CAPÍTULO IV
Torrington era una pequeña ciudad situada en un valle a orillas de un río poco caudaloso. Hasta los tiempos de la Segunda Guerra Mundial había arrastrado la aburrida existencia de un villorrio exclusivamente dedicado a la agricultura y no contaba sino con unos centenares de habitantes. Pero cuando el Gobierno decidió establecer un campamento de instrucción para el Ejército en Fort Benning, un arruinado fuerte del tiempo de las guerras indias, la población se vitalizó, alcanzó los casi cinco mil habitantes, se crearon varias pequeñas industrias y, durante el tiempo que duró la guerra, corrió el dinero en abundancia. Fue entonces cuando se fundó la sucursal bancaria y comenzaron el envío rutinario de dinero para pagar sueldos y haberes, suministros y tareas de distintos géneros en el campo militar.
Pero cuando acabó la guerra todo se vino abajo y en pocos meses Torrington se despobló, quedando reducido a escasos dos mil habitantes que vegetaron mal que bien hasta que el estallido coreano volvió a abrir el cercano Campo de entrenamiento. Hubo otro período de auge hasta el final de la guerra de Corea, seguido de una nueva recensión. Mas para entonces la economía del pueblo se había afianzado, se diversificó y el número de los emigrantes no superó los dos millares, tampoco hubo una excesiva pérdida de prosperidad. Las gentes sanas del pueblo pensaron que no tardaría en surgir otro conflicto bélico que pusiera de nuevo en pie el campo de instrucción militar y no se equivocaron. Últimamente, Torrington vivía una nueva prosperidad.
El sábado por la tarde tres mil jóvenes reclutas procedentes del campamento de Fort Benning llegaron a Torrington y se dispusieron a divertirse todo lo posible. Dos tercios de ellos tomaron camino hacia poblaciones más alejadas, pero también más bien dotadas de diversiones, y prácticamente la mayoría inmensa de los oficiales y suboficiales que salieron a disfrutar el fin de semana marcharon a tales ciudades, o al campo, aprovechando una breve pausa en el temporal de lluvias y nieves.
Pero el hecho de caer en fin de semana el comienzo de mes había dejado «en seco» a muchos, que prefirieron quedarse en el campo. Y de los que vinieron a Torrington el ochenta por ciento estaban sin un dólar a las diez de la noche del domingo, hora en que, indefectiblemente, por orden militar, los establecimientos de diversión cesaban de expender bebidas a los militares. Como quiera que a las seis y media de la madrugada los reclutas sabían que iban a levantarlos a toque de corneta, prácticamente todos ellos tomaron el camino de regreso al campamento. A las once de la noche del domingo, Torrington era una población muerta, con alguna gente en los dos cines de la localidad y buena parte de su población civil fuera gozando de su fin de semana; los demás cómodamente arrellanados delante de los televisores o en la cama. Quedaban, sí, dos o tres reuniones sociales de gente joven en edificios particulares, la consabida resaca de borrachos civiles en los establecimientos de bebidas, algún que otro soldadito metido en una cama con una de las bastante numerosas chicas alegres que solían desplazarse a Torrington los fines de semana…
El sheriff Ben Addington sentíase satisfecho. Aquél había sido un fin de semana bastante tranquilo, en comparación con los anteriores y a causa de la escasez de numerario de los reclutas. Naturalmente, los propietarios de centros de diversión no opinaban como él, pero resultaba lógico, ya que ellos defendían su negocio. Para él y sus subordinados, en cambio, había sido bueno…
Entró en el bar de Enosh Butler. Había apenas una docena de clientes, la mitad de ellos ya borrachos, y en un rincón una pareja bailando el último éxito de Rudy Melchior, una especie de cosa estridente llena de aullidos. Ella, sobre todo, semejaba hipnotizada. La chica menor de Tad Markus… Llevaba mal camino; Addington sospechaba que se drogaba y, desde luego, ella había debido pasar ya por los brazos de la mitad de los reclutas de Fort Benning cuando aún no tenía cumplidos los dieciocho años. Él tampoco era trigo muy limpio, aunque su padre sí fuese excelente persona. Tal vez el Ejército, que ya lo había llamado a filas, lo convirtiera en hombre…
La mujer beoda que se acurrucaba en una de las mesas con la mirada fija y un vaso casi vacío en las manos era Cinthya Contrell. Mala cosa que a una le maten el marido en la guerra a los once meses de casada. Ya antes le gustaba empinar el codo, pero ahora era mucho peor. Terminaría, copio la noche antes, tirada en el rincón de cualquier portal y habría que llevarla a su casa. O tal vez se encontrara con algún fulano de pocos escrúpulos que no le hiciera ascos a pasar un rato con una mujer borracha…
Palmeó la espalda de un hombre grueso, carilleno, de ojos abotargados, que bebía acodado en el mostrador.
—¿Qué, Lewis, haciendo tiempo para ir a casa?
El hombre lo miró de reojo e hizo una mueca.
—Usted sabe que aquello es un infierno…
Sí, el bueno de Lewis había tenido mala suerte, con una mujer y una suegra que eran verdaderas arpías…
Se acercó a Enosh Butler, que limpiaba unos vasos, y lo saludó como de costumbre.
—Hola, «sheriff»…
—Hola, Enosh. ¿Qué tal la noche?
—Ya lo ve. Igual que el día. Cuando el fin de mes cae en domingo todo se va al traste.
—Bueno, ya te desquitarás la semana que viene.
—Sí, claro… Pero yo me pregunto por qué condenadas razones burocráticas no pueden pagarles sus sueldos a esos muchachos el sábado…
—Ya sabes por qué. El dinero llega a última hora de la tarde; sólo se quedan en el Banco el director y el cajero para recibirlo.
—Pues que lo envíen el día anterior. Así nos ahorraremos todos preocupaciones. Si no, vea: desde ayer hay un montón de dinero metido dentro del Banco y sin beneficiar a nadie, mientras los muchachos andan pidiendo de beber a crédito… Le digo que alguien debería hacer algo.
—Vamos, no te pongas así, hombre. Piensa que ocurre una vez cada cuatro o cinco meses, a lo sumo.
—De todas formas. Usted mismo dormiría más tranquilo en su cama que no en su oficina, como hace cada vez que debe custodiar uno de esos envíos.
—Yo duermo muy tranquilo, Enosh. Nadie va a ser tan loco que trate de asaltar el Banco y la prueba es que nunca nadie lo intentó. Hay demasiados soldados cerca y es dinero de las Fuerzas Armadas, delito federal…
Sí, el sheriff estaba muy tranquilo. A nadie iba a ocurrírsele asaltar el Banco de Torrington en un fin de semana, cuando la población hervía de soldados del cercano campo de instrucción y la Policía Militar patrullaba las calles. Incluso ahora, en la silenciosa placidez de una madrugada de domingo a lunes, la cosa resultaba inconcebible. Dinero de las Fuerzas Armadas, delito federal con todas sus implicaciones…
Se acercó sin prisa, cruzando la calle principal, al edificio de Correos y Teléfonos, que ocupaban sendas dependencias separadas en los bajos del mismo. Esta noche le tocaba guardia a Corinne Dermott, excelente muchacha con mala fortuna para atrapar hombres. Le haría bien un poco de charla…
Un viento frío, húmedo y desapacible, barría la calle; algunos establecimientos comenzaban a echar resaca de noctámbulos a las aceras. Vio llegar a Colin Chubbock, uno de sus agentes, haciendo su ronda y le salió al encuentro.
—¿Qué hay, Colin?
—Nada importante, sheriff. Abel se ha llevado a un borracho provocador a las celdas. Es ese tipo Dillmann, ya sabe.
—Sí… Bueno, hasta luego.
Antes de entrar en la oficina de teléfonos miró la hora. Eran las once y cuarto. Oyó llegar a un automóvil y miró para él con indiferencia. Un «Lincoln» negro último modelo, con dos hombres dentro, que le pareció miraban en su dirección. Pero el vehículo siguió camino a velocidad normal, desapareciendo.
Corinne Dermott tenía treinta y seis años y no era demasiado mal parecida, pero a pesar de ello y de su probada buena conducta no tenía suerte en cazar marido. Acogió al sheriff con una amplia sonrisa y lo invitó:
—Hola, sheriff Addington. Llega en el momento justo. Supongo que le apetecerá una taza de café…
—Naturalmente que sí. ¿Mucho trabajo?
—Como de costumbre. Este fin de semana hubo poco dinero en los bolsillos de los soldados y eso se nota.
—No me lo digas. No hallé un solo comerciante o industrial que no se me quejara. Todos opinan que el Gobierno debió pagarles por adelantado.
—Ellos defienden sus intereses.
Corinne le tendió un vaso de papel con café humeante que escanció de un termo y los dos bebieron. El sheriff suspiró, echándose atrás en su silla.
—Muchacha, haces un café inmejorable.
—Dígaselo a todos los hombres casaderos de la ciudad y a los que se amontonan en el campamento. A ver si alguno de ellos se decide…
Eran las once y treinta y cinco minutos cuando el sheriff abandonó el edificio de la centralilla telefónica para reanudar su ronda. Fue directamente al banco, que se encontraba dos manzanas más abajo. Gil Dawes, otro de sus agentes, se encontraba delante de la puerta y lo saludó.
—Sin novedad.
—¿Y Carlsson?
—Dándole una vuelta de ronda al edificio. Ben, se nos presenta una noche bastante fresca, demontres.
—Ya falta poco para relevaros.
Llegó Carlsson, el otro policía, saludando.
—Hola. Todo tranquilo.
En realidad, ninguno de los miembros del pequeño grupo policial esperaba nada. El sheriff se despidió de ellos cinco minutos después y reanudó su camino, yéndose a su despacho. La calle principal de Torrington comenzaba a cobrar el solitario y silencioso aspecto de las noches de entre semana; también una ligera neblina venida del río estaba contribuyendo a aumentar la impresión de paz y soledad.
Faltaban diez minutos para la medianoche cuando el sheriff entró en su oficina. Se fue al interior, donde estaban las celdas, en el sótano.
Como todas las noches de domingo, una colección de vagos y borrachos llenaba la celda principal. En otra se encontraban los dos jovenzuelos que dos días antes trataran de robar en la tienda de Folsom, y en una tercera el granuja que se llevó con engaños a la chica más pequeña de los Lukask, de nueve años, y que trató de violarla. Le había costado trabajo evitar que lo lincharan…
Sin embargo, Torrington era una ciudad bastante tranquila, donde la delincuencia no prosperaba. Sí, muchos reclutas provocaban problemas, a veces graves, como aquel jovenzuelo de Georgia que había degollado a una chica alegre dos semanas antes en la orilla del río; pero de eso se encargaban los militares. La suya era una tarea bastante apacible…
Daban las doce cuando el sheriff Addington regresó a su despacho y echó una ojeada al exterior, descubriendo a sus hombres efectuando el relevo delante del Banco. Todo iba bien…
Fue a sentarse en su sillón y echó mano al tabaco. Tomaría una taza de café con Dawes y Carlsson, luego se echaría un par de horas…