CAPÍTULO XV

Una vez en la calle, Rynfall despidió al agente que estaba de plantón en las cercanías del edificio.

—De modo que así es cómo usted ha sabido que yo no abandoné mi casa ayer —dijo ella en tono de reproche.

—Lo siento. No es usted la única que está vigilada —respondió el joven en tono de excusa—. ¿Seguimos?

—Sí, claro.

Dieron la vuelta a la esquina y llegaron al garaje. Descendieron la rampa de acceso y cuando llegaban casi a su final, un hombre joven, vestido con un mono de mecánico, manchado de grasa, salió a su encuentro, limpiándose las manos con una bola de borra.

—¿Señora Ulhdin? —saludó con una inclinación de cabeza.

—Hola, Dave —contestó ella—. Le presento al teniente Rynfall, de la División de Homicidios. Quiere examinar mi automóvil.

—Sí, señora. Vengan por aquí, hagan el favor.

Había unas dos docenas de automóviles guardados es el garaje, que era subterráneo, aunque estaba dotado de un eficiente sistema de iluminación. El mecánico les guió hasta donde se hallaba el «Ford Mercury» de la joven, cuyas características, según comprobó Rynfall rápidamente, correspondían en un todo a las que ella le había facilitado dos días antes.

—Gracias, Dave —dijo Rynfall. Y el mecánico, comprendiendo, se retiró en el acto.

Rynfall abrió la portezuela y se sentó en el asiento delantero, examinando el salpicadero y la guantera con todo detenimiento.

—¿Qué es lo que busca? —preguntó ella, curiosa.

Rynfall no contestó. Bajándose del coche, caminó hasta la parte posterior, levantando la tapa de la maleta, con resultado negativo.

—Es raro —musitó—. Hubiera jurado que…

—¿Qué? —dijo Samara, tremendamente intrigada por la actitud del joven.

—Espere —respondió él lacónicamente.

A continuación levantó los asientos. Fracasada la búsqueda, tanteó con cuidado el tapizado de los mismos, sin encontrar señales de que hubiese sido alterado recientemente. Desalentado, dejó caer los brazos a lo largo de los costados.

—Lo siento —dijo—. Creía haber dado con una buena pista, pero creo que he fallado.

—Me gustaría saber qué es lo que pretende con sus pesquisas —dijo Samara.

—Aguarde un instante. ¡Dave, por favor! —llamó, alzando la voz lo suficiente para que el mecánico le oyera.

Dave acudió en el acto.

—¿Teniente?

—Quiero hacerle una pregunta —dijo el joven—. No le importe que esté la señora Ulhdin delante, porque ella me lo hubiera dicho, de todas formas. Pero prefiero oírlo de sus labios.

—De acuerdo, teniente —dijo Dave—. Hable lo que sea.

—Muy bien. Dígame una cosa, ¿cuánto tiempo hace que la señora Ulhdin no utiliza su coche? O, haciendo la pregunta de otra forma, ¿cuándo fue la última vez que ella uso el automóvil? Piénselo bien antes de dar una respuesta definitiva, Dave.

—No hay necesidad de pensarlo, teniente —contestó el mecánico—. La última vez que la señora Ulhdin sacó su automóvil del garaje fue la víspera de que la encerrasen en la cárcel acusada de unos crímenes que luego no cometió. Cosa de la cual me alegro infinito, señora —dijo Dave, mirándola a ella.

—Muchas gracias por sus buenos deseos, Dave —contestó Samara.

—De modo que la señora Ulhdin hace unos cuantos días, una semana al menos, que no toca su coche —dijo Rynfall en tono meditabundo.

—Estoy dispuesto a jurarlo donde sea, teniente —afirmó el mecánico.

Momentáneamente desalentado, Rynfall se volvió hacia la joven.

—Entonces, ¿de quién es el automóvil que me acometió el otro día? Porque era exactamente igual que el suyo, estoy seguro… y además, parte de la matrícula, en lo que puedo recordar, era la misma. Las tres cifras eran un siete, un tres y un cero, desde luego, no me cabe la menor duda.

—¿Dice usted un coche igual al de la señora Ulhdin? —exclamó de pronto el mecánico—. Aquí hay uno, teniente. ¿Quiere verlo?

—Sí —accedió Rynfall, presa de un súbito presentimiento.

Dave les condujo hasta un automóvil exactamente igual al de la joven en lodos los detalles, salvo en uno.

—La matrícula es diferente —observó él, ligeramente decepcionado—. Termina en cuarenta y seis.

—¿A quién pertenece este automóvil? —preguntó Samara de repente.

—Es de un tal Stan Upton —contestó Dave—. Vive en el trescientos cincuenta y cuatro, en esta misma calle.

—Stan Upton —repitió el joven, meditabundo. De repente hizo chasquear los dedos—. Claro, coincide —exclamó.

—¿Qué es lo que coincide? —preguntó la joven.

—Un momento, por favor. —Rynfall quiso abrir la portezuela, pero la encontró cerrada con llave. Se volvió hacia el mecánico—. Dave, no me diga que cuando quiere no es capaz de abrir un automóvil sin permiso de su dueño.

El mecánico se sonrojó.

—Bueno, pero no se lo diga al propietario del garaje, tiene, un genio infernal y sería capaz de echarme a puntapiés de aquí.

—Conforme, Dave. Abra el coche, pronto.

Unos minutos más tarde, Rynfall ya sabía todo lo que deseaba saber desde el principio.

—¿El teléfono, Dave? —preguntó.

—Por aquí, haga el favor.

Rynfall habló unos momentos a través del hilo. A continuación, se dirigió a la joven.

—No está obligada a acompañarme, señora Ulhdin, pero me agradaría que viniese conmigo.

Samara aparecía muy pálida.

—Lo que usted diga, teniente —accedió.

Salieron del garaje. Caminaron unos cincuenta metros por la acera, hasta llegar al número indicado por el mecánico del garaje. Momentos después Rynfall presionaba con el dedo al llamador de una puerta.

Un hombre abrió al cabo de medio minuto de espera. Sus ojos se dilataron por el asombro al reconocer a la pareja.

—¡Samara! ¿Cómo está, teniente? —exclamó Sam Ulhdin.

La joven apretó los labios. Por su parte, Rynfall contestó:

—Encantado de volver a verle, señor Stan Upton.

El rostro del cuñado de Samara griseó repentinamente.

—No entiendo… —balbució.

—Será mejor que hablemos adentro —sugirió el joven—. Por favor.

Aturdido y desconcertado, Ulhdin obedeció Samara y Rynfall penetraron a continuación. El joven cerró la puerta y luego se encaró de nuevo con el propietario del apartamiento.

—Señor Ulhdin, vengo a detenerle acusándole de haber cometido cuatro asesinatos, en otras tantas personas, cuyos nombres no quiero citar por sabidos de sobra. Le ruego no oponga resistencia; sólo serviría para agravar todavía más su ya crítica situación —terminó su requisitoria.

Ulhdin calló un instante. Era evidente que reflexionaba rápidamente, tratando de buscar una escapatoria.

—No creo una sola palabra de lo que ha dicho, teniente —respondió al cabo.

Impasible, Rynfall prosiguió:

—En el garaje que hay en esta misma calle está guardado un coche «Ford Mercury 62» en cuyo interior hemos encontrado un abrigo negro, con cuello de piel, unos zapatos del mismo color, femeninos, de tacón alto; una peluca negra y dos placas de identificación con la matrícula 2 MY —0730. Está registrado a nombré de un tal Stan Upton, quien reside precisamente en este misma apartamiento, según los informes adquiridos.

—Debe tratarse de una confusión —arguyó Ulhdin débilmente.

—Si le parece, haremos subir a Dave, el mecánico del garaje. Tal vez nos identifique a Stan Upton —dijo Rynfall.

Hubo un momento de silencio. En vista de que Ulhdin callaba, el joven continuó:

—Ignoro las causas por las cuales asesinó a Johnson y a Wasser, aprovechándose de las palabras que su cuñada pronunció hace tres años en un momento de exasperación, pero sí, en cambio, sé por qué mato primero a Rick Blatt y luego a Lana Marjoln.

»Usted aprovechó la ocasión de que su cuñada se había ido al tocador de señoras, para salir del Circle’s, tomar el coche de Samara y asesinar a Johnson. Al llegar a las inmediaciones de la casa de Johnson, se encasquetó la peluca, se remangó los pantalones hasta más arriba de las rodillas —ya llevaba puestas unas medias de mujer previamente—, se calzó los zapatos de mujer que igualmente llevaba prevenidos, colocóse la peluca y tras subirse el cuello del abrigo, esperó la llegada de Johnson, cuyos movimientos, me imaginó, debía haber estudiado antes con todo detenimiento. Descargó dos veces su revólver contra el cuerpo de su víctima, enrolló en su mano derecha el cabello de Samara que también tenía dispuesto, y acto seguido regresó al coche, realizando inmediatamente las mismas operaciones que antes, en sentido inverso, esto es, recobró su aspecto normal y volvió al Circle’s.

»Todo esto —prosiguió Rynfall—, no le ocupó más allá de un cuarto de hora, lo cual significa que volvió al Circle’s más o menos cuando Samara salía del tocador. Ella, por supuesto, no sé dio cuenta; pensó que no se había movido de allí siquiera y no sospechó de usted.

»Pero Blatt, el barman, sí había observado su ausencia. Y Lana también. Blatt murió porque usted temió que si nosotros le interrogábamos hablaría sin presión de ninguna clase, declarando honestamente lo que había visto. Y en cuanto a Lana, quizá, más astuta, trató de hacerle un chantaje. ¿Qué mejor medio para librarse de un chantajista que cerrarle la boca para siempre?

El rostro de Ulhdin tenía la palidez de un muerto.

—Fue realmente un ingenioso ardid disfrazarse como Samara, dado que con tacón alto y vestido de esa manera, podía pasar por ella, en lugares poco iluminados. Claro que hay personas que dijeron, como el conserje de la casa donde vivía Blatt, que su voz sonaba de una manera extraña, cosa que el aludido achacó a que usted se tapaba la boca con el cuello de pieles, subido casi basta las cejas. Pero. —Rynfall continuaba expresando sus argumentos—, aunque en teoría estaba bien achacar los crímenes a su cuñada, lo cierto es que no podía ser ella la autora, dado que no siempre iba a dejarse un cabello en la mano de sus víctimas, como huella inconfundible de su acción. La primera vez pudo pasar, pero no la segunda, señor Ulhdin. Y las pruebas que aguardan en su coche resultarán decisivas en contra suya el día que se celebre el juicio.

Rynfall hizo una pausa.

—Hay otra cosa también, secundaria, pero que no le favorece en absoluto. El Servicio de Inmigración nos dirá cuánto tiempo lleva usted en los Estados Unidos, señor Ulhdin; un plazo, me imagino, inferior al de los tres años que hace de la muerte de su hermano. ¿De dónde vino, en realidad?

—Creo que eso no tiene ahora una real importancia —contestó Ulhdin, rompiendo su silencio por primera vez—. Lo importante…

De pronto, con gesto repentino, sacó un pequeño revólver y encañonó a la pareja.

—Lo siento —dijo torvamente.

—Si piensa matarnos, le advertiré que todo cuanto he dicho es cosa ya sabida —exclamó Rynfall. Samara, asustada, se acercó al joven, quien pasó un brazo en torno a sus hombros con ademán protector.

Ulhdin sonrió.

—No soy tan tonto —habló—. Ya me imagino que no ha dado este paso sin antes comunicar a sus jefes el resultado de sus pesquisas. Bien, pero puede comprender fácilmente que yo he de tratar por todos los medios de escapar.

—Un argumento muy lógico —admitió el joven—. Una pregunta, por favor.

—Está bien, pero pronto —contestó Ulhdin.

—Los cabellos eran auténticos, es decir, habían pertenecido a la señora Ulhdin. ¿Cómo los obtuvo usted? ¿Se los pidió a ella?

—No. Hace tiempo, cuando empecé a planear lodo, le propiné un ligero narcótico. Durmió poco, pero lo suficiente para poder arrancarle unos cuantos cabellos sin que ella lo notará, los cuales guardé luego cuidadosamente para utilizarlos en el momento adecuado.

—¿Le dijo ella las amenazas que había proferido hacia los que engañaron a su esposo?

—Sí, hablamos del asunto en varias ocasiones —admitió Ulhdin.

—Y ésa fue la idea base para la comisión de sus crímenes.

—No tengo ganas de discutir más —gruñó el asesino—. Ya saben los dos bastante. ¡Apártense o tiraré a matar! —ordenó con salvaje acento.

Rynfall arrastró a la joven a un lado, dejando la puerta libre. Ulhdin retrocedió sin dejar de mirarles. Abrió con la mano izquierda y luego, antes de que Rynfall tuviese tiempo de reaccionar salió a la calle.

Samara dejó escapar un gemido.

—¡Qué horror, Dios mío! Bram, ¿permitirá que escape ese asesino?

Rynfall sonrió enigmáticamente. Soltándola, cruzó la estancia y se acercó a la ventana, dirigiendo la vista hacia la calle.

Momentos después, Ulhdin aparecía en la acera. Se acercó al coche que se hallaba estacionado junto al bordillo y se dispuso a abrir la portezuela.

—Dave ha cumplido bien lo que le dije —murmuró Rynfall entre dientes.

De repente, antes de que Ulhdin hubiese podido llegar al automóvil, varios hombres, algunos de uniforme, empezaron a converger sobre el coche desde distintos puntos de la calle. Todos llevaban una pistola en las manos y sus intenciones resultaban inconfundibles.

Ulhdin se detuvo en seco al observar la escena. Vaciló un momento y…

—¡No! —gritó la joven.

Rápidamente, Rynfall apartó a Samara de la ventana con ambas manos, justo en el instante en que sonaba una detonación. Sin poder tenerse en pie, Samara se derrumbó sobre un sillón próximo.

Rynfall se asomó de nuevo a la ventana. El cuerpo del asesino yacía de bruces en el suelo. Un pequeño charco de sangre se había formado debajo de su mejilla derecha y en la mano del mismo lado empuñaba aún el revólver con el que había eludido la acción de la justicia.

El sargento Stack miró hacia arriba. Rynfall movió una mano, haciéndole señas de que todo iba bien. Stack correspondió de análoga manera.

Rynfall se volvió hacia la joven.

—Samara…

Ella alzó los ojos. Sus facciones aparecían blancas como la nieve.

—¿Ha… ha…? —No se atrevía a terminar la pregunta fatídica.

—Sí —contestó él—. ¿Vámonos?

Samara asintió pesadamente y se puso en pie. No hizo la menor resistencia ni dijo nada cuando el joven la tomó por el brazo y la condujo hacia la puerta de salida.