CAMINO DE ESPAÑA

Durante los meses transcurridos desde el fallecimiento de la Reina Católica hasta el momento de abandonar los Países Bajos, el día siete de enero de 1506, los contactos entre Felipe y mi padre fueron duros, inquietantes. El monarca descubrió las auténticas intenciones del archiduque, cuando sus espías le revelaron el convenio mediante el cual, y a partir del momento en que mi madre muriera, Fernando el Católico sería únicamente rey de Aragón y nunca más se le volvería a mencionar como rey de Castilla. Lo insuficiente de las estructuras políticas creadas por ambos soberanos a fin de perpetuar la unión de sus reinos, e iniciadas con el vínculo del matrimonio, se puso rápidamente de manifiesto al faltar Isabel. Aún viajaba el cadáver de la gran reina camino de Granada, acompañado del obispo de Córdoba Juan de Fonseca, cuando la soterrada marea política hizo temer una inminente división de España; con el agravante de que un yerno, falto de amor a la tierra española, podría manejar la nación a su antojo. Mediante un golpe de audacia, el rey se adelantó a los posibles acontecimientos. Convocó las Cortes en Toro y, previa lectura, hizo aprobar el testamento de mi madre, con lo cual yo quedé nombrada reina de Castilla y mi padre regente, si menester fuera. Para ejercer de inmediato, el soberano hubo de apoyarse en determinadas cláusulas del testamento de su esposa. Isabel I lo dejó escrito: «Conformándome con lo que debo y estoy obligada de derecho, ordeno, y establezco e instituyo por mi universal heredera de todos mis reinos, y tierras y señoríos y de todos mis bienes raíces, después de mis días, a la Ilustrísima princesa doña Juana, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi muy cara y amada hija, primogénita, heredera y sucesora legítima de mis Reinos, tierras y Señoríos, la cual, luego que Dios me llevara, se intitule de reina», prosiguiendo después: «ordeno y mando que cuando dicha princesa, mi hija, no estuviera en estos mis reinos, y luego que a ellos viniere, si en algún tiempo ha de venir o estar fuera de ellos, o estando en ellos no quisiera, o no pudiera entender en la gobernación de los mismos que, en cualquiera de los casos, el rey Fernando mi Señor rija y administre y gobierne mis Reinos y Señoríos y tenga la gobernación y administración de ellos por la dicha princesa hasta que el infante don Carlos, nieto primogénito, sea de veinte años cumplidos». Así pues, aparte de la notable circunstancia de haber omitido la reina el nombre de Felipe en su testamento, Fernando de Aragón expuso bien claro que su pretensión de gobernar la avalaban ciertos extremos: podía mandar en mi nombre si yo «no estuviera en Castilla» y, evidentemente, yo no estaba. También podía hacerlo si, «estando yo en Castilla, no quisiera o no pudiera hacerlo» y, con el fin de no aguardar mi llegada para conocer la decisión, el rey Fernando se apresuró a convencer a las Cortes de lo inevitable de su mandato, explicándoles el sentido oculto de «si yo no quisiera o no pudiera gobernar», fórmula empleada por el inmenso amor de una madre dispuesta a disimular la sinrazón de su hija muy querida. Y así como la reina se esforzó en librarme del estigma tan temido, el rey lo aireó sin prejuicios ante las Cortes de Toro, haciendo leer en público el maldito diario de Martín de Moxica. Cuando Felipe lo consideró oportuno para sus intenciones, me relató el impúdico hecho y fue tan intenso el dolor que estuve varios días sufriendo convulsiones. Sobre todo se me hacía insoportable pensar en un lector cualquiera describiendo en plenas Cortes mis íntimas escenas de mujer enamorada. ¿Cómo recibirían aquellos nobles, atiborrados de títulos y ambición, la imagen de mi rostro aureolado por los rizos pelirrojos de la amante de Felipe? ¿Quién fiaría de una reina que jura una y mil veces: «no soy nada sin ti», «mi reino eres tú», «no tengo más voluntad que la tuya», «fuera de ti nada me importa»? El veredicto, después de la lectura, fue favorable a mi padre. Podía gobernar Castilla. Pero también Felipe quería gobernar mis reinos. Con la misma osadía de mi padre en España, hizo que nos proclamaran en Bruselas reyes de Castilla, León y Granada. Luego me encerró en mis aposentos prohibiendo las visitas y cualquier contacto con españoles. En realidad, estaba prisionera. El archiduque trataba de impedir que yo alertara a mi padre sobre las maniobras suyas, utilizadas con el fin de conseguir el mando de los tronos heredados. Suegro y yerno deseaban el poder. Para conseguirlo a través de mí, Felipe necesitaba que yo actuase cuerdamente; único medio de conseguir el trono. Para los intereses de mi padre, era necesario que me considerasen loca, pues sólo en esa circunstancia dejarían el gobierno en sus manos. Al comprender que mi salud o mi insania dependían del logro de sus ambiciones, perdí toda esperanza, sintiéndome traicionada y ultrajada a la vez. En tan deplorables condiciones di a luz a mi quinto vástago, una niña llamada María, hija de la reina de España cautiva en su palacio belga.

—¿Tardaremos en zarpar, Felipe?

—Apenas pocas horas.

Un año, un mes y once días después del óbito de mi madre, salimos de Flessinga. La ciudad, situada al final de la desembocadura del Escalda, sobre la isla de Walcheren, en la provincia de Zelanda, casi rozando las bravas aguas del estrecho de Calais, era muy bella. Sin embargo, sus habitantes soportaron de mal humor la presencia de los españoles, que se instalaron durante un mes en su puerto mientras preparaban una flotilla de cuarenta embarcaciones, capaces de acoger un notable acompañamiento de criados, equipajes, soldados y cortejos. Parte de aquel cortejo lo formaban caballeros ciegamente adictos a Felipe, el inevitable Martín de Moxica y un grupo de damas flamencas cuya sola mención me encendía la sangre. Armándome de valor, hablé al archiduque:

—Si quieres tenerme aquí a la hora de zarpar habrás de acceder a varias condiciones que ahora mismo te expongo. Deseo que cambies parte de los caballeros de tu acompañamiento por quienes incluyo en esta lista, mucho más de mi agrado —le entregué el papel y apenas lo miró—. Debes también prescindir de Martín de Moxica. Sería vergonzoso que yo admitiera su compañía teniendo en cuenta lo mucho que me habrá calumniado en su diario. Y, finalmente, exijo que desembarquen las damas flamencas de nuestra comitiva. ¡Aparte de mis esclavas moras, no quiero una sola mujer a bordo!

Felipe accedió a mis peticiones y las damas, naturalmente, desembarcaron. Iniciamos la travesía con toda felicidad en la calma de un mar inverosímil. Tampoco entre el archiduque y yo se desencadenó el menor síntoma de borrasca y lo atribuí a la ausencia de rivales que, a cada nudo adelantado, quedaban más atrás, perdida su influencia con el progresivo alejamiento. Sin embargo, no era todo según parecía. Las damas de mi corte, a quienes erróneamente suponía en Bélgica, desembarcaron en el puerto de Flessinga tal como yo exigí, pero volvieron a subir de inmediato en otra de las naves por orden de Felipe. Sin yo saberlo, viajaban conmigo. En cuanto a la mar en calma, duró muy poco. A la derecha Inglaterra, a la izquierda Francia, la flota avanzaba por el ancho pasillo de Calais como si fuera el corredor tapizado de azul en el palacio de Bruselas. Cuando llegamos a la bocana del océano Atlántico, se nos echó encima el mayor temporal de cuantos presencié o tuve noticias. Perdimos de vista el resto de la flota. Cada quien se ocupaba de sí mismo y todos, sin excepción, quedamos reducidos a mantener abierta lucha con los elementos desencadenados. Un mástil y una vela se cayeron al mar, se declaró un incendio, las olas barrieron la cubierta. Nos preparamos a bien morir.

—Alteza, os lo ruego —habló el almirante—, refugiaros en vuestro camarote. ¿No sentís temor?

—¿Por qué he de sentirlo? ¿Habéis oído jamás que una reina haya muerto ahogada?

Al cabo de tres días amanecimos en un puerto del sur de Inglaterra, residencia de mi hermana menor. Enterado su suegro el rey Enrique VII de nuestra presencia, nos hizo instalar debidamente en una finca campestre de la región de Weymouth y, mientras se reparaban los desperfectos de la flota e iban apareciendo los navíos perdidos, el monarca invitó a mi esposo a visitarle. Enrique VII aprovechó la ocasión para ocuparse de asuntos políticos y, ultimados los acuerdos con Felipe, surgió lo primordial: faltaba la firma de la reina. Entonces fue requerida mi presencia.

—¡Queridísima Catalina! Porque eres Catalina, ¿verdad? —dije a la muchacha situada entre mi esposo y el rey de Inglaterra.

—Sí, yo soy —asintió emocionada.

La joven que tenía ante mí bajo las bóvedas suntuosas del castillo de Windsor contaba diecinueve años, era viuda desde los quince y aguardaba el momento de contraer segundas nupcias con su cuñado, por entonces príncipe de Gales y futuro rey Enrique VIII. Cuando nos abrazamos, un intenso perfume de infancia me envolvió. De la niña que yo vi por última vez nueve años atrás, al marcharme a Bruselas para casarme, no quedaba rastro. Su evolución la transformó en una perfecta desconocida. Dije con temor:

—¿Tú me ves tal como entonces?

—No, Juana. Eres absolutamente distinta.

Nos mirábamos sin acabar de reconocernos y algo se iba enfriando por el caudal de las venas.

—¿Y cómo podemos estar seguras de ser quienes decimos?

—¡Por Dios, Juana! —dijo sonriendo Catalina y ambas quedamos definitivamente heladas.

La entrevista tuvo lugar en presencia de testigos, muy interesados en evitar que mi hermana me revelara las intrigas urdidas a espaldas de mi padre. La vigilancia era extrema pero, aun ignorando la verdadera situación, sentí la incomodidad de dos ojos puestos en mí con una fijeza poco habitual. Quien así me observaba era el rey de Inglaterra. Aun hablando con Felipe, objeto de sus adulaciones, no apartaba la mirada de mi rostro. Tuve la impresión de estar seriamente inspeccionada. Sus ojos y los míos siempre se encontraban, y me resultó fácil captar la profunda contrariedad del monarca cuando, después de firmar los tratados que me solicitaron, quise regresar al sur de la isla, cerca de mis deterioradas naves. Vestida de negro y sin acompañamiento de damas, no fui compañía solicitada en la alegre corte inglesa. Tampoco a mí me agradó Windsor, ni su clima ni sus gentes. Por otra parte, a los tres días de mi estancia en el castillo, Catalina, sin duda utilizada de cebo para conseguir mi presencia, desapareció de Windsor sin despedirse. A mi esposo le extrañó que no me importara separarnos. Pero se equivocaba. Me dolía el corazón al pensar lo mucho que disfrutaría en Londres con las fiestas celebradas en su honor, aunque preferí soportar su ausencia a presenciar sus devaneos sentimentales. Por aquellos días me volví taciturna, reconcentrada. Algo muy duro se estaba hincando en mi alma. Me atraía la soledad y me hallaba bien en tinieblas. Huía de las gentes, sumergiéndome en el silencio. Cuando Felipe vino a mi encuentro, su ceño denotaba contrariedad. Dijo sin preámbulos:

—Tu padre se ha casado, Juana.

—¿Con quién?

—Con Germana de Foix, sobrina del rey de Francia.

—Al parecer te molesta.

—Claro que me molesta. España y Francia eran enemigas y Luis XII amigo mío. Ahora ambas naciones se aliaron. En consecuencia, perdí la amistad de Luis.

Inesperadamente adopté el sentido práctico de la Reina Católica.

—¿Es joven Germana?

—Tiene diecisiete años. Tu padre más de cincuenta. —Y de repente dijo molesto—: ¿Pero qué bobadas son éstas? ¿Acaso no te preocupa mi suerte?

—Los diecisiete años de Germana no son ninguna bobada. Hacen temer el nacimiento de un hijo.

—¿Y a ti qué más te da?

Le observé fijamente y, al responder, las palabras puntearon el tono despreciativo de una soberana.

—Si de la boda de mi padre con Germana nace un heredero, Castilla y Aragón quedarán automáticamente separados. El esfuerzo de mi madre habrá sido inútil.

—¡Pues quédense Aragón en buena hora, y déjenme Castilla para mí!

El grito irritado de Felipe me puso en pie. La ira sacudía mi voz al corregir:

—¡Querrás decir que me dejen a mí Castilla, puesto que la reina soy yo! ¡Qué fácilmente sabes disponer de reinos que nunca has recibido!

El veintidós de abril reemprendimos el viaje, dejando atrás los inquietantes ojos de Enrique VII, primer monarca de la dinastía Tudor, uno de cuyos descendientes habría de ser María Tudor, sobrina mía aún por nacer, hija de mi hermana Catalina y nieta de los Reyes Católicos. Felipe el Hermoso se comportó como el más rendido de los enamorados y el resto del viaje, hasta avistar la costa española, transcurrió en el clima embriagador de un auténtico paraíso. Atrás quedaba la tierra natal del archiduque. Un país donde Felipe jamás regresaría.

El viento barrió las nubes del cielo, que apareció purísimo y lejano. Violentas ráfagas se adueñaron de la dirección del barco, pilotándolo a su antojo. Arrimada al mascarón de proa, asistí a la encarnizada lucha de la nave por avanzar, pero el movimiento tumultuoso de las olas lo impedía. Como si se tratara de un gran decorado teatral, la espléndida mole de la costa formada por la ría de Lage, las islas Sisargas, la ría de Betanzos y Malpica de Bergantiños, cada vez más enormes, cada vez más reconocibles, venían a nuestro encuentro. El archiduque lo observaba contrariado, pues antes de abandonar Bélgica había anunciado al duque de Medina-Sidonia su intención de realizar nuestro desembarco en sus dominios de Sevilla. Estaba claro que si el duque pudo costear las diecisiete naves del segundo viaje de Colón a las tierras descubiertas, se hallaría en condiciones de recibirnos con el debido boato. Por ningún motivo hubiera renunciado mi esposo al triunfal itinerario: atravesar Andalucía y Castilla recibiendo aplausos y vítores como nuevos reyes antes de enfrentarse a su suegro. Sin embargo, el viento y la marejada destruyeron sus planes, pues el recuerdo de los malos ratos vividos durante la tempestad de Calais aconsejó zanjar la navegación en el puerto más cercano. Al mediodía de un radiante veintiséis de abril de 1506, los coruñeses se agruparon en el muelle para presenciar la llegada de las cuarenta naves de una flota desconocida. Enterados de que la joven reina de Castilla y el rey consorte eran huéspedes de su ciudad y, por tanto, en una de aquellas naves se hallaba la hija de la llorada soberana doña Isabel la Católica, dieron rienda a su júbilo con más de tres mil cañonazos, músicas, fiestas populares y, en la iglesia, prepararon la ceremonia de la promesa, a cargo de los monarcas, de conservar los privilegios del reino de Galicia. A esto último me opuse rotundamente. Cuando me preguntaron acerca de los motivos, respondí tajante:

—No guardo ningún resentimiento hacia vosotros. Si me niego a jurar vuestros fueros se debe únicamente a la ausencia de mi padre. Antes de entrevistarme con él, no ejecutaré ningún acto de gobierno.

Con tan breve discurso y la mirada fija en mi esposo, quise recordarle el incumplimiento de su palabra. La condición previa para realizar aquel viaje fue la seguridad de entrevistarme con mi padre y, de haber desembarcado en Laredo según lo proyectado, el rey estaría ya conmigo. Sin embargo, lejos de allí, en la villa de Torquemada, lugar equidistante de cualquier puerto cantábrico donde pudiéramos arribar, mi padre me esperaba. Sentíase eufórico pues, además de las inmediatas perspectivas de verme, recién terminaban las fiestas de su boda. Iban en su compañía los arzobispos de Toledo y Sevilla, el duque de Alba, el condestable, el almirante y el conde de Cifuentes, decididos a procurar que se cumplieran las disposiciones del testamento de la reina Isabel acerca del gobierno de aquellos reinos. Pero estos nobles, mi padre y yo, íbamos engañados. Las verdaderas intenciones de Felipe eran evitar la concordia y el encuentro. En seguida de intuirlo procedí dejando constancia pública, mediante mi negativa a jurar los privilegios de Galicia, que yo no llegaba a España dispuesta a desposeer al Rey Católico de sus derechos sobre Castilla, sino a confirmárselos. Para dejar bien claro que las intrigas y comportamiento del archiduque no respondían a mis deseos, ordené que me condujeran al convento de los franciscanos habilitado como alojamiento. Felipe organizó inmediatamente la comitiva, agregando a la misma las damas de mi cortejo, secretamente embarcadas. Juré no cruzar la ciudad si aquellas desalmadas no desaparecían. Una vez fuera de mi vista, desfilé por las calles de La Coruña, única mujer entre dos mil hombres, vestida de negro y el rostro sombreado por la pena. Pena a la que hube de agregar la sentida, días después, al darme cuenta de que el convento formaría parte de los múltiples lugares que me sirvieron de prisión a lo largo de mi existencia. Rodeada de guardias, soldados, mercenarios y espías, nadie podía llegar hasta mí sin expreso salvoconducto del archiduque quien, por descontado, los negaba. En la soledad del convento solían filtrarse noticias políticas y, con ellas, pruebas de la ingratitud, el desafecto y la desatada ambición de mi esposo. Dispuesto a imponerse como amo y señor de mis reinos, manejaba con astucia las intrigas, rechazaba todas las peticiones de encuentro entre él y mi padre y también entre mi padre y yo. A muchos de los grandes los atrajo aprovecharse de las circunstancias, tomando partido por Felipe, para vengar antiguos rencores de cuando los Reyes Católicos los sometieron a fuertes castigos por el creciente y abusivo poder de la nobleza. En aquel entonces muchos perdieron la vida y otros sus propiedades. El conde de Camiña vio destruir seis de sus castillos en Galicia y otro tanto le sucedió al conde de Altamira. En Andalucía sufrieron destierro de sus respectivas ciudades el duque de Medina-Sidonia, el conde de Cabra y el marqués de Cádiz. Con tales procedimientos se consiguió el orden necesario al progreso del reino, pero fue a costa del resquemor de la nobleza. Entre los primeros en llegar a La Coruña para rendir pleitesía al nuevo rey consorte, estaban el marqués de Villena, conde de Benavente, duque de Nájera, duque de Béjar, marqueses de Astorga y Aguilar, Garcilaso de la Vega y el duque del Infantado.

—Es preciso —dijo Felipe a su valido don Juan Manuel— escribir inmediatamente a los nobles aún por llegar, advirtiéndolos que reduzcan al mínimo su séquito, pues en La Coruña no se puede alimentar a tanta gente.

La situación aumentó el triunfalismo de mi esposo, el cual no se recataba de señalar la evidente ingratitud del rey Fernando de Aragón —aunque no de Castilla, añadía maligno— al tomar nueva cónyuge, prueba indiscutible —decía— de su desinterés por los reinos y la persona de su primera esposa. La crítica captó muchos adeptos. Fue notable, sin embargo, la fidelidad fernandina de don Fadrique de Toledo, duque de Alba, pues a sabiendas de aventurar en ello sus territorios, nunca se apartó del monarca. Ocupados en estas rencillas, casi pasó inadvertida la muerte de Cristóbal Colón, que me impresionó sobremanera. Yo era muy pequeña cuando el Almirante acudió al campamento de Santa Fe durante la conquista de Granada para explicar a la reina sus proyectos ilusionados. Como él había intuido, descubrió las Indias y, al volver de su cuarto viaje, el Almirante ya no fue recibido por mi madre a punto de fallecer. Años después, aquel gran soñador vino a morir en un rincón del mundo llamado Valladolid, sin haber merecido el consuelo de recibir el último adiós del monarca a quien tanto benefició. Pero el hijo de Susana Fontanarossa y de Domenico Colombo, aquel niño que empezó ejerciendo de tejedor de lanas junto a su padre para acabar tejiendo islas y continentes en la trama azul del mar, el Cristóbal que en su día arrió la negra bandera del miedo dispuesto a desafiar la impresionante masa oceánica, finalmente, y quizá imaginándose aún en el timón de su carabela, se enfrentó solitario al oscuro mar de la eternidad.

—¿Sabéis noticias de mi padre o rumores de su llegada? —pregunté a mi secretario.

Desdichadamente nada sabía y las continuas modificaciones de nuestra ruta tampoco le permitían suponerlo.

—¿Y a qué se debe tanta agitación?

—Corren malos vientos, alteza. Nos amenaza una guerra civil.

Me sentí perpleja. ¿No me hicieron venir para coronarme? En seguida indagué las causas.

—Disparidad de opiniones, señora. Vuestro padre reclama el cumplimiento de las voluntades testamentarias de la difunta doña Isabel: gobernáis vos, alteza, o el rey de Aragón.

—Entonces no hay disparidad. Como soberana es mi deseo que el Rey Católico ejerza de regente.

—Pero don Felipe se opone.

—¿Qué propone a cambio?

—Gobernar él.

Naturalmente, prescindiendo de mí. Al punto quedó resuelto el motivo que impedía la cita con mi padre. Mientras yo le esperaba para entregarle oficialmente el gobierno de Castilla, también él me buscaba dispuesto a recibirlo. Era Felipe quien posponía el encuentro tratando que yo estuviera de su parte, antes de que la evidente influencia del rey sobre mí desbaratara sus planes. Por tal motivo y en previsión de que algún enviado de mi padre consiguiera conectar conmigo a sus espaldas, Felipe me mantenía retirada, sin dar lugar a que persona alguna me viera, pues la única justificación de su conducta hubiera sido el desvarío de mi razón, asunto inaceptable sin más prueba que unos celos desorbitados. La situación se presentaba difícil para Felipe. Ni se hallaba en su patria ni mis súbditos eran los suyos. Incluso cabía considerarlos como enemigos. En tales circunstancias, cualquier español le parecía sospechoso, pues no se le ocultaba que al mínimo error, Castilla caería en manos de los grandes. Aquello significaría el restablecimiento de la nobleza feudal alrededor de mi trono y la rotura de todos los sueños del archiduque. Tampoco yo me libré del hábito de sospechar. Recluida en las tinieblas de mi mente, espiaba las idas y venidas del entorno, desvelando detalles del proceso político urdido a mis espaldas y a mis expensas. Entre otros hechos lacerantes descubrí que, por fin, se habían entrevistado Felipe y mi padre. Pese al interés de mi esposo, no consiguieron ocultarme lo sucedido. La cita fue en un robledal situado entre Asturianos y Puebla de Sanabria. Allí acudió el rey sin armas y con escaso acompañamiento, mientras que el archiduque se presentó a punto de guerra, más de dos mil picas, gentes de a caballo y hasta mil alemanes. Entrados ambos monarcas en una ermita próxima, discutieron sus diferencias concertando, además, cuándo y cómo firmarían un tratado capaz de solventar tantos enfrentamientos. Mi padre, pese al orgullo demostrado por la admirable fidelidad que yo le profesaba y el coraje de enfrentarme sola y sin consejo al archiduque, no reclamó su derecho a visitarme. Tampoco mi esposo le ofreció la posibilidad de verme. Atentos a la consecución de sus intereses, únicamente concluyeron los términos del infamante documento, conocido después como tratado de Villafáfila. El veintisiete de junio de 1506, en dicha ciudad y estando presentes el arzobispo de Toledo y don Juan Manuel, señor de Belmonte, el rey mi padre, puestas sus manos en el ara del altar, juró la misma concordia que días después juraría mi esposo en Benavente. En ella, luego de proclamar la paz entre ambos monarcas, se manifestaba mi rotunda negativa a gobernar, advirtiendo que, caso de ser incitada a hacerlo por terceros, los dos monarcas se comprometían a impedirlo hasta por la fuerza o privándome de libertad si fuese necesario, con tal de evitar la destrucción de mis reinos. Cancelado tan deplorable acto, donde padre y esposo me calumniaban, Fernando el Católico decidió salir de Castilla. Me negué a creerlo. No era posible que el monarca me abandonara a merced de mis escasas fuerzas, sumida en un mar de intrigas y ambiciones políticas. Alguien pretendía enemistarnos. Dispuesta a defenderme, hice llamar al capellán dándole la orden de partir enseguida al encuentro de mi padre para entregarle personalmente una desesperada misiva. En realidad, mi carta era un grito de socorro. Un largo suspiro de agonía interceptado por los secuaces de Felipe. Al abrirse la puerta de la habitación, reconocí al secretario. Mi alma se ilusionó.

—¿Me traes noticias, Juan?

—El capellán ha sido detenido, alteza. Vuestra misiva cayó en manos del archiduque y, después de leerla, ordenó redoblar la guardia de vuestros aposentos.

—Entonces no hay respuesta, ¿verdad? —concluí.

—No la hay, señora. Lo lamento.

Sin embargo, la hubo. Una respuesta generosa, difundida por toda Castilla. Mientras mi esposo celebraba como un triunfo personal el tratado de Villafáfila que casi le convertía en rey, Fernando el Católico repudiaba dicho tratado a punto de cruzar la frontera aragonesa. En el manifiesto, firmado en presencia de Tomás Malferit, Juan Cabrero y el secretario Miguel Pérez de Almazán y dirigido a mi pueblo horas antes de abandonarlo, declaraba nulo el anterior convenio pues al hallarse rodeado del ejército de su yerno y estando él, a su vez, desarmado y sin hombres de guerra, para salvar la vida hubo de firmar algo tan contrario a sus principios como la conveniencia de privarme de libertad, en vez de aconsejar a quienes bien me querían, que me ayudaran. Durante varios días me mantuve abstraída con el manifiesto. Era sumamente consolador que el rey hubiese salido en mi defensa y dejado constancia pública de su afecto por mí. Parecía como si al cruzarse conmigo en el corredor de cualquier castillo, pusiera de nuevo su mano en mi cabeza de niña para despeinarme al pasar. Como si intuyera las penosas horas de encierro que me aguardaban. Como si le traspasara el alma que su pequeña Juanita se convirtiera en una pobre reina, castigada con la amarga corona de la enajenación. Creyéndome comprendida se me escapó un suspiro de gratitud, bruscamente interrumpido por recuerdos delatores: aquel padre que me defendía en el manifiesto, era el mismo que me denigró en público al ordenar la lectura del diario de Martín de Moxica en las Cortes. ¿No me expuso entonces al escarnio, voceando mis intimidades amorosas y una posible falta de cordura? ¿Cuándo era sincero el rey, estando a mi favor o en mi contra? La necesidad de afecto me inclinó a creer en su cariño. Sin embargo, el consuelo me duró muy poco, pues las mismas palabras del monarca que reconfortaban mi corazón, acusaban gravemente a Felipe convirtiendo el tratado en una conspiración de Estado. No cabía duda, el archiduque maquinaba apoderarse de mis reinos. Un intenso deseo de llorar ardió en mis ojos, faltos de lágrimas. ¿Qué se hizo del amor de Felipe? ¿Qué clase de mutaciones pudo sufrir su encendida pasión hasta acabar en confabulación política? Desde luego, era largo el tiempo de su alejamiento y mucho su desamor.

—Alteza... —habló Juan apenas entrar—. ¡Hace un día magnífico! ¿No os apetecería dar un paseo por el parque?

¿Por cuál de los parques de mi existencia? ¿Por el hermoso parque de Sevilla salpicado de infancia antes, y ahora muy cercano a la tumba de mi madre? ¿Por el maravilloso parque del palacio de Bruselas lleno de mi amor y de la excitante rúbrica de los celos? ¿Por el ansioso parque del convento de Lier, donde quedó la huella de mis dieciséis años? ¿O por los verdes parques ingleses, residencia de unos ojos reales que me perseguían?

—Poco importan mis apetencias, Juan. La guardia de mi esposo no me consentiría salir.

—El archiduque asiste en el pueblo a una corrida de toros. Antes de ausentarse, ordenó que se alentara vuestro deseo de pasear. Dos caballeros os aguardan. ¿Os animáis, señora?

Desde nuestra llegada a Benavente, en vísperas de San Juan, no había salido de mis aposentos y la idea de las puertas abiertas aireó mi rostro antes de pasar el umbral. Los dos caballeros serían mis guardianes, pero estaba claro que me permitían salir. Ver el campo. Absorber la luz. Ensanchar el espíritu. Escuchar el canto de las aves. El rumor de las aguas del río. Tal vez el Órbigo o quizá el Esla, que entre uno y otro guardaban aquel pueblo mitad llano, mitad accidentado. ¿Podría verse desde el parque la antigua iglesia de Santa María de Azogue? Mientras avanzaba al trote de mi caballo alazán, custodiada por el marqués de Villena y el conde de Benavente, trataba de dominar el júbilo de mi respiración. Ambos nobles conversaban sobre temas a todas luces convenidos. Hablaban despacio, demasiado despacio. Y avanzaban lento, demasiado lento después de hacerle sentar el paso a la caballería. A mi alrededor se había instalado una forzada lentitud. Una pereza alarmante. Yo no me daba cuenta, pero aquella tarde percibí claramente en mi entorno la deliberada voluntad del cazador con la trampa preparada, y toda la paciencia del mundo hasta ver a su víctima cayendo en el engaño. Era preciso reaccionar, librarme de las malas intenciones, coger con una mano las riendas de mi destino y, con la otra, asir un látigo para golpear el lomo de los traidores. El caballo no era precisamente un traidor, pero fustigué sus ancas, clavé las espuelas y salí disparada en dirección al foso. Escaparía del castillo. Escaparía a mi angustia. Escaparía de todo, incluso de mi encierro. La raya salvadora del foso se acercaba. Fascinada, espoleé a mi montura y la bestia, llena de coraje, extendió las manos hacia arriba y, en un impulso magnífico, saltó. Agarrada a su cuello, sentí el esfuerzo de los músculos y no tuve miedo a volar por encima de la profunda excavación que defendía la fortaleza. Ni el animal ni yo teníamos alas, pero ambos llegamos ilesos a la otra orilla de la esperanza. Allí el monte olía recio y una brisa menuda arrancaba galantes chichisbeos a las hojas de los árboles. Sin menguar el galope miré hacia atrás, temerosa de ser perseguida. Pero el marqués de Villena y el conde de Benavente no se atrevieron a cruzar el foso y cabalgaban lejos, en dirección opuesta a la mía, buscando la salida del castillo. No emprenderían mi persecución antes de dar parte de lo sucedido al archiduque y, de repente, me sentí a salvo. El corazón me brincaba excitado. Una fuerte punzada doblegó mi cuerpo. Entonces recobré la memoria de mi estado. El peligro que para mi embarazo representaba aquella carrera. Aflojé las riendas y, cuando la bestia se hubo calmado, descabalgué sin dificultad. Muy próxima se alzaba una humilde morada con el granero y el pajar adosados. En el pajar repleto de forraje dejé el caballo y me dirigí a la casa. Bastó un mínimo empujón y enseguida se abrió la puerta. Ya dentro, al apoyar en ella mi fatiga, la madera crujió. Una mujer que trajinaba junto al alféizar de la ventana se volvió rápida. Más rápida aún, hablé yo.

—¿Quién eres?

—María la tahonera, y eso se ve enseguida —señaló en derredor—. Por contra, las personas como vos no suelen visitar mi casa. ¿Quién sois, señora?

—Necesito ayuda. Creo que voy a desmayarme. —Y casi sin aliento, añadí—: Soy la reina.

Pero fue la tahonera quien se desmayó.

En el amplio hogar crepitaba la leña encendida. Una olla humeante puesta al fuego esparcía un sólido aroma de familia que reanimó a la mujer. Le pregunté:

—¿Vives sola?

—Con mi marido —balbuceó todavía aturdida.

De un clavo en el muro colgaba el garfio de servir la carne, pero ella cogió un cazo y llenando de caldo un tazón de barro lo bebió a pequeños y reconfortantes sorbos. Repartidos por la habitación, localicé un arado, hoz y rastrillo, cestos, cántaros, un mortero con mano de madera, una hacha, cucharas, cuchillos y un cilindro para afilarlos.

A través de la boca abierta del horno se veía cocer el pan. Casi en un rincón, descubrí una artesa. De la pared pendía un casillero donde se guardaba el queso, seguido de otro igual conteniendo cebollas, ajos, pan de avena y tocino. Una larga mesa de madera rústica con bancos a los lados ocupaba el centro del cuarto, único de la modesta vivienda. ¿Qué hacía yo allí? Angustiada, observé a la mujer y me pareció recuperada de su desmayo, aunque seguía temblando por mi inesperada aparición. Un estimulante olor a laurel dulcificaba la opresiva atmósfera de la casa, trayendo a mi memoria viejas palabras de Beatriz Galindo: «Dormirse en los laureles —nos instruía— significa detenerse después de haber conseguido un triunfo, no proseguir la victoria iniciada, interrumpir una carrera comenzada con éxito.» Y con evidente éxito había yo comenzado una fuga que, de no espabilar, podía frustrarse.

—Dime —reaccioné—: ¿trabaja aquí contigo?

—¿Mi marido? No, señora —giraba a un lado y otro la cabeza—. Es labrador.

—¿Y cuándo vuelve del trabajo?

—Al ponerse el sol.

Demasiado tarde, pensé y no lo dije. Demasiado tarde para escapar. Demasiado tarde para reconquistar la libertad. Demasiado tarde para que el labrador me ayudase a encontrar en los campos el camino de mi padre. Demasiado tarde para que yo, al llegar quienes me buscaban, ya me hubiese ido.

—Demasiado tarde —dije sin pensar.

—¿Tarde, señora? —temblaba y su temblor me irritó—. ¿Tarde para qué?

—Para ayudarme a huir.

El dramatismo de mis palabras repercutió en la mujer, como si en el aire se proyectara la sombra de una horca. Retrocedió asustada con la expresiva actitud de quien busca amparo en los rincones menos esclarecidos. Me temía. Y su exagerado temor consiguió inclinar mi ánimo a la misericordia aunque, en lugar de compadecerme de su trastorno, sentí lástima de mi personal infortunio, siempre creando conflictos allá por donde iba. Desde luego, tuve coraje al emprender la repentina carrera y espolear al caballo para que saltara el foso. Pero había sido un coraje inútil, mal conducido por la desesperación. El desánimo se apoderó de mí al comprender lo vano de buscar una salida a mis apuros sin contar con la adhesión de algún fiel caballero. A su lado hubiera galopado por las tierras castellanas, atravesando como un rayo la tarde de verano con sus llanos, sus ríos, lomas y sembrados hasta saberme sana y salva al lado de mi padre en su reino aragonés. Hubiera sido una fuga triunfal a condición de jamás detenerme en aquella casa; un pozo ciego de donde sería forzoso volver a salir. En el rincón más recogido de la misma, la tahonera aseaba un lecho enorme capaz para albergar varias personas. Encima de una silla de enea descansaba una palmatoria.

—¿Tienes hijos?

—Ya vendrán.

—¿Cuántos?

—Los que quepan —señaló el lecho—. De momento siempre hay alguien que necesita hospitalidad.

Delgada y alta, la mujer estiraba las sábanas, alisaba el cobertor, ahuecaba la almohada, iba de un lado a otro de la cama sumergida en la penumbra. De una penumbra más lejana llegaba un rumor sordo, creciente y, por momentos, reconocible. No tardé en calificarlo como galope de numerosos caballos. Los imaginé envueltos en polvo, los ollares distendidos, los belfos temblantes y las crines al viento. De manera instintiva pensé en agacharme y dejar que la carga de caballería pasara sobre mí sin verme ni rozarme, ni sospechar siquiera la presencia de la persona a quien buscaban. Pero cuando la cercanía del horrísono galope estuvo a punto de hacerme estallar, el ruido se disolvió en la nada, como si todo fuera producto de la imaginación. Perdida en aquel repentino silencio llamó mi atención la cautela de una sombra moviéndose detrás de los árboles.

—Señora... —murmuró la tahonera con voz entrecortada—, parecen soldados.

En efecto. Al otro lado de la ventana abierta, los rayos horizontales de un sol a punto de ocultarse atravesaron los espacios libres de la enramada, poniendo gallardetes de luz en la punta de las lanzas. Primero vi una. Luego, varias. Después, muchas. Se oyeron relinchos. Algún trote en torno a la casa. La guardia alemana tomaba posiciones, nos rodeaba. La tahonera lloraba entre las sombras del rincón. Adivinando la gravedad del momento, avanzó unos pasos hasta quedar a plena luz. En sus ojos oscuros llenos de lágrimas retenía montones de preguntas, nacidas con mi presencia y que jamás resolvería. En su destino no estaba escrito que nuestros caminos se encontraran y, de aquel cruce inesperado, ella quedó conmocionada y yo indefensa. ¿En qué podía ayudarme una tahonera?

—Lamento no haberos dado crédito, alteza. Perdonadme, os lo ruego.

Con gran estruendo se abrió la puerta. Dispuesta a exigir buenas maneras a los intrusos, me puse en pie. Los guardias de corps del archiduque y los soldados españoles de los grandes irrumpieron en la habitación, colocándose a un lado y otro de la entrada. Entonces apareció Felipe.

—¿Dónde está la reina? —dijo antes de cerciorarse, con el ímpetu de quien supone ha de enfrentarse a feroces enemigos.

—Aquí estoy.

La inesperada falta de oposición le sorprendió y hubo un silencio breve pero intenso. Desde la ventana un rayo de sol se arrastraba por el suelo hasta encharcarse a los pies del archiduque, y al reverberar en su calzado le esclareció el rostro. La mágica luminosidad de su frente se oscurecía bajo los arcos de las cejas, en la fosca herida de los ojos. La hermosura de Felipe continuaba lacerándome y se me estrujó el corazón al recordar los viejos días en que mi esposo, a través de su mirada, depositaba en la mía su cuerpo y alma, sangre y mente confundidos. ¿Cuándo volvería a mirarme así? Me invadió un sentimiento terrible hecho de esperanza y desesperación, al comprender que podían imitarse los gestos, los ademanes, los actos de enamorados, pero nada tan difícil de conseguir como una espontánea mirada de amor.

—Deseabas que te encontrara, ¿verdad? —preguntó después de ordenar a los guardias que abandonaran la casa.

—En absoluto.

—Entonces, ¿por qué has dejado tu caballo a la vista?

—Creí estar lejos de aquí cuando tú me buscaras.

Los ojos del archiduque me observaron con una mezcla de alivio por haber recuperado lo que daba por perdido, reproche por lo impropio de mi comportamiento, y desconfianza por ignorar mis intenciones.

—¿Y dónde vas, Juana? Porque si no vas a ninguna parte, resulta imperdonable tu conducta. Has puesto en conmoción la corte entera. Se armó un revuelo en los toros cuando me vi en la necesidad de retirarme precipitadamente. La guardia alemana tomó posiciones. La casa está sitiada. Los grandes cabalgan alrededor y los soldados castellanos extendieron la vigilancia por el campo. He aquí las consecuencias de tu huida. ¿Te parece comportamiento digno de una reina?

—De una reina a quien tratan como tú a mí, sí.

—¿Y cómo te trato, Juana?

—Lo mismo que a una prisionera, con notable desprecio de mi condición de mujer y de reina.

—Si a mi cuidado le llamas prisión, cometes un error. Te guardo, Juana, por tu falta de salud.

—Mi salud es magnífica y siempre tuve embarazos fáciles. ¿Quizá aludes a mi estado de salud mental? —le provoqué y la provocación surtió efecto.

—Dicen que estás loca.

Al escuchar el tremendo vocablo me sentí flotar en el vacío de un tenebroso planeta personal, buscándome yo misma, dolida por haberme perdido, apartada del mundo y a la deriva dentro de mi oscura soledad. Un prolongado escalofrío me recorrió el cuerpo.

—¿Quiénes lo dicen?

—La gente.

Inesperadamente me puse a reír. ¿La gente? Tenía gracia que Felipe llamara gente a Martín de Moxica y sus tendenciosos relatos. A mi padre, quien ordenó la lectura del diario de Martín. A los grandes, que dieron crédito al rumor. A mi madre, por juzgar locura el afán mío de seguir a mi esposo cuando salió de España. Aunque el primer responsable de la tremenda infamia lo tenía enfrente, paseando nervioso arriba y abajo de la estancia.

—El rumor de mi insania lo habéis difundido vosotros. Los que más podríais beneficiaros. La gente siempre estuvo de mi parte, Felipe. Y con razón pues ¿en qué favorecería al pueblo mi locura?

El rostro de Felipe se contrajo por la ira. Estaba molesto al haberse equivocado anunciando dificultades en la toma de posesión del reino de Castilla, pero le irritó mucho más el error cometido conmigo, a quien supuso incondicionalmente adicta a sus proyectos.

—En Benavente nos esperan. Volvamos al castillo.

—No.

A mi negativa siguió un gemido. Felipe alzó el rostro.

—¿Lloras, Juana?

—En absoluto.

—Pues me pareció escuchar un llanto.

—Siempre hay alguien que llora en alguna parte.

Mi alusión al irreprimible sollozo de la tahonera no le distrajo de sus intenciones.

—Sacarte de aquí a la fuerza va contra mi dignidad y la tuya. No me obligues, Juana. Accede a lo que te pido. Regresemos al castillo, ¿quieres?

—No.

La oscuridad ocupaba ya demasiado espacio. La tahonera pensó que más allá de la casa sitiada por el ejército, un paso tras otro, machaconamente, su marido regresaba ajeno al hecho de haberse convertido su hogar en refugio real. La mujer se revolvió en su rincón. Al oír el ruido, Felipe desenvainó la espada. Dijo con rapidez:

—¡Quién vive!

—Es la tahonera —dije—. A buen seguro que intenta alumbrar la estancia. Está oscureciendo muy aprisa.

Abocada a un pánico irracional, la mujer retorcía su falda entre las manos y, de manera esporádica, secábase el sudor de la frente con la punta del mandil. Las sombras crecientes quitaban aspereza a su contorno plebeyo, añadiéndole hermosura. Era la clase de mujer que nunca dejaría sola con mi esposo. Al iniciarse el ocaso, los árboles del laurel potenciaron su fragancia y yo tuve un momento de intensa desolación. ¿Amaba todavía a Felipe mientras él, traidoramente, hipócritamente, buscaba una fortaleza adecuada para enterrarme en vida?

—No iré a Benavente —repliqué a su nueva insistencia—. Más aún: jamás pondré el pie en ninguna plaza fuerte de mi Estado.

—Extraña decisión. ¿Te importaría razonarla?

—Es bien fácil —dije, y aunque la sonrisa no estaba en mis labios, se balanceaba en la voz—. Si ahora nos acercamos al castillo habremos de aguardar a que tiendan el puente levadizo para atravesar el foso. El puente se mueve a mano, mediante un torno con cadenas y, una vez cerrado, no hay quien lo mueva. Después encontraremos un pasillo abovedado que atraviesa la muralla y termina en una gruesa puerta de madera de dos hojas con refuerzos de hierro, defendida por una barra horizontal encajada en el muro. Luego de traspasar dicha puerta, aún quedará el rastrillo que se alza para permitir el paso al patio interior...

—Bien —interrumpió—, así son los castillos. ¿Y qué pretendes con esta descripción?

—Demostrarte lo difícil que es, una vez dentro, salir de una fortaleza sin permiso del castellano.

—¡Por Dios, Juana! ¡Eres la soberana de Castilla! ¿Quién osaría desobedecer tus órdenes?

—El que obedezca las tuyas.

Las palabras partieron el aire como un cuchillo, pero Felipe no parpadeó. Miraba insistente mi cabeza sin corona y creí escuchar la rabia de su corazón al verse obligado a reprimirse y disimular. Su turbación confirmó el acierto de mis apreciaciones: el fin primordial del archiduque era declararme demente y quedarse con el trono en calidad de rey consorte. Pero no iba a poder arrebatarme lo que yo aún no poseía por no haberme jurado reina. Mi negativa a protagonizar ningún acto oficial desde mi llegada a la península, se convirtió entonces en mi mejor protección. Delante de la pared anochecida pasó la tahonera, como una estrella fugaz, con una vela encendida entre las manos. Los caballos piafaron en la calle y yo buscaba los antiguos ojos de Felipe en aquella tarde tan oscura.

—¿Entendí bien, Juana? ¿Me acusas de pretender encarcelarte?

—Sí.

Algo pálido, pero vehemente, mi esposo se acercó hasta casi tocarme. Debía conseguir a cualquier precio que yo abandonara voluntariamente mi refugio. Por muchas razones. La principal estribaba en la amenazadora presencia de los grandes, irritados por la obligación de actuar sin la seguridad de que su reina se hallara dentro de aquellos muros. Ni siquiera me habían visto y les costaba mantenerse quietos sobre sus cabalgaduras, todavía en el pecho la vieja lealtad hacia mis padres. En torno a la humilde casa campesina dominaban sus monturas, pero constituían una amenaza silenciosa que, al mínimo roce, se transformaría en un ejército a mi favor, enarbolando contra los flamencos un grito de rebelión. El archiduque quiso evitarlo.

—Si piensas lo que afirmas has debido de sufrir mucho. Pero te demostraré tu error, Juana.

—¿Cómo? —tuve el ánimo de balbucir.

—No regresarás a Benavente. Ahora mismo iremos desde aquí a Valladolid. Y te juro que tú no cruzarás de nuevo el puente levadizo ni te forzaré a que busques la libertad saltando el foso. ¿Estás conforme, Juana?

Casi parecía enamorado. Casi me volvía a enamorar. Apenas asentí salió para dar las órdenes de nuestra marcha. En seguida regresó a buscarme. Cerca del umbral recordé a la tahonera y también mi condición de reina.

—Toma —entregué a la mujer uno de mis anillos—. Consérvalo en memoria de este día.

—Jamás lo olvidaré, señora —hizo una vacilante genuflexión—. Y lamento no poderos ofrecer nada. ¿Qué puede tener una tahonera que no tengáis vos?

—Tienes pan. ¿Por qué no me obsequias con uno de tus panes?

La mujer hizo un gesto de resignación.

—Se quemaron, alteza —dijo, y aquello me dolió.

Fuera de la casa recobré mi caballo, que respondió al palmoteo de mi mano sacudiendo sus crines, salpicadas de diminutas hojas de alfalfa. La noche era suave y los eucaliptos olían mejor al aire libre. Los soldados, los guardias de corps, nobles y acompañantes, ocuparon sus lugares respectivos y nos pusimos en marcha flanqueados, Felipe y yo, por el conde de Benavente y el duque del Infantado. Ladraron unos perros y volví el rostro. Bajo la copa de un árbol todavía se hallaba la tahonera. Pero no estaba sola. Los perros brincaban a su lado y un hombre la abrazaba. La noche se había cerrado como una puerta oscura sobre la remota memoria de mi antigua felicidad.

A la salida de Benavente la luna llena asomaba por la parte posterior del castillo, perfilando en el aire su negra silueta. Cuando perdimos el pueblo de vista me sumí en la repentina beatitud de quien acaba de pasar un gran peligro. La siguiente parada fue Mucientes, a poca distancia de Valladolid, la ciudad más hermosa del Estado. Allí tuvo noticias Felipe de algunos problemas surgidos en Flandes que, en caso de agravarse, requerirían su inmediata presencia, con la arriesgada obligación de abandonarme a merced de las intrigas de mi padre o de los grandes. También en Castilla iba haciéndose peligrosa la situación pues la opinión pública se modificaba según el desarrollo de los variables acontecimientos. Para asentar las tendencias políticas y dar fin a tanta confusión, urgía que yo accediese a ser coronada reina. Felipe ponía tal empeño en conseguir mi conformidad como yo en negarla, pues con auténtico dolor me enteré de sus ocultas intenciones. Una vez jurada reina, sin pérdida de tiempo y en el mismo acto, sería yo declarada demente y Felipe, como rey consorte, ordenaría mi prisión en la fortaleza previamente designada. Librado de mi presencia, el archiduque entraría en Valladolid con el boato digno de un monarca indiscutible. Después de largas meditaciones decidí actuar y, ante la sorpresa del archiduque, acepté presentarme en las Cortes. Al entrar, Felipe llevaba mi mano en la suya y en los labios una sonrisa de triunfo que no tardó en helarse. Íbamos a proceder al juramento cuando me salté las normas de la ceremonia y, adelantándome en la grada del trono, me expuse a la curiosidad de todos mientras me dirigía a los procuradores. Un fuerte rumor se extendió por la estancia. Intrigado, Felipe ordenó silencio. Yo disfrutaba con la expectación. De nuevo destruía los planes del archiduque y me escapaba de sus trampas. Al hablar, mi voz sonó firme. Llena de autoridad.

—¿Me reconocéis los aquí presentes como hija legítima de Isabel I, soberana vuestra ya fallecida?

—Sí, alteza —dijo el presidente, desconcertado—. Os reconocemos como hija suya.

—Entonces —ordené con decisión—, puesto que me reconocéis, os mando que vayáis a Toledo y me esperéis allí, pues he decidido que en Toledo se me jure fidelidad y también yo juraré vuestras leyes y derechos.

Satisfecha del asombro producido, abandoné el salón sin aguardar respuesta. Sorprendidos, los procuradores me vieron desaparecer de las Cortes mucho antes de apagarse el eco de mi voz. A medida que yo me acercaba, el público se abría como un abanico. No miré hacia atrás, ni me interesó observar el efecto de mis palabras. Me bastaba con haberme librado de la trampa tendida por mi esposo. Todos los comentarios captados al pasar me fueron favorables.

—Debe de ser cierto que la tienen prisionera pues utilizó la sorpresa para dirigirse a nosotros —decían.

—Pese al aislamiento en que la mantienen supo elegir. Toledo es la ciudad más adicta a doña Juana.

—La acusan de incapacidad para el mando y acaba de comportarse como una auténtica soberana.

—A partir de ahora nadie podrá acusarla de negarse a ejercer el gobierno.

—La hija de Isabel la Católica debe gobernar sola.

¿Sola? Desde lo alto del reciente triunfo de las Cortes caí en un abismo de amargura. La intención de mi lucha se confundía. Deseaba evitar que me encerraran, estaba defendiendo mi libertad. Pero nunca prescindiría de Felipe y, menos aún, aceptaría el mando sin él. Una congoja terrible me ahogaba.

—¡Dios mío! —murmuré—. ¡No quiero ser reina!

Pasé la noche mirando el firmamento, que parecía un terciopelo donde se revolcaban las inquietísimas estrellas. Era un parpadeo abrumador. Al amanecer había acumulado tanta tristeza que hice cubrir mis estancias de lienzo negro y me vestí de luto.

—¿Por qué lo haces? —inquirió Felipe.

—Para acortar distancias.

Entre lo exterior y mi interior, el luto era un puente de entendimiento y tranquilidad que hacía más fácil mi aceptación de lo cotidiano. Quizá por ello pude conceder a los procuradores la audiencia solicitada, a la cual asistió el archiduque. Ellos necesitaban mi respuesta a tres preguntas que consideraban fundamentales antes de mi coronación. La primera se refería a si tenía intención de gobernar sola o acompañada del rey consorte. Y dije con el mayor sosiego y claridad:

—No me parece conveniente que mi reino sea regido por flamencos o por la esposa de un flamenco. En consecuencia ordeno que me sustituya mi padre hasta la mayoría de edad del príncipe Carlos.

En un silencio riguroso y estremecedor escuchamos la segunda pregunta:

—¿Piensa vuestra alteza vestirse a la moda española?

—Desde el mismo día de ser jurada reina.

Los rumores de satisfacción quedaron apagados al formularse la última pregunta acerca de la conveniencia de tomar a mi servicio damas y doncellas nobles de Castilla, tal como convenía al rango de una soberana. Mi respuesta fue tajante:

—En este asunto no consentiré que los procuradores intervengan. Es cosa mía. Nadie conoce a mi esposo mejor que yo y, en tanto viva, ninguna otra mujer pisará mi casa.

Los procuradores se retiraron satisfechos. Por fin sabían a qué atenerse. El archiduque se quedó largo rato pensativo en la sala desierta. No conseguía asimilar el hecho de que su presencia no me hubiera intimidado, y le dolía la humillación sentida al oír en público lo que en privado nunca quiso escuchar. Me había expresado claramente. Mis palabras acababan de apartarle del gobierno efectivo. La decisión, tomada ante testigos y sin someterla a su previa consulta, le demostró la pérdida de su influencia sobre mí. Espoleado por una rabia inmensa, se retiró a sus habitaciones. Acababa de ver derrumbarse el delicado engranaje de su ambición ante los representantes de todo el reino. Sin embargo, no supo asumir el único gesto capaz de reparar lo destruido: apelar a mi cariño. Desde aquel momento, nuestra incomunicación fue total. También mi soledad.

—¿Es cierto —pregunté resentida a mi secretario— que el archiduque aprovecha la frecuencia de sus viajes para recoger discretamente numerosas firmas de los grandes, todavía obcecado en su propósito de recluirme?

—¡Por Dios, alteza! Permitidme suplicaros que no os maltratéis repitiendo semejantes disparates.

—¿Y es cierto que los presiona bajo amenazas o soborna concediéndoles cargos?

—Señora, por favor...

—¿Puedo saber cuántos nobles humillaron sus blasones, prestándose a firmar?

—Os diré mejor quiénes se negaron.

—¿Tan pocos me han sido fieles, Juan?

—Más fiel que ninguno, el almirante.

—¿Hasta qué punto?

Los ojos del secretario se esclarecieron al mirarme y alumbraron una pequeña aurora en mi ánimo abatido.

—Pese a las noticias anteriores de represalias muy duras por no obedecer, el almirante se opuso: «Si su alteza ordena que firme este documento repleto de tan graves acusaciones —le replicó a don Felipe—, considerará justo que antes solicite yo ocasión de ver y hablar a la soberana.»

—¿Qué respondió el archiduque?

—Se mostró de acuerdo. Ése es el motivo de mi presencia, señora, anunciar la visita del almirante.

En la puerta de mis aposentos le recibió Garcilaso. Yo aguardaba dentro, acompañada por el arzobispo de Toledo, a quien seguía odiando con absoluta cordialidad. En aquel instante me resultó muy desagradable que el insigne fraile fuera testigo inevitable de la importante entrevista a punto de realizarse. El almirante conversaría conmigo para determinar mi estado mental mientras el rígido religioso, de carácter irreductible, quizá sacara dudosas consecuencias oyendo mis explicaciones. Aquella forzosa intimidad me irritaba.

—Si vuestro verdadero nombre es Gonzalo —le sorprendí con mi intención de zaherirle—, ¿por qué os hacéis llamar Francisco?, ¿os agrada mentir?

—No miento, alteza. Francisco es mi nombre en religión.

—En tal caso os hubiera sentado mejor llamaros Pedro.

Su rostro enjuto expresó asombro.

—¿Pedro...? —dijo—. ¿Por qué, señora?

—Porque Pedro fueron los tres primeros inquisidores. Pedro de Verona, en Italia, Pedro de Castelnau en Francia y Pedro Arbués en Aragón. —Guardé silencio aposta y luego añadí, sombríamente—: Los tres murieron sacrificados.

Si al término de la entrevista decidía firmar apoyando mi reclusión, estaba avisado que no me dejaría sorprender. Nada más pude añadir, pues la puerta se abrió. La grata oscuridad de la habitación frenó el calor asomado en el umbral. Cegados por el sol de Mucientes, los visitantes parpadearon indecisos en la penumbra. En seguida descubrí los ojos del almirante buscándome como solía durante las audiencias de mi madre que yo presidí infantilmente a los pies del trono. Recuperada de pronto mi subordinación de niña, me puse en pie ante el recuerdo.

—¿Venís de donde mi padre está? —dejé entrever mis ansias—. ¿Le hallasteis bien, almirante?

Mi cuerpo enlutado se difuminaba en la habitación y casi desaparecía contra sus paredes tapizadas en negro. El almirante necesitó buscar la voz para situarme.

—No pase pena vuestra alteza —dijo acercándose—. Don Fernando goza de muy buena salud.

—¡Cuánto hubiera dado por verle! —murmuré ensimismada.

El ambiente saturaba melancolía. Frente al noble servidor de mi madre, sentí como nunca la feroz dentellada de la orfandad. La entrevista fue dura y, a su término, se decidió repetirla al día siguiente. Acabadas las doce horas de diálogo, el almirante de Castilla declaró oficialmente a Felipe, bajo palabra de honor, que a lo largo de la conversación jamás dije algo inconveniente. «En cambio —apostilló adrede el almirante—, doña Juana se mantuvo muy atenta a cuanto le dije acerca de los daños causados al reino por sus peleas con el esposo y la manera de proceder en su trato con el gobierno.» Añadió también que me notó muy interesada en sus explicaciones, suponiéndome dispuesta a corregir mi actitud. Y, ciertamente, así era.

—Disiento de su opinión, almirante —declaró decidido Felipe—. Me ratifico en la mía y persisto en el propósito de encerrar a doña Juana, presentándome a solas en Valladolid para mi coronación. Es la mejor solución a los problemas de Castilla.

—Mire bien su alteza lo que hace —con peligrosa gallardía me defendió el almirante—. Ir a Valladolid sin la soberana, sería cosa de gran inconveniente pues el pueblo se halla alborotado a causa de su inexplicable ocultamiento y los grandes tendrían ocasión de agitar el reino pidiendo a voz en grito la liberación de doña Juana. Os recuerdo que vino a España a reinar y no a ser encarcelada. Mi parecer respetuoso es que su alteza no la separe de sí. Y puesto que el principal mal son los celos, encerrarla sería aumentar la enfermedad y la pasión.

Fueron muy razonables sus palabras, pero resultaron inútiles. Ni la amenaza de provocar motines en un país que no era el suyo, ni la posible existencia de rencores sembrados en el altivo talante de mis súbditos humillados por el favoritismo que Felipe dispensaba a sus compatriotas, consiguieron disuadirle de su errónea conducta. El archiduque prefería arriesgar el trono de Castilla antes que soportarme a su lado. La fuerza de su ambición me produjo espanto, pero fue peor entender que su desamor superaba la ambición. Por temor a confiarme a un enemigo, paseaba silenciosa en el vacío de mis habitaciones. ¿Cuánto tiempo, quizá años, iba yo malviviendo entre castillos, fortalezas o palacios, eternamente espiada y sintiendo trepar por mi cuerpo el frío de la hostilidad? El anciano procurador de Toledo, don Pedro López de Padilla, fue desterrado de la corte por su decisión de guardarme fidelidad hasta la muerte y no consentir que la reina de España fuera encerrada contra su voluntad. En Andalucía se habían declarado partidarios de mi liberación el duque de Medina-Sidonia, el conde de Ureña, el marqués de Priego y el conde de Cabra. Los nobles castellanos, a Dios gracias, aún no se habían convertido en cortesanos y reaccionaban acordes a su natural orgullo y antigua independencia. Antes de empeorar el Estado de la nación, decidí acudir a Valladolid y ser coronada.

—Ya era hora —sentenció Felipe cuando le hice transmitir mi decisión—. Necesito que las Cortes me concedan cuatrocientos mil ducados para hacer frente a los dispendios que requiere mi corte y el mantenimiento de los dos mil hombres de mi guardia.

En esos días veraniegos de calor aposentado, cuando los pastores suelen esquilar las ovejas en el aprisco y el campo repite como un eco los balidos del rebaño, recuerdo que hicimos nuestra entrada en Valladolid siendo diez de julio en el aire, y hora de tinieblas en mi corazón. Varios caballeros aguardaban en la ciudad para entrar bajo palio. A punto de iniciar la marcha de la comitiva ordené:

—Quien haya dispuesto dos estandartes precediéndonos, que retire de inmediato el que va delante del archiduque. Solamente yo soy reina de Castilla. Sólo ante mí puede tremolar la enseña real.

El carácter de Felipe me hizo temer una reacción violenta, pero mi esposo no se atrevió a contradecirme en presencia de toda la nobleza castellana allí reunida. Mi lucha contra el abuso de su poder, no cejaba. Y, le agradase o no, hubo de pasear la humillación inferida por las calles engalanadas de la primera ciudad de mis Estados. Vestida de luto y montada en corcel blanco con gualdrapa de terciopelo, sonreía triunfal debajo del velo que me cubría el rostro. Mi madre quiso que ningún extranjero gobernase España. Y yo iba a conseguirlo. Frente a la iglesia, después de apearme y alzar el velo, me dirigí al siempre inevitable Cisneros.

—Cuando salgamos del templo, don Felipe será rey consorte; mi hijo, el príncipe Carlos, heredero del trono. Pero yo seré soberana absoluta, propietaria de todos mis reinos con sus habitantes, incluidos el rey consorte y el príncipe heredero que, sin mí, no serían nada.

—Y yo me felicitaré por ello, alteza.

—Vos os podéis felicitar si así os place. Pero a mí no me modifica la esencia ni la voluntad, puesto que soy reina desde el fallecimiento de mi madre. Por motivos acordes al ejercicio de mi dignidad, os conmino a responder a una pregunta: ¿Por qué os habéis pasado al bando del archiduque, siendo anteriormente adicto a los monarcas Isabel y Fernando?

—Yo no estoy en el bando del archiduque, señora. Ayer como hoy, permanezco fiel a mi principio de fortalecer el poder real. Os aseguro, alteza, que me hallaréis siempre donde mi persona haga falta para enderezar el reino.

—Decisión que tomaréis según vuestro criterio, claro. Me parece que no os disteis cuenta de que acabáis de darme una magistral definición de la infidelidad. Vuestra actitud, Cisneros, me produce náuseas.

Mantenerme sin apoyo en el puesto de reina más importante de Europa, era de todo punto imposible. Echaba en falta la compañía de alguien que me ayudase a transformar mis dudas en sólidas columnas de fe. Por desgracia, nunca hubo ese alguien ni lo habría. En su lugar, vinieron a reanimar mis decaídas fuerzas, hechos acaecidos en alguna parte de las recoletas calles vallisoletanas. No muy distante de donde yo me hallaba, se celebró la boda de mis padres y tuvo efecto el óbito de Colón. Aquel hombre alto, de pómulos salientes, ojos grises, pecoso, y de varoniles rasgos, acabó sus días en Valladolid sin aclarar dónde los empezó. Pontevedra, Saona, Oneglia, Cogoleto, Boggiaco, Córcega, Pradella, Timate, Terrarosa y Génova se disputaban el privilegio de haber visto nacer a Cristóbal Colón. Con mayor autoridad, Génova, pues así lo declaró el propio Colón cuando, en 1498, se instituyó su mayorazgo. Sin embargo, la afirmación fue puesta en duda al suponerse que el Almirante mintió, movido por el ansia de ser considerado pariente de los Doménico Colombo, famosos marinos italianos. Dormido ya para siempre, quizá no supo nunca que, muy cerca de la casa donde cerró los ojos, contrajo matrimonio, precisamente en el palacio de don Juan de Vivero en el cual habitaba, una jovencita de dieciocho años, blanca de piel, cabellos castaño claro y ojos entre verde y azul que, al pasar los días, iba a convertirse en reina quizá para sufragar el coste de sus sueños de navegante. Desde los siete años mi madre estuvo prometida a don Fernando, doce meses menor que ella e hijo de don Juan, rey de Navarra y Aragón. También aspiraron a su mano el duque de Berri, hijo del rey de Francia; don Carlos, príncipe de Viana; don Alfonso, rey de Portugal, y don Pedro Girón, maestre de Calatrava. Pero la infanta regresó a sus promesas de niñez y se casó con aquel mozo de tez tostada y ancha frente, destinado a ser mi padre. El Almirante, Isabel de Castilla, Fernando de Aragón y yo, Juana de Castilla, nos cruzamos a destiempo por el aire vallisoletano. Dos ya habían muerto. Y la muerte, por estar, solamente por estar, concedía un valor inestimable a la vida. Una vida que a toda costa me prometí defender.

—Me informaron que don Felipe propuso nuevamente a las Cortes mi reclusión alegando, una vez más, mi incapacidad mental —dije a mi secretario.

—Es lamentable pero cierto, alteza.

—¿Conocéis la respuesta?

—La conozco, señora. Tomó la palabra el almirante de Castilla y estuvo magnífico. «La reina —dijo— entró como tal en Valladolid, atendiendo mis consejos y demostrando sana prudencia. No observo ninguna sinrazón en el hecho de que la soberana cumpliera su deber dejándose jurar y acatando ella misma las leyes y privilegios de la ciudad.» Acto seguido, con gran osadía y arrogancia, atacó el ánimo indeciso de algunos grandes, asegurándoles que no existían motivos de temor, pues iba a emplear todo su poder y fuerzas en proteger a quienes se pronunciaran en contra de vuestra reclusión, señora.

—¿Se alcanzó alguna concordia?

—No, alteza —admitió el contrariado Juan—. La petición de don Felipe fue rechazada y denegado, por tanto, el permiso de recluiros. Aquello resquebrajó el acuerdo de la nobleza y dividió las opiniones. Pero mucho me temo que dejó intacta la voluntad del archiduque. Haciendo uso de la confianza que me otorgáis, me atrevo a rogaros que os mantengáis alerta, señora. Nuestro archiduque don Felipe no volverá a suplicar en las Cortes.

—Entiendo, Juan. No te violentes. Intentas decirme que persistirá secretamente en su idea de encerrarme. ¿Verdad?

—A la primera ocasión y sin ningún miramiento.

Aislada y vigilante desde mi aparente desinterés, detectaba de inmediato las ocultas intenciones de Felipe. El resto del verano transcurrió alteradísimo. Forzaron la voluntad de la marquesa de Moya, amiga de la infancia de mi madre, para que entregase el Alcázar de Segovia a don Juan Manuel, señor de Belmonte, con la secreta intención de encerrarme allí el resto de mi existencia. Al intuir el verdadero destino de la fortaleza, la vieja marquesa se negó a obedecer, contestando: «Sólo doña Juana tiene derecho a disponer del castillo que su madre, la reina Isabel, entregó a mi custodia.» Felipe puso cerco al Alcázar con intención de rendirlo. Mientras conseguía su propósito, tuvimos que pernoctar en Coceges, un pequeño villorrio al cual llegamos a punto de extinguirse el día. Las torres de un inesperado castillo perfiladas sobre los oscuros tintes del ocaso desataron mis recelos. Quizá Felipe usaba tanto la amenaza de Segovia y su imponente Alcázar para distraer mi atención mientras entraba de buen grado en el pequeño castillo de Coceges, casi desconocido, ideal para ser olvidada y verdadera meta de mi destino. Atemorizada, me negué a entrar. Me negué a descansar. Me negué a dormir. Pasé la noche entera de un lado a otro montada en una mula.

—Tiene la manía de huir a caballo —murmuraron.

—Le gustará el campo.

—Pues ahora habrá de gustarle vivir en un alcázar. El de Segovia ya pertenece al favorito de don Felipe.

Sabedora de que mis órdenes debían ser cumplidas, con toda malicia le comuniqué al archiduque públicamente mi decisión de visitar Burgos. El valido mostró su contrariedad.

—¿Burgos? —don Juan apenas contenía la irritación—. Perdonadme, alteza, pero vuestra esposa debe de tener confidentes.

—¿Por qué?

—La elección del lugar y el momento tan apropiado de solicitarlo indican un acierto desconcertante en alguien, como se pretende asegurar, falto de luces. Además de retrasar su ida al Alcázar, una vez en Burgos se hospedará en la residencia del condestable de Castilla, don Pedro Hernández Velasco, duque de Frías, casado con una hija ilegítima del rey Fernando llamada Juana de Aragón. También en Burgos habita el almirante de Castilla, que ya sabe su alteza cómo las gasta, y reúne en la ciudad el mayor número de sus adictos. No cabe duda: alguien informa a la reina de manera exacta y minuciosa.

—Entonces... —apremió Felipe.

—... Continuaremos nuestra política de concesiones. Iremos a Burgos. Iremos a cualquier parte. Iremos donde la reina decida. No importa en absoluto. Pero vuestra alteza sabe que, un momento u otro, alcanzaremos nuestro fin.

Aunque el relente de la noche pasada al aire libre en las afueras de Coceges perjudicó mi salud, reanudamos la marcha. Agravado mi malestar, hube de acostarme en Tudela, donde fui testigo del enfado de Felipe, pues siempre decidido a no perderme de vista, estuvo obligado a permanecer conmigo y recibir a reyes y embajadores en tan inadecuado lugar. Ya repuesta, emprendimos la ruta de Burgos. Me alegré al saber que residiríamos en la casa del Cordón, hermoso edificio proyectado por el arquitecto musulmán Mahomet, conocida con tan curioso nombre debido al cordón franciscano que decoraba la fachada del palacio de los Condestables de Castilla, pertenecientes a la Orden Tercera. Esperaba yo que la dueña del palacio, mi hermanastra doña Juana, además de oír mis quejas y quebrantos, diera alguna solución a mis problemas. Pero tal como yo entraba en la casa del Cordón, salía mi hermana. Nos vimos de lejos.

—¿Qué sucedió? ¿Por qué se marcha mi hermana? —interrogué al Condestable.

—Mi esposa, alteza, fue obligada al abandono de su morada para evitar que se confabulase con vos en contra del archiduque. Suplico perdón, señora, pero las órdenes de don Felipe son inapelables.

Era época de vendimia y yo la sentía en el corazón apretado de disgustos. Burgos se me aplomaba en el alma y, aun de lejos, los burgaleses me parecían afectados del mismo desánimo. Pero no se trataba de imaginación. El descontento iba en aumento. Los gastos de mi esposo se hicieron excesivos y decidió vender cargos, hipotecar rentas del Estado, enajenar bienes de la Corona. Envió un ejército de recaudadores a cobrar las contribuciones y el pueblo los veía pasar como la peste que, por otra parte, asolaba el país. El disgusto era general y después de siete años de sequía y malas cosechas, las huestes de mi esposo llovían sobre mojado. Sumidos en la desesperación, los castellanos contemplaban impotentes el paso de un ejército extranjero armado hasta los dientes al que, además, habían de alimentar. La atmósfera política, por momentos más enrarecida, hizo que el archiduque presionara a la nobleza adicta a mi causa. Al viejo almirante le exigió la entrega de una de sus fortalezas y el noble caballero hubo de confiar las llaves al archiduque. Cuando Felipe depositó el castillo en manos de don Juan, se celebró la toma de posesión con un gran festín. Aquella interminable noche algo amenazaba. Mientras los flamencos se embriagaban y divertían en el castillo, los burgaleses, deslizándose pegados a los muros, iban por las casas comentando su disgusto. Tampoco dormían los caballeros. Varios personajes se me acercaron a confiarme su añoranza por la rectitud del gobierno de los Reyes Católicos. Yo pasé la velada en compañía de mi aya en el salón de recepciones.

—Estoy seguro, alteza, que os agradará contemplar de nuevo estas maravillas —señaló el marido de mi hermanastra.

En los muros de la estancia, iluminados con abundancia de candelabros, pendían varios tapices pertenecientes a mi madre. Después de su fallecimiento se vendieron en almoneda en la villa de Toro, según costumbre. Lo mejor de la colección se envió, por orden testamentaria, a la capilla real de Granada y el resto quedó disperso entre desconocidos compradores. Pero allí estaba, para mi goce particular. La misa de san Gregorio, tapiz flamenco que yo traje a la reina en mi primer viaje, cuando contaba veinte años y mi madre se mantenía a duras penas sobre la engañosa peana de su deteriorada salud. Eché en falta, muy especialmente, el tapiz tejido en oro obsequio de la noble dama condesa de Ribadeo y los tapices que le compraron mis hermanas. Los paños de Arrás que Isabel la Católica heredó de sus antepasados y los seis paños llamados de oro, que yo adquirí en Flandes y representaban la vida y triunfo de la Virgen, no se hallaban en la casa del Cordón. Como tampoco estaban los años felices y el mágico tiempo de mi pasión amorosa compartida. La luz plomiza del alba apagaba el titilar de las velas y los añorados recuerdos se desvanecieron. Agotadas las existencias de las alacenas y bodegas, también dieron fin a la celebración del castillo. Una inesperada calma envolvió la fresca presencia de septiembre y casi me pareció placentero el sonido irregular de la pelota. A mi esposo le agradaba entretenerse en el juego del frontón y se divertía en la solana. Horas después pensaba yo sombríamente en la incógnita de mi futuro, cuando me anunciaron:

—El archiduque se halla indispuesto. Sufre escalofríos y tiene calentura. Los físicos ya le atienden, alteza.

Fue un sorprendente grito de libertad. Enfermo y encamado Felipe, quizá yo recobrase la independencia. Si mi esposo no se hallaba en condiciones de respaldar actos en mi contra, ¿quién osaría poner reparos a la reina? Al cabo, iba a disponer de mi albedrío. Con cierta cautela abrí mis aposentos y me arriesgué a salir. La guardia no se movió. Avancé despacio entre los soldados y ninguno intentó impedírmelo. Cada minuto más segura, continué adelante. Adelante sin parar. No cabía duda, ¡por fin era libre! Entonces, y en pleno uso de mi libertad, realicé mi primer acto voluntario dirigiéndome a ocupar mi sitio junto al lecho de Felipe.

Lejos, por la superficie de las montañas que sitiaban el campo, chorreaba el sol tempranero como un hilo de aceite desprendiendo luz. Al fondo de la llanura silenciosa sonaba la zampona de un pastor. Debió de sacar pronto su rebaño a pasturar atraído por el frescor de la hierba que lucía su primera escarcha. El rocío congelado durante la noche era anuncio de que algo había cambiado en el clima burgalés. Se presentía en el aire un revuelo semejante a los preparativos de viaje y, desde lo alto de la serranía, el invierno espiaba el instante propicio para invadir la meseta. Muchas cosas iban a terminar con el verano, que acompañaba su agonía a otra agonía más dolorosa e inesperada pues, mientras yo creí reconquistar la salud de mi esposo, el destino trabajaba día a día en destruirla.

—¿Qué miras, Juana?

—El campo de Burgos.

El pulso me latía contra la piedra del muro donde apoyaba mi sien. Era tan fuerte el pálpito que consideré posible traspasar a la pared la vehemencia de mis sentimientos.

—¿Y eres capaz de mirar el campo, hallándome yo con tanto sufrimiento?

Estábamos solos. Solos como en Lier cuando nos casamos. Solos como en Gante, donde nació nuestro primer varón una noche de baile. Solos como en los primeros días del añorado palacio de Bélgica. Solos como en Brujas, reina del silencio. Solos como en nuestro primer viaje a España. Solos como únicamente pueden estarlo quienes habitan el mágico arrebato de los enamorados. La abstinencia de su amor había sido demasiado larga y aquella intimidad me trastornaba. La voz de mi esposo venía a buscarme recién salida del lecho, con la acogedora temperatura del embozo y el tibio calor de los cuerpos jóvenes. Su indudable seducción se me encaramaba por la espalda hasta alcanzar los hombros y rozar mis mejillas con el delicado aroma de las caricias perdidas.

—Cuando yo miraba lejos tú dormías —intenté sobreponerme—. Pasé la noche entera a tu lado, bien alerta. ¿Qué puedes temer?

—La muerte —suspiró—. Algo que habita en un lugar donde no llega tu influencia.

—Pero son muchas las personas que enferman, y muchas las que sanan.

—En cambio, yo moriré —confesó pensativo—. Recordarás, Juana, que a últimos del pasado agosto vimos un cometa, entre mediodía y poniente, que revolvió el cielo con su llamarada. Por entonces nadie osó interpretar el significado de su aparición. Ahora ya sé que el cometa anunciaba mi fallecimiento.

Viéndole sufrir olvidé su hostilidad, los enfrentamientos conmigo por su obsesivo empeño en arrancarme el reino que me pertenecía, mi tormento a causa de sus amoríos, la reclusión a que me tenía sometida. No sentí fatiga de cuidarle día y noche. Olvidé que me hallaba en el quinto mes de embarazo. Sólo pensaba en que siguiera viviendo pues, si perdía la vida, también yo perdería su amor. El riesgo me empujó a una lucha desesperada. Según mi criterio, el archiduque mejoraría y me abstuve de dar crédito a los devastadores dictámenes médicos. Ludovico Marliano Milanés, posteriormente obispo de Tuy, certificó en su calidad de físico que la verdadera causa del malestar de Felipe provenía del exceso de ejercicio, en clara referencia al juego de pelota. La fiebre continuaba. Le sacudían los vómitos. Se llenó de manchas negras. Le martirizaban a fuerza de purgas y sangrías. A criterio de Parra, médico de cabecera, el archiduque padecía inflamación de los pulmones y anginas. El conde de Fürstenberg había escrito al emperador Maximiliano para comunicarle el temor que sentía mi esposo de ser envenenado y su imperial majestad nos preguntaba, hondamente preocupado, si en los cuidados prestados a Felipe se consideraba defenderle de aquella posibilidad. El rumor de un probable envenenamiento se levantó de pronto, y de nada sirvió mi abnegación y afecto. Los flamencos también sospechaban de mí.

—Has de esforzarte en comer, Felipe —y a manera de incentivo, prestándole confianza, probaba sus manjares antes de ofrecérselos.

A pesar de mis cuidados y contra mis deseos, el archiduque agonizaba, si por agonía se entiende el lento desprendimiento de la vida. Nunca fui consciente de la gravedad, pero algunos la detectaron y, mientras en la alcoba de Felipe flotaba el fracaso de una existencia que terminaba demasiado joven, los grandes y nobles partidarios de mi esposo acudían al palacio de Ximénez de Cisneros convocados por el poderoso arzobispo de Toledo. Después de que su ilustrísima les planteara el problema de la sucesión, las opiniones se manifestaron divididas. Los flamencos y los españoles adictos a Felipe propugnaban nombrar rey de Castilla a mi hijo, el príncipe Carlos, que seguía educándose en los Países Bajos. Naturalmente, con seis años de edad, necesitaría la tutela de un regente y ninguno mejor que su abuelo el emperador Maximiliano. El condestable, el almirante y sus partidarios se declararon fieles a mi padre, reclamando su regreso de Italia. El resto de la nobleza, en especial los grandes andaluces, se definieron contrarios a la regencia de Maximiliano y al reinado de Fernando el Católico. Cisneros propuso entonces renunciar a soluciones extranjeras. En Castilla existían hombres de prestigio y entre ellos se debería escoger regente. La solución fue bien recibida y cuando los allí reunidos buscaron la persona adecuada para tan importante cargo, no tardó en hacerse evidente que el hombre de más prestigio ante el reino no podía ser otro que el propio arzobispo. Así fue como el día veinticuatro de septiembre de 1506 quedó instaurada una regencia en Castilla bajo la jefatura de Francisco Ximénez de Cisneros. El humilde franciscano que aceptó a regañadientes el puesto de confesor de la reina Isabel, y a quien yo recordaba en el castillo de la Mota intentando separarme del archiduque, acababa de ser nombrado gobernador general del Reino. Recibí aquellas noticias con honda amargura. ¿Por qué buscaban sucesor a Felipe si Felipe no era el rey? ¿Y por qué se empeñaban en buscar un rey si la reina era yo? Durante el curso de las conversaciones ni uno solo de mis súbditos reclamó el gobierno para mí, legítima propietaria de la corona. Nadie dijo: «¡Castilla por doña Juana!» Un cerco de silencio ahogó mi nombre.

—Juana —habló penosamente mi esposo—, voy a morir.

—No digas eso, Felipe. Superarás esta crisis y aún nos queda un hermoso futuro esperando. Debes confiar.

—Yo no tengo futuro, Juana.

—Lo que no tienes es fe. Al menos confiarás en Dios, ¿verdad?

—¿Pero cómo voy a confiar en Dios, que está en el futuro, si no confío en el futuro? Créeme, Juana, me estoy muriendo.

En seguida de oír estas palabras, me horrorizaron. Y las dejé abandonadas en el miedo que las envolvía. Con el ánimo encogido me alcanzó una ráfaga de verdad: mi esposo se moría. Me incliné sobre él como quien busca el misterio que permite desguarecer un cuerpo de su espíritu. Incuestionablemente algo se modificaba en mi esposo y, para mi propio terror, también yo me iba modificando ante el espectáculo de la muerte. Sobre todo, y a medida que Felipe cedía ante su invasión, yo misma la aceptaba.

—Juana... —tenía el rostro cubierto de sudor y sus ojos miraban desde una lejanía terrible.

—Dime...

Pero no dijo. Únicamente alcanzó mi mano, llevándola encima de su pecho.

—Ya sé, ya sé. No te esfuerces. Se te enfría el corazón, ¿verdad, Felipe?

Fue una mirada ansiosa, desesperada. Aquellos ojos aterrados adivinaban el final y, sabiéndose perdidos de antemano, se rendían sin atreverse a solicitar una imposible ayuda. Por la estancia pasó como un fantasma la bella dama belga de los rizos de oro, el peinador de gasa, y la búsqueda del billete amoroso del archiduque entre las flores del invernadero. Eran cosas inútiles frente a la gravedad del momento. Eran pequeñas brisas de vacío ante la cercanía de la eternidad. Al asomarse a la ventana y caer sobre mí la inconmovible belleza de la noche, tuve escalofríos. ¿Acaso el universo no se alteraba ante el desgarrador momento de una agonía humana? El cielo brillaba igual que en Bruselas cuando la luna, navegando en la distancia, pasaba sobre la sombra del palacio llenándolo de plata.

—Estoy cansado. Cansado de ir y no llegar. ¿Dónde voy, Juana?

Ambos seguíamos idéntica dirección: hacia el silencio y las tinieblas. Tinieblas y silencio en vida para mí. Tinieblas y silencio eterno para él. Y como si se hiciera sumo sacerdote de aquella mística aterradora, compareció en la alcoba mortuoria Diego Villaescusa, el presbítero que nos casó. Amparados en el vuelo de su ropa talar, entraron los angélicos cantos de nuestra boda. Comenzaba el amanecer y la potencia de su luz, mate y dura como un cuchillo, limpia de adornos, mondaba la realidad mostrando su crudeza. El rostro de Villaescusa no estaba menos lívido que el de Felipe pero, de repente, adquirió contornos monjiles para ponerse a rezar. De manera fluctuante iba y venía alrededor del lecho, soltando una retahíla de latines en observancia del rito de bien morir. Felipe consentía, aunque no participaba. Y a mí me enterneció su postura de niño implorando protección. Los criados entraron en silencio distribuyendo por la estancia grandes candeleros de pie con hachones encendidos. El olor a cera anunciaba la tétrica llegada de la muerte. Y no estábamos todos allí por Felipe, sino por ella; con el secreto fin de congraciarse, amansarla y conseguir que al llevarse al archiduque, olvidara a los demás. Casi inadvertidamente fui reconociendo rostros de gentes muy enaltecidas. Alguien puso al lado del lecho un reclinatorio. Acercándose, el sacerdote me invitó:

—Alteza, os haría bien rezar conmigo unas invocaciones a Dios Nuestro Señor.

—¿Para qué?

—Es la manera cristiana de separarnos de quienes se nos van para siempre.

Querían despedirle. Iban a decirle adiós. Ni se les ocurrió indagar la opinión del moribundo pues, en su calidad de tal, ya no interesaba. Simplemente se lo quitaban de encima a jirones, aprisa, antes de que su húmeda huella de cadáver les mermara la egoísta vitalidad. El alba ya no estaba. La mañana crecía vigorosa, con un vigor excesivo para la escasa fortaleza del enfermo que, incapaz de soportarla, acabaría por sucumbir. Llevaba ya mucho tiempo sin mirarle, retenida por ese pudor morboso de quien observa algo a través de la cerradura. Asustada de lo que pudiera ver, giré lentamente la cabeza, deslizando la mirada por el ventanal donde lucía el cielo como puesto en una hornacina. Observé el brasero portátil con el fuego encendido para mitigar el frío anticipado del enfermo. ¿Por qué los moribundos consumen un trozo de porvenir antes de marcharse? En el banco cubierto de ricas telas y en las sillas plegables de tijera se acomodaban algunos grandes. Nobles adictos a Felipe se habían sentado en los cojines colocados encima de los cofres. Era posible morder en el aire la agonía e imposible descubrir por dónde se iba marchando Felipe aunque, ciertamente, así era. Antes de abordar la visión del lecho, respiré hondo y me crujió el corazón.

Durante los seis días anteriores, mi esposo estuvo quejándose y añadieron otros colchones a los puestos. Las cortinas de aquel trono mortuorio aparecían separadas y, en el centro de la cama, aquel muchacho de Lier que obligó a su gobierno a que anticipara nuestra boda, apenas abultaba debajo de las sábanas. Para ocultar mi emoción a los presentes, me hinqué sobre el reclinatorio. El sacerdote seguía murmurando jaculatorias. Un coro susurrante apoyaba las preces con el monótono «ora pro nobis». La atención puesta en Felipe, decidí sumarme a los rezos con una íntima y desesperada oración:

—Por esos pies que corrieron detrás de mis noches...

—Ora pro nobis.

—Por esos brazos que me oprimieron a su pecho...

Ora pro nobis.

—Por esa cintura que se quebró buscándome...

—Ora pro nobis.

—Por el aliento de esa boca que insufló en la mía el aliento de mis hijos...

—Ora pro nobis.

—Por las manos que al rastrillarme el cuerpo me llamearon la vida...

—Ora pro nobis.

Un chasquido semejante al de las ramas secas al quebrarse interrumpió mi descenso a los infiernos. Interrumpió también las invocaciones y jaculatorias. El silencio se hizo más tenso que un tejido en el telar. Gotas de sudor frío me resbalaban en la frente. El sonido cavernoso se repitió. Era el enfermo.

—Juana...

Me incorporé temblando, adelantándome hasta casi caer sobre mi esposo. Reclamada por algo que aún parecía amor, le animé a continuar.

—¿Qué deseas, Felipe?

—Juana... —trató de sonreír pero el gesto se le quedó en mueca—. Juana, yo...

Clavó su mirada en la mía con la angustia de quien pide auxilio demasiado tarde. De pronto, se desprendió de mí y sus ojos giraron alrededor de las órbitas quedándose inmóviles en un ángulo de las cuencas. Permanecí largo rato contemplando aterrada el repentino vacío de las retinas. Mi esposo ya no estaba en ellas. Al punto me invadió la tenebrosa fuerza del deseo acumulado a lo largo de mi existencia junto a Felipe. Era un deseo insoportable. Seco como las cepas de una vid retorcida. Como obligar a las mariposas a cumplir nupcias en un vertedero. Como resucitar cadáveres ofreciéndoles rosas. Como amarse uno a sí mismo, aisladamente. Un deseo urgente, cercano al paroxismo, acuciado por la evidencia de que los últimos signos vitales de Felipe se me escapaban y nunca los alcanzaría si continuaba entreteniéndome.

—Señores... —los despedí con un ademán decisivo—. Mi esposo, el rey consorte, acaba de morir.

Dicho esto corrí las cortinas de la cama y entré en aquel lecho glacial. Cegada por la ventisca de los recuerdos, me tendí al lado de Felipe hasta que su frío apagó mi desazón. Fueron unas horas lentísimas, pobladas de visiones segmentadas. Retazos de sus ojos almendrados, de su varonil presencia, de sus finas manos, de sus cabellos rubios, de sus veintisiete años. Cuando aparecí de nuevo ante personalidades y cortesanos, los ojos inquisidores de los presentes me siguieron llenos de reconvención. Pero yo pasé entre ellos ignorándolos. Erguida dentro de mi traje negro. Desprendiendo al avanzar lilas marchitas, tréboles de cementerio, violetas desalentadas que nadie podía ver. Nadie excepto yo. Que las iría derramando a lo largo de mi existencia a partir de aquel lunes, veinticinco de septiembre de 1506, cuando me quedé sin Felipe y los burgaleses estrenaron el otoño.

Teas, cirios, hachones, luces de aceite y todo cuanto fuera menester, mantuvieron como un ascua la casa del Cordón durante la dilatada noche del velatorio. Empleados del palacio, nobles y gentes del gobierno, transitaban por las amplias estancias en completo silencio, subían y bajaban las majestuosas escalinatas, se inclinaban sin hablar o, en caso de necesidad, hablábanse entre susurros. El dolor, que encubría el talante habitual del palacio, se transmitió a otras casas de la misma ciudad y a otras de más allá de la ciudad, en otras tantas ciudades de las Españas. La muerte del jefe de Estado produjo terribles convulsiones aunque no, necesariamente, dolor. El dolor era todo mío. Y quizá por hallarme muy sensibilizada a causa del mismo, tuve la lucidez de percibir cuanto sucedía en aquella penosa noche de viudedad. Antes de oscurecerse el sol a punto de caer en el horizonte, las huestes de Cisneros entraron sigilosas en palacio dispuestas a preparar los necesarios aposentos para una estancia indefinida del gobernador general del Reino. La llegada fue tan inmediata que, cuando se produjo, todavía respiraba el archiduque, realizándose la ocupación con la suntuosidad característica de semejante personaje, aunque no de su persona pues, según costumbre y mientras no actuara en funciones de su cargo, vestía el humilde hábito franciscano. El rápido despliegue no dejó huella de la furtiva entrada en el edificio de un ejército de hombres. Todavía más rápido surgió un bando de la regencia en el cual se anunciaba, a cuantos circulasen armados por las calles de Burgos, que sufrirían pena de azotes; si llevasen daga perderían la mano, y si derramaran sangre se los ajusticiaría en el acto. A la publicación del bando siguió la obligada intervención de soldados que garantizara su cumplimiento y, en consecuencia, una serie de sombras amenazadoras aparecieron en los rincones de la ciudad. La contundencia del edicto abortaba cualquier posible levantamiento en mi favor, impidiendo que yo tomase las riendas del gobierno. En tanto yo velaba amargamente el cadáver de Felipe, Burgos me velaba a mí, reina viva, como a un cadáver fingido. Las cocinas de la casa del Cordón encendieron sus hachones y lumbres. Una docena de sirvientes adormilados preparaban caldos, infusiones y lo que hiciera falta para culminar con el debido ímpetu interminables horas de trabajo. Nunca una inmovilidad tan absoluta como la del regio difunto generó tanto movimiento. Su oleaje llegó hasta Simancas, lugar donde se educaba el pequeño Fernando, aquel hijo nacido en Alcalá de Henares mientras su padre escapaba de España. También ahora, al escapar su padre del mundo, alguien iba en busca del infante con mal definidas intenciones. Anteriormente al óbito de Felipe ya hubo en Simancas un intento de rapto por parte de los flamencos, dispuestos a valerse del niño para desarmar la potencia gubernamental de Cisneros. Acudieron a reclamar la tutoría del infante con cartas del rey, que luego se descubrieron fingidas, don Diego de Guevara y Philippe Ala. El recelo del ayo de la criatura, don Pedro Núñez de Guzmán, clavero de Calatrava, le llevó a comunicar sus sospechas al presidente y oidores de Valladolid quienes, una vez informados y en compañía de numerosos vecinos vallisoletanos sólidamente armados, se dirigieron a Simancas donde desbarataron la intriga. Por temor a que se repitiera el intento, aquella noche tan poblada de reyes muertos, porvenir sin monarca, maquinaciones y amenazas, mi añorado hijo de apenas tres años atravesó la siniestra madrugada en brazos de su ayo. Iban en dirección a Valladolid y su dormida alteza quedó allí depositada en el colegio de San Gregorio, fundado por don Alfonso Burgos, obispo de Palencia de la Orden de Santo Domingo, cuando no podía ni suponer el alivio que su decisión significaría para mi primer hijo español. Tampoco en la cámara mortuoria del palacio de los Condestables, la noche se concedía tregua. Avisada de la trágica pérdida de nuestro soberano, regresó de urgencia aquella a quien el muerto echó de su casa: mi hermanastra Juana, la cual, ayudada de otros allegados, se encargó de que vistieran regiamente al difunto. A tal fin, por mediación de mis doncellas, hice llegar algunas prendas a la alcoba de Felipe. Había donde escoger. Camisas finas, holgadísimas y bordadas, de notoria influencia musulmana. Borceguíes altos acordonados en plata. Jubones de seda. Calza pantalón en una sola pieza traída de Borgoña. Sobrevestes de amplísimas hombreras. Guantes bordados en oro. Sombrero de plumas de pavo blanco. Y largas cadenas, abundantes y suntuosas. Felipe iba a presidir su último acto oficial de acuerdo a su condición de hijo del emperador Maximiliano, de yerno de los Reyes Católicos, de esposo de la reina Juana I de Castilla, de soberano de los Países Bajos y, sobre todo, en su condición de hermoso joven capaz de enamorarme hasta enloquecer. Desde mis aposentos, yo imaginaba penosamente el lento revestir de aquel cuerpo tan amado. Invisible entre el humo de las antorchas y el revuelo de las manos ocupadas en el cumplimiento de las obras de misericordia, mi espíritu encelado recuperaba con avidez la cálida geografía humana donde tantas pasiones derramé. Resultaba duro pensarlo, pero enterrar al difunto no cancelaba las sensaciones vivas ni disminuía las arraigadas exigencias. ¿Dónde iría yo con mi corazón a cuestas en una noche tan desorientada? Lo peor de la muerte era quedarse vivo. Sofocar en el alma las convulsiones provocadas por su aparición y, en cambio, dar preferencia al trato irrespetuoso del hecho más trascendental de nuestra existencia. Súbitamente fatigada, tomé asiento frente al bargueño donde lucía un antiguo espejo de mi madre. Se trataba de una joya excepcional y me recordaba las custodias. En la parte delantera de su base cuadrada se abría un cajoncito destinado a joyero y, en lo alto del fino pedestal que se erguía desde la base, el cuadro de oro grabado al fuego escondía el espejo que apareció, redondo como una hostia, apenas tiré hacia un lado la cenefa ornamental de su bella orfebrería. Casi enseguida me asomé al misterioso cristal azogado. Esa ventana donde nunca se quedaba mi imagen, que siempre la devolvía, que jamás reveló las cosas reflejadas cuando yo no miraba. Conteniendo la turbación fui arrimándome al espejo, cautamente, con el deseo y el temor de hallar el apacible rostro de mi madre flotando sobre la tranquila superficie del cristal. Desde que me notificaron su fallecimiento, como era lógico, ya no la vi más. ¿Y si estuviera allí? Quizá morir significaba perder la facultad de reflejarse. Quizá mi madre murió porque el espejo le arrebató su imagen. Quizá yo la liberase al abrir el mágico cristal. Sin embargo, nada sucedió. De espaldas a la puerta de mi habitación, lo primero que observé en el espejo fueron los rojos capelos cardenalicios, las blancas capuchas de los frailes, las suntuosas vestiduras de los grandes a quienes las llamas del alumbrado acentuaban o disminuían el tamaño en su tránsito por la escalera. Pero no vi a mi madre. Entonces me acerqué más y todo desapareció, quedando únicamente mi rostro detenido en el espejo. ¿Qué hacía allí mirándome a mí misma y dando crédito a una imagen virtual a la que ni siquiera me podía comparar? Estuve mirándome tan fijamente que pronto fueron los ojos del espejo los que me miraban y yo quien retrocedía, llena de zozobra, temerosa de convertirme en imagen. Tuve ganas de huir. De caminar lejos. De emprender varios caminos simultáneos. De encontrarme cara a cara conmigo misma en alguna revuelta del camino. Busqué mi peine de marfil y comencé a ordenar los cabellos, deseando coordinar mis movimientos a los movimientos de quienes componían el arreglo de Felipe. Los amantes debían ser coincidentes, incluso en los enfados. En el desamor. En la pasión.

—¿Me permite vuestra alteza?

La doncella continuó peinándome y yo me recluí al fondo de mí misma para, desde allí, observar los acontecimientos. Luego sucedió todo muy aprisa. Cuando vinieron a buscarme llevaba bastante rato aposentada en un cómodo sillón de tijera, vestida rigurosamente de negro y un gran manto cubriéndome el rostro hasta los pies. A mi lado, alumbrando mi desesperación, un alto tenebrario con las quince velas encendidas. El candelabro triangular de los Oficios de Tinieblas en Semana Santa fue lo único que a Felipe le había parecido agradable en las ceremonias religiosas de la Pasión de Cristo. Mandé traerlo a mi alcoba y su presencia humeante transmitió alrededor la temblorosa sonrisa de Felipe cuando todavía me solicitaba.

—¿Le habéis ungido, Juan? —solicité a mi secretario.

—Con algalia, ámbar, perfumes y aguas olorosas, alteza.

Entre las últimas disposiciones de Isabel la Católica estuvo la de imponer los vestidos negros en señal de luto y anular los blancos, de coste considerable para una corte que presumía de austeridad. El acto del sepelio fue severo y nada ostentoso pues, en cumplimiento de la pragmática de Luto y Cera dada en Madrid cuatro años antes, exactamente el diez de enero de 1502, no se podían llevar en los entierros más de veinticinco cirios «porque todo exceso en tal punto no redundaba en sufragio y alivio de las ánimas de los difuntos, pues solamente fueron inventadas estas muestras de dolores por las gentes que no creían haber resurrección general y que las ánimas morían con los cuerpos, y así estas cosas de flaqueza y autos dolorosos fueron fallados solamente para solaz de los vivos». En tales condiciones la luz del sol resultó el más llamativo de los alumbrados. El resto de la ceremonia se compuso de una masa negra avanzando silenciosa por el campo, y el bizquear de los cirios que, de trecho en trecho, abandonaban en el suelo sus calientes lágrimas de cera. Absurdamente se derramó por mi memoria una vieja lección de Beatriz Galindo acerca de Mohamed ben-Abadallah, califa conocido con el sobrenombre de Almanzor, que significaba el victorioso. Natural de Málaga y estudiante de leyes en Córdoba, ganó cincuenta y siete batallas contra el enemigo y se hizo enterrar bajo el polvo de sus victorias acumulado en sus ropas durante la lucha. ¿Quizá lo recordé porque me dolía que Felipe entrara en la Historia sin dejar huellas importantes como político o soberano y únicamente se comentara su hermosura, su extenso conocimiento de los deportes, la fortaleza de su cuerpo, su gusto por una sociedad divertida o su pasión por las mujeres? No iba demasiado lejos la comitiva. En tanto no se decidiera dar cumplimiento a la voluntad de Felipe, expresada en su testamento, de ser enterrado en Granada, mi esposo descansaría en la cartuja de Miraflores. Apenas a una legua de postas desde Burgos, el fácil acceso me permitiría ejercer sobre el lugar una estricta vigilancia. Del amor de una vida no se desprende nadie sin oposición, ni tampoco cualquier sitio parece apto para el nuevo acomodo del ser perdido. A mi criterio, la cartuja era digna de recibir a Felipe. Antiguo palacio de Enrique III, fue donado a los cartujos por mi abuelo Juan II y, al convertirlo en monasterio, Juan de Colonia edificó la iglesia. En la portada se exhibían los escudos de León, de Castilla y del rey Juan II. Por mandato de Isabel la Católica, que ordenó la construcción de los mausoleos, allí descansaban los restos del rey Juan y su esposa Isabel de Portugal, no lejos de su hijo Alfonso, hermano muy querido de mi madre. Separarme del archiduque se me antojaba tremendo además de inevitable, pero me consoló saberle en tan querida compañía. Por fin Felipe accedía a formar parte de mi familia. Una sólida familia cuyos miembros fallecidos iban siendo ya numerosos. Al imaginarlos reunidos emanaban una extraña fortaleza, cuya comprensión me estaba vedada. En realidad, los muertos me rechazaban. Yo no pertenecía a su misterioso mundo. Como tampoco pertenecía al mundo de los vivos, pues también me rechazaron a lo largo de mi existencia. ¿Cuál era el extraño país donde yo habitaba, nadie deseaba quedarse y, menos aún, hacerme compañía? Reconocí apesadumbrada mi aislamiento, a excepción de un hijo a punto de nacer y un difunto recién muerto.

—¿Le embalsamaron? —oí conversar a mi hermanastra con el condestable.

—Naturalmente.

—Se rumorea que los médicos le sacaron al archiduque el corazón y lo enviaron al emperador Maximiliano dentro de un estuche de oro.

—¿Es lo correcto, no?

—Si tú murieras, yo no consentiría separarme de un corazón que me pertenece.

Llevaba razón. Pero más alarmante era la posibilidad de que, además del corazón, se llevaran el cuerpo. Apenas supuesto, ordené preparar lo necesario para visitar Miraflores. En el momento de salir del palacio me di de bruces con mi hermana, pero no me detuvo. Como nadie detiene a nadie cuando se hunde hacia sí mismo. Al llegar a la cartuja me dirigí a la fosa sepulcral y mandé abrir el féretro. Las gentes de mi entorno asistieron atónitas a la doble apertura de la caja de plomo y la de madera. La ansiedad sufrida era terrible y hubiese jurado que se me rasgaba el pecho en el mismo momento de acercarme a comprobar si Felipe seguía en el ataúd. En efecto, allí estaba. Con una codicia delirante me abalancé sobre el cadáver dispuesta a verificar la autenticidad de los rumores. Rasgué deprisa los sudarios embalsamados y me paré sin aliento frente al hermoso rostro, subyugada por aquella armonía detenida que sólo muestran las estatuas. Impregnada de súbita dulzura fui desvistiendo los restos mortales de mi esposo, abriendo el escote de sus prendas, una a una. Hasta ser mis manos las manos de sus amantes. Hasta rendirme de nuevo, a la tiranía de mi propia pasión. Hasta traspasar un collar de emociones. En el húmedo aire de la cripta viví el calvario de tener cerca algo muy amado e imposible de recuperar. Agotada por la violencia de los sentidos me detuve cuando, al apartar la última camisa bordada del difunto, ofendió mi vista el descubrimiento de un enorme corte en el pecho, donde estuvo el corazón. La herida de Felipe se me abrió a mí de repente, clavándome su dolor. Imaginé la delicada víscera camino de Borgoña. Imaginé el desesperado latir en el vacío del estuche de oro forrado de terciopelo. Le imaginé preguntándose por la suavidad del cuerpo mutilado. ¿Qué se podía esperar de un cuerpo sin corazón? ¿Quizá Felipe estaría vivo cuando se lo arrancaron? ¿Por qué habían actuado al margen de mi voluntad? ¿Por qué siempre me ignoraban? ¿Era justo consentirlo?

—¡No!

El grito estremecedor explotó en mi cerebro y estuvo a punto de provocarme un desmayo. Asida al borde del féretro permanecí quieta hasta perderse el eco de la voz retenida. Después miré alrededor. Era un ambiente extraño. El rosetón de la capilla modificaba la luz cenital con sus manchas de color. Algunos cartujos agrupados a un lado de la capilla y los componentes del cortejo observaban cohibidos. Los soldados de la guardia componían su rígida apariencia. Mi secretario Juan López me sostenía el ánimo con su leal mirada. Muy puesto en su papel, el obispo de Burgos reprobaba claramente mi actitud. ¿Pero qué actitud? ¿La de haber gritado yo, y estaba segura de no haberlo hecho? ¿O la de no reprochar el supuesto grito de un tercero? ¿Gritó alguien en realidad? Irritada por las malhadadas complicaciones clavé mi atención en la impertinencia del obispo y, de la manera más despreciativa posible, ordené:

—La llave, señor obispo.

—¿Qué llave, alteza?

—La llave del ataúd.

—Vuestra alteza no la habrá de necesitar y aquí en la cartuja la tendrán bien guardada.

—En ninguna parte estará mejor guardada que donde yo la ponga. Dadme la llave, monseñor.

La llave colgaba de una larga cadena de oro y yo me la puse al cuello como si fuese una joya. Pedí a los cartujos que ordenaran nuevamente el ataúd. Luego me acerqué al féretro, introduje la llave en la cerradura y di vuelta al pestillo.

—Ahora responded —esgrimí por vez primera una dureza que me acompañaría hasta el final de la vida—: ¿quién de vosotros gritó hace un momento?

Todos retrocedieron. Nadie respondió. Apoyada en la llave que descansaba en mi pecho, la mano me temblaba. Siendo dueña de innumerables propiedades de las cuales nunca podría disponer, precisamente era señora absoluta de un espacio que albergaba mi insoportable desgracia.