CAMINO DE FLANDES

Siendo yo muy pequeña, y al explicarle a la reina el asombro que me causaba encontrarla en el jardín cuando apenas un momento antes la había dejado en mi habitación, preguntó:

—¿Y qué hacía yo allí?

—Bordabas.

—Eso fue ayer, Juana.

—Y si fue ayer, ¿por qué acabo de verte ahora?

—Porque tienes memoria.

—¿Qué es memoria, madre?

—La facultad de reproducir en la imaginación cosas pasadas.

A partir de aquel instante el ejercicio de la memoria fue un divertido entretenimiento durante mi infancia y la salvación de mi equilibrio espiritual cuando la soledad y la traición me destrozaban el alma. Nacida para reina, los tres seres más queridos de quienes yo pude recibir ayuda usurparon mis derechos al trono sin el menor remordimiento y me obligaron a llevar la más desgraciada de las existencias. Sin duda alguna la concertación de mi boda, el obligado regreso a España, mi ineludible permanencia en la península y el forzado ingreso en el castillo de Tordesillas, donde iniciaría un mal disimulado cautiverio, fueron intereses de Estado ante los cuales nadie vaciló en hacerme víctima. Al ser mi madre soberana de Castilla, de León, de Granada, Toledo, Valencia, Galicia, Mallorca, Sevilla, Cerdeña, Córdoba, Córcega, Murcia, Jaén, los Algarves, Algeciras, Gibraltar y de las islas de tierra de Canaria, condesa de Barcelona, señora de Vizcaya, y de Molina, duquesa de Atenas, de Neopatria, condesa de Rosellón y de Cerdeña, marquesa de Oristán, y de Gociano..., y pasando dichos títulos a mi poder por voluntad suya, así expresada en el testamento donde me nombraba heredera universal, era penoso comprobar que ninguna de tantas dignidades me permitieron ejercer, reduciendo el poderío de mis extensos dominios al disfrute de un inhóspito castillo, una hija de dos años y un cadáver insepulto. En estas condiciones mis veintiocho años no tienen futuro. No obstante, tengo memoria. Gracias a ella puedo revivir momentos enternecedores capaces de aliviar la dureza de mi destino. Momentos como el de aquella tarde en que, sentada en la poltrona que usaba mi madre para descansar, iba yo observando el cielo a través de la ventana, cuyo bello arco lobulado festoneaba las nubes. Contemplar nubes festoneadas era un lujo en la austera corte de mis padres, dados al sayal más que a las sedas y brocados. Me gustaba fantasear y así lo estaba haciendo en la primera tarde de un verano a punto de avasallarnos. La reina me llamó la atención por dos veces de manera disimulada. Una, por ocupar su silla. Otra, por dar la espalda a la reunión. Al no hacerle caso y desagradándole amonestarme en presencia de extraños, renunció a insistir guardando para después una severa regañina. No era frecuente coincidir la familia completa en ratos de ocio, así que parecía una fiesta. Sin embargo aquel día lo dedicaron a discutir extremos de nuestra educación. Estuvieron presentes algunos preceptores de inconcreto recuerdo. Tal vez nos acompañó el preferido de mi madre, Alexandro Geraldini, oriundo de Amelia, bello pueblo de la Umbría italiana cuyos habitantes siempre presumieron de que allí predicó san Francisco. Al menos así nos lo contaba el prelado don Alexandro, de tan buena memoria como sus paisanos. Posible fuese también la presencia de doña Beatriz Galindo, la Latina, por aquel entonces recién casada o a punto de casarse con Francisco Ramírez, secretario de mi padre. O quién sabe si nos hizo compañía el médico alemán Jerónimo Münzer, recién llegado a Castilla fascinado por la epopeya de nuestro pueblo en marcha, el cual calificó a los reyes y a su prole de humanistas, adjetivo que encantó a la reina. Más rara pero factible, sería la visita del confesor del rey y preceptor de mi hermano Juan, fray Diego de Deza, de la orden religiosa de Santo Domingo y profesor de teología en la Universidad de Salamanca. Sin embargo, no les presté la menor atención gracias a mi facilidad de abstraerme. Hasta que mi madre ordenó:

—Juana, retírate a tus aposentos.

El sobresalto fue mayúsculo y comprendí lo evidente de mi mala conducta. Segura de la severa reprimenda que me aguardaba, supliqué al cielo misericordia. Ya en mi habitación, eché mano de los castigos corporales, usé cilicios y acabé tendida en el duro suelo para aplacar las malas inclinaciones de mi ánimo. Ni las punzadas del frío invierno, ni la incómoda dureza del pavimento en cualquier época del año conseguían disminuir las ansias de ser la mejor a los ojos maternos. Con prácticas tan austeras y sacrificios voluntarios, me gané buena fama de pertenecer a la raza de los místicos. Aquello me halagaba. ¿El fin primordial de mi madre en este mundo no era acercarse al mundo de Dios? A mi manera, acercarme a Dios significaba acercarme a mi madre. Por lo menos cuando la reina buscara a Dios, me encontraría a su lado. A la fuerza había de preferirme.

—¿Qué haces, Juana?

Puesta en pie de un brinco, busqué con la mirada el lugar de donde salió la voz. Maduraban los frutos, se abrían los capullos de las flores, crecían las mieses en alguna parte de Castilla, y aquel espesor de miel hecho de vida, producía en la atmósfera una luz compacta contra la cual, en el centro de la puerta abierta, resaltaba la silueta de mi madre. Su brazo alzado sostenía la espada de las batallas. Una espada idéntica a la que tuvo el Cid Campeador, aunque libre de adornos innecesarios.

—¿Quieres contestarme, hija? ¿Qué haces?

Como en anteriores ocasiones la espada, fruto de mi imaginación, desapareció. A fuerza de repetirse, el hecho comenzó a ser molesto. ¿Quizá era producto de mi terror al suponerla capaz de cortar cabezas, atravesar corazones, eliminar vidas humanas? La imagen guerrera de la reina casaba muy mal con su auténtico fervor religioso y la idílica estampa de madre amantísima.

—Sigo el ejemplo —dije— de las vidas de santos que me mandáis leer.

—A tu edad, esos sacrificios perjudican la salud. Los santos practicantes eran adultos. ¿Te has propuesto conseguir la santidad, hija? Repara que es un camino muy abrupto.

—Llegar a santa es fácil.

—¿Pues cómo?

—Te levantas por la mañana, olvidas la voluntad propia y pasas la jornada cumpliendo lo que te ordenan. Obedecer es lo principal, y para evitar tentaciones, se llena el pensamiento con una retahíla de plegarias. La responsabilidad se deja a los otros. ¡Eso sí que me costaría, madre! Pero ser santa es muy fácil.

Comprobé con placer que la reina sonreía y aproveché en mi favor la circunstancia de su aparente debilidad.

—¿Vas a reñirme?

—Debiera.

—¿... pero no?

—No. Hay otro asunto primordial. Algo que te concierne muy especialmente.

Encantada por el protagonismo inesperado, traté de hacer que mi madre se explicara.

—¿De qué se trata? ¿Qué ocurre? ¿Es algo bueno? —iba yo diciendo mientras la reina sentábase a mi lado en el diván.

—Se trata de tu boda.

—Eso no es bueno.

—Antes de emitir un juicio, debes reflexionar. ¿Cómo sabes que es malo si desconoces los detalles?

—Porque el único detalle que sé me desagrada.

—¿Y cuál es el detalle?

—Si me caso no viviré contigo.

Los ojos verdes de mi madre, que de costumbre me recordaban los valles de Castilla, se iban transformando en mar con el diminuto oleaje de sus lágrimas. Puso ambas manos encima de mis cabellos y a su contacto sentí la crispación de una raíz a punto de arrancarse. La observé ansiosa.

—Cierto, Juana. No podrás vivir conmigo.

—¿Porque eres reina?

—Tu alto nacimiento te exige determinados servicios a la patria. Los reyes hacemos historia al vivir y debemos ser conscientes. Pero si tú no fueras hija de quien eres, la situación no cambiaría. Cuando un hijo toma estado, se aparta de sus mayores y funda una nueva familia.

—¿Como mi hermana Isabel?

—Exacto.

Durante mi infancia sentía un cariño muy exclusivo por Isabel, mi hermana mayor. Cumplidos veinte años cuando yo tenía once, desapareció de mi lado para casarse con el príncipe Alfonso de Portugal, hijo del rey Juan II. Ocho meses más tarde, ya viuda, regresó a casa transformada en una joven entristecida. Seis años después volvió a contraer matrimonio. Esta vez con el rey de Portugal, Manuel el Grande, pariente de su primer marido.

—Dime, madre —pregunté resignada—. ¿Quién será mi esposo?

—Felipe de Habsburgo, rey de Borgoña y Países Bajos desde el fallecimiento de su madre, además de único heredero del emperador Maximiliano I de Alemania.

—¿Un rey...? ¡Debe de ser viejo!

—¿Sabes tu edad, Juana? —mi madre sonreía.

—Dieciséis años y medio —puntualicé exultante.

—Felipe tiene diecisiete.

Resultó definitivo. Algo íntimo se calmó. Algo lánguido y exigente a la par.

—¿Qué pasará con mis hermanos cuando yo me marche, madre? —surgió enseguida el apego a la familia.

—Te recordarán, desde luego. Y si te refieres al futuro, todo está previsto. De momento, Isabel defenderá nuestra divisa en Portugal. A la pequeña Catalina la destinamos para introducirnos en Inglaterra. Tu hermano Juan heredará nuestros reinos, además de casarse con la hermana de quien será tu esposo. Es decir: tu cuñada, Margarita de Habsburgo, futura reina de Aragón y Castilla, como tú lo serás de Borgoña, Flandes y Austria. Las alianzas matrimoniales fuera de la península contribuyen al pacífico mantenimiento de nuestra política exterior. ¿Te haces cargo, Juana?

Busqué en los trazados cartográficos el significado de un comportamiento tan minuciosamente calculado. Mi dedo resiguió fronteras a punto de inclinarse a los pies de los Reyes Católicos, incansables en la ampliación de su reino. Pero ni una sola vez mi trémulo índice tropezó con la diminuta interrogante que se iba formando en mi corazón de muchacha: ¿le gustaría yo a Felipe?

—Dime, madre. ¿Cómo era mi abuela, tu suegra Juana Enríquez?

—De carácter muy luchador. En lo físico, de facciones menudas, ojos rasgados color de miel y cabellos castaños bastante claros. Si en los momentos de humor te llamo suegra es por vuestro gran parecido.

—¿Entonces soy así de guapa?

—Eres así de vanidosa. Y la vanidad te alejará de Dios.

Aunque yo no pensaba en Dios. A menos que Dios se llamara Felipe.

El caballero detuvo el furioso galope de su alazán a pocos metros de la reina. Con gran pericia obligó a la bestia a cuadrarse. Luego saludó militarmente, anunciando:

—Alteza, llegamos a Laredo.

Llegar a Laredo significaba para mí sentir en el pecho aquel zarpazo brutal. Siempre creí que el peor dolor de nuestra existencia lo produciría la muerte. Por lo menos, era un estado del cual nadie se recuperaba. Pero mi capacidad de sufrimiento conseguía cumbres tan altas que, a menudo, supuse que sufrir sería peor que morirse. Así pues, nunca supe diferenciar la muerte del dolor, viviendo en una constante duda.

—Madre, me muero.

—¿Otra vez, Juana?

—Ahora estoy segura. Me muero de veras. ¡Es un sufrimiento insoportable!

Al embarcarme perdía mi infancia, mis hermanos, los cilicios, mis ansias de santidad y las bromas de los reyes acerca de las granadas añadidas al escudo castellano. La reina poseía la enorme habilidad de captar la atención hacia lo que consideraba importante y yo crecí en el convencimiento de que en la vida no habría de faltarme su voz orientadora o la voz de alguien aleccionado por ella. En cambio, me enfrentaron sola a mi primera navegación lejos de la península, escoltada por una flota de veintidós barcos y un nutrido ejército, para casarme con un desconocido y reinar en un país del cual ni siquiera sabía su idioma. Hubiera dado todo cuanto tenía por quedarme. De momento, las eventualidades atmosféricas actuaron en mi favor. El pésimo tiempo aconsejó retrasar la salida.

—¿Hasta cuándo? —pregunté.

—Nunca se sabe. Pero nos acercaremos a rezar a Nuestra Señora de la Asunción. La iglesia es del siglo XIII, verdaderamente magnífica. Quiero que la conozcas.

—¿Y qué pedirás a la Virgen, madre?

—Que apacigüe el temporal.

Nuestra Señora de la Asunción complació los ruegos de la reina cuarenta y ocho horas después. Aquello significó dos noches al lado de mi madre. Si no cantaba nanas, lo parecía. Inexorable, llegó el momento de separarnos. Así lo anunció el almirante de la escuadra don Fadrique Enríquez.

—Alteza, amainó el temporal. Es hora de partir. Mi madre se estremeció.

—Bien, hija —dijo—. Debemos despedirnos. Confío que te comportes dignamente. No creas que me pasa inadvertida tu angustia. También yo la siento. La tuya nace de ignorar lo que te espera. La mía de conocerlo demasiado. Pero ambas cumpliremos con nuestro deber.

—Tú no lo cumples siempre, madre —lancé a la desesperada, como si aquel mínimo reproche tuviera el poder de interrumpir mi viaje.

—¿A qué te refieres, Juana?

—A la austeridad. Siempre la predicas y ahora haces un alarde excesivo de naves, soldados, damas de honor, incluso mi ajuar casi llena un barco. ¿Tanto te alegra que yo me marche?

La reina disimuló la hondura de un suspiro antes de responder:

—El fin primordial de concertar a la vez tu boda con don Felipe de Habsburgo y la de tu hermano Juan con Margarita fue evitar gastos. En primer lugar convinimos suprimir ambas dotes. Era igual ofrecerlas equivalentes que no dar ninguna. Asimismo se pactó que la manutención del séquito de cada princesa correría a cargo de sus maridos. En cuanto a los viajes, en vez de organizar uno hacia Flandes y otro hacia España, decidimos aprovechar la flota que te conducía a tu nuevo país para traer al nuestro a quien será tu cuñada. ¿De veras, hija, te parece poca austeridad?

De súbito cedí. Cuando alcé la vista para mirar a la reina, yo sólo era una niña tímida y paciente. Advirtió mi madre el desamparo y me abrazó. Apoyada mi cabeza en su pecho, sus palabras eran un rumor maternal.

—Mándame noticias, dime cualquier queja, explícame penas y dichas, no me ocultes nada. Reza a la Virgen y suplícale su ayuda. Sobre todo, Juana, ama a tu esposo, querida hija.

Abandonó el barco a tientas, incapaz de ver a través de las lágrimas. Estuvo en la playa hasta que la nave traspasó el horizonte de Laredo. Las maniobras de salida fueron lentas y me sobró tiempo para anegarme en la pena. La esbelta procesión de velas izadas rasgaba el azul purísimo del cielo. Bajo el ardiente sol del verano brillando en el agua, el viento en popa y un cierto alborozo espumado a babor y estribor de las naves, comenzamos a navegar por el mar que de un lado nos conducía a Flandes y, del opuesto, a las playas recién descubiertas de las Indias. Exactamente, dos meses y once días antes ancló Cristóbal Colón en el mismo puerto al regreso de su segundo viaje de aventura. El Almirante desembarcó agobiado de acusaciones y calumnias. En sus manos traía un emotivo regalo para su alteza la Reina Católica doña Isabel I de Castilla. Es decir: una ciudad apenas nacida en ultramar, bautizada en su honor con el nombre de Isabela. A semejanza de Colón, también yo emprendía el asalto a los reinos de Flandes con el propósito de españolizarlos. Aun ignorándolo, iba a promover grandes movimientos políticos, ingentes luchas entre naciones. Los demás aprovecharían las circunstancias para enarbolar su ambición. Respecto a mí, pese a la apariencia de contar con un futuro esplendoroso, pronto sentiría en la piel los tremendos zarpazos de la fatalidad. De manera sutil se me acercaba el infortunio a la salida de Laredo en el día 22 de agosto del año 1496. Al apartarme de la patria, todo fueron desgracias. En realidad, despegué de los límites geográficos de mi tierra como del prieto amor de mi madre. Fue un verdadero desprendimiento de placenta. Un volver a nacer. Así de herida me sometí a la curación de mi espíritu maltrecho mediante pócimas de olvido. Pasaba la jornada oteando el paisaje, las extensiones desconocidas, los fantásticos saltos de los peces siguiendo en manada la estela del navío. La noche transcurría peor. Dormía mal y de manera intermitente. Despertaba sobresaltada en mitad de horribles pesadillas, siempre en el instante de sorprender la puerta del camarote al cerrarse detrás de mi madre que huía. Quedé convencida de que la reina estaba conmigo, vigilándome y dispuesta a desaparecer en el crucial momento de la realidad. La congoja me rompía el corazón, pero resistí aferrada al recuerdo de las noches transcurridas en Laredo. ¿Por qué ahora me esquivaba? Agotada mi resistencia, al fin claudiqué soltando las amarras de la infancia y entregándome de lleno a la propia responsabilidad. Nunca hice algo tan a tiempo. La borrasca, amainada en apariencia, al cabo de dos días se alzó contra nosotros en el centro del canal de la Mancha. La envergadura de las olas alcanzaba tamaños escalofriantes. La flota se zarandeaba indefensa. Fue un caos pavoroso, difícilmente superable. La furia del mar volcaba las embarcaciones. Se arriaron los botes para la salvación de náufragos. Mástiles y velas se amorraban peligrosamente en el agua. Los barcos buscaron refugio a la desesperada. El nuestro echó anclas en el puerto de Portland. Instalada en el castillo de la ciudad, recibí la protocolaria visita de los nobles ingleses deseosos de conocer a la infanta de España y futura archiduquesa de Austria. Me agradaron sus atenciones exclusivas a mi persona, en la primera actuación mía de infanta independiente, pues ni el archiduque ni mis padres estaban conmigo. Al cambiar el viento reemprendimos la ruta, pero cuando la nave enfiló la inesperada anchura del Escalda en busca de Amberes contemplé con orgullo el soberbio mascarón de proa. La tormenta no había conseguido vencernos.

—Tómese la archiduquesa esta infusión azucarada —me decía alguien.

Me hallaba en Amberes, situada a orillas del Escalda, ciudad perfilada por redondas colinas, mesetas, valles fluviales, bosques y pastos. Hospedada en la impresionante residencia de Carlos el Temerario, desde mi llegada me mantuve arropada en el suntuoso lecho que me acogió al caer víctima de un catarro muy adecuado a los avatares de la travesía. El difunto Carlos, duque de Borgoña y conde de Charolais, fue padre de doña María de Borgoña, esposa de Maximiliano y madre de Felipe. Ambos, Carlos y María, tuvieron un desenlace inesperado. A los cuarenta y cuatro años murió Carlos en un estanque helado y María de Borgoña falleció de una caída del caballo a la temprana edad de veinticinco. Sus fantasmas me recibieron en Amberes con la persistencia propia de los muertos cuanto mayor es la ausencia de los vivos. Y Felipe no estaba. Acongojada por mi soledad, me esforzaba en conservar el catarro para seguir ocultándome en el refugio de las sábanas.

—¿Le sentó bien la infusión a la archiduquesa?

Lo peor del catarro fue todo excepto el catarro. Aquel país destinado a ser el mío no se parecía a mi país. Para comenzar, las medidas del río Escalda suscitaban la duda de que, tal vez, fuese mar. En tierra firme la ambigüedad continuaba, pues las gentes se referían indistintamente a Flandes, Brabante, Baja Alemania o Bélgica, aumentando mi confusión. Rindiéndome pleitesía, los notables del reino pretendían informarme en francés, alemán, flamenco y latín. En presencia de cuatro consejeros de los Estados Generales quise saber de dónde eran mis súbditos. Los cuatro contestaron a la vez:

—Somos belgas.

—Valones.

—Frisones.

—Flamencos.

La gran decepción al llegar a Amberes había sido la ausencia de mi futuro esposo. No faltaron banderines, gallardetes, música y múltiples señales de fiesta en ambas orillas del río. Abundaron los suntuosos recibimientos. Altas personalidades acudieron a saludarme. Con el alma callada y los labios mudos, yo espiaba el instante de conocer a Felipe. Pero Felipe, que tan próximo sentía, era una mentira. Siempre habría de ser una mentira. Y se hallaba lejos en un lago llamado Constanza, cuyo nombre aceleró mi pulso al confundirlo con el de una mujer. Enterada Margarita de nuestra diferida llegada culpa de la accidentada travesía, vino a mi encuentro desde la ciudad de Nemur. Junto al lecho en que yo tosía extenuada de fiebre, asomó su rostro juvenil. Me complació en extremo conocerla y sentí vivo placer al comprobar que era tan desenvuelta y complaciente. Arrebujada en un montón de cobertores, observé a la hija del emperador Maximiliano. Fijamente.

—¿Se te ofrece algo, Juana? —preguntó.

—Nada —pero estaba segura de que alguna de aquellas facciones habrían de repetirse en las facciones de su hermano—. No... Nada.

—En cuanto te encuentres bien, iremos a Lier. Allí esperaremos a Felipe.

Tampoco en Lier mejoraron las cosas. Estuve instalada en un apacible convento de hermoso claustro, oyendo música religiosa y los cánticos de las monjas. El frío apretaba demasiado, excesivamente. Caía el sol en la noche anticipada y yo estaba segura de que alguien retenía la tarde para impedirle brillar. La añoranza me impulsó a pedir un ramito de espliego y aspirar, en su denso perfume, recuerdos montaraces.

—¿Espliego...? ¿Qué es espliego, señora?

¿Y cómo sería un país que no conoce el espliego?, pensé asombrada. Margarita me distrajo la tristeza con el minucioso relato de mi cercana boda. La celebración sería en Bruselas. La mejor catedral abierta a la mejor plaza para celebrar las nupcias del archiduque de Austria don Felipe de Habsburgo, llamado el Hermoso, con doña Juana de Castilla, hija tercera de los insignes Reyes Católicos. Acudirían el emperador Maximiliano, los familiares directos y entenados, nobles, cargos honoríficos, autoridades militares y de la Iglesia. Una corte considerada la más elegante de Europa, ya en vida de la fallecida María de Borgoña. Todos los países se disputaban el honor de merecer la invitación de los emperadores con el fin de aprender la cultura cortesana y caballeresca de la monarquía flamenca, aplicándola después a sus respectivos países. Marco de las fiestas y celebraciones de tan grato enlace sería el suntuoso palacio real. En la superficie de los bellísimos espejos venecianos repartidos por sus salones habría de reflejarse la frágil figura de la jovencita esposa, mayormente quebrada su silueta después del catarro sufrido.

—Será maravilloso —terminó el relato Margarita.

—¿Por qué se retrasa tanto? —me referí a Felipe.

La razón de su ausencia era muy simple. Obstáculos imprevisibles hicieron que el archiduque recibiera dos correos el mismo día. En uno, se le comunicaba nuestra salida de Laredo. En el otro, la llegada del cortejo nupcial a Bélgica. A marchas forzadas emprendió viaje y mientras él cruzaba fronteras velozmente yo, que lo ignoraba, desfallecía de inquietud. Estábamos en pleno octubre, pero me pareció tan duro como el invierno de Ávila. El fuego encendido en la habitación levantaba en mi ánimo rescoldos de melancolía. Me mantuve erguida como si no fuera preciso apoyarme en alguien, ignorando hasta qué punto me sostenían los recuerdos. Dejé que la noche me envolviese sin cambiar de postura. Arrimada a la cristalera de mis aposentos, suplía la quietud física con la movilidad visual. Mis ojos contemplaban los árboles del jardín azotados por el viento. Me esforcé en recuperar sus nombres mientras la lluvia resbalaba en el cristal a pequeños trompicones de líneas quebradas. El impulso fracasado de las gotas, por avanzar aprisa y sin torceduras, me recordó el torpe esfuerzo de mis hermanos pequeños decididos a caminar solos antes de su primer aniversario. En lugar del nombre de los árboles, acudieron los suyos a mi mente. Me pareció oírlos:

—Juana, soy María.

—Yo, Catalina.

—Y yo soy Juan.

Voces antiguas salidas de la fantasía. Aunque otra voz, muy concreta, sonó a mi espalda.

—Yo soy Felipe. ¿Tú eres Juana?

Durante años estuve detenida en el pasmo de aquel instante, bien arrimada al cristal mojado de lluvia en una ciudad extranjera, mientras la magnificencia de la vida se vertía en mi alma castellana al escuchar:

—Yo soy Felipe. ¿Tú eres Juana?

—Sí. Yo soy.

Apelé a las numerosas vírgenes protectoras de mi madre. A las santas a quienes me enseñaron a encomendarme. A los mártires de la religión y las ánimas del purgatorio. La petición de ayuda surtió efecto, pues conseguí alzar la vista y mirar. La antesala era una luminaria. En contraste con las sombras de mi habitación, descubrí en el umbral la elegante silueta de un hombre alto, esbelto, de apariencia arrogante y juvenil. Obedeciendo una orden suya, entraron los criados portadores de lujosos candelabros, los depositaron sobre los muebles y, cumplida su misión, se retiraron. El último cerró la puerta y entre nosotros se quedó el temblor de las velas. Felipe avanzó despacio. Me observaba. Y allí donde su curiosidad se detenía, iba yo cubriéndome de rubor. ¿De veras fue bella la suegra de mi madre? ¿De veras que mis ojos rasgados, los cabellos castaños y las menudas facciones eran atractivas? ¿Y dónde nacía la perentoria necesidad de gustarle? Me avergonzaban mis ansias de recibirle, adelantándome a su espantosa lentitud. Cuando le tuve cerca, su mano alzó mi barbilla y hube de mirarle. Dentro de mí, la que yo era se fue atrás. Atrás en la distancia y en el tiempo, con el furor desesperado de quien huye de lo que anhela. Pero hasta allá me siguieron sus brazos, restituyéndome a la realidad, a la noche de otoño, al convento de Lier. Felipe era un muchacho bellísimo, enjuto, elegante de movimientos, de facciones perfectas al servicio de una seducción y una inteligencia especial para cautivar voluntades, como estaba cautivando la mía. Hacía rato que Felipe hablaba, pero yo no conseguía escucharle.

—¿Me expliqué bien, Juana? ¿Estás de acuerdo conmigo?

Mientras recuperaba la serenidad, dije «sí». A todo. A cualquier cosa. En cierta manera yo meditaba. Desde Laredo a Lier creí que había transcurrido una distancia de años, aunque apenas pasaron dos meses.

—Vamos a casarnos, querida Juana —la voz no consentía espera.

—Ya me informó Margarita —dije aturdida— que la ceremonia será en Bruselas y...

—¿Bruselas? ¡Será ahora mismo!

Una especie de terremoto sacudió el convento y a sus habituales moradores. Los ventanales del edificio se iluminaron todos, vertiendo su luz en las calles dormidas de Lier. Prepararon la capilla. Las tocas de las monjas pasaban veloces detrás de la celosía del coro, esforzándose en santificar con sus himnos religiosos la urgencia genésica del archiduque. El último en comparecer fue el sacerdote. Traía preparado un sermón destinado a disuadir al monarca de su imprudente proceder, pero la negativa terminante de Felipe le impidió pronunciarlo. Sin embargo hubo una ceremonia inaplazable. El joven Habsburgo accedió a la presentación de los caballeros castellanos, la corte civil y la corte eclesiástica, que me acompañaban. Quedaron mis paisanos satisfechos de la gentileza, comentando entre sonrisas la simpática prisa del archiduque convertido en muchacho enamorado.

—Nuestra infanta le sedujo de inmediato. Parece enajenado, ¿verdad, señores? —murmuraban a mi paso.

Cuando ambos quedamos solos para gozar del mutuo encantamiento, sufrí un violento trastorno. La enseñanza más traumática de mi infancia estuvo en la prohibición de contemplar el propio cuerpo bajo amenaza de pecado grave. Sin embargo, enfrentarme a mi desnudo en aquel momento, además de inminente resultaba inevitable. A la vez que Felipe, también yo me descubrí al mirarme en la luna del espejo.

—Observa tu propia maravilla, Juana. Y, por favor, ámame.

Al día siguiente no tuve despertar, sino deslumbramiento. Recostada en el montículo de las almohadas, vino a mi memoria un hecho insignificante. Yo tenía cinco años. El invierno se anunciaba tan duro, que la reina decidió pasarlo en Sevilla. Llegamos a la ciudad en los primeros días de octubre. Abrumados por el rigor climático de Castilla, el otoño sevillano nos pareció una primavera amansada, cumplida. Y en el jardín colmado de perfumes, Isabel, Juan, María y yo nos entregamos al frenesí de nuestros juegos. Llamó poderosamente mi atención el vuelo de dos mariposas. Sus alas de purpurina, plata y azabache se movían inquietas aire arriba. Posadas en el vértice de los pétalos y bañadas de sol, giraban en espiral hasta rozarse. Rápidamente separadas, reemprendían el vuelo buscándose otra vez.

—¿Qué hacen? —pregunté, fascinada—. ¿Alguien me cuenta lo que están haciendo?

Las mariposas realizaban su danza nupcial. Lo supe luego, allá en Lier, al descubrirme a mí misma, al descubrir a Felipe, al oírle decir: «Observa tu propia maravilla, Juana. Observa y ámame.» Fue entonces cuando tuve noticias de mis padres, preocupados por la falta de las mías. Ya en las primeras líneas la reina aludía al temporal de Portland y solicitaba un relato minucioso que menguara su inquietud. Luego, descartado el comprensible interés por el buen término de los planteamientos políticos, la reina se expresaba en el tono coloquial tan cálido para sus hijos. «Además de mi preocupación por el estado de tu ánimo, mi querida Juana —decía—, ando de lleno en la preparación de los esponsales de nuestro muy amado heredero Juan y tu cuñada Margarita. También preparamos la segunda boda de tu hermana Isabel, de nuevo aliada a Portugal en su condición de Reina. Por mediación suya y tuya, por vuestros enlaces y el de Catalina que habrá de casar con Arturo, Príncipe de Gales, las miles de almas cobijadas en todos estos reinos acabarán perteneciendo al Dios Todopoderoso, Gobernador Universal del Cielo y de la Tierra. Y tengo para mí que habrá de ser así su voluntad, como lo fue el fallecimiento de mi madre en el mismo día de la Asunción de la Virgen. Desde que se extinguió en la paz del Señor, encuentro difícil apartarla del pensamiento. Me consuela la certeza de que murió enajenada y, por lo mismo, en estado de gracia. Su turbado entendimiento habrá encontrado la serenidad en su sepulcro de Arévalo.» Se quejaba, además, del largo debate mantenido con los portugueses a raíz de haber otorgado el papa Alejandro VI a mis padres el título de Reyes Católicos de España. A este respecto el rey de Portugal mostraba gran resentimiento por considerarse a sí mismo tan rey y tan católico como Isabel y Fernando. También añadía su satisfacción porque Gonzalo Fernández de Córdoba hubiera sido nombrado Gran Capitán a causa del heroísmo desplegado en sus batallas italianas. Me elogió su género de guerra, que aturdía y desconcertaba al ejército enemigo, y se maravillaba de la inteligencia demostrada por don Gonzalo en la formación de los campamentos. Construidos en forma de paralelogramos regulares, en seis calles situaba los peones, cuatro capitanías anexas al cuartel general, los almacenes de armas y bastimentos junto a las tiendas de los empleados de justicia y administración. A continuación colocaba el depósito de raciones y talleres, caballería ligera y hombres de armas, en cuyo centro ubicaba la tienda del general. A la reina le entusiasmaba aquella manera de racionalizar el caos de la guerra, admirándole tanto que despertó en su esposo el rey un amago de envidia. Me resultaba fácil imaginar sus preocupaciones, especialmente por la profunda herida de mi abuela Isabel de Portugal. Era indudable que acababa de morir una reina de Castilla, nieta de Jaime I de Portugal, viuda de don Juan II de Castilla, instigadora de la decapitación del impertinente valido don Álvaro de Luna, que además vivió cuarenta y dos años recluida en la villa de Arévalo aquejada de cruel demencia, heredada de su familia portuguesa. Todo ello era bien cierto, tanto como lo inservible de las lecciones que mi madre me enseñó. La gran reina Isabel la Católica, su oposición a consentir negativas y lo rígido de sus conceptos morales se fueron al garete al terminar la increíble navegación iniciada por mí en su regazo, y acabada en el subyugador puerto de mi primera noche de bodas. En realidad, aunque me agradaba recibir noticias apenas las apreciaba. Ni en una de sus líneas aparecía el nombre de Felipe. Y sin Felipe, jamás entraría yo en ningún paraíso.

Desde el antepecho de la barandilla de piedra que cercaba las amplísimas terrazas de palacio, antesala del jardín donde yo paseaba antes de que Felipe y la mañana despertaran, las nubes detenidas en el horizonte de Bruselas me recordaban las de Toledo cuando yo oteaba el paisaje desde las almenas. Eran nubes de un rojo vivo, de pura y encendida sangre. Prescindiendo del tiempo, se hacía fácil confundir el alba con el ocaso, y el sentimiento de eternidad derivado de esta confusión me fascinaba. ¿Sería posible eternizar mi enamorado éxtasis? Tal vez sí, pues al parecer bastaba iniciar un solo gesto de felicidad para que éste se ampliara continuamente, como las ondas de un estanque cuando tiramos una piedra. ¿Por qué nunca aprendí estos ademanes en mi patria? Desde mi nuevo país la vida aparecía distinta y España era un lugar perdido al final de Europa. Perdido y oculto por el gran telón de los Pirineos. En su recinto se concentraban múltiples divergencias, precisamente aquellas que los Reyes Católicos deseaban paliar. El reino de Aragón, que comprendía el territorio de su nombre, los de Valencia y Cataluña y las islas de Mallorca, Cerdeña y Sicilia, se asomaba al mar que aumentaba su fuerza. Mientras, la gran Castilla, de doble extensión territorial, se ahogaba en sí misma hasta el momento en que la conquista de Granada abrió una brecha de respiración con su salida al Mediterráneo. En tal situación y comprendiendo las necesidades del Estado, mis padres se propusieron realizar la unidad política, disciplinando a la anárquica nobleza e interviniendo en los municipios; la unidad territorial, expulsando a los árabes, y la unidad religiosa, instaurando la Inquisición y desterrando a los judíos. El proyecto alcanzaba tal magnitud que, desde el primer momento, contaron con nuestra cooperación y esfuerzo. Por ello, la educación que recibimos, aparte de severa, iba dirigida a nuestra condición de hijos de reyes. En términos generales fuimos instruidos en gramática latina y castellana, historia española y extranjera, historia sagrada, catecismo, heráldica, filosofía, dibujo, música y canto. A Juan, muy especialmente, se le impartió una verdadera educación de príncipe, mientras que a las hermanas, considerando el rango de futuras reinas consortes, nos instruyeron en la misión de colaborar, comprender, manejar y, si se terciaba, influir en el posible esposo para que inclinara su política hacia la de nuestros padres, su mensaje ideológico y la absoluta defensa de la religión católica. Con este estado de ánimo fui al encuentro de Felipe. Se trataba de ejercer un acto de seducción negociable a beneficio del Estado.

Pero nadie me informó acerca de la necesaria seducción del hombre mediante los estímulos de mi esencia femenina. Naturalmente, desconocía el significado de la seducción. Con los cabellos recogidos a manera de corona en lo alto de la cabeza, la toca cubriéndolos, el vestido de corte monjil, el escote cerrado en torno al cuello y las telas en tonos oscuros, fue milagro que gustara a Felipe. Sin embargo así sucedió y mi esposo no se cansaba de repetírmelo:

—Llovía. ¿Te acuerdas, Juana? Y me subyugó tu melancolía de niña perdida bajo la lluvia. Menuda y blanca, los ojos rasgados y tu frágil indefensión ante el porvenir me cautivaron. Venía a cumplir con mi deber y me cayó en las manos la más extraordinaria de las dichas. Nunca lo olvidaré, Juana.

Tampoco yo olvidaría nuestra boda secreta en el convento de Lier ni la ceremonia del enlace oficial en Bruselas. Los actos programados en mi honor, honor derivado del prestigio de mis padres, fueron dignos del rango del contrayente. En cuanto a mí, las fiestas me sirvieron para descubrir, sumergida en una felicidad sin límites, determinadas particularidades de mi país adoptivo. A cada momento surgía, espontáneamente, la comparación. Acostumbrada a la desnuda belleza de la piedra y el rígido aspecto de los interiores tan monásticos como el alma castellana, mi asombro se hizo deslumbramiento al residir en el magnífico palacio real cubierto de damascos, brocados y tapices. Mullidas alfombras protegían el suelo. El lujo de las chimeneas, los muebles de talla, jarrones de oro y porcelana, relojes de sobremesa y bellísimos cuadros, llamaban la atención. Los jardines, infinitamente cuidados, se prolongaban lo suficiente para convertirse en cotos de caza, lagos, estanques, extensos bosques de propiedad real. Semejante suntuosidad necesitaba un tropel de funcionarios capaces de mantener a punto la hermosa residencia. En compañía de Felipe conocí Delf, Leiden, La Haya, Harlem y la ya querida Bruselas. En Amberes, ciudad imposible de conocer en el primer viaje, los arquitectos Waghemaekere, padre e hijo, luchaban por terminar la catedral de Nuestra Señora, iniciada un siglo antes. Pero la ciudad más cautivadora fue Brujas. Llegamos a la caída de la tarde, muy cerca del crepúsculo que ya doraba las viejas murallas. En su interior iba creciendo la noche, segmentada por las encantadoras callejas irregulares, en un claro intento de asomarse a los canales. La sombra de los árboles se tumbaba en el suelo, invadida de un sueño irresistible. Un sueño como el de Carlos el Temerario y su hija María de Borgoña, dormidos en sus tumbas de la iglesia de Notre-Dame. Había estrellas cuando acabamos el paseo. Por alguna vereda invisible llegaba un pálpito de mar. Ningún batir de alas en el aire. Ni un rumor humano. La quietud era magnífica.

—Te sentirás orgulloso al saberte rey de esta paz —dije en un susurro.

—El rey de Brujas no soy yo, Juana. Es el silencio. Dicen que en alguna parte hay dos leones de piedra que, una vez al año, levantan la cabeza, escuchan, se convencen que todo sigue en orden y reanudan su postura de siglos sobre el pretil del puente.

En el silencioso corazón de la madrugada continué mi enamorado coloquio con Felipe, llamado el Hermoso. Los árboles de Brujas rozaban con sus largas ramas nuestras siluetas reflejadas en las aguas del canal.

El trato con mi cuñada era cordial y sin problemas pero, absorta en mi absoluta felicidad, ni siquiera me vino a las mientes su compromiso nupcial. Se acabaron en los diecisiete Estados del territorio las fiestas en honor de mi llegada, las celebradas durante la boda del archiduque y los festejos para despedir a Margarita de Habsburgo. La flota que me condujo a Flandes debía regresar a España con la princesa. Sin embargo, al retrasar la partida se presentó un contratiempo inevitable: el invierno. El frío insoportable, las nieblas y el furor de los mares nórdicos desaconsejaron la travesía. Margarita hubo de quedarse más tiempo del calculado y así comenzaron mis vicisitudes. En el día de nuestra llegada, el Consejo, con gran acompañamiento de signos de contrariedad claramente aduladores, declaró no hallarse preparado para recibir una escuadra tan importante en barcos como numerosa en séquito y, por consiguiente, no podía alojarla ni hacerse cargo de su mantenimiento. Si en la fecha prevista la flota se hubiera hecho a la mar rumbo a España, el asunto no habría trascendido. Pero el gobierno flamenco estaba obligado a prevenir tal contingencia pues en el contrato matrimonial se comprometían ambos príncipes a mantener la flota de sus futuras esposas. Las tripulaciones abandonadas a su suerte carecieron de lo indispensable. Pasaron frío y hambre. Sufrían desesperanza. Morían sin ayuda. Cuando, vencido el mes de febrero, retornaron a su patria los desalentados españoles, muchos habían quedado enterrados en los cementerios de Flandes.

—¡Ha sido culpa mía!

—¿Por qué? —protestó Felipe—. No debes culparte. Tú no hiciste nada, Juana.

—De eso me quejo. Eran gentes de mi flota y no los protegí.

En tales condiciones costó muy poco convencerme de que el príncipe de Chimay, nombrado mi caballero de honor, podía tomar a su cargo el gobierno de mi corte, con lo cual era de esperar no sucederían omisiones tan lamentables. Acepté encantada. Al lado de mi madre aprendí muy pronto a rendirme a su mandato pues donde estaba su voluntad no cabía otra. En aquel aprendizaje, bueno para la disciplina y deplorable para la formación de la personalidad, perdí mis ansias combativas y me hice muy vulnerable. Delegué, pues, en el príncipe de Chimay responsabilidades no deseadas, entregándome, de manera harto perniciosa, al incansable placer de amar a Felipe, de vivir para Felipe. A conseguir éxito en la tarea, y con servil interés, me ayudó madame de Halewin. La gobernanta de los hijos del emperador Maximiliano, muy arteramente, empezó aconsejándome acerca de la etiqueta palaciega de Borgoña, incidiendo, sobre todo, en lo tocante al vestir. Demasiado bien sabía madame que por tal camino no hallaría oposición.

—Será preciso, mi señora, que adecuéis vuestro aspecto al rango que os confiere ser esposa de nuestro archiduque. Desde luego, muy alto y noble y muy glorioso es el rango que os corresponde por ser hija de quien sois. Pero llamo vuestra atención —dijo con aduladora sonrisa— acerca de que vos sois únicamente el reflejo del esplendor de vuestros padres. En cambio, alteza, aquí brillaréis por méritos propios. Seréis reina como en España lo es vuestra madre. Fomentaréis la prosperidad del pueblo, daréis herederos al trono y felicidad al archiduque. Incluso más que felicidad.

—¿Más que felicidad? —me pareció imposible—. ¿Qué puede haber más que felicidad?

En casa cuando se hablaba de «algo más» nos referíamos a más allá de España, más allá de Gibraltar, más allá de la mar, más allá de la vida... Todos ellos, lugares inaccesibles. La felicidad nunca se mencionaba. Tampoco se presentía. En realidad, se ignoraba. Y con razón. ¿Qué podía significar aquella palabra en una existencia entregada al trabajo, las obligaciones, el estudio, el sacrificio por un ideal y un acatamiento absoluto a las normas religiosas? ¿Quizá habíamos suplido la felicidad por la satisfacción del deber cumplido? A mi parecer debió de ser un error, pues el deber cumplido no tuvo la menor relación con la extraordinaria emotividad de mi noche de bodas. Yo no cumplí ningún deber al acostarme con Felipe. En cambio descubrí la felicidad y su inmediata consecuencia: la turbadora sensación de lo íntimo. A las criaturas mutuamente felices les correspondía acceder a un mundo privado. ¿Por qué yo no busqué antes la intimidad? ¿Por no sentirme feliz? Y, sobre todo, ¿a qué se refería madame de Halewin al apuntar que tal vez yo le diese a Felipe «algo más que felicidad»?

—De vuestra mano, señora, pueden llegarle títulos, riquezas, reinos.

Hice un resumen silencioso de propiedades y honores. Me sentí demasiado pobre para adornar aquel amor tan encendido. Recriminándome por mi pobreza física. No me hallé hermosa y la falta de belleza me humilló. Madame de Halewin dijo:

—Obtener vuestra confianza sería una extraordinaria distinción. Me gustaría aconsejaros. Vestida y arreglada al modo de Flandes vuestra hermosura deslumbraría. ¿Me concedéis este privilegio?

Se lo concedí. ¿Qué otra cosa mejor podía yo desear pensando en mi esposo? Pasaron por mi mente las hermosas damas, las jóvenes coquetas, las atractivas adolescentes de la corte. Un arsenal de peligrosas competidoras. Era increíble comprobar hasta qué punto dolían las miradas lánguidas, los escotes provocativos, las esbeltas cinturas quebrándose al paso de Felipe. Sólo la tremenda fuerza del amor apasionadamente expresado de mi esposo mantenía mi serenidad.

—Sin embargo, madame de Halewin —murmuré como un lamento—, debéis reconocer que el hecho de intentar mejorarme significa que estoy en desventaja. No soy bella, ¿verdad?

—Si no fuerais hermosa, señora, me tendría yo por ilusa al pretender cambiar la naturaleza. Vuestra persona no es modificable ni lo necesita. Aunque sí el entorno, los trajes, las joyas, los peinados. Precisamente aquello en que ninguna dama de la corte os podrá superar. Sois la más rica, la más prestigiosa, la elegida de nuestro joven monarca. ¿Por qué no demostrarlo?

Los trajes castellanos, las telas recias, los escotes cerrados alrededor del cuello, los camisones de lienzo, el sayal de las batas desaparecieron como por encanto. En principio, aquel alarde me pareció pecaminoso. Pese al tacto de madame de Halewin, romper las antiguas normas representaba un continuo dolor. ¿Somos o nos hacemos?, pensé. Porque algo de mí habría en las antiguas costumbres puesto que me dolía modificarlas. Y algo de mí iba surgiendo entre lo nuevo, cuando tan felizmente me adaptaba. De acuerdo a mis principios cristianos, entregarme de lleno al inmenso placer del amor en los brazos de Felipe me producía remordimientos. Siempre andaba disculpándome ante mí. Siempre intentando mantenerme entre las enseñanzas de la infancia y las nuevas experiencias. Quise confesarme. Con todo el recogimiento del cual era capaz, expliqué al sacerdote mis cuitas. Estaba muy apenada al no poder convivir con mi esposo de acuerdo a sus deseos y mis creencias. ¿Cabía la posibilidad de compaginar ambas cosas?

—No, alteza. No se puede poner una vela a Dios y otra al diablo. Debemos ser conscientes de nuestra esencia cristiana y permanecer fieles a ella. El fin primordial del matrimonio son los hijos. Y los hijos deben engendrarse santamente, aceptando la descendencia en el instante que Dios disponga enviarla. Si os mantenéis modesta, vuestro esposo comprenderá sus errores y, con el ejemplo de vuestra virtud, le conduciréis hasta la casa del Señor.

De rodillas en el confesionario frente al clérigo español, arrodillado también ante mi alcurnia, intenté el último recurso.

—Creo que la obligación de una mujer casada es obedecer al marido.

—A menos que las órdenes del marido inciten al pecado. En tal caso, alteza, estáis libre de obediencia. Antes que vuestro esposo, cuenta la salvación del alma. Primero, siempre, es Dios.

La sentencia cayó sobre mí como un anatema. Anteponer Dios a mi esposo me resultó demasiado fuerte. Hijo de una tierra impregnada de religiosidad, donde hasta el sol a punto de ocultarse parecía apoyado en el cáliz de la tarde, quizá el sacerdote exageraba. ¿Y si expusiera mis dudas a los sociables curas de Bélgica? Decidida a ganarme el derecho de cumplir con Felipe sin renunciar a Dios, me reuní con un sacerdote de la corte en el recogimiento del oratorio real. El clérigo era políglota, y el profundo recogimiento religioso que se apoderaba de mí en las iglesias disminuyó al comunicarnos en el idioma galo, de uso frecuente en las fiestas de palacio. Por ser joven, de talante agradable y sin pizca de severidad, la intención confesional se diluyó en un ambiente de diálogo. El sacerdote perdonó mis pecados con el aire de quien no tiene nada que perdonar, pero lo hace como un favor solicitado. Antes de darme la absolución, todavía repitió las palabras tan necesarias a la tranquilidad de mi ánimo.

—No os preocupéis, señora, al acceder a los requerimientos de vuestro esposo. La negativa quizá indujera al archiduque a buscar esos requerimientos fuera del matrimonio. Entonces sí que sería responsable vuestra alteza de sus actos pecaminosos.

Aligerada del peso terrible de mis sentimientos religiosos, comparaba la diferencia entre el sacerdote español y el francés. Las gentes católicas de mi entorno no despreciaban las fiestas, banquetes o bebidas. En los bailes, las damas actuaban en completa libertad sin fingir modestia, mientras los hombres se alegraban al consumir un líquido rubio y espumoso que llamaban cerveza. En definitiva, lo más chocante por mi educación era ver a clérigos y frailes actuando como seglares. Ensimismada en estas cavilaciones que tambaleaban la solidez de mis rígidos principios, llegó la fecha de un gran baile de gala ofrecido por Felipe a su padre Maximiliano I de Habsburgo, archiduque de Austria y emperador de Alemania. Aunque el monarca aludió al deseo de vernos, a nosotros no se nos ocultó el verdadero motivo de la visita. El emperador sentíase harto molesto por el modo de llevar su hijo la política. Continuamente recibíamos su correo con apremios, peticiones de apoyo para la defensa conjunta de los reinos, o la inmediata puesta en marcha de sus planes estratégicos. Mi suegro pensaba que Felipe y yo andábamos trastornados con un amor no incluido en los acuerdos previos a la firma de nuestros esponsales. Aquello era una media verdad, pues en lo tocante a Felipe, trató en vano de cumplir los deseos de su padre. Por dos veces había reunido los Estados Generales de sus territorios exponiendo sus proyectos políticos, pero los consejeros se negaron a nuevas guerras. Sus preferencias se inclinaban hacia el desarrollo comercial de la nación y, en definitiva, Felipe no gobernaba, sino el Consejo. También a mí me llegaban innumerables cartas de mi madre, de los embajadores españoles, del mismo rey de Inglaterra, reclamando mi intervención en asuntos de Estado. Estas misivas quedaban sin respuesta. El hecho de saber tan lejos a mi madre me despreocupaba de ella, pero empezaba a temer la anunciada visita de mi suegro.

—¿Estará muy enfadado?

—Temo que sí. Desde que nos casamos hemos descuidado nuestros deberes políticos. Mi padre debe de estar muy molesto.

Llegó el momento de tener entre nosotros al emperador. Las más grandes personalidades del reino acudirían a la recepción en honor a mi suegro, sin contar los hombres eminentes de su séquito y los nobles españoles que componían el mío. Ni un solo error debía deslizarse en el suntuoso recibimiento, pues los ojos del emperador serían también los ojos de los Reyes Católicos y le faltaría tiempo a Maximiliano para contarles lo que viera. Sumida en tantas preocupaciones, apenas presté atención a madame de Halewin quien, encantada al no encontrar oposición, dirigió a su gusto mi arreglo personal. Por vez primera el escote de mi vestido superaba en audacia a cualquier otro. Sobre la rubia piel refulgían los rubíes. En el encaje de la tela se dispersaban pequeñas perlas. Hermosas pulseras pertenecientes a la madre de mi esposo tintineaban sobre los brazos desnudos. Estábamos en esa delicada hora del anochecer cuando, en el interior del palacio, comenzaban a brillar los cristales de las lámparas, la plata de los candelabros y el fuego de las chimeneas. Caminé intimidada por la galería de retratos hasta llegar al enorme salón atestado de insignes personajes. Apenas aparecí en lo alto de la escalinata, Felipe interrumpió su conversación con el emperador Maximiliano y vino a mi encuentro extendiendo sus brazos en ademán de recibirme.

—Juana, creí que eras muy hermosa pero hasta hoy no he sabido cuánto. Todo saldrá bien —sonrió.

Reinos, fortuna, títulos, poderes, gobiernos y cuanto pudiera pertenecerme se los entregaría de buen grado. Entre el archiduque y yo, jamás consentiría la intromisión de nadie ni de nada. Mi única finalidad en esta vida sería Felipe.

Sin ninguna duda, bien llamado el Hermoso.

Con la misma pompa que llegó, se fue el emperador Maximiliano. Viéndole partir bajo la sombra de los árboles en los jardines palaciegos, tuve la inquietante impresión de que iba directamente a escribir a sus consuegros. Además de la suya, otras cartas se recibirían en España. Y ninguna para bien. Desaparecidos los trajes de gala, las recepciones, los conciertos de música y, esclarecido el ambiente, surgieron hechos nada gratos; pequeñas maquinaciones ocultas por el alborozo de las fiestas y puestas de relieve al terminarse. Mi confesor español me reprochaba constantemente haberle postergado, confiando la guía espiritual de mi alma a un cura de París, además de honrar con mi amistad a monjes, frailes y clérigos disolutos. La situación era molesta pero, al menos, el religioso me interpelaba cara a cara, procedimiento inusual en la mayoría de los cortesanos. Por de pronto, el mayordomo mayor don Rodrigo Manrique, los maestresalas don Hernando de Quesada y don Martín de Tavera, el jefe de caballerizas don Francisco Luzán y otros preclaros españoles que ocupaban los cargos más importantes de mi corte habían sido destituidos de sus puestos, sin solicitar mi parecer, en favor de caballeros borgoñones. A mi alrededor ni siquiera se hablaba castellano, a excepción de Martín de Moxica, tesorero nombrado por mi madre. Pero Martín de Moxica mostró sospechosas inclinaciones hacia los intereses de Flandes, negándose a efectuar donaciones propias de mi alcurnia, o bien impidiendo que se hicieran efectivos los sueldos de la servidumbre española, sumida en graves aprietos pecuniarios por el retraso de varios meses en el cobro. Moxica manejaba las finanzas de forma tan peculiar que realizaba los pagos según sus conveniencias. Conveniencias acordes al país de Felipe y así lo confirmaba el hecho de no serle nunca discutido su puesto de tesorero. Mi caballero de honor, príncipe de Chimay, se ocupaba del gobierno general de mi corte como si yo no existiera. Y en cuanto a la sagaz madame de Halewin, ni siquiera se le ocurría pedir consejo para resolver los problemas domésticos, cuya responsabilidad asumió forzada por el abandono de mis obligaciones. Pero si madame de Halewin no pudo consultarme, circunstancia que luego le agradó, tampoco yo, cuando el desorden se hizo ley, sabía a quién dirigirme en busca de orientación o ayuda. Las ausencias de Felipe, después de las severas amonestaciones del emperador, iban repitiéndose con mayor frecuencia. En realidad, su amor por mí lo compartía con los asuntos de Estado y, al regreso de sus viajes, yo no le planteaba ninguna dificultad capaz de enturbiar nuestros apasionados encuentros. Entonces opté por exponerle a mi madre la molesta situación en que me hallaba. Estaban usurpando mi autoridad. La reina Isabel, quien jamás cedió un ápice de la suya ni siquiera a mi padre, me daría indicaciones convenientes y justas. Sin embargo, antes de enviarle mi carta, llegaron las de España y, dado el cariz de las noticias, creí prudente posponer mis quejas. El primer correo lo firmaba mi cuñada Margarita. Con el jocoso tono característico en ella, exponía sus apuros de navegación: «También yo, querida Juana, pasé un mal rato en el canal. No sé si la tempestad que puso en peligro tu vida fue como la mía, pero el aprieto sufrido me impulsó a escribir mi propio epitafio. Acordándome de mis cuatro infantiles años, cuando estuve prometida al futuro Rey de Francia y siendo, por el momento, la inminente esposa de tu hermano Juan, se me ocurrieron estas rimas:

Aquí yace Margarita,

la gentil doncella

que tuvo dos maridos

y murió soltera.

Trabajo inútil, pues llegué sana y salva al puerto de Santander, razón suficiente para que tan inspirados versos jamás sean conocidos.» Mi cuñada explicaba también sus impresiones sobre mi patria, quejándose de la severidad excesiva en lo concerniente a la moral y la religión. El protocolo de Castilla exige que los prometidos no se hablen ni se den la mano hasta el día de la boda. «La Reina Católica así nos lo hizo cumplir —decía Margarita—. No obstante me pareció causar grata impresión a Juan, pues cada vez que le miraba le sorprendía observándome. Te confieso sin reparo mis ansias de tenerle cerca y escuchar sus palabras de amor.» En seguida recordé el tartamudeo de mi hermano, tan gracioso en un niño y tan inadecuado para enamorar a una jovencita. ¿Quizá destruirían sus ilusiones los balbuceos silábicos de Juan? «En fin —concluía la futura reina de España—, nos casamos en Burgos el domingo de Ramos con gran pompa y algarabía. Ofició el arzobispo de Toledo y nos apadrinaron el almirante don Fadrique y su madre doña María de Velasco. La Reina Isabel dio orden de que prevalecieran en mi casa las costumbres de los Habsburgo, orden que recibí como un obsequio. También tuve regalos materiales. Joyas de gran belleza y valor, prendas de vestir, piezas necesarias a la casa, candelabros, cuadros, perfumes, ropa blanca y dos braseros de plata. La Corte venida conmigo desde Bélgica quedó asombrada de la austeridad castellana, en contraste con la regia esplendidez de tu madre. Ciertamente la Reina Católica lleva con merecimiento su fama de justa y de sabia. Recibe mis plácemes por los padres que tienes, Juana, y no te felicito —concluyó con su humor de siempre— por tu hermano porque ya no lo tienes. Ahora me pertenece y somos muy felices. Recibe un abrazo de la princesa de Asturias.» No. No le importó el tartamudeo de Juan y saberlo me hizo muy dichosa. Por otra parte, era fácil advertir la viveza intelectual de mi cuñada, capaz de lograr su pronta adaptación a cualquier circunstancia. En su carta daba los detalles de la boda como una experta castellana, considerándose de inmediato princesa de Asturias. Todavía me volvió a escribir y su carta, esta vez, era un tratado de normas sociales. Acostumbrada a la simplicidad de la nobleza belga girando alrededor del rey a quien servían, me refería su desconcierto ante la lucha de mis padres frente a los orgullosos nobles del país, cada cual rey en sus propios dominios. «No te extrañe mi preocupación por estos temas, pero forman parte de mi educación como futura Reina. Sin embargo, Juana, te confieso que encuentro complicadísimas estas instituciones. No te imaginas cuánto me costó aprender la división de mis futuros vasallos, catalogados en hombres libres y siervos; subdividiéndose los libres en nobles y plebeyos. Al parecer los nobles poseen grandes territorios, gozando de independencia dentro de sus dominios. Son llamados condes y pueden desnaturalizarse. Esto es, marcharse a otro reino cuando se sienten agraviados por su rey. Clase secundaria de los nobles son los infanzones y caballeros, denominándose caballero a cuantos mantienen un caballo de silla para guerrear y, por tal concepto, gozan muchos privilegios, además de hallarse libres de impuestos. En definitiva: un embrollo tremendo al cual he dispensado mi atención por considerarlo el precio de tener a Juan tan arrobado.» La princesa de Asturias prometió escribirme de nuevo pero no pudo cumplir su promesa. Ojalá que la exuberante salud de Margarita hubiera influido en la probada debilidad del pobre Juan. Para fortalecer su endeble naturaleza, lucharon los médicos desde el mismo instante de su nacimiento. La primera consigna fue buscar todas las tortugas existentes en el territorio español para conseguir un tónico vigorizante. Tartamudo y con el labio leporino, era un dolor sin alivio para quienes le amábamos pues nunca consiguió mejorar. Culto y dulce de carácter, bien merecía que mi cuñada le cediera parte de su potente vitalidad. Me hubiera gustado seguir el proceso de su estado físico. También el de sus relaciones con la esposa. Pero, ya dije, Margarita no volvió a escribir. Recordé nuevamente la urgencia de solicitar a mi madre consejo para recuperar la autoridad sobre los componentes de mi corte. Me acordé, si bien no lo hice, pues antes llegó correo de la reina. Sus líneas rezumaban resignación y cansancio. «Queridísima hija, muy añorada Juana: el quince de agosto pasado, día de la Asunción de la Virgen, se concertó la boda de tu hermana Catalina con Arturo, Príncipe de Gales, hijo del Rey de Inglaterra. Con esta alianza, el nombre de España tan loado en el mundo entero continuará exaltando el poder del Señor de los Ejércitos Universales, nuestro Dios. Espero que, cuando llegue el momento, la pequeña Catalina, apenas de once años, sea tratada en su nuevo hogar como merece su infancia, si bien, por los acuerdos tomados, la boda no se celebrará antes de haber cumplido ella los quince. Me preocupa tu hermano, enamoradísimo de Margarita y tan pendiente de su esposa, que olvida comer. Debería cuidarse y, lo antes posible, tener descendencia asegurando la dinastía. Por contra, casi no cumple sus obligaciones de príncipe y pasa la vida recluido en la alcoba. Mi niño Juan, mi ángel querido, soporta una carga enorme de sensibilidad y Margarita es demasiado bella. Faltan pocos días para la boda de Isabel. En esta ocasión le deseo mejor suerte pues la he visto sufrir demasiado cuando, a los pocos meses del primer matrimonio, su esposo el príncipe Alfonso murió al caer del caballo. Ahora ha pedido su mano don Manuel de Braganza, pariente del fallecido Alfonso. Se enamoró de Isabel al formar parte del séquito que la acompañó hasta Lisboa en ocasión de la primera boda y ahora le ofrece el título de Reina de Portugal. Respecto a ti. Juana, me tienes muy pesarosa. No me escribes. En cambio, recibo constantes quejas de tu vida en Bélgica. Lamentaré que no cumplas tu deber, olvides tu servicio a nuestra patria y no seas feliz. Pero, sobre todo, lamentaré que te apartes de la religión. Tu alma es lo primero y, salvándola, lo demás se te dará por añadidura. Supongo habrás caído en la cuenta de que el mismo día de concertar la boda de Catalina, fecha de la Asunción de la Virgen, fue el aniversario del fallecimiento de mi madre. Me acerqué hasta Arévalo. Además de ella, allí está enterrada mi infancia. Arrodillada delante de su tumba tuve la impresión de que alguien muy querido habrá de morir este mismo año. Escríbeme, Juana. ¿No sientes necesidad de comunicarte conmigo? Recibe un fuerte abrazo. Yo, la Reina.» Su dignidad real y su fervor religioso le dominaban. En vez de «Yo, la Reina», hubiera preferido «Tu madre». Pero con Isabel de Castilla era preciso aceptar lo que ofrecía. Con gran extrañeza tuve inesperadas noticias de doña Beatriz Galindo, la Latina. En ellas me daba buena cuenta del compromiso de Isabel. «Se encontraron —contaba— en Valencia de Alcántara, de Extremadura. Allí estuvieron tres días los Reyes Católicos y allí acudió el Rey don Manuel de Portugal. Vuestra hermana será dichosa pues don Manuel es gran y educado caballero, de lo cual me congratulo. ¿Sigue practicando el latín mi muy digna alumna la Archiduquesa de Austria?» Estas noticias me causaron bienestar y cierta euforia, prometiéndome escribir a mi madre para, al fin, explicarle mis dificultades de gobierno. Entonces tuve una misiva más: «No sabiendo cómo explicarme —decía el obispo Diego de Deza—, me permitirá Su Alteza le incluya una copia de la última carta dirigida a vuestros padres, los muy altos y muy poderosos Rey y Reina, nuestros señores. Carta que informará a Vuestra Alteza doña Juana, Archiduquesa de Austria, acerca de los avatares de salud de vuestro hermano el príncipe Juan. Mi escrito dice así: “Desde mi anterior misiva, el señor Príncipe estuvo más alegre, gracias sean dadas a Nuestro Señor, y con algunos zumos que han dado a menudo a Su Alteza, ha estado hasta ahora (que son las seis después de mediodía) más esforzado. Ha dormido lo que convenía con buen sueño. Ahora dieron a Su Alteza de cenar y comió, como suele, con el apetito perdido, media pechuga de pollo. No quiso probar unos morcillos de brazo de carnero ni pierna de carnero y estando escribiendo ésta lo ha devuelto todo. El mayor trabajo del mundo es ver su apetito tan caído y que Su Alteza se ayuda mal. Si esta enfermedad sucediera en tiempos que VV. AA. no tuvieran tanta necesidad de estar ausentes, sería todo el remedio de su mal, porque se esfuerza más cuando VV. AA. están delante y con más obediencia toma las medicinas. Les suplico provean VV. AA. qué se debe hacer estando el Príncipe en tal disposición pues estoy tan preocupado que no sé lo que es mejor. Lo que acuerdan estos Físicos es darle muchas veces de día y de noche algo que tome en zumos o en un manjar. La vida y Real Estado de VV. AA. guarde Nuestro Señor muchos años. De Salamanca, hoy viernes a las siete después de mediodía. Capellán y servidor de VV. AA. que besa sus reales manos, Epíscopus Salmanticensis. Después de escrita ésta, han venido a S. A. algunas congojas y se halla muy decaído. Todos los que aquí estamos suplicamos a VV. AA. vengan acá, que será muy gran remedio de su salud. En tal necesidad no esperamos el mandamiento de VV. AA. para llamar al Doctor de la Reina y a otros Físicos.” Por faltarle tiempo a mi señora doña Isabel de Castilla —proseguía el relato dirigiéndose a mí—, vuestra madre me ordenó os mandara esta copia con el fin de teneros al corriente de la mala salud del Príncipe Juan. Os pido disculpas, mi Señora Archiduquesa, al ser portador de tan desagradables noticias y beso vuestra mano con el mayor de los respetos. Diego de Deza, obispo de Salamanca.» Revisando la correspondencia anterior, encontré indicios premonitorios de la actual situación. Por lo visto nadie conseguía separar a Juan de Margarita. Los médicos se alarmaban ante la palidez del príncipe y su decaimiento. Se dedicaron a vigilarle y, celebrados varios conciliábulos, convinieron en informar a la reina.

«—Apenas come, no descansa y, sin sueño ni alimento, se agota del constante y abusivo uso del matrimonio. La salud del príncipe siempre reclamó cuidados. Por otra parte, la princesa Margarita ya está embarazada. ¿Por qué no los obliga vuestra alteza a descansar? Convendría separarlos.

»—Lo que Dios ha unido, nadie lo podrá separar —fue la tajante respuesta de mi madre.»

La salud de mi hermano me mantuvo abstraída durante largo tiempo. ¿Y si los médicos tuvieran razón? Tres días más tarde, fecha del anunciado regreso de Felipe, tuve noticias de la reina de Portugal. Creí que en su carta me traería buenas nuevas y pequeños detalles felices de su matrimonio con el rey Manuel el Grande, duque de Beja. En cambio contenía un cruel dolor. «Mi querida hermana: la ilusión de mi boda se enturbió al comparecer en Extremadura un mensajero del Obispo de Salamanca, la ciudad que con tanto entusiasmo y grandes pruebas de afecto recibió a Juan y Margarita. Detenidos en la capital por una de las frecuentes indisposiciones de Juanito, fue una desagradable sorpresa la premura de su Ilustrísima en solicitar la presencia de los Reyes a la cabecera del enfermo. Partió nuestro padre al galope quedándose conmigo la Reina Isabel que no cesaba de preguntarse: “A los tres días de llegar a Salamanca cae enfermo. Trece días después está grave. ¿Cómo es posible en plena juventud?” Mi contento iba diluyéndose y desapareció completamente al regreso del Rey. Inclinado ante su esposa, murmuró apenado: “Juan ya no está entre nosotros. Falleció de consunción.” Con la entereza acostumbrada, la Reina supo resignarse: “Dios me lo dio, Dios me lo ha quitado. ¡Alabado sea el Señor!” Supongo que esta amarga noticia me dispensará ante ti de cualquier otro comentario. Jamás olvidaré la fecha: el día cuatro de octubre de 1498, ambas perdimos a Juan. Te abraza tu hermana Isabel.» Mi desesperación superó la medida del antiguo afecto infantil. Todos los rostros de Juan se agruparon a mi alrededor. Era un Juan de diversas edades, montones de pequeños Juanitos empeñados en tocarme, en llegar a mí, en agarrarse a mi mano fraterna y quedarse conmigo. Llena de espanto por la aparente realidad de aquella alucinación, le veía agonizar y adquirir la inmovilidad de las estatuas. Definitivamente pétreo, mi querido hermano jamás volvería a tartamudear. Al pensarlo, se me acentuó la pena. ¿Por qué me importaba tanto aquel detalle? ¿Por qué entre tantos motivos rotos por el óbito del heredero sólo me pareció dramático el hecho de que Juanito no volviera a tartamudear? Necesitaba ver a Felipe. Me urgía contarle que durante su ausencia recibí numerosas cartas. Explicarle que dentro de una de ellas me había llegado la muerte de Juan.

—Alteza...

Descubrí a madame de Halewin desfigurada por las lágrimas que llenaban mis ojos.

—Decidme —apremié.

—Un emisario de vuestro esposo os hace saber que su alteza el archiduque no llegará hasta mañana.

Dispuesta a descargar mis penas echándome en brazos de Felipe, su retraso en volver fue un dolor tan agudo que grité desgarradoramente. El grito suplía al desahogo. No cesaba de chillar. Madame de Halewin llamó alarmada a los sirvientes. Reclamó su ayuda.

—¿Qué sucede, madame?

—¡Aprisa, avisad a los médicos! ¿No veis cómo grita? ¡Está enloquecida!

—Lleva usted razón, madame de Halewin. ¡Parece que a su alteza le haya dado el mal de la locura!

—¿Quizá tuvo algún disgusto? —preguntó una joven camarera.

—Ninguno. Enterarse que el archiduque llegará con retraso no creo que sea motivo.

—Pues que santa Gúdula proteja la salud de la señora.

Ya no grité más. Ni opuse resistencia. Me dejé conducir hasta el lecho. Una vez acostada intenté dominar mi agitación, convencida de la necesidad de protegerme contra las habladurías de gentes hostiles en un medio también hostil. Con semejante comportamiento, peor aún si lo repetía, daba pie a mis enemigos para la calumnia y las malas interpretaciones. Era necesario aprender los métodos de la corte. A mi pesar, yo formaba parte del complicado engranaje y sólo Dios sabía cuántos ojos vigilantes estaban puestos en mí para manejarme en su provecho. Allá en Laredo, antes de embarcar, mi madre intentó explicarme lo que acababa de aprender cuando escuché decir a madame de Halewin:

—¿No oís cómo grita? ¡Parece enloquecida!

La noche resultó muy larga y transcurrió bajo el signo de una trinidad estremecedora: el recuerdo obsesivo del castillo de Arévalo, mi abuela materna y cuarenta y dos años de enajenación.

Eran tantas las obligaciones de Felipe de Habsburgo, conde de Charolais, que no pudo venir al día siguiente ni al otro. Tardó casi dos meses en regresar. Tiempo suficiente para añadir otra desgracia a las muchas ocurridas en el año a punto de terminarse. Pese a estar mis padres con el gran cuidado de asegurar la sucesión, no dudaron en recluirse a llorar en soledad la pena de haber perdido a su querido hijo. Antes de considerar el futuro de los reinos hicieron una pausa en sus proyectos hasta que mi cuñada Margarita diese a luz. El bueno de Juan, incapaz de irse de este mundo abandonándonos a nuestra suerte, tuvo la delicadeza de entregarnos un nido de esperanza en la redonda curva del vientre de su mujer embarazada. En aquella promesa estaba Juanito y lo estaría aún más cuando naciera la criatura. Los reyes aguardaron impacientes el fausto acontecimiento. Y en Alcalá de Henares, donde pasaron el invierno, acabaron sus ilusiones. La nuera malparió una hija, con lo cual mis padres y cuñada sufrieron, por segunda vez, la pérdida del heredero. Ese deseado hijo póstumo del príncipe ni siquiera llegó a ser póstumo. No fue nada. Solamente el colofón de la desafortunada vida de mi hermano. El físico defectuoso, la mala salud y lo poco que disfrutó del privilegiado rango no consiguieron amargar su corta existencia.

—Y ahora, ¿qué sucederá? —preguntó Felipe.

—Sin otro varón en la familia, será heredera mi hermana mayor.

—¿Te refieres a la reina de Portugal?

—¿A quién sino? Mi padre envió un mensaje al rey Manuel de Braganza comunicándole que, vacante la línea sucesoria, le correspondían los reinos de España por razón de esposa, instándoles a que se personaran ambos en Castilla para ser jurados por los nobles, según costumbre. Mi hermana y su esposo entraron por la frontera de Badajoz, donde los aguardaban el duque de Alba, los duques de Medina-Sidonia y otros muchos señores. En presencia de Isabel y Fernando, recibieron el juramento. Algo verdaderamente emotivo para mis padres, pues al estar casada su hija con el monarca de Portugal quedaban unidos los reinos de la península. Celebrada esta ceremonia, mi hermana ya era princesa de Asturias. Por cierto —recordé al pronto—, que la reina me expresó su disgusto por haber usado nosotros indebidamente el título de príncipes de Asturias y me ha hecho saber su terminante prohibición de utilizarlo.

—¿Por qué...? —protestó arrogante Felipe—. También tú eres hija de los reyes.

—Conforme a la ley de Castilla, el título de príncipe de Asturias pertenece al hijo o hija mayor que, además, sea heredero.

—¿Conforme a la ley de Castilla o a la ley de tu madre? Dime la verdad, Juana. ¿Quién manda en la familia, el rey o la reina?

—Su divisa proclama que: «Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.»

—Entonces no queda otro remedio que obedecer y esperar mejores tiempos.

—¿A qué te refieres, Felipe?

—Fíjate en lo ocurrido: se casa Juan con Margarita y a los seis meses de la boda muere el príncipe. Nace antes de tiempo su hijo y también muere. Se casa Isabel con Alfonso, su primer esposo, y él muere a los ocho meses del enlace. En este segundo matrimonio tal vez muera ella sin descendencia. ¡Y ya serías princesa de Asturias! También yo llevaría el título y al faltar tus padres nos convertiríamos en reyes de España. ¡Los monarcas más poderosos de la tierra!

Felipe era feliz gracias a mí y sus risas lo demostraban. El roce de sus manos y la agitación de su pecho al reír me enternecieron. Más allá de su hilaridad, detrás de las vestiduras, al fondo de la propia piel, el corazón le latía igual que en nuestros momentos apasionados. Inesperadamente me asaltó una duda. ¿Y si para Felipe fuera más importante la ambición que el amor? ¿Y si le interesaran las coronas y los títulos más que yo? Le miré sombríamente, como si no mereciera la sorpresa que iba a darle.

—¿Estás seguro de quererme, Felipe?

—Más que nada en el mundo.

—¿Más, incluso, que el hijo que espero?

La impresión le puso lívido, con aquella malsana claridad de la aurora interrumpida. Luego, repentinamente sofocado, me abrazó hasta hacerme daño.

—¿Estás embarazada, Juana?

—Lo estoy.

Se dejó caer en el lecho, cerca del cual estábamos, y me arrastró consigo. Ambos quedamos boca arriba, dichosos y alegres. Por encima del cobertor, la mano de mi esposo buscó la mía y yo me así a la suya con vehemencia. A su contacto cerré los ojos, quedándome prisionera de la oscuridad acompañada de mis sueños.

El jueves veintitrés de agosto del año 1498 llovía en Bruselas. Sumergida en la noche, la ciudad comenzó a vislumbrarse cuando el alba fue soltando su fina luz violeta, anticipo de un día prodigioso. Pero apenas la claridad se hizo más hiriente, acudieron en tropel un montón de nubes y el ambiente se encapotó. En seguida llegaron otras nubes dispuestas a cubrir las primeras, repitiéndose la operación hasta que el espesor del nublado oscureció el cielo por completo. La gran torre del Ayuntamiento, con sus noventa metros de altura, edificada por Van Ruysbroeck, perdió su hermosa cúpula puntiaguda al clavarse en la tupida atmósfera. La cerrazón anunciaba una buena tormenta, y encendieron todos los candelabros de la residencia real. Con el desagrado propio de un pájaro cautivo en la lujosa jaula del palacio empecé a languidecer. El mal tiempo duró siete días. Y si me acuerdo tan minuciosamente de los detalles es porque no se trataba de una lluvia cualquiera, sino de una de esas tan especiales que, además de la tierra, mojan los recuerdos. Los empapan hasta incrustarlos en la piel de la memoria. Durante la interminable semana de tormenta me mantuve incómoda, sintiendo la desagradable impresión de que, en algún lugar al otro lado del aguacero, alguien sufría. Casi enseguida supe la triste noticia. El sol que no consiguió lucir en Bélgica resplandeció en Toledo ese mismo día veintitrés de agosto de 1498 con la fuerza del estío toledano. Las callejuelas tortuosas, empinadas, los estrechos pasajes y los callejones sin salida estaban desiertos. El calor, duro como las piedras, retenía a los habitantes de la villa en la fresca penumbra de las casas. Tampoco volaban los pájaros. El aire quemaba. Era una quietud de muerte y nunca mejor dicho. En la residencia de mis padres imperaba el silencio, pasos cautelosos, murmullos y una reprimida agitación. La reina de Portugal acababa de dar a luz a su primer hijo, un varón a quien impusieron el nombre de Miguel. Un nombre que mi hermana jamás pronunciaría. Un niño a quien nunca vería el rostro ni podría acariciar. Todo cuanto supo de él fue el alivio sentido al lanzarlo al mundo. Aquel repentino descanso al expulsarlo como si no le quisiera. Como si no hubiera soñado tantísimo en tenerlo. Luego suspiró hondamente y el tránsito de la vida a la muerte apenas duró una hora. Después, Isabel ya no era. No estuvo. ¿Jamás había estado? Mi madre, con la anuencia de su yerno el rey de Portugal, asumió la tutoría del recién nacido. Mucho debió de dolerle la pérdida de hija tan amada, la que más cumplidamente le prestó obediencia y tanto se le parecía, pues para acceder a casarse impuso al futuro esposo la condición de expulsar de Portugal a los judíos. Con su dolor a cuestas, Isabel de Castilla seguía una senda familiar en contraposición a la senda de sus éxitos políticos. La más grande, la más audaz, la más inteligente y ejemplar de las reinas, era la más infeliz de las mujeres. Últimamente, la desgracia se hizo implacable. En pocos meses arruinó su salud, vio morir a su madre, se quedó sin Juan, nació muerto su primer nieto y, por último, acababa de fallecer su primogénita. Sin embargo, la fe religiosa era la columna vertebral de su alma indestructible y, en mitad de la congoja, tras intensa meditación, descubrió el mensaje de Cristo en aquel huérfano recogido en el regazo. No era su nieto, no. En el halda sostenía al futuro rey de Castilla, Portugal y Aragón. Al fin, la unión de España. Dios la había elegido como adelantada de los ejércitos celestiales para la defensa y expansión de su reino espiritual. Debía obedecer. Y aquella actitud, traducida por los demás como entereza o capacidad de sacrificio, era la simple aceptación de la voluntad divina. Desde las honras fúnebres por el alma de Juanito la reina vestía de luto, costumbre jamás abandonada. Guiado por la mano de su enlutada y augusta abuela, el pequeño Miguel iniciaría la ruta de su peripecia personal. Mi madre sentía por el niño una ternura indecisa. Le amaba confusamente. Sin entregarse. Sin inhibirse. Siempre cargada con aquel afecto, entre dolido y gozoso, que no sabía demasiado bien si dedicaba al nieto o a la hija muerta. Cosa rara pues la duda no entraba en sus costumbres. Dueña de un espíritu tajante, en ocasiones me decía: «La gente está viva mientras vive y muerta cuando muere. Si la gente vive, la tenemos. Si muere, la pérdida es definitiva. ¿Pero cuándo se pierden los hijos? A veces, los perdemos en vida. A veces, ni siquiera muertos. Algo de la propia eternidad se lo dimos al engendrarlos y quizá dependa de este señuelo misterioso la imposibilidad de romper las ataduras. No quiero perderte en vida, Juana. Entiéndelo bien: no quiero.» Y como según mi parecer bien la entendí siempre, no me engañó la repentina llegada a Bruselas del comendador Londoño, acompañado del subprior de Santa Cruz, fray Tomás de Matienzo. Mi madre, creyéndome perdida, me buscaba. Y con razón. ¿Cómo pude consentir un tan largo silencio de casi dos años? Desde mi salida de Laredo fueron muchas las misivas llegadas a mi corte desde la corte española. Después de leerlas, las guardaba sin contestar y bajo llave en una caprichosa arquita, obsequio de mi difunto hermano. La medida exacta del arca con los amados papeles, el recuerdo de Juan y mi propio pasado dentro era todo el espacio que mi lejana patria ocupaba en los extensos territorios de los Austria. ¿Así de mínimo se había vuelto mi corazón? Con semejante conducta no me extrañaba que trascendiera tanta indiferencia por mi país. La presencia en el palacio de Bruselas de fray Tomás de Matienzo, sin ningún cargo oficial, era una prueba irrefutable. En realidad, fray Tomás formaba parte de la pléyade de clérigos que, repartidos por el continente, informaban en secreto a los Reyes Católicos. Conocía el procedimiento y me enfureció ser motivo de argucias políticas. ¿Por qué usaba mi madre tan solapados métodos conmigo? Hubiera sido mejor que fray Tomás de Matienzo, dirigiéndose a mí abiertamente, me reclamara noticias para tranquilizar las ansias afectivas de la reina. Segura de su espionaje le mantuve a distancia, negándome a proveer sus necesidades en la creencia de que, abandonado a sus recursos, regresaría a España. Pero el enviado de mi madre soportó el mal trato. Ni siquiera se quejó. Cansada de la sorda oposición del clérigo, decidí recibirle.

—Que venga el subprior de Matienzo.

Entre los dos espléndidos balcones que se abrían al lado más agreste de los jardines de palacio, ardía el fuego de una regia chimenea, construida en tiempos de Carlos el Temerario. Septiembre se iniciaba amable en una atmósfera de perfumes detenidos antes de extinguirse y bastaban unos leños ardiendo para alejar la amenaza de frío. El fulgor de las llamas se extendía a oleadas por encima de las alfombras. La punta de mis chapines rojos parecían flores de fuego. Cuando la puerta se abrió, los ojos del recién llegado se pasearon desorientados por la elegancia de mi vestido de raso blanco, las joyas que brillaban en el escote, los dedos, los brazos. Erguida detrás del canapé, las manos apoyadas en el borde del respaldo, hablé dispuesta a defenderme:

—Fray Tomás de Matienzo...

—Alteza... —al inclinarse temí que rozara el suelo con la frente.

—Os basta y sobra —dije molesta por la exageración— con besar mi mano. No estamos en audiencias oficiales, guardad únicamente las distancias y dejad de lado el protocolo. ¿A qué habéis venido a Bélgica, subprior?

—Vuestra alteza estará bien informada. Quiero decir que, además de conocer los motivos de mi visita, sabréis quién soy, señora.

—Sois un espía —lancé con audacia antes de arrepentirme—, está muy claro. Y vos, fray Tomás, ¿sabéis quién soy yo?

—Sois, alteza —habló tratando de dominar su asombro—, la hija de mi reina doña Isabel y de mi rey don Fernando.

La servil sonrisa apenas iniciada se le heló de súbito al escucharme:

—Imperdonable error que os invito a corregir. Estáis en presencia de la archiduquesa de Austria, doña Juana de Castilla, esposa de Felipe de Habsburgo. Os sugiero que no lo olvidéis.

—Pido perdón a vuestra alteza.

Todo había salido según yo quería. Excepto la contrariedad producida al ser identificada como hija de los Reyes Católicos. En seguida adiviné en la memoria del fraile algún antiguo recuerdo. El hombre debió de conocerme cuando yo formaba parte del revuelo de niños reales corriendo por los pasillos de palacio. Comprendía el esfuerzo de fray Tomás por reconocer en aquella adolescente, ataviada a la suntuosa manera de Flandes, la criatura agarrada a las faldas de su madre. Sin embargo, no debía enternecerme. Por amables que fueran sus maneras, estaba en Bélgica investigando mi conducta y la marcha de mi matrimonio. Y, desde mi corazón, Felipe era intocable. Le hice tomar asiento.

—Sabréis, fray Tomás, que vuestra presencia en palacio no me causa ningún placer.

—No encuentro en mi humilde persona motivos para agradaros. Pero os ruego consideréis que estoy aquí por privilegio y mandato de vuestra augusta madre.

Aquel empeño en imponerse a través de la reina me empujó a zaherirle. ¿Por qué habría yo de admitir, incluso estando lejos, la influencia de cualquiera que invocase el nombre de Isabel la Católica? ¿Quién podía asegurarme la correcta transmisión de sus órdenes o, en caso contrario, asegurarle a ella la justa interpretación de mi conducta? Por mediación de un tercero, nada mejoraría entre mi madre y yo. En el colmo de la irritación dije:

—Acaba de fallecer en Ávila el poderoso inquisidor general del Reino, Tomás de Torquemada. ¿Acaso mi augusta madre, como vos la llamáis, os nombró sucesor?

—No soy inquisidor, señora. Ni vengo como tal —su voz sonaba sumisa—. Vuestro largo silencio epistolar hizo temer a nuestra reina que vuestra alteza sufriera posibles dificultades. Y por si en esta corte os faltara algún alivio, me ordenó serviros en lo que dispusierais.

Un vientecillo iniciado con la tarde aumentó su fuerza al cabo de las horas. En aquel instante removía las ramas de los árboles y una dorada lluvia de hojas desprendidas rayaba el cristal de los balcones. En mi alma se extendió una sonrisa secreta, confortable. Con el invierno llegaría también mi primer hijo. El espía Tomás de Matienzo no estaría allí para verlo. Me estorbaba.

—¿Seguro que me complaceríais? —pregunté.

—Estoy a vuestra completa disposición, alteza.

—Entonces regresad inmediatamente al lugar de donde habéis venido.

—Lo lamento, señora —no trató de ocultar su contrariedad—. Es la única orden que me impidieron obedecer.

Bruscamente me puse en pie.

—Podéis retiraros, fray Tomás. Y tened en cuenta que al abandonar estas habitaciones, consideraré que abandonáis el palacio. Decídselo así a la reina.

Cancelado el trance, me sentí eufórica. Había conseguido sobreponerme al temor de enfrentarme a los adultos. Ninguno me aventajaba en rango, pero bastaba su presencia para sentirme despojada de títulos y autoridad, quedándome reducida a la condición de muchacha tímida, enamorada y sin experiencia. En la entrevista con el clérigo traté de actuar de acuerdo a mis intenciones. Tuve éxito. Y hubiera logrado expulsar de mi corte al fraile, de no ser porque dejé de prestarle atención al nacer mi primogénita el día quince de noviembre del feliz año de 1498. Recuerdo muy bien el primer desasosiego y la inmediata reacción de Felipe reclamando la presencia del médico. En cuanto el hombre confirmó el inminente nacimiento, madame de Halewin, seguida de varias damas y un nutrido grupo de camareras, se pusieron a sus órdenes. Creí que iba a morir. Estaba tan asustada por la persistencia de aquel dolor intraducible que, al primer síntoma de apremio, una terrible punzada me hizo gritar despavorida. En mi interior algo extraordinario se agitaba. La amenaza no venía de fuera, estaba dentro. Acumulé con rabia mi energía y a mi alrededor todo se esfumó. Al abrir los ojos descubrí a Leonor, la hija de Felipe.

—¿Es bonita, verdad? —murmuré maravillada.

Pero Felipe de Habsburgo, el emperador Maximiliano y los Reyes Católicos sufrieron una cruel decepción. Leonor llegó en lugar del heredero y tardarían en perdonarle haberse adelantado. ¿No pudo esperar? Resentida por lo que yo consideraba injusto desamor, la quise intensamente. Me entregué a su cuidado con todas las fuerzas, descartando en su favor cualquier intervención mía en la vida palaciega. Por fortuna, las intrigas y ambiciones inherentes al poder se desarrollaron a distancia. Los ecos de la bulliciosa corte, doblemente bulliciosa sin la represión de mi presencia, se detenían a la puerta de mi feudo particular. Y no sólo los ecos. También las personas. En cierta manera llevaban razón, pues Juana de Castilla, asomada a una cuna donde ni siquiera dormía el heredero, ¿qué falta les hacía? En estas condiciones, conseguida audiencia, apareció a mi lado fray Tomás de Matienzo. Me alegré de verle y todo cambió entre nosotros. Le hice mi consejero. Nunca me dijo, ni por entonces supe, la puntual correspondencia mantenida con mi madre. Durante los seis meses vividos en Bruselas, fray Tomás no tuvo otra ocupación excepto escribir a la reina. De nada se privó, ni le tembló la mano al confiar en sus escritos la indiferencia mía por los parientes y amigos españoles, además de no comulgar ni asistir a misa los días festivos. El lujo con que me exhibía, la falta de modestia en los vestidos, mi pasión por asistir a los bailes tampoco tranquilizarían a mi madre. Pero al tratarme, el subprior debió de modificar su opinión, pues el correo a mi nombre se volvió más afectuoso y menos amonestador. Al ampliarse la confianza que yo le otorgaba, el clérigo creyó intuir las tremendas dificultades de mi poca edad, nula experiencia, entorno opuesto a mi niñez, falta de apoyo afectivo y, por si fuera poco, la traidora alianza de mi tesorero Martín de Moxica con madame de Halewin, a quien Felipe adoraba. La agudeza y el talento de fray Tomás le permitieron descubrir un peligro mayor. Así lo confió a mi madre: «El amor apasionado por el Archiduque es una amenaza para la salud de su alma. A la menor duda pierde la serenidad, se arrebata, no es dueña de sí y cae en tal confusión que, falta de freno, puede cometer cualquier locura. Lo peor, Alteza, es el gusto de don Felipe por comprobar el poder que tiene sobre su esposa y, adrede, le provoca celos.» Al cabo de algún tiempo le llegó al clérigo el momento de partir y vino a despedirse en compañía del embajador. Nunca pude imaginar, recordando lo desagradable de nuestro primer encuentro, que lamentaría tanto su ausencia. Cuando él no estuviera, a nadie podría confiarme.

—La corte ya se acostumbró a mi aislamiento, fray Tomás —dije con cierta melancolía—. A veces pienso que la llegada de Leonor puso las cosas en su sitio. ¿Os habéis fijado? Vuelvo a ser Juana de Castilla, la española retraída y seria. Sin acompañarle yo, Felipe es el archiduque de costumbre. Alegre con los amigos, compañero de sus cortesanos, seductor con las damas a quienes conoce desde la infancia. Yo no estuve en su infancia, un terreno vedado para mí. Me parece que ahora no significo lo que debiera para mi esposo. Mi influencia se esfuma. ¿Sabéis qué sucede, subprior? —y bajando el tono de voz apremié—: vuelve de madrugada, casi a la amanecida. ¿Quizá hay otra mujer, fray Tomás...?

Las últimas palabras se debilitaron gradualmente hasta acabar en gemido. Me avergoncé de la confidencia.

—Nadie existe excepto vos, señora. Pero le amáis demasiado.

—Demasiado significa exceso. Algo que sobrepasa. Si le amo demasiado es que Felipe me ama menos.

—También puede significar que el archiduque os ame como siempre y vos, exacerbada la afectividad con el nacimiento de la niña, hayáis acrecentado vuestra urgencia de cariño. El archiduque tiene importantes tareas que cumplir, no creo le sobre tiempo para distraerse de vuestro amor, señora.

—Si al decir que el archiduque tiene importantes tareas que cumplir os referís a sus obligaciones de gobierno, a ese respecto mi esposo cuenta con la ayuda del Consejo Ducal. Os aseguro, fray Tomás, que la actividad de dicho Consejo proporciona muchas horas libres a su alteza.

—Tal vez se trata de una mala interpretación, señora —opuso el conciliador fray Tomás de Matienzo—. La política esconde muchas complicaciones.

—No os engañéis, subprior. Que mi esposo me mantenga apartada de los asuntos de Estado, no significa que yo los desconozca. Desde niña presencié actos de gobierno, debates políticos, estuve en la primera línea de combate al lado de mis padres y hermanos. Cuando la rendición de Granada, la reina se alojó en un campamento a dos leguas de la ciudad, acompañada de sus hijos. Desde allí tuvimos ocasión de contemplar batallas campales, asedios, incluso presencié un incendio en las tiendas reales y, en consecuencia, vi construir en apenas ochenta días una ciudad rodeada de muros, fosos, cuatro puertas y plaza central, que fue bautizada con el nombre de Santa Fe. Los hermanos también fuimos testigos de la derrota del rey moro Boabdil, último de la dinastía nazarita, que dijo a mi padre al entregarle las llaves de la ciudad: «Que Dios os haga en ella más venturoso que a mí.» El archiduque, fray Tomás, puede ignorarme políticamente, pero nunca abolir mi experiencia. Y puesto que estamos en ello y vos a punto de abandonar Bruselas, os puedo asegurar que el Consejo hará lo imposible para que Flandes firme pactos de amistad con Francia. Os recuerdo que la madre de Felipe fue reina de Borgoña. Que la reina de Castilla se desengañe: España no les interesa. Cien aliados cerca convienen más que mil lejos. Y si ésta es la voluntad del gobierno, será la voluntad del archiduque. Cuando os reciba mi madre haréis bien en advertírselo.

El subprior de Santa Cruz, fray Tomás de Matienzo, acompañado del embajador español, salió de mi presencia. Al quedarme sola, un criado quiso encender los candelabros y se lo impedí. En el momento de retirarse, por la puerta entreabierta se deslizaron lejanas y atractivas risas que me estrujaron el corazón. Detrás de los cristales estuve contemplando el ocaso. No me moví hasta que la noche de enero coincidió con la negra noche de mi alma. Sola con mi niña, desasistida de Felipe, incapaz de integrarme a un ambiente que me rechazaba, lejos de mi pasado y sin un amigo en quien confiar, una oscura desesperación iba poseyéndome. El embajador Fuensalida había comentado al abandonar el palacio:

—En persona de tan poca edad, jamás vi tanta cordura.

Sin embargo, yo tuve la impresión de que acabaría por volverme loca.

Comparado con la enorme extensión de los jardines, prados, cotos de caza y demás alrededores de palacio prolongados hasta los confines de la inmensa propiedad, el estanque me pareció pequeño. Situado a prudente distancia del balcón de la biblioteca y al fondo de un túnel formado por las copas de los magnolios, lo avistaba a menudo, acabando por intuir mi error. Lo que supuse estanque pequeño, era un gran bebedero de aves al cual acudían las más variadas especies apenas encenderse el alba. La luz recién asomada en el horizonte caía en escorzo sobre el agua poblándola de chispeantes brillos. Las primeras en llegar eran las fascinadas urracas. Al beber y alzar el pico dejaban escurrir las gotas sobrantes como perlas de un collar de colores. Periódicamente, el jardinero recogía las hojas caídas a la superficie. Si quedaba alguna y el viento la empujaba, yo me ensimismaba viéndola alejarse de la orilla, tanto como yo me alejaba de mí misma. Desde la partida de fray Tomás de Matienzo, el frío de la soledad se hizo más apremiante. Y continuó a lo largo del año sin que me aliviara la plácida primavera ni la fuerte presión del estío. El sistema planetario de mi existencia giraba en torno a un astro llamado Felipe. Y Felipe, en los días posteriores al parto, hubo de acostumbrarse a prescindir de mi compañía en numerosos actos oficiales y de obligado esparcimiento. Era comprensible la necesidad de usar mi esposo su tiempo para gobernar. Entendía también su aversión a comentar asuntos de Estado en los ratos dedicados a nuestras efusiones aunque, me agradase o no, el hábito de estar separados iba apaciguando el ardor primero. Hubiera podido asumirlo como desgaste afectivo si el mundo se circunscribiera a los dos. Pero no estábamos solos y algo impreciso me iba doliendo. Un no sé qué de alerta, captado al aparecer donde no me esperaban. Conversaciones animadas, sumidas en repentinos silencios. Alguien desaparecía del salón apenas verme. La firme mirada de ciertas damas, los ojos suyos en los míos sin parpadear, retadores. ¿Qué sucedía? ¿Por qué las respetuosas palaciegas de antes eran ahora altivas damas en mi presencia? ¿De dónde recibían la fuerza para enfrentarse conmigo? Felipe me amaba profundamente cada noche, aunque me rehuía profundamente cada día. ¿Y las horas restantes...? Su desapego cabría considerarlo como el remanso final de un río, un lugar hecho para la calma. Pero indicios acumulados me alertaron: el caudal afectivo de Felipe tenía afluentes, continuaba. En esta desazón perdí la brújula.

—Felipe, por favor, ¿soy o no soy?

—Eres mi amor. Lo serás siempre, Juana.

Semanas después de festejar mi veintiún cumpleaños, supe que estaba encinta. La buena nueva entusiasmó a Felipe. Le hizo dinámico, emprendedor, sugestivo. A menudo irrumpía en mis habitaciones con la imprecisa excusa de comentar fulminantes ideas implicadas en el porvenir del niño. Porque, sin duda, la criatura esperada sería varón. Al recordar su obligada renuncia al uso del título de príncipe de Asturias por corresponder solamente al heredero de la corona de Castilla, Felipe encargó al Consejo Ducal la búsqueda de un título distintivo del sucesor de los Habsburgo.

—Habrá de ser —ordenó a sus consejeros en solemne reunión— muy acorde con la dignidad del futuro príncipe. Algo que no desmerezca de nuestra patria ni de nuestra historia. Tan representativo de los Habsburgo como lo son, en sus respectivos países, los títulos de príncipe de Gales en Inglaterra, príncipe de Asturias en España o delfín en Francia.

Nos hallábamos en Gante, en vísperas de nacer mi segundo hijo, que llegó antes de lo previsto. En el castillo se celebraba baile de gala. La fiesta era lucida en extremo y, pese a los consejos de mi esposo, no quise retirarme. En el curso de una danza me sentí mal.

—Temo que la cena me hizo daño, Felipe.

Sin ánimo de añadir nada, escapé del salón. El fuerte malestar me impidió llegar a mis aposentos. Apurada, me dirigí hacia un lugar excusado y, en sitio tan inoportuno, traje al mundo al importante heredero de varias dinastías europeas. Lo que a mí me abochornó, para Felipe fue motivo de hilaridad, pues le halagaba divulgar la facilidad de su esposa de dar a luz. Inmersa en el calor del lecho repasaba los acontecimientos de aquel veinticinco de febrero notando una curiosa coincidencia. Corría el año de 1500, bisiesto. Yo era madre de dos hijos y estaba en Gante, una ciudad situada entre dos ríos, el Escalda y el Lys, construida al arrimo de dos abadías edificadas por san Armando. A los ocho días llegó a Gante mi cuñada Margarita. Por segunda vez nos veíamos estando yo en cama. Y por segunda vez Margarita venía a mi encuentro con el recuerdo de un hombre. ¿También yo sería dos Juanas, la Juana de mi madre y la Juana de Felipe? Ya en Amberes espié en las facciones de mi cuñada el rostro desconocido de su hermano Felipe. En Gante soporté como pude la inmensa emoción de abrazar a la mujer que mi hermano Juan abrazó hasta expirar. Algo de él había en ella y yo intenté recuperarlo. La princesa estuvo muy afectuosa. Incluso me indicó su deseo de imponer al recién nacido el nombre de Juan.

—Llamándole Juan pondremos en pie una trinidad afectiva: tu niño, tu hermano, mi esposo. ¿Te parece?

A quien no le pareció bien fue a Felipe. Se celebró el bautizo con gran fasto el día siete de marzo, siendo sus madrinas mi cuñada Margarita y la duquesa Margarita de Borgoña. Los padrinos, el señor de Bergás y el príncipe de Chimay, mi caballero de honor. Ejerció de ministro en el bautizo don Diego de Villaescusa, obispo de Málaga. El niño, según deseo de su padre, asumió de por vida el nombre de Carlos, tributo a su bisabuelo Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de ascendencia autóctona. De acuerdo con el deseo de Felipe, el Consejo Ducal tituló a su hijo duque de Luxemburgo, que desde aquel momento distinguiría a los herederos de los Austria. Grandes muestras de satisfacción llegaron de todas partes y a este júbilo se integraron los Reyes Católicos. Exultaban satisfacción con este nacimiento que contribuía a dar seguridad a la sucesión de sus reinos, amenazada por la endeble salud de su nieto Miguel, heredero, entonces, de la corona de mi madre. No tardaron demasiado en cumplirse los temidos augurios. Tres meses después, a los veintitrés de vida, murió en Granada el príncipe Miguel, quien jamás supo su alta alcurnia ni tampoco su encantadora condición de niño. Mi madre volvió a escribir. En esta ocasión para comunicarme bruscamente que yo era la heredera de sus Estados. Lo que un día imaginó Felipe había llegado. Lo que jamás imaginé yo allí estaba. Siempre vi muy lejana la sucesión y me lastimó recibirla a través de cuatro fallecimientos. Mi hermano Juan, su hijo póstumo, mi hermana Isabel y su hijo Miguelito necesitaron desaparecer de nuestra familia para que los padres reclamaran mi presencia con el fin de ser jurada heredera suya por las Cortes. Yo no quería ser heredera. Ni reina. No quería ser nada excepto el amor de Felipe. Y en aquel instante, se apaciguaron mis ánimos al advertir que la mejor manera de retener al archiduque sería ofrecerle el ambicionado trono de Castilla.

—Mi querido Felipe —apenas conseguí disimular el alborozo de mi corazón—. He de obsequiarte con algo muy especial. Siento enorme alegría al comunicarte que a partir de este momento soy la heredera de Castilla, Aragón, las tierras conquistadas en África y en las Indias. Por consiguiente, tuyos son mis reinos, Felipe.

En la mirada del archiduque surgió una pasión devoradora. Pero el deseo, el ansia de posesión y su furia desbocada no eran por mí, sino por las coronas reales que le llegaban envueltas en el adiós de mis cuatro queridos muertos.

Debido a un cúmulo de situaciones inesperadas, entre las cuales se incluía mi rango de heredera, Bruselas se convirtió en el centro de la política internacional con las inevitables secuelas de intrigas, rivalidades y un continuo trajín de embajadores, agentes oficiales o agentes secretos, venidos de todas partes de Europa. Las tres naciones de mayor importancia aspirando a conseguir tratados de amistad o consolidar lazos de parentesco con Felipe de Habsburgo, eran Francia, España y Austria. Felipe sentíase más que nunca duque de Borgoña y, como tal, observaba los manejos diplomáticos de las grandes potencias dispuesto a beneficiar, exclusivamente, a su Estado neerlandés. En esta sorda competencia, Francia llevaba las de ganar. No en balde apoyaba sus pretensiones el Consejo Ducal, además de actuar de valedor suyo Francisco de Buxleiden, arzobispo de Besançon y antiguo preceptor de mi esposo. Tampoco cabía desdeñar la presión ejercida por el emperador Maximiliano quien, aprovechando las facilidades familiares, empleaba su autoridad paterna en inclinar a su hijo hacia los intereses de Austria. Los menos favorecidos en sus pretensiones fueron los Reyes Católicos. Al archiduque no le atraía el lejano país de orgullosa estirpe, severas costumbres y excesivo rigor religioso. Amaba la existencia libre y alegre de su reino. Desde luego, le seducía el disfrute de las dos coronas pero, atendiese bien o mal la causa española, a su debido tiempo la nación le pertenecería. Tal vez este pensamiento le hiciera insensible a las repetidas llamadas de mis padres, quienes no conseguían encajar demasiado bien el inexplicable desinterés nuestro por acudir a la península y recibir el juramento de fidelidad en las Cortes. Pese a cualquier consideración, las negativas y excusas iban acumulándose. Mientras los Reyes Católicos se afanaban por convencer a Felipe, la diplomacia francesa, intuyendo los peligros del viaje a España, trabajaba intensamente con el fin de adelantarse a los rivales en cualquier proyecto de alianza. El gran sueño del archiduque, mantenido oculto en su espíritu ambicioso, se basaba en extender el poderío de Bruselas desde el Danubio hasta Gibraltar, prolongándolo en el magnífico añadido de las tierras transoceánicas y africanas. Cuestión ineludible para conseguirlo era la incorporación a los Países Bajos de la codiciada Francia, el Austria de mi suegro y la España de mis padres. Los franceses acertaron al ofrecerle la mejor manera de asegurarse el triunfo, mediante la firma de un tratado donde se estipulaba el matrimonio de nuestro hijo Carlos, de un año de edad, con Claudia, de dos, hija de Luis XII. Aun debiéndome esta consideración no fui advertida ni consultada. Pero cuando a los reyes Isabel y Fernando les llegó el rumor de lo que se tramaba tuvieron un sobresalto. Conociendo las circunstancias, se hacía fácil comprenderlos. Estaban relativamente recientes las bodas de su hija María con el rey de Portugal, viudo de mi hermana Isabel. Después de conseguir la dispensa exigida por el parentesco en primer grado, concedida por el papa Alejandro VI, la infanta se desposó por poderes en Granada el día veinticuatro de agosto de 1500, acompañándola hasta Portugal don Diego Hurtado de Mendoza, arzobispo de Sevilla y patriarca de Alejandría, el marqués de Villena y otros señores. Entonces hubo un tiempo de calma en espera de la resolución de mi tercer embarazo, que se produjo el día veintisiete de julio de 1501 con el nacimiento de mi hija Isabel; tiempo aprovechado por mis padres para ocuparse de la boda de su último vástago. Catalina, a sus quince años, estaba destinada a casarse con Arturo, de catorce y príncipe de Gales, hijo del rey Enrique VII de Inglaterra. Dada la extrema juventud de la pareja, nadie demostró prisa por ejecutar el compromiso, pero mis padres adelantaron su cumplimiento en defensa del porvenir de Catalina, amenazado por la conducta de Felipe. Mi esposo, ávido de aumentar su potencia incluyendo las islas Británicas al área de sus dominios, interfirió en el proyectado matrimonio entre las casas reinantes de Inglaterra y España, ofreciendo a su propia hermana Margarita, viuda de Juan, como esposa del primogénito inglés ya prometido de Catalina. Esta traición del yerno supuso para mis padres renovadas amarguras, aparte de enturbiar la política de sus relaciones más de lo que estaban. Embarcaron a la pequeña Catalina en el puerto de La Coruña rumbo a su nueva patria en compañía de don Alonso de Fonseca, arzobispo de Santiago, el conde y la condesa de Cabra y un gran séquito, siendo muy cordialmente recibida en Plymouth por el rey Enrique VII. La boda se celebró en la catedral de Londres el catorce de noviembre, oficiando la ceremonia el arzobispo de Canterbury. Los reyes debieron de quedarse cansados y vacíos en sus áridos tronos. Sin quererlo, yo me había convertido en su último recurso y notaban, impotentes, el desinterés de mi consorte por conocer y gobernar el país de su esposa. ¿Qué manos regirán la gran nación levantada por ellos? Entonces mandaron a Bruselas al obispo de Córdoba, don Juan de Fonseca, capellán de mis padres. Su misión residía en convencer al archiduque de la urgente necesidad de viajar a la península. No obstante, el Consejo Ducal seguía excusándose. A veces apelaba al clima desfavorable. Otras, a compromisos ineludibles o asuntos de gobierno. Y esta conducta consiguió que se reanudaran las tensiones. Desde España llovían propuestas. Si Felipe no accedía al viaje, deberíamos ir el niño y yo. Pero Felipe no quiso siquiera considerar la salida de Flandes del heredero. A continuación sugirieron, y yo me indigné, que fuera sola. Más tarde apuntaron la conveniencia de acudir los tres. Poco a poco, la insistencia de mis padres iba debilitándose mientras el archiduque, envuelto en una nube de adulaciones cortesanas, se habituó a prescindir de mí. En cambio, y no por mi voluntad, yo fui descubriendo agravios. De todos le pedía cuentas en los escasos momentos de intimidad y me amenazaba con no regresar nunca a mi lado si yo seguía reprochándole su conducta. Las frecuentes desavenencias se hicieron públicas, incluso en actos oficiales. Me sentí menospreciada, sumida en constante humillación que amenazaba con ahogar mi amor desesperado por el hermoso Habsburgo. Era evidente que la fogosidad de los primeros momentos había cedido ante su ansia repentina de libertad. Una tarde irrumpió el archiduque en el salón de música. El embajador Gómez de Fuensalida despachaba conmigo pero mi esposo, ignorando su presencia, exigió mi firma al pie de ciertos documentos. Al comprobar el contenido de los mismos, me negué.

—Si de mi voluntad dependiera —dije—, firmaría con gusto. Pero me estás pidiendo que usurpe los derechos de mis padres. Permíteme que antes lo someta a su criterio.

—No hay tiempo, Juana. Esto urge. Y por si lo has olvidado, recuerda que me debes obediencia.

—Nunca para el mal —repliqué dolida.

El gesto de Felipe se hizo despreciativo. Como si de repente ignorase quién era yo. El mayor de los desdenes vibraba en su voz al responder:

—Entonces, Juana, prescindiré de tu firma. La mía es suficiente. Si estuvieras sobrada de talento habrías intuido que recabar tu colaboración fue un acto de cortesía.

Con infinita arrogancia mi esposo inició la retirada. Por primera vez, el embajador Fuensalida se permitió enfrentarse al archiduque.

—Lamento reprocharos vuestros modales con su alteza doña Juana y la falta de respeto que demostráis a vuestros suegros los reyes de España, mis señores. La desconsideración de que alardeáis últimamente, en lugar de corregirse, se acrecienta. Por consiguiente me veo en la obligación de comunicarlo a los monarcas españoles, cosa que haré y así os lo anticipo.

Felipe salió sin mediar palabra, revestido de una autoridad que no deseaba ni permitía discutir. Lloré amargamente durante largo tiempo. Quizá todo el transcurrido desde aquel instante hasta el día cuatro de noviembre cuando, sin aparente motivo, mi esposo decidió acceder a los deseos de mis padres. Al salir de Flandes la mitad de mi corazón se quedó entre los niños. La otra mitad, perteneciente al archiduque, rebosaba nostalgia. La última rebeldía de Felipe, como enseña de oposición a su familia castellana, fue su negativa a emprender viaje por mar, la ruta más rápida. Prefirió aceptar la invitación de Luis XII y, pese a lo largo y molesto del camino, se adentró frívolamente por las deseadas tierras de Francia.