CAPÍTULO VII

Durante unos momentos, ni Jay ni Myra se sintieron capaces de pronunciar una palabra. El asombro les había inmovilizado por completo.

De pronto, Myra exhaló un gemido y, volviéndose con gesto brusco, escondió su cabeza en el pecho del joven.

—¡Dios mío! —murmuró.

—Por favor —dijo él—. Procura serenarte.

Ella suspiró profundamente un par de veces. Luego se separó.

Jay se acercó al lecho, examinando atentamente al cadáver de Clary. Éste había recibido dos balazos en su pecho, tan a quemarropa que la bata japonesa aparecía chamuscada. La muerte debía haber sido casi instantánea; no había vivido más de medio minuto después de haber sido hechos los dispares.

Tocó la muñeca del cadáver. Estaba frío, lo cual le indicó que la muerte se había cometido dos o tres horas antes por lo menos.

—Vamos, Jay —suplicó ella.

—Un momento, por favor.

Jay miró por todas partes, con ánimo de encontrar algo que pudiera ayudarle en sus investigaciones. Pero no se atrevió a tocar nada, ya que sus huellas dactilares habrían quedado impresas y esto hubiera podido acarrearle algún disgusto con la policía.

Salieron del dormitorio. Ella le miró con ojos muy abiertos.

—Alguien liquidó a Clary para que no hablase. Paro ¿qué era lo que sabía él? —exclamó Jay.

Permanecieron en silencio durante unos minutos. Myra se iba rehaciendo.

—Lo que encuentro muy raro es que nadie haya oído los disparos.

—El dormitorio es la pieza más alejada del vestíbulo. Por otra parte, es posible que el asesino usara silenciador.

—Quizá sea como dices, Jay. Y ahora, ¿qué piensas hacer? ¿Vas a llamar a la Policía?

—Primero daré la noticia a mi diario. Después avisaré a la policía. Diré al director que no de mi nombre, que actúen como si hubieran recibido una información confidencial. De este modo, no podrán relacionarme con la muerte de Clary ni impedirme que siga haciendo pesquisas. Vámonos.

Salieron del edificio con toda tranquilidad. Desde un bar cercano, y mientras Myra se tomaba una taza de café para reanimarse, Jay habló con el director del «Leader». Luego avisó a la policía, hecho lo cual se reunió con Myra.

—Vámonos de aquí inmediatamente. Antes de un minuto habrán localizado este teléfono y tendremos sobre nosotros una bandada de agentes.

Arrojó una moneda sobre el mostrador y salieron. Myra se sentó al lado de Jay, quien tomó el volante, ya que la veía demasiado afectada para conducir coa normalidad.

Ella le indicó la dirección que debían tomar para llegar al «Doryanna», cuya muestra avistaron veinte minutos después.

Se apearon del coche. Entraron en el «Doryanna», un bar muy pequeño, oscuro, con luces indirectas y un tablado en el cual apenas cabía un piano. En las paredes se veían pinturas abstractas, y los cuatro o cinco clientes de ambos sexos que había en aquellos momentos, vestían como si de veras fueran los autores de aquellas pinturas.

Se acercaron al mostrador y pidieron dos cafés. El camarero se los sirvió.

Jay tomó un sorbo de la infusión. Luego enseñó un billete de cinco dólares.

—Ando buscando a un tipo gordo, cincuentón, menudo y calvo, que atiende por el nombre de Chick —dijo.

El camarero le miró inexpresivamente.

—¿Por qué no han venido diez minutos antes? —preguntó.

Jay arqueó las cejas.

—No entiendo.

—Es el barman de día. Yo le relevo por la tarde hasta que cerramos cuando ésos… —Hizo una mueca de desprecio hacia los pretendidos artistas— cuando ésos se marchan.

—¿Dónde vive Chick?

—Calle Luther, cincuenta y siete.

Jay soltó el billete sobre el mostrador.

—Gracias, Joe.

—Me llamo Jhonny.

—Bueno —contestó Jay, tomando del brazo a la muchacha.

Salieron. Jay tomó de nuevo el volante.

La calle Luther no estaba demasiado lejos, apenas cinco minutos con el coche. Era estrecha y oscura.

Jay detuvo el auto frente al número 57. Al saltar al suelo, una oleada de fétidos olores asaltó sus pituitarias. Myra arrugó la nariz.

El 57 era una casa estrecha, de seis o siete pisos, cuyo ascensor parecía ir a desintegrarse en cualquier momento. Chick vivía en el séptimo piso.

Llamaron a la puerta. El propio Chick salió a abrirles momentos después.

Era evidente que estaba durmiendo y lo habían arrancado de la cama. Miró a la pareja con expresión aturdida.

—¿Qué quieren de mí?

Jay le empujó hacia adentro. Myra cerró tras él.

El rostro de Chick expresó miedo. Vestía una pringosa bata, de la cual sacó un pañuelo verde, con el que se limpió su brillante calva.

—No… yo no he hecho nacía —dijo temerosamente—. Yo…

—Nadie le acusa, Chick —cortó Jay—. Lo único que queremos saber es qué relación tenía usted con Janice Peterson.

Los temblores del gordito aumentaron.

—No sé nada, no sé nada —repitió histéricamente.

A Jay le daba pena.

—Escuche, Chick —dijo—. No pretendemos en absoluto hacerle el menor daño. Pero sabemos que, de cuando en cuando, se reunía usted con Janice Peterson en el «Grantham’s». Hablaba con ella y luego se marchaba. ¿Qué es lo que le decía en tales ocasiones?

El gordo se lamió el labio superior.

—¿Por qué quieren saberlo? —inquirió.

—Sam os periodistas —mintió Jay a medias.

—¿Periodistas? —Chick enarcó las cejas.

—Así es. Vamos, conteste.

Chick miró a derecha e izquierda. De pronto echó a correr hacia la puerta.

Jay le lanzó una silla a las piernas. El gordo se enredó con el mueble y cayó al suelo.

Cuando se levantó, vio el revólver de Jay apuntándole directamente al prominente abdomen.

—Siga corriendo —dijo Jay duramente— y le sacaré las tripas de un balazo. ¡Vamos, responda a la pregunta que le he formulado!

Jadeando penosamente, Chick se puso en pie. Casi lloraba.

—¿Me… me prometen ser discretos? —preguntó, gimoteando.

—Claro —contestó Jay sin vacilar.

—Pues… Yo trabajo en el «Doryanna»… El sueldo no es muy grande y las propinas, menos. Algo hay que hacer para aumentar los ingresos, ¿no?

—Depende de lo que se haga. Siga, Chick.

—U… un buen día, apareció un tipo. Era… era un tal Clary.

Jay y Myra intercambiaron una rápida mirada de inteligencia.

—Me… me dijo que de cuando en cuando recibiría una llamada telefónica. Cuando la recibiera, yo tenía que transmitirla a la señorita Peterson.

—¿Qué decía esa llamada?

—Pues… era distinta cada vez y se componía de una sola palabra.

—¿Cuáles eran esas palabras?

—Ya… no me acuerdo de todas. Lo hice hasta una docena de veces y…

—Diga las últimas al menos, Chick.

El gordo reflexionó durante unos instantes.

—Las últimas fueron… fueron… Lincoln… Figueroa, Hennyson… y no me acuerdo de más…

Jay repitió las palabras.

—Si no me equivoco, ésas son calles de la ciudad.

El gordo volvió a sacar la lengua para mojarse los labios.

—Así es. Pero yo no me preocupaba de más. Le daba el recado a la señorita Peterson y al día siguiente, Clary venía por aquí y me daba cincuenta dólares.

—¿Con qué frecuencia recibía esas llamadas? —inquirió Jay.

—Una vez por semana, más o menos. Aunque, en ocasiones, muy pocas, pasaron hasta dos semanas sin recibir la llamada.

—Y la señorita Peterson, ¿qué decía entonces?

—Oh, nada de particular. Entablábamos una conversación corriente y, en el curso de la misma, yo pronunciaba la palabra que me habían trasmitido por teléfono. Eso es todo, se lo juro —dijo el gordo patéticamente.

Jay volvió la vista hacia Myra, como consultándole con la mirada. Ella hizo un gesto ambiguo.

De pronto, el joven dijo:

—Chick, ¿sabe que Clary está muerto?

El rostro del gordito se puso del color de la ceniza. Su cuerpo tembló convulsivamente.

—¡Muerto…! ¡Dios mío!

—¿Tiene usted alguna idea de quién puede ser el asesino?

—No, no en absoluto. Se lo juro.

Jay meditó unos instantes. Tenía la sensación de que Chick le había dicho cuanto sabía y que, por lo tanto, resultaban inútiles cuantos esfuerzos hicieran por continuar un interrogatorio que no tenía objeto.

—Está bien, gracias por todo, Chick.

Agarró el brazo de Myra y salieron.

Un cuarto de hora después, estaban cenando en un restaurante.