CAPÍTULO XI
Macario era sin disputa el mejor pescador de la isla de Cozumel. Solía levantarse muy de madrugada y salir con su barca al mar, llevándose a su hijo, de diez años, como ayudante. Ellos residían en una pequeña aldea en el extremo occidental de la isla, un paraje hermoso y semisalvaje, apartado de las vías de comunicación, por otra parte no demasiado abundantes ni buenas, de la isla.
Aquella madrugada, como de costumbre, Macario y su hijo se hicieron al mar y se encaminaron al punto donde esperaban conseguir una buena cosecha de camarones. No llevarían diez minutos navegando cuando oyeron el ruido de un avión que se acercaba velozmente. El mar estaba calmo y había bastantes nubes, pero al levantar la vista pudieron distinguir las luces del aparato perfectamente.
Macario y su hijo no veían demasiados aviones, pero tardaron poco en darse cuenta de que aquél no parecía andar muy bien. Se quedaron contemplándolo como fascinados y pronto pudieron verlo pasar sobre ellos, como un enorme pájaro rugiente, hacia la isla. Pero casi al instante el aparato dio un bote, se elevó, pegó un bandazo, luego otro, perdió altura, hizo un giro amplio a su derecha, hacia el mar de nuevo, volvió a subir, luego a bajar…
—Algo le pasa a ese aparato, chamaco —le dijo el pescador a su hijo—. Algo malo…
—Sí, papá. Se va a caer…
El avión se perdió mar adentro, volando bastante bajo. Y los dos pescadores lo siguieron con la vista hasta que no pudieron distinguir sus luces. Pero apenas diez minutos más tarde lo vieron regresar, al menos tuvieron la impresión de que era el mismo.
—Qué cosa más rara… Se diría que les ocurre algo…
Les ocurría bastante. A bordo del bimotor, Vito Marcello estaba tratando de dominar el pánico mientras a sus pies se desangraba lentamente el piloto moribundo. Tras ciegos intentos había logrado enderezar el rumbo, pero cuando se arrodilló junto al piloto y lo zarandeó hasta hacerle recuperar el sentido, recibió la más implacable condena de aquellos labios por entre los cuales escapaba un hilillo de sangre.
—No tomaré los mandos. Estoy herido de muerte, lo sé, me quedan escasos minutos…
—¡Tienes que hacerlo o te deshago la cara a balazos…!
—Hazlo… Y luego arréglatelas para aterrizar…
Arréglatelas para aterrizar. ¿Cómo, si no sabía? ¿Dónde, si ignoraba su situación? ¿En el mar? ¿Acaso en la selva? Se estrellaría irremediablemente, moriría justo cuando pensó tener el éxito al alcance de la mano…
El piloto sentía ahora un amargo deseo de venganza, pensando en el hijo que ya no se podría curar, al que no podría volver a ver.
—Estás perdido… Sólo hay combustible para veinte minutos, iba a aterrizar en la costa del Yucatán, no en Jamaica… Ahora tú verás…
Fuera de sí, Vito lo golpeó y el piloto perdió el conocimiento. Estaba muriéndose, por otra parte. Aunque lo colocara sobre el asiento y le obligara a coger los mandos de nada serviría. Y un hombre moribundo no se deja amedrentar por nada…
Había logrado enderezar el rumbo mar adentro, pero ahora le entró un pánico ciego. No quería morir en el mar, sin posibilidades de ayuda. La tierra era otra cosa, con un poco de suerte tal vez pudiera encontrar un lugar pantanoso, o un prado, donde intentar un aterrizaje de emergencia, como fuera…
Se sentó de nuevo ante los mandos y buscó locamente el indicador de presión, el de combustible, comprobando que el piloto le había dicho la verdad. Veinte minutos, tal vez media hora… Todo ese tiempo tenía para encontrar un punto de aterrizaje. Y tenía que encontrarlo…
Pero Vito no era piloto. A lo más que podía aspirar era a mantener en el aire el aparato mientras durase la gasolina. Luego…
Nadie se aterra tanto a la vida como el hombre acostumbrado a quitársela a sus semejantes y Vito Marcello no era una excepción. Hizo dar vuelta al aparato y trató de taladrar con la vista la negrura del horizonte. Necesitaba tierra…
Comenzaba a apuntar el alba gris, pero demasiado despacio para sus deseos. Allí delante vio surgir una línea más oscura y densa: la costa. El altímetro indicaba que iba volando a cuatrocientos cincuenta metros sobre el mar.
La tierra era una isla, de bastante extensión. Y al otro lado el mar de nuevo… No vio en su rápido paso sobre ella ningún punto idóneo para aterrizar, pero dio la vuelta al aparato, regresando, porque temía adentrarse en el mar y no se fiaba de las palabras del piloto. No había islas cerca de Méjico, sin duda estaba en medio del Caribe. Tenía que buscar mejor en aquella isla.
Descendió a doscientos metros y se desojó tratando de encontrar algún punto adecuado para intentar el aterrizaje de emergencia. Pasó por encima de un pueblo dormido, pero los campos eran escasos y cortados, al parecer, por zanjas o ribazos. Luego había selva, también, hacia el interior de la isla, una serie de elevaciones cubiertas de bosque…
Durante los quince minutos siguientes Vito Marcello vivió la más terrible agonía, agarrotado a los mandos del aparato, viendo cómo la luz del día iba creciendo lentamente, muy lentamente, y la gasolina se agotaba en los depósitos aprisa, muy aprisa. En la isla no encontraba puntos adecuados para aterrizar, no se lo permitía la oscuridad reinante. Dentro de veinte minutos ya habría luz suficiente, pero dentro de veinte minutos ya no quedaría gasolina.
Allí abajo, Macario y su hijo se habían olvidado de pescar para seguir las extrañas evoluciones del aparato.
—Si serán contrabandistas…
—O revolucionarios…
Sólo era un hombre enloquecido de rabia y miedo a morir, encerrado en aquella trampa aérea de la que no podía evadirse, viendo cómo el indicador de esencia iba marcando de modo implacable la llegada del momento dina.
De repente, el motor de la izquierda comenzó a ralear, de modo poco perceptible al principio, más acusado luego, hasta que se paró. El bimotor dio un bandazo. Vito trató de enderezarlo con un brusco golpe de timón, pero lo que hizo fue desnivelarlo y el aparato se precipitó, de morro, a doscientas millas-hora, velocidad a que había sido rebajada su marcha, contra la playa de Cozumel.
Macario y su hijo lo vieron pasar sobre sus cabezas con violento estruendo y dirigirse recto hacia la playa, a una milla más o menos de donde se encontraban.
—Se va a estrellar…
Casi no le dio tiempo al pescador a expresar su opinión. El bimotor ya no obedecía a su inepto piloto, se agarrotaron los mandos y Vito Marcello tuvo suficiente luz diurna para ver donde se iba a estrellar, una estrecha faja de arena donde chocaban las olas de la marea alta, mías rocas negruzcas esparcidas, al fondo el muro de la selva…
Un ala del bimotor rozó la mayor de aquellas rocas y se desprendió hasta el motor, que salió disparado por el aire. El avión hincó su morro contra la arena, dio un salto, se partió la otra ala y cayó de lleno contra una segunda roca, alta como una casa de dos plantas, aplastándose allí la cabina de mandos, luego dio una vuelta de campana y el fuselaje se partió también.
Macario y su hijo lo vieron todo. Eran los únicos espectadores, porque la aldea quedaba a más de dos kilómetros y oculta por un espolón de la costa. Se miraron, impresionados, y el padre sentenció:
—Pues se estrelló…
—¿Qué hacemos, papá?
—Ir a ver si alguno está vivo. Luego correr a llevar el aviso…
Pero dentro del avión no había nadie vivo. Vito Marcello había sido cortado literalmente en dos por un trozo del fuselaje y se desangraba rápidamente entre los restos de la cabina de mandos, con los ojos muy abiertos y fijos, aún agarrado con ambas manos al volante…
Las autoridades de la isla llegaron al lugar del accidente a las diez y media de la mañana. Toda la población de la aldea de Macario y las circundantes habían acudido a la curiosidad del accidente aéreo, pero en su mayoría eran gentes demasiado humildes para atreverse a robar nada. Por otra parte, las cuatro cajas metálicas presentaban una dificultad demasiado grande para forzarlas y dos policías rurales las custodiaban, sobre la arena, a cierta distancia de los restos del aparato y junto a los cadáveres del piloto y de Vito Marcello, tapados con sendas mantas.
El jefe policial de la isla las examinó con interés, así como el juez.
—¿Usted qué opina, señor comisario?
—Parecen cajas de las que usan los Bancos para transportar valores…
—Eso mismo opino. ¿Qué hay de las víctimas, doctor?
El médico que había estado examinando los restos humanos tenía las cejas fruncidas.
—Le diré, señor juez. Sospecho un crimen antes del accidente. El hombre cortado en dos no era el piloto; éste había muerto probablemente antes de que se estrellara el aparato, porque tiene una herida de bala en el costado izquierdo que le debe haber interesado los pulmones, por lo menos, y está prácticamente desangrado…
Una hora más tarde, en la aldea de Macario y, tras haberle tomado declaración al pescador, el herrero procedió a descerrajar una de las cajas metálicas, no sin mucho esfuerzo. Y al levantar la tapa todos se quedaron sin aliento.
—¡Miren esto!
El juez tomó uno deles fajos de billetes y lo examinó frunciendo el ceño.
—Billetes americanos de diez dólares… Si todas las cajas están tan llenas como ésta hay un fortunón… Un momento, aquí hay algo que parece una lista. Sí, es una relación numérica de los billetes… Banco de Texas y el Caribe… Pagaduría General del Ejército de los Estados Unidos…
El juez y el comisario local se miraron. El segundo hizo una mueca.
—Dinero de los yanquis, del Ejército…
—Sí. Y esos dos hombres, el avión, no eran militares. Creo que debemos ponernos en contacto inmediatamente con Mérida, para informar.
—Usted cree que haya habido un robo…
—Y usted lo sospecha también. Dos hombres en un avión, el piloto con un balazo mortal, el aparato dando vueltas sobre la isla durante casi media hora antes de estrellarse…
—Supone que le dieron un tiro al piloto para robar.
Bueno, pero entonces no se explica cómo se quedaron por acá en vez de seguir a tierra firme. Por lo que han contado el pescador y su hijo ese otro tipo debía andar buscando un punto de aterrizaje, hay por lo menos cinco en la isla donde pudo hacerlo y fue a estrellarse contra las rocas de la playa. No tiene sentido…
—Eso ya se encargará de averiguarlo la investigación. Ahora nuestro deber es custodiar esa fortuna y dar el parte para que vengan cuanto antes a liberarnos de responsabilidades…
Cozumel estaba en un rincón del mundo. Ni siquiera el juez y el comisario se habían enterado del gran robo ocurrido la noche anterior en una pequeña ciudad tejana. No lo supieron hasta que, puestos en contacto con la ciudad de Mérida, recibieron orden de custodiar las cajas y los cadáveres, anunciándoles la inmediata llegada en avión de varios funcionarios policiales y el cónsul de los Estados Unidos en la ciudad de Mérida.
Era el comienzo del fin.