CAPITULO IV

 

—Tu mente, a raíz de los hechos, rechazó cuanto se refería a los mismos —dijo Emma, mientras comían en un pequeño, pero bien cuidado restaurante—. Sí, eres Sybil, la niña que presenció el crimen y que estuvo a punto de morir, pero ¿qué relación tienes con el suceso?

Sally sonrió.

—Vaya, parece que tú tienes ahora interés en conocer el desenlace de la historia —dijo jovialmente.

—Me muero de curiosidad —confesó Emma—. Y aunque tengo un poco de miedo, creo que la idea de alquilar Padderton Hall es buena. Sí, podríamos pasar allí una temporada... Total, para lo que hacemos, lo mismo da trabajar aquí que en Londres.

—Todavía no hemos visto a Hyle, así que no podemos saber si nos alquilarán o no Padderton Hall...

De pronto, Sally se interrumpió. La camarera que les servía, se inclinaba hacia ella.

—Señorita, usted preguntó antes por Ron Barker.

—En efecto...

—Acaba de entrar. ¿Quiere que le diga algo?

—Por favor, invítele a sentarse en nuestra mesa.

—Sí, señorita.

Ninguna de las dos amigas había reparado en el joven de cabellos negros y agradable aspecto, que estaba sentado en una mesa contigua. Sally y Emma no estaban en condiciones de imaginarse que tenían a cuatro pasos de distancia a un oficial de Scotland Yard.

Un hombre más que maduro se acercó a la mesa.

—Señoritas...

—Señor Barker, yo soy Sally Vaughan y ella es Emma Gratton. Por favor, siéntese con nosotras y pida lo que le apetezca.

En su mesa, el sargento Forbes se atiesó un instante. ¡De modo que allí, a menos de tres metros, tenía a la sospechosa que le había mencionado su padre! Pero Roger Forbes tenía también ciertas instrucciones al respecto y se abstuvo de hacer ningún gesto sospechoso.

—Sólo quiero cerveza, muchas gracias —sonrió Barker.

—Al momento —dijo la camarera.

Sally puso los codos sobre la mesa y entrelazó las yemas de los dedos, a la vez que miraba fijamente al individuo.

—Señor Barker, hoy hemos estado en Padderton Hall y nos han contado la historia de lo que sucedió allí hace dieciocho años. Tengo entendido que usted intervino muy oportunamente cuando el asesino se disponía a matar al único testigo de su crimen, una niña de pocos años.

—Así sucedió, en efecto —admitió el individuo—, Ella, la niña, corría desalada, huyendo de aquel horrible sujeto... En un principio, pensé que quería cogerla para imponerle algún castigo, pero cuando vi que la agarraba por los cabellos y levantaba el hacha ensangrentada, entonces, no vacilé y le disparé un tiro.

—Y así, la niña salvó la vida, Señor Barker, por casualidad, ¿recuerda usted su nombre?

—Recuerdo los nombres de los que vivían en la casa, señorita. Yo les llevaba en ocasiones algunas piezas de caza. Me pagaban bien y... Bueno, la niña se llamaba Sybil Warburton y era sobrina de la mujer asesinada, cuyo nombre era Nancy Braigh. Se decía que era la esposa del asesino, pero no es cierto; sólo eran amantes... La señora Braigh tenía a la niña a su cuidado, porque sus padres habían muerto en accidente dos años antes. En cuanto al muerto se llamaba Larry Owens y, parece, había sustituido al asesino en el afecto de la señora Braigh. El asesino, que, entre paréntesis, fue condenado a cadena perpetua, se llamaba Jared Robertson.

Sally escuchó sin pestañear el relato de Barker. Al terminar, abrió su bolso y sacó un billete de cinco liaras.

—No sé agradecérselo de otra manera, señor Barker —sonrió.

El hombre guardó el billete, apuró su cerveza y se tocó la sien con un dedo.

—Encantado de haberle sido útil, señorita Vaughan. Adiós, señorita Gratton...

Sally y Emma se quedaron solas nuevamente. Los ojos de Sally resplandecían de un modo singular.

—Ahora ya sé cuál es mi verdadero nombre —dijo—. Yo me llamo Sybil Warburton y soy la niña que estuvo a punto de morir asesinada. Ese hombre me salvó la vida, Emma, ¿te das cuenta?

—Sí, pero ahora que ya conoces tu identidad, ¿qué piensas hacer? ¿Cómo puedes demostrar que eres realmente Sybil Warburton?

—Tendremos más detalles, después de que hayamos hablado con el abogado Hyle.

Pero ahora debemos acabar la comida. ¿O no?

Emma sonrió.

—Es una frase llena de sensatez —contestó.

Un cuarto de hora más tarde, las dos amigas se levantaron y abandonaron el restaurante. Cinco minutos antes, Roger Forbes había abandonado también su mesa en busca del teléfono.

—Sally Vaughan está aquí, en Westbury Village —informó a su padre—. Ha comido en la mesa contigua a la mía y va acompañada de la chica que me dijiste, Emma Gratton. No he oído bien todo lo que han hablado, pero sí puedo decirte que están investigando sobre el doble asesinato cometido por Robertson hace dieciocho años. Papá, tengo la impresión de que Sally es la niña a la que Robertson intentó asesinar.

—Pero esa niña se llamaba Sybil Warburton, Roger.

—Lo sé. Sin embargo, he captado retazos de conversación que me hacen sospechar que lo que acabo de decirte es cierto. Ignoro cómo y cuándo le cambiaron el nombre, pero sospecho que Sally es Sybil.

—¡Hum! —Dijo el inspector Forbes—. Después del crimen y una vez se hubo curado Sybil del shock, fue llevada al orfelinato de Hallymount Forest. Resulta difícil creer que allí le cambiaran el nombre por capricho, ¿no te parece?

—Papá, tengo la impresión de que en la memoria de Sally hay lagunas que no acaban de cubrirse, que ella no puede cubrir por sí misma. Quizá por esa razón está en Westbury Village... y por lo mismo, quiere alquilar Padderton Hall, para residir en la propiedad durante una temporada, con Emma Gratton. Sin embargo, el alquiler debe de ser elevado y ellas no parecen precisamente unas millonarias...

—Se ganan bien la vida. Emma es una excelente ilustradora de cuentos infantiles y Sally los escribe. Esa ciase de trabajo puede hacerse en cualquier parte, Roger.

—Perfectamente. ¿Debo hablar a Sally acerca de la muerte del doctor Crandall?

—Todavía no. Aunque la consideramos como sospechosa, tengo la personal impresión de que es inocente del crimen. Pero, de alguna forma, está relacionada con la muerte de los dos médicos. Limítate a vigilarlas atentamente... y hasta puedes entablar relación con ellas, si lo crees oportuno. Pero no descubras tus cartas.

—Entendido. Si sabes algo de nuevo, llámame.

—De acuerdo, hijo.

 

* * *

 

—De modo que quieren alquilar Padderton Hall dijo sonriendo William Henry Hyle, abogado.

—Si el precio es asequible, por supuesto —manifestó Sally.

—¿Cuánto tiempo están dispuestas a pasar en la casa? Sally se volvió hacia Emma.

—Unos tres meses —dijo la segunda.

—La casa es grande y tiene un bonito parque. A decir verdad, y voy contra los intereses de mi cliente, debo cobrarles sesenta y seis libras mensuales... doscientas al trimestre.

—Podemos pagar ese precio —afirmo Sally.

—También debo añadir que el precio es un tanto bajo, en realidad, una especie de oferta de propaganda, para ver si consigo vender Padderton Hall—, Hyle, un tipo regordete y campechano, que parecía más un terrateniente acomodado que un leguleyo, volvió a sonreír—. A la dueña de Padderton Half, me imagino, le vendrían muy bien unos cuantos miles de libras. Con lo que me paguen ustedes, podré liquidar los impuestos de este año.

—Ah, el dueño es una mujer... ¿Suele venir por aquí con frecuencia, señor Hyle?

—En absoluto. Si les he de ser sincero, no la he visto desde que era una chiquilla que aún no había cumplido los cinco años. En esa casa ocurrió algo horrible hace dieciocho años...

—Estarnos enteradas, señor Hyle, y no nos asustan los fantasmas —sonrió Sally.

—Bueno, pero ¿qué fue de la niña que ahora es la propietaria de la mansión? — preguntó Emma.

—Se la llevaron a un orfelinato. Ella vivía con su tía, la mujer asesinada por su amante. Querían pasar por esposos, pero no lo eran... La niña había perdido a sus padres y su tía la había recogido, cosa que, según tengo entendido, agradaba muy poco al que luego se convirtió en un salvaje asesino. Pero tuvo que resignarse y, para mí, en la tentativa de asesinato de la niña, influyó tanto el odio que Robertson sentía hacia ella, como el hecho de que hubiese sido testigo de su doble crimen.

—Es posible —admitió Sally—, De todos modos, hay algo que me extraña, si me permite decirlo, señor Hyle.

—Claro —accedió el abogado—. ¿De qué se trata, señorita Vaughan?

—Usted cuida, mejor dicho, administra la propiedad, puesto que el que realmente la cuida es el señor Radd. Debe perdonarnos la indiscreción, pero hemos estado hoy en Padderton Hall y, aunque se advierten los síntomas indudables del paso del tiempo, se ve que la residencia y el parque ofrecen un buen aspecto. Pero eso cuesta dinero, por no decir los impuestos que es preciso abonar...

Hyle se recostó en su asiento.

—En cuanto a ese detalle, debo decirles que los difuntos padres de la niña, los señores Warburton, propietarios de Padderton Hall, habían hecho testamento. Sybil era heredera universal y, además de la propiedad, heredó también unas cincuenta mil libras esterlinas, en diversos valores y acciones, con cuya renta pago todo lo necesario, incluyendo, como es lógico, mis honorarios.

—De modo que Sybil es, como quien dice, una rica heredera.

—Sí, y yo debía hacerle entrega de su propiedad al cumplir los veintiún años. Pero no ha dado señales de vida y francamente, no me atrevo ni deseo aun formular una solicitud de declaración de fallecimiento legal.

—Es decir, Sybil puede presentarse en cualquier momento.

—Y si acredita debidamente su personalidad, le haré entrega de la herencia en debida forma —aseguro Hyle.

—A Sybil, según nos hemos enterado, la enviaron a un orfelinato. ¿No hay rastros de ella en los archivos de esa institución?

—Sybil abandonó, mejor dicho, huyó de Hallymount Forest, cuando aún no había cumplido los dieciséis años. Desde entonces, no se ha vuelto a saber nada de ella.

—Algún día aparecerá, cuando menos se la espere —sonrió Sally—. De acuerdo, señor Hyle, puede ir preparando el contrato para la firma. Mi amiga y yo nos iremos a Londres, mañana por la mañana, y volveremos aquí dentro de un par de días. Ahora, si quiere, le dejaremos una cantidad como garantía y...

Hyle alzó una mano regordeta.

—No es necesario, me basta con su palabra, señorita —dijo amablemente—. Avisaré al guarda para que tenga todo preparado, a fin de que encuentren la casa en orden a su llegada.

—Muchísimas gracias, señor Hyle. Sally se puso en pie. Emma la imito.

—Hemos tenido un verdadero placer en conocerle... —Sally se interrumpió de pronto—. Perdón, quisiera hacerle todavía una pregunta más.

—Desde luego, señorita Vaughan.

—¿Qué fue del asesino? Lo condenaron a cadena perpetua, creo. Hyle torció el gesto.

—Escapó de la horca por milagro —contestó—. Pero hoy día la expresión cadena perpetua es como las monedas de los distintos países: todas, tarde o temprano, se devalúan. Así ha sucedido con la sentencia de Robertson; a los dieciocho años de cárcel, le concedieron el indulto por buena conducta.

—Entonces, está ya en la calle.

—Es de suponer, aunque espero y confío que no se le ocurra volver más por Padderton Hall ni por Westbury Village.

Sally asintió. Junto con Emma, se dirigió en busca de la salida. Una vez en la calle, Emma se paró y miro fijamente a su amiga.

—Sally, ¿por qué no le has dicho que eres Sybil Warburton? —Inquirió, un tanto enojada—. ¿Te das cuenta. Eres dueña de una hermosa propiedad y de cincuenta mil libras esterlinas. Ya sé, v ahora estoy convencida de ello, que Padderton Hall tiene muy malos recuerdos para ti, pero ¡caramba!, no se puede vivir siempre pensando en el pasado.

—Emma, ¿qué pruebas puedo presentar yo de mi verdadera personalidad? ¿Lo admitiría Hyle solamente contándole mis pesadillas? Cuando ocurrió aquel crimen, yo tenía cinco años... y mi cara ha cambiado desde entonces. Eso no es suficiente para probar mi verdadera personalidad.

—Entonces, ¿tienes otro plan?

—Emma, querida, por ahora no tengo ninguna prisa. Vamos a residir una temporadita en Padderton Hall. Quizá un día encuentre allí algo que me permita demostrar concluyentemente que soy Sybil Warburton.

—Sí, una carta que aparecerá en el cajón secreto de un escritorio y que diga: «La verdadera Sybil Warburton tiene un lunar del tamaño de un penique debajo del ombligo». Sally, ¿tienes tú ese lunar?

Las dos amigas se echaron a reír simultáneamente. Sally asió con suavidad el brazo de Emma.

—Eres muy buena y nunca te agradeceré bastante que accedas a acompañarme durante tres meses en Padderton Hall —dijo.

—Oh, lo hago por egoísmo, a ver si así, estando en el lugar donde se produjeron, pueden curarse tus pesadillas... y yo me ahorro tener que levantarme a media noche para hacerte una taza de té —contestó Emma con fingida intrascendencia.

—Creo que ahora, de verdad, llegaré a curarme —dijo Sally, llena de confianza en el futuro.