CAPÍTULO XI

 

El juez Cordine meneó la cabeza al conocer la noticia.

—Esto no me gusta. Nunca me han agradado ciertas informalidades de los defensores —declaró—. Al principio, pareció que se tomaba mucho interés por la acusada, pero ahora se disculpa con un certificado médico... que acaso no valga siquiera el papel en que está escrito.

—Es un contratiempo lamentable, en efecto —convino el fiscal—; pero, en interés de la justicia, y a menos que Su Señoría disponga lo contrario, no me gustaría aplazar el juicio.

—La acusada necesita un defensor, señor fiscal —alegó Cordine.

Un hombre se puso en pie en la sala.

—Señoría, ruego se me conceda el honor de defender a la acusada. Soy Andrew Edwards, abogado inscrito en la Asociación profesional correspondiente. Con moderado optimismo, puedo asegurar a su Señoría que estoy bastante impuesto de los pormenores del caso y que me encuentro en perfectas condiciones para mantener esa defensa.

El juez dobló a un lado el certificado que le había sido entregado un par de minutos antes.

—Haré que un forense reconozca al señor Baxter. Si sus informes no me agradan, le impondré una fuerte sanción por conducta improcedente —declaró—. Bien, señor Edwards, su oferta queda aceptada, con el agradecimiento de este tribunal.

—Gracias, Señoría,

Kate, sentada en su sitio, junto a una oficial de la policía, se hundió en el banquillo. ¿Por qué se echaba Budd atrás en el último momento?

Casi sentía ganas de echarse a llorar. Budd le había pedido que confiase en él. Ahora la traicionaba; el juez no creía en la enfermedad que se declaraba en aquel certificado médico. ¿Por qué?

El juez golpeó la mesa con su mazo.

—El estado de Nueva York, contra Katherine Kyrr, acusada de homicidio en primer grado. El fiscal puede proceder —dijo.

Holt se puso en pie. Antes de que pudiera abrir la boca, sonó una voz potente:

—¡Perdón, Señoría! Ruego al tribunal me disculpe por la tardanza en llegar, pero, como explicaré a su debido tiempo, me ha sido imposible llegar antes —anunció Baxter, mientras avanzaba a lo largo del pasillo central de la sala—. Si mi conducta merece una sanción, la acepto de antemano, pero deseo que ese honorable Tribunal sepa que en modo alguno renuncio a la defensa de la acusada.

Los ojos de Kate destellaron de alegría. Edwards torció el gesto.

Baxter llegó junto a la mesa de la defensa. Iba impecablemente vestido: traje azul oscuro, camisa blanca, impoluta y corbata granate, con unas finas rayas oblicuas, de color también azul. El pañuelo asomaba por el bolsillo superior y los zapatos espejeaban.

El portafolios quedó sobre la mesa. Cordine se recuperó de su sorpresa y miró hacia Holt.

—Espero que el fiscal no ponga ninguna objeción a lo que acaba de decir el defensor.

Holt se encogió de hombros.

—No hay objeción, en efecto —contestó—. De todos modos, pienso demostrar la culpabilidad de la acusada.

—Eso es algo que está por ver —dijo Baxter, alegremente.

—Bien, dejémonos de preámbulos. Es preciso examinar a los miembros del jurado —cortó el juez.

 

* * *

 

Stanley Holt aguardó a que el alguacil hubiese tomado juramento al testigo. Luego, con un lápiz en la mano, se acercó al estrado.

—Su nombre, por favor —pidió.

—Melvyn Reinn, señor —contestó el testigo.

—¿Profesión?

—Armero, señor. Tengo una tienda de venta y reparación de armas, debidamente establecida en...

—Es suficiente, señor Reinn. Por favor, mire a la acusada y dígame si es la misma que en la tarde del día ocho de marzo de este año le compró un revólver.

—Creo que sí, señor.

—¿Cómo? ¿No está seguro? ¿Por qué?

—Bueno, ella vestía de otra forma. Además, llevaba grandes gafas oscuras...

—¿Como éstas?

Holt hizo un gesto. Un policía de la oficina del fiscal se acercó a la mesa de la defensa.

—Con permiso, señora Kyrr —dijo.

Kate dejó que le colocaran las gafas sobre los ojos. Reinn hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, es la misma.

—Muchas gracias. Señor Baxter, es su turno —dijo Holt, ufano de su intervención.

Baxter se puso en pie.

—Ninguna pregunta al testigo, Señoría —manifestó.

Se oyeron algunos rumores. Los agentes de policía que habían detenido a la acusada y el forense que había reconocido a la víctima habían desfilado ya. Baxter no les había hecho ninguna pregunta.

Kate empezaba a ponerse nerviosa, a pesar de las seguridades que le daba el joven. Todavía desfilaron un par de testigos más, ambos vecinos de la casa donde se había producido el suceso.

De pronto, Baxter se puso en pie.

—Señor juez, solicito que se presente a declarar la señorita Evelyn Peters.

Cordine arqueó las cejas.

—Esa testigo no figura en las listas...

—Ruego disculpas a su Señoría, pero estimo muy necesaria su declaración. Después, si lo desea, el señor fiscal podrá interrogarla, a su vez, cuanto quiera.

—Muy bien. Alguacil, llame a la testigo.

Momentos después, Evelyn se sentaba en el estrado de testigos. Prestó juramento y luego miró a Baxter, que ya se acercaba a ella.

Kate notó algo extraño en la joven. De pronto, se dio cuenta de que la testigo no sólo vestía de forma muy parecida a ella, sino que llevaba el mismo peinado.

—Señorita Peters, diga al jurado lo que hizo usted en la tarde del día ocho de marzo de este año —pidió Baxter.

—Fui a la armería Reinn y compré un revólver de seis tiros, calibre treinta y dos.

Se oyeron algunos murmullos. Cordine los acalló con algunos enérgicos golpes de mazo.

—¿Por qué compró ese revólver, señorita? —siguió Baxter.

—Me lo ordenaron bajo graves amenazas físicas.

—¿Quiénes?

—Dos hombres, llamados Hugo Rood y Rick Hines. Tuve miedo y obedecí.

—Pero debió de enseñar algunos documentos a nombre de Kate Kyrr...

—Hines me los facilitó, Luego yo tuve que entregarle el revólver y los documentos. Sé que quemó éstos, pero no puedo decir qué hizo con el arma.

—Muchas gracias, señorita Peters. Permítame, por favor...

Baxter puso ante los ojos de Evelyn unas grandes gafas oscuras. Luego miró al juez.

—Señoría, aunque esto es irregular, ¿puedo, desde aquí, preguntar al testigo Reinn si reconoce a esta mujer como la persona que le compró un revólver en la fecha mencionada?

—¡Protesto! —gritó Holt—, Es un procedimiento irregular.

—El fiscal tiene razón. Los miembros del jurado podrían sospechar que usted ha contratado a esa mujer para que declare en este sentido.

Baxter sonrió.

—Estarían en su derecho, desde luego; pero si la declaración del siguiente testigo no convence a este tribunal, admitiré que esta prueba testifical sea excluida de las actas del proceso y que no sea, tampoco, tomada en cuenta en el jurado. Por favor, Señoría...

—Está bien, se acepta su proposición, bajo las condiciones descritas.

—Gracias, Señoría, —Baxter giró en redondo—. ¿Señor Reinn?

El armero se puso en pie, en uno de los bancos del público.

Pudiera ser ella misma, no lo sé seguro —manifestó—, Creo que la testigo y la señora Kyrr se parecen mucho...

—Vestidas con ropas parecidas y con gafas oscuras —sonrió Baxter—. Muchas gracias, señor Reinn. ¿Señor fiscal?

Holt hizo un gesto agrio.

—He tolerado esta ridícula prueba, pero solicitaré del tribunal que la excluya de las actas —contestó.

Baxter levantó el índice.

—Sólo después de haber interrogado al siguiente testigo, recuérdelo —dijo—. Gracias, señorita Peters.

La expectación crecía por momentos. Todos los presentes se daban cuenta de que el abogado defensor guardaba una especie de bomba final.

—Bien, señor Baxter, ¿cuál es el otro testigo? —preguntó el juez.

—Se llama Homer Davidson y es doctor en medicina, Señoría.

Cordine hizo un gesto con la mano. Momentos después, Davidson se sentaba en el estrado de testigos.

Apenas había prestado juramento, Holt formuló una objeción.

—Señoría, el doctor Davidson ya ha declarado antes. El defensor no ha juzgado conveniente hacerle ninguna pregunta. ¿Por qué lo llama ahora?

—¿No le parece que vamos a saberlo dentro de unos momentos? —contestó Cordine, con buen humor.

Se oyeron algunas risas. Holt, humillado, se sentó de golpe.

Baxter se acercó al testigo.

—Doctor, no le voy a preguntar por las causas de la muerte de la víctima, porque esto ya está bien claro —manifestó—. La pregunta que yo voy a hacerle se refiere a otro aspecto del caso, y por cierto no se ha mencionado sino de pasada hasta este momento. ¿Está dispuesto, doctor?

—Sí, señor.

—Bien, usted examinó el cadáver de la víctima y diagnosticó certeramente las causas de su muerte. Por favor, diga al jurado qué encontró en sus uñas.

—Restos de piel humana y partículas insignificantes de sangre ya seca.

—¿A quién pertenecían esos restos orgánicos, doctor?

—A la acusada.

—Es decir, puede suponerse razonablemente que la acusada y la víctima se pelearon de forma física y que, en el transcurso de la pelea, la víctima causó algunos arañazos en la piel de la acusada.

—En efecto, así tuvo que ser.

—¿Lo hizo usted constar en su informe?

—Sí, señor.

—¿Declaró que los restos orgánicos pertenecían, sin duda, a la epidermis de la acusada?

—Ciertamente, y lo hice después de tomarle pequeñas muestras de su piel.

—Muy bien. ¿Qué hizo con el informe?

—Lo envié a la oficina del fiscal; no sé más. El resto ya no era cosa mía.

Baxter se volvió hacia Holt.

—En todo momento, el fiscal ha sostenido la teoría de que la acusada se causó los arazaños a sí misma, al objeto de fingir una pelea inexistente. Señoría, solicito de este tribunal exija del fiscal la presentación del informe emitido por el doctor Davidson y que no se ha hecho aparecer como prueba en el proceso.

Cordine miró al aludido. Holt parecía hundido en su asiento.

—Diríase que aquí ha habido un poco de trampa —habló el juez—. Y no por parte de la defensa, precisamente. ¿No tiene nada que manifestar, señor fiscal?

—Yo hablaré por él, Señoría —exclamó Baxter—. En estos momentos, el fiscal jefe del distrito tiene una serie de fotografías de documentos, en los cuales consta el nombre del señor Holt. En esos documentos se prueban las conexiones del señor Holt con ciertos individuos de dudosa reputación, por calificarlos de alguna manera. Uno de ellos, precisamente, es Rick Hines, el hombre que afirmó haber oído a la víctima ir a casa de su esposa, porque ésta le llamaba con urgencia. Resulta extraño que el señor Hines no haya comparecido a ratificar sus declaraciones, pero esto es algo que no entorpece en absoluto el curso de la justicia. Lo que sí la entorpecía y envilecía era la actuación de un hombre, a quien el pueblo había designado para la defensa de sus intereses y que ha traicionado a los mismos que le llevaron al puesto que ahora ocupa indignamente.

Cordine miró al fiscal. Holt se ahogaba.

—Señor Baxter, espero que sepa probar lo que ha dicho —exclamó el juez.

—Una acusación como la que he lanzado, no se formula sin pruebas, Señoría —contestó el joven, rotundamente.

De pronto, dos hombres vestidos con ropas civiles entraron en la sala. Uno de ellos hizo un gesto y llamó al alguacil. Segundos más tarde, el alguacil decía algo al oído del juez.

Cordine escuchó atentamente durante algunos instantes. Luego movió la mano.

—Señor Holt, veo al fondo de la sala a dos hombres de la oficina del fiscal del distrito. Acompáñelos; su jefe quiere verle.

Holt salió tambaleándose, mientras los murmullos sonaban por todas partes. Cordine se esforzó por conseguir silencio. Entonces dijo:

—Se suspende el juicio hasta un nuevo señalamiento. Las incidencias surgidas en el transcurso del mismo, así lo aconsejan.

Baxter se puso en pie.

—Señoría, solicito la libertad de la acusada. Estimo que en una nueva vista de la causa, procederá su absolución o, por lo menos, un veredicto de no culpable

Mientras tanto, me ofrezco a custodiarla hasta que ese Tribunal decida.

El mallete del juez golpeó la mesa.

—¡Concedido!

Baxter se acercó a la muchacha y tomó sus manos. En los hermosos ojos de Kate brillaban unas lágrimas.

De repente, con el rabillo del ojo, Baxter vio a un hombre que se precipitaba a la carrera hacia el fondo de la sala. Inmediatamente, adoptó una decisión.

El caso no estaba cerrado todavía.

—Kate, ve al Hudson’s y toma una habitación allí. Espérame hasta mi regreso; yo tengo que hacer algo muy importante.

Mientras se alejaba, oyó la voz de Evelyn que se había acercado a Kate:

—No sé cómo disculparme, señora Kyrr...

“Tendría gracia que acabaran siendo buenas amigas”, pensó Baxter, mientras descendía las escaleras de cuatro en cuatro, en busca de su automóvil.

Iba a ver a Rood y presentía que sería la primera y última entrevista.