CAPÍTULO II

 

El hombre que estaba junto al mostrador, alto y hercúleo, lucía una frondosa barba y un negro parche de pirata en el ojo izquierdo. Pocos sabían, sin embargo, que el parche no era sino un truco que había engañado a más de uno, ya que, pese a su aparente opacidad externa, por la cara interior era completamente transparente y el ojo de Harry Sutton poseía una agudeza visual excepcional.

Con la mano izquierda, Sutton ceñía el talle de una vistosa rubia. Ella reía sus bromas con carcajadas enteramente profesionales. A Sutton le gustaba que celebrasen sus chistes.

—Pronto te has consolado de la ausencia de Dina, Harry —sonó inesperadamente la voz de Dan Harvey.

Sutton se volvió rápidamente. Su ojo libre emitió un brillo de furia, contrarrestado por una fingida sonrisa de amistad.

—No sé de qué me estás hablando, Dan —contestó.

—Si pudiéramos quedarnos a solas unos minutos, lo sabrías con todo detalle.

El barbudo se separó de la mujer.

—Anda, ve a darte una vuelta por ahí —indicó—. Mi amigo y yo tenemos que hablar; te llamaré en seguida.

—No tardes, cariño —suplicó la rubia.

—¿Qué quieres beber, Dan? —invitó Sutton apenas se hubo quedado solo con Harvey.

—Nada, gracias, en este momento, no tengo sed. ¿Cómo está Dina?

Sutton había dejado ya de sonreír.

—Tiene media cara deshecha —gruñó—. Por tu culpa…

—Nada de eso, fue un accidente casual, y puede dar gracias de que el cuchillo sólo le rajase la cara. Si llega a ir un palmo más abajo, a estas horas no lo estaría contando.

—Es muy rencorosa, te lo advierto, Dan.

Harvey se encogió de hombros.

—No lo siento en absoluto. Ella quería que uno de mis hombres muriese… ó tal vez los dos. Yo conseguí evitarlo; y estaba dispuesto a darle después una buena paliza, pero el cuchillo me lo evitó. ¿Le dijiste tú que drogase a mis hombres?

—Como acusado, me niego a contestar para no perjudicarme —contestó Sutton cínicamente.

—Lo que significa que no tienes la conciencia muy tranquila, Harry «El Sucio». ¿Cómo van tus planes para la conquista de Edenia?

—Ah, de modo que la chica ha ido a verte ya…

—Sí, Harry.

Sutton hizo una seña con la mano. Una guapa barmaid llenó su copa nuevamente.

—La vi por aquí y, conociéndola y sabiendo más o menos lo que pasa en Edenia, me imaginé a qué había venido —dijo el fingido tuerto después de un trago—. En realidad, lo que hizo Dina era más bien una advertencia, es decir iba a serlo, aunque ya resulta inútil.

—De modo que has estado en Edenia, Harry.

—Más de una vez, lo reconozco.

—Y tienes intención de conquistar…

«El Sucio» lanzó una ruidosa carcajada.

—¿Quién, yo? Querido Dan, yo sólo tengo la intención de llevar a Edenia los beneficios de la ciencia y el progreso. Allí viven atrasadísimos, en la más completa de las ignorancias y… Bueno, si has leído relatos de viajes en la Tierra, en la época de los descubrimientos, cuando los exploradores llegaban a tierras de Indias o a las islas de los Mares del Sur, te imaginarás cómo viven actualmente los edenitas.

—Voy comprendiendo, Harry. Pero tú no haces nada sin la debida remuneración, y esa ciencia y ese progreso que dices vas a llevar a Edenia, será a cambio de algo. ¿Qué riquezas hay en el subsuelo del planeta?

—Dan, ¿es que no puedes entender que una persona actúe por motivos altruistas? Soy un filántropo, como tú, eso es todo.

—Sí, sí, filántropo —replicó Harvey con soma—. Harry, que nos conocemos bien. Julia me ha explicado claramente cuáles son tus intenciones.

—Y tú, en el acto, valiente y gallardo caballero, te has puesto inmediatamente de parte de la doncella desvalida —contestó «El Sucio» sarcásticamente.

—Ella me ha pedido ayuda y yo, de acuerdo con mis hombres, se la he concedido, eso es todo.

—Extraña organización la tuya…

—Una simple agencia, que en tiempos antiguos se llamaba de investigación, sólo que ahora tiene un campo muchísimo más amplio. Pero sólo aceptamos trabajos decentes.

—¿Y cómo sabes tú que es un trabajo decente? No tienes más que su palabra, Dan.

—Eso es cierto, pero creo en ella, Harry.

Sutton vivió a reír de nuevo.

—Eres tonto de remate, Dan —le apostrofó—. Tarde o temprano, la civilización llegará a Edenia, y por lo que a mí concierne, cuanto más pronto, mejor, ¿comprendes?

—Lo que significa que llenarás la bolsa también más pronto.

—Exactamente —admitió Sutton sin pestañear.

—No debería decírtelo, porque sé que es perder el tiempo, pero, en fin, lo haré —suspiró Harvey—. Harry, apártate de Edenia.

—Iré allí —gruñó el barbudo—. Otros edenitas me han pedido que les ayude y, ¿por qué han de ser ellos menos que Julia Vinceton?

—La cosa es distinta…

—No —repuso Sutton tajantemente—, no es distinta. Un edenita me pide que le ayude y yo lo hago. Otro edenita te lo pide a ti y tú lo haces, aunque claro está, en sentido opuesto. Ésta es la única diferencia entre lo que haremos tú y yo, Dan; por lo demás, todo será igual.

—Olvidas los procedimientos que empleamos ambos. Son muy diferentes, Harry.

Sutton se encogió de hombros.

—Sólo me interesan los resultados —contestó fríamente.

—Está bien, me parece que ya se han deslindado los campos. Tienes una fama siniestra, Harry, para qué andarnos con rodeos. Si vas a Edenia, tendrás que atenerte a las consecuencias.

Los labios de Sutton se contrajeron.

—Esto significa una declaración de guerra, Dan —murmuró.

—A menos que desistas de tus proyectos, Harry.

—Has perdido el tiempo viniendo a verme.

—Lo sé, pero creí conveniente intentarlo. No me gusta atacar sin previo aviso.

—Eres demasiado decente, Dan —se burló Sutton—. Eso te perderá algún día.

—Pero, mientras tanto, mi conciencia no me molesta y puedo dormir tranquilamente. Claro que ¿conoces tú siquiera el significado de la palabra conciencia?

Harvey ya no habló más; dio media vuelta y se dirigió hacia la salida.

A sus espaldas, Sutton cambió una mirada con un tipo sentado en una mesa próxima y que había estado contemplando a los dos hombres mientras conversaban. Sutton hizo una seña con la cabeza, como indicando a Harvey, y el otro contestó con un leve gesto de asentimiento.

Luego, Sutton llamó a la rubia.

—Preciosa, aquí hay demasiada gente —dijo.

Ella le guiñó un ojo.

—Arriba estaremos mejor, Harry —contestó.

 

* * *

 

El hombre de Sutton caminó cautelosamente detrás de Harvey. El joven se percató a los pocos momentos de la persecución de que era objeto, por medio del diminuto radar individual que solía utilizar en lugares poco concurridos.

El radar emitió una señal silenciosa, pero que él captó en su cerebro. Dejó pasar unos momentos y comprobó que las distancias se mantenían.

Ahora ya no cabía la menor duda; no se trataba de un transeúnte accidental, sino de alguien que iba tras él.

—Y no para darme una palmadita en la espalda —murmuró.

Siguió andando. Las señales del radar se activaron.

El hombre de Sutton aceleraba el paso. Se disponía ya al ataque.

En el último instante, Harvey se volvió. La mano del sujeto, armada con un cuchillo bifoliado, cuyas hojas no medían menos de veinticinco centímetros de longitud, se movía en sentido semicircular horizontal.

El arma buscaba su cuello. Harvey se agachó velozmente y el cuchillo zumbó, rozándole el pelo.

Una fracción de segundo más tarde, su mano atrapaba la muñeca armada. Casi al mismo tiempo, ejecutó un violentísimo movimiento de torsión, hacia adentro y hacia abajo.

El cuchillo penetró en el pecho del sujeto, debajo del esternón. Entró con toda facilidad, como si pinchase manteca.

Se oyó un gruñido apagado. Harvey agarró al individuo por el cuello y lo mantuvo en pie unos instantes, hasta que sus movimientos hubieron cesado.

Mientras tanto, reflexionaba. Al cabo de un minuto, cargó con el sujeto y volvió sobre sus pasos.

Poco después, se hallaba frente a la taberna. Escrutó las ventanas del primer piso, calculando la que le interesaba. De repente, en una que se captaba algo de luz, divisó una silueta inconfundible.

Harry Sutton avanzaba en aquellos momentos hacia la rubia.

—Verás lo bien que lo vamos a pasar…

Sutton no tuvo tiempo de seguir. Algo rompió la ventana con tremendo estrépito.

La rubia chillo. Sutton respingó al ver aquel cuerpo que rodaba por el suelo de la habitación.

El cadáver quedó boca arriba, con el cuchillo todavía hincado en el pecho. Para la rubia resultó un espectáculo demasiado horroroso. Sencillamente, se desmayó.

Sutton se puso a jurar, con las palabras más virulentas de su repertorio. La rubia no le escuchaba, pero, aunque hubiera estado inconsciente, tampoco le habría importado.

Al cabo de unos minutos, Sutton se recobró. Sacó del bolsillo una cajita poco mayor que una ficha de dominó, presionó un diminuto botón y llamó:

—Chu-Too, ven inmediatamente al número siete.

—Está bien —contestó una voz de inconfundibles tonos orientales.