CAPÍTULO XIV

A la mañana siguiente, no sólo no estaba como nuevo, sino que parecía muy usado, tanto como un estropajo viejo. El cuerpo me dolía de arriba abajo y de derecha a izquierda, tenía bastante hinchado aún todo el lado izquierdo de la cara y experimentaba cierta dificultad al masticar. No obstante, y con un poco de buena voluntad y bastante apetito, pude despachar el suculento desayuno que había encargado me subieran al apartamiento.

Al terminar empecé a vestirme, cosa que me costó el doble de tiempo que en circunstancias ordinarias. Cuando ya estaba a punto de lanzarme a la calle, sentí que llamaban a la puerta.

Al principio estuve por no contestar. Luego, armándome de un florero, me dirigí a la puerta y la abrí, retirándome a un lado presurosamente, con el fin de poder rechazar el posible ataque.

La cabeza del sargento Klanner asomó con precaución por el escaso hueco que había dejado. Luego giró el rostro y me vio con el florero en alto.

—Eh, amigo, que no he venido a la guerra.

Dejé el florero en una repisa cercana. Luego cerré y me encaré con el policía.

—¿Qué le trae por aquí, Klanner?

—Hablarle de una cosa. O de dos, mejor dicho —contestó.

Sacó un periódico del bolsillo y lo desplegó ante mí. Sus titulares de la primera página ofendían la vista con letras de diez centímetros de altura.

Una de las informaciones decía:

«Atractiva rubia asesinada a puñaladas en su estudio de delineante».

Y en letras más pequeñas:

«Ignórase momentáneamente la identidad del asesino, aunque la policía asegura tener una firme pista para lograr su detención. ¿Fueron los celos los motivos del crimen?».

La otra información era aún más escandalosa. Decía:

«¿Guerra de pandillas en la ciudad? —Esta mañana han sido descubiertos los cadáveres de tres notorios individuos que tenían cuentas pendientes con la justicia, esparcidos en una distancia de unos doscientos metros. Uno de ellos murió, o fue arrojado a la vía para que muriera, atropellado por el tren. El segundo recibió una terrible andanada de balazos, y el tercero mostraba la mandíbula fracturada por un puntapié antes de ser destrozado por un automóvil lanzado a toda velocidad. ¿Qué es lo que se esconde tras estas muertes?».

Levanté la vista del periódico y miré a Klanner.

—¿Por qué me enseña esto a mí? —inquirí.

El policía sacó un palillo de dientes de su bolsillo y se lo puso en la boca.

—Me supongo que no fue usted el que liquidó a la rubia, pero, dígame, ¿cuál fue su participación exacta en la muerte de esos tres forajidos?

—El ciento por ciento —contesté sin pestañear.

—¿Se cargó a los tres? ¡Qué bestia!

—Cuidado con los comentarios, polizonte —dije, amoscado—. Lo hice solamente para defender mi vida en peligro. Me habían secuestrado y pretendían arrojarme sin conocimiento al paso del rápido de las veintitrés cero nueve. Cometieron un error: creer que estaba desmayado y no haberme atado de pies y manos desde un principio.

Klanner puso un pie sobre una silla y apoyó su codo en la rodilla, mirándome fijamente:

—Cuénteme, cuénteme —dijo—. Esto se pone interesantísimo.

Puesto que no tenía otro remedio, le relaté todo lo sucedido, desde el momento en que acudiera a casa de la Armitage hasta que regresé a la mía. Pero le oculté dos cosas: la máquina con la cual había sido escrita la nota amenazadora y la presencia de Jovita en mi casa.

Klanner escuchó en silencio, sin pestañear en todo el tiempo que duró mi narración. Al finalizar, dijo:

—Desde luego, ha hecho una buena tarea, Nos ha quitado de encima un peso, eliminando a esos tres forajidos. La ciudad tendría que darle una medalla, si valiera mi opinión.

—Gracias. ¿Los conocía usted?

—Sí. Eran tres tipos de vida turbia, pandilleros baratos, que solían alquilarse al mejor postor para faenas sucias como la que le pretendieron hacer a usted. Sin embargo, hasta ahora no tenemos noticias de que se hubiesen embarcado en un asesinato. Lo suyo era el apaleamiento, la coacción por medios violentos, en fin, todo menos las muertes violentas, aunque era lógico suponer que un día u otro terminarían así.

—De modo que, en su opinión, ellos actuaban por mandato de otro.

—Exactamente.

—Sería interesante —dije—, conocer a su patrón habitual.

—No le entiendo —respondió el policía.

—Lo más seguro —expresé— es que Shackles y los otros dos sirvieran de modo más o menos fijo a las órdenes de un tipo de vida airada y que el que quisiera obtener sus servicios, los alquilase por intermedio de éste.

—Es cierto, no se me había ocurrido esa idea. ¿Tiene el teléfono a mano? Lo averiguaremos enseguida. Voy a preguntárselo al sargento Donaldson, que tiene a su cargo la sección de maleantes.

—Venga conmigo.

Mientras que Klanner hablaba por teléfono, encendí un cigarrillo. Esperé cosa de un minuto, al cabo del cual el policía se volvió hacia mí.

—Donaldson dice que habitualmente solían trabajar para un tal Assumpto Da Loura.

—¡Assumpto Da Loura! —comenté, asombrado—. ¿Y quién es ese tipo?

—Un brasileño, o al menos eso dice él. Es dueño del «Atlantic».

—¡El «Atlantic»! —exclamé, poniendo una boca de «O» mayúscula.

—Sí. ¿Por qué tanta extrañeza?

—Es curioso… —murmuré—. Hace unos días, me hablaron de ese local, pero no puedo recordar exactamente quién.

Claro que sabía quién me había hablado del «Atlantic», pero por el momento prefería mantener la boca cerrada. Fingí concentrarme y luego le miré con falsa expresión de desaliento:

—Lo siento, amigo, no consigo recordar quién fue. Klanner se resignó. Luego dijo:

—María me habló ayer del tipo que se había quemado en los estudios de Spirow.

¿Quién es?

—Se llamaba Thomas Ermessy Dustly. Lo sé porque me lo dijo su viuda de una manera indirecta —y acto seguido le di todos los detalles posibles del fallecido tío de Barry.

Klanner me escuchó en silencio, sin dejar de masticar su palillo de dientes. Al terminar asintió con un gruñido.

—Entonces, usted supone que el que mató al tío de Spirow es el mismo que asesinó a la Armitage.

—Justamente.

—¿Y… quién es? —preguntó el policía con sorna. Me puse la mano derecha sobre el pecho.

—Yo, no.

—Pero conoce su identidad. Solté una leve risita.

—Soy un consciente cumplidor de las leyes ciudadanas, sargento. Si supiera quién es el asesino de Dustly y de la Armitage, se lo diría inmediatamente.

Klanner me miró fijamente. Luego sonrió.

—Embustero.

—A su gusto, sargento. Pero conste que no me ofendo por el insulto. Piel de elefante y corazón de niño, ése es mi lema.

—Un lema muy acomodaticio para uno mismo —gruñó el sargento—. Bien, no quiero molestarle más. Adiós.

—Adiós.

Cuando se hubo marchado, me enjugué el sudor de la frente con un pañuelo.

—¡Uf! Creí que no iba a marcharse nunca.

Esperé un buen rato, hasta que estuve seguro de que Klanner se había alejado lo suficiente como para poder salir de casa sin temor alguno. Entonces lo hice yo y me encaminé sin dilación alguna al domicilio de Carmen de Diego.

Deseaba corroborar una vehemente sospecha que había surgido en mi mente apenas el policía mencionó el nombre del local donde la vehemente hispana vendía cigarrillos y flores. Si Da Laura era su dueño, era lógico que Carmen, más o menos, estuviese enterada de alguno de los trapicheos de su dueño y entonces hubiese servido de intermediaria para la contratación de los tres «torpedos» que tan trágico fin habían tenido la noche anterior.

¿Quién le había pedido tal servicio?

Era fácil suponérselo.

Llegué poco más tarde al domicilio de Carmen. Llamé y no me contestó nadie. Aquello me intrigó. A la hora que era, tenía que estar forzosamente en casa; su trabajó en el «Atlantic» terminaba muy tarde.

Llamé una vez más al timbre de la puerta, sin obtener contestación. Entonces me dispuse a hacer lo mismo que en casa de la Armitage, pero vi que no era necesario. La puerta estaba entornada simplemente.

Franqueé el umbral y cerré a mis espaldas, arrugando la nariz al percibir el olor a licor y a tabaco quemado. Se necesitaba estómago para dormir en aquel ambiente.

¿O quizá le duraba aún la borrachera del día anterior?

El vestíbulo estaba desierto. Pasé al dormitorio de la hispana.

Tal como había supuesto, aún dormía la borrachera. Estaba tendida boca abajo en el lecho, semidesnuda, con el rostro casi totalmente tapado por la almohada.

Meneé la cabeza. Lástima de muchachil. Si seguía así, dentro de cinco años estaría hecha una ruina: los ojos vidriosos, el hablar inseguro y las carnes, ahora firmes y mórbidas, se habrían vuelto blandas y gelatinosas por el abuso del alcohol.

En fin, suspiré, eso no era cuenta mía. Ya tenía los años suficientes para saber lo que se hacía. Fui hacia ella y la toqué en el brazo que tenía escondido a medias bajo su pecho.

Al hacerlo, el brazo se escurrió fuera del lecho. Tenía un objeto en la mano que se soltó de unos dedos lacios y sin fuerza alguna. Los dedos, rojos de sangre aún fresca, trazaron cuatro rayas encarnadas en la alfombra del suelo. El acero del cuchillo se veía opacado por la sangre que lo cubría hasta la empuñadura.