CAPÍTULO II
El número 302 de Pacific Hill se hallaba en la parte alta de una colina sembrada de casas de aspecto residencial, bastante separadas entre sí, lo cual deja un espacio suficiente para que ningún vecino pueda entrometerse en la vida de los otros. Prácticamente estaba situado en la misma cima, lo cual le confería una posición privilegiada con respecto a los demás edificios.
Detuve el coche a la entrada del jardín que circundaba la casa. Bajé y durante unos segundos estuve admirando el edificio, que era de un modernismo total y rabiosamente futurista, como jamás había contemplado hasta entonces.
Levanté el pestillo de la puerta de la cerca y crucé el jardincillo que rodeaba el edificio, acercándome a la escalera de acceso. Ésta era de peldaños voladizos y, estaba construida con tal arte que parecía flotar en el aire. Subí los peldaños y al llegar al rellano, la puerta de entrada se descorrió silenciosamente a un lado.
—Bienvenido, señor Spencer —dijo una voz que parecía nacer de todos los rincones.
Miré a derecha e izquierda, sin hallar a la propietaria de la voz, pues era evidente que se trataba de una mujer. Di unos pasos dentro del vestíbulo, grandemente desconcertado al no advertir en él ninguna clase de muebles. Sólo se veían las paredes desnudas y el suelo, éste blando y esponjoso, pero sin el menor adorno de ninguna clase.
«Vaya —pensé—. Ese J. Kerrigan debe hallarse en peor situación que yo. Hasta se le han llevado los muebles…».
—La puerta de la derecha, por favor, señor Spencer —dijo de nuevo la voz.
Aquello empezaba a parecerme sumamente extraño. No obstante, obedecí las indicaciones y me dirigí hacia la puerta señalada, que al igual que la de entrada, se descorrió apenas me acerqué a ella.
Entré en una habitación tan grande como dos veces el vestíbulo. Allí sí que había muebles: seis cojines y nada más. Y también una mujer.
—¡Usted!
La exclamación se me escapó sin poder evitarlo. Ella me miró, un poco sorprendida.
—¡Cómo! ¿Es que me conoce, señor Spencer? Sacudí la cabeza.
—Jamás hubiera soñado en encontrarme frente a usted, señorita…
—Kerrigan, Jovita Kerrigan —dijo ella, aumentando mi asombro con sus palabras. Así, pues, el firmante de la carta era nada menos que la chica del calendario.
Vestía exactamente igual que en la fotografía, excepto por el color de su malla, que era ahora de un verde manzana muy claro. También tenía el cabello recogido en la nuca en un tirante moño. Todo lo demás —y había en ella mucho de «todo lo demás», contemplado al natural— era exactamente igual a como yo lo había visto hasta entonces.
—¿Cómo es que me conoce usted? —preguntó, un tanto sorprendida.
—La fotografía del calendario —dije, y entonces ella se echó a reír.
—Es cierto. Debí haberlo sospechado desde el primer momento, señor Spencer. Bien, ¿quiere sentarse?
Miré en torno mío. Allí no había ninguna silla, sólo cojines.
Ella sonrió. Estaba junto a uno de los muros, de color shocking pink[1], y apretó un botón.
Al instante, un cómodo sillón surgió de la pared junto a la cual me hallaba yo.
—¿Esto es una casa para personas normales o se trata de un edificio embrujado? —pregunté, tomando asiento en el sillón, que no era otra cosa que una tabla de sesenta centímetros de lado, aunque muy blanca y cómoda, desde luego.
—Más adelante se enterará usted de las restantes peculiaridades del edificio, señor Spencer. Una de ellas es que cualquier habitación sirve como dormitorio. Esta misma, por ejemplo. Cuando usted tiene sueño, es suficiente con graduar el termostato a la temperatura que desee y tenderse en el suelo. No es necesario más.
Miré hacia las dos paredes de la izquierda. Eran sendos muros de cristal. Ella advirtió mi gesto de sorpresa. El Océano Pacífico se divisaba perfectamente desde allí, pero también las casas de los vecinos, situada la más alejada a unos sesenta o setenta metros de distancia. Por la noche debería ser sumamente fácil ver lo que sucedía en aquella habitación.
Jovita Kerrigan sonrió. Pulsó otro botón y al instante los dos vidrios se hicieron opacos.
—Soslayado el inconveniente, señor Spencer.
Tragué saliva. Aquello empezaba a resultar demasiado para mí. Con dedos temblorosos saqué un cigarrillo y lo encendí. Un cenicero brotó del suelo al instante, en un delgado y largo pie de metal negro, haciéndome dar un respingo.
—Tendrá usted que acostumbrarse a las rarezas de esta casa, señor Spencer —dijo ella—. Todo es automático, movido por la electrónica. Para obtener cualquier cosa que se desea, no hay sino apretar el botón correspondiente.
—¿También para tomar una copa? —dije con cierta ironía.
—También —repuso ella muy seria. Apretó un botón y un panel que había frente a mí se descorrió hacia arriba, dejando ver un bar magníficamente surtido—: ¿Qué desea beber? —preguntó.
—Er… whisky. Con dos dedos de agua solamente. Sin hielo.
Me lo trajo y durante unos segundos percibí en los míos la magnética mirada de sus ojos verdes que aun en pleno día parecían fosforescer con un resplandor semejante a los de los felinos. Luego, me entregó la copa y ella tomó un sorbo de la suya.
Volvióse y caminó, ondulando cadenciosamente, hacia el rincón donde había permanecido hasta entonces. Se tendió en el suelo a medias, adoptando una postura muy similar a la del calendario. El verde claro de su malla contrastaba agradablemente con el rosa chocante de las paredes y el suelo.
—Todos estos automatismos que tanto le han maravillado a usted, señor Spencer, son el motivo de que le haya llamado para utilizar sus servicios, en el caso de que acabemos por entendernos.
Pensando en María, me dije que forzosamente tendríamos que entendernos. ¿Cómo iba a devolverle, si no, el cheque va consumido?
—El autor de todas estas maravillas, de las Cuales usted no ha visto sino una ínfima parte —continuó ella—, se llamaba Barry Spirow. Era mi prometido y murió asesinado dos días antes de la fecha fijada para nuestra boda. Quiero que encuentre a sus asesinos y los entregue a la justicia. Por todo ello le pagaré dos mil quinientos dólares, señor Spencer.
La miré tranquilamente durante unos segundos.
—Me temo que eso no podrá ser, señorita Kerrigan.
—¿Por qué?
—Usted ha equivocado el disco conmigo —manifesté—. No soy el clásico detective a lo Mickey Spillane. Solamente soy un investigador que, en la inmensa mayoría de los casos, se dedica a recopilar informes comerciales para quien los necesita. Algunas veces me he dedicado a seguir mujeres volubles por encargo de esposos celosos o esposos volubles por mandato de mujeres celosas, pero nada más. De crímenes y asesinatos, ni hablar.
Ella suspiró y al hacerlo se le hinchó brevemente el seno, esbelto y mórbido y firme bajo la tensa malla que lo cubría. Estoy seguro que debajo de aquella tela, no llevaba nada más que su propia piel.
—Es una lástima —dijo—. Yo creía haber hecho una elección acertada con usted, pero veo que me he equivocado.
Dejé la punta del cigarrillo en el cenicero y me puse en pie.
—Soy bastante amigo del sargento Klanner, de la policía ciudadana —dije—. Si quiere, le puedo hablar…
Ella sacudió la cabeza.
—No. La policía ya ha hecho todo cuanto podía hacer —contestó—. No darán un paso más para continuar un caso que han declarado oficialmente cerrado.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Me lo comunicaron.
—Bien —suspiré—. Lo siento otra vez. Los crímenes no son mi especialidad. Lamento haberle hecho perder su tiempo, aunque, por supuesto, no lo lamento en lo que a nuestro conocimiento se refiere. Me gustaría ayudarla, palabra, pero no puedo hacerlo. Además, me extraña que se haya fijado especialmente en mí, el hombre menos indicado para llevar a cabo sus propósitos.
—¿Usted cree? —dijo con negligencia—. No es usted un investigador de fama, ha actuado hasta ahora en cosas completamente distintas a las que yo he tratado de encomendarle, nadie, casi, le conoce y, en fin, nunca nos hemos visto hasta este momento. Las condiciones necesarias para investigar la muerte de mi prometido, son, pues, ideales.
—Es una lástima —dije—. Me hubiera gustado ayudarla, pero no puedo entremeterme en el camino de la policía. Perdería mi licencia y vivo de ello, ¿comprende?
—Son dos mil quinientos dólares, señor Spencer.
—Aun así. Gracias por haberse fijado en mí y gracias por haberme dado la ocasión de conocerla. Sinceramente, es la cosa que más ardientemente había deseado en mi vida durante los últimos tiempos.
—¿De veras? —sonrió, evidentemente halagada.
—Se lo juro —respondí con acento de absoluta sinceridad—. Su fotografía me tiene robado el corazón.
—¡Cuánto me alegra oírle hablar así, señor Spencer! Otros comentarios no han sido tan halagadores.
—Los que los hicieron tendrían barba mental, se lo aseguro —reí. Ella me acompañó durante unos segundos y luego se puso seria.
—Celebro haberle conocido también, señor Spencer. —Se puso en pie y caminó hacia mí. Aun yendo descalza, era muy alta y su frente me llegaba al puente de mi nariz.
Estreché su mano, cálida y llena de vida.
—Adiós —me dijo.
—Le devolveré el cheque a la mayor brevedad posible, señorita Kerrigan.
—Olvídelo. Considérelo como sus honorarios por la molestia. Gracias de todas formas. Salimos hacia el vestíbulo. Una vez más me volví a mirarla. Dentro de mí empezó a romperse algo. Una vocecita interior me decía: «¡Ayúdala, ayúdala!», pero la sensatez se impuso.
Bajé los escalones y me dirigí hacia la salida. A unos metros de mi coche vi parado un sedán negro.
Había tres hombres en el coche, cuyo aspecto no me gustó nada. Fumaban en silencio, mirando frente a sí, como si no les importara en absoluto contemplar el espléndido panorama que se divisaba desde aquella altura.
La presencia de aquel trío frente a la casa de Jovita me dio mucho que pensar. ¿Qué diablos podían hacer allí tres fulanos como aquéllos con una pinta de «torpedos» que no podían con ella?
Acabé por encogerme de hombros. Quizá no eran más que aprensiones mías. Ni siquiera me dedicaron una leve mirada de curiosidad. Con que me senté tras el volante y arranqué, trepando un poco para girar más arriba del sedán.
Luego me encaminé hacia la ciudad. Pero apenas había recorrido una docena de metros, se me ocurrió mirar por el retrovisor.
Los tipos se habían bajado del coche y cruzaban el jardín en dirección a la casa de Jovita. Aquello me escamó. ¿Por qué no lo habían hecho desde el primer momento?
Frené la marcha del coche y saqué la cabeza por la ventanilla. El trío remontaba ya la escalera.
Seguí rodando unos metros más hasta que los hube visto desaparecer en el interior del edificio. Entonces apliqué el freno y me bajé del coche.
Caminé a buen paso hacia la casa. Quizá iba a meterme donde no me llamaban; muy posiblemente iba a cometer una espantosa gajfe, pero quería asegurarme de las intenciones del trío.
Subí los peldaños de cuatro en cuatro. La puerta volvió a descorrerse al hallarme a un metro de distancia. Esto era fácil de suponer: una célula fotoeléctrica que activaba el mecanismo de apertura. Pasé al otro lado y no digo que caminé de puntillas porque con aquel pavimento no era necesario guardar tales precauciones.
De pronto sonó una voz que me sobresaltó. Era hombruna y tenía un acento bronco, desagradable.
—Vamos, preciosa, vamos, dinos dónde están los planos.
—No sé nada de lo que están diciendo —contestó la muchacha. Su voz parecía serena—. Barry Spirow no quiso decírmelo nunca.
—¿Crees que nos vamos a tragar esa bola? Tú eras su prometida, estabas al corriente de todos sus proyectos y todos sus inventos. Era un magnífico inventor, pero todo cuanto había hecho hasta entonces era pura porquería comparado con su último descubrimiento. Y eso es lo que nosotros andamos buscando, ¿comprendes?
—Comprenderlo, claro que lo comprendo —respondió ella sin amilanarse—. Ahora sería preciso saber dónde están los planos que ustedes acaban de mencionar, porque yo no tengo la menor idea de ello.
—Déjame, Shackles —dijo una voz distinta a la primera que había escuchado—. Tú no sabes cómo tratar a las mujeres. Yo, sí.
E inmediatamente se oyó el chasquido de una bofetada, seguido a continuación de un gemido ahogado.
Aquello hizo que me hirviera la sangre en las venas. Por un momento, estuve indeciso; ellos eran tres y posiblemente armados, pero ella era La Chica del Calendario, la mujer a quien yo había contemplado durante tantas y tantas horas, enamorado platónicamente de ella y ansiando dar un brazo o cosa así por conocerla. Y ahora que la había conocido y se encontraba en un grave aprieto, ¿iba a dejarla a solas con sus apuros?
No lo dudé más. Avancé hacia la puerta, que se descorrió sola, y penetré un par de pasos en la estancia.
Jovita estaba tendida en el suelo, con la mano sobre la mejilla golpeada. Sus ojos brillaron de puro júbilo al verme.
—¡Spencer! —gritó.
Al oír mi nombre, los tres individuos se volvieron simultáneamente hacia mí. Uno de ellos refunfuñó:
—¿Qué hace aquí este tipo?
—Se lo voy a decir ahora mismo —contesté, y antes de que pudiera apercibirse a la defensa, le aticé con todas mis fuerzas en la mandíbula.
El tipo cayó al suelo con los pies por alto. Otro de sus compañeros lanzó un bramido y se arrojó sobre mí, haciendo voltear los brazos como aspas de molino.
Aguardé su llegada. Cuando ya estaba sobre mí, me agarré con todas mis fuerzas al brazo derecho. Metí el hombro y giré en redondo. Los pies del tipo perdieron el contacto con el suelo y lo hice volar por los aires. El suelo podría ser blando, pero la pared era dura. Chocó contra ella y perdió el conocimiento.
Quedaba un tercero. Éste se dio cuenta de que en un cuerpo a cuerpo su victoria resultaba muy problemática. Con que metió mano a la chaqueta y sacó una pistola.
No sé qué hubiera sido de mí si en aquel momento Jovita no le hubiera lanzado un almohadón con todas sus fuerzas. El cojín le golpeó en la nuca, haciéndole perder momentáneamente el equilibrio.
No le dejé recobrarse. Levanté el pie derecho, golpeándole en la mano armada y haciendo volar la pistola por los aires. Al quedarse desarmado, el tipo pareció bastante confundido.
—¡Bravo, Earl! —gritó la muchacha.
Aquel grito de ánimo me reconfortó notablemente. Hasta entonces había sido un obscuro investigador, cuya vida se había desarrollado en un medio puramente rutinario y carente de incentivo. Ahora era un héroe y tenía que defender a una dama, precisamente a la misma que había ocupado mis pensamientos durante tantos y tan largos meses.
Sin vacilar más, me arrojé contra el rufián, golpeándole con todas mis fuerzas, con ambos puños. Le castigué bien los flancos —parecía como si hubiese estudiado boxeo por correspondencia—, y cuando lo tuve maduro, le apliqué un terrorífico gancho de derecha al mentón que lo fulminó en el acto.
No me faltó sino ponerle el pie encima, hinchar el pecho y lanzar un grito a lo Tarzán, pero fue Jovita la que lo hizo:
—¡Cuidado, Earl!
Me volví rápidamente. Vi que algo obscuro y al mismo tiempo brillante, descendía sobre mi cabeza. Era una pistola, cuyo cañón atravesó fácilmente el aro de defensa de mis brazos, impactando con terrible fuerza sobre mi cráneo.
Creí que la frente me estallaba en mil pedazos y que éstos eran arrojados al espacio, despidiendo tras sí enceguecedoras estrellas de todos los colores. Luego, repentinamente, el suelo subió con gran rapidez hacia mi rostro. El color shocking pink se volvió de pronto negro del todo.