CAPITULO XII

 

Emma salió del baño, se secó tranquilamente y se metió en la cama. No había oído nada y se sentía muy optimista.

En su coche, acercándose a Padderton Hall, el inspector jefe Forbes dijo:

—Debí de haberlo adivinado en el mismo momento en que Robertson vino para tenernos engañados. Robertson mencionó «los grandes ojos oscuros de la niña»... ¡Y los ojos de Sally son azules!

El sargento Cadogan asintió, con la vista fija en la blanca cinta de la carretera, iluminada por los faros del coche.

—No se preocupe, señor; el sargento Forbes se habrá hecho cargo del asunto —dijo.

En la cocina de Padderton Hall, Sally, más recobrada, se había sentado en una silla. La recién llegada buscó por las alacenas, hasta dar con una botella cíe whisky.

—Toma un trago, te conviene —dijo amistosamente. La puerta que daba al pozo había sido ya cerrada—. Tú eres Sally Vaughan, ¿verdad?

—A... al menos, así me llamo...

—Siento haberte desilusionado, pero no cabe la menor duda de que la auténtica Sybil Warburton soy yo.

—No me has desilusionado. Quizá ahora llegue a saber todo lo que me sucedió...

La puerta de la cocina se abrió bruscamente y un hombre irrumpió a través del hueco.

—¡Sally! —Forbes se detuvo en seco—. ¿Eh, quién es...?

Sybil se volvió, contempló especulativamente al joven v sonrió.

—Vamos, Sally, anda, preséntanos —dijo—. Aunque si estás todavía nerviosa... Amigo, yo soy Sally Warburton, más conocida en ciertos ambientes artísticos por «Sexy Bomb»,

«La Bomba Sexy»...

Estupefacto, Forbes miró a la desconocida que decía ser Sybil. Era una mujer de formas opulentas, sensuales, con ojos ardientes y sonrisa prometedora. Resultaba fácil imaginarse qué clase de papeles desempeñaba en los escenarios.

—Sí, strip-tease y demás —confirmó Sybil con todo desparpajo—. Pero ahora decidí tomarme unas vacaciones y venir a visitar Padderton Hall, para enterarme de su estado... Oiga, todavía no me ha dicho quién es usted.

—Sargento detective Roger Forbes, de Scotland Yard se presentó el joven—. ¿Sally, se encuentra bien?

—Sí, pero... él ha muerto... —La mano de Sally señaló laciamente hacia la puerta cerrada—. Había enloquecido... quería lanzarme al pozo...

—¿El? ¿A quién te refieres? —preguntó Forbes desconcertado.

—Jared Robertson, amiguito —dijo Sybil—. Yo llegué precisamente cuando ese asesino quería arrojarla al pozo. Le detuve con mi revolver, aquí, para nosotros, tengo licencia... y él, rechazado por Sally, perdió pie y cayó... Está al otro lado de aquella puerta. Tenga cuidado...

Forbes cruzó la cocina, abrió la puerta, contempló un instante el negro hueco y retrocedió horrorizado.

—¡Dios, qué hedor! —exclamó.

—Sí, huele de una manera insoportable —convino Sybil con naturalidad. Agarró la botella y unos vasos. Será mejor que busquemos otro lugar para charlar con más comodidad. En ese pozo debe de haber más de un cadáver y no reciente, me imagino.

Forbes asintió. Tal vez aquel cadáver era el de Ron Barker, pensó, mientras ayudaba a Sally a ponerse en pie.

—Señorita Warburton, debe saber que tengo un juego de huellas dactilares suyas, enviadas por el orfelinato de Hallymount Forest. Así comprobaremos su auténtica personalidad —dijo.

—No hay inconveniente, aunque puedo demostrarlo por otros medios. Pero nunca están de más otra especie de comprobación para mayor seguridad —respondió Sybil.

Cuando llegaban al vestíbulo, se abría la puerta de entrada.

El inspector jefe Forbes y el sargento Cadogan irrumpieron en la casa.

—¡Roger!

—Hola, papá —sonrió el joven—. Todo está bien por aquí, salvo que Robertson ha muerto... y ha aparecido la verdadera Sybil Warburton.

 

* * *

 

—De modo que era eso —dijo el inspector Forbes, mientras cargaba la pipa—. Sally estuvo pasando aquí una temporada con Sybil, cuando ambas tenían unos cinco años y muy poco tiempo antes del doble asesinato cometido por Robertson.

—En efecto —contestó Sybil—. Correteábamos juntan por todas partes, y no parábamos en todo el día. Ciertamente, junto a Sally, yo dejaba de ser la niña recelosa, curiosa y retraída que era habitualmente... y que volví a ser al quedarme sola, cuando Sally volvió al orfelinato. Después... se produjeron los hechos ya conocidos por todos y yo acabé en el mismo lugar. Naturalmente, nos pusieron juntas... Yo ya me había recobrado del shock, pero necesitaba descargar mi mente... y le contaba a Sally constantemente las horribles escenas que había presenciado. Sally, todo hay que decirlo, era un poco morbosa y quería oírme la historia una y otra vez... Bien, supongo que eso son cosas que les pasan a las niñas de pocos años...

—Diríase que fue como un traspaso de personalidad —comentó el sargento Forbes.

—Quizá —sonrió Sybil—. A fuerza de repetirle la historia, sobre todo, cuando estábamos solas en nuestro cuarto por la noche, Sally llego a creerse la protagonista y...

—Y luego, a los ocho años, sufrió un ataque de meningitis, por fortuna benigno, pero que le produjo la secuela de una amnesia temporal —intervino Forbes padre—. Naturalmente, tuvo que ser llevada a un hospital y ya no volvió a Hallymount Forest, sino que lúe a parar a otro orfelinato, donde el doctor Forest asistía psiquiátricamente a las internas. Allí conoció la historia y se enteró del asunto de los diamantes. Andando el tiempo, dejó su puesto en el orfelinato v se estableció en Londres.

«Pero los diamantes continuaban torturando su imaginación —prosiguió el inspector—. Estuvieron presentes en su mente durante años enteros. Pensaba en ellos casi obsesivamente, sobre todo, en los últimos tiempos cuando veía la evidencia de no poder mantener un costoso tren de vida. Era buen psiquiatra, sin duda, pero también aficionado a la buena mesa y las mujeres jóvenes, hermosas y complacientes... y eso cuesta dinero. Entonces, se enteró, porque seguía el caso con atención, de que había trámites para conseguir el indulto de Robertson. Fue a verle al presidio y le expuso su plan. Robertson aceptó de inmediato, aunque ya tenía el suyo, concertado con Charlie Miles. Uno u otro, debió de pensar, encontrarían las piedras. Y así, Lowell procuró entrar en contacto con

Sally, contando con el magnífico pretexto de haberla atendido en el otro orfelinato, y empezó a tratarla de nuevo, en realidad, a hipnotizaría para que acabase creyéndose Sybil Warburton y descubriese el escondite de los diamantes.

Forbes hizo una pausa para encender la pipa, que se le había apagado mientras hablaba. Todos los presentes le contemplaban con enorme expectación.

—Al fin, Lowell creyó tener lista a Sally y se lo comunicó a Robertson, en una visita que le hizo casi en vísperas de ser liberado. Pero Robertson podía permitir la división de los diamantes en dos partes, no en tres, y por ello encomendó a Charlie Miles que quitase de en medio a Lowell. Miles lo atropelló y, días después, robó todos los papeles referentes a Sally, como hizo en el caso del ductor Crandall, cuando se dio cuenta de que los documentos no decían nada nuevo. Tampoco aquí consiguió nada; la solución estaba en el propio Padderton Hall...

—Exactamente —confirmó el inspector—. Pero al morir Lowell, cesó esa invisible barrera y usted empezó a tener las pesadillas que él había infiltrado de nuevo en su mente, pero que suprimía después de cada sesión de hipnotismo. Ahora ya no tenía a Lowell para refrenar su imaginación y usted empezó a soñar. Fue a Crandall, pero, en el fondo, no era un problema conocido para él y sus esfuerzos no podían dar demasiado fruto. Claro, en cuanto usted vio Padderton Hall, lo reconoció, pero no porque fuese Sybil, sino porque había pasado aquí algunas semanas y el lugar le resultaba familiar. Ello nos engañó a todos, debo confesarlo.

Sally respiró aliviada.

—Espero no volver a tener más esa pesadilla, producto de un relato que Sybil me contaba con abundantes detalles —sonrió.

—Yo lo recuerdo muy bien —dijo la aludida—. Y sé que después de la charla que tenia contigo, me sentía muy tranquila, como aliviada de un tremendo peso. ¿Cómo podía yo imaginar entonces que lo que hacía era una especie de trasvase de personalidad?

—Bueno, no tienes por qué preocuparte. Ahora ya ha pasado todo ..

—Excepto porque aún faltan por aclarar dos puntos —dijo Roger. Todos se volvieron para mirarle.

—Los diamantes, primer punto —añadió el joven. Sybil se puso en pie.

—Vengan —dijo—. Lo he pensado muchísimas veces. Sí, entontes, me pareció un pozo, un agujero..., pero casi hoy mismo he podido darme cuenta de la relativa inexactitud de la frase.

Sybil salió al vestíbulo, subió un par de peldaños de la escalera y se inclinó sobre el pasamanos. Alargó el brazo y hurgó con las yemas de los dedos en el centro de la concavidad del pebetero de metal.

Sally se puso una mano en los labios.

—Pero... si registramos eso también., —exclamo el inspector.

Sybil sonrió, a la vez que empujaba hacia abajo el cuenco de metal donde se depositaban las brasas que debían quemar las sustancias aromáticas. Sujetándolo con la mano izquierda en posición vertical, metió la derecha en el hueco, retorciendo luego los dedos hacia arriba. Tiró con fuerza y extrajo una pequeña bolsita de terciopelo negro. Al soltar el cuenco, éste volvió a su posición normal, debido al muelle de que estaba provisto.

La bolsita voló por los aires a las manos del inspector.

—Lo que una chiquilla curiosa ve, escondida y en no buena posición, y además por la noche, no siempre queda grabado con fidelidad en su mente —explicó—. Desde arriba, yo vi a mi tía asomada a lo que entonces pudo parecerme un gran agujero, un pozo... Fíjense en la columna del pebetero, casi tiene diez pulgadas de diámetro... Creo que salió del palacio de algún raja de Borneo...

El inspector Forbes había abierto la bolsita. Los diamantes centellearon en su mano.

—Caso resuelto —dijo, satisfecho.

El sargento Cadogan entró en aquel momento.

—Señor, ya he solicitado equipo y hombres para rescatar los cuatro cadáveres que hay en el pozo —dijo.

—Cuatro cadáveres —se aterró Sally.

—Robertson... posiblemente otro sea el del viejo Radd; debió de ser asesinado el mismo día en que llegó su sobrino. Un tercero es, sin duda, el de Barker.

—¿Y el cuarto? —preguntó el inspector.

—No sabemos nada de Charlie Miles, papá.

Hubo un instante de silencio. Luego, el inspector Forbes ordenó:

—Cadogan, vaya a ver si ese hombre está en su habitación.

—Bien, señor.

Repentinamente, un hondo lamento llegó hasta el vestíbulo. Era una voz que sonaba con trémolos horripilantes, la queja de un alma en pena., un grito que helaba la sangre en las venas... un sonido que no parecía salido de la garganta de una persona

Durante un segundo, todos quedaron inmóviles, paralizados por el asombro. Luego, Roger y Cadogan, reaccionando, echaron a correr hacia la cocina. El inspector Forbes, Sally y Sybil les siguieron de inmediato.

Roger se detuvo apenas entró en la cocina, como herido por el rayo. La puerta de la tétrica alacena estaba abierta. Asomando casi medio cuerpo por el borde del pozo, con el rostro y las manos horriblemente ensangrentadas, se veía lo que apenas parecía un ser humano.

—¡Charlie! —exclamó Forbes. Miles alzó una mano.

—So... corro...

El joven saltó hacia adelante. Pero llegó tarde.

Las fuerzas de Miles se habían agotado en aquella suprema tentativa de escapar del pozo. Gritó espeluznantemente al darse cuenta de su irremisible suerte. Su boca se abrió en un agudísimo alarido, que se alejó velozmente hacia la profundidad del pozo, mezclado con los horrendos sonidos de la carne golpeada y los huesos rotos en los choques contra las irregulares paredes de la excavación. Hubo un golpe final y luego volvió el silencio.

Cadogan se acercó al pozo con su linterna y vio la cuerda cíe nudos que estaba atada al marco que sujetaba la trampilla. Roger, por su parte, se llevaba a Sally de aquel lugar de horror.

—No cabe duda, señor —dijo Cadogan, dirigiéndose al inspector--. Miles debió de bajar al pozo en más de una ocasión, buscando los diamantes. Robertson se peleó con él y lo arrojó al pozo, pero Miles no murió, seguramente amortiguado el golpe de la primera caída por los cuerpos que ya se hallaban abajo. Ahora, sin embargo, no creo que haya sobrevivido.

El inspector hizo de tripas corazón y se asomó al pozo. Abajo no se observaba ya ningún movimiento.

En aquel momento, Emma bajaba del primer piso, con bata y camisón, y los ojos cargados de sueño.

—Sally, ¿dónde te has metido? ¿Por qué no estás en tu dormitorio? —De pronto vio a varias personas y exclamó—, ¡Atiza! ¿De dónde ha salido tanta gente?

Cuando le explicaron lo sucedido, meneó la cabeza pesarosamente.

—Me lo he perdido todo —se lamentó.

—Creo que has salido ganando, porque no has pasado malos ratos —sonrió Roger—. Y Sally no es la dueña de Padderton Hall.

Emma miró a Sybil.

—Me alegro de conocerte, chica —dijo—. Bien, ahora podrás quedarte en casa, que es la tuya, claro. Nosotras volveremos a Londres.

—Oh, por mí no hay inconveniente en que os quedéis aquí todo el tiempo que os apetezca —contestó Sybil—. Hablando con franqueza, había decidido tomarme unas vacaciones, pero no creo que Padderton Hall sea el lugar más apropiado para ello.

—Tienes que ver al abogado Hyle —dijo Sally—. Con cincuenta mil libras, puedes hacer un bonito viaje alrededor del mundo.

—Quizá emplee ese dinero en montar mi propio espectáculo..., pero aún es prematuro hablar del asunto. No sé, tengo que pensármelo bien... —Sybil sonrió mientras miraba a Sally—. Me alegro sinceramente de haberte vuelto a ver —añadió.

—Yo también —contestó la muchacha.

—Ahora, cada una tenemos nuestra propia personalidad. Aquí, en Padderton Hall, yo era muy retraída cuando estaba sola... El ambiente no me gustaba, mi tía me quería, pero a su manera... lo justo para que no fuese a parar a un sitio al que luego, irremediablemente, tuve que ir. Creo que allí fue donde se desarrolló verdaderamente mi identidad, mi rebeldía... y por eso me escapé antes de cumplir los dieciséis años. Pero ha tenido que pasar mucho tiempo para que me decidiera a volver a un sitio que tan malos recuerdos tenía para mí.

—Las cosas cambiarán a partir de ahora —dijo Emma.

—Sí, indudablemente.

Más tarde, Roger y Sally salieron a la terraza. La noche se les había pasado casi sin sentirlo. En el cielo se veían ya los primeros resplandores rojos de la aurora.

—Nos veremos en Londres, supongo —dijo él.

—Claro —sonrió Sally.

—Ahora te sientes mucho mejor, supongo.

—Desde luego.

—Ya no volverás a tener pesadillas.

—No lo creo, Roger.

Callaron un instante. Al ver las primeras luces del nuevo día, Sally comprendió que el final de la noche había llegado ya para ella.

—Roger...

—¿Sí?

—¿Te importa que yo sea de verdad Sally Vaughan?

—En absoluto. Me alegro muy sinceramente de que sepas ya, y definitivamente, cuál es tu verdadera identidad.

Ya no habría más pesadillas, pensó la muchacha. Todo sería ahora más agradable, más tranquilo...

—Conoces mi dirección, en Londres —dijo.

—Weston Place, veintiséis.

—Tienes buena memoria, Roger.

—La suficiente para recordar adónde debo ir muy pronto con un ramo de rosas. ¿O te gustan más otras flores?

—Me gustan todas, Roger —sonrió la muchacha—. Y me gustarán más las que tú me traigas.

 

FIN