CAPÍTULO VI

Una mano, que no pertenecía al sujeto que rae estaba apuntando con la pistola, me agarró por el cogote y me hizo entrar en la habitación a viva fuerza. Después, el sujeto cerró la puerta a mis espaldas, mientras el tipo de la pistola continuaba dirigiendo el arma hacia mí con una mano tan firme como una roca.

Empecé a sudar de pánico. El rostro del tipo que tenía frente a mí no prometía nada bueno. Y si pensaba en que tenía otro a mis espaldas, la cosa era como para desmayarme de miedo.

—No grite. Holter —dijo el de la pistola—. Si lo hace, la freiré los sesos.

Moví los labios; creo que no tenía fuerzas para más. Aprovechando mi quietud, unas manos ávidas me palparon las ropas.

—No lleva armas —dijo el otro.

—Bien. —El de la pistola seguía mirándome con fijeza—. Holter, vamos a salir de este apartamiento. Si lanza un solo grito, si mueve las pestañas tan sólo, morirá en el acto. Puede que esto le parezca truculento, pero no es más que la expresión de la realidad. ¿Me ha entendido?

Dije que sí con la cabeza. Luego, haciendo un soberano esfuerzo, conseguí despegar los labios.

—¿A… dónde me llevan?

—Ya lo verá —contestó el sujeto—. Recuerde lo que acabo de decir, ni una voz ni un gesto. Saldremos como amigos, tranquilamente, pero no nos importará liquidarle en medio de mil personas si trata de pedir socorro. ¿Está claro?

—Cla… clarísimo —tartamudeé. Entonces, el tipo de la pistola me agarró por un brazo y me hizo dar media vuelta.

—En marcha.

Salimos del apartamiento y descendimos en el ascensor hasta la planta. Los dos tipos caminaban a mis lados y me era fácil imaginar que llevaban las pistolas en sus bolsillos, listas para acribillarme si hacía cualquier cosa que les desagradara. Naturalmente, puse un cuidado exquisito en comportarme con toda naturalidad… Aunque ya me imaginaba que querían «pasearme», entendía que era preferible retrasar el momento fatal lo más posible. La esperanza siempre se conserva hasta el último minuto.

Pegado a la acera había un gran sedán negro, tras cuyo volante había un sujeto en actitud negligente. Entramos en el automóvil y nos sentamos en el asiento posterior, yo en el centro, por supuesto.

El sedán arrancó en el acto, suave, silenciosamente. Después de rodar unos cien metros por aquella calle, el conductor se adentró en el Bulevar de la Costa.

Me imaginé a dónde querían llevarme los tipos, aunque no entendía en modo alguno por qué querían liquidarme. Por supuesto, no pertenecían a la cuadrilla da la señora Ainslee… si es que la señora Ainslee mantenía una cuadrilla de forajidos. Lo único que podía deducir era que alguien los había enviado contra mí, con ánimo de borrarme del mundo de los vivos.

Los forajidos se mantenían silenciosos, herméticos. Una o dos veces intenté entablar conversación con ellos, pero en vista, de que no recibía sino secos monosílabos, desistí de ello.

Dejamos atrás el Bulevar de la Costa, no sin pasar antes frente a la casa de Glenda Dahoe, y nos adentramos por la carretera que sigue paralela al océano, separándose a veces un centenar de metros y en otras bordeando casi el mar. Así recorrimos cosa de una decena de millas.

De pronto, el coche se desvió por un caminito lateral, en dirección al océano. En aquel punto, la carretera distaba del mar casi un kilómetro. Los tipos habían sabido elegir bien el lugar de la ejecución.

El paisaje era análogo al de la Península de Monterrey: grandes pinos, de copas inclinadas por la acción continua de los vientos, arenas en el suelo y al final, rocas y cantiles a varios metros de altura sobra las aguas. El coche se detuvo y el conductor apagó los faros. Tampoco hacían mucha falta; la luna brillaba con gran intensidad, permitiendo divisar los detalles a buena distancia.

—Bájese —ordenó secamente el que parecía ser el jefe de la cuadrilla. Él ya estaba en el suelo y me apuntaba con la pistola, que relucían siniestramente a la luz de la luna.

La noche era excelente. Soplaba una agradable brisa y hasta mis oídos llegaba claramente el rumor de las olas rompiendo contra los cercanos acantilados. El aire olía a mar y a yodo y de vez en cuando, algunas finísimas gotas de agua me salpicaban el rostro. Pensé que era una lástima morir antes de haber cumplido los treinta años y, sobre todo, en una noche tan buena como aquélla. No sé qué me había pasado; pero de repente todo el pánico que había sentido hasta aquellos instantes, se había disipado totalmente. Me sentía extrañamente tranquilo y lúcido casi, indiferente a la suerte que me esperaba.

El borde de los cantiles estaba a una docena de pasos. El jefe movió la pistola.

—Camine.

Vacilé un instante.

—Me… me gustaría saber una cosa —dije.

El forajido gruñó.

—¿De qué se trata?

—Simplemente, de saber por qué van a matarme. Yo no les conozco a ustedes ni creo haberles hecho el menor daño. No quisiera parecerles un protestón, pero creo no haber merecido esta suerte.

—Sabe usted demasiado —rezongó el tipo—. Es todo lo que puedo decirle por ahora. Y basta ya de charla. Mueva los pies, pronto.

Los otros dos tipos estaban a su lado. Contrariamente a lo tópico en estas ocasiones, no reían, no bromeaban, no me gastaban bromas sarcásticas; permanecían serios, impasibles. Para ellos, la faena que iban a hacer era como una especie de trabajo; cuando terminasen conmigo, se volverían tranquilamente a sus casas, como empleados después de terminada la labor cotidiana, sin conceder a mi muerte mayor importancia que la de un balance bien cuadrado o un expediente cerrado satisfactoriamente.

La mano del sujeto se movió.

—Vamos, camine, Holter —insistió.

Empecé a girar. Doce pasos, seis segundos de vida. Después, mi cuerpo caería rebotando de roca en roca, hasta flotar en el mar. Las olas me golpearían contra los acantilados, una y otra vez, con monótona insistencia, hasta que mi cadáver quedase reducido a una irreconocible masa de carne y huesos.

En aquel momento, brilló un fogonazo y se oyó un leve chasquido. El sujeto de la pistola empezó a caer muy lentamente, doblando las rodillas poco a poco, mientras su cuerpo se vencía hacia adelante.

Sonó una voz imperativa.

—¡Tiren las armas si no quieren morir en el acto!

Terriblemente sorprendidos, los otros dos sujetos no acertaron a reaccionar. Yo sí, yo eché a correr en el acto, zambulléndome en la protectora espesura del pinar, escapando de allí a toda la velocidad que me era posible. No sabía quién diablos había llegado tan oportunamente, pero sí estaba decidido a aprovechar aquella posibilidad que se me ofrecía, después de haber estado literalmente al borde de la muerte.

Sonaron voces detrás de mí.

—¡Alto!

—¡Párese, Holter!

—¡Quieto o disparamos!

—Maldición, hay que, buscarlo.

—Ve a por él, Jed. Yo me quedo aquí con éstos.

La voz era nueva para mí, aunque no el nombre recién pronunciado. De todas formas, lo que me interesaba era escapar como fuera. De pronto tropecé con un saliente y caí cuan largo soy sobre el suelo.

El golpe me atontó momentáneamente. Cuando me quise rehacer, escuché unos pasos presurosos cerca de mí. Jeb estaba buscándome como un loco.

La distancia se había reducido notablemente, como consecuencia de mi caída y consiguiente aturdimiento. Los pasos de Jeb se oían cada vez más cerca. Pude darme cuenta de que si echaba a correr de nuevo, el forajido dispararía contra mí. Era un riesgo que había que eliminar, como fuera.

Lentamente, evitando causar el menor ruido, me puse en pie, ocultándome tras el tronco de un grueso pino. Sudaba copiosamente y, al mismo tiempo, temblaba de frío. La excitación del momento causaba en mí efectos tan contrapuestos.

Los pasos de Jeb hacían crujir tenuemente la espesa alfombra de agujas de pino que cubría el suelo. Poco a poco se iba acercando a aquel lugar, husmeando como perro de presa. De vez en cuando se detenía para escuchar, sin conseguir captar ningún sonido, por supuesto.

Casi de repente apareció a dos pasos de distancia, vuelto ligeramente de costado hacia mí. Apretado como estaba contra el tronco del pino, era muy difícil verme, a menos que volviera por completo la cabeza.

Salté hacia él bruscamente. Nunca lo había hecho antes de ahora, pero el golpe me salió redondo. El filo de mi mano derecha le impacto contra su cuello, detrás de la oreja. Jeb emitió un sordo gruñido y se desplomó en seco al suelo.

Me agaché inmediatamente y le desposeí de la pistola. Entonces empecé a dar un rodeo, con el fin de acercarme por detrás al lugar donde estaban los restantes forajidos.

Un minuto después, me hallaba a una docena de metros del punto donde había estado a punto de morir. Había allí cuatro hombres, dos de los cuales tenían las manos sobre la nuca, en una actitud inequívoca.

El sedán estaba mucho más cerca. Sigilosamente, di un par de pasos más y apunté cuidadosamente a las gomas traseras. ¡Pam!, ¡pam!, y los neumáticos quedaron deshinchados en el acto.

Sonaron gritos de alarma mientras yo movía las piernas a toda velocidad en dirección a la carretera. Alguien disparó alocadamente hacia mí. Me volví y le largué un par de tiros, sin efecto, por descontado. De pronto me encontré con un coche.

Era el que había traído a Jeb y sus compinches hasta aquel lugar. Tanteé el tablero y solté una maldición; faltaba la llave de contacto.

Los gritos se oían cada vez más cerca. Puesto que no podía llevarme el coche, al menos les gastaría una buena jugarreta. Dos neumáticos más fueron víctimas de mis disparos. Arrojé la pistola a gran distancia y me perdí en las tinieblas, dejando detrás de mí una estela de tiros, gritos y maldiciones de todos los calibres.

* * *

Daphne me recibió de uñas cuando llegué al punto de reunión treinta minutos después de lo acordado. Sin hacer demasiado caso de su gesto hosco, me senté en el taburete y encargué café y buñuelos.

—Siento haberme dormido —dije al cabo—, pero la culpa no es del todo mía. Cuando me acosté eran cerca de las tres de la madrugada.

—¿Qué ha estado haciendo durante todo ese tiempo? ¿Distraerse? —preguntó con airada mordacidad.

—No. Dando un paseo. Obligado, claro está. A la ida me llevaron entre dos pistolas. El regreso lo hice solo y a pie; no hubo un maldito automovilista que parase cuando le hice la señal de auto-stop.

—¿Qué dice, Lee? —exclamó la muchacha—. ¿Significa eso… que unos forajidos le dieron… un paseo?

—Exactamente. —El camarero puso delante de mí una cafetera; una taza, el azucarero y una fuente con buñuelos—. No tengo la menor idea de quiénes eran; jamás los había visto antes de ahora. Lo único que conseguí averiguar fue que sabía demasiado, según ellos. Respuesta clásica, ¿no cree?

Daphne apretó los labios.

—No, no oreo —contestó—. Opino, lisa y llanamente, que es usted un solemne embustero. Estoy tentada de retirarle mi protección y dejar que el sargento Pinnell se las entienda con usted.

Moví la mano, señalando hacia la cabina telefónica que había en un rincón del establecimiento.

—Vaya allí —contesté—. El importe de la llamada, por mi cuenta. Que me crea o no, dada la actitud que ha tomado hacia mí,, me da lo mismo. Y si quiere despedirme, también. De todas formas, todo se reduce a pasar unos días de incomodidad en los calabozos de Jefatura. Al final y como se dice en las novelas, resplandecerá la verdad y yo saldré libre y absuelto. Ahora, si no tiene inconveniente, terminaré mi desayuno; estoy hambriento.

Mis palabras tuvieron la virtud de ablandar a la muchacha.

—Está bien —dijo—. Cuénteme lo sucedido, Lee. Me puse un poco nerviosa al ver que se retrasaba, eso es todo. Le ruego me dispense.

—De acuerdo. —Y entre trago y trago de café, alternado con feroces embestidas a los buñuelos, le relaté todo lo que me había sucedido la noche anterior. Al terminar, ella se quedó muy pensativa.

—Lee —dijo unos momentos después—, ¿sabe lo que se me está ocurriendo?

—Sí, que es el maldito fichero de Ann Watsum el culpable de todo lo que pasa.

—Justamente. Pero lo que no entiendo —añadió Daphne—, es por qué la señora Ainslee tiene tanto interés en ese montón de fichas.

Me limpié la grasa de los dedos con una servilleta de papel, tomé la última taza de café, aboné el importe y dije:

—¿Por qué no se lo preguntamos a la interesada?