CAPITULO V

Desde el montículo en que se encontraba, Bevis contempló la serie de edificaciones que se extendían a sus pies, a una distancia no superior a los cuatrocientos metros.

El joven se hallaba oculto a la vista de los moradores del rancho, por un grupo de algodoneros que le prestaba la suficiente protección. Allí había estado durante todo el día, sin que nadie le molestara, aguardando el momento oportuno para poder llegar al rancho desprovisto del temor de ser sorprendido y apresado por los peones de Laura Quesada.

El día avanzaba rápidamente hacia el crepúsculo. Notas de color violeta invadían cada vez más intensamente los tonos azules del cielo y era evidente que antes de media hora el negro manto de la noche habría cubierto el rancho y todo cuanto le rodeaba. Entonces sería llegado el momento de actuar.

Bevis aguardó pacientemente ese momento. Se había permitido, incluso, el lujo de descabezar un sueñecito, puesto que no había dormido nada la noche precedente, y ahora, aunque hambriento, se sentía relativamente fresco y descansado.

Desde aquel cerro había estado estudiando minuciosamente todos los edificios del rancho. Sabía, incluso, el lugar donde se alojaba la muchacha, y su paciente observación le había servido para que, cuando fuese la hora, pudiera llegar hasta ella sin la menor vacilación.

El rancho estaba compuesto por un gran edificio de blancas paredes y rojas tejas, de estilo español, situado en el centro de una gran U, cuyas ramas laterales eran las casas de los peones, así como las cuadras y los establos. Pero éstas se encontraban en la parte posterior del edificio principal, cuya fachada daba frente a un gran jardín, lleno de frondosos árboles y matas de flores y en el que se veían un par de estanques alimentados por sendos surtidores. En aquel lugar batido por el sol, la vista del jardín era algo notablemente reconfortante y consolador para las fatigadas pupilas del joven.

Una hora después de haberse puesto el sol, Bevis abandonó su escondite y tan silencioso como una serpiente, se deslizó cerro abajo hacia el rancho, al cual llegó en un breve espacio de tiempo. El jardín estaba rodeado de una gruesa tapia, de unos tres metros de altura, pero éste fue un obstáculo relativamente fácil de franquear y pronto estuvo al otro lado agazapado tras una espesa mata.

Permaneció allí unos segundos, hasta tener la seguridad de que su presencia no había sido advertida. Luego, siempre con el mismo sigilo, caminó por los senderos del jardín, hasta llegar a escasos metros del rancho.

Oculto tras el grueso tronco de un roble, escrutó la casa que tenía frente a sí, como tratando de adivinar, en las tinieblas, la ventana que correspondía al dormitorio de Laura. Vaciló, a pesar de los conocimientos adquiridos durante la tarde, pero, de pronto un cuadro de luz apareció en la lisa pared.

Una silueta se dibujó en la ventana, cuyas hojas fueron abiertas por la persona que allí se encontraba. Aquella persona estuvo unos segundos, como si disfrutase del aromado ambiente que se percibía, proveniente del jardín, y luego, dejando la ventana tal como estaba, se retiró al interior de la estancia.

Bevis ya no lo dudó más. Aguardó todavía unos instantes y luego, con cuatro silenciosos saltos llegó al pie de la ventana.

El grueso tronco de una parra trepadora sirvió a maravilla para sus propósitos. Tanteando con cuidado cada vez que tenía que adelantar un pie o una mano, se halló en el piso superior del edificio. Una vez arriba, pasó las dos piernas por encima del antepecho y, sin hacer el menor ruido, puso los pies sobre el entarimado del dormitorio de Laura.

Durante unos segundos contempló los movimientos de la muchacha. Esta, cubierta con una bata ornada de costosos encajes, se hallaba sentada ante su tocador, cepillándose su negrísima cabellera, ejecutando la operación con el aire absorto de una persona que tiene sus pensamientos muy lejos del lugar en que se encuentra. Dedujo Bevis que Laura no se había dado cuenta de su presencia y, para llamar su atención, tosió discretamente.

Con rápido gesto, Laura se volvió, abriendo enormemente los ojos al reconocer a su inesperado visitante. Una oleada de carmín inundó su bellísimo rostro y, con ademán instintivo y pudoroso, cerró completamente el escote de su bata.

—¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo ha conseguido llegar hasta mi dormitorio?

—Por la tapia, el jardín..., y la parra, señorita Quesada —sonrió alegremente el joven—. Dispense la manera de introducirme en su casa, pero haciéndolo de otra forma, temí que la acogida fuese muy diferente y, la verdad, conociendo sus sentimientos hacia mí, no quise arriesgarme.

—¿Una acogida muy diferente a ésta? —exclamó la muchacha, tomando un pequeño revólver que había sobre el tocador y encañonando al joven con el arma.

Bevis extendió la mano.

—¡Por favor! —suplicó—. No dispare; podría despertar a las buenas personas de su rancho y alarmarlas en vano. ¿Cree que yo merezco tal honor?

—No —contestó ella con duro acento—; lo único que se merece es una cuerda al cuello.

—Ya la tuve, pero me la quitaron.

—Sus amigos.

—No. No eran mis amigos. La prueba es que tuve que escaparme de ellos, liquidando probablemente a uno de los miembros de la banda que quería impedirme el paso. Pero yo no he venido a hablar de Rock Williams..., sino de usted, de Juan y de mí.

—No sé cómo me contengo y le mato aquí mismo —dijo ella con furor—. ¡El asesino de mi hermano, en mi propio techo! Acabemos de una ve¿: ¿a qué ha venido usted?

—Ya se lo he dicho, señorita Quesada, a hablar con usted. Pero será mejor que se guarde ese revólver. No me gusta dialogar en esas condiciones, ¿sabe?

—Eso es lo que usted desea. Y entonces, me matará a mí, como lo hizo con Juan, ¿verdad?

—No, señorita, no. Está usted lastimosamente equivocada si cree que siento alguna animadversión contra la familia Quesada. Y voy a probárselo inmediatamente.

—¿Sí? ¿De qué forma, señor asesino?

Bevis hizo caso omiso del insulto. Sin dejar de sonreír, con toda tranquilidad, lió un cigarrillo y, con la primera bocanada de humo, dijo:

—Ponga sobre aviso a sus peones y hágalos ir a un lugar situado a siete millas al sur de Cañón Hondo. Allí tiene usted una manada de unas trescientas reses, ¿no? —y como la muchacha, sorprendida y asombrada, asintiese instintivamente, Bevis continuó—: Bien, pues esta noche, Williams y los suyos piensan llevarse, por lo menos la mitad. Todavía está a tiempo de hacer que sus hombres impidan este robo.

Laura se mordió los labios y luego dijo:

—¿Puedo confiar en usted? ¿No se tratará de alguna trampa?

—Si no me cree —se encogió el joven de hombros—, déjelo correr. Mañana tendrá usted una desagradable confirmación de mis palabras, las que, si no tuviera en cuenta el afecto que sentí por el pobre Juan, no me hubiera molestado en pronunciar.

La muchacha se puso en pie y, siempre sin dejar de mirarle y apuntarle con el arma fu? hacia la cabecera de su inmenso lecho, tirando del cordón de una campanilla. Luego fue hacia la puerta, junto a la cual quedó en actitud expectante.

Pasaron unos minutos. Alguien llamó con los nudillos y Laura abrió un poco, apenas una rendija, dando unas breves y contundentes órdenes. La persona que se hallaba al otro lado, asintió con unas cuantas exclamaciones de sorpresa, de gran sonoridad, y luego echó a correr, pataleando aparatosamente sobre las tablas del entarimado.

A continuación, Laura volvió a situarse en el centro de la estancia.

—Está bien, señor Grimm. Aunque no sea más que en ese detalle, que acaso tenga que agradecer más tarde, voy a confiar en usted. Ahora, dígame qué ha venido a hacer aquí.

—Lo primero a llevarme a «Negrita». Juan me la dio y es mía.

—¡No lo creo!

—Estoy dispuesto a incendiar el rancho para recuperar la yegua y puedo asegurarle que no bromeo ni miento en las dos cosas. Pero esto aguardará unos minutos.  Antes quiero que me conteste a una cosa.

—Hable usted —dijo ella, bajando la mano armada.

—¿Quién es Joan Marks?

La pregunta cogió completamente desprevenida a la muchacha, en cuyo rostro apareció una expresión de ira.

—La señora Marks me dijo que Juan era su prometido, señorita Quesada. ¿Qué hay de verdad en esas palabras?

—Que son ciertas, desgraciadamente. Juan quería casarse con la señora Marks...

—...y a usted le desagradaba tal matrimonio, ¿verdad?

Laura apretó los labios, sin contestar.

—¿Por qué? —insistió Bevis.

—Joan Marks —dijo ella despreciativamente—, es una aventurera que no busca otra cosa que dinero. Engatusó a Juan hasta tenerlo bien prendido dentro de sus redes y, sí esto no fuera pecado, diría que me alegro de que mi hermano haya muerto, con tal de no haber dado su nombra a esa... esa...

—¡Chitón! Está usted insultando a una de su propio sexo.

—Las palabras que yo he dicho de la señora Marks son todavía un elogio en comparación con lo que ella se merece —replicó ella duramente.

—Acaso a Juan no le hubiera gustado oír hablar así de su prometida, señorita Quesada —murmuró Bevis reflexivamente—. Bien, en cierto modo, esto no es de mi incumbencia. Ahora, dígame, ¿qué hace la señora Marks en Bishop?

—Nada.

Bevis enarcó las cejas, muy sorprendido.

—¿Cómo? —exclamó.

—Joan Marks apareció en la ciudad un buen día, hace seis meses, ignorándose su procedencia. Juan la vio, arreglándoselas para que los presentaran a ambos..., y de ahí vino todo. Nadie sabe más de ella, ni nadie ha podido dar nunca la menor referencia de su vida anterior.

—Parecía muy enamorada de su hermano, señorita Quesada.

—No lo dudo —contestó irónicamente la muchacha—. Tenía que estarlo, ¿no lo cree usted así?

—¿Qué es lo que le hace a usted creer que los sentimientos de la señora Marks no eran sinceros hacia Juan? ¿Por qué no iba a estar realmente enamorada?

Laura alzó los hombros.

—Hay algo —musitó— que se llama instinto femenino y que no suele engañar nunca. Por otra parte, Joan Marks no dijo nunca toda la verdad, de lo poco que pudo contar a mi hermano.

—¿Sospecha usted que le engañaba?

—¿Con otro hombre? ¡Oh, no! —rió nerviosamente la muchacha—. Es demasiado astuta para ella. Pero una mujer que miente acerca de su edad, no puede ser nunca sincera con el hombre a quien ama.

—La señora Marks es muy joven todavía, señorita Quesada.

—Lo parece, que no es lo mismo. Está maravillosamente conservada y posee un rostro realmente atractivo y encantador. Pero Juan tenía veinticinco años y ella pasaba al menos en cinco o seis más.

Bevis lanzó un silbido de admiración.

—Esto —murmuró—, explica muchas cosas. Una de ellas, que tuviese metido en el bolsillo a Juan. Sin embargo —añadió meditabundo—, parecía muy enamorada de su hermano. Al menos, así lo demostró cuando me denunció públicamente en Bishop.

—Tenía que hacerlo así, ¿no cree? En casos como éste, hay que sostener la comedia hasta el final.

—Pero eso no le sirve de nada. Juan ha muerto antes de contraer matrimonio con ella. Por lo tanto, no hay lugar para reclamar una problemática herencia..., a menos que ella demuestre que se casaron en secreto.

Laura se estremeció violentamente. En aquel momento, numerosos cascos de caballo batieron la tierra y su rumor llenó por completo el ambiente, perdiéndose poco a poco en la lejanía.

Cuando el ruido de las cabalgaduras se hubo perdido, Laura dijo:

—Sería horrible que Juan y esa... pérfida hubieran hecho lo que usted acaba de decirme, Grimm.

—¿Por qué? ¿Acaso teme usted que la desposean del rancho?

—No. Nuestras propiedades son indivisibles y todo el fruto que se obtiene se divide entre sus dueños. Es decir, se dividía, porque Juan ha muerto.

—Pero si ella hubiera contraído matrimonio con Juan, ahora, muerto éste, tendría derecho a la mitad de los beneficio, ¿no?

—Es cierto, pero sólo a los beneficios. No podría vender ni enajenar nada sin mi consentimiento, escrito, por supuesto, del mismo modo que lo hacíamos Juan y yo cuando éste vivía.

—Para el que no tiene nada, los beneficios de su hacienda con muchos, señorita Quesada.

—No para una mujer tan codiciosa y llena de ambición como la señora Marks, Grimm. Si sólo puede disponer de su parte de beneficios, sin que le sea posible vender la mitad de la hacienda, que es lo que realmente tiene valor, podría decirse entonces que perdió el tiempo casándose con Juan.

—Usted considera a la señora Marks como una aventurera y puede que, en efecto, así lo sea. Pero también cabe la otra posibilidad, que amase realmente a su hermano por sí mismo y no por la fortuna que representaba.

—Como sea, me es lo mismo. No puedo alegrarme de la muerte de Juan, pero, por lo menos, me ha concedido el beneficio de no tener que vivir bajo el mismo techo que ella. Si no se casó con mi hermano, no la dejaré que vuelva a poner los pies en el rancho.

—A propósito —dijo Bevis, variando ligeramente de tema—. ¿Qué iba a hacer Juan cuando salió de aquí? ¿Lo sabe usted?

Ella movió la cabeza significativamente.

—jamás habíamos tenido secretos el uno para el otro, hasta que apareció la señora Marks. Desde entonces, me ocultó muchas cosas, una de las cuales es el motivo del viaje que emprendió y del que no ha vuelto.

—Cuando yo lo hallé me dijo que tenía que acudir a unos negocios que no admitían demora. Pero —Bevis sonrió forzadamente— la tuvieron que admitir. No se hallaba en condiciones de seguir adelante.

Con gesto cansado, Laura se acercó al tocador, dejándose caer en el taburete. Apoyó los codos en el mueble y hundió la cabeza en las manos, dejando el revólver a un lado.

—No sé qué motivos me impulsan a confiar en usted, Grimm. Pero, si fuera verdad que no mató usted a Juan...

Bevis tomó una repentina decisión. Alzó ligeramente la voz y dijo:

—¡Míreme, señorita Quesada, míreme!

Ella levantó la cabeza, muy sorprendida. Entonces, Bevis con un gesto deliberadamente teatral, se desciñó el cinturón con los revólveres, dejándolo caer luego a sus pies. Luego, alejó el paquete a un lado con un fuerte puntapié. Las armas resbalaron sobre el pulido pavimento hasta quedar casi bajo el lecho de la joven.

—Usted tiene un revólver ahora al alcance de su mano. Si piensa, si está convencida de que maté a Juan, cóbrese su sangre; no moveré un dedo para defenderme.

Ella meneó la cabeza lentamente.

—Sabe de sobra que no podría, Grimm. Ayer... ¡le hubiera ahorcado y en poco estuvo que no lo hiciera! Ahora me alegro de que sus amigos..., perdón, esos cuatreros le salvaran la vida.

—Gracias —dijo Bevis, avanzando hacia la muchacha—. Estoy tan interesado o más que usted en descubrir al asesino de su hermano y no pararé hasta conseguirlo. Lo único que quiero es que tenga un poco de fe en mí y que me ayude en lo que le pida

—¿Cómo podré hacerlo, Grimm? —inquirió ella.

El joven meditó. Luego dijo:

—Todavía no he formado ningún plan, señorita Quesada. Tengo que pensado muy bien, puesto que ando a ciegas. Mientras tanto, le agradecería que me concediera alojamiento en su rancho.

Ella asintió.

—De acuerdo, Grimm. No sé por qué, acaso cometa una tontería y me haya dejado embaucar por sus palabras, pero algo me dice que debo confiar en usted —y sin más, la muchacha se levantó, yéndose hacia el cordón de la campanilla.

 

* * *

Estaba terminando su aseo cuando, de pronto, sintió rumor de cascos de caballo. Oteó a través de la ventana, pero no pudo ver nada, seguramente porque su cuarto daba a la parte delantera de la casa y los jinetes llegaban por el lado opuesto.

Deliberadamente dejó los revólveres en el dormitorio. Salió de éste, hallándose en un enorme corredor, a cuyo final se advertía el comienzo de una ancha escalera. El techo estaba sujeto por grandes vigas que habían tomado la oscura pátina del tiempo y este color contrastaba grandemente con la blancura del yeso de las paredes, en las cuales, y a trechos, habían algunos cuadros de indudable antigüedad y excelente factura.

Descendió la escalinata, viendo un recibidor amplísimo, de suelo espejeante, decorado con más cuadros y hasta un par de antiguas armaduras. En el centro del mismo, Laura hablaba con un par de peones.

Sus pasos despertaron la atención de la muchacha y sus servidores, quienes se volvieron en el acto a mirarle. Ella sonrió levemente al verle ataviado de aquella manera.

—Gracias por las ropas que me ha proporcionado, señorita Quesada —dijo el joven, tras los primeros saludos.

—Soy yo la que debe dárselas, Grimm —contestó la muchacha—. Sus informes resultaron exactos.

—¿Sí? ¿Y qué ocurrió? ¿Mataron sus peones a Williams? —inquirió Bevis, anhelante.

—No. Solamente hirieron a uno de ellos, porque consiguieron sorprenderlos antes de que asestaran su golpe. Pero el herido pudo montar y escapar con la banda. Ahora —añadió Laura—, ya no creo que se acerquen más por allí; he dejado hombres suficientes para impedir una nueva intentona de los cuatreros.

—Eso le convencerá —dijo Bevis—, de que mis relaciones con ellos eran un infundio.

—Pero ellos le salvaron —contestó la muchacha reflexivamente.

—Creyeron, según me dijo Williams más tarde, que yo también era un cuatrero. Por eso dispararon contra sus hombres y contra usted, y por eso también me hicieron proposiciones de unirme a la banda. Proposiciones que yo fingí aceptar para escapar.

—Está bien; no se hable más del asunto. Veo que, efectivamente, empieza a tener razón. ¿Qué es lo piensa hacer usted ahora?

Bevis se acarició la recién afeitada mandíbula.

—Por ahora, y salvo posibles diferencias de opinión, cenar; lo estoy necesitando y en abundancia. Después, usted me dará todos los detalles topográficos que pueda de Bishop.

—¿Es que piensa usted ir a la ciudad? —exclamó ella, muy sorprendida, casi gritando.

—¡Naturalmente! Allí es donde fui objeto de la primera acusación, y allí es donde deben empezar mis primeras pesquisas.

—Pero le reconocerán, Grimm, y entonces...

Bevis movió suavemente la cabeza.

—No lo creo, señorita Quesada. Hay varias razones para ello. La primera es que llegué a la hora del crepúsculo, entre dos luces. La segunda es que estuve muy poco tiempo en la ciudad, como usted sin duda no ignora. Y la tercera, en fin, es que iba sucio, roto, con barba de una semana al menos, y ahora llevo ropas limpias y muy distintas de las que usaba en aquel entonces. Le aseguro que soy capaz de pasearme ante el sheriff Wilder y conseguir de éste que me invite a una copa, sin que sea capaz de reconocerme.

Un suspiro dilató el esbelto seno de Laura.

—¡Quiera Dios que así sea, Grimm! —dijo sinceramente—. Muy bien; haré que le den de comer y que ensillen a «Negrita».

Un relámpago de alegría chispeó en los ojos de Bevis.

—¡Es usted una mujer magnífica, señorita Quesada! —elogió, haciendo afluir los colores al rostro de la muchacha.

Era ya media tarde cuando Bevis se disponía a salir del rancho, habiendo calculado el tiempo para llegar a Bishop con las primeras sombras de la noche. En la puerta de la casa, ella le despidió:

—Le deseo mucha suerte, Grimm.

—Gracias, señorita Quesada. Puede estar segura de que le comunicaré la menor novedad que haya. ¡Ah, se me olvidaba una cosa! Quizá usted sepa decírmelo.

—¿De qué se trata?

—Cuando Joan Marks me denunció, hubo una persona que se puso de mi lado, sin conocerme ni haberme visto jamás hasta entonces. Se llama Eckleton. ¿Qué clase de hombre es, señorita?

—Un caballero, en todo el sentido de la palabra, Grimm —contestó sin vacilar la muchacha.

Bevis se tocó el ala del sombrero con dos dedos.

—Con eso es más que suficiente, señorita. ¡Hasta la vista!

CAPITULO VI

Como medida de precaución, Bevis dejó la yegua en las afueras de la ciudad para que, reconociendo al animal, no le reconocieran a él también. De no haber sabido las magníficas cualidades de la yegua, no se hubiera arriesgado a montarla, pero quería tener seguro un medio de huida en el caso de que los asuntos llegaran a torcérsele y sabía que con «Negrita» podía contar en absoluto y reírse de todos los demás caballos de la región.

A pie, pues, entró en la ciudad, en la que ya se veían las luces que iluminaban las casas de la calle principal. En ésta había tres o cuatro saloons, pero Bishop, entonces, era una población más agrícola que minera y, aun habiendo relativa animación en sus calles, carecía, en cambio del bullicio y agitación propios de otras ciudades habitadas casi exclusivamente por mineros y buscadores de oro.

Paseóse tranquilamente por las aceras, buscando con la vista el primero de sus objetivos. Por la hora calculó que era aún pronto para hacer lo que pretendía, por lo que para entretenerse, penetró en el mismo saloon en que fuera sorprendido por la viuda.

Nadie, en efecto, le reconoció. Se acercó a la barra, pidió un whisky y lo bebió despaciosamente, en tanto estudiaba la gente que pasaba el rato en el establecimiento. Ninguno le dedicó más allá de una mirada ni tampoco hubo nadie que sintiera deseos de entablar conversación con él.

Cuando estaba tomando su segundo vaso de licor se abrieron las puertas dobles y una persona, con el brazo izquierdo tendido a lo largo del cuerpo en una forma que parecía tenerlo lisiado, penetró en el local. Apenas vio al recién llegado, Bevis giró sobre sus talones, acodándose en el mostrador.

Inclinó la cabeza de modo tal que, pese a todo, pudiera escrutar por el espejo los movimientos de Predicador, pues éste y no otro era el que acababa de entrar. La extraña postura de su brazo izquierdo se debía a que con él sujetaba la recortada pistola que llevaba oculta bajo la negra levita.

Predicador se acercó a la barra y con lengua espesa pidió un whisky. Bevis se dijo que era hora de marcharse, pues, pese a que Predicador le había facilitado la huida, no estaba seguro de sus reacciones en aquellos momentos ni tampoco sabía si el singular personaje descargaría en él su ira por haberles hecho fallar el robo de las reses.

Con gesto negligente arrojó un par de monedas sobre el mostrador y luego giró en sentido opuesto, disponiéndose a abandonar el establecimiento.

En aquel instante, una mano se apoyó pesadamente en su hombro.

—Escuche, amigo, ¿no nos hemos visto usted y yo antes en alguna parte?

Con la mano peligrosamente cerca de su revólver, Bevis miró a Predicador de la misma forma fija en que éste le estaba contemplando.

—Creo que se engaña, señor —dijo—. Su cara es nueva para mí.

Predicador meneó lentamente la cabeza.

—¡Es curioso! —murmuró y repitió—: Es curioso. Bien, amigo, dispénseme usted y... ¡Salga por la puerta trasera; Williams y el resto de la pandilla están esperándole en la calle!

Las últimas palabras fueron pronunciadas con un bisbiseo apenas audible, pero perfectamente inteligible. Bevis quedó un instante rígido, pero inmediatamente comprendió las intenciones de Predicador y sonrió alegremente.

—¡No se preocupe, amigo! Eso pasa muchas veces y cualquiera puede confundirse.

Después, con paso tranquilo se encaminó hacia el final del mostrador, muy interesado, en apariencia, en estudiar los encantos de una señora ligera de ropas que aparecía pésimamente pintada en un gran cuadro que allí había, justo sobre una puertecita entornada. Bevis quedó unos instantes bajo la pintura y luego, con gesto rápido, terminó de abrir la puerta y se coló por ella, cerrando tras sí.

Se encontró en una cocina, donde una congestionada mujer le salió al paso, increpándole airadamente en español. Haciendo caso omiso del roción de palabras que le arrojaban encima, Bevis la apartó a un lado, cruzando la estancia y saliendo rápidamente al exterior.

Se encontró en un patio, lleno de trastos viejos y haces de lefia, además de una voluminosa bomba de agua. Sorteando los obstáculos, llegó a la puerta del mismo, asomándose al exterior con precaución.

La calle posterior del saloon estaba falta de iluminación y no se veía absolutamente nada. Bevis hubo de dejar pasar unos segundos antes de habituarse un tanto a las tinieblas y luego, caminando de puntillas, se deslizó sigilosamente junto al muro.

Mientras corría, su mente no dejaba de funcionar. ¿Cómo era posible que Williams hubiera dado tan pronto con él? El joven hubiera jurado que su nuevo aspecto le hacía irreconocible, pero ahora, después de lo sucedido, ya no estaba seguro de ello. Fuera como fuese, su firmeza vaciló un tanto y por unos instantes estuvo a punto de echarlo todo a rodar y, yendo en busca de «Negrita», huir de la ciudad y de la comarca definitivamente.

Sólo un íntimo sentimiento de vergüenza y de amor propio lo hizo desistir de sus intenciones apenas planeadas. Olvidándose instantáneamente de ellas, siguió corriendo.

Se detuvo en una esquina, vacilando antes de cruzar la calle transversal, bastante más iluminada que aquella en que se encontraba. Cuando lo iba a hacer, sintió pasos de hombres que corrían.

—¡Cuidado! —oyó que decían—. Debe estar por aquí.

Bevis se aplastó contra la pared, desenfundando uno de sus revólveres. De pronto, una silueta apareció ante él.

Su gesto fue rapidísimo y totalmente imprevisto. Con la mano izquierda, rodeó el cuello del hombre, cortándole brutalmente la respiración, al mismo tiempo que le clavaba el cañón del revólver en el costado.

—Quaker —dijo en voz bajísima, pues había reconocido al sujeto—, diga a su compinche que se vaya, que aquí no se ve nada. De lo contrario, dispararé.

El cuatrero asintió con un gorgoteo apenas audible. Bevis aflojó la presión de su brazo, al mismo tiempo que aumentaba la del arma.

—No está aquí, Stuwe. Ha debido esconderse.

El otro forajido volvió grupas sin preocuparse de más.

Entonces, Bevis, cuando vio que se había quedado a solas con Quaker, levantó el cañón del revólver.

Las piernas de Quaker se aflojaron apenas recibido el golpe. Bevis lo dejó caer al suelo con suavidad y luego, aprovechándose del momento, salió de su escondite, cruzando en dos saltos la calle y sumiéndose de nuevo en las tinieblas.

Recordó la conversación sostenida con Laura a propósito de la topografía de Bisop y ahora, relativamente en seguridad, caminó a lo largo de la pared, tanteando los muros de las casas. Así llegó a una que le pareció la que él andaba buscando.

Su mano halló un pomo en las tinieblas y lo hizo girar sin ruido. Adentróse en el edificio, cerrando tras sí la puerta y caminando unos cuantos pasos, dados de forma lentísima, hasta que sus manos tocaron la bola de una barandilla.

Por un momento pensó el joven en lo que podía ocurrir si luego resultaba que se había confundido de objetivo. Pero en la situación en que se hallaba, un error de tal clase poco podía importarle y por ello trepó escaleras arriba, hasta llegar al descansillo.

De puntillas, caminó hasta tocar la madera de una puerta. Buscó luego el pestillo y lo hizo girar suavemente.

La puerta chirrió un poco y Bevis sintió que se le alborotaba el corazón dentro del pecho. Su mano se crispó en torno al pomo, esperando anhelosamente el momento de ser descubierto.

Pero nada de ello ocurrió. Todo continuó en silencio y, animado por las facilidades que hallaba, Bevis acabó por deslizarse dentro de la estancia.

Una vez dentro, cerró la puerta con llave que guardó precavidamente en el bolsillo. Hecho esto, sacó una caja de fósforos.

La amarillenta llama disipó instantáneamente las tinieblas, iluminando una habitación bastante bien amueblada, en cuyo centro había un lecho sobre el cual dormía tranquilamente una persona, cuyo profundo sueño le había impedido apercibirse de su presencia en aquel lugar.

Sonriendo satisfecho por haber dado en el blanco, Bevis avanzó hacia la cabecera del lecho. Sobre la mesilla de noche se veía un quinqué de petróleo y el joven lo encendió sin vacilaciones.

Al aumentar la iluminación, Joan Marks se despertó súbitamente. Sus largos rizos rubios se desparramaron en áurea catarata por encima de sus redondos hombros al sentarse en el lecho, enormemente sobresaltada al darse cuenta de que tenía un hombre en su habitación.

—No se asuste. He venido a sostener una charla amistosa con usted, señora Marks. Puede estar segura de que no le haré el menor daño..., a menos, naturalmente, que no me obligue a ello, cosa que sinceramente es lo último que deseo. ¿Me ha comprendido?

Los ojos de Joan Marks fulguraron con una inequívoca expresión de odio.

—Posiblemente dijo lo mismo a Juan antes de matarlo, ¿verdad?

—Una de las cosas que me gustaría saber son los motivos que tuve yo, según usted, claro, para matar a su prometido. Hasta ahora, lo digo francamente, los desconozco en absoluto y...

—Está bien claro, señor Grimm. Mató a Juan para obtener la autorización que le permitiría extraer oro de Cañón Hondo. ¿Le parecen pocos motivos?

Bevis meneó lentamente la cabeza.

—Está usted en un error, señora Marks. No sé por qué, pero me parece que existe una conspiración para achacarme un crimen que no he cometido. De todas formas, éste es un asunto a tratar más adelante. Ahora quiero hacerle unas cuantas preguntas y le agradecería tuviera la bondad de contestármelas.

—¿Y si no quisiera? —dijo ella voluntariosamente.

—¡Mala suerte! —sé quejó el joven—. Pero creo que a usted, si tanto amaba a Juan, también debe interesarle hallar al asesino de su prometido, ¿no?

—¿Hallar al asesino de Juan? —rió ella estridentemente—. Lo tengo ante mí; ¿para qué quiero seguir buscándolo?

—Es lo mismo —suspiró Bevis—; ya veo que no logro convencerla. Ahora, por favor, dígame dónde y a qué iba Juan cuando yo me lo encontré en las montañas. El me indicó que tenía algo muy urgente que hacer. ¿Dónde? ¿De qué se trataba?

Joan Marks miró fijamente durante unos segundos a Bevis y luego respondió, lentamente:

—No lo sé, señor Grimm.,

—Si no fuera mujer, diría que está mintiendo, señora Marks —contestó fríamente el joven.

—Piense de mí lo que quiera, pero su pregunta no tiene respuesta.

—Está en un error al no querer ayudarme. No maté a Juan y, por el contrario, estoy más interesado que nadie en hallar al verdadero culpable.

—Juan era muy reservado en sus propios asuntos. Seguramente se lo habrá dicho su propia hermana, ¿verdad?

A Bevis le sorprendió el que se hubiera enterado tan pronto de que él estaba en el rancho, pero no hizo ningún comentario.

—En efecto —admitió el joven—. Sin embargo, un hombre puede guardar secretos con su hermana, los cuales dejan de serlo con la que se va a convertir en su esposa. ¿No opina usted así, señora Marks?

Joan hizo un gesto despectivo con los labios.

—Posiblemente. Pero, excepto en manifestarme su amor, Juan mostraba una reserva impenetrable en los demás asuntos. Nunca me dijo nada.

—¿Quién trajo la noticia a la ciudad, señora Marks? —le interrumpió de repente el joven.

—No lo sé; es una cosa de la cual no me he preocupado, como puede comprender.

—Pero alguien se lo tuvo que decir a usted, señora.

—Por su puesto. Fue el mismo sheriff Wilder el que vino a verme.

—¿Y ya estaba Juan enterrado cuando la avisaron a usted, señora?

—No. Llegué justo en el momento de darle tierra. Apenas... —y los ojos de Joan se humedecieron de modo inequívoco—, apenas si tuve tiempo de darle mi último beso antes de... antes de...

Joan se interrumpió, escondiendo el rostro entre las manos. Bevis calló unos instantes, respetando el dolor de la mujer que, fuera lo que fuera, parecía haber amado sinceramente a Quesada y que, cuando iba a convertirse en su esposa, lo había perdido para siempre.

Un momento después, ella alzó el rostro.

—Dispénseme, señor Grimm, pero es que no pude contenerme.

—Es usted la que ha de dispensarme a mí, señora Marks, por haber reavivado de modo tan inoportuno estos dolorosos recuerdos. Sepa que comparto de todo corazón su justo dolor y que, aunque usted no lo crea, al no ser el asesino del pobre Juan, soy el más interesado en hallar al verdadero culpable para deshacer la acusación que pesa sobre mí.

—Nadie le creerá, señor Grimm. Contó usted una historia demasiado fabulosa para ser verídica.

—Y, sin embargo, es cierta. ¿Usted me cree, señora? —preguntó Bevis de pronto.

Ella desvió la vista.

—Sólo soy una pobre mujer que ha perdido lo que más amaba en este mundo. Si fue usted o no el que mató a Juan, su conciencia es la que ha de decírselo.

—Gracias por pensar de mí de esta manera, señora. Con su permiso me voy a ir, agradeciéndoles sus respuestas y pidiéndole de nuevo excusas por haberme introducido de modo tan subrepticio en su casa. Espero que la próxima vez que nos veamos tenga mejores noticias que darle. ¡Adiós!

—Adiós —dijo ella con voz apagada.

Bevis retrocedió hasta la puerta, haciendo girar la llave en la cerradura. Pero antes de abrir, se volvió, enfrentándose una vez más con Joan.

—Señora Marks, ¿podría usted indicarme el lugar donde enterraron a Juan? Le conocí durante muy poco tiempo, pero bastó para convertirnos en buenos amigos. Quisiera rezar...

—La tumba de Juan está en un lugar situado a diez millas al este del rancho de la «Q», una vez cruzado el arroyo que pasa por el Cañón Hondo, al pie de un pequeño cerro. No es posible extraviarse, señor Grimm; hay un grupo de álamos que...

Bevis se tocó con la mano el ala del sombrero.

—Gracias una vez más, señora. En cuanto tenga tiempo, iré por allí.

Una vez estuvo fuera de la estancia, Bevis se arriesgó a encender una cerilla para no caerse escaleras abajo. Descendió rápidamente, encaminándose a la puerta trasera.

Cuando ya iba a abrir, sorprendió un rumor de voces que le hicieron detenerse.

—¿Crees que estará aquí? —dijo alguien.

—Es un tipo muy astuto. Estoy completamente seguro de que vino a ver a la rubia.

—Entonces no puede tardar mucho en salir. Esperemos, pues.

Bevis se mordió los labios. Rock Williams y los suyos estaban en la calle, al otro lado de la puerta, aguardándole para fusilarle a mansalva. Pero ellos mismos le habían salvado al delatarse con su charla.

Sin aguardar a más, retrocedió por el mismo camino que había traído, penetrando de nuevo en el dormitorio de Joan.

—¡Psst...! Señora Marks, soy yo, no se alarme. Hay abajo unos individuos que están aguardando para disparar contra mí.

—¡Dios mío! —exclamó ella—. ¿Y qué piensa usted hacer?

—Podría quedarme aquí el resto de la noche, pero aparte de que esto comprometería su buen nombre, ellos esperarán sin duda todo el tiempo que sea preciso. Debo huir sin pérdida de tiempo.

—Claro que sí, señor Grimm —Contestó ella desde las tinieblas—. Pero ¿quiénes son...?

—Seguramente los asesinos de Juan, señora.

Joan ahogó un grito de espanto. Bevis volvió a interrogarla:

—¿Por dónde puedo escapar, señora Marks?

Ella vaciló un momento antes de contestar:

—Abra las puertas del balcón. Por aquí puede pasar a la casa vecina y...

—Gracias —dijo Bevis, lanzándose hacia el lugar señalado.

Abrió las hojas del balcón con el menor ruido posible, encontrándose en una especie de terraza que daba a la calle y que estaba enmarcada por las dos casas contiguas, más altas aún que la de Joan. Miró a derecha e izquierda y, de pronto, cuando todavía no había resuelto nada, una violenta detonación quebró el silencio de la noche.