CAPÍTULO XI

Se despertó cuando ya era de día, súbitamente desvelado por una idea que acababa de estallar en su cerebro con fuerza devastadora.

—¡Estúpido de mí! —dijo—. Tenía que haberlo adivinado desde el primer instante.

Saltó del lecho y se dirigió al baño. Media hora después, salía de su casa, completamente vestido y equipado con un impermeable, pues seguía lloviendo.

Antes de ponerse en campaña, desayunó. Después se dirigió a un garaje donde alquilaban coches y tomó uno.

El tiempo continuaba lluvioso, desdibujando los contornos de las cosas con una capa de niebla vaporosa, de cuyo seno brotaban infinidad de minúsculas gotitas de agua. Jay hubo de conducir con ciertas precauciones, reduciendo la velocidad del coche, pese a sus deseos en llegar cuanto antes al lugar en que había deducido podía hallarse Clarissa Henks.

A cinco millas de la ciudad, derivó hacia la izquierda. Siguió por un caminejo que ya conocía y que se hallaba en aquellos momentos casi completamente encharcado. Antes de salir a la explanada, detuvo el coche y se apeó.

Subióse el cuello de la gabardina. Meditó unos momentos.

No le convenía acercarse a la casa por el frente. Quizá Clarissa no estaba sola. Debía llegar al edificio sin ser advertido.

Se adentró en la espesura, dando un gran rodeo. El suelo estaba cubierto de una espesa capa de vegetación chorreante de agua, que en pocos momentos le empapó los pies hasta más arriba de los tobillos. Las ramas de los árboles y los matorrales expelían agua continuamente.

Jay maldijo aquel tiempo de perros.

Describió un gran semicírculo. Finalmente, se situó a espaldas de la casa.

Examinó el terreno. Había una puertecita trasera. Estaba cerrada en aquellos momentos, pero el edificio disponía de otras ventanas también bajas. Se arriesgó a cruzar rápidamente el espacio descubierto que había entre la linde del bosque y la casa.

Llegó a la puerta. Tanteó el pomo. Estaba cerrada con llave.

Un poco enojado consigo mismo, se deslizó hacia la primera ventana. Después de algunos esfuerzos, ya que la madera estaba hinchada por la humedad, consiguió levantar el bastidor.

Pasó al interior, encontrándose en una habitación polvorienta y mohosa. Cruzó hasta el otro lado y abrió la puerta, escuchando. No se oía el menor ruido.

Salió al vestíbulo. Si Clarissa se encontraba en la casa, debía hallarse en alguna de las estancias del piso superior.

Subió lentamente los escalones, procurando no hacer crujir la madera. Llegó al rellano que ya conocía.

Abrió una puerta; no había nadie al otro lado.

La segunda habitación estaba igualmente desierta. Finalmente, encontró un dormitorio ocupado.

Había una mujer durmiendo en el lecho, con los brazos desnudos fuera del embozo de la sábana. Sus ropas aparecían descuidadamente tiradas por el suelo. Los cabellos de Clarissa Henks estaban esparcidos en torno a su cabeza y formaban como una aureola dorada que le confería un singular encanto.

La ventana tenía las persianas bajadas. Silenciosamente, Jay caminó hacia la pared opuesta y tiró del cordón. La luz del día penetró en la estancia.

Sonó una voz soñolienta.

—¿Eres tú, Bill?

Jay contestó con un gruñido.

—¿Hasta cuándo me vas a tener aquí, mi vida? —dijo Clarissa, todavía con los ojos cerrados—. Me aburro enormemente, ¿sabes?

—Es lógico —contestó Jay. Se puso un cigarrillo entre los labios y caminó hasta sentarse a los pies de la cama—. Yo también me aburriría si estuviese aquí solo.

Clarissa lanzó un gritito y se sentó en el lecho, sin preocuparse demasiado de cubrir sus mal velados encantos.

—¡Usted! —exclamó con los ojos centelleantes—. ¿Quién le ha dicho que yo estaba aquí?

—Un pajarito —contestó Jay, expeliendo el humo.

Ella le miró con furia. Después trató de sonreír.

—Estaba cansada de la pensión de la señora Murrill —dijo.

—Quizá. —Jay contempló especulativamente la ceniza de su cigarrillo—. Si mal no recuerdo, ayer me llamó usted citándome a las nueve y media en el «Doryanna».

—Bueno. —Clarissa remoloneó—, me salió un compromiso inesperado y… Le ruego me disculpe, Armand.

—A las nueve y media —siguió Jay, en el mismo tono—, no sólo no apareció usted en el «Doryanna», sino que en su lugar vinieron dos pistoleros que acribillaron al barman, un tal Chick. ¿Le conocía usted?

—De…, de vista. —Clarissa estaba muy nerviosa—. Cu…, cuánto lo siento. Pobre Chick, era un buen muchacho.

—Debió meterse en un lío gordo y lo acribillaron a balazos. Por lo visto, no era tan inofensivo como parecía.

—Si está creyendo que yo tengo alguna relación con el hecho, se equivoca, Armand. Repito que me salió un compromiso…

—¿Con «Shooting» Bill?

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Clarissa vivamente.

—El mismo pajarito que me señaló el sitio donde estaba usted escondida —dijo él, impertérrito.

—¡Eso es mentira! ¡Alguien le habló de esta casa!

Jay dio un par de chupadas al cigarrillo. Luego lo tiró a un rincón y se puso en pie con gesto indiferente.

De pronto, actuando con rápidos movimientos, se arrojó sobre Clarissa, a la cual halló desprevenida. Asió con fuerza ambas muñecas de la mujer, pegó un brusco tirón y la sacó de la cama, arrojándola por el suelo.

Clarissa gritó sorprendida. Rodó un par de veces sobre sí misma y luego se puso en pie, tambaleándose aturdida y estupefacta por la imprevista acción del joven.

Jay se fue hacia ella y, antes de que pudiera recuperarse, le asestó dos enormes bofetadas que la derribaron nuevamente por tierra. Buena parte de los encantos de Clarissa quedaron al descubierto, pero Jay no estaba de humor para contemplar exhibiciones de carne femenina.

Agarrándola por un brazo, la obligó a ponerse en pie.

—Me citó para las nueve y media en el «Doryanna». Eso significa que sabía que Chick iba a morir. ¿Quién se lo dijo?

Jay corrió hacia la ventana, asomándose con precaución detrás de las cortinillas. El coche era un «Cadillac» negro, largo, de cuyo interior salieron tres hombres.

Clarissa estaba pegada junto a él. Sintió claramente el estremecimiento del cuerpo de la muchacha.

—¡Es Bill!