CAPÍTULO VII
El vestido era negro, muy ajustado a la opulenta anatomía de la dueña de la casa, y su parte superior era completamente transparente. Debajo de aquel tejido, Marylou no llevaba nada más.
Baxter parpadeó.
—Ahora tengo que decir como en las historietas gráficas: ¡Glub...!
Marylou sonrió, complacida.
—Es la indumentaria adecuada para una entrevista íntima —dijo, a la vez que se apoderaba del brazo de su visitante—. Ven, ya tengo el hielo preparado.
—En estos momentos, lo que menos me conviene es hielo —contestó él.
—Es para las bebidas, hombre.
—Ya me imagino. Marylou, me siento un caníbal. Ella hizo aletear las pestañas.
— ¿Estás hambriento?
Baxter decidió iniciar la ofensiva y pasó los brazos por el talle de la mujer.
—Hambriento de... eso...
—Antes de comer... siempre se toma un aperitivo —dijo ella, echando el busto hacia atrás.
Baxter buscó, con los labios, el perfumado cuello femenino. Marylou se estremeció.
—Budd, por favor...
— ¡Ríndete! —pidió él—. Si no tienes pañuelo blanco, yo te daré el mío.
—Eres terriblemente directo —jadeó Marylou—. Acabas de llegar y, sin más, ya has pasado al ataque...
Pero los labios de Baxter la impedían hablar. Marylou no se había encontrado nunca con un hombre tan impetuoso. Sintióse invadida por un ardiente vértigo de pasión y se dio cuenta de que era una muñeca de cera en manos de un artista que la convertiría en algo maleable, perdida por completo la voluntad. Placenteramente, cesó de resistirse y se dejó llevar por el hechizo de aquellos instantes.
Mucho más tarde, Marylou extendió lánguidamente sus brazos desnudos.
—Eres terrible... —dijo.
Baxter encendió dos cigarrillos y le entregó uno. Ella inhaló el humo, largamente.
—No creas —dijo Baxter—. Soy un hombre corrientito. .
Marylou volvió la cabeza y le miró a través de los párpados entornados.
— ¿Corrientito? Parecías un náufrago...
Baxter se inclinó hacia ella y rozó, con los labios, el cálido pecho femenino.
—Adivinaste que me sentía hambriento, y procuraste saciarme —dijo—. No sabes cuánto agradezco esta obra de caridad.
Ella soltó una risita.
—Sí, siempre dijeron de mí que era muy caritativa —contestó.
— ¿También lo decía Culver?
Marylou se puso seria, repentinamente.
— ¿Por qué mencionas a ese repugnante individuo?
—He venido aquí para hablar de él, entre otras cosas, claro. Pero si te molesta, lo dejaremos para una mejor ocasión...
Baxter apartó a un lado la sábana y se sentó en el borde de la cama. Ella tiró de su brazo.
—No tengas prisa, hombre —dijo—. ¿Qué quieres saber de Culver?
— ¿Cuánto te estafó?
—Ochenta mil. Si recuperas esa suma, tendrás dieciséis mil.
—Eso es el veinte por ciento, hermosa.
—Sí.
—Y yo hablé, solamente, del diez.
—Sí.
Baxter miró a su atractiva interlocutora. Ella sonreía de un modo extraño.
—No soy hombre que vive de las mujeres —dijo Baxter.
—He dado por perdidos esos ochenta mil. Por lo tanto, si consigo recuperar sesenta y cuatro mil dólares, será mucho más de lo que podía imaginarme antes de conocerte.
—Muy bien, de acuerdo. Pero necesito información.
Marylou se incorporó un poco, y quedó recostada sobre el codo.
— ¿Qué información? —preguntó.
—Toda.
—Bueno, formamos una sociedad...
— ¿Con documentos públicos y legales?
—No, claro que no. Fue., un acuerdo privado con Culver. Nos iba a ceder la patente de una nueva maquinaria para la extracción de petróleo.
Baxter pensó inmediatamente en Nellie Stoddard. El poder de persuasión de Culver, se dijo, debía de haber sido inagotable.
—En total, unos cuatrocientos ochenta mil dólares, ya que los socios eran seis —dijo.
—Medio millón. Algunos aportaron un poco menos. Catheby puso cien mil dólares. Por lo tanto, los beneficios se repartirían proporcionalmente a las aportaciones respectivas.
—Y Culver, cedía, por completo, todos sus derechos.
— ¡Claro!
—Pero... ¿cómo estabais tan seguros de que era una maquinaria realmente efectiva?
—Bien, él nos presentó a un reputado ingeniero y prospector, con el título de geólogo, además. Nos enseñaron los planos y nos dieron una verdadera referencia.
— ¿Cómo se llamaba el ingeniero?
—Haddock.
Baxter cerró los ojos, un instante. Sí, el truco del perfecto timador. Un cómplice, debidamente instruido... quizá durante meses, a fin de evitar cualquier tallo en la representación final.
—Un momento —dijo—. ¿Se os ocurrió, siquiera, llevar expertos propios?
— ¡Claro! Larry Sullivan es ingeniero. Él fue quien dijo que era un buen negocio, y nos convenció de que debíamos comprar la patente.
— ¿Cómo se efectuó el pago?
—Yo di un cheque. Culver quería el importe en billetes, pero yo no tenía ganas de andar por ahí con un paquete de dinero. Sullivan tomó mi cheque y dijo que se encargaría de la operación. Ya no supe más, hasta que Catheby me dijo que habíamos sido timados.