CAPÍTULO III

 

Angie salió del biombo y se sentó tras el tocador, para quitarse el espeso maquillaje de trabajo. Al terminar, se retocó un poco los labios, se pasó un cepillo por el pelo, que dejó suelto, y se puso en pie.

—De modo que mi tía ha estado a verle —dijo.

—Sí.

—¿Por qué?

—El día once de junio próximo, y estamos a principios de mayo, se cumplirán los siete años de la desaparición de su padre. Entonces, se podrá instar la declaración de muerte legal, y una vez conseguida, su fortuna pasará a poder de quien alegue mayores derechos sobre ella. El estado, por supuesto, se llevará una buena tajada, pero aún quedará lo suficiente para que alguien se considere muy rico, sobre todo, teniendo en cuenta que las empresas de su padre, pese al lógico bajón ocurrido en los primeros tiempos de su desaparición, han seguido funcionando a pleno rendimiento. Esa fortuna podría ser para usted... si consigue demostrar plenamente que es la hija de Kyle.

Angie separó los brazos del cuerpo.

—No tengo más pruebas que mi palabra... y la de tía Eleanor —declaró.

—La cual, por cierto, en aquel entonces, manifestó que usted no era hija de Kyle.

—Aún desconozco sus razones, si bien luego afirmó todo lo contrario y me reconoció como hija de su hermana y de Henry M. Kyle. Pero no, no hay ninguna prueba...

—¿Qué me dice del registro civil?

—Fui inscrita con el apellido Coughlin; hija de Margaret Ann y de padre desconocido.

Baxter meneó la cabeza.

—Esto se pone feo —comentó—. Oiga, permítame todavía una pregunta.

—Sí, claro.

—Usted tenía dieciséis años cuando volvió de Europa. Estaba en un internado... Tuvo que salir de allí sin permiso y un viaje de Europa a Estados Unidos no se hace con media docena de francos.

Angie sonrió.

—Tenía una amiga íntima, de mi edad, a la cual había contado mi historia. Ella disponía siempre de dinero en abundancia. El padre de Susan McDerry era también un potentado, y cuando le conté mis planes, porque me sentía harta del internado y no veía claro cuándo iba a salir de allí... Mi padre siempre me daba largas, ¿comprende? Bueno, Susan me prestó el dinero y un buen día salté por la tapia y volví a casa. Esa es la historia, señor Baxter...

—Budd, se lo ruego —sonrió él.

—Gracias. Oiga, supongamos que se consigue la declaración de muerte legal de mi padre, sin que yo haya podido probar que soy su hija. ¿Quién se llevaría la pasta, aparte de lo que el estado reclame como suyo?

—En primer caso, habrá que investigar si existe un testamento. Si existe, será preciso atenerse a las últimas disposiciones del legalmente declarado difunto. Si no es así... Debe de haber socios, accionistas... No sé; estas cosas resultan siempre muy complicadas, no sólo porque está en juego una gran cantidad de dinero, sino porque cuesta muchísimo atribuir su propiedad a determinada persona o grupo de personas.

—En resumen, puedo quedarme como estoy —dijo Angie, sonriendo forzadamente.

—No resultaría extraño. En realidad, le aconsejo que no se haga demasiadas ilusiones.

—No me las hago —contestó ella, rápidamente—. Por fortuna, estoy subiendo y ya tengo un contrato en perspectiva, que dobla las condiciones del que me ata todavía a mí esposo. Steve podrá no concederme el divorcio, pero no conseguirá que prorrogue el contrato, ni aunque mejorase el que me han ofrecido.

Angie volvió a mirarse al espejo un instante y luego se volvió hacia el visitante.

—Tengo que marcharme ya —anunció.

—¿Me permite que la acompañe? —solicitó Baxter.

—No hay inconveniente. Sólo que... dígame una cosa, Budd. ¿Qué espera usted sacar de todo este asunto, suponiendo que llegue a buen puerto? ¿Dinero?

—Eso no es cosa que deba preocuparla, Angie. Olvídese de la palabra dinero hasta el once de junio.

—Bueno, si lo dice así... Espere, voy a coger mi bolso...

Angie cruzó el camerino y abrió un armario ropero de gran tamaño, que cubría todo el lienzo de pared. Entonces, algo cayó sobre ella, derribándola al suelo.

La joven chilló agudamente. Baxter se quedó paralizado por el asombro al ver que Angie estaba debajo del cuerpo de un hombre que, hasta entonces, había permanecido oculto en el armario,

Inmediatamente, saltó hacia el individuo, furioso por saber que alguien había escuchado el diálogo sostenido con la artista. Agarró al sujeto por el hombro izquierdo y le dio la vuelta. Al quedar boca arriba, divisó la pequeña mancha roja, circular, que aparecía en el centro de la pechera de su camisa.

Angie estaba todavía caída, aunque ya apoyada en el suelo con ambas manos. Sus ojos se desorbitaron al reconocer al muerto.

—¡Dios mío! —exclamó—. Es Steve, mi esposo...

* * *

Baxter se arrodilló junto al caído y examinó con suma atención la herida que se debía, supuso casi en el acto, a un punzón de picar hielo. La aguja, seguramente, había traspasado el corazón, causando la muerte instantánea.

—Budd, yo no he sido, yo no he sido... —dijo Angie, temblando de pies a cabeza—. Ni siquiera sabía que estuviese aquí... ¡No he sido yo, no he sido yo...!

Baxter se dio cuenta de que la joven estaba al borde de un ataque de nervios. Pasó por encima del cadáver, la agarró por la cintura y la hizo ponerse en pie.

—Angie, escúcheme bien. Conserve la calma, no grite, no alce la voz para nada. Calma, calma... —insistió una y otra vez.

Ella le miraba con ojos muy abiertos. Baxter la sacudió por los hombros.

—¿Gritará?

—Ha... haré lo que me diga... —tartamudeó la artista—. Pero... Steve, muerto... ¡Oh, es horrible...!

—Angie, nada de lo que diga o haga le devolverá la vida. Y si grita, cosa que alguien está esperando, la acusarán de asesinato. Le resultaría muy difícil probar su inocencia, ¿comprende?

—Sí, pero...

—Steve iba de concederle el divorcio, pero hoy, inesperadamente, se ha vuelto atrás. ¿Lo ha dicho en presencia de testigos?

—Sí, Bumgey Thurn, el manager, y Chess Roganti, el maître. ¡Oh! Cuando descubran el cadáver, Thurn y Roganti testificarán...

—¡Silencio, no siga! —cortó Baxter imperativamente—. Recoja el bolso, Angie.

La muchacha obedeció de forma casi maquinal. Baxter cargó con el cadáver y volvió a colocarlo en el armario, cuya puerta cerró cuidadosamente. Luego se dirigió hacia la del camerino, abrió y oteó el pasillo.

—Vamos, Angie —murmuró,

Ella le siguió en el acto. En alguna parte, pensó Baxter, había alguien esperando a que Angie prorrumpiera en chillidos histéricos, que luego serían tomados como un intento de enmascarar el crimen cometido por la propia esposa, despechada a causa de no conseguir el divorcio.

Mientras caminaban hacia la puerta de artistas, Baxter se sentía muy furioso. «Me está bien empleado, por tratar de hacer el quijote, en un asunto que apenas me interesa. Por los bellos ojos de Eleanor Farnhaddan, he venido a ver a su sobrina... y como nos descuidemos, acabaremos los dos en la cárcel, acusados de homicidio en primer grado», pensó, rabioso.

Abrió la puerta y tiró de la mano de Angie. Había una escalera de seis peldaños hasta el suelo del callejón. Cuando terminaron el descenso, dos sombras se materializaron delante de la pareja.

—¿Tienen prisa? —preguntó uno de los sujetos.

Al mismo tiempo, sacudía la mano derecha y hacía chasquear una navaja automática. El otro empezó a maniobrar, para situarse a espaldas de Baxter.

—No, no tienen prisa —dijo el segundo—. Vamos, vuelvan ahí adentro y esperen un ratito.

Entonces, Baxter comprendió que alguien había situado a los dos sujetos en el callejón, para cubrir la eventualidad de una posible fuga de Angie. Inmediatamente, se dispuso a actuar.

El segundo de los hampones estaba moviéndose todavía cuando, inesperadamente, el brazo derecho de Baxter giró en semicírculo horizontal, como si fuese un garrote. La muñeca alcanzó el lado derecho del cuello del rufián, quien salió instantáneamente despedido hacia la pared del edificio. Chocó con terrible violencia, rebotó y cayó de bruces al suelo.

El otro se lanzó hacia adelante, utilizando la navaja como si fuese una espada. Baxter adelantó el brazo izquierdo, moviéndolo hacia adentro, a la vez que giraba un poco y retrocedía medio paso. La navaja pasó inofensivamente por su costado derecho. Alzó el codo de este lado y la boca del matón se encontró, repentinamente, con este inesperado obstáculo.

El matón retrocedió, tambaleándose. Baxter le golpeó el tórax con los dedos de punta, dejándole sin respiración. El hombre cayó de rodillas. Había perdido la navaja, pero, todavía consciente, tanteó el suelo para buscarla de nuevo.

Baxter le dejó que pusiera los dedos sobre el arma. Entonces alzó el pie y su tacón golpeó cruelmente aquellos nudillos.

Un grito de agonía se escapó de los labios del matón. Baxter remató la tarea con un fenomenal rodillazo que aplastó los labios de su adversario como si fuesen pulpa de naranja. El hombre gimió y cayó de costado, totalmente vencido.

Entonces, Baxter oyó un grito de advertencia:

—¡Cuidado!

El joven se volvió. Aún tenía Otro enemigo.

El matón que había recibido su primer golpe, recuperado, tornaba a la carga, provisto de unos nudillos de acero. Baxter le dejó disparar el brazo, pero cuando el puño llegaba ya a su pecho, alargó ambas manos, asió el puño con presa de hierro, y retorció, seca y rápidamente, la muñeca.

Unos huesos crujieron aterradoramente. De la garganta del matón brotó un gemido de angustia. Baxter lo agarró por un hombro y lo hizo girar en redondo. Luego, poniéndole la derecha en la nuca, lo empujó con todas sus fuerzas hacia adelante.

Angie se estremeció al oír el ruido que hacía la cara del sujeto en el momento del choque contra la pared. Baxter se apartó y dejó que el matón cayera al suelo, tan sin sentido como su compinche.

Luego se volvió, miró a la muchacha y sonrió en la tenebrosidad del callejón.

—Creo que estos dos tipos tardarán algún tiempo todavía antes de molestar a las personas decentes.

—Pero... ¿por qué nos atacaron? —preguntó Angie, todavía no repuesta de la impresión sufrida.

Baxter la empujó hacia la luz.

—Usted tenía que gritar, al ver a su esposo muerto. Pero también podía suceder que escapase corriendo, sin dar a la publicidad lo ocurrido. Estos dos matones habían sido apostados ahí para cubrir esa posible escapatoria —respondió.

—En resumen, tengo que aparecer como culpable de la muerte de Steve —dijo ella.

—Sí.

—Ahora, cuando se descubra el cadáver, la policía empezará a buscarme...

—Tal vez sí, tal vez no...

—¿Cómo?

—Esperemos a mañana. Los periódicos dirán algo, Angie.

—La noticia del crimen se esparcirá muy pronto.

—Lo sé. —Ya estaban junto al coche de Baxter y éste abrió la portezuela de la derecha—. Entre ahí —invitó.

Angie se sentó. Baxter pasó al otro lado, ocupó su puesto y dio el contacto.

—Puede suceder una cosa y, no me gusta dármelas de adivino, pero creo que sucederá —dijo, tras haberse separado de la acera.

—¿Qué quiere decir, Budd?

—Muy sencillo. Si usted escapa y nadie conoce su paradero, es muy posible que los autores del crimen se preocupen mucho de ocultarlo. Faltos del culpable ideal, que es usted, ¿a quién le van a cargar el muerto, valga la expresión nada respetuosa?

Angie se mordió los labios.

—Sí, quizá tenga razón, pero, en todo caso, ¿por qué lo han matado? —preguntó—. Que yo sepa, no tenía enemigos de peso...

—Quizá sí tenía un enemigo, Angie.

—¿Quién, Budd?

—La fortuna de Henry Morton Kyle —respondió Baxter.

Ella guardó silencio durante algunos minutos. Al cabo de un rato, quiso saber adónde se dirigían.

—A mi casa, en donde, hasta que mejore la situación, ocupará usted una de las habitaciones de los huéspedes —dijo el joven.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO IV

 

Eleanor Farnhaddan parpadeó de asombro cuando se vio frente al hombre a quien había visitado inútilmente la víspera.

—¡Usted! —exclamó.

—Sí, yo mismo —sonrió Baxter—. ¿Puedo pasar?

—Después de su negativa...

—Tenía motivos para negarme a ello. Apostaría algo a que recibió una visita por la tarde, o quizá por la noche —dijo Baxter.

—Sí. ¿Cómo lo sabe usted? —exclamó Eleanor, estupefacta.

—Se lo contaré después. Pero todavía estoy en el pasillo...

—¡Oh, dispense, señor Baxter! Entre, se lo ruego. ¿Quiere una taza de café?

—Acepto encantado —dijo el visitante.

Baxter estudió, discretamente la decoración de la vivienda, modesta, pero con detalles que evidenciaban el buen gusto de su ocupante. Eleanor se había retirado a la cocina y volvió a poco con el servicio de café.

—¿Azúcar? —consultó.

—Un terrón, gracias. Dígame, ¿cómo se portó su visitante? ¿O fueron más de uno?

—Sólo uno... —respondió la mujer—. Y aunque no se puede decir que se anduviera con rodeos, la verdad es que se portó muy correctamente.

—¿Qué le dijo?

—Doscientos mil dólares por mi inactividad, o... una caja de madera, o quizá de cemento, y todo ello sin perder la sonrisa ni la compostura un solo segundo.

—¿Dio su nombre?

—No.

—Descríbamelo, por favor.

—Bien, era joven, un año o dos más que usted, medio palmo más de estatura, fornido... Habría resultado guapo de no ser por la cicatriz que le parte la cara, desde la comisura izquierda de los labios, diagonalmente, hacia el cuello. Pelo oscuro y ojos muy azules, más que los suyos.

Baxter sonrió.

—Es buena observadora —comentó—. Si Caracortada estuvo aquí, es evidente que la siguió, pero más evidente todavía que sabía sus planes.

—¡No los había comentado con nadie! —exclamó Eleanor.

—Tuvo que hablar con alguien. Usted comentó con alguna persona sus propósitos. Dígame su nombre.

Eleanor meneó la cabeza.

—Parece mentira... Señor Baxter, le juro que la única persona a quien mencioné el asunto fue Marvin Sangster.

—¿Quién es el tal Sangster?

—Era el abogado personal del señor Kyle. Yo conocía la amistad que existía entre ambos, en el pasado, y se me ocurrió plantearle el caso. Sangster fue el que me aconsejó que buscase a un buen detective privado. Dejé pasar unos días, meditando sobre la persona más adecuada, hasta que le encontré a usted. Recordé haber leído en los periódicos cierto caso...

Baxter alzó la mano.

—Por favor, no siga —cortó, sonriente—. Señora Farnhaddan, si Sangster y Kyle eran buenos amigos, ¿cabe la posibilidad de que el primero se ocupase del testamento del segundo?

—Sí, seguramente, aunque éste es un asunto, como puede comprender, que el señor Kyle no iba a comentar conmigo.

—¿De veras?

Eleanor se sonrojó.

—¿Qué quiere decir?

—Señora Farnhaddan, usted vino a buscarme, porque necesitaba mi ayuda. Al menos, sea franca conmigo, por favor. Usted era el ama de llaves de míster Kyle; pero hace siete años y todavía sigue siéndolo, era muy hermosa. Kyle era soltero. ¿Puede jurar que jamás estuvo en su dormitorio?

Ella desvió la mirada a un lado.

—Sí —murmuró—. Éramos amantes. Pero nadie lo sabía...

—Bueno, eso no tiene la menor importancia... y todavía estoy por ver la mansión en la que el dueño, soltero o viudo, y de buen ver todavía, y el ama de llaves o sirvienta de semejante categoría, si es hermosa, no acaban teniendo un lío... y no hay servidumbre que no acabe sabiéndolo aunque, por propia conveniencia, callen. Pero su apellido de usted es Coughlin, ¿verdad?

—Sí. ¿Se lo ha dicho mi sobrina?

—Dejemos a Angie fuera del asunto, por el momento. ¿Por qué usa usted el apellido Farnhaddan?

—A decir verdad, soy soltera... Lo era, cuando entré al servicio de míster Kyle. No puedo decir que no haya tenido pretendientes, pero nunca me sentí inclinada a atarme definitivamente a un hombre. Por eso me puse una alianza en el dedo anular y adopté el apellido de mi madre. Ahora ya lo sabe todo.

—Casi todo —sonrió Baxter—. ¿Qué le dijo usted a Caracortada cuando le hizo la proposición de los doscientos mil dólares o el cajón de cemento?

—Bien, lo que le dije fue que sí, efectivamente, había estado con usted, pero que se había negado a aceptar mi caso. Como yo lo creía sinceramente en aquel momento, él me creyó a mí también, aunque añadió la oferta que ya conoce usted, para evitar, dijo, la tentación de buscar a otro investigador. Y puesto que no podía hacer nada por el momento, fingí aceptar... ¿Qué le digo, si vuelve?

—Lo mismo. Haga creer que se contenta con los doscientos mil. Por cierto, ¿le fijaron una fecha para la entrega del dinero?

—El doce de junio de este año.

—Sí, y el once se cumple el séptimo aniversario de la desaparición de míster Kyle. Si vuelve Caracortada, repito, haga lo mismo que ayer.

—De acuerdo.

Baxter se levantó y caminó hacia la puerta.

—Señora Farnhaddan...

—¿Sí? —dijo ella.

—Con sinceridad. ¿Cree que míster Kyle está muerto?

—No. Pero estos siete años he estado pensando, no ya cómo pudo marcharse de la casa, sin ser visto, sino dónde ha podido esconderse, tan bien, que no ha podido ser encontrado.

—¿Y no se ha preguntado también por qué la abandonó?

—Para esa pregunta aún no he encontrado la respuesta —contestó Eleanor con voz átona.

Baxter hizo un gesto con la cabeza. Sí, Kyle se había esfumado, pero, ¿cómo? ¿Adónde se había marchado? ¿Qué le había impulsado a abandonar una serie de negocios evaluados en muchas decenas de millones de dólares? Había tenido una amante joven, hermosa y apasionadamente enamorada de él... y también tenía una hija, y a las dos había abandonado igualmente. ¿Qué extraño impulso le había hecho volver la espalda a cuanto tenía, no sólo monetariamente, sino en afectos personales?

Aún seguía sin encontrar, como Eleanor, una sola respuesta adecuada, cuando llegó a su casa. Quería telefonear a Sangster y su propio teléfono era mucho más seguro, decidió.

Angie estaba ya levantada y le recibió ansiosamente.

—¡Los diarios no dicen nada de la muerte de Steve! —exclamó.

—En este aspecto, al menos, fallaron el golpe y han preferido no comprometerse — contestó él—. Permítame Un momento, por favor.

Baxter levantó el teléfono y marcó el número del abogado Sangster. Una oficiosa secretaria le dijo que el abogado estaba fuera de la ciudad y que no regresaría hasta el día siguiente. Baxter pidió hora para una entrevista, la secretaria lo anotó en su agenda y el teléfono volvió a su sitio.

—Bien, y ahora...

Pero no tuvo tiempo de seguir hablando. Alguien llamaba a la puerta.

Koye cruzó el salón y, como de costumbre, oteó a través de la mirilla. De pronto, se volvió muy agitado hacia el dueño de la casa.

—La policía —cuchicheó.

Baxter respingó, mientras Angie se sentía a punto de desmayarse. Pero el joven reaccionó antes y empujó a Angie hacia la pared. Los ojos de la artista se desorbitaron al ver que la mitad del muro se descorría silenciosamente a un lado.

—Entre ahí, permanezca quieta y no alce la voz por nada del mundo —susurró.

Angie obedeció como si estuviera bajo el influjo de una pesadilla. Cuando el salón hubo recobrado su aspecto normal, Baxter agitó una mano y Koye abrió, en el preciso instante en que alguien pulsaba nuevamente el timbre.

 

* * *

Los policías eran tres, dos de los cuales vestían de uniforme. El que iba de paisano, se presentó como sargento Dwaine.

Baxter procuró dominar la sorpresa que le producía la presencia de aquellos tres individuos en su casa.

—¿En qué puedo servirle, sargento? —preguntó cortésmente.

—Tenemos noticias desagradables respecto a usted, señor Baxter —manifestó el interpelado—. Anoche se cometió un asesinato y hay un testigo, por lo menos, que asegura haberle visto a usted en compañía del presunto homicida, una mujer, para ser más exactos...

—¿Yo? Sargento... ¿quién le ha contado semejante infundio?

—Le diré, señor Baxter. La víctima era Steve Fetherman, dueño del local denominado Phoenix, y promotor y agente artístico, además. Se cree que el crimen fue cometido por su esposa, despechada porque Fetherman se negaba a concederle el divorcio. He de añadir que Fetherman, en un principio, había accedido a la separación, pero después, por razones que aún no conocemos, varió de opinión. Entonces, suponemos que la señora Fetherman, furiosa, le dio muerte.

—¡Oh, resulta comprensible...! Pero es que yo no estuve anoche en el Phoenix, sargento.

—¿De veras? Hay testigos que podrían identificarle como el hombre que estuvo con la señora Fetherman en su camerino.

—Bueno, mi aspecto es más bien correcto, sargento —sonrió Baxter—. Y yo, a mí vez, podría presentarle media docena de personas que atestiguarían que estuve en su compañía hasta las tantas de la madrugada. Una partida de póquer entre amigos.

Dwaine torció el gesto.

—A pesar de todo... ¿Nos permite que registremos su casa? Sólo un mero trámite, por supuesto.

Baxter extendió una mano.

—Adelante, sargento —invitó—. Jamás se me ocurriría oponerme a la acción de los representantes de la ley. Pero dígame, se lo ruego... He leído los diarios de la mañana y no he visto ninguna noticia relacionada con la muerte del señor Fetherman.

—¡Oh! De momento, mantenemos oculta la noticia, a fin de practicar investigaciones sin temor a ser molestados.

—Ya comprendo. Gracias, sargento.

Los policías empezaron a moverse por el interior del apartamento. Al cabo de unos minutos Dwaine se reunió con el dueño de la casa.

—Disculpe las molestias, señor Baxter —dijo con una sonrisa—. Creo que, efectivamente, los testigos estaban equivocados.

—Siempre es satisfactorio verse libre de sospechas, sargento —contestó el joven—. Pero ¿de veras cree que fue ella la que mató al señor Fetherman?

—Sin ningún género de dudas, señor —respondió Dwaine, enfáticamente—. Bien, gracias por su cooperación, señor Baxter.

Los policías se marcharon. Baxter fue hacia la puerta y corrió el cerrojo de seguridad.

Cuando miró a Koye, le vio hacer un gesto de disgusto.

—¡Uf, qué policías tan desmañados! —dijo el criado.

—No eran policías, Tim —contestó Baxter, sorprendentemente. Se acercó a la pared, presionó el resorte de apertura y Angie se hizo visible, segundos después—. Ya puedes salir, muchacha.

Angie se sentía pasmada.

—Oiga, este cuarto parece de película de ciencia ficción... ¿No era el puesto de mando de la Base Lunar Alpha?

Baxter se echó a reír.

—Otro rato se lo contaré —repuso—. Angie, dígame, ¿conoce usted, por su posible relación con Steve, a un tipo que tiene una cicatriz en el lado izquierdo de la mandíbula inferior?

—No —contestó ella, resueltamente—. ¿Quién es?

—Dice llamarse Dwaine y se hizo pasar por sargento de la policía, como los otros dos eran tipos disfrazados de agentes.

—Entonces, ¿no eran policías auténticos? —se asombró la artista—. ¿Cómo lo supo?

—En primer lugar, Dwaine ni siquiera enseñó su placa, porque confiaba en que la compañía de sus dos secuaces disfrazados me haría creer en la autenticidad de lo que pretendían ser. En segundo lugar, no traían mandamiento judicial para registrar la casa... y en tercero —rió Baxter—, el que se hacía pasar por sargento, estuvo hablando ayer con Eleanor Farnhaddan y le hizo dos proposiciones: doscientos mil dólares por estarse quieta hasta el doce de junio, o un ataúd de cemento.

Angie se puso una mano en la boca.

—¡Cielos! —exclamó—. Pero ¿qué pasa aquí?

—Muchacha, este asunto es algo así como una conspiración de altos vuelos, en donde decenas de millones de dólares están en juego. Y por mucho menos de la milésima parte de esa cifra, muchas personas matarían a su mejor amigo.

—Sí, pero ¿qué papel represento yo en el caso?

—El de hija de míster Kyle. ¿Le parece poco? —Baxter se volvió hacia su criado—. Tim, por ahora la señora Fetherman permanecerá en mi casa. Cuidado con las visitas. Siempre que alguien llama, ella se esconderá en el cuarto de comunicaciones.

—Bien, señor.

—Si tienes que salir ineludiblemente durante mi ausencia, enséñale el manejo de la compuerta secreta.

—Sí, señor.

De pronto, Baxter se fijó en el cenicero, en el que se veía una colilla manchada de carmín. Sosteniéndola en alto con los dedos, se la enseñó a la joven.

—Cuidado con las colillas y con la pintura de labios —advirtió.

—Lo tendré presente —contestó Angie, roja de vergüenza.

—¡Vaya unos policías! —bufó Koye, despectivamente—. El más torpe, con tal de que fuera auténtico, habría advertido de inmediato que la señora Fetherman se escondía en la casa.

—Por si acaso, mejor será que no nos fiemos —recomendó Baxter.

Y acto seguido, se dirigió a su dormitorio para cambiarse de ropa. El lugar al que pensaba dirigirse precisaba de una indumentaria menos elegante y más discreta que la que usaba en aquellos momentos.