CAPÍTULO IV

 

La pantalla se iluminó y el rostro de Gray se hizo visible, con una sonrisa sarcástica.

—¿Qué tal va el valiente caballero, socorredor de la viuda desvalida? —preguntó—. ¿Has derrotado ya al fiero dragón que la guarda en su impenetrable cueva?

—He recibido algunas llamaradas, procedentes de las fauces de ese dragón —contestó Baxter jovialmente—. Precisamente te llamo para que me ayudes a derrotarlo.

—Muy bien, Jorge. Adelante.

—Me llamo Budd —se picó el joven.

—Pero como estás peleando contra un dragón, yo te llamo Jorge. Lo que pasa es que no mereces el calificativo de santo —rió Gray, desaforadamente.

Baxter se echó a reír, también.

—¿Qué me dices de Rood? —preguntó, después.

—Estoy recopilando informes. No es un tipo que dé mucho que hablar a los periodistas.

—En alguna ocasión se habrá hablado de él. Denis, destaca dos de las chicas y envíalas a las bibliotecas y archivos. Que hurguen en los periódicos y revistas hasta diez años atrás. Y que se lleven credenciales y cámaras, para fotografiar cuanto se haya publicado acerca de Rood. ¿Entendido?

—Me vas a dejar la oficina en cuadro —se quejó Gray.

—No llores. Además del contable y el adjunto, tienes nada menos que ocho empleadas. Elige las más espabiladas y ponías al trabajo, inmediatamente.

—El negocio es tuyo, pero la factura te pondrá los pelos de punta.

—Me pondré un casco de trabajador —sonrió Baxter—. ¡Ah! Mira a ver si en alguna fotografía, Rood o algunos de los íntimos, están acompañados de alguna chica parecida a Kate Kyrr, no en la cara, sino en el físico en general.

Gray elevó sus brazos al cielo.

—¡Voy a volverme loco! —clamó.

—Piensa en la factura —dijo Baxter, un segundo antes de apretar la tecla de desconexión.

Entonces se dio cuenta de que Koye, el criado, esperaba con una bandeja en las manos.

—El señor está muy preocupado —dijo, mientras le servía una taza de café—. ¿Puedo preguntar al señor por qué no se dedica exclusivamente a su negocio y deja de meter sus respetables narices en las vidas ajenas?

—A veces, esas vidas ajenas... una de ellas fue mi vida en tiempos —contestó Baxter, evocadoramente.

—Es raro el amor sincero del que no queda una minúscula brasa en las cenizas —dijo Koye.

—¿Confucio?

—Lao-tsé, señor.

—Dudo mucho de que Lao-tsé pronunciara alguna vez semejante máxima, Tim.

—Entonces, murió infinitamente desgraciado, por no habérsele ocurrido —respondió Koye con todo desparpajo.

De repente, sonó el teléfono de la sala.

—Perdón, señor —dijo el criado.

Momentos después, hacía un leve gesto con la mano.

—Es para usted, señor.

Baxter se levantó. Instantes después, oía una voz femenina, de dulces entonaciones.

—Eres Budd Baxter.

—Nunca lo he negado, señora...

La mujer rió argentinamente.

—Hace algún tiempo, no me llamabas señora. Soy Evelyn Peters. ¿Tantas han sido tus conquistas desde entonces, que ya no reconoces mi voz?

—¡Caramba, qué sorpresa tan agradable! ¿Qué haces en Nueva York, preciosa?

—¿Hacer? Vivo aquí, en los apartamentos Longdale, número ciento cuarenta y nueve. ¿Por qué no vienes a hacerme una visita? ¿Ya no recuerdas la “bomba liquida” que yo te preparaba en tiempos? Decías que te hacía explotar...

—Nena, lo que me hacía explotar no era precisamente ese cocktail —rió él—. ¿Qué hora te parece la mejor?

—¿Las siete?

—De acuerdo. Sé puntual, cariño.

Baxter dejó el teléfono y miró a Koye.

—Lo siento, Tim. Sospecho que hoy no cenaré en casa.

—Para mí es una noticia muy agradable. Ahora llamaré a una hermosa muchacha, que se ha constituido en mi alumna, en la práctica de las artes orientales. Créame, pronto me ganará, señor.

—Esa clase de discípulos derrotan muy rápidamente al profesor, Tim.

—Hay derrotas muy agradables, señor.

Baxter contuvo una sonrisa mientras se dirigía a su dormitorio para cambiarse de ropa. Por supuesto, pensaba acudir a la entrevista con Evelyn Peters, pero el día era largo y había tiempo sobrado para hacer otras muchas cosas.

 

* * *

 

Sentado en un discreto rincón del Bertie’s, Baxter permaneció algunas horas. Hines llegó poco después de mediodía. Más tarde, aparecieron algunos individuos, que se entrevistaron sucesivamente con él, en su despacho. Baxter se fijó, especialmente, en un par de aquellos sujetos, cuyo aspecto no predisponía a tomarles como dientes habituales del local.

A las cuatro llegó un hombre, alto, delgado como una espada, de nariz afilada y ojos vivaces. Usaba un fino bigotito negro y vestía con singular elegancia. El recién llegado desapareció en el despacho de Hines, ya vacío de visitantes.

Baxter juzgó oportuno abandonar el local. Ya había visto bastante.

Media hora más tarde, entraba en la Silver Cup.

Había un mozo atendiendo el mostrador. Baxter le hizo una pregunta.

—Está arriba, tiene visita —contestó el sujeto, desabridamente.

Baxter puso a la vista un billete de cinco dólares.

—Es Caddo, señor —dijo el barman, mucho más amable.

—Gracias.

Momentos después, Baxter se hallaba ante la puerta del departamento privado de Polly. Abrió con todo cuidado y, en el mismo momento, oyó el chasquido de una bofetada.

—¡Maldita zorra! ¿Crees que me voy a tragar tus estúpidas excusas? Vamos, suelta la “pasta" o...

Baxter se acercó silenciosamente al individuo y le tocó con los dedos en el hombro. Lussaroth, sorprendido, giró en redondo, justo a tiempo para chocar contra un codo que se había alzado venenosamente.

El rufián dio dos o tres pasos hacia atrás, aullando coléricamente. Polly se retiró a un rincón.

Durante unos segundos, Lussaroth permaneció inmóvil, como si no supiera exactamente lo que le había sucedido. Luego, de súbito, metió la mano en el bolsillo y sacó una navaja cuya hoja se desplegó instantáneamente.

Saltó hacia adelante. Dos manos aferraron inexplicablemente la muñeca armada. Lussaroth no sabía que su oponente le había hecho la presa Tsuki age, un poco forzada, ya que estaba destinada a evitar un puñetazo de arriba abajo. Pero en aquellos momentos Baxter estimó que era la réplica adecuada, sobre todo para llegar a la culminación del plan que se había trazado.

Inmediatamente, alzó un poco los brazos y elevó la mano de Lussaroth. Giró un cuarto de vuelta a la derecha y avanzó ampliamente el pie del mismo lado, para desequilibrar a su adversario, al mismo tiempo que bloqueaba el brazo de Lussaroth con la presión de su sobaco izquierdo.

Al sujeto le resultó imposible deshacer la presión. De pronto, Baxter oyó un chillido de Polly.

—¡Cuidado!

Baxter volvió un poco la cabeza. En aquella presa, el brazo izquierdo de Lussaroth quedaba libre. Ahora, el sujeto, tenía algo en la mano.

Era un pequeño frasquito, con tapón de vidrio, que se esforzaba por quitar el pulgar. “Luego no exageraba”; pensó, al recordar los informes de Polly.

Entonces, apoyó el pie derecho en el suelo y alzó el otro hacia arriba, coceando literalmente. Alcanzado de lleno en la entrepierna, Lussaroth lanzó un rugido inhumano y se desplomó sin conocimiento.

El frasco rodó por la alfombra, afortunadamente sin romperse. Baxter se inclinó, lo recogió y se lo entregó a Polly.

—Con mucho cuidado, viértelo en el lavabo —ordenó.

Ella, todavía temerosa, hizo un gesto de asentimiento. Baxter se apoderó, también, de la navaja. Lussaroth ya no llevaba otras armas.

Polly regresó momentos después, muy pálida.

—Ese miserable hijo de zorra... Era vitriolo. Me dan ganas de rebanarle el pescuezo...

—No te pierdas, por un sujeto como él —sonrió Baxter.

—Volverá otro día, cuando esté seguro de que no se va a encontrar contigo —dijo ella, aprensiva.

—Cuando vuelva, enséñale un revólver. Los tipos como Caddo se “arrugan” en seguida. ¿Puedes darme una copa?

—¡Claro! Oye, ¿qué le pasa a Caddo?

—Simplemente, está desmayado, no te preocupes. Despertará por sí solo. Dime, Polly, tú compraste el local a Hines.

—Así es. Había hecho algunos ahorrillos y él se portó bastante bien conmigo, sobre todo, porque progresaba con mucha rapidez y quería algo mejor que el Silver Cup. Pero ¿por qué me lo preguntas?

Baxter aceptó la copa que le ofrecía Polly.

Antes eras camarera aquí y ahora eres la dueña. Sin duda, has debido de conocer a muchos de los amigos de Hines.

—Así es.

Con toda placidez, Baxter se sentó en una butaca, cruzó las piernas y miró a la joven.

—Empieza a hablar —invitó.

Diez minutos más tarde, Baxter se puso en pie.

—Es una lástima —dijo—. Tengo un compromiso inaplazable... De lo contrario, me quedaría contigo.

Lussaroth empezaba a dar señales de vida. Baxter se lo llevó por el sencillo procedimiento de arrastrarlo del cuello de la chaqueta. El sujeto protestó airadamente cuando bajó la escalera en semejante postura, pero Baxter no le hizo el menor caso.

Momentos después, llegaban a la puerta lateral. Baxter arrojó al sujeto fuera del edificio.

—Nos veremos otra vez —gruñó Lussaroth.

Por toda respuesta, Baxter le golpeó en una sien con el canto de la mano. Fue un golpe suave, lo justo para que el rufián perdiera el conocimiento por segunda vez.

 

* * *

 

La mujer que le abrió era alta, de cuerpo bien formado y pelo rubio. Al mismo tiempo que sonreía cálidamente, tendió ambas manos a su visitante.

—Querido, no sabes qué alegría me da verte —dijo Evelyn Peters.

Baxter la miró de pies a cabeza.

—Eres como el vino, mejoras con el paso del tiempo, pero no creas que por ello te llamo vieja —contestó—. Ni mucho menos.

—Me siento esplendorosamente joven. Además, me parece, tenemos la misma edad. Quizá soy yo todavía un par de años menor que tú.

—Sí, eso creo, aunque no tiene demasiada importancia. ¡Oye, Evelyn, vaya choza! —exclamó él, de repente, al percatarse de la lujosa decoración del departamento.

—Psé, corrientito... ¿Te apetece una copa?

—¿No me llamaste para eso?

Evelyn rió suavemente.

—Tienes razón. Dispensa, querido.

Ella se acercó a una barra bien provista, mientras Baxter la contemplaba críticamente. Era, realmente, una mujer muy hermosa y plenamente consciente de sus encantos. Quizá por ello mismo el vestido que llevaba puesto no tenía espalda.

Evelyn regresó junto a su invitado.

—Ven, sentémonos —propuso.

Baxter accedió. Evelyn se situó muy cerca de él, algo inclinada hacia adelante. La tela de la parte anterior del vestido era, asimismo, muy escasa.

—¿Cómo se te ocurrió llamarme? —preguntó él.

—Creías que me había olvidado de ti, ¿verdad?

—Bueno, han pasado algunos años... “Aquello”, a decir verdad, duró sólo unas pocas semanas...

—Pero resultó inolvidable —dijo Evelyn, ardientemente.

—¿Lo crees así?

—¿Te habría llamado, en caso contrario?

Evelyn acercó todavía más el cuerpo. La insinuación era evidente.

Baxter decidió hacer una prueba. Dejó la copa a un lado y pasó los brazos en torno a la cintura de la joven.

Evelyn suspiró. Uno de los tirantes de su vestido se desprendió, pero ella no hizo el menor gesto para volverlo a su sitio. Tampoco formuló la menor objeción cuando la boca del hombre se aplastó contra la suya.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO V

 

De pronto, Evelyn rompió el contacto y se puso en pie, aunque dejando una mano en poder de Baxter.

—Aguarda unos minutos —dijo, con ojos brillantes—. Voy a ponerme algo que te hará soñar.

—Las ropas, por bonitas y vistosas que sean, nunca me han hecho soñar —contestó él.

—Ahora te haré cambiar de opinión.

Evelyn se dirigió hacia la puerta que comunicaba con las habitaciones interiores. Cuando ya iba a cruzar el umbral, Baxter reclamó su atención.

—Eh, ¿qué es ese retrato? —preguntó.

Evelyn se volvió.

—Hace un año, estuve a punto de casarme con un individuo... que luego resultó estar ya casado y tener cinco hijos. Pude recobrar la fotografía que le había dado, no por el retrato en sí, sino por el marco. Es de plata.

—¡Ah, ya comprendo!

Evelyn desapareció. Entonces, Baxter se acercó a la consola donde estaba el retrato y desarmó el marco rápidamente.

La fotografía era casi de tamaño natural, en colores, muy suaves, de tonos pastel, sumamente agradables. El color rubio del pelo había sido reflejado con absoluta fidelidad.

Durante unos momentos, Baxter trabajó activamente. Luego dejó la fotografía tal como la había hallado y retrocedió unos pasos para observar el resultado de su labor.

—Sí, podría ser —murmuró.

Súbitamente, percibió un ligero soplo en la espalda. Con movimiento fulgurante, se dejó caer hacia adelante, volteando, al mismo tiempo, sobre el eje del cuerpo. Así cayó sobre los hombros, pero como había encorvado algo las piernas, consiguió dos puntos de apoyo, que le permitieron levantarse como impulsado por un resorte, mientras el desconocido, frustrado su propósito, caía de bruces, todavía con el cuchillo en la mano.

Baxter se puso en pie antes de que el otro tuviera tiempo de reaccionar. El cuchillo, advirtió de inmediato, era más bien un estilete, muy delgado, casi un agujón. Su anchura máxima, junto a la empuñadura, no rebasaba el centímetro y medio.

El otro no era menos ágil y se incorporó en el acto. Giró sobre sí mismo y avanzó el brazo derecho a fondo.

Era el Tsukommi o puñalada al estómago. Baxter, para contraatacar, ejecutó un cuarto de vuelta a su derecha, disparó el puño a los ojos del sujeto y, tras bloquear la muñeca armada con su brazo izquierdo, alcanzó su cuello con el brazo derecho. Hizo una presión, rápida, seca, y el chasquido de unas vértebras le anunció el final del combate.

Desmadejado, el asesino cayó sobre la alfombra.

Baxter se puso en pie. Evelyn no había dado señales de vida.

¿Habría oído algo?, se preguntó.

El diván era grande, amplio, muy mullido, de respaldo un tanto Inclinado. Baxter lo separó un poco de la pared y arrojó el cadáver al otro lado. Luego dejó el diván en la misma posición; el borde inferior del asiento tenía una especie de faldones que llegaban hasta el suelo. El cuerpo de su atacante quedaba así completamente oculto.

El estilete siguió a su dueño. Mientras realizaba todas estas operaciones, Evelyn continuaba en el interior del departamento.

Baxter meditó unos instantes. Al fin, llegó a una conclusión. De puntillas, sin hacer el menor ruido, se dirigió a la puerta, abrió y salió al pasillo.

Evelyn asomó la cabeza, minutos después. Sus ojos se llenaron de extrañeza al ver el salón completamente vacío.

—¡Budd! —llamó.

Nadie le contestó. Llena de perplejidad, se situó en el centro de la sala. Todo aparecía en orden.

Al cabo de unos minutos, se acercó al teléfono, lo levantó y marcó un número.

—Soy Evelyn —dijo.

¿Sí?

—Escucha, Baxter ha estado aquí, pero se ha cansado de esperar y se ha marchado.

—¡No digas tonterías!

—Hablo en serio. Estoy sola. El... otro no ha venido.

—Se habrá retrasado. Tal vez el tránsito.

—En ese caso, ha perdido el tiempo. Cuando venga le diré que se largue con viento fresco.

Evelyn colgó el teléfono, malhumoradamente. Destapó una botella, se sirvió una copa y se apoyó en uno de los taburetes. Cuando se llevaba la copa a los labios, vio algo que le hizo lanzar un agudo chillido.

Una horrible palidez cubrió sus facciones al divisar las gafas oscuras que Baxter había pintado sobre la fotografía.

 

* * *

 

—Tengo que averiguar por qué tu esposo fue a verte, armado con un revólver —dijo Baxter, al día siguiente.

—Posiblemente pensaba hacer realidad el viejo refrán: “Mía o de la tumba fría” —contestó Kate, con amargo humorismo.

—Tal vez. —Baxter sacó del bolsillo unas gafas oscuras, de grandes dimensiones, y se las entregó a su cliente—. ¡Anda, póntelas!

Kate obedeció. Baxter la contempló en silencio durante unos segundos.

—No cabe la menor duda. Bastó este sencillo adminículo para que alguien, haciéndose pasar por ti, comprase el revólver —dijo, al cabo—. Pero lo que no acabo de entender muy bien es por qué, luego, se lo dieron a Dane.

Kate se quitó las gafas.

—Es algo verdaderamente incomprensible, en efecto —convino—. Pero lo tenía... y según los informes el arma está registrada a mi nombre.

—Empiezo a pensar que a Dane le tendieron una trampa. Posiblemente, alguien sabía que todavía estaba loco por ti. Un día u otro iría a verte, perdería la cabeza...

—Y dispararía contra mí.

—Efectivamente. Por muchas atenuantes que luego presentase su defensor, ya sabes, celos, crimen pasional y demás, la condena no iba a tener nada de leve.

—Sí, pero ¿por qué querían matarme?

—Kate, tú no eras más que un simple peón en su juego. Tu muerte les importaba un rábano. Lo que querían, en realidad, era deshacerse de tu esposo por una larga temporada.

Ella sonrió tristemente.

—Ya lo han conseguido; ha desaparecido para siempre —dijo.

—Eso es muy cierto. Pero ¿por qué? Es evidente que Dane estorbaba a alguien. Sin embargo, desconocemos los motivos... y eso es algo qua debo averiguar a toda costa, porque puede darnos la solución del caso.

—Budd, el hecho cierto es que el arma se disparó y Dane murió. Yo estoy acusada de homicidio y no veo cómo vas a conseguir que me absuelvan.

—Tal vez no —admitió él, llanamente—. Pero puedo conseguir un arreglo con el fiscal.

—¿Un arreglo? —se extrañó Kate.

Baxter eludió la respuesta.

—Tienes que darme la llave de tu casa. Quiero practicar un registro a fondo.

—Debe de tenerla el conserje —contestó ella.

—Entonces, redactaré ahora mismo una autorización y tú la firmarás, a fin de que no me pongan obstáculos. Otra cosa, ¿sabes dónde vivía Dane?

—Sí, desde luego.

Baxter sacó una agenda, en la que escribió durante unos minutos. Tomó la dirección del difunto y luego se puso en pie, con la sonrisa en los labios.

—Sé que estar en la cárcel no resulta agradable, pero te pido paciencia. Y fe, por supuesto —dijo.

Kate intentó sonreír.

—Confío en ti —respondió.

 

* * *

 

El registro de la casa de Kate había resultado absolutamente infructuoso. Baxter se detuvo ante la puerta del piso que Dane Kyrr había ocupado hasta el momento de su muerte.

La puerta estaba cerrada con llave, pero él no se arredró. Precavidamente, se había provisto de un buen juego de ganzúas y, tras algunas pruebas, encontró la adecuada.

Era de noche y el departamento estaba a oscuras. Baxter encendió la luz.

El interior aparecía bastante ordenado, aunque la modestia de la decoración saltaba a la vista. Tras cerrar la puerta sin ruido, Baxter se preguntó qué buscaba.

—Algo, alguna pista... —se contestó a sí mismo.

Pero no podía estar parado. Aunque tuviera que pasarse la noche allí, registraría todo el departamento, hasta los rincones más ocultos.

Pasaron dos horas. Cuando ya desesperaba de obtener frutos de su labor, que ya le hacía hasta sudar, fue a la cocina y abrió el frigorífico, a fin de tomar una bebida fresca.

El aparato era un modelo algo anticuado. De pronto, Baxter observó que la puerta parecía un tanto deteriorada por la parte exterior. El panel que la recubría daba la sensación de que podía despegarse de un momento a otro.

Una idea acudió a su mente. Buscó un cuchillo y lo metió entre el panel y la armazón. Instantes después, divisó un objeto negro, rectangular, sujeto al interior del panel por una cruz de cinta adhesiva.

Sonrió para sus adentros. Era un escondite poco común. Posiblemente, alguien había estado en la casa más de una vez, pero no había sabido llegar hasta el frigorífico, salvo para buscar bebidas, que, por cierto, no había.

Despegó la cinta y abrió la libreta. A los pocos momentos, apreció unas notas muy interesantes.

Había nombres, apellidos, direcciones y cantidades en cifras. Muchas de las notas aparecían tachadas con lápiz rojo. Dos de ellas, sin embargo, estaban intactas.

Una de ellas correspondía a un sujeto de Kansas City. La cifra anotada era de 15.000.

La segunda nota contenía una dirección de Múnich. La cifra rozaba los 100.000.

—Serán marcos —supuso.

Dado el cambio de la moneda, si efectivamente eran marcos, la cifra representaba alrededor de veinticinco mil dólares.

Pero ¿qué significaban las direcciones y las cantidades escritas a continuación?

“¿Contribuciones especiales?"

Guardó la libreta y dejó el frigorífico tal como lo había encontrado. En su viaje de regreso hacia la salida, fue apagando las luces.

Cuando llegaba a la sala, oyó ruido de una llave en la cerradura.

 

* * *

 

Baxter saltó hacia adelante, apagó la luz y se situó al otro lado de la puerta, justo en el momento en que alguien la abría. El joven se dispuso a atacar.

Alguien encendió la luz. Una mujer llamó:

—Dane, ¿estás ahí?

—Lo siento —dijo Baxter, apareciendo súbitamente—. Dane ya no volverá más a esta casa.

Ella se volvió, lanzando un chillido de susto.

Baxter sonrió, mientras cerraba la puerta.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? —preguntó.

—No tema, señora —contestó—. Soy... un conocido de Dane y vine a buscar algo que le dejé hace algún tiempo. Me llamo Baxter y el nombre es Budd.

—Yo..., yo soy Linda Hackett... Pero ¿dónde está Dane?

Las cejas de Baxter se alzaron.

—¿De dónde viene usted, señora? —preguntó.

—He pasado una temporada en Oklahoma, con mi hermana. Ha tenido gemelos y me pidió que fuese a ayudarla... Oiga, ¿puede decirme de una vez qué le pasa a Dane?

—Ha muerto.

Las rodillas de Linda flaquearon, repentinamente. Baxter la sostuvo por un brazo.

—Siéntese, señora —dijo—. Lamento mucho tener que darle esta mala noticia, pero ¿es que no lee usted los periódicos?

Ella hizo un gesto negativo.

—He estado en un pequeño pueblo, medio aislado del mundo... ¿Qué le ocurrió?

—Supongo que usted no ignora que estaba casado. Fue a visitar a su esposa, discutieron, él sacó un revólver... y el arma se disparó en la lucha.

—No lo entiendo. Dane me había jurado en más de una ocasión que la había olvidado por completo.

—Debió de engañarla. La señora Kyrr es mi cliente, ahora, y ella asegura que Dane aún la amaba.

—Eso no es cierto...

Baxter no quiso insistir. Kyrr había sido un sujeto despreciable, capaz de engañar a cualquiera.

—¿Vivía usted con él, señora Hackett?

Linda asintió.

—Hacía algunos meses —contestó.

—¿En qué trabajaba Dane?

—Estaba empleado... no sé dónde. De cuando en cuando, tenía que viajar. No ganaba demasiado, ésta es la verdad, aunque hace un par de meses me aseguró que tenía entre manos un negocio que podía hacerle rico.

Baxter contempló a la mujer. Linda era todavía joven, bastante atractiva, aunque, desde luego, no podía compararse siquiera con Kate.

—De modo que no sabe dónde trabajaba —dijo, tras una pausa.

—No. El no lo mencionó nunca. Sólo hablaba en términos vagos y a mí, en realidad, no me importaba demasiado.

—Siento lo que sucede, señora...

—Soy soltera —corrigió Linda.

—Dispense. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Gracias. —Ella suspiró y se puso en pie—. Ahora tendré que pensar en lo que voy a hacer en lo sucesivo. Me siento desorientada, por completo, créame.

—Lamento no poder hacer más por usted. ¿Seguirá aquí, en esta misma casa?

—Sí. Yo también trabajo. Pensaba dejarlo cuando Dane hubiese terminado su asunto, pero ahora tendré que volver a mi empleo.

—Es probable que la cite como testigo, cuando se celebre el juicio. De todos modos, si puedo evitarlo, lo haré.

—¿Tan mal lo tiene la señora Kyrr? —preguntó Linda.

—Dane murió sin otro testigo que su propia esposa. La defensa va a resultar difícil, en efecto.

Baxter estrechó la mano de Linda y abandonó la casa. Ella era joven todavía. Acabaría por olvidar, sobre todo, cuando se enterase de la clase de tipo que había sido Dane Kyrr.

Pero, en cierto modo, se sentía contento. Aquella libreta podía representar una preciosa pista, que le llevase a la solución de un caso que se presentaba con hartas dificultades.