiero saber si pasó, hará unas dos horas, un coche conducido por una mujer sola. Tiene cuarenta y pico de años, cabellos cobrizos y es fuerte y robusta.
El mecánico sonrió.
—Sí, pasó alrededor de la una y media. Quizá las tíos menos cuarto. Es curioso —añadió.
—¿Qué encuentra usted de curioso en este asunto, amigo?
—Es usted la segunda persona que me pregunta por esa mujer. Hace veinte minutos pasaron dos sujetos en un coche y me formularon una pregunta análoga. —Agitó el billete—. No se mostraron tan generosos como usted, amigo.
—¡Dos tipos! —exclamé. Hice una somera descripción de Ostrom y su cómplice.
—Sí, los mismos —contestó el mecánico—. Como digo, pasaron hace unos veinte minutos. Bueno, voy a ver cómo están las gomas.
Daphne despertó en aquellos momentos.
—¿Por qué te has parado, Lee? —preguntó con acento soñoliento.
—A. A., pasó por aquí a la una y media o dos menos cuarto —respondí, mientras echaba un vistazo al reloj—. Y Ostrom y su gorila pasaron a las cuatro, aproximadamente.
El sueño huyó al instante de los ojos de la joven.
—¿Es cierto lo que dices? —preguntó, irguiéndose en el asiento.
—Me remito a los informes que acaba de darme el mecánico. Oye, preciosa, sírveme un poco de café, ¿quieres?
Daphne trajo el termo. Mientras el mecánico revisaba las gomas, bebimos un vaso de café. Luego encendimos sendos cigarrillos.
El mecánico vino un minuto más tarde.
—La goma trasera izquierda estaba un poco floja. Ahora todas están bien.
—Gracias, amigo —dije, dando el contacto de nuevo.
—A usted, señor.
Minutos más tarde, nos hallábamos de nuevo en el desierto. Hundí a fondo el acelerador, era una verdadera carrera contra el reloj la que estábamos desarrollando.
El automóvil devoraba los kilómetros continuamente. Bajo la luz de la luna, el desierto adoptaba configuraciones espectrales. De cuando en cuando, nos cruzábamos con algún pesado camión de carga que se dirigía al Pacífico. Adelantábamos a la mayoría de los coches, aunque salvo los vehículos de carga, la circulación era nula, o poco menos, a semejantes horas.
Después de Barstow, la carretera empezó a descender. Rodamos a una media de cien kilómetros hasta hallamos, a las cinco menos cuarto, en las inmediaciones de Soda Lake. Entonces nos salió al paso un desvío hacia el norte.
Hice girar el volante y metí el automóvil por aquella carretera. Ahora debíamos cubrir el último tramo que nos separaba del Valle de la Muerte.
Lenta, pero inexorablemente, el tiempo iba pasando sin cesar. Daphne había perdido el sueño, después de las noticias que habíamos recibido y se mantenía a mi lado en continua tensión, tratando de escrutar las tinieblas con la vista. A las cinco y media penetramos en lo que el Servicio de Parques considera como Monumento Nacional, es decir, en los límites mismos del Valle de la Muerte.
—Saca el mapa y dime si vamos bien —dije al cabo de unos minutos.
Hacia el Este veíamos ya la accidentada silueta de los Montes Amargosa. Pronto amanecería.
—Tienes que seguir durante veinte kilómetros más y luego tomar un desvío hacia tu izquierda.
Los veinte kilómetros citados fueron recorridos en quince minutos. Cuando alcanzamos el desvío había ya bastante luz para que pudiéramos ver el cartel indicador sin necesidad de lámparas auxiliares. El cartel tenía forma de flecha.
AINSLEE BORAX CHEMICAL, INC.
A 1,5 millas.
El camino era infame y polvoriento. Ahora podíamos ver el Valle de la Muerte con toda claridad, un paisaje lunar, desolado, donde ni las serpientes pueden vivir, donde basta poner al mediodía una simple plancha de metal para que a los cinco minutos puedan freírse los huevos con toda facilidad. En línea recta, la distancia que nos separaba del Pico del Telescopio, era de unos veinticinco kilómetros. En este corto espacio, las diferencias del nivel son tremendas; desde los tres mil cuatrocientos metros hasta los ochenta y cinco bajo el nivel del mar.
Antiguamente, el Bórax que se extraía de las minas era transportado en enormes carromatos tirados por reatas de diez parejas de mulas. Eso pasó a la historia ya hace mucho tiempo, con la mecanización actual. Pero ni antes ni ahora ha sido agradable trabajar en una mina de Bórax, ni mucho menos en un paraje tan desolado como es el Valle de la Muerte.
Recorrimos la última milla y media con relativa lentitud. El camino serpenteaba por entre las blancas colinas que forman la base de las estribaciones de los Montes Panamint, las cuales, con la salida del sol, tenían un tinte rosado, indescriptible. Llenas de estrías y grietas, parecían el producto de la calenturienta imaginación de un escultor abstracto dado al alcohol.
De pronto, al revolver una curva, divisamos las instalaciones de la mina. Frené bruscamente y luego, procurando no hacer ruido, retrocedí unos metros, a fin de evitar que el coche fuera advertido desde la mina. Entonces salté al suelo.
Saqué el revólver que arrebatara a Mendoza. Daphne se me unió de inmediato con una pistola de cañón un tanto alargado.
—Debieras quedarte aquí —dije.
—Olvídalo —contestó—. Después de lo que he trabajado, no voy a perderme el acto final del drama.
—Cuidado no te caiga el telón encima de la cabeza. Podría cortártela —advertí.
Asomé la cabeza un momento y estudié el terreno. Había dos o tres barracones grandes, seguramente almacenes de mineral, y otro más pequeño, destinado a oficina, así como un par de cobertizos, uno de los cuales contenía el motor del grupo electrógeno, y un gran tanque de agua sostenido por gruesos pilotes de madera.
Delante del barracón pequeño había dos automóviles, ambos blancos de polvo. Uno de ellos tenía las ruedas bajas; más tarde vimos que habían sido deshinchadas a balazos.
El lugar parecía desierto. Reinaba un silencio absoluto, total, deprimente. La distancia al barracón era de unos treinta metros, que era preciso recorrer a pecha descubierto, como quien dice.
—Bueno, vamos allá. —No podíamos permanecer eternamente quietos en aquel lugar.
Atravesamos el espacio llano a la carrera, procurando no hacer ruido, y nos escondimos detrás de uno de los coches. Esperamos un minuto.
Al cabo de ese tiempo, me arriesgué a acercarme al barracón. Había dos ventanas, cuyos cristales estaban llenos de polvo. Asomé los ojos por encima del alféizar de una de ellas y lo que vi me quitó la respiración.
Ann Ainslee estaba atada a una silla, mirando con expresión de furia al hombre que se hallaba a unos pasos de distancia, junto a una mesa, encima de la cual vimos una serie de objetos que nos dejaron estupefactos.
El fichero estaba allí. Había también una cajita cuadrada, metálica, abierta, en cuyo interior divisamos un numeroso grupo de fajos de billetes, cuidadosamente engomados. Al lado había un saquito de piel, repleto de algo que nos parecieron joyas.
—Fue una suerte para nosotros que se le estropeara el motor del coche —dijo Ostrom de pronto, con una sonrisa cínica en sus labios.
—Está bien —dijo ella—. Ya tiene el botín en su poder. ¿Qué es lo que piensan hacer ahora conmigo?
—¿No se lo imagina? Durante años y años he estado esperando una ocasión semejante, señora Ainslee, soportando continuamente sus desdenes, sus reproches y su fabuloso y autoritario egoísmo. Sabía que esta maldita mina era un negocio ruinoso, tanto por lo mal administrada que estaba, como por las continuas substracciones de dinero que usted hacía, a fin de precaverse para el día en que estallara todo. No me hubiera importado nada, si usted hubiera accedido a mis pretensiones —el acento de Ostrom se hizo chirriante y áspero de pronto—. Pero los prefería jóvenes y gallardos, como ese maldito imbécil de Mendoza, ¿no es cierto?
Ella apretó los labios sin contestar. Ostrom movió la cabeza.
—Bueno, ahora ya todo me da igual —confesó—. Lo siento, Ann, pero tengo que liquidarla.
—No se atreverá —rugió ella.
—¿Qué no? —Con pasmosa sangre fría, Ostrom empezó a empaquetar todo—. Ahora no viene nadie a la mina; pasarán semanas enteras antes de que descubran su cadáver. Para entonces, estaremos ya muy lejos de aquí.
Ostrom envolvió el fichero en un grueso papel y lo ató con una cuerda. Cerró la cajita de metal y ató fuertemente la boca del saquito de las joyas.
—Entre unas cosas y otras, hay aquí medio millón —rió alegremente, mientras echaba todo en un saco algo mayor.
Daphne y yo nos miramos. Era preciso contener a toda costa las intenciones de aquel sádico individuo. La pistola estaba sobre la mesa; era pues, el momento ideal para intervenir.
Entonces, la voz de Jeb, el gorila, sonó suavemente detrás de nosotros.
—Dejen caer las armas, por favor.
* * *
El tono de voz de Jeb era lo suficientemente insidioso como para no comprender que debíamos obedecer en el acto. Abrí les dedos y el revólver cayó al polvo.
La pistola de Daphne siguió el mismo camino.
—Enderécense y pongan las menos en alto.
Así lo hicimos, quedando con medio cuerpo por encima del antepecho. Entonces, Jeb dijo:
—Jefe, ¿qué le parece mi caza?
Ostrom volvió la cabeza al instante. Sus ojos fulguraron de rabia al vernos allí. Agarró la pistola y nos apuntó con ella.
—¿Qué hacen aquí? —vociferó.
Traté de dominar el temblorcillo de mis piernas.
—Estábamos admirando las bellezas naturales del Valle de la Muerte —dije.
—Ahora se quedarán aquí para siempre —masculló el forajido, quien, por lo visto, carecía en absoluto del sentido del humor.
—¿Los mato, jefe? —preguntó Jeb.
Ostrom vaciló. Hasta para un sujeto tan empedernido como él resultaba demasiado fuerte ordenar dos asesinatos a sangre fría. Antes de que pudiera dar una respuesta, escuchamos un fuerte estallido.
Ann Ainslee poseía una fuerza descomunal. Debía haber estado trabajando en ello desde hacía mucho rato. Las cuerdas que la sujetaba a la silla saltaron con violencia. Y ella, lanzando un grito inhumano, se arrojó a la garganta de Ostrom con las manos extendidas.
El gesto de A. A., encontró a Ostrom completamente desprevenido. Las manos de la mujer lograron aferrarse a su cuello. Entonces sonó un disparo.
La mujer retrocedió bruscamente. Una mancha roja apareció en su pecho, bajo los senos. Su rostro adquirió en un segundo un tinte ceniciento. De pronto abrió los brazos y emitió una queja aguda. Giró rápidamente sobre sí misma y se desplomó al suelo.
Era cuestión de aprovechar la ocasión que se nos ofrecía. Pegué un fuerte empujón a Jeb y el gorila salió despedido unos cuantos pasos, vacilando aparatosamente. El revólver cayó de sus dedos.
Me agaché rápidamente y agarré un arma. Jeb se había recobrado y saltaba sobre mí, dispuesto a aniquilarme. Era cuestión de vida o muerte. Apreté el gatillo.
Salió un chorro de líquido, que despedía un olor dulzón y mareante, que fue a dar de lleno en el rostro de Jeb. El maleante se puso tieso como un poste, boqueó un par de veces y luego cayó al suelo como fulminado por un rayo.
Me quedé absorto, como idiotizado por lo que acababa de suceder, comprendiendo vagamente que el líquido qué había salido de la boca de la pistola era un poderoso anestésico. Con gesto torpe, miró a Daphne.
En el mismo instante, algo se estrelló contra la pared del barracón con terrible fuerza, a la vez que sonaba un estampido. Daphne lanzó un agudo chillido.
—¡Al suelo! —grité, dando el ejemplo.
Aprovechando nuestra distracción, Ostrom había salido de la casa y corría hacia el coche, sin dejar de disparar el arma contra nosotros. Busqué el revólver de Mendoza, pero estaba a tres o cuatro pasos de distancia y no lo podría alcanzar mientras el sujeto continuase tiroteándonos.
Ostrom consiguió poner el coche en marcha y arrancó, en el mismo momento en que un jeep pintado de naranja y negro desembocaba en la explanada. Dentro del «jeep» había dos hombres de uniforme, con grandes sombreros de copa picuda y ala ancha y plana.
El Valle es vigilado y recorrido continuamente por patrullas de vigilantes, cuya misión es evitar que se pierdan los turistas por un lugar donde la muerte acecha en cada rincón. De no ser por dichas patrullas, el número de muertes que se produciría al cabo del año sería muy elevado. Ellos lo evitan con su constante vigilancia.
Ostrom se dio cuenta de que tenía el paso cerrado, abrió la portezuela y saltó al suelo, tratando de echar a correr, mientras disparaba contra los policías. Éstos se guarecieron detrás del jeep y abrieron el fuego.
El asesino corrió velozmente en busca de un refugio, sin hacer caso a las intimaciones que le dirigían los vigilantes. De pronto pareció chocar contra un muro invisible.
Se detuvo casi en seco, como herido por un rayo. Vaciló un momento, dejando caer al suelo el saco con el botín. Luego, muy despacio, dobló las rodillas y se venció hacia adelante, hasta hundir la cara en el polvo.
Me puse en pie, levantando las manos.
—¡Eh, no tiren! —grité.
Los vigilantes se acercaron con las pistolas en la mano. Uno de ellos ostentaba las divisas de sargento.
—¿Señorita Ossobaw? ¿Señor Kolter? —preguntó, y ante nuestras respuestas afirmativas, dijo—: Soy el sargento Manson, de las patrullas de vigilancia del Valle de la Muerte. Éste es el agente Doberley.
—Su llegada no ha podido ser más oportuna, sargento —dije.
Doberley se dirigió hacia donde yacía Ostrom, completamente inmóvil en el suelo. Manson dijo:
—Recibimos un mensaje de la policía de Santa Benita, diciendo que podían hallarse ustedes en un apuro.
—Simpático Pin —murmuró Daphne complacidamente.
Jeb rebulló en aquellos momentos.
—Está solamente anestesiado —manifesté.
Manson le colocó las esposas. La sorpresa de Jeb al despertar y verse amanillado resultó mayúscula.
—Ostrom mató a la señora Ainslee —manifesté—. Está ahí adentro.
Dimos la vuelta y penetramos en el barracón. Manson se arrodilló junto a Ann Ainslee y le tomó el pulso. Meneó la cabeza significativamente.
—Murió casi en el acto —dijo.
Doberley entró en aquel momento con un saco en la mano. Dije:
—Eso que hay ahí dentro vale casi medio millón. Déjemelo un momento.
Doberley me entregó el saco, que abrí en el acto, buscando el fichero. Luego hurgué en la habitación hasta dar con una lata de petróleo.
Salí afuera con la lata de petróleo y el fichero. Dejé éste en el suelo, desenrosqué el tapón de la lata y vertí parte del contenido sobre las malditas fichas. Luego lancé una cerilla encendida sobre el combustible, que se inflamó de inmediato.
Miré a Daphne.
—Es lo mejor que podías haber hecho, querido —dijo aprobatoriamente.
Manson se quejó.
—El sargento Pinnell se enfadará cuando lo sepa.
—Nosotros asumimos toda la responsabilidad, sargento —manifestó la muchacha.
Mientras los policías se ocupaban de Jeb y de los cadáveres, Daphne y yo quedamos solos.
—Quiero que me digas una cosa —expresé.
—¿Sí?
—¿Por qué trenes tanta confianza con Pinnell? ¿Qué es él para ti?
Ella sonrió maliciosamente.
—¿Celoso?
—Deseo saber la verdad, es todo —gruñí.
—Bien, Pin es el marido de mi hermana Joan y no tengo otra cosa que decirte, salvo que cuando se me ocurrió la idea de montar la agencia de información me encomendó el trabajo de vigilar a, A. W.. Sospechaban que pudiera lanzarse un día u otro al chantaje, cosa que había hecho ya.
Dejé caer los brazos, desalentado.
—¡De modo que me voy a convertir en el cuñado de un policía!
—Bien —titubeó ella—, no lo asegures tanto. A fin de cuentas, nos conocemos desde hace menos de una semana. No estoy segura de que seas el marido ideal para mí.
—Bueno, podemos hacer la prueba —sugerí—. Por un tiempo de cincuenta años. ¿Hace, socia?
Ella me echó los brazos al cuello, sonriendo luminosamente.
—O. K, socio.
Y nos besamos.
FIN