CAPITULO IX

 

El propio ímpetu del proyectil arrojó las llamas hacia la espalda dé Bevis, impidiendo así que prendieran en las ropas del joven. El petróleo se esparció ardiendo en un gran charco que iluminó siniestramente la escena.

Al oír la detonación y advertir que el farol había sido alcanzado por el proyectil, Bevis actuó de manera rapidísima, como si previamente hubiera estado advertido de lo que le iba a suceder.

Lo primero que hizo fue lanzar un grito de advertencia a la muchacha. Laura, por su parte, no fue tampoco remisa en el obrar, y así, unos segundos más tarde de haberse oído el disparo, ya estaba acurrucada en el fondo de la falsa tumba, junto a Bevis.

Varias detonaciones más tabletearon en las tinieblas, frente a la pareja. La tierra voló en todas direcciones cuando las balas se clavaron en el suelo, a corta distancia de sus cabezas, pero la sepultura abierta constituía suficiente protección y ninguno de los dos sufrió el menor daño.

Las llamas se extinguieron bien pronto, al consumir rápidamente el petróleo desparramado. Entonces, Laura acercó su boca al rostro del joven y preguntó en voz baja:

—¿Quién cree usted que puede ser, Bevis?

—Lo ignoro, Laura —contestó él, apeando inconscientemente el tratamiento—, a no ser que le diga que es alguien que no me quiere bien. Pero aquí, sin hacer nada, corro peligro, y estoy desarmado.

Efectivamente, para trabajar con más comodidad, Bevis se había despojado de sus revólveres, los cuales había dejado colgados por el cinturón del pomo de la silla de «Negrita». Aprovechándose de que las tinieblas se habían hecho de nuevo, dijo a la muchacha que no se moviera de allí y luego, con un ágil salto, salió fuera de aquella improvisada trinchera, dirigiéndose a todo correr hacia el lugar donde había dejado los animales.

Sus pasos debieron ser oídos, porque inmediatamente estallaron varias detonaciones más. Las balas silbaron en torno suyo, sin conseguir hacer blanco, y ello lo dio idea de que eran más de uno los que tiraban contra él.

En pocas zancadas llegó hasta la yegua. Inmediatamente, tomó el cinturón con los revólveres, sujetándoselo con gran rapidez en torno a la cintura, después de lo cual sacó el rifle de la funda y regresó adonde Laura le esperaba ansiosamente.

Todavía le faltaban unos cuantos metros para llegar a la sepultura cuando, de pronto, un agudísimo grito hendió la oscuridad.

Bevis no dudó que Laura se hallaba en un gran apuro. Sir, importarle el peligro que pudiera correr, alargó la longitud de sus saltos, presentándose allí en un santiamén. Oyó ruido como de lucha y forcejeo y luego una sonora imprecación, proferida por una boca masculina.

—¡Bevis! ¡Bevis! —gritó Laura.

Como si hubiera tenido ballestas en sus piernas, el joven saltó hacia adelante. Tan ciego era su ímpetu, que no pudo por menos que chocar contra la pareja que se debatía furiosamente, derribando por tierra a Laura y su atacante.

Este lanzó una sonora maldición, al mismo tiempo que golpeaba con el pie a la muchacha, haciéndola rodar de nuevo al fondo de la tumba abierta. Luego, echó mano a su revólver.

Pero ya había perdido mucho tiempo y el índice derecho del joven ya se curvaba en torno al gatillo del rifle. El arma escupió un chorro de fuego que abrasó el rostro del forajido.

La detonación cortó en flor el grito de agonía del asaltante, quien se desplomó hacia atrás, muerto instantáneamente. Sin embargo, y a pesar de que el chispazo del disparo había durado apenas un segundo, este corto espacio de tiempo fue más que suficiente para que Bevis pudiera reconocer a Alberto, el capataz de la muchacha.

Tan estupefacto le dejó aquel insólito descubrimiento, que llegó a olvidarse casi de la situación en que se hallaba. El furioso zumbido de una bala, pasándole a cortísima distancia de su oreja, le volvió a la realidad, y al momento se arrojó de nuevo al suelo.

Durante unos momentos, el fuego se reanudó nuevamente por parte de los atacantes. Bevis se hundió en el seguro refugio de la sepultura, sosteniendo fuertemente el rifle entre sus manos, en tanto que sus pupilas pugnaban por atravesar las densas tinieblas que le impedían la visión de las cosas.

Después, el fuego se estabilizó, quedando en un disparo cada cuarto de minuto, aproximadamente. Bevis observó que los fogonazos, se producían desde distinto punto cada vez, como si los tiradores temieran ser sorprendidos por el chispazo del disparo. Prudentemente y con el fin de conservar las municiones, Bevis se abstuvo de responder, guardando un absoluto silencio.

Poco antes, el fuego se fue esparciendo hasta cesar absolutamente. Un silencio total, denso, absoluto, se expandió por aquel lugar, en el que ni siquiera un débil soplo de aire era suficiente para mover las ramas de los álamos que había en la ladera del cerrillo.

Bevis y Laura permanecieron así un buen rato, intentando ver en las tinieblas, sin conseguirlo. Lentamente fue creciendo la tensión, hasta hacerse intolerable, angustiosa.

El joven sintió que una mano buscaba la suya. Tomó la de Laura, encontrándola fría y temblorosa. Se la oprimió varias veces, como si quisiera infundirle ánimo y asi permanecieron unos minutos más, sin hacer el menor gesto, respirando lo menos posible para evitar todo sonido.

Bruscamente, un suave siseo llegó a los oídos de Bevis. Los cabellos se le erizaron al joven, cuando pensó en la posibilidad de una víbora acercándose en la oscuridad, pero bien pronto hubo de desechar tal suposición.

El ruido era sensiblemente mayor que el que hubiera podido causar un reptil. Bevis dedujo que alguno de sus desconocidos sitiadores se les estaba aproximando con intenciones poco amistosas y en un segundo decidió salir a su encuentro, pasando a la contraofensiva.

Pegó su boca al oído de Laura y le dijo:

—Tome mi rifle y quédese aquí, sin moverse por nada del mundo, a no ser que sea yo el que se lo diga.

Antes de que la muchacha pudiera contestarle, ya él había salido fuera de la tumba, deslizándose por el suelo con la facilidad de un indio. Centímetro a centímetro, pegado a la tierra totalmente, fue ganado terreno, moviéndose con la lentitud de una tortuga.

De vez en cuando se detenía para escuchar y orientarse. Las tinieblas originaban mil diversas sombras que en más de una ocasión le hicieron levantar el cañón del revólver, bajándolo luego inmediatamente cuando se daba cuenta de que todo era una ilusión óptica. Los momentos eran angustiosos, de una tensión extrema.

Bruscamente, algo jadeó muy cerca de él. Bevis casi adivinó a su contrincante más que lo vio, pero aquel jadeo delató a su enemigo, porque era el causado por el esfuerzo de ponerse en pie y abalanzarse sobre el joven.

Una estrella se reflejó en el acero de su enemigo durante una décima de segundo. La negra silueta del forajido que se le arrojaba encima destacó contra el telón estrellado del cielo.

Bevis volteó rapidísimamente sobre sí, al mismo tiempo que levantaba las dos piernas unidas. El hombre tropezó con sus pies y cayó, profiriendo una espantosa maldición.

El joven se volvió hacia su enemigo, el cual, con la agilidad de un gato, se había recuperado y se le arrojaba encima. Bevis había esperado sorprenderle y, apresándole, hacerle hablar para obtener ciertos detalles complementarios que sin duda le sería de gran utilidad para el logro de su objetivo.

Pero el rufián no le dejó opción alguna. Bevis no tuvo otro remedio que levantar el revólver y disparar varias veces, en rápida sucesión, contra aquel individuo que se le echaba encima, empuñando el acero con ánimo de matarle.

El asesino se estremeció horriblemente a medida que las balas le iban penetrando en la carne. Lanzó un gran grito y luego, soltando el cuchillo, se desplomó de cara al suelo, arañando convulsivamente la tierra con sus manos engarfiadas por la agonía.

Apenas había cesado el rumor de sus disparos, cuando otro aluvión de fuego brotó de las tinieblas. Bevis rodó varias veces sobre sí mismo, para alejarse del lugar del cortísimo combate, escuchando el horrendo sonido de los proyectiles al clavarse en la tierra.

Cuando los disparos hubieron remitido un tanto, Bevis, con las mismas precauciones que al principio, se arrastró hacia la trinchera. Apenas había caído en su fondo, unos brazos le rodearon el cuello.

Junto a su rostro, percibió el húmedo de Laura. La muchacha sollozaba angustiosamente.

—¡Oh, Dios mío! ¡Bevis..., oh, temí que le hubieran matado...!

—Cállese, por favor —rogó él, íntimamente satisfecho por la actitud de la joven—. Afortunadamente, no me ha ocurrido nada, pero ahora debemos guardar silencio. Por favor...

Laura obedeció y al cabo de un momento, dándose cuenta de que aun tenía los brazos en torno al cuello de Bevis, deshizo el abrazo, alegrándose en su intimidad de que Bevis no pudiera advertir el violento rubor que había afluido a sus mejillas.

La noche transcurrió lenta, interminable, con esporádicas acciones por parte de sus sitiadores, quienes ya no se atrevieron a repetir la intentona, confiando más bien en el albur de una bala perdida que en sus propias fuerzas. Bevis mantuvo su vigilancia durante todo el tiempo y sólo cuando por Oriente percibió una debilísima línea gris, respiró con tranquilidad.

Como si su suspiro hubiera sido una señal, a lo lejos se oyeron cascos de caballo alejándose a, todo galope. No obstante. Bevis permaneció quieto en el fondo de la zanja, hasta que hubo suficiente luz para poder ver que el enemigo había levantado totalmente el sitio.

Entonces se incorporó y ayudó a hacer lo propio a la muchacha. Bevis advirtió claramente el estremecimiento que recorrió el esbelto cuerpo de Laura al ver un cadáver casi en el mismo borde de la sepultura y otros a unos veinticinco centímetros de distancia.

Bevis salió fuera, tendiendo la mano a la joven para que pudiera hacer lo propio. La volvió de espaldas a los muertos.

—Uno de ellos es Alberto, su capataz —dijo—, lo cual me explica por qué me esperaba Williams y su pandilla en Bishop.

—¡Alberto, traidor! —exclamó la muchacha, horrorizada.

—Así es, Laura —dijo él con tono duro—. Pero esto no me alcanza a aclarar por qué avisó a Williams. No obstante, me parece que no tardaremos mucho tiempo en saberlo. Aguarde aquí un momento.

Dejándola junto a los caballos, Bevis caminó hasta el sitio donde estaba el hombre que pretendiera matarle con el cuchillo. Ni un músculo dé su rostro se estremeció al reconocer en él a Stuwe.

—En Bishop debieron morir dos más de la pandilla, de modo que ahora quedan otros dos —murmuró apagadamente—. Uno de ellos debe ser Predicador y el otro, con toda seguridad, el propio Williams. Este no es hombre cobarde, aunque en situaciones como éstas, prefiere mandar a los suyos por delante.

«Indudablemente —continuó, en tanto regresaba—, Williams se ha puesto al lado de los que quieren liquidarme. Cómo lograron su adhesión, no sé explicármelo, aunque ya me figuro que debió ser prometiéndole una buena participación en el oro de Cañón Hondo o cosa por el estilo. Si lograra echarle la zarpa a ese Williams, ¡cuántas cosas me contaría!

Laura le acogió con una expresión inquisitiva en su rostro.

—¿Qué ha averiguado, Bevis? —preguntó.

—Nada, excepto que los asaltantes se dejaron dos muertos en el campo.

—¿Qué piensa hacer usted ahora?

El joven meditó unos segundos. Luego levantó la vista, fijándola en el pálido rostro de la muchacha, cuyos párpados estaban violáceos.

—Se encuentra fatigada y debiera regresar al rancho a descansar y reponerse de las fatigas y emociones de esta noche.

Ella sacudió la cabeza enérgicamente.

—No. No me separaré de usted hasta que toda esta pesadilla haya concluido. Ocurra lo que ocurra, seguiré a su lado hasta el final.

—El final puede ser muy distinto a lo que usted se imagina, Laura —insistió él.

—No me importa. Después de lo ocurrido, creo que también buscan matarme a mí y aunque no sea más que por hallar a los asesinos de Juan, no quiero que ocurra tal cosa.

—Sin poder contenerse, Bevis tomó entre las suyas una de las manos de Laura.

—¿De modo que ya no piensa en mí como en el hombre que mató a Juan?

Ella desvió la mirada, incapaz de resistir la del joven.

—No, Bevis —dijo en voz muy baja, su seno subiendo y bajando rápidamente a impulsos de la agitada respiración que le causaba la emoción de aquellos instantes.

Bevis contuvo los intensos deseos que sentía de estrechar a la joven entre sus brazos. Después de unos momentos de profundo silencio, dijo:

—Bien, antes de seguir adelante, es preciso reponer las energías gastadas, Laura.

—¿Qué va a hacer, Bevis?

Este soltó la mano de la muchacha y se dirigió hacia el caballo de carga.

—Pensando en que acaso tuviera que permanecer fuera del rancho algún tiempo más del calculado, hice que me pusieran algo de comida. Ahora, lo primero de todo, vamos a desayunar. Luego le expondré parte de mi plan.

El desayuno se compuso de un poco de tasajo, torta fría y algo de café que Bevis había llevado hecho y que calentó en la misma cantimplora en que lo había traído, sobre las brasas de una pequeña hoguera que encendió en el bosquecillo de álamos adonde se habían retirado para mejor pasar desapercibidos.

El desayuno les reconfortó notablemente. Al terminar, Bevis encendió un cigarrillo, aspirando con avidez el humo, sentado en cuclillas frente a los restos de la hoguera.

—¿Y bien? —dijo Laura, sin poder ocultar su impaciencia.

Contemplando, interesado, la brasa de su pitillo, Bevis dijo:

—Tengo formada una hipótesis, Laura...

—¿Acerca de qué, Bevis? —inquirió ella.

—El cadáver de Juan no estaba en la sepultura en que a usted le aseguraron haberlo enterrado. Ergo, en alguna parte tiene que estar, ¿no cree?

—Sí, pero...

Bevis no la dejó continuar.

—Debiera devolverla al rancho, pero esto podría suponer muchos riesgos y si la acompaño yo, demasiada pérdida de tiempo. En las actuales circunstancias, no podemos permitirnos el lujo de hacer tales cosas, que no serían más que grandes deslices, que nuestros enemigos aprovecharían indudablemente. Voto, pues, por montar a caballo y partir inmediatamente de aquí.

—Desde luego, pero ¿hacia dónde, Bevis?

Antes de contestar, el joven tiró la última bocanada de humo.

—Hacia Cañón Hondo —dijo, con acento lleno de seguridad.

Laura enarcó las cejas y su gesto expresaba todo lo que su boca no decía. El joven repitió:

—Hacia Cañón Hondo, Laura.

—¿Por qué, Bevis?

—Por la sencilla razón de que estimo que en aquel lugar está la solución de todo...

Bevis calló repentinamente. Sus ojos brillaron de tal forma, que Laura llegó a alarmarse.

—¡No se detenga; continúe, por el amor de Dios! ¿Qué es lo que busca en Cañón Hondo, Bevis?

—A Juan. A Juan, Laura... ¡vivo!