CAPÍTULO VII

La Avenida Serra serpenteaba siguiendo más o menos la dirección Norte Sur, a media altura de unas colinas, prolongación de las de Beverly. La avenida estaba flanqueada a derecha e izquierda por una seria incesante de bungalows de todos los estilos, rodeados de una frondosa selva de árboles muy variados: cipreses, pinos, palmeras, rododendros, juníperos, tamarindos, en fin la vegetación que crece en un lugar casi tropical como es la costa del Pacífico. Daphne guiaba el coche y lo detuvo frente al número 2056, una pretenciosa villa, que evidenciaba el pésimo gusto del arquitecto que no supo imitar satisfactoriamente el estilo renacimiento italiano. Se habían gastado mucho dinero en la construcción del edificio, pero lo habían sabido aprovecharlo.

Daphne detuvo el coche al lado de la puerta enverjado, que funcionaba por un sistema idéntico al de la de Glenda Dahoe. Alguien la abrió desde dentro cuando anunciamos nuestro deseo de entrevistarnos con la dueña de la mansión.

Recorrimos a pie un sendero enarenado de cincuenta o sesenta pasos. Al pie de la escalinata del edificio nos recibió un sujeto con cara de vinagre, de unos cuarenta y tantos años de edad, bien vestido y con un bulto harto sospechoso en el lado izquierdo de su chaqueta.

—Soy Ostrom, secretario de la señora Ainslee —manifestó secamente—. ¿Qué es lo que desean ustedes?

—Me llamo Daphne Ossobaw y éste es el señor Holter, mi socio —dijo la muchacha con todo desparpajo—. Representamos a una agencia de informes y deseamos obtener algunos de la señora Ainslee… no de su secretario —añadió Daphne con toda intención.

—La señora Ainslee me ha encargado les reciba a ustedes. Ella se encuentra indispuesta en estos momentos y no puede atenderles —expresó Ostrom.

—Muy bien —replicó Daphne sin inmutarse—. Supongo que usted se encargará también de atender al sargento Pinnell, de la Brigada de Homicidios, cuando venga a verle más tarde, ¿no es así? Gracias por su recepción y adiós, señor Ostrom.

Daphne inició la acción de dar media vuelta, pero no la concluyó. El sujeto extendió la mano.

—¡Esperen un momento! —dijo—. Quizá podamos entendernos…

—Con usted, no —replicó la muchacha fríamente—. Con la señora Ainslee. Me imagino qué clase de indisposición sufre, así que propínele usted un par de aspirinas; verá qué pronto se repone.

Ostrom nos dirigió una mirada, furiosa.

—De acuerdo. Pasen.

Subió las escaleras, precediéndonos hasta un gran salón, amueblado no muy de acuerdo con el aspecto exterior de la casa. Al menos, el interior estaba decorado con mucha más discreción y buen gusto.

—Esperen unos momentos —dijo el sujeto. Y se marchó, dejándonos solos.

Me acerqué a la chica.

—Daphne…

—Señorita Ossobaw —cortó ella fríamente—. Recuérdelo, en todo momento, Holter.

—Está bien —dije furioso—. Señorita Ossobaw, como quiera. Éste es uno de los sujetos que llegaron en el momento más oportuno para mí en la noche pasada.

Daphne respingó.

—¡Cómo! ¿Está seguro?

—Positivamente. Lo reconocería por la vos un millón de veces. Éste era el que daba las órdenes a Nat y a Jeb.

—Seguramente —dijo ella con aire reflexivo—, debieron espiarle a usted todo el rato y le siguieron al ver que se lo llevaban los otros forajidos. Pero ¿por qué, Lee?

—Algo muy sencillo, señorita Ossobaw: hay dos bandos que luchan por apoderarse del fichero de la señora Watsum.

Daphne abrió mucho los ojos.

—Claro, ¿cómo no se me había ocurrido a mí antes? Pero, oiga, Lee, sí es cierto lo que eso significa, entonces es que las dos pandillas creen que es usted el que guarda el fichero.

—Diablos —mascullé a media voz—, ésa es una posibilidad que no se me había ocurrido. Ahora bien, al cada uno de esos dos bandos piensa que yo soy el actual propietario del fichero y yo no lo tengo, es que hay un tercer bando en danza. ¿No le parece a usted, señorita Ossobaw?

—Casi seguro, Holter. Y ahora tendríamos que saber quién es el cabecilla de la tercera fuerza.

Chasqueó los dedos repentinamente.

—¡Ya lo tengo! —exclamé.

Daphne me miró interesadamente.

—¿Sí?

—Encontré un número de teléfono en la habitación de Ann Watsum. Usted, que tan buena amistad tiene con el sargento Pinnell, podría averiguar el nombre del propietario de ese teléfono. Es el EN-3 − 6G2.

Una chispa de malicia brilló en los ojos de la joven.

—No hace falta recurrir a los servicios del bueno de Pin para conocer al dueño del teléfono.

—¿De veras?

—Sí. Es el mío.

La miré oblicuamente.

—Debí haberlo supuesto mucho antes —rezongué—. Glenda Dahoe la llamó a usted para requerir sus servicios. Recomendada por la Watsum, claro está. Los dos números, el de Ann y el suyo, son casi correlativos porque están en el mismo edificio y, casi seguramente, en líneas paralelas.

—Así debe ser —observó ella complacidamente. Y en aquel momento, la dueña de la casa hizo su aparición.

Era una mujer alta, majestuosa, de pechos voluminosos y amplias caderas, no exenta de gracia, que aún hubiera podido ser mayor si su mirada hubiese poseído algo menos de dureza. Sus ojos eran claros, diamantinos, y el gesto de su boca, en perpetuo énfasis, indicaba que era mujer muy poco dada a contrariedades. Así se explicaba que a los cuarenta y pocos años, que es la edad que le calculé, hubiese enviudado tres veces ya. Pero por lo visto, la soledad no le agradaba mucho, ya que estaba a punto de reincidir con el tal Fran Mendoza de que nos había hablado el sargento Pinnell.

La señora Ainslee se detuvo a pocos pasos de nosotros. No se sentó, lo cual quería decir que la visita, aparte de que no le agradaba, debía ser breve.

—Ustedes dirán —habló secamente, sin previo saludo.

—Supongo que su secretario ya le habrá enterado de quiénes somos, señora Ainslee —dijo Daphne.

—Sí. ¿Qué más?

—Usted tiene un secretario, yo tengo un socio —dijo la chica con desenfado—. Ayer, dos hombres enviados por usted, le golpearon. Simplemente, hemos venido a escuchar las explicaciones que tiene usted que darnos sobre el particular.

—No tengo que dar explicaciones a nadie de mi conducta. Ahora, cuando salgan de aquí, el señor Ostrom les entregará quinientos dólares como indemnización por los golpes que sufrió equivocadamente el señor Holter. Eso es todo. Buenos días.

—¡No, aguarde! —dije yo, interviniendo por primera vez.

La mujer me miró fríamente.

—Sea breve —dijo en tono perentorio. Hablaba lo menos posible; resultaba evidente que no quería cometer errores verbales que más adelante pudieran perjudicarla.

—Sus dos… empleados, llamémosles de ese modo —manifesté—, me golpearon, basándose en la suposición de que yo era el secretario de la señora Watsum, cuando en realidad se trataba de una simple visita a la aludida. ¿Por qué habían de golpear a un secretario inexistente? Mire, señora Ainslee —añadí—, no nos gustaría tener que recurrir a procedimientos extremos, pero hay cosas que no se pueden arreglar solamente con dar quinientos dólares para tapar un par de golpes. Por favor… —Esperé.

Ella se mordió los labios. Su vasto pecho se movió agitadamente arriba y abajo.

—Está bien —concedió de mala gana—. Ann Watsum era una perra. Quiso hacerme chantaje, pero me negué a pagar un solo centavo. Es cierto que ese chantaje se basa en un pasaje poco edificante de mi vida, pero no edificante no significa delictivo necesariamente. Por lo tanto, como no temo a la policía y en cuanto a la publicidad me importa un rábano, la envié al demonio. Ella insistió y entonces fue cuando envié a dos de mis empleados a pararle los pies. Nat y Jeb creyeron tener suficiente con haber golpeado a usted, entendiendo que era el secretario de la Watsum. Eso es todo —terminó secamente.

—No le importa la publicidad —dije en tono reflexivo—. Pero, si nuestros informes son correctos, —usted es la accionista mayoritaria de la Bórax Chemical. ¿No cree que una publicidad desfavorable podría influir en su negocio?

La señora Ainslee sonrió despreciativamente.

—Mi negocio no es el de una marca de bebidas carbónicas o una cadena de hoteles. El Bórax y el talco son dos cosas que se venden, aunque su dueño sea el peor forajido del mundo, cosa que no sucede en mi caso, evidentemente.

—Visto desde ese ángulo, tiene usted razón, señora Ainslee. —Miré a Daphne—. ¿Tiene usted algo que preguntar?

Ella meditó unos instantes y acabó moviendo la cabeza.

—No, a menos que la señera Ainslee quiera decirnos cuántas veces la amenazó Ann Watsum.

—Dos y ambas por teléfono. A la segunda, me harté y envié a Nat y a Jeb para darle una buena lección y decirle que me dejase en paz definitivamente.

—La señora Watsum poseía un fichero muy particular —dije—. ¿Figuraba usted en él?

La mujer sacó el pecho.

—Me niego a contestar a la pregunta —barbotó.

—Lo cual significa que si —dije, tan fresco—. Bueno, eso no tiene la menor importancia. De todas formas, ya hemos averiguado lo que deseábamos —saber. Gracias por su cooperación, señora Ainslee.

—Espero no volver a verles más por mi casa —dijo hostilmente.

—Nosotros albergamos la misma esperanza, señoril —manifesté, con toda tranquilidad. Y en el momento en que nos disponíamos a retirarnos, entró un hombre con cierta violencia.

Era alto y guapo, de pelo negro y ojos muy brillantes, de unos treinta y tres o treinta y cuatro años de edad, un sujeto indiscutiblemente atractivo para las mujeres. Después de verle y oírle, comprendí que la dueña de la casa quisiera abandonar nuevamente el para ella nada agradable estado de viudez.

—¡Querida! —exclamó aparatosamente el recién llegado. La abrazó, la estrujó contra su pecho y la besó en la mejilla, acciones que ella acogió con impávida frialdad—. Ostrom me ha dicho que una pareja de detectives habían venido a molestarte.

—A molestarla, no —aclaré—; solamente a hacerle algunas preguntas para una información que estamos realizando.

—Conozco el asunto —dijo el sujeto en tono seco—. Ninguno estamos libres de pecado y lo que haya podido hacer antes la señora Ainslee me tiene sin cuidado. La quiero y ella me quiere, y eso es lo que nos importa a ambos. ¿Está claro?

—Clarísimo, señor Mendoza —respondí sin amilanarme—. Porque, supongo, usted debe ser el señor Mendoza, prometido de la señora Ainslee.

—Exactamente. Y ahora…

El sujeto nos indicó la puerta con clara expresión de desafío. Yo tomé el brazo de Daphne y me la llevé.

Ostrom nos miró partir en silencio, sin ninguna simpatía. Hicimos caso omiso de su gesto poco acogedor y después de atravesar el jardín, salimos a la avenida.

Esta vez tomé yo el volante. Redé lentamente, en dirección descendente, hacia la ciudad. A mi lado, Daphne permanecía también silenciosa.

De pronto, una especie de luz iluminó mi cerebro.

—¿Señorita Ossobaw?

—Sí, Holter.

—Escuche —dije—, aquí el intríngulis de todo reside en el fichero de la Watsum.

—Exactamente.

—Antes hemos llegado a la deducción de que hay tres bandos en lucha por la posesión del cajoncito con las fichas.

—Si, cierto.

—Está fuera de toda duda que la señora Ainslee envió a sus dos gorilas a intimidar a la Watsum. Al decirles yo que ella no estaba, me sacudieron a mí, en sustitución.

—Sí, desde luego.

—Ella misma lo ha reconocido, incluyendo el detalle de que los dos gorilas me creyeron secretario de Ann Watsum. Ahora bien —pregunté—, ¿quién es ese secretario? ¿Dónde está? ¿Dónde se esconde?

Daphne me miró con ojos brillantes por la excitación.

—¡Es verdad! Lee, ¿cómo no hemos caído antes en un detalle tan importante? Si la Ainslee reconoce que Ann Watsum tenía un secretario, es que tal secretario existe.

—Y —dije—, por lo tanto, lo único que debemos hacer ahora es buscarlo. ¿Por dónde empezamos, Daphne…, perdón, señorita Ossobaw?

Ella suavizó el gesto.

—Está bien. Daphne queda mejor, Lee —sonrió, Después de unos momentos de reflexión, añadió—: Quizá el conserje de mi edificio pueda decirnos algo, ¿no le parece?

—Excelente idea —aprobé—. Vamos para allá.

En el mismo instante, un coche tocó la bocina estridentemente detrás de nosotros. Me aparté a un lado para dejarlo pasar.

El automóvil nos adelantó a cincuenta millas a la hora. Ostrom iba al volante. Parecía muy preocupado; tanto, que ni siquiera reparó en nosotros.

Daphne tuvo de repente una inspiración.

—Sígalo, Lee.