REVELACIONES
En Amarillo habían oído hablar de los tornados, del viento que se tragaba el ganado, los coches, incluso casas enteras, para levantarlos del suelo y volver a lanzarlos a la tierra; de comunidades enteras destrozadas en unos instantes devastadores. Tal vez fuera eso lo que tenía tan nerviosa a Virginia esa noche. Eso, o bien la fatiga acumulada después de viajar por tantas autopistas vacías con el único paisaje de los cielos impasibles de Texas, y con nada que esperar, al final del recorrido, más que otra tanda de himnos y fuego infernal. Estaba sentada en el asiento trasero del Pontiac negro; le dolía la espalda; intentó con todas sus fuerzas dormirse. Pero la atmósfera tranquila y bochornosa le rodeaba el delgado cuello y le provocaba pesadillas en las que creía ahogarse, por lo que abandonó todo intento de descansar y se conformó con ver cómo pasaban los campos de cereales y contar los elevadores de grano, brillantes contra las masas de cúmulos que comenzaban a formarse hacia el noreste.
En el asiento delantero, Earl canturreaba mientras conducía. Junto a Virginia, John —sentado a escasos centímetros de ella, pero en el fondo a millones de kilómetros de distancia— estudiaba las epístolas de san Pablo y murmuraba las palabras mientras leía. Cuando atravesaron el pueblo de Pantex («Aquí construyen las cabezas nucleares», comentó Earl enigmáticamente y luego no dijo nada más) empezó a llover. El chubasco cayó de repente, cuando empezaba a anochecer, ennegreciendo aún más la oscuridad reinante; en un instante sepultó la autopista Amarillo-Pampa bajo una noche mojada.
Virginia subió la ventanilla; la lluvia, aunque refrescante, le estaba empapando el sencillo vestido azul, el único que John le permitía llevar en la reuniones. Ya no tenía nada que mirar más allá del cristal. Permaneció allí sentada mientras crecía su nerviosismo a medida que se acercaban a Pampa, escuchando la vehemencia del chaparrón sobre el techo del coche, y los susurros de su marido, sentado a su lado:
—«Entonces dijo: Despertad vosotros, los que dormís, y volved de la muerte, y Cristo os dará la luz.
»“Procurad caminar cautelosamente, no como necios sino como hombres sabios, redimiendo el tiempo porque los días son malvados”.
Allí estaba John sentado bien erguido, como de costumbre, con la misma Biblia de tapas blandas y hojas sobadas que había utilizado durante tantos años, posada sobre el regazo. Seguramente conocía esos pasajes de memoria; los citaba con harta frecuencia, y con una mezcla tal de familiaridad y frescura que las palabras podían haberle pertenecido a él y no a San Pablo, acuñadas recientemente de su propia boca. Esa pasión y ese vigor harían que con el tiempo John Gyer fuera el más grande evangelista de Estados Unidos, a Virginia no le cabía ninguna duda. Durante las agotadoras y frenéticas semanas de la gira por tres estados, su esposo había exhibido una confianza y una madurez sin precedentes. Su mensaje apenas había perdido parte de su vehemencia debido a aquel profesionalismo nuevo —continuaba siendo la anticuada mezcla de condenación y redención que tanto propugnaba—, pero ahora ejercía sobre sus dones un control completo y, ciudad tras ciudad —en Oklahoma, Nuevo México, y ahora en Texas—, los fieles se habían reunido a cientos, a miles, para escucharlo, ansiosos por volver a entrar en el reino de Dios. En Pampa, a cincuenta kilómetros de allí, ya se estarían reuniendo, a pesar de la lluvia, decididos a conseguir un lugar en la tribuna principal para cuando llegara el cruzado. Seguramente habrían acudido con sus hijos y sus ahorros y, principalmente, su hambre de perdón.
Pero el perdón sería para el día siguiente. Antes tenían que llegar a Pampa, y la lluvia arreciaba. En cuanto empezó la tormenta, Earl dejó de cantar y concentró su atención en el camino. De vez en cuando suspiraba para sí y se estiraba en el asiento. Virginia intentó no preocuparse por la forma en que conducía, pero el torrente se convirtió en diluvio y la ansiedad pudo más que ella. Se inclinó hacia adelante y comenzó a espiar a través del parabrisas, para ver si venían vehículos de frente. En condiciones como aquéllas solían ocurrir los accidentes: mal tiempo, un conductor cansado y ansioso por encontrarse treinta kilómetros más adelante. A su lado, John presintió su preocupación.
—El Señor está con nosotros —le dijo, sin apartar la vista de las páginas impresas con letra menuda, aunque hacia rato que estaba demasiado oscuro para leer.
—Es una noche de perros, John —le dijo ella—. Tal vez sería mejor que no fuéramos hasta Pampa. Earl tiene que estar cansado.
—Me encuentro perfectamente —comentó Earl—. Además, no estamos tan lejos.
—Estás cansado —insistió Virginia—. Todos lo estamos.
—Podríamos buscar un motel, supongo —sugirió Gyer—. ¿Qué opinas, Earl?
Earl encogió sus anchos hombros y sin protestar demasiado contestó:
—Lo que usted diga, jefe.
Gyer se volvió hacia su esposa y le dio unas suaves palmadas en la mano.
—Buscaremos un motel —le dijo—. Earl telefoneará a Pampa y les avisará que estaremos con ellos por la mañana. ¿Qué te parece?
Virginia le sonrió, pero él no la miraba.
—Me parece que la próxima salida es White Deer —le informó Earl a Virginia—. Tal vez haya allí un motel.
En efecto, el Motel El Álamo se encontraba a menos de un kilómetro al oeste de White Deer, en una zona desolada, al sur de la US 60; era un pequeño establecimiento con un álamo muerto, o a punto de morir, en la porción de terreno que separaba sus dos edificios bajos. En el aparcamiento ya había una serie de coches, y la mayoría de las habitaciones estaban iluminadas; probablemente serían todos fugitivos de la lluvia. Earl entró en el aparcamiento y aparcó lo más cerca que pudo de la oficina de recepción; luego, atravesó a la carrera el resto del trayecto bajo una lluvia torrencial, a fin de averiguar si quedaban habitaciones para la noche. Con el motor apagado, el ruido de la lluvia al golpear el techo del Pontiac se tornó más opresivo que nunca.
—Ojalá haya sitio —comentó Virginia, observando cómo la lluvia que caía sobre el cristal emborronaba el cartel de neón.
Gyer no le contestó. La lluvia continuó cayendo sin conmiseración.
—Háblame, John —le dijo.
—¿Para qué?
—Olvídalo —repuso ella, sacudiendo la cabeza.
Unos mechones de pelo se le habían pegado a la frente sudorosa; aunque estaba lloviendo, el calor no se había disipado de la atmósfera.
—Odio esta lluvia —añadió.
—No durará toda la noche —repuso Gyer, y con la mano se alisó la espesa cabellera gris.
Era un gesto que utilizaba en el púlpito, para acentuar lo que decía, haciendo una pausa entre una frase y la siguiente. Conocía tan bien sus retóricas, tanto la física como la verbal… A veces tenía la impresión de que de él conocía todo cuanto había que conocer, que no le quedaba nada que realmente quisiera escuchar. Probablemente sería un sentimiento mutuo; hacía ya tiempo que su matrimonio había dejado de ser tal. Esa noche, como cada noche de aquella gira, yacerían en camas separadas y él dormiría ese sueño profundo y fácil que tan rápidamente le llegaba, mientras ella tragaba a escondidas una o dos píldoras para procurarse un poco de ansiada serenidad.
—El sueño —solía decirle él— es una ocasión para comulgar con el Señor.
Gyer creía en la eficacia de los sueños, aunque nunca hablaba de lo que veía en ellos. Llegaría el tiempo en que desvelaría la majestuosidad de sus visiones, a Virginia no le cabía duda, pero mientras tanto, dormía solo y guardaba silencio, dejándola a ella en compañía de sus penas secretas. Resultaba fácil ser amarga, pero se resistió a la tentación. El destino de Gyer era manifiesto, el Señor se lo había exigido. Y si era severo con ella, lo era mucho más consigo mismo; vivía siguiendo un régimen que habría destruido a hombres menos fuertes, y aun así, se castigaba por el más ínfimo acto de debilidad.
Finalmente, Earl salió de la oficina y volvió hasta el coche a la carrera. Llevaba tres llaves.
—Habitaciones siete y ocho —anunció, casi sin aliento y con la lluvia chorreándole de la frente y la nariz—. Tengo la llave de la puerta que comunica los dos cuartos.
—Bien —dijo Gyer.
—Eran las dos últimas que quedaban —añadió Earl—. ¿Llevo el coche hasta allí? Las habitaciones están en el otro edificio.
El interior de las dos habitaciones era un himno a la banalidad. Habían ocupado miles de celdas como aquéllas, idénticas incluso hasta en el espantoso color naranja de los cubrecamas y la foto desteñida del Gran Cañón sobre las paredes verde claro. John era insensible al ambiente, siempre lo había sido, pero a los ojos de Virginia, esas habitaciones eran un perfecto ejemplo del purgatorio. Limbos sin almas en los que nada de importancia ocurría nunca, ni nunca ocurriría. Aquellas habitaciones no contenían nada que las diferenciara de las demás, pero aquella noche había algo diferente en Virginia.
No habían sido los comentarios acerca de los tornados lo que le había producido esa extraña sensación. Observó cómo Earl iba y venía con las maletas y se sintió extrañamente separada de sí misma, como si observara los acontecimientos a través de un velo más espeso que la lluvia que caía afuera. Como si estuviera sonámbula. Cuando John le dijo en voz baja cuál sería su cama, se acostó e intentó controlar su sensación de trastorno por medio de la relajación. Era fácil decirlo. En una habitación cercana, alguien tenía la televisión puesta, y la película le llegaba claramente, palabra por palabra, a través de las paredes finas como un papel.
—¿Se encuentra bien?
Abrió los ojos. Earl, siempre solícito, la miraba desde su altura. Se le veía cansado, tan cansado como se sentía ella. Su rostro, muy bronceado de estar de pie al sol en las reuniones al aire libre, presentaba una tonalidad amarillenta en lugar del saludable color tostado. Tenía un ligero exceso de peso, aunque aquella corpulencia encajaba bien con sus rasgos anchos y obstinados.
—Sí, estoy bien, gracias —repuso—. Pero tengo sed.
—Veré si puedo conseguirle algo para beber. Probablemente tengan una máquina expendedora de Coca-Cola.
Virginia asintió mirándolo a los ojos. En aquella conversación había un doble sentido que Gyer, sentado a la mesa para redactar unas notas al sermón del día siguiente, desconocía. De vez en cuando, durante toda la gira, Earl le había suministrado a Virginia los somníferos. Nada exótico, sólo tranquilizantes que le calmaban los nervios cada vez más afectados. Pero los somníferos, al igual que los estimulantes, el maquillaje y las joyas, eran cosas que un hombre de los principios de Gyer no veía con buenos ojos y cuando por casualidad su marido había descubierto las pastillas, se había producido una escena desagradable. Earl había soportado el peso de las iras de su jefe, por lo que Virginia le estaba profundamente agradecida. Y aunque tenía instrucciones estrictas de no volver a reincidir en su crimen, volvió a conseguírselas poco después del incidente. La culpa que compartían era un secreto casi placentero entre los dos; incluso en ese momento, Virginia podía ver la complicidad reflejada en sus ojos, igual que él la veía en los de ella.
—No, Coca-Cola no, por favor —dijo Gyer.
—Creí que podíamos hacer una excepción….
—¿Excepción? —repitió Gyer. Su voz adquirió aquel tono característico de dignidad. En el aire se respiraba la retórica, y Earl se maldijo por haberse ido de la lengua—. El Señor no nos dio leyes por las que regimos para que hagamos excepciones, Earl. Lo sabes muy bien.
En aquel momento, a Earl no le importaba demasiado lo que hacía o decía el Señor. Estaba preocupado por Virginia. Sabía que era fuerte, a pesar de su cortesía sureña y la consiguiente apariencia de fragilidad; era lo bastante fuerte como para ayudarlos a superar las pequeñas crisis de la gira, cuando el Señor había fallado y no había aparecido para ayudar a sus agentes de campo. Pero toda fuerza tiene sus límites, y presintió que Virginia se encontraba al borde del colapso. Le daba mucho a su marido, su amor y su admiración, sus energías y su entusiasmo. En más de una ocasión, en las pasadas semanas, Earl pensó que se merecía algo mejor que aquel hombre que ocupaba el púlpito.
—¿Podrías conseguirme un poco de agua fría? —sugirió, mirándolo con los ojos grisazulados rodeados por arrugas de fatiga.
No era hermosa según los cánones corrientes; sus rasgos eran excesivamente aristocráticos. Pero el cansancio le daba una nueva fascinación.
—Marchando un poco de agua helada —dijo Earl, forzándose por utilizar un tono jovial que le costó mucho mantener.
Se dirigió a la puerta.
—¿Por qué no llamas a recepción y haces que la traigan? —sugirió Gyer cuando Earl estaba a punto de marcharse—. Quisiera repasar el itinerario de la semana contigo.
—No me importa ir personalmente —repuso Earl—. Además, tengo que telefonear a Pampa para avisarles que nos demoraremos.
Y salió al pasillo antes de que pudiera contradecirlo.
Necesitaba una excusa para estar a solas; la atmósfera entre Virginia y Gyer se deterioraba por momentos, y no resultaba un espectáculo agradable. Se quedó largo rato viendo cómo caía la cortina de lluvia. El álamo que ocupaba el centro del aparcamiento dobló su cabeza pelada bajo la furia del diluvio; Earl sabía exactamente cómo se sentía.
Mientras estaba en el pasillo, preguntándose cómo mantendría la cordura en las ocho semanas de gira que faltaban, dos siluetas bajaron andando de la autopista y cruzaron el aparcamiento. No las vio, aunque el rumbo que tomaron para ir a la habitación número siete los obligó a pasar justo delante de su campo visual. Caminaron bajo la lluvia torrencial desde el terreno desierto que había detrás de la oficina de recepción —donde, en el año 1955, habían aparcado su Buick rojo—, y aunque la lluvia caía en torrentes uniformes, no los tocó. La mujer, cuyo peinado había estado de moda en dos ocasiones desde la década de los cincuenta, y cuyas ropas parecían de la misma época, aminoró el paso durante un momento para echar un vistazo al hombre que miraba el álamo con tan concentrada atención. Tenía los ojos amables, a pesar del ceño fruncido. Pensó que en sus tiempos quizá habría llegado a enamorarse de un hombre así, pero resultaba evidente que sus tiempos habían pasado ya. Buck, su marido, se volvió hacia ella y le preguntó:
—Sadie, ¿no vienes?
Entonces, Sadie lo siguió por el pasillo de cemento (la última vez que había estado allí era de madera) y entraron por la puerta abierta de la habitación número siete.
Earl sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Había estado mirando la lluvia durante demasiado tiempo, pensó, eso y un exceso de añoranza infructífera. Caminó hasta el final del patio, se preparó para cruzar a la carrera el aparcamiento y llegar a la oficina, contó hasta tres y echó a correr.
Sadie Durning miró por encima del hombro cómo se alejaba Earl, y luego se volvió hacia Buck. Los años no habían atemperado el resentimiento que sentía hacia su marido, como tampoco habían mejorado las facciones furtivas de éste ni su risa demasiado fácil. Aquel 2 de junio de 1955 no le había hecho demasiada gracia, y tampoco le hacía demasiada gracia ahora, exactamente treinta años después. Buck Durning tenía alma de tenorio, su papá ya se lo había advertido. Aquello en sí no era tan terrible; tal vez sería la condición masculina. Pero le había conducido a comportarse de un modo, tan sucio que, con el tiempo, ella se cansó de sus interminables engaños. Él, ignorante hasta el final, había interpretado la depresión de Sadie como una indirecta de que debían tener una segunda luna de miel. Esa fenomenal hipocresía acabó por vencer todo vestigio de tolerancia o perdón que pudiera haber abrigado Sadie, y cuando, esa misma noche, treinta años atrás, se registraron en el Motel El Álamo, ella había ido preparada para algo más que una noche de amor. Había dejado que Buck se duchase y, cuando salió del baño, lo había apuntado con la Smith and Wesson, calibre 38, y le había abierto un enorme agujero en el pecho. Luego, había echado a correr, arrojando el arma en la huida, segura de que la policía la encontraría, sin importarle demasiado cuándo lo hicieran. La habían llevado a la cárcel del condado de Carson, en Panhandle, y al cabo de unas semanas la sometieron a juicio. En ningún momento había intentado negar el asesinato: en sus treinta y ocho años de vida ya había habido demasiados engaños. Cuando la vieron desafiante, la trasladaron a la prisión estatal de Huntsville, escogieron un día brillante del mes de octubre del mismo año y le pasaron a través del cuerpo, y sumariamente, 2.250 voltios, parándole casi instantáneamente el corazón impenitente. Ojo por ojo, diente por diente. La habían criado con ecuaciones morales así de simples. Y no se había mostrado descontenta de morir siguiendo las mismas matemáticas.
Pero esa noche ella y Buck habían decidido repetir el viaje realizado treinta años antes, para ver si lograban descubrir cómo y por qué su matrimonio había acabado en asesinato. Era una oportunidad que se les ofrecía a muchos amantes difuntos, aunque al parecer, eran pocos los que la aprovechaban; quizá la idea de experimentar otra vez el cataclismo que había puesto fin a sus vidas resultaba demasiado desagradable. Sin embargo, Sadie no podía dejar de preguntarse si todo aquello no habría sido producto de la predestinación: si una palabra tierna de Buck, o una mirada de genuino afecto en sus ojos oscuros, no habría podido impedir que apretara el gatillo, y salvarles a ambos la vida. La cita de esa noche les daría ocasión de poner a prueba la historia. Invisibles, inaudibles, seguirían la misma ruta de hacia treinta años; las cuatro horas siguientes revelarían si esa ruta había conducido inevitablemente al asesinato.
La habitación numero siete estaba ocupada, igual que la contigua; la puerta que las conectaba estaba abierta de par en par, y los fluorescentes estaban encendidos en ambas. El hecho de que estuvieran ocupadas no suponía problema alguno. Hacia tiempo que Sadie se había acostumbrado al estado etéreo, a vagar entre los vivos sin ser vista. En esa condición había asistido a la boda de su sobrina y, más tarde, al funeral de su padre, de pie junto a la tumba, al lado del difunto anciano, criticando a los asistentes. Sin embargo, Buck, que nunca había sido una persona ágil, era mucho más descuidado. Sadie esperaba que esa noche tendría cuidado. Al fin y al cabo, tenía tanto interés como ella en que el experimento saliera bien.
Mientras estaban en el umbral, echaron un vistazo a la habitación en la que habían representado su farsa fatal. Sadie se pregunto si el disparo le habría dolido mucho. Esa noche tendría que preguntárselo, pensó, si se daba la ocasión.
Cuando Earl había ido a pedir las habitaciones, en la oficina de recepción encontró a una joven de rostro sencillo pero agradable. Ahora había desaparecido para ser reemplazada por un hombre de unos sesenta años, que llevaba una barba moteada de tres días y una camisa manchada de sudor. Cuando Earl entró, el hombre levantó la vista, que hasta ese momento había tenido clavada en la edición del día anterior del Pampa Daily News, colocado justo delante de sus narices.
—¿Sí?
—¿Es posible conseguir un poco de agua helada? —preguntó Earl.
El hombre lanzó un grito ronco por encima del hombro.
—¿Laura May? ¿Estás ahí?
Del vano de la puerta ubicada a sus espaldas provenía el ruido de la película de la noche —tiros, gritos, el rugido de una bestia huida—; luego, llegó la respuesta de Laura May:
—¿Qué quieres, papá?
—Hay un hombre que pide que le sirvan en la habitación —gritó el padre de Laura May, no sin un dejo de ironía en la voz—, ¿quieres salir a atenderlo?
No hubo respuesta, sólo más gritos. A Earl le produjeron dentera. El gerente levantó la vista y lo miró. Tenía un ojo nublado por las cataratas.
—¿Usted es el que va con el evangelista? —le preguntó.
—Sí… ¿Cómo sabía que era…?
—Laura May lo reconoció. Vio su foto en los diarios.
—¿De veras?
—A mi hija no se le escapa una.
Como si le hubieran dado el pie, Laura May salió de la habitación que había detrás de la oficina. Cuando sus ojos castaños notaron la presencia de Earl, se tornaron visiblemente más brillantes.
—Oh… —dijo. Una sonrisa le avivó las facciones—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?
La frase, unida a la sonrisa, pareció reflejar algo más que un amable interés en Earl. ¿O sería acaso lo que él deseaba? A excepción de una señora de la calle que había encontrado en Pomca City, Oklahoma, en los últimos tres meses su vida sexual había sido prácticamente inexistente. Arriesgándose, le devolvió la sonrisa a Laura May. Aunque tenía por lo menos treinta y cinco, sus modales eran curiosamente aniñados, y la mirada que le lanzaba resultaba amedrentadoramente directa. Al encontrarse con esos ojos, Earl empezó a pensar que sus primeros cálculos no habían ido muy desencaminados.
—¿Por casualidad no tendrá agua fría? La señora Gyer no se siente muy bien.
Laura May asintió, y deteniéndose un momento frente a la puerta antes de regresar a la habitación donde se encontraba la televisión, dijo:
—Le traeré un poco de agua.
El alboroto de la película había aminorado —se trataría de una escena tranquila, quizá, antes de que volviera a aparecer la bestia—, y en el silencio, Earl logró oír el golpeteo de la lluvia que convertía en barro la tierra.
—Vaya tormentita, ¿eh? —comentó el gerente—; si sigue así, mañana quedarán ustedes pasados por agua.
—La gente viene haga el tiempo que haga —repuso Earl—. John Gyer es toda una atracción.
—No me extrañaría nada que hubiera un tornado —dijo el hombre haciendo una mueca, regodeándose en su papel de vaticinador—. Ya nos toca.
—¿De veras?
—Sí. Hace dos años el viento se llevo el tejado de la escuela; lo arrancó de cuajo.
Laura May volvió a aparecer en el vano de la puerta llevando una bandeja con una jarra y cuatro vasos. El hielo tintineaba dentro de la jarra.
—¿Qué estabas diciendo, papá? —preguntó.
—Que habrá un tornado.
—No hace bastante calor —anunció la muchacha, con autoridad casual.
Su padre gruñó para demostrar su desacuerdo pero no se lo discutió. Laura May avanzó hacia Earl con la bandeja, pero cuando él hizo ademán de llevarla, la muchacha le dijo:
—Ya la llevo yo. Vaya usted delante.
Earl no se negó. Así tendrían ocasión de intercambiar amabilidades camino de la habitación de los Gyer; a lo mejor, la muchacha pensaba lo mismo. O tal vez quisiera echarle un vistazo más de cerca al evangelista.
Anduvieron juntos hasta el final del pasillo sin decirse palabra y allí, se detuvieron. Ante ellos, entre un edificio y el siguiente, había una extensión de unos veinte metros de tierra sembrada de charcos.
—¿Quiere que lleve la jarra? —se ofreció Earl—. Usted lleve los vasos y la bandeja.
—De acuerdo —repuso ella. Con la misma mirada directa que le había echado antes, le preguntó—: ¿Cómo se llama?
—Earl Rayburn.
—Y yo Laura May Cade.
—Encantado de conocerla, Laura May.
—Ya sabe lo que pasó en este establecimiento, ¿no? Supongo que papá se lo habrá dicho.
—¿Se refiere a los tornados?
—No, me refiero al asesinato.
Sadie se detuvo al pie de la cama y observó a la mujer que yacía en ella. Tenía poco gusto para vestirse, pensó; su ropa era ordinaria, y no llevaba el cabello peinado de un modo atrayente. En su estado semicomatoso murmuró algo y entonces, bruscamente, despertó. Tenía los ojos muy abiertos. Se reflejaba en ellos una alarma y un dolor incipientes. Sadie la miró y suspiró.
—¿Qué pasa? —preguntó Buck.
Había depositado las maletas en el suelo y se había sentado en una silla, frente al cuarto ocupante de la habitación, un hombre corpulento de rasgos fuertes, cara delgada y una melena de un gris acerado que habría sido el orgullo de un profeta del Antiguo Testamento.
—No pasa nada —repuso Sadie.
—No quiero compartir la habitación con estos dos —dijo él.
—Bueno, es la habitación en la que…, en la que estuvimos la otra vez.
—Vamos a la de al lado —sugirió Buck, señalando con un gesto la puerta abierta que daba a la habitación número ocho—, tendremos más intimidad.
—No pueden vernos.
—Pero yo los veo a ellos, y me da grima. No cambiará nada si ocupamos una habitación diferente, por el amor de Dios. —Y sin esperar que Sadie le indicara su acuerdo, Buck recogió las maletas y las llevó a la habitación de Earl—. ¿Vienes o no? —le preguntó.
La mujer asintió. Sería mejor hacerle caso; si empezaba a discutir ahora, no superarían el primer obstáculo. La conciliación debía ser la nota clave de ese encuentro, se recordó a sí misma, y obedientemente lo siguió a la habitación número ocho.
Tendida en la cama, Virginia pensó en levantarse e ir al lavabo, donde, sin ser vista, podría tomarse uno o dos tranquilizantes. Pero la presencia de John la atemorizaba; a veces tenía la impresión de que podía leerle el pensamiento, que sus culpas secretas eran para él como un libro abierto. Estaba segura de que si se levantaba y buscaba la medicación en el bolso, le preguntaría qué estaba haciendo. Y si eso ocurría, seguramente acabaría por contarle la verdad. No tenía fuerzas para soportar la vehemencia de sus ojos acusadores. No, lo mejor era quedarse acostada y esperar a que Earl regresara con el agua. Y cuando los dos se pusieran a hablar de la gira, se escaparía para tomarse las píldoras prohibidas.
La luz de la habitación tenía un aspecto evasivo; la angustiaba, quería cerrar los ojos para no ver sus trucos. Momentos antes, la luz había conjurado un espejismo a los pies de la cama: cierta sustancia, aleteante como una polilla, que se congeló en el aire antes de desaparecer.
Junto a la ventana, John se había puesto otra vez a leer en voz baja. Al principio, captó sólo algunas de las palabras…
—«Y del humo salieron las langostas que se cernieron sobre la tierra…».
De inmediato reconoció el pasaje, sus imágenes eran inconfundibles.
—«Y les fue dado el poder, el mismo que poseen los escorpiones de la tierra».
El versículo pertenecía al Apocalipsis, las revelaciones que Dios hiciera a san Juan Evangelista. Conocía las palabras siguientes de memoria. En las reuniones él las había declamado una y otra vez.
—«Y se les ordenó que no dañaran la hierba de la tierra, ni ninguna cosa verde, ni ningún árbol, sólo a aquellos hombres que no llevan la marca de Dios en la frente».
A Gyer le encantaba el Apocalipsis. Lo leía mucho más que los Evangelios, cuyas historias conocía de memoria, pero cuyas palabras no prendían en él del mismo modo que los mágicos ritmos del Apocalipsis. Cuando predicaba el Apocalipsis, compartía su visión y se sentía alborozado. Su voz adquiría un tono distinto; la poesía, en lugar de salir de él, salía a través de él. Indefenso, atrapado en aquella magia, se elevaba en una espiral de metáforas cada vez más terribles: de ángeles a dragones y de ahí a Babilonia, la madre de todas las rameras, posada sobre una bestia escarlata.
Virginia intentó no oírlas palabras. Normalmente, escuchar a su marido recitar los poemas del Apocalipsis suponía una alegría para ella, pero esa noche no. Esa noche las palabras parecían maduras hasta la podredumbre, y presentía, quizá por primera vez, que su marido no entendía lo que decía, que el espíritu de las palabras se le escapaba al recitarlas. Involuntariamente, emitió un sonido de queja. Gyer dejó de leer.
—¿Qué ocurre? —inquirió.
Virginia abrió los ojos, incómoda por haberlo interrumpido.
—Nada.
—¿Te molesta que lea? —inquirió Gyer.
La pregunta resultó como un reto, y ella se echó atrás.
—No, claro que no.
En el umbral de la puerta que separaba las dos habitaciones, Sadie observaba el rostro de Virginia. Había mentido, estaba claro, la lectura le molestaba. También le molestaba a Sadie, pero sólo porque le parecía lastimosamente melodramática, una droga; el sueño del Apocalipsis, más cómico que intimidatorio.
—Díselo —le aconsejó a Virginia—. Anda, dile que no te gusta.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó Buck—. No te oyen.
Sadie no prestó atención a las observaciones de su marido.
—Vamos —instó a Virginia—, díselo a ese desgraciado.
Pero Virginia continuó acostada mientras Gyer proseguía leyendo los crecientes disparates:
—«Y las siluetas de las langostas eran como caballos dispuestos para la batalla; y sus cabezas parecían tocadas con coronas de oro, y sus caras eran como las caras de los hombres.
»Y tenían cabellos como los de las mujeres, y sus dientes eran como los dientes de los leones».
Sadie meneó la cabeza: terrores como los de las historietas, efectivos sólo para asustar a los niños. ¿Por qué tenía la gente que morirse para superar esas estupideces?
—Díselo —repitió—. Dile cuán ridículo parece.
En cuanto hubo pronunciado esta frase, Virginia se sentó en la cama y dijo:
—¿John?
Sadie se quedó mirándola sin dejar de animarla:
—Díselo. Díselo, anda.
—¿Por qué te pasas la vida hablando de la muerte? Es muy deprimente.
Sadie estuvo a punto de aplaudir; no era exactamente la forma que ella habría utilizado, pero cada uno tiene su estilo.
—¿Qué has dicho? —le pregunto Gyer, haciendo como que no había entendido bien.
¿Acaso lo estaba retando?
Virginia se llevó una mano temblorosa a la boca, como para suprimir las palabras antes de decirlas otra vez; pero no logró evitarlo.
—Esos pasajes que lees. Los detesto. Son tan…
—Estúpidos —sugirió Sadie.
—… desagradables —dijo Virginia.
—¿Vienes a la cama o no? —quiso saber Buck.
—Ya voy —replicó Sadie por encima del hombro—, quiero saber cómo acaba esto.
—La vida no es una telenovela —terció Buck.
Sadie estaba a punto de disentir, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo, el evangelista se había acercado a la cama de Virginia, con la Biblia en la mano.
—Ésta es la palabra inspirada del Señor, Virginia —le dijo.
—Ya lo sé, John. Pero hay otros pasajes…
—Creí que te gustaba el Apocalipsis.
—No —replicó Virginia—, me da angustia.
—Estás cansada.
—Claro que sí —intervino Sadie—, eso es lo que te dicen siempre cuando te acercas demasiado a la verdad. «Estás cansada», dicen, «¿por qué no echas una siestecita?».
—¿Por qué no duermes un poco? —le sugirió Gyer—, me iré a trabajar a la otra habitación.
Virginia sostuvo la mirada condescendiente de su marido durante exactamente cinco segundos y luego asintió.
—Sí —admitió—, estoy cansada.
—¡Qué mujer más tonta! —dijo Sadie—. Enfréntate a él, o la próxima vez hará lo mismo. Les das el dedo y se cogen el brazo entero.
Buck apareció detrás de Sadie y, agarrándola del brazo, le dijo:
—Ya te lo he pedido una vez; hemos venido para reconciliarnos, de modo que hagámoslo.
La alejó de la puerta con más rudeza de la necesaria. Ella le apartó la mano.
—No hace falta que te pongas violento, Buck.
—¡Ja! Mira quien habla —repuso él con una risotada desprovista de humor—. ¿Quieres ver violencia? —Sadie se alejó de Virginia para mirar a su esposo—. Esto es violencia.
Se había quitado la chaqueta, y se abrió la camisa desabrochada, dejando al descubierto la herida producida por el disparo. A tan escasa distancia, el 38 de Sadie le había abierto a Buck un enorme agujero en el pecho; tenía los bordes chamuscados y ensangrentados, y la herida estaba tan fresca como en el momento de morir. Buck lo señaló con el dedo como indicando el Sagrado Corazón.
—¿Ves esto, cariñito mío? Me lo hiciste tú.
Escudriñó el agujero con no poco interés. No cabía duda de que era una señal permanente; y sospechó que sería prácticamente la única que le había dejado.
—Me engañabas desde el principio, ¿no?
—No estamos hablando de engaños, estamos hablando del tiro que me pegaste —le espetó Buck.
—Me parece que un tema conduce al otro —repuso Sadie—. Y vuelta a empezar.
Buck la miró con los ojos todavía más entrecerrados. Decenas de mujeres habían encontrado irresistible aquella mirada, a juzgar por el número de asistentes anónimas presentes en su funeral.
—Bien, sí, tenía otras mujeres —admitió—. ¿Y qué?
—Pues que te maté por eso —repuso Sadie secamente.
Era prácticamente todo lo que tenía que decir sobre el tema. Gracias a ello el juicio había sido expeditivo.
—Al menos dime que lo sientes —le pidió Buck de repente.
Sadie sopesó la propuesta durante unos instantes y por fin exclamó:
—¡Pero es que no lo siento!
Sabía que la respuesta carecía de tacto, pero era la pura verdad. Incluso cuando la habían atado a la silla eléctrica, y el sacerdote intentaba consolar lo mejor que podía al abogado de Sadie, no se había arrepentido de cómo habían resultado las cosas.
—Todo es inútil —dijo Buck—. Hemos venido aquí a hacer las paces y ni siquiera eres capaz de decir que lo sientes. Eres una mujer enferma, ¿lo sabías? Siempre lo fuiste. Metías las narices en mis asuntos, fisgoneabas a mis espaldas…
—Yo no fisgoneaba nada —repuso Sadie con firmeza—. Tus porquerías vinieron en mi busca.
—¿Porquerías?
—Sí, Buck, porquerías. Contigo siempre fueron porquerías. Furtivas y sudorosas.
—¡Retira lo que acabas de decir! —rugió Buck agarrándola.
—Solías darme miedo —comentó Sadie fríamente—. Pero entonces me compré un revólver.
—Está bien —dijo Buck, apartándola con fuerza—. Después no vayas a decir que no lo intenté. Quería saber si éramos capaces de perdonar y olvidar; juro que lo he intentado. Pero tú no estás dispuesta a ceder ni un milímetro, ¿verdad? —mientras hablaba se palpó la herida y su voz se suavizó—. Podíamos habérnoslo pasado en grande esta noche, nena —murmuró—. Solos tú y yo. Podía haberte dado una buena retozada, ¿sabes a qué me refiero? En otras épocas no te habrías negado.
Sadie suspiró suavemente. Lo que decía era cierto. En otras épocas habría aceptado lo poco que le daba y se habría considerado afortunada. Pero los tiempos habían cambiado.
—Vamos, nena. Libérate —dijo soñador, y empezó a desabrocharse del todo la camisa, sacándosela de los pantalones. Tenía el vientre pelado como el de un crío—. ¿Qué te parece si olvidamos lo que has dicho, nos acostamos y charlamos?
Estaba a punto de responderle cuando se abrió la puerta de la habitación número siete y entró el hombre de los ojos sentimentales, seguido de una mujer cuya cara hizo sonar unas campanillas en la memoria de Sadie.
—Agua helada —dijo Earl.
Sadie observó cómo atravesaba el cuarto. En Wichita Falls no había existido un hombre tan majestuoso como aquél, al menos ella no lo recordaba. De pronto, le entraron ganas de estar viva.
—¿Vas a desnudarte de una vez? —inquirió Buck.
—Ya voy, Buck. Por el amor de Dios, si tenemos toda la noche por delante.
—Soy Laura May Cade —dijo la mujer de la cara familiar al tiempo que colocaba el agua helada sobre la mesa.
«Claro —pensó Sadie—, eres la pequeña Laura May». La niña tendría cinco o seis años cuando Sadie estuvo en el motel la última vez; una cría extraña y reservada, llena de miradas furtivas. En los años transcurridos desde entonces había madurado físicamente, pero seguía conservando aquel aire extraño en los rasgos ligeramente descentrados. Sadie se volvió hacia Buck, que se encontraba sentado en la cama, desatándose los zapatos.
—¿Te acuerdas de la niña? —preguntó—. ¿A la que le diste veinticinco centavos para quitártela de encima?
—Sí, ¿qué pasa con ella?
—Está aquí.
—¿No me digas? —repuso sin ningún interés.
Laura May había servido el agua y se disponía a llevarle el vaso a Virginia.
—Es estupendo que hayan venido —dijo Laura May—. Por aquí no ocurren muchas cosas. De vez en cuando algún tornado…
Gyer le hizo una seña con la cabeza a Earl, quien sacó un billete de cinco dólares y se lo tendió a Laura May. La muchacha le dio las gracias, diciendo que no hacía falta que se molestara, y aceptó el dinero. Pero no iban a sobornarla para que se marchara.
—Este tiempo hace que la gente se sienta realmente extraña —prosiguió.
Earl logró predecir cual era el tema que rondaba los labios de Laura May. En el trayecto que había realizado junto a ella ya le había adelantado lo esencial de la historia, y sabía que Virginia no estaba de humor para esos cuentos.
—Gracias por el agua… —le dijo, cogiéndola del brazo para conducirla hasta la puerta.
Pero Gyer lo interrumpió.
—Mi esposa se encuentra fatal a causa del calor —dijo.
—Señora, debe usted tener mucho cuidado —le aconsejó Laura May a Virginia—, la gente hace unas cosas francamente raras…
—¿Cómo qué? —preguntó Virginia.
—Me parece… —comenzó a decir Earl.
Pero antes de que lograra agregar «que no queremos enterarnos», Laura May repuso como quien no quiere la cosa:
—Pues un asesinato.
Virginia levantó la vista, que hasta ese momento había tenido clavada en el vaso de agua helada.
—¿Un asesinato? —repitió.
—¿Lo has oído? —inquirió Sadie, orgullosa—. Se acuerda.
—En esta misma habitación —logró decir Laura May antes de que Earl la escoltara hacia afuera.
—Espera —dijo Virginia, mientras las dos siluetas desaparecían por la puerta—. ¡Earl! Quiero enterarme de lo que ocurrió.
—Ni hablar —le dijo Gyer.
—Claro que sí que quiere —dijo Sadie en voz baja, estudiando la expresión del rostro de Virginia—. Te encantaría enterarte, ¿no es así, Ginnie?
Por un instante preñado de posibilidades, Virginia apartó la vista de la puerta y miró fijamente hacia la habitación número ocho; sus ojos parecían estar posados sobre Sadie. La mirada fue tan directa que pudo haber sido de reconocimiento. El hielo tintineó en el vaso. Virginia frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —preguntó Gyer.
Su esposa meneó la cabeza.
—Te he preguntado qué ocurre —insistió él.
Virginia dejó el vaso en la mesita de noche. Al cabo de un momento, repuso con sencillez:
—John, aquí hay alguien más.
—¿Qué quieres decir?
—Que en la habitación hay alguien más. He oído voces. Voces bien audibles.
—En la habitación de al lado —sugirió Gyer.
—No, en la de Earl.
—Está vacía. Tiene que haber sido en la habitación de al lado.
—He oído voces —insistió Virginia, no dispuesta a dejarse acallar por la lógica—. Te digo que he oído voces. Y vi algo al pie de la cama. Algo que flotaba en el aire.
—Santo cielo —dijo Sadie con un hilo de voz—, la pobre desgraciada es médium.
Buck se incorporó. Estaba en calzoncillos. Se dirigió hasta la puerta que comunicaba con el otro cuarto y observo a Virginia con ojos nuevos.
—¿Estás segura? —le preguntó a Sadie.
—Calla —le ordenó su mujer apartándose del campo visual de Virginia—. Acaba de decir que puede vernos.
—Virginia, no te encuentras bien —comenzó a decir Gyer en la habitación contigua—. Son esas pastillas que te da Earl.
—No —repuso Virginia, levantando la voz—. ¿Cuándo vas a dejar de hablar de las píldoras? Eran para tranquilizarme, para ayudarme a dormir.
Era evidente que en ese momento no estaba tranquila, pensó Buck. Le gustó la forma en que temblaba al intentar retener las lágrimas. Le hacía falta una buena retozada a la pobre Virginia, seguro que eso la ayudaría a dormir.
—Te digo que puedo ver cosas —le explicó a su marido.
—Que yo no puedo ver —repuso Gyer, incrédulo—. ¿Es a eso a lo que te refieres? ¿Que puedes ver visiones a las cuales los demás estamos ciegos?
—No me enorgullezco de ello, maldita sea —gritó exasperada por aquel trastrocamiento.
—Sal de ahí, Buck —dijo Sadie—. La estamos poniendo nerviosa. Sabe que estamos aquí.
—¿Y qué? —repuso Buck—. El gilipollas de su marido no se lo cree. Míralo. Piensa que está loca.
—Pues la volveremos loca si seguimos paseándonos por aquí. Al menos hablemos en voz baja, ¿de acuerdo?
Buck le echó un vistazo a Sadie y le sonrió provocativamente.
—¿Quieres que valga la pena? —le preguntó en tono ruin—. No me meteré en medio si tú y yo nos divertimos un poco.
Sadie titubeó antes de contestar. Probablemente sería perverso rechazar los avances de Buck; era un crío desde el punto de vista emocional, siempre lo había sido. El sexo era una de las pocas formas en que podía expresarse.
—Está bien, Buck, deja que me refresque un poco y me arregle el pelo.
Al parecer, en la habitación número siete se había declarado una tregua inquietante.
—Voy a ducharme, Virginia —dijo Gyer—. Sugiero que te acuestes y dejes de comportarte como una tonta. Si sigues hablando así, especialmente delante de la gente, pondrás en peligro la cruzada, ¿me oyes?
Virginia miró a su marido y lo vio con una claridad de la que nunca había gozado.
—Sí, sí —repuso, sin rastros de emoción en la voz—, te oigo.
Gyer pareció satisfecho. Se quitó la chaqueta y entró en el baño, llevándose consigo la Biblia. Virginia oyó como echaba la llave y luego exhaló un largo y débil suspiro. Habría recriminaciones para dar y vender por la discusión que acababan de tener; en los días venideros le exprimiría hasta la última gota de contrición. Echó un vistazo a la puerta que comunicaba con el otro cuarto. Ya no había señales de sombras en el aire, ni se oía el más mínimo susurro de aquellas voces. Tal vez, solo tal vez, se lo había imaginado. Abrió el bolso y revolvió su contenido en busca de los frascos de pastillas que ocultaba allí. Con un ojo en la puerta del lavabo, seleccionó un cóctel de tres variedades y se las tragó con un sorbo de agua helada. En realidad, el hielo de la jarra se había derretido hacía rato. El agua que bebió estaba tibia, como la lluvia que caía implacablemente fuera. Por la mañana, quizá el mundo entero habría sido arrastrado por la riada. Si eso ocurría, reflexionó, no lo lamentaría.
—Te pedí que no hablaras del asesinato —le dijo Earl a Laura May—. La señora Gyer no soporta ese tipo de cosas.
—Ocurren asesinatos todos los días —repuso ella sin inmutarse—. No puede andar por el mundo escondiendo la cabeza en la tierra para no enterarse.
Earl no dijo nada. Acababan de llegar al final del pasillo. Debían echar una carrera por el aparcamiento para llegar al otro edificio. Laura May se volvió a mirarlo. Era unos cuantos centímetros más baja que él. Sus ojos, vueltos hacia los de Earl, eran grandes y luminosos. Pese a que estaba enfadado, Earl no pudo dejar de notar la plenitud de su boca, el brillo de sus labios.
—Lo siento —dijo ella—, no quería causarte problemas.
—Ya lo sé, es que estoy nervioso.
—Es este calor. Ya te lo he dicho, hace que a la gente se le metan ideas extrañas en la cabeza.
Su mirada vagó por un momento: un dejo de incertidumbre le oscureció el rostro. Earl sintió como un hormigueo en la nuca. Era su oportunidad, ¿no? La muchacha se había ofrecido de un modo inequívoco. Pero Earl no encontró las palabras adecuadas. Finalmente, fue ella la que preguntó.
—¿Tienes que volver en seguida?
Earl trago saliva; tenía la garganta seca.
—No veo el motivo. Además, no quiero estar en medio cuando discuten.
—¿Se llevan mal?
—Creo que sí. Será mejor que los deje tranquilos para que se arreglen en paz. No me necesitan.
Laura May aparto la vista del rostro de Earl, y dijo con un hilo de voz apenas audible por encima del golpeteo de la lluvia:
—Ellos no, pero yo sí.
Earl posó una mano cautelosa en la cara de Laura May y le acarició la mejilla. La muchacha tembló ligeramente. Entonces, inclinó la cabeza para besarla. Laura May dejó que le rozara los labios.
—¿Por qué no vamos a mi habitación? —inquirió contra su boca—; no me gusta estar aquí fuera.
—¿Y tu padre?
—A estas horas estará borracho como una cuba; todas las noches la misma historia. Si vas con cuidado jamás se enterará.
A Earl no le hizo muy feliz la idea. Si lo encontraban en la cama con Laura May no sólo perdería el trabajo. Estaba casado, aunque hacía tres meses que no veía a Barbara. Laura May presintió algo.
—No vengas si no quieres.
—No es eso.
Cuando la miró, Laura May se pasó la lengua por los labios. Fue un gesto completamente inconsciente, estaba seguro, pero le bastó para decidirse. En cierto sentido, aunque en ese momento no podía saberlo, todo lo que le esperaba —la farsa, el derramamiento de sangre, la inevitable tragedia— giró en torno a ese gesto, que Laura May se mojara el labio inferior con una sensualidad tan casual.
—Ah, mierda —dijo Earl—, eres demasiado, ¿lo sabías?
Se inclinó y volvió a besarla, mientras en alguna parte, hacia Skellytown, las nubes dejaban caer una potente tronada, como un redoble del tambor del circo antes de una acrobacia particularmente complicada.
En la habitación número siete, Virginia tenía pesadillas. Las pastillas no la habían conducido al puerto seguro del sueño. Se encontraba en medio de una aullante tempestad. En sus sueños, se aferraba a un árbol tullido —una lastimosa ancla en medio de semejante torbellino—, mientras el viento levantaba por los aires los automóviles y el ganado, sorbiendo medio mundo para ocultarlo arriba, entre las nubes negras como la pez. Mientras pensaba que moriría allí, completamente sola, vio dos siluetas a poca distancia de donde ella se encontraba; aparecían y desaparecían en medio de unos velos cegadores de polvo formados por el viento. No lograba verles las caras, por eso les gritó:
—¿Quiénes sois?
En la habitación contigua, Sadie oyó a Virginia hablar en sueños. ¿Qué estaría soñando? Intentó no dejarse vencer por la tentación de ir a la habitación de al lado y susurrarle al oído a la durmiente.
Tras los párpados de Virginia, el sueño continuaba con toda su ferocidad. Aunque les gritara a los extraños en medio de la tormenta, ellos parecían no oírla. Como no quería quedarse sola, abandonó el refugio del árbol —que instantáneamente fue arrancado de cuajo y salio volando por los aires— y luchó para avanzar a través del polvo hiriente hasta donde se encontraban los extraños. Al acercarse, en una repentina pausa del viento, logró verlos. Eran un hombre y una mujer, e iban armados. Cuando les gritó para darse a conocer, se dispararon abriéndose heridas letales en torso y cuello.
—¡Un asesinato! —gritó mientras el viento le salpicaba la cara con la sangre de los antagonistas—. ¡Por el amor de Dios, que alguien los detenga, se están matando!
Y se despertó de repente, con el corazón latiéndole furiosamente. El sueño continuaba aleteando tras sus ojos. Sacudió la cabeza para liberarse de las horribles imágenes, y después, vacilante, se arrastró hasta el borde de la cama y se puso de pie. Sentía la cabeza tan ligera que en cualquier momento podía salir flotando. Necesitaba aire fresco. Rara vez en su vida se había sentido tan extraña. Era como si estuviera perdiendo el débil asidero que la unía a la realidad, como si el mundo sólido se le escapara de entre los dedos. Se dirigió hacia la puerta exterior. Desde el baño le llegó la voz de John, que declamaba ante el espejo para ajustar cada detalle de su discurso.
Salió al pasillo. Allí fuera podría refrescarse, aunque fuera ligeramente. En una de las habitaciones del final del edificio lloró un niño. Mientras escuchaba el llanto, una voz aguda lo silenció. Durante unos diez segundos cesó el llanto para reanudarse en un tono más agudo. «Anda —le dijo mentalmente al niño—, llora, hay un montón de razones». Confiaba cada vez más en la infelicidad de la gente; a medida que pasaba el tiempo era lo único en lo que podía confiar. La tristeza era mucho más honesta que la bonhomía, tan abundante en esos días: la fachada de optimismo frívolo, extendida sobre la desesperación que todo el mundo sentía en el fondo de sus corazones. Al llorar en mitad de la noche, aquel niño expresaba ese sabio pánico. En silencio, aplaudió su honestidad.
En el baño, John Gyer se cansó de ver el reflejo de su propia cara en el espejo, y se dedicó por un momento a la reflexión. Bajó la tapa del retrete y se sentó allí durante unos minutos. Olía su propio sudor; necesitaba una ducha, y luego dormir toda la noche. Al día siguiente sería Pampa. Reuniones, discursos; cientos de miles de manos que estrechar y bendiciones que repartir. A veces se sentía tan cansado que se preguntaba si el Señor no podía aligerarle un poco la carga. Pero era el diablo quien así le hablaba al oído. No era tan tonto como para prestar demasiada atención a esa voz procaz. Si se le prestaba atención una sola vez, la duda prendería igual que había prendido en Virginia. En algún punto del recorrido, mientras se dedicaba a las obras del Señor, Virginia había extraviado el camino, y el tentador había descubierto sus divagaciones. Él, John Gyer, tendría que devolverla a la senda del bien, hacerle notar los peligros en que se hallaba su alma. Habría lágrimas y quejas, quizá quedara un poco lastimada. Pero las heridas cicatrizaban.
Dejó la Biblia, se arrodilló en el estrecho espacio entre la bañera y el toallero, y comenzó a orar. Intentó buscar palabras benignas, una plegaria gentil para pedir la fuerza de llevar a buen puerto su tarea y devolverle el buen sentido a Virginia. Pero la ternura y la gentileza lo habían abandonado. A sus labios volvía el vocabulario del Apocalipsis con toda la fuerza de que eran capaces las palabras. Las dejó fluir, aunque con cada palabra la fiebre ardiera en él con más brillo.
—¿Qué te parece? —preguntó Laura May a Earl cuando lo hizo pasar a su habitación.
Earl se quedó demasiado sorprendido ante aquel despliegue para responder con coherencia. El dormitorio era un mausoleo, fundado, al parecer, en nombre de la trivialidad. Expuestos en los estantes, colgados de las paredes y cubriendo gran parte del suelo, había todo tipo de artículos recogidos de la basura: latas vacías de Coca-Cola, colecciones de billetes, revistas sin cubiertas, juguetes destrozados, espejos hechos trizas, postales jamás enviadas, cartas jamás leídas, un tullido desfile de lo olvidado, de lo abandonado. Sus ojos se pasearon por aquella exhibición de basuras y no encontraron ni un solo objeto de valor entre todas aquellas chucherías. Sin embargo, aquellas insignificancias estaban ordenadas con un cuidado meticuloso, de modo que ningún artículo tapara a otro, y al observar más de cerca, notó que cada elemento llevaba un número, como si cada uno tuviera su lugar en aquel sistema de desperdicios. Al pensar que aquello era obra de Laura May, a Earl se le revolvió el estómago. Estaba claro que se encontraba al borde de la locura.
—Es mi colección —le dijo la muchacha.
—Ya veo.
—Colecciono cosas desde los seis años.
Atravesó el dormitorio hasta llegar al tocador, donde la mayoría de las mujeres que Earl había conocido guardaban sus cosméticos. Pero allí sólo había más exhibiciones inútiles.
—Todos los clientes se dejan algo —le dijo la muchacha a Earl, cogiendo una de aquellas porquerías con el mismo cuidado con que otros levantarían una piedra preciosa, y examinándola antes de volver a colocarla en su sitio.
—¿De veras? —inquirió Earl.
—Sí. Todo el mundo. Aunque sólo sea una cerilla usada o un pañuelo de papel manchado de barra de labios. Cuando yo era niña, Ophelia, una mexicana, se encargaba de limpiar las habitaciones. Esto empezó con ella, como un juego. Solía traerme cosas que los clientes se dejaban en las habitaciones. Al morir ella, empecé a coleccionar las cosas que encontraba, como recuerdo.
Earl comprendió la absurda poesía del museo. Laura May albergaba en su limpio cuerpo toda la ambición de un gran conservador. Y no por el arte en sí, sino que coleccionaba recuerdos de una naturaleza más íntima, señales olvidadas de las personas que habían pasado por allí, y que probablemente no volvería a ver.
—Lo tienes todo marcado —señaló Earl.
—Sí, no serviría de nada si no supiera a quien perteneció cada cosa, ¿no te parece?
Earl supuso que no, y francamente impresionado, murmuró:
—Es increíble.
Laura May le sonrió. Earl imaginó que no le enseñaba la colección a mucha gente y se sintió extrañamente honrado de estar viéndola.
—Tengo piezas de primera —le informó, abriendo el cajón central del tocador—. Cosas que exhibo.
—¿De veras?
El cajón que había abierto estaba forrado de papel de seda; crujió cuando ella extrajo una selección de adquisiciones especiales. Un pañuelo de papel sucio encontrado debajo de la cama de una estrella de Hollywood, muerta trágicamente seis semanas después de haber estado en el motel. Una hipodérmica utilizada para inyectarse heroína, dejada por X; una caja de cerillas vacía, proveniente del bar de homosexuales de Amarillo, dejada por Y. Los nombres que le mencionaba a Earl significaban poco o nada, pero le siguió la corriente, tal como presintió que ella deseaba que hiciese, mezclando exclamaciones de incredulidad con risas. El placer de Laura May, alimentado por el de Earl, creció. Le enseño todos los elementos que guardaba en el tocador, refiriéndole alguna anécdota o algún dato biográfico. Cuando hubo terminado, le comentó:
—Cuando te dije que había empezado a coleccionar esas cosas con Ophelia, como una especie de juego, te mentí. En realidad, lo de la colección vino después.
—¿Qué te hizo empezar?
Se puso a cuatro patas y abrió el último cajón del tocador con una llave que pendía de una cadena que llevaba al cuello. En ese cajón había un único artefacto; lo sacó reverencialmente y se incorporó para enseñárselo.
—¿Qué es esto?
—Me has preguntado con qué empecé la colección. Fue con esto. Lo encontré y nunca lo devolví. Puedes mirarlo si quieres.
Tendió el premio hacia Earl y él desenvolvió el paño blanco planchadito en el que estaba envuelto el objeto. Era un revólver. Un Smith and Wesson, calibre 38, en óptimas condiciones. De inmediato supo a qué huésped del motel había pertenecido aquel trozo de historia.
—El arma que usó Sadie Durning… —dijo Earl, cogiendo el revólver—. ¿Me equivoco?
Laura May sonrió satisfecha.
—Lo encontré entre los matorrales, detrás del motel, antes de que la policía se pusiera a buscarlo. Había tanto revuelo que nadie se molestó en fijarse en mí dos veces. Y no se preocuparon de buscarlo con luz.
—¿Por qué?
—Al día siguiente se produjo el tornado del cincuenta y cinco. Arrancó de cuajo el tejado del motel y se llevó la escuela. Hubo muchos muertos. Tuvimos funerales durante semanas.
—¿Y no te interrogaron?
—Supe mentir —repuso, con no poca satisfacción.
—¿Y en todos estos años nunca revelaste que lo tenías?
El comentario le pareció un poco fuera de lugar y repuso:
—Me lo habrían quitado.
—Pero es una prueba.
—De todos modos la ejecutaron. Sadie lo confesó todo desde el principio. Si hubieran encontrado el arma asesina, las cosas no habrían cambiado.
Earl le dio unas vueltas al revólver. Tenía mugre incrustada.
—Es sangre —le indicó Laura May—. Todavía estaba mojado cuando lo encontré. Seguro que tocó el cuerpo de Buck, para asegurarse de que estaba muerto. Usó sólo dos balas. Las demás están en el cargador.
Desde que su cuñado se volara tres dedos en un accidente a Earl nunca le habían gustado las armas. Sólo de pensar que el 38 seguía cargado, se tomó aún más aprensivo. Colocó el revólver en su envoltorio y plegó la tela sobre él.
—Nunca había visto un sitio como éste —le dijo a Laura May mientras ésta se arrodillaba para colocar el revólver en el cajón—. Eres toda una mujer, ¿lo sabías?
Laura May lo miró desde abajo. Lentamente, su mano fue subiendo por la pernera de los pantalones de Earl.
—Me alegra que te guste lo que ves —le dijo.
—Sadie… ¿Vas a venir a la cama o no?
—Quiero terminar de arreglarme el pelo.
—No estás jugando limpio. Olvídate del pelo y ven.
—En seguida voy.
—¡Mierda!
—¿No tendrás prisa, eh, Buck? ¿Tienes que ir a alguna parte?
Vio su reflejo en el espejo. Le lanzó una mirada furibunda.
—Te crees que es gracioso, ¿eh?
—¿Qué es gracioso?
—Lo ocurrido. Que me dispararas. Y que acabaras en la silla eléctrica. Te proporciona una perversa satisfacción.
Reflexionó durante unos momentos. Era la primera vez que Buck había mostrado un deseo verdadero de hablar en serio, y quiso decirle la verdad.
—Sí —repuso, cuando estuvo segura de que ésa era la respuesta—. Sí, supongo que en cierto modo me produjo placer.
—Lo sabía —comentó Buck.
—Baja la voz —le ordenó Sadie—, o nos oirá.
—Ha salido. La oí. Y no cambies de tema.
Rodó sobre la cama y se sentó en el borde; la herida parecía dolorosa, pensó Sadie.
—¿Te dolió mucho? —le preguntó, volviéndose hacia él.
—¿Estás de broma? —repuso Buck, mostrándole el agujero—. ¿Qué carajo te parece a ti?
—Creí que sería rápido. Nunca quise hacerte sufrir.
—¿Lo dices en serio?
—Claro. Alguna vez te quise, Buck. De veras. ¿Sabes qué decían los titulares de los diarios al día siguiente?
—No, estaba ocupado en otros asuntos.
—«Motel convertido en matadero del amor». Había fotos del dormitorio, de la sangre en el suelo, y fotos tuyas, cuando te llevaban tapado con una sábana.
—Mi mejor momento —comentó Buck con amargura—, y ni siquiera aparece en la prensa la foto de mi cara.
—Jamás olvidaré la frase «matadero del amor». Me pareció romántica. ¿Tú qué opinas? —Buck gruñó disgustado. De todos modos, Sadie prosiguió—: Mientras esperaba la ejecución, recibí trescientas propuestas de matrimonio, ¿no te lo había comentado?
—¿De veras? ¿Fueron a visitarte? ¿Te dieron un revolcón para que olvidaras el gran día?
—No —repuso Sadie fríamente.
—Podías habértelo pasado bien. En tu lugar, yo lo habría hecho.
—No me cabe ninguna duda.
—Sólo de pensar en el tema me he puesto cachondísimo, Sadie. ¿Por qué no vienes y aprovechas mientras estoy caliente?
—Hemos venido aquí para hablar, Buck.
—Ya hablamos, por el amor de Dios. Además, no quiero hablar más. Ahora ven aquí. Me lo has prometido. —Se restregó el abdomen y le lanzó una sonrisa torcida—. Lo siento por la sangre, pero no es culpa mía.
Sadie se puso de pie.
—Ahora te comportas como una chica sensata.
Mientras Sadie Durning se dirigía hacia la cama, Virginia entró para guarecerse de la lluvia. Le había refrescado la cara, y los tranquilizantes que había tomado comenzaban a calmarle las nervios. En el baño, John seguía orando; su voz iba y venía. Se acercó a la mesa y echó un vistazo a las notas de su marido, pero no logró enfocar bien las palabras apretadas. Levantó los papeles para verlas más de cerca, y cuando la hizo, oyó un gemido proveniente de la otra habitación. Se quedó helada. Otro gemido más audible. Los papeles temblaron en sus manos; hizo ademán de volver a ponerlos sobre la mesa, pero la voz se oyó por tercera vez, y las hojas se le cayeron de la mano.
—Muévete un poco, maldita sea… —decía la voz.
Las palabras, aunque no muy claras, eran inconfundibles. Más quejidos, y Virginia se dirigió hacia la puerta que comunicaba ambas habitaciones; el temblar que se había iniciado en las manos se le extendió por todo el cuerpo.
—¿Quieres jugar limpio? —dijo la voz con rabia.
Cautelosamente, Virginia miró dentro de la habitación número ocho, aferrándose al dintel de la puerta para no caer. En la cama había una sombra; se retorcía penosamente, como si quisiera devorarse así misma. Virginia quedó petrificada; intentó ahogar un grito, mientras aquella sombra emitía más sonidos. Y esa vez no fue una voz, sino dos. Las palabras eran confusas y, presa del pánico, no logró entender su sentido. Sin embargo, le fue imposible volverse de espaldas para no ver la escena. Siguió mirando fijamente, intentando encontrar algún sentido a aquella configuración fluctuante. Le llegaron una serie de palabras, y con ellas supo descifrar lo que ocurría en la cama. Oyó la voz de la mujer que protestaba, e incluso logró divisar a su dueña, luchando debajo de su pareja, que intentaba detener el movimiento de sus brazos. Su primera intuición no estaba equivocada: en cierto modo se estaban devorando.
Sadie miro a Buck a la cara. Volvía a exhibir aquella maldita sonrisa; le entraron ganas de dispararle otra vez. A eso había ido aquella noche. No para hablar de las sueños fracasados, sino a humillarla como tantas veces lo hiciera en el pasado, susurrándole obscenidades contra el cuello mientras la tenía clavada contra las sabanas. El placer que le producía su sufrimiento la hizo enfurecer.
—¡Suéltame! —gritó en voz más alta de lo que hubiera deseado.
Y Virginia, que estaba de pie ante la puerta, ordenó:
—Déjala en paz.
—Tenemos público —comentó Buck Durning con una sonrisa malévola, satisfecho de la mirada asombrada retratada en el rostro de Virginia.
Sadie aprovechó su distracción. Logró que le soltara el brazo y quitárselo de encima; Buck se cayó de la cama y lanzó un grito. Cuando Sadie se incorporó, miró a la mujer cenicienta que estaba de pie en el umbral y se preguntó cuánto podía ver u oír. ¿Lo suficiente, quizá, como para deducir quiénes eran?
Buck había vuelto a subirse a la cama y avanzaba hacia su ex asesina, diciéndole:
—Vamos, olvídalo, es la loca esa.
—No te me acerques —le advirtió Sadie.
—Ahora ya no puedes hacerme daño. ¿O acaso te has olvidado de que ya estoy muerto?
Sus esfuerzos le habían abierto aún más la herida producida por el disparo. Estaba embadurnado de sangre; y cuando se fijó, notó que ella también. Sadie se retiró hacia la puerta. Allí no quedaba nada que salvar. Las escasas posibilidades de reconciliación habían degenerado en una espantosa farsa. La única solución para aquel desatino era marcharse y dejar que la pobre Virginia sacara las conclusiones que pudiera. Cuanto más se quedara a pelear con Buck, más empeoraría la situación para los tres.
—¿Adónde vas? —exigió saber Buck.
—Afuera —repuso Sadie—. Lejos de ti. Te dije que te quería, ¿no es así, Buck? Tal vez lo haya hecho. Pero ya estoy curada.
—¡Golfa!
—Adiós, Buck. Que tengas una feliz eternidad.
—¡Golfa barata!
No respondió a sus insultos; traspuso el umbral y se internó en la noche.
Virginia observó cómo la sombra atravesaba la puerta cerrada; se aferró a sus destrozados restos de cordura, apretando las puños hasta dejar los nudillos blancos. Debía quitarse de la cabeza esas apariciones tan pronto como le fuera posible, o enloquecería. Se volvió de espaldas a la habitación número ocho. Píldoras era lo que le hacía falta en ese momento. Recogió el bolso, que se le cayó otra vez cuando sus dedos temblorosos revolvieron el contenido en busca de los frascos. Uno de ellos estaba mal cerrado y se salieron todas las píldoras. Un surtido multicolor de pastillas rodó en todas direcciones por la alfombra manchada. Se arrodilló para recogerlas. Las lágrimas comenzaron a fluir, cegándola; fue tanteando para encontrar las píldoras, se metió un manojo en la boca e intentó tragarlas sin agua. El golpeteo de la lluvia sobre el tejado fue intensificándose dentro de su cabeza; una serie de truenos acompañaron la percusión.
Entonces oyó la voz de John:
—Virginia, ¿qué estás haciendo?
Levantó la vista, con los ojos anegados de lágrimas y una mano repleta de pastillas revoloteando junta a la boca. Se había olvidado por completo de su marido; las sombras, la lluvia y las voces habían apartado de su mente todo recuerdo de John. Dejó caer las píldoras en la alfombra. Le temblaban las piernas; no tenía fuerzas para ponerse de pie.
—Yo…, yo… he vuelto a oír voces —dijo.
Los ojos de John observaban el contenido desparramado del bolso y del frasco. El delito de Virginia había quedado al descubierto para que él lo viera. Era inútil que intentara negarlo, sólo lograría enfurecerlo más.
—Mujer —le dijo—, ¿es que no has aprendido la lección?
No le contestó. Los truenos ahogaron la siguiente frase de John. La repitió en voz más alta.
—¿De dónde has sacado las píldoras, Virginia?
La mujer meneó la cabeza débilmente.
—Supongo que ha sido Earl otra vez. ¿Quién si no?
—No —murmuró Virginia.
—¡Virginia, no me mientas! —Levantó la voz para competir con la tormenta—. Sabes que el Señor escucha tus mentiras igual que yo. ¡Y que te juzga, Virginia! ¡Te juzga!
—Por favor, déjame en paz —suplicó.
—Te estás envenenando.
—Las necesito, John. De veras las necesito.
No le quedaban fuerzas para mantener a raya las provocaciones de su marido, pero no quería que le quitara las píldoras. Aunque ¿qué sentido tenía protestar? Él se saldría con la suya, como de costumbre. Lo más sensato era entregarle ahora el botín y ahorrarse unas angustias innecesarias.
—Mírate —la increpó—, arrastrándote por el suelo.
—No te ensañes conmigo, John. Tu ganas. Toma las píldoras. ¡Vamos, tómalas!
La rápida capitulación de Virginia le defraudó, como si fuera un actor que se preparase para su escena preferida y se encontrara conque el telón caía prematuramente. Pero sacó el máxima provecho de la invitación de Virginia; le dio la vuelta al bolso sobre la cama y recogió las frascos.
—¿Es todo?
—Sí.
—No permitiré que me engañes, Virginia.
—¡Es todo! —le gritó. Y luego, con más suavidad, agregó—: Lo juro…, es todo.
—Earl lo lamentará. Te lo prometo. Ha explotado tu debilidad…
—¡No!
—… tu debilidad y tus temores. Está claro que ese hombre es un enviado de Satán.
—¡No digas idioteces! —le gritó, sorprendida ante su propia vehemencia—. Yo le pedí que me las consiguiera. —Se puso de pie con cierta dificultad—. No quería desafiarte, John. Ha sido culpa mía.
—No, Virginia —dijo Gyer, meneando la cabeza—. No vas a salvarlo. Esta vez no. Se ha empeñado en arruinarme todo el tiempo. Ahora lo veo claro. Se ha empeñado en dañar mi cruzada por medio de ti. Pues bien, ahora lo he descubierto. Claro que sí.
Se volvió de repente y arrojó el manojo de frascos por la puerta abierta, hacia la lluviosa oscuridad. Virginia los vio volar y sintió que el corazón le daba un vuelco. En una noche como aquélla muy poco podía hacer la cordura, era una noche para enloquecer; la lluvia destrozaba los cráneos y el asesinato estaba en el aire, y ahora, aquel perfecto imbécil se había deshecho de su última oportunidad de recobrar el equilibrio. Gyer se volvió hacia ella, mostrándole los dientes perfectos.
—¿Cuántas veces hay que decírtelo?
Al parecer, después de todo, nadie iba a privarlo de su escena.
—¡No voy a escucharte! —le gritó, tapándose los oídos con las manos. A pesar de ello, lograba oír la lluvia—. ¡No voy a escucharte!
—Soy paciente, Virginia. El Señor celebrará su Juicio a su debido tiempo. ¿Dónde está Earl?
Virginia meneó la cabeza. Otra vez los truenos; no estaba segura de si habían caído dentro o fuera.
—¿Dónde está? —le gritó enfurecido—. ¿Ha ido a buscarte más de esas porquerías?
—¡No! —respondió ella a gritos—. No sé adónde ha ido.
—Reza, mujer. Arrodíllate y agradece al Señor que yo esté aquí para mantenerte alejada de Satán.
Satisfecho de su llamativa frase final, salió a buscar a Earl, dejando a Virginia temblorosa, pero curiosamente asombrada. Volvería, estaba claro. Habría más recriminaciones, y ella derramaría las lágrimas obligatorias. En cuanto a Earl, tendría que defenderse como pudiera. Se dejó caer en la cama, y sus ojos llorosos se posaron sobre las píldoras que seguían esparcidas por el suelo. No estaba todo perdido. No habría más de dos docenas, de modo que tendría que utilizarlas con cuidado, pero eso era mejor que nada. Secándose los ojos con el dorso de las manos, volvió a arrodillarse para recoger las píldoras. Al hacerlo, notó que alguien la observaba. No era su marido. ¿Cómo podía haber regresado tan pronto? Levantó la vista. La puerta que daba al exterior seguía abierta y se veía caer la lluvia, pero Gyer no estaba allí. Por un momento, al recordar las sombras de la habitación contigua, el corazón pareció perder el ritmo. Eran dos; una había salido, pero ¿y la otra?
Sus ojos se dirigieron hacia la puerta de comunicación. Estaba allí; era una mancha grasienta que había adquirido una nueva solidez desde la última vez que la viera. ¿Acaso la aparición habría ganado coherencia, o acaso veía con más detalle? Era claramente humana, y resultaba igual de aparente que se trataba de un hombre. La miraba fijamente, de eso no le cupo dudas a Virginia. Si se concentraba lograba incluso verle los ojos. La débil percepción de su existencia fue mejorando; con cada tembloroso suspiro, aquel fantasma iba adquiriendo una nueva claridad.
Virginia se puso en pie lentamente. La aparición avanzó un paso hacia la puerta de comunicación. Ella fue hacia la puerta exterior: la aparición hizo otro movimiento y se interpuso con pasmosa velocidad entre ella y la noche. El brazo extendido de Virginia rozó su forma humeante y, como iluminado por un relámpago, ante ella surgió el retrato completo de su perseguidor, para desaparecer cuando ella retiró la mano. Sin embargo, había visto lo suficiente como para quedar aturdida. La visión pertenecía a un hombre muerto; le habían abierto el pecho de un disparo. ¿Sería otro de sus sueños que saltaba al mundo de los vivos?
Pensó en llamar a John, para que volviera, pero para eso tendría que volver a acercarse a la puerta y arriesgarse a tocar a la aparición. Decidió dar un cauteloso paso hacia atrás, rezando una plegaria en voz muy baja. Tal vez John tenía razón: tal vez había provocado esta locura con las mismas píldoras que pisoteaba ahora y convertía en polvo. La aparición se cernió sobre ella. ¿Era su imaginación, o había abierto los brazos, como para envolverla en ellos?
Se enredó en los pliegues de la colcha y antes de que pudiera evitarlo, cayó de espaldas sobre la cama. Agitó los brazos buscando un punto de sujeción. Una vez más tocó a aquel producto de las sueños y nuevamente apareció ante ella el horroroso cuadro. Pero esta vez no desapareció, porque la visión la había aferrado por la mano y la sujetaba con fuerza. Tuvo la sensación de haber hundido los dedos en agua helada. Le gritó que la dejase en paz, levantando el brazo libre para apartar a su asaltante, pero éste se limitó a aferrarla por la otra mano.
Incapaz de resistirse, se encontró con su mirada. Los que la miraban no eran los ojos del diablo, eran unos ojos ligeramente estúpidos, incluso cómicos, y debajo de ellos una boca débil que reforzó la impresión de estupidez que le había causado. De repente, dejó de tener miedo. No era un demonio. Era un delirio, producido por el cansancio y las píldoras; no podía hacerle daño. El único peligro era que se lastimara en sus intentos por mantener a raya las alucinaciones.
Buck presintió que Virginia había perdido la voluntad de resistir.
—Eso está mejor —le dijo, conciliador—. Quieres un meneito, ¿eh, Ginnie?
Buck no estuvo seguro de que la hubiera oído, pero daba igual. Le resultaría muy sencillo revelar sus intenciones. Soltó una de las manos de Virginia y le pasó la palma por los pechos. Virginia suspiró; una expresión asombrada surcaba sus hermosos ojos, pero no realizó ningún esfuerzo por resistirse a sus atenciones.
—No existes —le dijo lisa y llanamente—. Sólo estás en mi imaginación, como me ha dicho John. Eres obra de las píldoras. Todo esto es producto de las píldoras.
Buck dejó que la mujer hablara, que pensara lo que le apeteciese, con tal de que no se le resistiera.
—Es así, ¿no es cierto? No eres real, ¿verdad?
Buck la complació con una respuesta amable.
—Claro —le dijo, dándole un apretón—. Soy sólo un sueño, nada más. —La respuesta pareció satisfacerla—. No hay necesidad de que luches contra mí, ¿verdad? —prosiguió—. Habré llegado y me habré ido antes de que te des cuenta.
El despacho del gerente estaba vacío. De la habitación contigua le llegó a Gyer el ruido de la televisión. Lo lógico era que Earl estuviera en alguna parte, por allí cerca. Se había ido de su cuarto en compañía de la muchacha que había llevado el agua helada, y con el tiempo que hacía no estarían por ahí dando un paseo. Los truenos sonaban cada vez más cerca. El último había sonado casi encima de su cabeza. A Gyer le encantaban el ruido y el espectáculo de los relámpagos. Alimentaban su sentido de la ocasión.
—¡Earl! —aulló, atravesando el despacho y acercándose al cuarto de la televisión.
La película de la noche estaba alcanzando su punto culminante; el sonido subió repentinamente y fue ensordecedor. Una bestia fantástica arrasaba Tokio: los ciudadanos huían despavoridos. Dormido en una silla, ante aquel apocalipsis de cartón piedra, había un hombre de mediana edad. Ni los truenos ni los gritos de Gyer lo habían despertado. Un vaso de licor, acurrucado en el regazo, se le había escapado de la mano y le había manchado los pantalones. Toda la escena apestaba a bourbon y a depravación; Gyer tomó nota mentalmente para utilizarla algún día en el púlpito.
Una ráfaga helada llegó desde la oficina. Gyer se volvió esperando algún visitante, pero en el despacho no había nadie. Se quedó mirando fijamente al espacio. Durante todo el trayecto hasta la oficina había tenido la sensación de que le seguían; sin embargo, tras él no había nadie. Desechó sus sospechas. Los temores como aquel eran cosas de mujeres y de viejos temerosos de la oscuridad. Pasó entre el borracho dormido y las ruinas de Tokio y se dirigió a la puerta cerrada que había más allá.
—¡Earl! —llamó—. ¡Contéstame!
Sadie observó a Gyer cuando éste abrió la puerta y entró en la cocina. Le asombraba su rimbombante expresión. Había abrigado la esperanza de que aquella subespecie se hubiera extinguido; ¿resultaba creíble semejante melodrama en una época tan avanzada como aquélla? Nunca le había gustado la gente de la iglesia, pero aquel tipo le resultaba particularmente ofensivo; bajo la petulancia había algo más que un dejo de malicia. Estaba enfurecido y era imprevisible, y la escena que le esperaba en el cuarto de Laura May no iba a gustarle. Sadie había estado allí. Había observado a los amantes durante un rato, hasta que su pasión le resultó tan insoportable que tuvo que salir a refrescarse mirando la lluvia. La aparición del evangelista la había hecho volver sobre sus pasos, temerosa de lo que flotaba en el aire; los acontecimientos de esa noche no podían acabar bien. En la cocina, Gyer volvió a gritar. Estaba claro que le encantaba el sonido de su voz.
—¡Earl! ¿Me oyes? ¡No vas a engañarme!
En el dormitorio de Laura May, Earl intentaba llevar a cabo tres acciones al mismo tiempo. Una, besar a la mujer con la que acababa de hacer el amor; dos, ponerse los pantalones húmedos, y tres, inventar una excusa adecuada para ofrecerle a Gyer, si el evangelista llegaba a la puerta del dormitorio antes de haber podido crear una cierta ilusión de inocencia. Tal como estaban las cosas, no tuvo tiempo de completar ninguna de sus tres acciones. Todavía tenía la lengua atrapada en la tierna boca de Laura May cuando forzaran la cerradura de la puerta.
—¡Te he encontrado!
Earl interrumpió el beso y se volvió hacia la voz mesiánica. Gyer estaba de pie en el vano de la puerta, con el pelo aplastado por la lluvia formándole un gorro gris sobre el cráneo, y la cara brillante de ira. Desde la lámpara con pantalla de seda que había junto a la cama le llegaba una luz que lo hacía aparecer enorme; el relumbre de sus ojos redentores rayaba en lo maniático. Earl había oído hablar a Virginia de la ira de aquel hombre: en el pasado había roto muebles y huesos por igual.
—¿Es que tu iniquidad no tiene fin? —preguntó en tono autoritario.
Las palabras salieron de sus finos labios con una calma desconcertante. Earl se subió las pantalones y desmañadamente intentó subirse la cremallera.
—Esto no es asunto suyo… —comenzó a decir, pero la furia de Gyer hizo que las palabras se le volvieran polvorientas en la boca.
Sin embargo, Laura May no se amedrentaba fácilmente.
—Sal de aquí —le ordenó, y con la sabana se tapó los generosos pechos.
Earl echó un vistazo a los hombros suaves que acababa de besar. Le entraron deseos de volver a besarlos, pero el hombre vestido de negro atravesó el cuarto en cuatro rápidas zancadas y lo aferró por el brazo y el pelo. En el confinado espacio del dormitorio de Laura May, ese movimiento tuvo el efecto de un temblor de tierra. Las piezas de su preciosa colección cayeron de los estantes y del tocador, apoyándose unas en otras hasta que la avalancha de trivialidades llegó al suelo. Laura May, sin embargo, no notó el daño ocasionado; sus pensamientos estaban con el hombre que tan dulcemente compartiera su cama. Logró ver la vibración en los ojos de Earl cuando el evangelista lo sacó a rastras, y ella la compartió.
—¡Déjalo en paz! —chilló, olvidando su modestia y levantándose de la cama—. ¡No ha hecho nada malo!
El evangelista se detuvo para contestar mientras Earl luchaba inútilmente por liberarse.
—¿Qué sabes tú de maldad, ramera? —le espetó Gyer—. Estás demasiado hundida en el pecado. Con tu desnudez y tu hedionda cama.
La cama olía, pero a buen jabón y a amor reciente. No tenía nada de qué disculparse, y no iba a permitir que aquel predicador de pacotilla la intimidara.
—¡Llamaré a la policía! —le advirtió—. ¡Si no lo dejas en paz llamaré a la policía!
Gyer ni siquiera se dignó contestar a la amenaza. Sacó a Earl a rastras de la habitación y lo llevó hasta la cocina. Laura May gritó:
—¡Aguanta, Earl! ¡Conseguiré ayuda!
Su amante no contestó; estaba demasiado ocupado en evitar que Gyer le arrancara los pelos de raíz.
A veces, cuando los días eran largos y solitarios, Laura May había soñado despierta con hombres oscuros como el evangelista. Se había imaginado levantada por ellos —sólo en parte contra su voluntad— y sacada de allí. Pero el hombre que había yacido en su cama esa noche había sido completamente diferente de los amantes de sus sueños febriles: había sido ingenuo y vulnerable. Si moría a manos de un hombre como Gyer —cuya imagen había invocado en sus horas desesperadas—, jamás se lo perdonaría.
En el cuarto del extremo opuesto, oyó a su padre preguntar:
—¿Qué pasa?
Alguna cosa cayó y se hizo añicos, un plato del aparador quizá, o algún vaso que tendría en el regazo. Rogó por que su padre no intentara detener al evangelista; si lo hacía sería como una paja llevada por el viento. Regresó a la cama para buscar su ropa; estaba enredada en las sábanas, y con cada segundo perdido en la búsqueda su frustración fue en aumento. Lanzó a un lado las almohadas. Una aterrizó sobre el tocador, y otras piezas de su colección, exquisitamente dispuestas, fueron barridas hasta tocar el suelo. Mientras se ponía la ropa interior, su padre apareció en el vano de la puerta. Sus facciones enrojecidas por la bebida se tornaron aún más rojas al verla en aquel estado.
—¿Qué has hecho, Laura May?
—No importa, papá. No tengo tiempo de explicártelo.
—Pero ahí fuera hay unos hombres…
—Ya lo sé, ya lo sé. Quiero que llames al sheriff de Panhandle. ¿Me has entendido?
—¿Qué ocurre?
—¿Qué más da? Llama a Alvin y date prisa, o tendremos otro asesinato entre manos.
La idea de una matanza galvanizó a Milton Cade. Desapareció y dejó que su hija terminara de vestirse. Laura May sabía que en una noche como aquélla Alvin Baker y su ayudante tardarían en llegar. Y mientras tanto, sólo Dios sabía lo que el enloquecido predicador era capaz de hacer.
Desde la puerta, Sadie observó cómo se vestía la mujer. Laura May era una criatura sencilla, al menos ante las ojos críticos de Sadie, y aquella piel clara la hacía parecer insustancial y pálida a pesar de su figura plena. «¿Y quién soy yo para hablar de falta de sustancia?», se preguntó Sadie. Por primera vez en los treinta años transcurridos desde su muerte, sintió nostalgia de la corporeidad. En parte porque envidiaba a Laura May y la dicha experimentada junto a Earl, y en parte porque deseaba fervientemente desempeñar algún papel en el drama que se desenvolvía rápidamente ante ella.
En la cocina, después de recuperar abruptamente la sobriedad, Milton Cade hablaba al teléfono, intentando llamar la atención de la gente de Panhandle, mientras Laura May, que había terminado de vestirse, abría el último cajón del tocador y buscaba una cosa. Sadie espió por encima del hombro de la mujer y descubrió cuál era el trofeo; un estremecimiento le hizo eco en el cráneo cuando sus ojos se posaran en el 38. Entonces había sido Laura May quien había encontrado el arma; la paliducha niña de cinco años que había estada corriendo por el pasillo toda la tarde hacía treinta años, jugando sola y cantando canciones bajo aquel aire caliente y tranquilo.
Sadie sintió cierto deleite al volver a ver el arma asesina. «Tal vez he dejado algún signo de mí misma para ayudar a perfilar el futuro —pensó—; tal vez soy algo más que un titular en un diario amarillento y un recuerdo borroso en las mentes envejecidas». Observó con ojos nuevos y ansiosos mientras Laura May se ponía los zapatos y salía a la bramante tormenta.
Virginia se había acurrucado contra la pared de la habitación número siete y miraba a la miserable figura recostada en el umbral de la puerta. Había permitido que el delirio conjurado hiciera con ella lo que quisiese, y jamás, en sus cuarenta años escasos, había oído tantas depravaciones. Pero aunque la sombra había vuelto a ella una y otra vez, apretando su frío cuerpo y su boca helada contra los suyos, no había podido violarla ni siquiera una vez. Tres veces lo había intentado, y tres veces las palabras apremiantes susurradas al oído no se habían hecho realidad. En ese momento montaba guardia ante la puerta, preparándose, supuso Virginia, para otro asalto más. Su cara aparecía con la claridad suficiente como para permitirle leer el desconcierto y la vergüenza retratados en su rostro. Virginia creyó que la miraba con ojos asesinos.
Afuera, oyó la voz de su marido por encima del alboroto de los truenos, y también la voz de Earl, expresando sus protestas. Resultaba evidente que discutían ferozmente. Se deslizó por la pared y se puso de pie, intentando comprender qué decían; el fantasma la observaba ominosamente.
—Has fallado —le dijo Virginia.
—No —le respondió.
—Eres uno de mis sueños y has fallado.
La ilusión abrió la boca y le sacó la pálida lengua. Virginia no entendía por qué no se esfumaba; tal vez la perseguiría hasta que el efecto de las píldoras se hubiera disipado. Daba igual. Ya había soportado lo peor, y si le daba tiempo, seguramente acabaría dejándola en paz. Los fallidos intentos de violación habían eliminado la influencia que sobre ella pudiera ejercer.
Se dirigió hacia la puerta; ya no tenía miedo. La ilusión se levantó de su postura acuclillada.
—¿Adónde vas? —exigió saber.
—Afuera, a ayudar a Earl.
—No irás, no he terminado contigo.
—Sólo eres un fantasma. No puedes detenerme.
—Te equivocas, Virginia —le dijo el fantasma con una sonrisa que era tres partes de malicia y una de encanto.
Ya no tenía sentido engañar a la mujer; se había cansado de aquel juego. Tal vez lo del revolcón había fallado porque la mujer se le había entregado con demasiada facilidad, en el convencimiento de que era una pesadilla inofensiva.
—No soy una ilusión, mujer. Soy Buck Durning.
Virginia frunció el ceño contemplando a la errante figura. ¿Sería otro truco de su psiquis?
—Hace treinta años me mataron de un tiro en esta misma habitación. Más o menos donde estás tú en este momento.
Instintivamente, Virginia echó un vistazo a la alfombra, esperando casi que las manchas de sangre siguieran allí.
—Sadie y yo hemos vuelto esta noche —prosiguió el fantasma—. Una parada de una noche en el Matadero del Amor. ¿Sabías que es así como llamaron a este lugar? Antes venía la gente de todas partes del país para echarle un vistazo a este cuarto, para ver dónde había matado Sadie Durning a Buck, su marido. Gente enferma, ¿no te parece, Virginia? Más interesados en un asesinato que en el amor. Pero yo no soy de ésos… Siempre me gustó el amor, ¿sabes? En realidad, es casi la única cosa para la que he tenido algún talento.
—Me has mentido. Me has utilizado.
—Pero todavía no he acabado —le prometió Buck—. En realidad, apenas he empezado.
Se apartó de la puerta y avanzó hacia ella, pero esta vez Virginia estaba preparada. Cuando la tocó, y el humo volvió a hacerse carne, intentó asestarle un golpe. Buck lo esquivó y ella logró escurrirse y alcanzar la puerta. El pelo suelto se le metía en los ojos, y aunque no podía ver, se lanzó ciegamente hacia la libertad. Una mano nebulosa la aferró, pero no lo hizo con la fuerza suficiente y logró zafarse.
—Te estaré esperando —le gritó Buck cuando Virginia se tambaleó por el pasillo y salió a la tormenta—. ¿Me has oído, ramera? ¡Te estaré esperando!
No iba a humillarse persiguiéndola. Tendría que regresar. Entonces él, invisible a todos menos a la mujer, se tomaría su tiempo. Si ella les contaba a sus compañeros lo que había visto, la tomarían por loca y quizá la encerraran, en cuyo caso la tendría a su entera disposición. No, se saldría con la suya. La mujer volvería calada hasta los huesos, con el vestido pegado a la piel en decenas de sitios rebuscados, asustada, quizá, llorosa, demasiado débil como para rechazar sus proposiciones. Entonces cómo la haría retozar. Sí, señor. Hasta que le rogara que parara.
Sadie siguió a Laura May hasta afuera.
—¿Adónde vas? —inquirió Milton a su hija, pero esta no le contestó—. ¡Cielos! —gritó al comprender lo que acababa de ver—. ¿De dónde rayos has sacado ese revólver?
Llovía torrencialmente; la lluvia golpeaba contra el suelo, sobre las últimas hojas del álamo, sobre el tejado, sobre las cabezas. En segundos le alisó el pelo a Laura May, aplastándolo contra la frente y el cuello.
—¡Earl! —gritó—. ¿Dónde estás, Earl?
Comenzó a correr por el aparcamiento, gritando su nombre. La lluvia había convertido la tierra en un fango marrón oscuro que le salpicaba las piernas. Fue hasta el otro edificio. Unas cuantos huéspedes se habían despertado al oír el alboroto montado por Gyer, y ahora la miraban desde sus ventanas. Se abrieron varias puertas; un hombre, de pie en el pasillo con una cerveza en la mano, preguntó qué ocurría.
—Hay gente dando vueltas como locos —dijo—. Y todos estos gritos. Hemos venido aquí para estar tranquilos, por el amor de Dios.
Una muchacha veinte años más joven salió de la habitación y se detuvo detrás del tipo de la cerveza para preguntarle:
—Dwayne, ¿has visto? Lleva un revólver.
—¿Adónde han ido? —inquirió Laura May al tipo de la cerveza.
—¿Quiénes? —repuso Dwayne.
—¡Los locos! gritó Laura May, por encima de los truenos.
—Están detrás de la oficina —repuso Dwayne, fijándose en el revólver más que en Laura May—. No están aquí. De veras, no están.
Laura May retrocedió hasta el edificio de la oficina. La lluvia y los relámpagos eran cegadores, y le costó trabajo no resbalar en aquel lodazal.
—¡Earl! —gritó—. ¿Estás ahí?
Sadie fue tras ella. La tal Cade tenía coraje, de eso no cabía duda, pero en su voz había un dejo de histeria que a Sadie no le gustó demasiado. Ese tipo de asuntos (el asesinato) exigía indiferencia. El truco consistía en hacerlo de forma casual, como quien conecta la radio o mata un mosquito. El pánico no hacía sino nublarlo todo, al igual que la pasión. Vamos, que cuando ella había levantado el 38 y le había apuntado a Buck, ni una brizna de rabia había alterado su puntería. En el análisis definitivo, era por esa por lo que la habían enviado a la silla eléctrica. No por haberlo hecho, sino por haberlo hecho demasiado bien.
Laura May no era tan fría. Respiraba entrecortadamente, y por la forma en que sollozaba el nombre de Earl mientras corría, estaba claro que no tardaría en derrumbarse. Fue hasta la parte trasera del edificio de la oficina, donde el cartel del motel arrojaba una fría luz sobre el erial, y esa vez, cuando llamó a Earl, hubo un grito de respuesta. Se detuvo y miró a través del velo de lluvia. Era la voz de Earl, como había esperado, pero no la llamaba a ella.
—¡Hijo de puta! —gritaba—. Estás loco. ¡Déjame en paz!
Logró distinguir dos siluetas a media distancia. Earl, con el torso corpulento manchado de barro, estaba de rodillas entre la hierba jabonera y los matorrales. Gyer se encontraba de pie, con las manos apoyadas sobre la cabeza de Earl, empujándolo hacia la tierra.
—¡Reconoce tu delito, pecador!
—¡No, maldito seas!
—Has venido para destruir mi cruzada. ¡Reconócelo!
—¡Vete al infierno!
—¡Reconoce tu complicidad, o que Dios te ampare porque te romperé todos los huesos!
Earl luchó por liberarse de Gyer, pero el evangelista era mucho más fuerte que él.
—¡Reza! —le gritó, aplastándole la cara contra el barro—. ¡Reza!
—¡Vete a tomar por culo! —le gritó Earl.
Gyer le levantó la cabeza tirándole de los pelos y alzó la otra mano para golpearle la cara. Pero antes de que pudiera hacerlo, Laura May intervino en la pelea y avanzó unos cuantos pasos por el lodazal, empuñando el 38 con manos temblorosas.
—Apártate de él —le ordenó.
Sadie notó con tranquilidad que la puntería de la mujer dejaba mucho que desear. Seguramente ni siquiera con buen tiempo sería buena tiradora, pero allí, bajo la presión y con esa lluvia, ¿quién sino un tirador experimentado podía garantizar el resultado? Gyer se volvió y miró a Laura May. No mostró ni el más mínimo asomo de aprensión. «Acaba de sacar la misma conclusión que yo —pensó Sadie—, sabe muy bien que existen pocas probabilidades de que le haga daño».
—¡La ramera! —anunció Gyer, con los ojos vueltos al cielo—. ¿La has oído, mi Señor? ¿Has visto su desvergüenza y su depravación? ¡Márcala! ¡Es candidata para el tribunal de Babilonia!
Laura May no alcanzó a entender los detalles, pero sí le quedó claro el sentido general de la perorata de Gyer.
—¡No soy una ramera! —le gritó. El 38 casi se le saltó de las manos, como si estuviera deseoso de que lo dispararan—. ¡No te atrevas a llamarme ramera!
—Por favor, Laura May… —suplicó Earl, forcejeando con Gyer para poder mirarla—, márchate. Está loco.
La mujer no prestó atención a sus súplicas.
—Si no lo sueltas… —anunció, apuntando al hombre de negro.
—¿Sí? ¿Qué me vas a hacer, ramera? —inquirió Gyer, provocativo.
—¡Te mataré! ¡Juro que dispararé!
Al otro lado del edificio de la oficina, Virginia vio uno de los frascos que Gyer había lanzada al lodazal. Se detuvo, lo recogió, pero luego se lo pensó mejor. Ya no necesitaba píldoras. Había hablado con un muerto; con sólo tocarlo había podido ver a Buck Durning. ¡Vaya poder tenía! Sus visiones eran reales, siempre lo habían sido, más verdaderas que todas las revelaciones apocalípticas de segunda que pudiera proferir su estúpido marido. ¿Qué lograrían las píldoras sino obnubilar el talento que acababa de descubrir? Allí se quedarían.
Unas cuantos huéspedes se habían puesto las chaquetas y habían salido de sus habitaciones para enterarse de a qué venía todo aquel alboroto.
—¿Ha habido un accidente? —preguntó una mujer a gritos, cuando vio a Virginia.
En cuando hubo formulado la pregunta, se oyó un disparo.
—John… —murmuró Virginia.
Antes de que los ecos del disparo se hubieran acallado, Virginia avanzó hacia su fuente. Ya se imaginaba con qué se encontraría: su marido tirado en el suelo, y el asesino triunfante poniendo los enlodados pies en polvorosa. Apretó el paso; una plegaria salió de sus labios y echó a correr. No rogaba para que la escena que acababa de imaginar no fuese realidad, sino para que Dios la perdonara por desear que lo fuera.
La escena que la esperaba al otro lado del edificio confundió todas sus expectativas. El evangelista no estaba muerto. Se encontraba de pie, incólume. Era Earl quien yacía en el lodazal, junto a él. No muy lejos, la mujer que le había llevado el agua helada horas antes estaba de pie con un revólver en la mano. El arma humeaba todavía. Cuando Virginia miró a Laura May, una silueta salió de la lluvia y, de un golpe, le quitó el arma de la mano. Cayó al suelo. Virginia siguió la caída con los ojos. Laura May parecía asustada; estaba claro que no entendía cómo había dejado caer el arma. Sin embargo, Virginia lo sabía. Podía ver al fantasma aunque no muy claramente, y adivinó su identidad. Seguramente sería Sadie Durning, gracias a cuya provocación aquel establecimiento había sido bautizado con el nombre de Matadero del Amor.
Los ojos de Laura May descubrieron a Earl; lanzó un grito horrorizado y corrió hacia él.
—Earl, no te me mueras. ¡Por favor, te lo ruego, no te mueras!
Earl levantó la cabeza del baño de barro que acababa de tomar y negó con la cabeza.
—Has fallado por un kilómetro —le dijo.
A su lado, Gyer había caído de rodillas, con las manos juntas, y la cara vuelta hacia la lluvia.
—Oh, Señor, te doy las gracias por preservar a éste, tu instrumento, en esta hora de necesidad…
Virginia procuró no oír las idioteces. Aquél era el hombre que tanto la había convencido de que desvariaba que había acabado entregándose a Buck Durning. Pues ya basta. La había aterrorizado lo suficiente. Había visto a Sadie actuar sobre el mundo real, y había sentido a Buck hacer lo mismo. Había llegado el momento de invertir el procedimiento. Caminó con paso firme hasta donde estaba el 38 y lo recogió.
Al hacerlo, presintió la presencia de Sadie Durning. Una voz tan suave que apenas la oía le dijo al oído:
—¿Te parece sensato?
Virginia desconocía la respuesta a esa pregunta. Al fin y al cabo, ¿qué era la sensatez? Sin duda no era la gastada retórica de los profetas muertos. Tal vez la sensatez fueran Laura May y Earl, abrazados en el lodazal, indiferentes a las plegarias que Gyer escupía, y a las miradas de los huéspedes que habían acudido corriendo a ver quién había muerto. O tal vez la sensatez consistía en encontrar la influencia maligna de tu vida y arrancarla de una vez y para siempre. Con el revólver en la mano, regresó a la habitación número siete, consciente de que la presencia benigna de Sadie Durning caminaba a su lado.
—¿No irás a por Buck…? —susurró Sadie—. No puede ser.
—Me atacó —le dijo Virginia.
—Pobre corderito mío.
—No soy un corderito —replicó Virginia—. Ya no.
Dándose cuenta de que la mujer dominaba perfectamente su destino, Sadie se mantuvo alejada, temerosa de que su presencia alertara a Buck. Observó a Virginia cruzar el aparcamiento, dejar atrás el álamo y entrar en el cuarto donde su torturador había dicho que la esperaría. Las luces seguían encendidas; su brillo parecía mayor después de la oscuridad azul de afuera. No había señales de Durning. Virginia se dirigió a la puerta de comunicación. La habitación número ocho también estaba vacía. Entonces oyó la conocida voz.
—Has vuelto —le dijo Buck.
Se volvió en redondo, ocultándole el arma. Buck había salido del cuarto de baño y se interponía entre Virginia y la puerta.
—Sabía que volverías —le dijo—. Todas lo hacen.
—Quiero que te muestres… —le dijo Virginia.
—Estoy desnudo como un crío al llegar al mundo, ¿qué más quieres que haga, que me despelleje? Pensándolo bien, tal vez sería divertido.
—Muéstrate a John, mi marido. Hazle ver su error.
—Oh, pobre John. No creo que quiera verme. ¿Tú qué opinas?
—Piensa que estoy loca.
—La locura puede ser útil. A Sadie casi la salvan de la silla eléctrica con un alegato de demencia. Pero fue demasiado honesta para su propio bien. No dejó de repetirles una y otra vez: «Quería verlo muerto, por eso le disparé». Nunca fue muy sensata. Pero tú…, bueno, creo que tú sabes lo que más te conviene.
La silueta velada se movió. Virginia no logró descifrar qué hacía Durning consigo mismo, pero era algo claramente obsceno.
—Anda, Virginia, ven a por ella, está preparadita.
Virginia sacó el 38 que ocultaba detrás de la espalda y le apuntó.
—Esta vez no —le dijo.
—No puedes hacerme daño con eso —repuso Buck—. Ya estoy muerto.
—Tú me has hecho daño, ¿por qué no podría devolvértelo?
Buck meneó la etérea cabeza, lanzando una carcajada. En ese mismo instante, de la autopista les llegó el gemido de las sirenas de la policía.
—¿Qué te parece? —dijo Buck—. Cuánto alboroto. Cariño, será mejor que nos demos ya el revolcón, antes de que nos interrumpan.
—Te lo advierto, es el revólver de Sadie…
—No me harías daño —murmuró Buck—. Conozco a las mujeres. Decís una cosa cuando en realidad queréis decir todo la contrario.
Buck avanzó hacia ella riéndose.
—No te acerques —le advirtió Virginia.
Avanzó otro paso y Virginia apretó el gatillo. En el instante anterior a que oyera el disparo y sintiera saltar en sus manos el revólver, vio a John aparecer en el umbral. ¿Había estado allí todo el tiempo, o se resguardaría de la lluvia, después de orar, para entrar en la habitación a leer el Apocalipsis a su descarriada esposa? Virginia nunca lo sabría. La bala atravesó a Buck, dividiendo el cuerpo humeante a su paso, y siguió su recorrido con perfecta puntería hacia el evangelista. Éste la vio venir. Lo alcanzó en el cuello y la sangre brotó con rapidez, manchándole la camisa. La silueta de Buck se disolvió como el polvo, y desapareció. De repente, en la habitación número siete no había nadie más que Virginia, su esposo moribundo y el sonido de la lluvia.
John Gyer miró a Virginia con el ceño fruncido, luego tendió la mano hacia el marco de la puerta para aguantar su corpulencia. No logró aferrarse; cayó de espaldas hacia afuera como una estatua derribada, y la lluvia le lavó la cara. Pero la sangre no paró de manar. Salía a borbotones jubilosos, y continuaba manando cuando Alvin Baker y su ayudante se plantaron ante la puerta de la habitación con los revólveres dispuestos.
Virginia pensó que su marido no se enteraría jamás, ésa era la pena. Ya no podría obligarla a que reconociera su estupidez, a que se retractara de su arrogancia. Al menos no en el mundo de los vivos. El muy maldito estaba a salvo, y ella se había quedado allí con el revólver humeante en la mano, y sólo Dios sabía qué condena le esperaba.
—¡Baje el revólver y salga de ahí!
La voz que provenía del aparcamiento sonaba áspera e intransigente.
Virginia no contestó.
—¿Me oye? Soy el sheriff Baker. Tengo el edificio rodeado. Salga o morirá.
Virginia se sentó en la cama y sopesó las alternativas. No la ejecutarían por lo que había hecho, igual que a Sadie. Pero pasaría mucho tiempo en prisión, y estaba harta de regímenes. Si aún no había enloquecido, el encierro la empujaría hasta el límite y más allá. Pensó que lo mejor era acabar con todo allí mismo. Se puso el 38, todavía tibio, en el mentón, ladeándolo un poco para asegurarse de que el disparo le volara la tapa de los sesos.
—¿Te parece sensato? —inquirió Sadie, justo cuando Virginia preparaba el dedo para disparar.
—Me encerrarán —repuso Virginia—; no lo soportaré.
—Es cierto. Te pondrán entre rejas durante un tiempo. Pero no durará mucho.
—Estás bromeando. Acabo de matar a mi marido a sangre fría.
—No era ésa tu intención —replicó Sadie, animada—, le apuntabas a Buck.
—¿De veras? Me pregunto si fue así.
—Puedes alegar demencia; es lo que yo tendría que haber hecho. Invéntate la historia más disparatada que se te ocurra y repítela una y otra vez.
Virginia negó con la cabeza; las mentiras nunca se le habían dado bien.
—Y cuando te suelten —prosiguió Sadie—, serás famosa. Y eso es algo por lo que merece la pena vivir, ¿no?
Virginia no había pensado en eso. Una leve sonrisa le iluminó el rostro. Desde fuera, el sheriff Baker volvió a ordenarle que tirara el arma por la puerta y que saliera con las manos levantadas.
—Tiene diez segundos, señora, ni uno más.
—No puedo soportar la humillación —murmuró Virginia—. No puedo.
—Es una pena —dijo Sadie, encogiéndose de hombros—. Ya ha dejado de llover, y ha salido la luna.
—¿La luna? ¿De veras?
Baker había empezado a contar.
—Tienes que decidirte —le dijo Sadie—. Te matarán si les das la más mínima oportunidad. Y lo harán con gusto.
Baker había contado hasta ocho. Virginia se puso de pie.
—¡Pare! —le gritó a través de la puerta.
Baker dejó de contar. Virginia arrojó el revólver por la puerta. Aterrizó en el lodazal.
—Bien —dijo Sadie—. Me alegro mucho.
—No puedo ir sola —le comentó Virginia.
—No hace falta que vayas sola.
En el aparcamiento había reunido un numeroso público: Earl y Laura May, Milton Cade, Dwayne y su chica, el sheriff Baker y su ayudante, una selección de huéspedes del motel. Sumidos en un respetuoso silencio, miraban a Virginia Gyer con expresiones en las que se mezclaban el azoramiento y el temor.
—Levante las manos donde yo las vea —le ordenó Baker.
Virginia obedeció.
—Mira —le dijo Sadie señalando.
La luna había salido. Era enorme y blanca.
—¿Por qué lo ha matado? —preguntó la chica de Dwayne.
—El diablo me ha obligado a hacerlo —repuso Virginia, mirando la luna con la mejor sonrisa de loca que logró simular.