CAPITULO VII
Una llamarada anaranjada se proyectó hacia adelante, rasgando con sus cárdenos resplandores las tinieblas. El proyectil chocó oblicuamente sobre la madera de la barandilla, llevándose una larga astilla, y alejándose envuelto en un estremecedor gemido.
La reacción de Bevis, en tanto, a sus espaldas, Joan lanzaba un agudo grito, fue instantánea: agacharse y desenfundar el revólver fueron dos movimientos ejecutados con absoluta simultaneidad.
El arma enemiga tronó de nuevo y por segunda vez, una bala se hundió en la madera, a escasos centímetros de Bevis. Este, que ya tenía su revólver en la mano, apuntó hacia donde había visto los fogonazos.
Disparó tres o cuatro veces en rápida sucesión. Los estampidos de su revólver se mezclaron con el grito de agonía de un hombre alcanzado de lleno por los proyectiles.
Habituados los ojos del joven a las tinieblas, distinguió una silueta en pie, sobre el tejado de la casa contigua. El sujeto vaciló y, de pronto, se precipitó de cabeza al arroyo, contra el que se estrelló con sordo estruendo.
Casi en el acto, un turbión de gritos y exclamaciones brotaron de la oscuridad.
—¡Está ahí!
—¡El asesino de Quesada!
—¡Quería matar también a la señora Marks!
—¡No le dejéis escapar! ¡Matadle!
Ruido de pisadas precipitadas llegó a los tímpanos del joven. Más disparos estallaron, aunque éstos hechos al albur, sin puntería fija. Dos o tres personas, cuyos rostros no podía distinguir, corrieron por la calle, hasta situarse al pie de los edificios fronteros. Lenguas de fuego brotaron de la oscuridad y las balas empezaron a clavarse en las paredes de madera. Una quebró un cristal, con sonoro estrépito y Joan Marks volvió a gritar.
El joven decidió que aquel lugar era el menos saludable de todos. Enfundado el revólver corrió hacia el final del balcón, en donde empezaba el del edificio adyacente un piso superior.
Poniéndose en pie sobre el barandado, alcanzó con las manos el borde inferior del balcón de la otra casa. Una bala pasó tan cerca de él que instintivamente se vio obligado a meter la cabeza entre los hombros. Pero acto seguido, balanceándose en el vacío, flexionó poderosamente los brazos y se izó a pulso.
Saltó ágilmente el antepecho del otro balcón. A sus espaldas oyó el estruendo de unas botas golpeando la madera. Se volvió.
Un hombre, corría hacia él con un revólver en la mano por el balcón de la casa de Joan. Bevis saltó oportunamente, justo cuando un par de balas pasaban a su lado. Después sacó el otro revólver y disparó.
El hombre lanzó un agónico gemido y cayó hacia adelante, quedando tendido de bruces, piernas y brazos abiertos en aspa, sobre el suelo de madera. Hasta los oídos de Bevis llegó el siniestro sonido de las uñas del individuo arañar las tablas, en su último espasmo de agonía.
Retrocedió, encogido sobre sí mismo, sin hacer uso de sus revólveres para no llamar más la atención sobre sí mismo, aunque esto era perfectamente inútil, puesto que la calle era un hervidero de disparos que cruzaban despiadadamente el sector de edificios en el cual se hallaba él. Los gritos de rabia y furor, así como las incitaciones a la matanza, se entremezclaban con las imprecaciones y amenazas de todo género, formando un espantoso pandemónium de estruendo sin igual.
Bruscamente, un hombre saltó ante él. La distancia era tan corta, que el sujeto se quedó un instante como alelado, cosa que aprovechó el joven para derribarlo de una brutal patada en el vientre, antes de que el desconocido tuviera tiempo de hacer uso de sus armas. Bevis se dio cuenta de que no era ninguno de los componentes de la banda de Williams y por ello se abstuvo de disparar contra él, sabiéndolo un oficioso ciudadano de Bishop.
El individuo se desplomó, aullando aparatosamente. Bevis echó a correr a lo largo de la terraza, saltando luego a otra contigua y de forma similar. Pero al concluir ésta se detuvo; ya no podía seguir adelante.
Medio tumbado en el suelo, escrutó un instante la calle, en la que, por momentos, crecía la iluminación. Estuvo dudando un momento si tirase al suelo o empezar a trepar por el tejado, pero, de repente, el contacto de una mano con su hombro le hizo envararse.
—Venga conmigo —dijo una voz casi en sus oídos—. Venga y no tema. Por aquí.
Sin vacilar un momento, Bevis siguió al desconocido, franqueando el umbral de una puerta que daba a la balconada. Esta se cerró tras sí y al instante todo signo de luz huyó de la estancia en que acababa de penetrar.
La misma mano de antes le tomó nuevamente por el brazo.
—Métase aquí y no se mueva hasta que yo se lo indique, Grimm.
—¿Quién es usted? ¿Qué es lo que...?
—Deje las preguntas para más tarde y obedezca. Levante el pie..., así, muy bien. Ahora aguarde sin hacer un solo movimiento.
Apenas había hecho Bevis lo que le indicaban cuando una puertecita se cerró frente a su rostro y el ruido de la calle se acentuó notablemente. El olor a ropa y el contacto con ésta le indicó sobradamente que se hallaba en un gran armario y el joven no pudo por menos de agradecer íntimamente al desconocido el favor que le estaba prestando.
Pocos minutos más tarde, un enorme alboroto se produjo en la casa. Voces broncas, ásperas, con tonos de cólera, se oyeron en la estancia.
—Debió meterse aquí, señor Eckleton —dijo alguien en quien Bevis reconoció al sheriff.
—¿Aquí? Wilder, usted no sabe lo que se está diciendo. Si Grimm se hubiera introducido en mi casa, yo hubiera sido el primero en saberlo.
—Pudo hacerlo sin que usted se diera cuenta, señor Eckleton —insistió el testarudo representante de la ley.
—Tengo el sueño muy ligero y me desperté apenas sonó el primer disparo. De modo que ese Grimm ha tenido la osadía de volver a Bishop, ¿eh?
—Así es, señor Eckleton, y le aseguro que como le eche el guante...
—¿Qué es lo que pretendía ese hombre, Wilder?
—Por lo visto, estuvo en casa de la señora Marks. Debió amenazarla de muerte o algo por el estilo...
—¡Qué canalla! Deberían ahorcarlo sin más tardanza.
—¿Y qué otra cosa deseamos sino verle patalear al extremo de una buena soga, señor Eckleton? ¿Está seguro de que ese forajido no se encuentra en su casa?
—Puede usted registrarla de arriba abajo, sheriff; tiene mi autorización para ello.
—Está bien, está bien —masculló Wilder—; me basta su palabra. Pero si le ve usted, señor Eckleton, no vacile en disparar contra él; hará un gran favor a tocia la comunidad, empezando por usted mismo.
—Es algo que tendré muy en cuenta, Wilder, y que le agradezco con toda sinceridad.
Después de aquello, Bevis oyó claramente las pisadas de los hombres que se alejaban, pero, prudentemente, esperó a que fuera el propio dueño de la casa el que le avisara el momento de salir del armario. Este tardó bastante, pero al fin llegó y los dos hombres se encontraron cara a cara.
Bevis miró la faz sonriente y acogedora de Eckleton y bajó del piso del armario al suelo, estrechando efusivamente la mano que el otro le tendía.
—No sé cómo agradecerle... —empezó decir, pero Eckleton no le dejó terminar. La estancia estaba cerrada herméticamente con el fin de que ninguna luz trasluciera al exterior.
—Agradézcamelo tomándose una copa conmigo —dijo el dueño de la casa, yéndose hacia una mesita en la que había servicio de licores—. Es algo que le conviene, después de lo sucedido, ¿verdad?
—Por cierto que sí —sonrió Bevis, tomando la copa que le ofrecían. Bebió un sorbo y el alcohol le calentó las venas casi de inmediato.
Hubo unos momentos de pausa, durante los cuales los dos hombres bebieron y fumaron en silencio. Después, Bevis inquirió:
—¿Por qué se arriesgó usted por mí, señor Eckleton? Para usted soy un perfecto desconocido que...
Los agudos ojos del aludido se clavaron en el rostro del joven.
—Por la sencilla razón de que le considero inocente, Grimm.
—Opina usted de forma completamente opuesta a la de todo Bishop, señor Eckleton. Después de escuchar tantas veces que soy el asesino del joven Quesada, resulta altamente consolador ver una persona que cree en mi inocencia.
—Que cree, no; que está seguro, es la frase exacta, señor Grimm.
El joven arqueó las cejas con gesto inquisitivo.
—¡Diablos! —exclamó a media voz, sin poder contenerse—. ¿Y cómo lo demostraría usted?
—Eso es a usted a quien compete, Grimm. Mi seguridad nace de que es forastero er, la comarca y que, dado el carácter de Quesada, éste debía confiar más en un desconocido, aunque parezca paradójico, que no en un ciudadano de Bishop.
—No lo acabo de entender —murmuró el joven, desconcertado.
—Lo sabrá cuando se entere de que jamás les Quesada accedieron a permitir la búsqueda de oro en sus propiedades. Muchas fueron las proposiciones que se les hicieron, pero todas rechazadas automáticamente, sin discusión tan siquiera.
—Entonces ¿por qué a mí...?
—Si es cierta la historia que usted cuenta, Grimm, Quesada debía estarle infinitamente agradecido por haberle salvado la vida de la mordedura de la serpiente. No es extraño, pues, que, además de regalarle a «Negrita», le cediera el permiso para buscar oro en sus tierras.
—Así, fue, señor Eckleton. Pero no puedo demostrar que no fui su asesino ni tampoco tengo el menor indicio que pueda darme su rastro. ¿Qué opina usted del asunto?
—Ando un poco despistado al respecto, Grimm. El joven Quesada no tenía enemigos en la región, pero era suficiente el hecho de que en sus tierras hubiese oro para que alguien sintiese la veleidad de asesinarlo.
—Sin embargo, queda su hermana como heredera y propietaria del rancho de la «Q», ¿no es así? Deberían haberla eliminado a ella también, y el asesino se limitó solamente a matar a Juan.
—Es un asunto endiabladamente complicado, Grimm, y solamente cuando se haya hallado al criminal y éste hable, podremos saber todo cuanto ahora ignoramos.
Bevis asintió, aspirando lentamente el humo del cigarrillo. De pronto, alzó la cabeza vivamente.
—Ya está —exclamó.
—¿A qué se refiere usted, Grimm?
Los ojos del joven chispeaban,
—Verá, hay un medio por el cual puedo probar mis afirmaciones.
—¿Sí?
—Es... un poco desagradable, pero no habrá otro remedio que hacerlo.
—Explíquese de una vez, Grimm —dijo Eckleton, interesado.
—Verá, señor; como recordará, yo curé a Juan de la mordedura de serpiente. Le hice una incisión en forma de cruz en la pierna. Esta incisión tiene que aparecer cuando se exhume su cadáver, lo cual probará la veracidad de mis asertos. ¿No lo cree usted así? No habremos dado con el asesino, pero al menos esto servirá para demostrar que no So fui yo.
Eckleton se pellizcó pensativamente el labio inferior.
—Pudiera dar resultado, Grimm. Sí, es una buena idea. ¿Y cuándo piensa usted ponerla en práctica?
—Oh, pues cuanto antes mejor, supongo. Es decir —añadió el joven, sonriendo—, siempre que pueda salir de Bishop.
—Si deja pasar un par de horas, evidentemente podrá irse sin más complicaciones, Grimm.
—Eso es lo pienso hacer, señor Eckleton, si usted sigue siendo tan considerado que quiere darme alojamiento durante todo ese tiempo.
—¡Por Dios, Grimm, no se hable más del asunto y quédese en mi casa como si fuera suya!
Al cabo de las dos horas señaladas, Bevis se despidió de su huésped, quien le acompañó hasta la puerta de la calle, indicándole el mejor medio pora llegar basta donde se hallaba su montura. Bevis estrechó con fuerza la mano de Eckleton, íntimamente satisfecho de haber hallado una persona que creía en, su inocencia, y luego se deslizó como una sombra fantasmal por las oscuras y silenciosas calles de Bishop.
Mientras corría hacia las afueras, su cerebro no dejaba de funcionar. Recapacitó palabra por palabra, frase por frase, en las conversaciones que había sostenido con la señora Marks y con Eckleton, tratando de hallar en las mismas una pista que pudiera ayudarle a conseguir los fines que con tanta ansia deseaba. Sabía, presentía, que de aquellos diálogos podía obtener alguna utilidad, pero no acababa de llegar a fondo de los mismos.
Cuando ya estaba a punto de alcanzar su destino, sus pupilas, habituadas a las tinieblas, captaron la imagen de un par de hombres, vigilando a «Negrita». Se detuvo en seco, con la mano en el revólver, y retrocedió un par de pasos, los nervios en tensión, buscando la mejor manera de salir de aquel inesperado atolladero.
Se aplastó contra la última casa de la ciudad. No le pareció extraño que, habiéndose escapado de sus perseguidores, el sheriff Wilder hubiera montado un servicio de vigilancia, con el fin de atraparlo si intentaba escapar de la población, puesto que no había salido de ella cuando estuvieron a investigar en casa de Eckleton. Pero al mismo tiempo, a Bevis le repugnaba disparar contra unos hombres que se imaginaban cumplir con su obligación. No eran Rock Williams y su banda, sino unos honrados ciudadanos que se arriesgaban a recibir un balazo por mantener la ley.
Naturalmente, esto cambiaba la situación. Pero la fértil imaginación del joven no tardó en discurrir una treta que estimó factible y con grandes probabilidades de alcanzar éxito.
Sacando los revólveres, los disparó dos o tres veces al aire, rápidamente. Todavía flotando en el ambiente los ecos de las detonaciones, empezó a gritar:
—¡Por ahí va! ¡Cogedle, que se escapa! ¡No le dejéis huir!
La trampa era ingenua, pero resultó efectiva. Los dos hombres, alarmados por el ruido de las detonaciones, echaron a correr hacia donde éstas sonaban. Iban tan ciegos que pasaron a dos pasos de distancia de Bevis sin apercibirse de la presencia del joven, aplastado contra el hueco de una puerta de la casa.
Después, Bevis con toda tranquilidad, montó en «Negrita» y picó espuelas, dirigiéndose hacia el lugar donde más seguro podía estar en aquellos momentos: el rancho de la «Q».