CAPÍTULO XV
La impresión de horror que había suscitado en mi ánimo la repentina comprensión de la verdad, se pasó bien pronto. Y Tomé a Carmen en mis brazos y la volví de frente. Su carne aparecía aún caliente y el pulso, aunque debilísimo, era perceptible.
La incorporé a medias, tratando de hacerla revivir. Rasgué de un tirón su ropa, viendo que la puñalada había sido asestada en el pecho, entre los senos, ligeramente hacia la izquierda. Era un golpe mortífero y lo extraño era que Carmen estuviese aún con vida.
La llamé a gritos. Ella debió oírme, en las últimas turbiedades de su declinante consciencia y me miró con ojos carentes de brillo.
—¿Quién ha sido? —Casi grité—. ¡Contésteme, Carmen!
Abrió la boca, cuyos labios aparecían exangües. Pero sólo un ininteligible burbujeo salió de ellos. Una espumilla rosada apareció de pronto entre los labios.
Intentó decirme algo. De pronto, su cuerpo sufrió una débil convulsión y su cabeza se ladeó con violencia. Ya no se movió más.
Comprendí que estaba muerta. Suavemente, con la mayor delicadeza, la deposité de nuevo sobre su lecho, juntándole ambas manos en el centro del pecho, que cubrí con una sábana. Bajé sus párpados y los mantuve cerrados un momento, hasta que estuve seguro de que no volverían a abrirse de nuevo.
Entonces me puse en pie. Ni siquiera me molesté en buscar el menor indicio del asesino. Éste habría obrado rápidamente y con efectividad, y como en los casos anteriores, aprovechándose de la impunidad que le confería el ser conocido de sus víctimas.
Pero en este razonamiento había un fallo. Era comprensible que la Armitage y Carmen hubiesen conocido al asesino. ¿Y Dustly? Tampoco había luchado para defender su vida, lo cual indicaba que la muerte le había llegado por sorpresa. ¿De qué conocía él al asesino…, es decir, a la persona de quien yo sospechaba como autor de aquellos crímenes?
Sacudí la cabeza. Éste era un misterio que se aclararía más adelante, con toda seguridad, antes de que se acabase el día. Mientras tanto, ya sabía cuáles habían sido las causas determinantes de la muerte de la pobre Carmen. El haber intervenido en el contrato de los tres «torpedos» había resultado fatal para ella…, pero no exactamente por su intermediación con Da Loura, sino porque los tres rufianes habían muerto y yo estaba vivo.
El razonamiento era lógico. Si yo había salido con vida, tendría que averiguar, tarde o temprano, quién había pedido a Carmen intercediera acerca de Da Loura para conseguir el contrato de los tres rufianes. Esto era tanto como acusarse a sí mismo y, por lo tanto, sabiéndome a mí a salvo y en libertad de proseguir mis investigaciones, Carmen no podía seguir viviendo. Tenía que morir para callar… y había muerto.
Apreté los labios. Aun en medio de su inconsciencia y de sus otros defectos, Carmen no había sido mala del todo. Y, por otra parte, ella no había tenido la menor intervención en la muerte de Spirow. Su mala suerte había consistido en conocer al inventor; eso era todo.
Salí de la casa con todo cuidado, procurando no hacerme demasiado visible, cosa que logré sin el menor esfuerzo. Una vez eh la calle respiré a pleno pulmón.
Entré en un bar y me tomé un whisky doble, mientras me fumaba un cigarrillo. Más que nada, lo hice por tranquilizar mis nervios. Iba a sostener una entrevista cuyo desarrollo preveía, quizá, un poco violento, y quería mantenerme firme en todo momento.
Unos minutos más tarde, tomaba un taxi y me hacía conducir al número 134 de la calle Barrow.
Penetré en la tienda. Paula Scarmer estaba atendiendo en aquellos momentos a un cliente y levantó la vista para mirarme. Su rostro se contorsionó un instante por la cólera, pero al hablarle el cliente volvió a adoptar una expresión de complacencia.
Esperé hasta que ella hubo despachado al cliente. Incluso lo acompañó hasta la puerta de la tienda, la cual cerró luego con el pasador de seguridad. El detalle me resultó altamente revelador.
Paula volvió detrás del mostrador. Abrió un cajón y me encañonó con un revólver que yo conocía muy bien. No era la primera vez que el revólver y yo nos mirábamos cara a cara.
—¿Piensa matarme aquí mismo, en la tienda? —dije, sin inmutarme ante su actitud.
—Antes quiero saber qué es lo que desea de mi —dijo con acento en el cual se transparentaba el odio más absoluto.
—¿Yo? Oh, nada, únicamente vine a comprar unas pilas de repuesto para mi lámpara portátil —respondí acremente. Saqué cigarrillos y le ofrecí uno—. ¿Usted fuma?
—¡Váyase al infierno! —rugió, aunque en tono bajo—. Sabe demasiado que aquí no vendemos esos artículos.
—Lo siento, quizá me equivoqué. ¿O acaso —añadí en tono intrascendente— es que vine a usted para hablarle de unos planos?
—No sé qué es lo que quiere decirme, ni me interesa —guardó el revólver con gesto brusco—. Descorra el cerrojo y váyase.
—Está bien, está bien —dije—. Vaya un modo de atender a los clientes. No ganará usted mucho dinero de esta manera, señorita Scarmer.
—Eso es cuenta mía, maldito intruso.
—Perfectamente. Me iré. Yo solamente había venido a decirle, por si esto podía interesarle, que los planos que dejó el pobre Barry Spirow (¡qué muerte tan horrible la suya!, ¿verdad?), han aparecido. Según creo, los tiene su prometida… Pero, vamos, no me haga mucho caso. Total, si no le interesan…
—No, no me interesan —contestó secamente. Me quité el cigarrillo de la boca y sonreí.
—Muy bien, dispénseme. Adiós.
Y me dirigí hacia la puerta. Pero cuando ya había descorrido el cerrojo, giré sobre mis talones, enfrentándome de nuevo con la Scarmer.
—A propósito, ¿ha oído usted hablar de Assumpto Da Loura?
—No sé quién es ese individuo. ¿Algún mejicano?
—Una mujer de su indiscutible cultura debería saber que con esos nombres y esos apellidos solamente se puede ser portugués o brasileño. O fingirlo, que no es lo mismo.
—No me interesa el señor Da Loura para nada.
—Posiblemente. De todas formas, por si algún día tiene necesidad de sus servicios, búsquelo en el «Atlantic». Es su dueño, ¿sabe?
—Me deja frío, Spencer. Lárguese de una vez.
—Sí. Bien, de todas formas, repito, si quiere contactar con el señor Da Loura, dígaselo a su antigua empleada, Carmen de Diego. Creo que ahora trabaja en el «Atlantic» como vendedora.
Una sonrisa desdeñosa apareció en los labios de la Scarmer.
—No tengo nada que ver con esa pécora barata —dijo despectivamente— creo que vaya a tratarla en lo sucesivo. Nunca me gustaron sus actitudes ni…
—Se comprende, se comprende —murmuré cortésmente, tras de lo cual, salí a la calle.
Sonreí. Mis disparos, si no habían dado en el blanco, habían alcanzado de muy cerca la diana. Por lo menos, sabía que el objetivo había sido alcanzado sensiblemente. Ahora sólo faltaba afinar definitivamente la puntería y largar la salva final.
Busqué un teléfono y marqué el número de la chica del calendario.
—¿Jovita?
—¡Earl! ¡Dios mío, cómo he estado esperando tu llamada!
—Gracias, nena. Dispénsame, pero no he podido hacerlo antes. He tenido mucho trabajo.
—¿Has averiguado algo positivo?
—Bastante. Lo suficiente para poder decirte que casi tengo ya todos los hilos de la trama en las manos.
—Oh, ¿estás seguro?
—Razonablemente seguro, dentro de las limitaciones propias de un hombre que no se cree infalible. Pero no creo equivocarme mucho al decirte que no pasará de esta noche sin que descubra al asesino.
—¡Dios mío! Si fuera verdad…
—Si fuera verdad, ¿qué harías?
Hubo una corta pausa de silencio. Luego ella volvió a hablarme.
—¿En cuánto tiempo estarías listo para casarte conmigo, Earl?
Aquellas palabras me hicieron dar un vuelco al corazón. Respiré hondo; era un disparo demasiado certero para asimilarlo de una sola vez.
—Por mi parte, mañana mismo, si eso pudiera ser.
—Te tomo la palabra, Earl querido —dijo ella—. Nos casaremos lo antes posible, una vez se haya solucionado todo.
—De acuerdo. No obstante, antes de emprender nuestra vida en común, quiero hacerte una advertencia.
—Sí, Earl.
—Soy pobre y no gano demasiado dinero. Quizá tú… Se echó a reír.
—Querido, ¿sabes una cosa? Te prometí dos mil quinientos dólares por la investigación. Una vez la hayas concluido, ése será tu capital, porque yo no tendré un céntimo.
—Bueno, servirá para el viaje de novios, ¿verdad?
—Earl, amor, ven pronto. Ven, te estoy esperando con ansia —exclamó Jovita apasionadamente.
—Lo siento, nena, tendrás que esperar. Hasta la noche no podrá ser.
—Contaré los minutos uno a uno. ¡Qué largo se me hará el tiempo, querido!
—Procura distraerte como puedas. Y ahora, una advertencia muy importante: no salgas de casa para nada en todo el día, ¿estamos?
—¡Earl! ¿Por qué lo dices? —preguntó ella, muy alarmada.
—No te preocupes y haz lo que te digo. Hasta que vaya yo, encerrada en casa, sin salir para nada, ¿estamos?
—De acuerdo, amor —suspiró y lo hizo tan fuertemente que pude oír el suspiro a través del auricular—. Hasta la noche, entonces.
—Adiós, nena.
Colgué el teléfono. Luego consulté el reloj. Era ya hora de tomar el «lunch». Por el momento y hasta que se hiciera de noche, no tenía nada que hacer, de modo que me dispuse a dejar pasar el tiempo de la manera más entretenida posible.