CAPÍTULO V

 

Los ojos de la mujer que atendía desganadamente a la clientela de la barra del local destellaron de súbito al reconocer a uno de los clientes acabado de llegar. Inmediatamente eligió la mejor botella y puso una jarra sobre el mostrador. Luego se abrió dos botones de una blusa muy bien llena por unos pechos redondos y amplios.

—Que el diablo me lleve si hubiera esperado verte aquí, en este tugurio, Budd Baxter —dijo Tillie Dovan—. ¿Qué tripa se te ha roto?

—Tú eres la tripa rota —contestó Baxter, sonriendo—. Tillie, te encuentro más buena que nunca. ¿Cuánto tiempo hace que no te acuestas con un hombre de verdad?

Tillie hizo un gesto con la mano.

—Ya he olvidado lo que es tener un tío encima —contestó—. Pero tú puedes ayudarme a recordar...

—Con una condición, Tillie.

—¿De qué se trata?

—Busco a un tipo... —Baxter le hizo la descripción del falso sargento de policía y añadió—: Quiero hablar a solas con él, Tillie.

—No le conozco —respondió la mujer—. Si lo supiera, te lo diría inmediatamente. Pero conozco a alguien que puede que conozca a ese Caracortada.

—Dime su nombre, Tillie, por favor.

—Rosie la Pulpo.

—¿La Pulpo? —se asombró Baxter.

—Sí. La llaman así porque cuando tiene a un hombre encima, sus brazos y sus piernas lo abrazan... Bueno, ¿es que te gusta recrearte en la descripción de ciertas escenas?

—En todo caso, me gusta practicarlas —sonrió Baxter—. ¿Dónde puedo encontrar a Rosie?

—Es mi competidora, siete manzanas más abajo, en la misma acera. Su antro se llama La Casita, así, en español. Pero es una pocilga. Rosie admite a cualquier tipo que entre. Yo, no. Hay fulanos que no me gustan como clientes.

—Pueden resistirse a que les eches.

Tillie lanzó una estentórea carcajada. Retrocedió un paso y se subió la falda hasta las caderas. En la media negra, sujeta con una tira elástica, llevaba una pistolita calibre 25.

—Aquí conocen todos mi genio —dijo—. Cuando le enseño la pistola a un tipo, este sale de estampida en el acto. Claro que —añadió, después de soltarse la falda—, a ti te enseñaría algo mucho más atractivo.

—Otro día, te lo prometo muy sinceramente, vendré a la hora del cierre y me quedaré toda la noche contigo. Así sabrás cómo es un hombre de verdad.

Tillie suspiró hondamente. De pronto, se oyó un estallido y el seno izquierdo descendió un poco. Ella se echó a reír.

—¡Llevo el sostén demasiado ajustado! —exclamó.

Baxter tomó una de sus manos y la palmeó suavemente.

—Veo que te marcha bien el negocio —dijo.

—Sí, el otro asunto no iba bien. Una vez lo intenté, colgándome desnuda y cabeza abajó, pero ni aun así acudían los clientes, de modo que vendí el material y los terrenos; suerte que aquel maldito estúpido de Charlie lo tenía todo en regla y no tuve dificultades en la operación. Busqué un local, lo encontré... y aquí me tienes.

—Aquí me tendrás muy pronto, gracias —se despidió Baxter.

 

* * *

 

Posiblemente, pensó un cuarto de hora más tarde, a Rosie la Pulpo le gustaban los hombres pequeños, precisamente por contraste con su voluminosa figura. Baxter lo presintió, al ver la voraz mirada que le dirigía la dueña de La Casita. Rosie era una mujer enorme, con pechos como sandías y grupa de caballo percherón, muy atractiva para cierta clase de tipos, sobre todo, se dijo, si se sentían hambrientos sexualmente.

Y Baxter, que era más bien de estatura corriente, ya que le faltaban un par de centímetros para llegar al metro ochenta y ofrecía un aspecto vulgar, cosa que él procuraba acentuar cuando era preciso, parecía de la clase de hombres a la que Rosie debía de ser tan aficionada. Sí, debía de ser como un pulpo en los momentos culminantes, se dijo, mientras ponía cinco billetes de diez dólares sobre el mostrador.

Rosie lo miró, intrigada.

—Cuando me gusta un hombre, no cobro —dijo—. Claro que tampoco admito a los que vienen para sacarme los cuartos. Tú ya me entiendes, ¿no?

—Rosie, no he venido aquí buscando una aventura amorosa, aunque no me disgustaría —contestó Baxter—. Pero llevo una temporada que no reacciono a las mujeres.

—No me digas. ¿Te has pasado al otro bando?

—¡Oh, no! Mi esposa... Me tiene muy disgustado...

—Te pone los cuernos, vamos.

—Sí. Bueno, uno es hombre tolerante y comprende ciertas cosas, Rosie... Yo mismo, en ocasiones, también he... Pero es muy distinto tener una aventurilla a mantener una relación constante, sobre todo cuando, además, el otro se sufraga sus gastos con mi dinero.

—Además de cornudo, apaleado —comentó cruelmente Rosie—. Pero no entiendo bien qué tiene que ver todo esto con los cincuenta pavos...

—Tú conoces a algún tipo que pueda ayudarme...

—Muchacho, no te preguntaré tu nombre ni me importa, pero no vengas a mí en busca de un asesino profesional. Luego todo son líos, ¿comprendes?

—¡Rosie! ¿Pero qué piensas de mí? Yo quiero muchísimo a mí mujer y estoy dispuesto a perdonarla... pero lo que busco es a un tipo que le meta el miedo en el cuerpo al fulano... Vamos, una buena paliza y la advertencia de que no se acerque más a ella... Yo no soy fuerte y él es tremendamente robusto, va al gimnasio todos los días...

La Pulpo hizo una mueca.

—A veces, esos tipos resultan muy blandengues a la hora de sostener una pelea de verdad —dijo, despectivamente. Se metió el meñique en la nariz, hurgó un poco, se limpió luego bajo el sobaco, se metió la mano en su vasto escote y se rascó el seno izquierdo y, al fin, añadió—: Quizá Lextor Dwaine podría servir... pero es algo carillo.

—Gano un buen dinero —manifestó Baxter—. Tengo un negocio excelente y no me importaría desprenderme de un par de miles.

Rosie entornó los ojos.

—Pues... muchacho, pareces un tipo sin trabajo...

—¡Rosie! ¿Iba a venir aquí y no te ofendas, como si fuese a asistir a una función de gala en el Metropolitan? Pero a veces, en mi trabajo, aún voy peor vestido todavía, porque no me importa meterme debajo de un camión pesado para repararlo, ¿comprendes?

Ella movió la cabeza varias veces.

—Sí, resulta lógico. Bien, creo que Lextor Dwaine... Todos le llaman Lextie, ¿sabes? Por dos mil machacantes te haría una buena faena. Si quieres que se lo diga yo...

—¡Oh! No me gustaría comprometerte. Dime dónde vive, será suficiente.

—De acuerdo, muchacho.

Cuando Baxter se hubo marchado, Rosie, después de embolsarse los cincuenta dólares, despachó de un trago el whisky que su cliente no había tocado siquiera. Luego, despreciativamente, comentó:

—La verdad, hay hombres que se merecen todos los cuernos de una manada de bisontes.

El ruido de la llave sonó en la cerradura y la puerta se abrió a los pocos segundos. Una mano tocó el interruptor y las tinieblas se disiparon en el acto. Luego, Lextor Dwaine arrojó a un lado el sombrero que llevaba puesto, pero, inesperadamente, lo vio volar de nuevo en sentido contrario.

Volvió la cabeza. La cicatriz del lado izquierdo de su mentón se puso blanca, por contraste con el enrojecimiento de su cara.

—Usted —dijo.

—¡Hola, sargento Dwaine! —exclamó Baxter, alegremente.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —rugió el hampón.

—Por la guía de teléfonos, claro.

—El mío no consta...

—Bueno, entonces, me lo dijo un pajarito. Pero eso no tiene ahora mucha importancia, Lextie. Lo que sí importa es escuchar el nombre de la persona que le ordenó visitar a la señora Farnhaddan y le sugirió, luego, la idea de convertirse en sargento de policía. ¿Puede darme el nombre?

—No —contestó Dwaine, hoscamente.

—Me lo figuraba —dijo Baxter—. ¿Qué han hecho del cadáver de Fetherman?

—¡Ah, entonces estuvo en el Phoenix...!

—Es usted idiota, Lextie. Demasiado sabe que sí. ¿O no se lo contaron los dos hampones que aguardaban en el callejón?

—Están hechos polvo —gruñó Dwaine.

—Pero siguen vivos, cosa que no puede decir Fetherman. Incidentalmente, ¿quién lo mató?

—No fui yo, es todo lo que puedo decirle.

—Entonces, desconoce la identidad del asesino.

—Exactamente.

—Y no me dirá quién le ha pagado por desempeñar la comedia de los policías detrás de una asesina.

—Ya me ha oído antes. Oiga, ¿dónde escondió a la artista?

—Trato por trato. Usted me dice quién le paga y yo le digo dónde está la señora Fetherman.

Dwaine vaciló un instante. Al fin, respondió:

—No, no acepto el trato. Tarde o temprano la atraparemos.

—Y yo también encontraré al hombre para el cual trabaja, Lextie.

—¿De veras? —preguntó Dwaine, burlón.

—Se lo aseguro.

Hubo un instante de silencio. Súbitamente metió la mano derecha en el interior de la chaqueta.

La mano de Baxter fue aún más veloz y su filo golpeó el antebrazo de Dwaine cuando éste todavía no había completado su acción. Dwaine resopló y dio un paso atrás. Baxter alzó el pie izquierdo y le golpeó la rodilla.

El dolor hizo que Dwaine se olvidase de todo lo demás. Ni siquiera se acordaba del arma que llevaba oculta. Baxter cayó sobre él, se apoderó de su brazo derecho y lo hizo girar en redondo, retorciéndoselo a la espalda, a la vez que, con la mano izquierda, empujaba al sujeto contra la pared.

Dwaine aulló cuando su nariz resultó aplastada a consecuencia del impacto. Baxter aflojó un poco, para volver a la carga en el acto. En el segundo impacto, saltaron manchas de sangre contra el papel pintado.

—Puedo seguir así toda la noche —dijo fríamente—. Y, si esto no es bastante, te romperé el brazo.

La resistencia de Dwaine se desmoronó al tercer golpe.

—Basta —jadeó—. Fue... Kaspar...

—¿Quién es ese tipo?

—No lo sé... Vino a buscarme y me propuso un trato... Yo acepté, eso es todo.

—¿Por cuánto, Lextie?

—Mil quinientos...

Baxter contuvo una sonrisa.

—No es muy generoso que digamos el tal Kaspar —comentó despectivamente—. ¿Cuál es el nombre completo?

—No lo dijo. Sólo dijo que se llamaba Kaspar. Y yo no le pregunté más.

—Claro, no te interesaba. ¿Fue Kaspar quien te dijo que siguieras a la señora Farnhaddan?

—Si...

—También te ordenó hacerle la proposición sobre los doscientos mil dólares o el ataúd de cemento. Y, sin duda, te sugirió la idea de hacerte pasar por sargento de policía.

—Sí. Añadió que él pagaría los gastos de alquiler de los uniformes...

—Sí, claro, es un tipo muy considerado. ¿Cómo te ves con él?

—La primera vez, me encontró en La Casita... Luego me llama por teléfono.

—Lo cual significa que tú no sabes el suyo.

—No.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es de su estatura, más o menos, pelo muy negro, cejas muy espesas, cetrino de cara...

—¿Le has visto las manos...?

—Sí. Las tiene muy bien cuidadas. En la izquierda lleva un anillo de platino con varios rubíes.

—Es suficiente. Vuélvete.

Baxter soltó al matón, quien inició el giro inmediatamente. Dwaine tenía la cara llena de sangre que había brotado de su nariz, la cual había empapado la pechera de su camisa. Antes de que supiera lo que iba a pasar, el puño derecho de Baxter había chocado secamente contra el vértice de su mentón.

Baxter se chupó pensativamente los nudillos, mientras contemplaba al sujeto que yacía sin sentido en el suelo. De pronto, se le ocurrió una idea y se inclinó sobre él, apoderándose de su revólver de cañón corto y calibre 38.

Un cuarto de hora más tarde, Dwaine abrió los ojos. Baxter dejaba el revólver, en aquel momento, sobre una mesa. Junto al arma, se veían los seis cartuchos.

—Le mataré, juro que le mataré... —babeó Dwaine.

—¿Gratuitamente? —se burló Baxter, mientras se dirigía hacia la puerta.

Dwaine estaba demasiado abatido para intentar perseguirle. Tardó todavía algunos minutos en poder levantarse. Cuando lo consiguió, recargó el revólver y lo volvió a dejar sobre la mesa. Luego, penosamente, se encaminó al cuarto de baño, a fin de borrar en lo posible las huellas de la humillante derrota que acababa de sufrir.

Mientras tanto, Baxter regresaba a su casa, profundamente concentrado en un enigma que le parecía casi insoluble. Una de las cosas que más llamaba su atención era el procedimiento que había empleado míster Kyle para huir de su propia casa.

—No le saldrían alas, de repente —gruñó.

Pero aún más intrigante que la propia huida eran sus motivos.

¿Por qué un hombre de cuarenta y cuatro años, apuesto, con una salud a prueba de bombas y una fortuna, había tenido que abandonarlo todo, desapareciendo de forma tan absoluta que parecía que jamás hubiera existido?

Parte de la solución, se dijo finalmente, quizá estaba en la entrevista que al día siguiente debía sostener con el abogado Sangster.

 

 

CAPÍTULO VI

 

Marvin R. Sangster era un hombre al que Baxter se imaginó mejor viviendo a finales del siglo que no en el actual. Sangster conservaba todavía su pelo, que ahora era blanco y de hebras muy finas, como de seda. A finales del siglo pasado, pensó, Sangster había llevado además unas espesas y blanquísimas patillas, cuello alto almidonado y gran corbata negra, con un alfiler adornado con una perla del tamaño de la uña del pulgar, más el aditamento de unos lentes de pinza, con cinta negra al ojal de la solapa de la levita que habría debido completar el atuendo. Los tiempos, sin embargo, no habían cambiado en vano y Sangster vestía de forma muy moderna, aunque apropiada a su edad.

—¿Qué interés tiene usted en mi cliente? —preguntó Sangster, después de que el visitante hubo expuesto los motivos que le habían llevado hasta su despacho.

—Alguien me ha encomendado hacer averiguaciones sobre el particular —respondió Baxter.

—¿Es usted detective privado?

—No. Simplemente, esa persona me encargó investigar, cosa que hago con mucho gusto. No obstante, le diré que soy abogado y que estoy inscrito en la Asociación de Abogados de Nueva York, cosa que puede comprobar usted sin la menor dificultad.

Los ojos de Sangster contemplaron críticamente la tarjeta de visita de su interlocutor.

—Lo comprobaré, descuide —respondió—. Sin embargo, usted, como abogado que dice ser, deberá tener en cuenta la regla del secreto profesional.

—Lo sé. De todas formas, creo que hay cosas a las cuales podrá contestarme sin traicionar la confianza de míster Kyle depositó en usted.

—¿Por ejemplo?

—¿Otorgó testamento?

—Si.

—Usted, sin duda, lo redactó...

—Pero no le diré sus cláusulas...

—¡Oh, ya me lo imagino! —sonrió Baxter—. ¿Está bien guardado ese testamento?

El abogado se sobresaltó.

—Tengo una caja fuerte...

Estaba en uno de los ángulos del despacho y Baxter la contempló durante unos instantes.

—Es una lata de sardinas —dijo al cabo.

—No es tan fácil de abrir como parece —se picó Sangster.

—Yo no fiaría a esa caja ni un sello de dos centavos. Pero la responsabilidad, en todo caso, es suya —dijo Baxter fríamente—. Ahora, por favor, contésteme, ¿cree en la muerte de míster Kyle?

—No.

—Luego está vivo.

—Eso supongo, aunque ignoro el lugar de su residencia. En siete años, no se ha comunicado conmigo ni una sola vez. Nadie ha vuelto a verle desde el día en que desapareció.

—¿Por qué motivos? ¿Le había visto usted recientemente? Y si fue así, ¿observó en él síntomas de inquietud, nerviosismo o un estado de excitación que permitiera suponer cierta alteración de su mente?

—No, rotundamente, no. Le vi dos días antes de su desaparición y estaba perfectamente normal, preocupado un poco por sus negocios, como sucede a todo personaje importante, pero, por lo demás, alegre, jovial y ansioso de vivir lo mejor posible. Francamente, no acabo de comprender por qué tuvo que desaparecer.

—Con tal de que esa desaparición no resulte definitiva... Señor Sangster, dentro de unas semanas se instará declaración oficial de muerte de míster Kyle. ¿Qué sucederá, entonces?

—Cuando el juez la haya decretado, se procederá a la apertura del testamento y a la ejecución de la última voluntad de míster Kyle — contestó el abogado, en tono profesional.

—Supongamos que no existe ese testamento. ¿Qué pasaría entonces?

—Bien, habría que buscar a los herederos de míster Kyle... Pero no tenía ninguno, que yo sepa. El gobierno federal, por supuesto, se llevaría una enorme suma en impuestos, aunque las empresas pasarían a poder de los dos socios, dado que así quedó estipulado en los contratos.

—¡Ah! Tenía dos socios...

—Sí, minoritarios; en realidad, ejecutivos de la organización, pero con cierta cantidad de acciones que les permitía una pequeña libertad de decisión en los negocios. Claro que cuando se trataba de un caso importante, era Kyle quien decidía. Pero los contratos están redactados taxativamente... yo mismo me ocupé de ello en su día —declaró Sangster, no sin cierto orgullo.

—Comprendo. ¿Puede decirme el nombre de los socios?

—¡Oh, no hay inconveniente...! Jonathan P. McDerry y Neale Owsling.

Baxter anotó los nombres y sus direcciones. Luego continuó:

—¿Qué sucedería si apareciera una hija de míster Kyle?

Sangster se echó a reír.

—Conozco el caso. Kyle era soltero y no me diga que los solteros pueden tener hijos, pero el caso es que Kyle no tenía ninguna hija. Por lo tanto, quienquiera que se presente con esas pretensiones, debe ser considerada como una impostora —respondió el abogado, tajantemente.

—Está bien. —Baxter se puso en pie—. Gracias por haberme recibido. Disculpe las molestias...

Sangster alzó una mano.

—¡Oh, ha sido un placer! —contestó, magnánimo.

Baxter se dirigió hacia la salida. Tenía que buscar a Kaspar, pero no sabía cómo encontrarlo. Volver a La Casita no era cosa que le agradase, por la dueña, pero empezó a pensar que no tendría más remedio que enfrentarse con la Pulpo.

Cuando llegó a su casa, sonaba el teléfono. Koye se lo entregó.

—Para usted, señor...

—Baxter —dijo el joven.

—Soy Sangster... ¡Oh! Ha ocurrido algo terrible...

Baxter apreció una nota de angustia en la voz del abogado.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—El testamento de míster Kyle... Ha desaparecido... ¡Oh, Dios mío, no sé cómo ha podido suceder...! ¡Nunca me había pasado nada semejante!

«Porque nunca nadie, antes de ahora, sintió la necesidad de abrir esa lata de sardinas a la que llamas caja fuerte», pensó Baxter con dureza.

—Le aconsejo que llame a la policía, abogado —se despidió fríamente.

Angie apareció en aquel momento.

—¿Qué sucede, Budd? —inquirió.

—Si usted es la hija de míster Kyle y no puede demostrarlo, y el testamento la mencionaba, ahora ya ni ese recurso nos queda para que usted reciba lo que le pertenece por herencia, cuando el juez decrete el estado de muerte legal de su padre — contestó Baxter.

Luego se acercó el teléfono y marcó el número de Eleanor Farnhaddan.

—Quiero preguntarle si resultaría posible visitar la propiedad de míster Kyle —dijo, después de las primeras fórmulas de cortesía.

—Pues... supongo que sí. El jardinero continúa en su puesto... Quedó un fondo para pagar su sueldo y los gastos de conservación, fondo que administra un Banco... ¿Por qué lo pregunta?

—¿Querría acompañarme mañana a visitar la residencia?

—Sí, desde luego.

—Está bien. Pasaré a buscarla a las diez de la mañana. Telefonearé previamente.

—De acuerdo.

Una vez finalizado el breve diálogo, Angie se enfrentó con el joven.

—¿Hasta cuándo he de permanecer en su casa? —inquirió.

—El testamento de su padre ha desaparecido. No quiero que a usted le ocurra lo mismo.

—¿Cómo...?

—Si la hubieran encontrado junto al cadáver de su esposo, ahora estaría en la cárcel, acusada de homicidio en primer grado. Hubiera sido una bonita forma de apartarla de la circulación, pero, fallando ese plan, no me extrañaría que hubiese gente interesada en hacerle seguir el mismo camino que a Steve. Siga aquí y tenga paciencia; a fin de cuentas, esto no es una cárcel, me parece —añadió Baxter, sonriendo.

Angie suspiró.

—Me enerva la inactividad —se quejó.

—Más vale enervada que muerta —contestó Baxter, sentenciosamente.

 

* * *

—¿Todavía sigue poniéndote los cuernos? —preguntó Rosie, malévolamente.

—A veces pienso que mi mujer es un parque público. Todos pasan por ella —contestó Baxter con lúgubre acento.

—Tú no me la das a mí —dijo ella—. Ayer, tal vez sí... pero me he fijado en ti y eres más listo de lo que aparentas. Mira, tus asuntos privados no me interesan, pero detrás de este mostrador se aprende a conocer a la gente. En estos tiempos actuales no se sabe quién es el policía y quién el hampón. Antes, veías a un tipo y enseguida lo calabas: un poli de paisano. Ahora... ¡Bueno, diablos, no me importa quién seas!, allá tú, con tal de que no me comprometas demasiado. Yo no me trago lo de los cuernos de tu mujer y... En fin ¿(Qué diablos quieres?

—Eres lista, Rosie —rió Baxter. Describió a Kaspar y añadió el nombre—. ¿Lo ves por aquí?

—A veces, pero yo no le gusto. Le he tentado y él no me ha hecho caso. Pregúntale, de todos modos, a Lita Feel. Ella sí que se acuesta con Kaspar muchas veces.

—¿Quién es Lita Feel?

Rosie agitó la mana izquierda, cargada de grasa y de sortijas. Una mujer de rostro hastiado y cuerpo opulento, pero ya con tendencia a la flaccidez, se acercó a la barra.

—Lita, aquí el amigo quiere hablar con Kaspar —dijo Rosie.

Los ojos de Lita escrutaron críticamente el rostro de Baxter.

—¿Para qué? —preguntó.

—Negocios.

—No te metas en los asuntos de los hombres, estúpida —dijo Rosie—. Sácales el dinero, eso es lo que importa. ¿No es verdad, tú? —se dirigió a Baxter.

El joven asintió.

—Rosie tiene razón —convino—. ¿Qué me dices, Lita?

La mujer dudó unos segundos.

—Sé dónde vive. Me lo dijo en cierta ocasión —contestó al cabo.

Y quedó en cierta actitud expectante, que Baxter entendió sin dificultades. Cinco billetes de diez dólares cambiaron de dueño y fueron a parar al escote de Lita Feel.

Lita sonrió a continuación.

—Si quieres, tengo mi apartamento a dos manzanas. Soy muy buena —dijo.

—Sí, me lo imagino. Pero quiero hablar con Kaspar cuanto antes —respondió Baxter.

De pronto, sintió que le tocaban en el hombro. Al volverse, reconoció a Dwaine.

—Venga conmigo —dijo el sujeto, hoscamente—. Tengo que decirle algo muy importante.

Baxter observó la nariz del sujeto y sonrió ligeramente. Dwaine le volvió la espalda, rompiendo la marcha, sin preocuparse de él en apariencia. Momentos después entraban en un reservado, cuya puerta cerró el hampón con todo cuidado.

—¿Y bien? —dijo Baxter.

—Anoche prometí que le mataría en cuanto le echase el ojo encima —respondió Dwaine—. Soy hombre que siempre cumple sus promesas.

Y sacó su revólver, el cual, observó Baxter, ahora tenía silenciador acoplado al cañón.

—No quiere hacer ruido, ¿verdad?

—Usted ¿qué cree? —contestó Dwaine.

Apretó el gatillo, pero ni siquiera se oyó el click de la aguja percutora al golpear una cápsula defectuosa. Desconcertado, Dwaine repitió la operación, pero el resultado fue idéntico.

—Usted tiene algunas herramientas en su casa —dijo Baxter, amablemente—. Mientras estaba sin sentido, me entretuve en limar el percutor.

Dwaine amartilló el revólver y retuvo el percutor con el pulgar. Al darse cuenta de que Baxter no le había engañado, lanzó un grito de cólera, que se transformó de inmediato en aullido de dolor, cuando la puntera de un zapato entró en contacto con su entrepierna.

El revólver se escapó repentinamente de unos dedos sin fuerza. Con la agonía pintada en su rostro, Dwaine se inclinó hacia delante. Baxter aplicó el filo de su mano a la nuca del hampón y así dio por terminada la entrevista.

Tranquilamente, abandonó el reservado y regresó a la sala. Rosie le dirigió una mirada inquisitiva y, en parte, también, ansiosa.

—Lextie es un mal bicho —calificó.

—Le he dado un anestésico —sonrió Baxter.

—¿Tú? —se asombró la Pulpo.

—No sabe pelear —se despidió el joven, dejando a Rosie estupefacta y sin saber qué pensar de aquel hombre de aspecto tan corriente, pero que, sin embargo, había sido capaz de derrotar a un sujeto que le pasaba un palmo y veinte kilos más de peso. Se preguntó si Baxter habría utilizado una pócima milagrosa. O tal vez lo había hipnotizado...

Un cliente se acercó a la barra y Rosie le miró con ternura. Tenía unos treinta años y era de poca estatura, la clase de tipo que, precisamente, la volvían loca.

—¿Te pongo algo, Jake? —dijo, hecha pura miel.

Los ojos del sujeto devoraron con ansia el fenomenal escote de la Pulpo.

—No quiero beber, ya sabes lo que quiero —contestó.

—Espera a que cierre —dijo ella.

O.K., Rosie.

—Pero no bebas demasiado. Los hombres fracasan en la cama cuando se emborrachan.

—Yo no quiero fracasar en la cama, Rosie.

—Mejor para los dos, Jake. —Ella le guiñó un ojo—. Seguro que no vas a olvidar nunca esta noche —agregó.

 

 

 

 

CAPÍTULO VII

 

Según las indicaciones que le había facilitado Lita Feel, aquélla era la puerta correspondiente al apartamento de Kaspar. Baxter alzó la mano para tocar con los nudillos y, en el mismo momento, la puerta se abrió y una mujer salió precipitadamente.

La mujer, sorprendida, no pudo evitar el choque. Baxter trastabilló agarrándose a uno de sus brazos para no caer de espaldas al suelo. De súbito, ella, al parecer rehecha de la sorpresa, le aplicó una presa de brazo y Baxter se encontró volando por los aires, sin saber cómo había ocurrido.

La única explicación que cabía era que la desconocida también sabía practicar las Artes Marciales. No obstante, la caída no había resultado especialmente violenta y Baxter tuvo tiempo de agarrar el tobillo izquierdo de la desconocida cuando pasaba por su lado, haciéndola caer al suelo.

Ella se revolvió como una anguila. Sentada sobre el pavimento del corredor, disparó malignamente el tacón de su zapato izquierdo al ojo de Baxter, quien, a duras penas, consiguió eludir el golpe. Movió la otra mano y buscó la rodilla de la mujer, pero ella consiguió parar el golpe y devolvérselo centelleantemente en el antebrazo izquierdo, que quedó entumecido en el acto.

El pie libre de la mujer golpeó los dedos que aún mantenía su presa. Baxter aflojó la presión y ella se puso en pie de un salto, con increíble agilidad.

La mujer, que a Baxter le pareció joven y bien formada, se arrojó sobre él silenciosamente. Baxter alargó las manos, para asirla por los hombros y dejarse caer de espaldas al suelo, obligándola a voltear sobre su cabeza, pero ella pareció adivinar sus intenciones y, variando velocísimamente la línea de ataque, se elevó en el aire para, con una fulgurante tijera, a la vez que giraba sobre un costado, disparar el pie izquierdo hacia el mentón de Baxter.

El pie alcanzó parcialmente su objetivo. Baxter, aturdido, cayó al suelo. Por primera vez, se sentía derrotado en mucho tiempo. Cuando se disponía a levantarse, los filos de dos manos tocaron su cuello por ambos lados y creyó que le cortaban la cabeza.

Aunque no llegó a perder el sentido por completo, la niebla causada por el último golpe, le hizo ver las cosas completamente borrosas. Podía divisar algunos detalles, pero se sentía tan débil como un niño recién nacido.

Al cabo de un rato se encontró mejor y, penosamente, consiguió ponerse en pie. La desconocida había desaparecido.

Recordó los motivos de su estancia en la casa y abrió la puerta del apartamento de Kaspar El hombre estaba sentado en un sillón, al parecer dormitando, con la cabeza inclinada sobre el pecho.

Baxter meneó la cabeza. Ya no podría hablar con Kaspar.

El mango del estilete que asomaba por el centro de su pecho era suficiente para saber la suerte que había corrido el sujeto.

—¿Le han asesinado por su fracaso? —murmuró.

Como fuese, no le convenía seguir allí por mucho rato. Silenciosamente, cerró la puerta, limpió el pomo con un pañuelo y se encaminó en busca del ascensor.

Mientras regresaba a su casa, procuró rememorar detalles del rostro de aquella mujer, que tan hábil se había mostrado en las Artes Marciales. Con gran desaliento, hubo de reconocer que apenas si conservaba algún detalle en su memoria.

Joven, esbelta... pero no sabía cuál era el color de su pelo, ni tampoco podía recordar rasgos de su cara. Lo único que recordaba era su vestimenta: chaqueta de cuero negro, muy ajustada, y pantalones del mismo color. Sí, los zapatos eran de medio tacón... y ni siquiera conservaba en la memoria el menor recuerdo de un perfume, lo que hubiese resultado lógico en una mujer que, en apariencia, no había cumplido aún los treinta años.

El único hecho positivo, pero nada favorable, para darse al optimismo, era el asesinato de Kaspar.

¿Por qué?

La respuesta seguía siendo la misma: los millones de míster Kyle.

 

* * *

El coche se detuvo frente a la verja de hierro que cerraba el acceso a la propiedad. Un hombre salió de la casa que estaba en las inmediaciones y se acercó a la entrada.

—Esto es propiedad privada —dijo—. Lo siento, pero no se puede pasar.

—Soy yo, la señora Farnhaddan —exclamó Eleanor, a la vez que se apeaba del vehículo—. ¿Ya se ha olvidado de mí, Sam?

—¡Señora Farnhaddan! —exclamó el hombre, atónito—. Cuánto tiempo sin verla... ¿Cómo se encuentra usted, señora?

—Bien, Sam —dijo ella, sonriendo—. ¿Qué hace su mujer?

—Está bien, pero ahora se encuentra con su madre, en Poughkeepsie. Mi suegra tiene ya muchos años y... ¿Puedo servirla en algo, señora Farnhaddan?

Eleanor señaló al hombre que estaba en pie, junto al coche.

—Sam, le presento al señor Baxter, un buen amigo mío —dijo—. Budd, éste es Sam Taylor, el jardinero y cuidador de la residencia.

—¿Qué tal, señor Taylor? —saludó Baxter.

—¡Hola! —dijo el aludido.

—Sam, el señor Baxter y yo queremos visitar la casa. ¿Tiene algún inconveniente?

—¡Oh, por favor! Tratándose de usted... Pasen, tengan la bondad.

Taylor sacó del bolsillo una llave y abrió la verja.

—Entre el coche, señor Baxter —invitó.

—Gracias, Sam.

Taylor tenía también las llaves de la residencia y les acompañó hasta la entrada principal, dejándoles solos.

—Usted es de confianza, señora Farnhaddan —manifestó—. Todo está igual que aquel día...

Baxter se volvió hacia el jardinero.

—Míster Kyle no salió por la puerta que usted cuidaba entonces —dijo.

—No, rotundamente no, señor. Todas las alarmas estaban conectadas y, créame, yo comprobaba a diario su buen funcionamiento.

—Él podía tener una llave para abrir la verja...

—Quizá sí, pero aun así, habría tenido que despertarme para desconectar la alarma. Si hubiese abierto sin avisarme, se habría armado un estrépito de todos los diablos... ¡Oh, perdone la expresión, señora Farnhaddan!

—No se preocupe, Sam —sonrió Eleanor.

—Gracias, Sam. Le devolveremos las llaves cuando hayamos terminado.

—Bien, señor.

Baxter y la antigua ama de llaves entraron en la casa, que permanecía silenciosa y oscura. Muchos de los muebles estaban protegidos por fundas de tela. Baxter, que no había ido para admirar la riqueza de la decoración, pidió ser conducido inmediatamente al gabinete de trabajo del desaparecido.

Durante unos minutos permaneció silencioso, concentrado en estudiar las características de la estancia. Había, además, un pequeño lavabo privado, pero el único orificio de ventilación, hábilmente disimulado en el exterior era tan pequeño, que difícilmente habría podido pasar por allí un chiquillo de pocos años.

—Míster Kyle no salió de su despacho por la puerta —dijo Eleanor de repente.

—¿Cómo puede asegurarlo?

El rostro de Eleanor aparecía ligeramente enrojecido y su todavía muy atractivo pecho subía y bajaba con rapidez desacostumbrada.

—El final de la escalera que conduce a este gabinete, queda exactamente frente a mí dormitorio —contestó—. Yo había dejado la puerta entreabierta y estaba sentada en una butaca, de modo que podía ver perfectamente la escalera. No hubiera podido bajar del torreón sin que yo le hubiera visto —concluyó rotundamente.

—Pudo haberse quedado traspuesta unos minutos...

—No. Él se encerró en el gabinete a las nueve. A las diez y media fue cuando se recibió la llamada de Angie. Míster Kyle solía dejar su gabinete entre las diez y media y las once.

—Y usted le esperaba...

—Algunas veces le esperaba en vano, pero siempre se asomaba para desearme buenas noches. Si hubiese bajado por la escalera, insisto, le habría visto, porque cuando no venía a mí dormitorio, yo permanecía despierta hasta las once y media de la noche, oyendo música o leyendo algún libro. Nunca me dormía antes de esa hora, ni tampoco tomaba vino en la cena, cosa que me habría podido producir alguna somnolencia. Es más, incluso cenaba parcamente.

—Para conservar la línea —sonrió Baxter.

Ella volvió a sonrojarse.

—Sí —admitió.

—Bien, no salió por la puerta... pero ¿cómo se marchó por una de las ventanas, si no se encontraron huellas de sus pies en la tierra del jardín, ni rastros de roce de una cuerda en los antepechos de madera, ni tampoco voló un helicóptero por encima de la residencia?

—Lo siento, no se me ocurre ninguna idea.

Baxter movió la cabeza.

—Pues alas no tenía, como los ángeles —murmuró—. En fin, aunque no hayamos conseguido nada, al menos he visto el escenario... de la desaparición. Podemos volvernos cuando guste, señora Farnhaddan.

Eleanor echó a andar hacia la puerta. De pronto, al pasar junto a la mesa de trabajo, Baxter divisó un papel que sobresalía parcialmente de la carpeta que había sobre la mesa.

La curiosidad le impulsó a tirar del papel, que no era sino un folleto turístico de determinada región de la Florida. Baxter se lo enseñó a la mujer.

—Sí —dijo ella—. Es la propaganda de uno de los cayos de la Florida, pero, por si piensa que el señor Kyle está allí escondido, debe saber que no hace siquiera un mes, viajé a aquel lugar y estuve haciendo preguntas a muchos de sus habitantes, incluso al comisario de policía. Puede estar seguro de que míster Kyle no se esconde en Cayo Rojo.

—Quizá ha cambiado de aspecto...

Eleanor sonrió de una forma singular.

—Yo le reconocería en el acto, aunque pasaran mil años y se presentase disfrazado de... de lo que se le ocurra —contestó con suficiencia.

—En tal caso, es una posibilidad que se nos escapa.

—Sí —confirmó la señora Farnhaddan.

Cuando llegaron a la salida, Taylor les hizo señas con la mano. Baxter detuvo el coche.

—Tengo que decirles algo —manifestó el jardinero—. Quizá no tenga importancia. La verdad es que ni siquiera entonces lo dije a la policía, porque no me pareció interesante. Además, tenía miedo que se burlasen de mí.

—¿Por qué, Sam? —se extrañó Baxter.

—Bueno, a veces tomaba alguna copita de más... Aquella noche, no, lo juro. Pero si lo hubiera dicho, ese defectillo habría salido a relucir...

—Está bien, Sam, diga lo que vio, por favor.

—Fue hacia las diez de la noche más o menos media hora antes de que se conociera la desaparición de míster Kyle. Oí una especie de rugido en el cielo y cuando salí de casa, vi una luz roja que subía rápidamente. La verdad —añadió el jardinero—, cuando en estos tiempos se oyen tantas historias de OVNIS... uno más no me pareció de interés, aparte de que no tenía ganas de que alguien dijera que esa noche había tomado un par de tragos que me hacían ver visiones.

—De modo que un rugido y una luz roja, Sam.

—Sí, señor.

Baxter hizo un gesto de aquiescencia y soltó el freno.

—Gracias, Sam —se despidió.

Pisó el acelerador y el coche avanzó hacia la cercana carretera.

—Budd, ¿qué opina sobre lo que ha dicho Sam? —preguntó Eleanor, poco más tarde.

Baxter soltó una carcajada.

—Quizá sí vio un OVNI... y quizá también tomó unas copas de más —contestó.

—En resumen —suspiró ella—, estamos como estábamos.

—No, porque ahora ya sabemos que hay alguien con mucho interés en evitar que se conozca la existencia de una hija de míster Kyle, hasta el punto de haber hecho desaparecer el testamento que, seguramente, perjudicaba a los dos socios supervivientes.

—Entonces, uno de los dos es sospechoso.

—O los dos, señora Farnhaddan.

—¿Los conoce?

—No, pero pienso conocerlos. Creo que debo entrevistarme con McDerry y Owsling.

Quizá saque algo en limpio de esas entrevistas.

Eleanor hizo un gesto de pesar.

—El tiempo sigue corriendo —murmuró—. No lo siento por mí, sino por Angie. A ella le pertenece todo cuanto poseía su padre y resultaría injusto que fuese a parar a manos de dos hombres que, a pesar de su inteligencia, empezaron como simples empleados de míster Kyle.

—La inteligencia también es un buen capital, señora —dijo Baxter, filosóficamente.

—Sí, pero sólo cuando se emplea en acciones honestas.

—Entonces, ¿sospecha usted de los dos socios?

—Por lo menos, de uno de ellos.

—¿Cuál?

—No tengo preferencias. Elija el que más le guste.

—Ninguno me gusta, son hombres —contestó Baxter, con acento malicioso.

Pero Eleanor no se dio por aludida y Baxter, prudente, no quiso seguir profundizando en el tema.