CAPÍTULO XVI
Jay se rehízo bien pronto de su sorpresa.
—¡Caramba! ¡Sí que está madrugadora, señorita Byngton!
La pelirroja dijo:
—No se mueva de su posición. Voy a llamar a la policía.
Jay continuó con los brazos en alto. Con el rabillo del ojo pudo ver a la joven dirigirse hacia el teléfono y levantarlo con una mano, mientras que con la otra le encañonaba con un pequeño revólver.
—Yo —dijo— en su lugar no llamaría a la policía, Alma Byngton. Le harían muchas preguntas indiscretas y sería peor para usted.
La pelirroja detuvo el gesto. Jay se volvió un poco hacia ella.
—¡No se mueva o dispararé! —gritó ella, blandiendo el revólver en forma poco tranquilizadora.
—Parece que tiene mucho miedo —comentó Jay—. ¿De qué o de quién?
—¡Yo no tengo miedo de nadie! —exclamó ella—. ¿Qué es lo que pretende usted en mi despacho?
—Curiosidad, simplemente curiosidad… —contestó Jay en tono banal—. Ya sabe usted, ése es un vicio del cual los periodistas no podemos curarnos.
—Hay un modo definitivo de sanar la curiosidad —dijo ella, rechinando los dientes y crispando su dedo sobre el gatillo.
—El disparo se oiría, señorita Byngton. Habría mucho escándalo y…
La pelirroja sonrió desdeñosamente.
—¿Cree usted que me harían algo? Me desgarraría las ropas y me haría algunos arañazos en la cara. Los jurados suelen absolver siempre a las mujeres que matan en defensa de su virtud ultrajada.
—¿Qué virtud? —preguntó Jay, sarcásticamente. Pero en su interior no estaba seguro de que la pelirroja no acabase haciendo lo que decía.
—Demasiado sabe lo que quiero decir —contestó Alma Byngton, airadamente—. ¿Qué es lo que buscaba aquí?
—Nada. Información para mi periódico, eso es todo. Pero no encontré nada que pudiera interesar a mis lectores.
—No me fío de usted —dijo la pelirroja recelosamente—. Está mintiendo. Y voy a matarle, Armand.
—¿Por qué? ¿Por haber entrado en su despacho un poco antes de la hora? Disparar contra mí significa que teme algo. Y una persona que teme, es que ha cometido algún delito —arguyó la joven—. ¿Es usted una delincuente?
—No tengo ganas de discutir. Esperaremos unos momentos y luego decidiremos lo que se ha de hacer con usted. Quizá —añadió ella venenosamente— en lugar de matarle aquí lo hagamos en otro sitio más discreto.
—Observo que habla en plural. Plural significa dos por lo menos. ¿Quién es el otro?
—¡Eso no le importa a usted! ¡Lo sabrá, sí, pero ya no podrá repetirlo a nadie!
—Muy bien —contestó el joven—. Resignémonos, pues. Oiga, ¿puedo bajar los brazos? Empiezo a cansarme y…
—¡Siga como está y no se mueva hasta que se lo ordene!
La expresión de Alma Byngton lo era todo menos amistosa.
Jay tenía ganas de marcharse de allí. Estuvo a punto de formularle algunas preguntas a su airada interlocutora, pero se contuvo; no quería hacerse más sospechoso de lo que era ya. Pero ¿cómo distraer a aquella individua, que no le quitaba el ojo de encima?
—Se me cansan los brazos —insistió.
—¡Muérase! —dijo la pelirroja ofensivamente.
—No es usted muy caritativa que digamos —gruñó el joven—. Repito que todo ha sido un error…
—¡A callar!
Jay cerró la boca. Pensó furiosamente. Tenía que hallar un pretexto que pudiera distraer a la pelirroja. El cañón del revólver le apuntaba firmemente al cuerpo y antes de que hiciera el menor gesto, ella dispararla sin vacilar.
De pronto, se le ocurrió una idea.
—Oigo ruido —dijo.
—¿Hacia dónde? —preguntó ella suspicazmente.
—En el lavabo. ¿No se habrá dejado usted el grifo abierto? El agua está goteando y si sale aquí, le echará a perder esa alfombra tan preciosa que…
Alma Byngton bajó la vista un momento. Entonces Jay, a la vez que saltaba a un lado, le arrojó el sombrero al rostro.
La pelirroja blasfemó. Jay saltó lateralmente hacia; ella, agarrándole con todas sus fuerzas la muñeca armada. Pegó una terrible sacudida y la pistola cayó al suelo.
Acto seguido, y antes de que Alma pudiera recuperarse, la hizo girar en redondo, forzándole el brazo que todavía no le había soltado. Después la empujó hasta la mesa.
—Escucha —dijo—, siéntate ahí y escribe lo que yo te dicte.
—¡No, maldito hijo de perra!
¡Slash!
La cabeza de la pelirroja saltó disparada a un lado cuando Jay le aplicó la mano con todas sus fuerzas en la mejilla. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Jay recogió el revólver y lo aplicó a la cabeza de Alma.
—Oye bien lo que voy a decirte: coge una pluma y un papel y escribe lo que dictaré a continuación. Te doy de tiempo tres segundos; si para entonces no has empezado a escribir, juro que desparramo tus sesos sobre la alfombra.
El tono de Jay y su actitud eran sobradamente truculentos para que la pelirroja no sintiera un pavor espantoso. Sin replicar una palabra, cogió una pluma.
—Está bien, maldito bastardo. ¿Qué es lo que tengo que poner?
—«Querido: He tenido que salir con urgencia. Volveré lo más pronto que pueda. Cariños, Alma». Eso es todo. ¿Está ya?
Alma tiró la pluma con furia contra la pared.
—Sí —masculló rabiosamente.
—Ahora vas a venir conmigo, y pon atención: no hagas ningún gesto sospechoso o dentro de una hora te encuentras en la Morgue. Y si eres que no soy capaz de agujerear tan linda cabecita, prueba a hacerlo. Vamos, ponte en pie.
La pelirroja obedeció, encaminándose hacia la puerta. Jay la atrapó por el brazo izquierdo, metiéndose la pistolita en el bolsillo del impermeable.
—Recuerda bien: te estaré apuntando durante todo el rato. No abras la boca, si quieres seguir luciendo el físico.
Myra se quedó boquiabierta al ver entrar a Jay con su acompañante. Quiso pedirle explicaciones, pero él la atajó.
—Más tarde. Ahora necesito que me guardes a esta perdida.
—¿Y qué me golpee en la cabeza, como Clarissa? —se quejó ella.
Jay se quedó un poco parado.
—Tienes razón. No debemos correr riesgos. Rasga una sábana en tiras.
La boca de Alma Byngton vomitó mil obscenas imprecaciones cuando Jay la ató sólidamente de pies y manos. El joven se hartó de tantos insultos y la amordazó igualmente.
Una vez estuvo atada y amordazada la prisionera, Jay la encerró en un cuartito, cuya llave se echó al bolsillo. Mientras tanto, Myra había estado contemplando todas las operaciones que realizaba el joven con innegable interés.
—Jay —preguntó, devorada por la curiosidad—. ¿Qué te propones hacer con todo eso?
El acarició suavemente su mejilla.
—Lo sabrás más tarde. Ahora tendrás que dispensarme; debo salir.
Y se marchó, dejándola con la palabra en la boca.
Volvió dos horas más tarde, con un extraño paquete en las manos.
—¿Tienes un espejo a mano? —preguntó.
—Claro que sí, pero…
—Bueno, bueno. —Jay consultó su reloj—. Son ya las once y media y no podemos perder demasiado tiempo. A las doce y media tienes que tomarte un bocadillo y una taza de café en el «Grantham’s». A propósito, ¿qué tal sigue la prisionera?
—Bien. Ha pateado un poco la puerta, pero cuando se ha dado cuenta de que no le haría caso, se ha quedado tranquila. Y a propósito, la radio ha facilitado una noticia interesante.
—¿Sí?… —dijo Jay, mientras forcejeaba con las cuerdas que sujetaban el paquete.
—La señora Murrill ha aparecido asesinada. Dos balazos en la cabeza.
Jay suspendió un instante su labor. Hizo un gesto de pesar.
—Todos los que se meten en líos de esta clase acaban así —comentó.
—¿También Janice? —preguntó ella, intencionadamente.
Jay no contestó.
Terminó de abrir el paquete. Del interior de una gran caja de cartón sacó una peluca negra, de largos cabellos ondulados.
—Creo que el cuarto de baño sería el lugar más indicado para proceder a tu caracterización —manifestó—. ¿Recuerdas? Dije que tendrías que portarte como una actriz de teatro.
—Sí, pero no entiendo…
—Ven conmigo —y la arrastró, a pesar de sus protestas.
Una vez en el baño, la situó ante el espejo. Luego Je colocó la peluca, ahuecando los cabellos para que la cayeran a lo largo de os hombros.
El efecto resultó prodigioso. Myra se agarró al borde del lavabo con manos crispadas.
—¡Jay, no! —gritó.
Y trató de arrancarse la peluca que tanto parecido le confería con su hermana, cayeran a lo largo de los hombros.
—¡Escucha! —exclamó con violencia—. ¡Se trata de castigar al asesino de Janice! ¿Quieres colaborar o prefieres que siga paseándose impunemente por las calles?
—Tenemos a Alma…
—Eso no es suficiente. Hemos de atraerlo a una trampa. Con la pelirroja sólo podríamos probar (y aún no es demasiado seguro) su participación en el negocio de las drogas. De esta forma, le haremos declarar que fue él quien asesinó a tu hermana. ¿Me has comprendido?
—Sí, pero… ¿quién es él?
—Lo verás cuando haya caído en el lazo. Ahora, arréglate en el espejo y procura maquillarte como lo hacía Janice. ¿Ésta, llevaba el pelo suelto o se hacía moño? Ya ves que he comprado la peluca lo suficientemente larga para que te coloques el cabello como lo solía hacer ella.
—Cuando trabajaba en la oficina solía hacerse un pequeño moño en la nuca.
—Bueno, pues manos a la obra, que estamos ya perdiendo el tiempo. Y sobre todo, ten en cuenta una cosa, obra con completa sinceridad, con calma, como si fueses ella. Si te preguntan en el «Grantham’s», contesta que has estado ausente, de viaje. No des más explicaciones, ¿estamos?
Myra empezó a arreglarse el pelo.
—¿Y después?
—Pides un bocadillo y una taza de café. Hazlo como si tuvieras mucha prisa, lo mismo que los empleados que salen a comer un poco. Y luego te marchas, eso es todo lo que tienes que hacer.
—No te comprendo mucho… excepto que tengo que representar el papel de mi hermana.
—Con eso es más que suficiente.