CAPÍTULO IX

 

Los ojos del fiscal Holt contemplaron con frialdad a su visitante.

—El juicio empieza pasado mañana —dijo—. Quiero que sepa que busco justicia y no venganza; por lo tanto, deseo con sinceridad que consiga una buena defensa para su cliente.

—Lo tengo difícil —respondió Baxter—. No hay testigos del suceso. ¿Cómo probar que ella no hizo otra cosa que desviar la mano armada con la suya?

Holt se encogió de hombros.

—¿Por qué compró un revólver dos meses antes?

—En el hecho no hay premeditación. Ella no fue a buscarle a su casa. Todo lo contrario, la víctima fue a casa de la acusada. Esto puede hacer variar un poco la perspectiva, me parece a mí.

—Señor Baxter, en modo alguno debemos olvidar que hay un testigo de la llamada que su cliente hizo a la víctima. El testigo declaró, y lo jurará ante el tribunal, que la víctima le dijo que iba a ver a su esposa. El jurado caerá, como lo creo yo, que ella le preparó la encerrona, fingiendo luego haber sido atacada violentamente.

—¿Por qué había de hacer una cosa semejante, fiscal?

—Muy sencillo: la víctima tenía una amante, y ella no podía soportarlo.

—Sí, parece indiscutible. No obstante, se puede introducir en el jurado la duda de que la llamada de la señora Kyrr a su esposo fue hecha con objeto de pedirle que abandonase a la amante y volviera a su lado. El crimen, así, tendría muchas más atenuantes.

—Ninguna —dijo Holt, fríamente—. Demasiado hago con pedir solamente veinte años. Es en razón de esas mismas dudas por lo que no cargo la mano; de otro modo, pediría el máximo, se lo aseguro.

Baxter se puso en pie.

—Muy bien, nos veremos pasado mañana, ante el tribunal —se despidió.

La cosa estaba difícil, pensó una vez más. Sí, prácticamente, podía considerar destruida la organización de Bood, pero lo interesante, la absolución de Kate, parecía enormemente lejana.

Regresó a su casa. Janet Mulligan le informó de sus gestiones. No había sucedido nada de particular, aunque la señora Kyrr, dijo, se sentía completamente abatida.

—¿Irá usted a verla, antes del juicio? —preguntó la ayudante.

—No, no voy a poder. Tengo trabajo...

El timbre de la puerta sonó en aquel momento,

—Yo abriré —dijo Janet.

Un hombre apareció en el umbral, con el sombrero en las manos. Era de regular estatura, rostro vulgar y vestía corrientemente.

—Soy Roy Willis —se preguntó.

—¡Ah, señor Willis! —exclamó Baxter—. Seguramente le envía Polly Merton, ¿no es así? Entre, se lo ruego. Janet, ¿quiere decirle a Tim que nos sirva algo de beber? A mí, café, por favor.

—Bien, señor Baxter.

El joven indicó una silla a su visitante. Luego, tomó asiento frente a Willis, a la vez que sacaba un papel del bolsillo.

—Esto es un croquis del lugar adonde vamos a ir esta noche —dijo—, ¿Cuáles son sus honorarios, Roy?

Willis estudió el croquis durante algunos segundos.

—¿Hay vigilantes? —preguntó, al cabo.

—Es probable.

—¿Armados?

En todo caso, yo me encargaría de ellos. Más probable creo que haya un sistema de alarmas, pero, en todo caso, estoy esperando una llamada telefónica que me informará al respecto.

—Dos mil quinientos —dijo Willis.

—Trato hecho.

—Y lo hago porque me lo ha pedido Polly. De lo contrario, créame, par todo el oro del mundo volvería a meterme en un jaleo semejante.

Baxter sonrió complacido.

—No se preocupe, no habrá complicaciones para usted —aseguró.

Tim llegó a los pocos momentos, con una bandeja. Cuando tomaba el café, sonó el teléfono.

Baxter levantó el aparato y dio su nombre.

—Soy Evelyn —oyó una voz femenina—. Sólo hay una alarma en la habitación donde está la caja fuerte, pero me ha sido absolutamente imposible conseguir la combinación.

—Deja eso de mi cuenta. ¿Sospecha él algo?

—Estos días está de un humor terrible. Ayer recibió una llamada desde Alemania. No sé lo qué le dirían, pero hubo un momento en que creí que iba a pegarme.

—Es comprensible —rió Baxter—, Evelyn, ¿desde cuándo estás con Hugo?

—¡Oh, hace unos pocos meses...! Pero creo que nunca le he gustado demasiado, a pesar de todo. Más de una vez me ha comparado con otra y dice que no valgo ni la mitad... A mí me parece que sí valgo mucho, ¿no crees?

Baxter se puso serio, repentinamente.

—Evelyn, ¿mencionó Rood nombre concreto en alguna ocasión? —preguntó.

—Sí. Kate Kyrr. Es esa chica que mató a su esposo.

—Y la misma cuyo nombre tomaste tú para comprar un revólver.

Sobrevino un momento de silencio. Luego, Evelyn dijo:

—No pude resistirme, Budd.

—Sí, me lo imagino. Evelyn, aparte de que te daré dinero para que puedas marcharte de Nueva York sin preocupaciones, tendrás que declararlo en el juicio. Comprar un arma con otro nombre es delito, pero como no podrán probarte complicidad en la muerte de Kyrr, la condena no pasará de un año y la dejarán en suspenso. Tienes que hacerlo así, o una mujer inocente pasará los próximos veinte años en la cárcel.

—¿Me... me lo garantizas que será como dices?

—Yo mismo seré tu defensor y gratuitamente, además.

—El puede tomar represalias...

—Recuerda al hombre que entró en tu casa. Yo me ocuparé de Rood, si es que sale libre del tribunal.

Evelyn suspiró.

—Tengo un miedo espantoso, pero lo haré —respondió.

—Procura disimular. Una vez que el juicio haya terminado, él no podrá hacerte ya nada.

Baxter colgó el teléfono.

—Ya tengo listos todos los informes —dijo, mirando a Willis.

—¿A qué hora? —preguntó el visitante, lacónico.

—Tendremos que aguardar a la madrugada. Mientras tanto, considérese como en su casa, amigo Roy. —Baxter consultó el reloj—. Yo tengo que salir y no sé a qué hora volveré, pero no quiero que se mueva de aquí bajo ningún concepto. ¿Está claro?

—Váyase tranquilo, señor Baxter —dijo Willis.

 

* * *

 

Cuando se deslizaba sigilosamente hacia el callejón lateral, un hombre le salió al encuentro. Caddo Lussaroth se sobresaltó.

—¿Qué diablos quiere usted? —preguntó.

—No vuelva más por aquí, Caddo —dijo Baxter.

—Trate de impedírmelo...

—Es usted un cobarde, capaz solamente de actuar contra débiles mujeres, un asqueroso rufián, que merecería estar bajo seis palmos de tierra. Ni siquiera me haría nada, aunque tuviese una pistola en la mano.

—Yo nunca uso armas de fuego...

Repentinamente, Baxter sacó un pequeño revólver y lo puso en la mano derecha del sujeto.

—Vamos, ande, dispare contra mí —le desafió.

Lussaroth miró, estupefacto, el revólver.

—Escuche, yo no quiero líos...

Repentinamente, Baxter vio lo que estaba aguardando hacía algunos minutos. Actuando con rapidez, saltó hacia adelante y corrió hacia la salida del callejón.

—¡Socorro, quieren robarme! ¡Guardia, ayúdeme, por favor...!

El policía que hacía la ronda nocturna oyó los gritos y se volvió rápidamente, justo en el momento en que Baxter pasaba por su lado.

—¡Está allí, tiene un revólver! —gritó.

El agente sacó el suyo. Lussaroth lanzó un chillido desesperado.

—Eso no es cierto...

—¡Tire el arma! —rugió el guardia.

Lussaroth, aturdido, se dio cuenta de que aún tenía el revólver en la mano. Vaciló y entonces, el agente hizo fuego y lo derribó de un balazo en el hombro derecho.

—No se mueva, señor —aconsejó, prudentemente parapetado tras la esquina—. Pronto llegarán refuerzos...

Con su linterna, envió un chorro de luz al callejón. Lussaroth se movía débilmente.

—Estoy herido, voy a desangrarme...

Se oyó a lo lejos una sirena policial. Baxter sonreía mefistofélicamente.

Dos agentes, pistola en mano, descendieron a los pocos segundos, del coche de patrulla. El otro policía les informó brevemente de lo sucedido.

—Tendrá que venir con nosotros a la comisaría, señor —dijo uno de los patrulleros.

—Será un placer —respondió Baxter—. Estoy asustado... ¿Puedo tomar una copa para reponerme?

—Claro.

La gente se aglomeraba en la entrada del callejón. Cuando entró en la Silver Cup, Polly estaba en el mostrador.

—Ya estás libre de ese rufián —dijo Baxter.

—Una buena trampa —sonrió ella.

—Con sus antecedentes, para media docena de años. Busca un comprador y vende el negocio.

—Lo haré, Budd. ¿Cuándo vendrás a verme?

—No lo sé.

Un velo de melancolía cubrió las pupilas de Polly. Cuando vio al joven salir a la calle, pensó que también salía de su vida.

 

* * *

 

El vigilante, despatarrado en un gran sillón de orejas, dormía como un tronco. Baxter se acercó a él y apoyó ambos pulgares en sendos puntos, situados por debajo de las orejas, un poco hacia adelante. El sujeto se movió un poco y luego tornó a su primitiva inmovilidad.

¡Oiga, no le habrá matado! —se asustó Willis.

—No se preocupe, Roy; sólo le he privado del conocimiento. Quizá le dure, pero si no, haremos que siga durmiendo. Bien, ya sabe dónde está la alarma. Empiece a trabajar.

El despacho era grande, sumamente espacioso. Baxter avanzó unos pasos hasta detenerse a un metro de la gran alfombra sobre la que se hallaba la mesa de trabajo.

—A partir de aquí, empieza el peligro de alarma

—dijo.

Willis se fue inmediatamente hacia el lado izquierdo, en donde había una consola, sobre la que se divisaba un hermoso jarrón de cerámica. Con infinito cuidado, Willis agarró las asas del jarrón y le dio un centavo de vuelta a la derecha.

—Espero que su confidente no le haya dado falsos informes —dijo.

—Yo también confío en que haya sido sincera conmigo —respondió Baxter.

Willis asintió. Luego atravesó la imaginaria línea, a partir de la cual debía sonar la alarma, pero no se produjo el menor incidente. Detrás de la mesa de despacho, había un cuadro de ambiente pastoril. Baxter torció el gesto: se trataba de un mal imitador de Watteau.

El cuadro giró a un lado y la puerta brillante de la caja fuerte quedó al descubierto. Mientras Willis actuaba sobre la combinación, Baxter preparó la cámara fotográfica que había traído consigo y la propia lámpara de la mesa.

Diez minutos más tarde, Willis abrió la puerta de la caja fuerte.

—El resto es mío. —Baxter entregó a su ocasional acompañante un pequeño pulverizador—. Usted vigile al centinela. Si ve que empieza a moverse, láncele un par de chorros de gas a la nariz.

—Está bien.

Baxter sacó un grueso libro de la caja fuerte. Inmediatamente, empezó a tomar fotografías. Algunas de las anotaciones del libro resultaban sumamente esclarecedoras.

La operación duró una hora larga. Por fortuna, Baxter había ido bien provisto de película fotográfica. Ningún documento de los que había allí guardados quedó sin ser registrado en la cámara.

Al terminar, Baxter, que al igual que Willis había operado todo el tiempo con las manos enguantadas, dejó la caja tal como la había hallado. Cerró y empezó a recoger cuanto había llevado consigo.

El centinela se ha movido hace diez minutos —informó Willis—. Tuve que lanzarle un poco de gas... Quizá note algo al despertarse.

—No; pensará que ha dormido más de lo corriente. Una mayor cantidad de gas sí podría provocarle grandes dolores de cabeza al despertar y hacerle entrar en sospechas, pero no ocurrirá así. Creo que abrirá los ojos dentro de una media hora. Bostezará, irá a la cocina, se calentará un poco de café y... El jarrón, Roy.

—Sí, señor.

Cinco minutos después, descendían a la calle. Baxter sonrió satisfecho; la incursión había resultado altamente provechosa, pero lo mejor de todo era que Rood no se enteraría de nada, hasta que fuese demasiado tarde.

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO X

 

A la una de la tarde, Baxter tenía la cabeza bajo la almohada. Una mano tocó su hombro. Más que hablar, Baxter emitió un gruñido:

—Una llamada, señor —dijo Koye.

—Estoy en el Polo —dijo él.

—Regrese. Le llama un tal Rick Hines.

Baxter tiró la almohada a un lado y se levantó de un salto.

—Eso se dice antes, Tim —protestó vivamente.

—¡Oh! Se lo dije a las once, a las doce... El señor Hines gritaba ya tanto, que parecía ir a romper el teléfono...

Vestido solamente con el pantalón corto del pijama, Baxter acudió a la sala. No le gustaba tener el teléfono en la mesilla de noche; sostenía la teoría de que el dormitorio era para descansar.

—¡Hola, soy Baxter! —dijo, instantes después, mientras se rascaba el pecho maquinalmente.

—Buenas tardes, señor Baxter —saludó Hines, educadamente—. ¿Le importaría tener una entrevista conmigo?

—¿Hoy?

—A las cuatro, si no es molestia.

—En el Bertie’s, supongo.

—Sí, señor.

—Bien, a las cuatro estaré allí. A propósito, ¿qué tal su brazo?

—La convalecencia es satisfactoria, muchas gracias. Sea puntual, se lo ruego.

—Descuide.

Baxter dejó el teléfono sobre la horquilla y quedó inmóvil unos segundos, mientras reflexionaba intensamente. Koye aguardaba en silencio, a unos pasos de distancia.

Al cabo de unos momentos, se volvió hacia su criado.

—Voy a hablar unos momentos con el señor Gray —anunció—. Prepárame el baño y luego algo de comida. Me iré de casa a las tres en punto.

—Sí, señor,

Baxter entró en el cuarto de comunicaciones. Gray apareció en una de las pantallas, segundos después.

—Estamos terminando de positivar las películas —dijo.

—Magnífico. ¿Qué te parecen?

—Cualquiera de esas fotografías ganaría el primer premio en el concurso nacional —rió Gray—. Son realmente sensacionales...

—O sensacionalmente reales —contestó Baxter, con jovial acento—. Pero no te olvides de sacar una copia para nosotros. No se puede prever el futuro, Denis.

—Está bien. ¿Algo más?

—Envía una serie al sitio donde te indiqué, con un mensajero personal, pero no lo hagas antes de mañana, a las diez en punto. ¿Entendido? Eso es todo. Hasta la vista, Denis.

Terminada la conversación, Baxter se encaminó al cuarto de baño. Sentía una enorme curiosidad por saber lo que Hines iba a decirle.

 

* * *

 

A las cuatro de la tarde, Hines le tendió la mano izquierda. El brazo derecho reposaba en un cabestrillo.

—Sin rencor —sonrió.

—Me gustan los deportistas que saben perder —contestó Baxter—. Dígame ahora qué ha motivado su llamada.

Hines salió de detrás de su mesa.

—Haga el favor de seguirme. —Se detuvo un instante y miró al joven—. Se lo ruego, no tengo la menor intención de causarle ningún daño.

—Es usted muy amable.

Hines le condujo a lo largo de un pasillo, hasta una puerta situada casi al fondo. Abrió y extendió la mano izquierda.

—Señor Baxter...

El joven cruzó el umbral. Al otro lado divisó a dos sujetos de tremenda figura y rostros inexpresivos. La voz de Hines sonó a sus espaldas:

—A mí me pilló de sorpresa, pero no lo conseguirá con estos dos buenos amigos.

—Preséntemelos, ¿quiere? —solicitó Baxter, sin inmutarse.

—Bob y Charlie, eso es todo cuanto necesita saber.

—¡Hola, Bob; hola, Charlie!

Los esbirros permanecieron callados. Baxter se volvió hacia Hines.

—¿Y bien? ¿Puede explicarme ahora...?

—Con mucho gusto. Voy a tenerle encerrado aquí durante un día o dos, si el juicio se prolonga excesivamente. Después le soltaremos, se lo juro.

—Por su madre.

—Si eso le hace feliz, se lo juro por mi madre.

—El juicio puede suspenderse si no acude el defensor.

Hines sonrió de una forma especial.

—Diez minutos antes de que comience, el juez recibirá un certificado médico de que el defensor se encuentra indispuesto. Un abogado se ofrecerá, de oficio, para defender a la acusada.

—¡Oh, qué inteligencia! —sonrió Baxter—. Lo han previsto todo.

—En efecto, así es. ¿Ve la puertecita del fondo? Hay un pequeño lavabo, para su aseo y demás. El armario del lado izquierdo es, en realidad, un frigorífico bien provisto. Un poco más allá, hay una pequeña cocinilla para hacer café, calentar algún plato precocinado..., en fin, para que nadie pase hambre.

—Ha dicho nadie.

—Bob y Charlie van a permanecer con usted constantemente. Yo cerraré por fuera con llave y me la llevaré. ¡Ah!; también he traído algunas novelas policíacas, varias revistas... En fin, deseo que lo pase lo más distraído posible.

—Podía haberme dejado con dos chicas bonitas —sonrió Baxter.

Hines soltó un bufido.

—Demasiado poco hacemos —contestó malhumoradamente.

Oiga, ¿dónde están los documentos falsos que Evelyn Peters presentó, cuando se hizo pasar por Kate Kyrr?

Hines se quedó parado. Baxter soltó una risita.

—Los habrán quemado, seguro —añadió.

De pronto, Baxter sintió que le agarraban por los brazos. Prudente, prefirió permanecer quieto, mientras Hines cerraba la puerta. Luego sonó la voz bronca de Charlie:

—Ya ha oído al jefe: no le pasará nada si se está quietecito.

—De acuerdo. ¿Cuál de los dos me prepara un poco de café?

—Yo mismo, señor Baxter.

 

* * *

 

Sentado en una butaca, Baxter dejaba pasar las horas tranquilamente. Sus dos guardianes dormían, por turno, en uno de los dos catres que habían sido instalados en la habitación. Baxter pensaba que, en cierto modo, retenerle prisionero era un plan mucho más ingenioso y de menores riesgos que la simple eliminación física. Una vez que Kate hubiera sido juzgada y condenada, nada podría ya revocar la sentencia.

Una revisión del proceso tal vez podría conseguirla, pero los trámites resultarían demasiado largos. Quizá Hines y Rood confiaban en que acabaría por cansarse. Lo malo para ellos, se dijo, era que no sabían las cartas que tenía escondidas en la manga.

Al llegar la noche tomó unos bocadillos y se acostó tranquilamente. Eran las cinco de la mañana, cuando se despertó y fue al baño. Bob, receloso, le siguió hasta el umbral. Baxter, en pie frente al inodoro, se volvió un poco hacia él, sonriendo.

—Hago pipí —dijo.

Bob soltó un gruñido. Baxter estudió el cuarto de baño detenidamente. Era de un tipo muy antiguo, con la cisterna en alto y una cadena para tirar, terminada en una sucia manecilla. Miró una vez hacia atrás y vio que el vigilante se había retirado de la puerta.

Ostentosamente, empezó a quitarse las ropas. Uno de los zapatos quedó frente a la puerta, no cerrada por completo. Baxter tiró una vez de la cadena. Luego, desnudo, acercó a la ducha y abrió el grifo.

—¡Maldición, no hay agua caliente! —gritó.

—Resígnese —contestó Bob, de mal talante.

Charlie había estado velando hasta pasadas las dos de la madrugada y roncaba estrepitosamente. Baxter volvió al inodoro, puso la tapa y se subió encima. Unos segundos más tarde, protegido por el ruido del agua de la ducha, tenía en las manos algo más de un metro de cadena. No era demasiado, pero serviría.

Bajó al suelo nuevamente. De pronto, emitió otra maldición:

—¡Bob, demonios! La llave de la ducha se ha estropeado.

El sujeto irrumpió, de golpe, en el baño. Inmediatamente, algo rodeó su cuello con terrible presión.

El instinto hizo que Bob se llevase ambas manos a la cadena que le cortaba la respiración. Junto a su oreja derecha, Baxter susurró:

—Si no te estás quieto, apretaré más y te romperé la tráquea.

Bob, sudando a chorros, se inmovilizó en el acto. Baxter soltó el extremo derecho de la cadena. Antes de que el hampón pudiera reaccionar, aplicó el filo de su mano derecha contra el cuello, por debajo y detrás de la oreja.

La cabeza de Bob osciló un poco. Luego, sus rodillas se aflojaron. Baxter, sin embargo, tuvo tiempo de sostenerlo, para que no hiciera demasiado ruido al caer.

Asomó la cabeza fuera del lavabo. Charlie continuaba durmiendo plácidamente. Sonriendo, Baxter se acercó al sujeto y se puso al otro lado del camastro.

—¡Charlie, rápido, el prisionero ha escapado! —gritó.

Se oyó un agudo grito. Charlie se levantó de un salto y corrió hacia la puerta, instintivamente. Agarró el pomo y la sacudió, pero la cerradura resistió.

Tardó unos segundos en darse cuenta de que se habían burlado de él. Cuando se volvía, dos manos cayeron sobre sus sienes, en un doble golpe de canto simultáneo. Charlie creyó que le explotaba una bomba en la cabeza y perdió el conocimiento instantáneamente.

Baxter consultó su reloj, del que, afortunadamente, no había sido despojado. Eran poco más de las cinco y media de la mañana. Había tiempo de sobra.

Hines había sido muy considerado, ya que los camastros estaban provistos de sábanas. Baxter rasgó tiras suficientes para atar y amordazar a los dos gorilas. Cuando terminó la tarea, los metió en el lavabo y cerró la puerta. Con toda tranquilidad, encendió la cocinilla y puso a calentar la cafetera.

Mientras tomaba un sorbo de café, pensó que aguardaría hasta las nueve de la mañana. Si a esa hora no había aparecido Hines, abriría la puerta y se marcharía. Había algunos cuchillos que podrían servirle como destornilladores, se dijo.

El tiempo transcurrió lentamente. Charlie y Bob despertaron y patearon furiosos, pero Baxter les amenazó con abrir todos los grifos y cerrar la puerta, colocando las toallas en la base, para hacerla estanca. Ante la amenaza de morir ahogados, los dos vigilantes optaron por permanecer quietos.

A las ocho y media, se oyó ruido de una llave en la cerradura. Baxter se situó ante la puerta, con una taza de café en la mano.

Hines abrió y dio dos pasos antes de percatarse de la situación.

—No se vaya —dijo Baxter.

Hines comprendió que algo había fallado y, con la mano izquierda, trató de sacar un arma, pero entonces, el contenido de la taza fue a parar a su rostro. Cegado, Hines trastabilló, lo que aprovechó Baxter para dejarlo sin sentido con un suave golpe de karate en un lado del cuello.

Minutos después, Hines yacía en el suelo, con el brazo izquierdo pegado al cuerpo, por la espalda, merced a una tira de sábana. Otra le ataba los tobillos y una tercera le tapaba la boca.

Desde la puerta, Baxter sonrió burlonamente al individuo Hines ya había recobrado el conocimiento.

—¡Adiós, amigo!

La llave de la puerta saltó en la palma de su mano. Los ojos de Hines emitieron un destello de furia impotente al oír el ruido de la llave, al girar en su cerradura. Pero luego derramaron lágrimas.

Treinta minutos después, entraba en su departamento. Koye lo recibió de uñas.

—El señor divirtiéndose por ahí, y yo aguantando a los tipos que registraron la casa a placer. No es por el registro, sino por el trabajo que tuve luego para dejarlo todo de nuevo en orden...

Baxter arqueó las cejas.

—Tim, ¿cómo te dejaste sorprender? Tú eres experto en artes marciales...

—Aquellos tipos sospechaban algo, porque se situaron a un metro de la puerta, apuntándome con sus pistolas. No podía saltar hacia ellos; las balas son siempre más rápidas que el hombre.

—¡Oh, entiendo! Lo siento mucho, Tim. ¿Entraron en el cuarto de comunicaciones?

—Por supuesto que no, señor —contestó Koye, con aire de ofendida dignidad—. Ni siquiera me molestaron con sus preguntas; empezaron a revolver todo, de inmediato...

—Y como tú sabías que no encontrarían nada, les dejaste hacer,

—Exactamente, señor.

Baxter palmeó las espaldas de Koye.

—Eres el prototipo del fiel servidor —dijo—. Y ahora, por favor, prepárame ropa limpia; tengo apenas treinta minutos para cambiar y llegar al tribunal.

—Pensé que no llegaría a tiempo...

—Eso es lo que querían ellos —respondió Baxter, evasivamente.