CAMINO DE BRUSELAS

A diferencia de mi primer viaje, cuando hube de esperar catorce largos días antes de conocerle, Felipe acudió con la debida antelación a la ciudad de Blankenberge acompañado de su séquito y dispuesto a recibirme apenas desembarcar. El beso de la quilla del buque cortando las aguas del puerto fue menos atrevido que su abrazo de bienvenida.

—Te añoraba, Juana.

—Y yo a ti —respondí con emoción.

Cerca de allí se hallaba Brujas, lugar de nacimiento de mi esposo y sagrario de nuestros bellos días de recién casados. Recordé con placer los minúsculos canales, el silencio recoleto de la villa y los pétreos leones del viejo puente a quienes la leyenda les otorgaba la facultad de levantar la cabeza, observar en torno y petrificarse de nuevo. Insinué al archiduque la posibilidad de incorporar Brujas a nuestra ruta.

—Olvídalo, Juana. Prefiero ir directamente a casa.

Me resigné a no pasar por Brujas, un ínfimo sacrificio que, como deseaba Felipe, adelantó nuestra llegada al palacio de Bruselas. Recuperar el gran parque casi nacido a los pies de la biblioteca, las altas cristaleras en las habitaciones de recibo, los regios salones del tiempo perdido, los corredores de bellísimos espejos, mi dormitorio y su puerta de comunicación al de mi esposo, incluso recibir el saludo palatino de damas y personas de mi servicio, fue encendiéndome la sangre hasta sentirla correr arriba y abajo de las venas a un ritmo enloquecido.

—¡Estás bellísima! —murmuró Felipe.

El encuentro con mis hijos fue algo muy especial. Cuando abracé a Carlos, ligeramente preocupado por mis efusiones, se atrevió a preguntar:

—Et vous, madame, êtes-vous ma mère l'archiduchesse?

En principio se mostraron retraídos ante la familiaridad de una desconocida, pero al enseñarles los regalos de España perdieron la timidez.

—Voici les cadeaux!

Leonor, Isabel y Carlos investigaron los obsequios y, ya entrados en confianza, pasaron a disputarse la propiedad. Ante su creciente entusiasmo, las respectivas ayas solicitaron permiso para retirarse. También yo me retiré al salón de música y, escogiendo la vihuela, interpreté una sentida canción del compositor belga Ducay que fui repitiendo obsesivamente hasta la llegada de Felipe. La noche era clarísima, cargada de estrellas. Nuestra primera noche después de año y medio sin vernos. Casi temblando me arriesgué a preguntar:

—¿Todavía me amas?

—Y tú, Juana, ¿todavía me provocas?

Lejos de las severas costumbres castellanas, el joven archiduque, de buena figura, rostro agradable, cuerpo dinámico y muy inclinado a los goces de la vida, se dedicaba con entusiasmo a la práctica del chichisbeo. Las damas se fundían en agradecimiento al menor detalle amable del futuro emperador de Alemania, y probablemente futuro rey de España; dos coronas para sombrear de inquietantes promesas los grandes ojos dorados del real seductor. Yo vigilaba allí donde algo me parecía sospechoso, y aquellos recelos terminaron por llevarse la alegría de haber recuperado el bello esposo que la suerte me deparó. ¿Pero de veras lo había recuperado? Las noches, de pronto, se acortaron. Y no precisamente porque nos acercábamos al estío, sino porque Felipe llegaba tarde a mi alcoba y se marchaba temprano. Además, si durante la jornada no se ausentaba de palacio, me era imposible encontrarle. En aquella época yo solía recorrer nuestra residencia varias veces, desolada y triste, con la vana esperanza de un encuentro casual. ¿Dónde estaría el archiduque? Así fue como las puertas cerradas que iba dejando a la espalda en mis nerviosos paseos por los corredores, empezaron a parecerme amenazadoras. Nunca me sentí con ánimo de abrirlas por temor a sorprender a Felipe abrazado a una dama rival. La pregunta que me hacía a mí misma en silencio, el continuo interrogante de «¿estará detrás de esta puerta, de la siguiente o la de más allá?», acabó por convertir a mi esposo en un ser ubicuo. Le imaginaba en todas las habitaciones. Con todas las mujeres. Comencé a desasosegarme. Finalmente estuve segura de su distanciamiento. Felipe me engañaba. Así lo confirmó mi doncella María Zenaida, mora cautiva.

—¿Estás segura?

—Lo estoy, alteza.

—¿Sabes su nombre?

—No, alteza. Pero cuentan que es una dama de mucha alcurnia.

—¿La conoces? —incapaz de mentir, María Zenaida asintió sin palabras

—¿Te parece hermosa?

—Hermosísima —sufría de manera visible, pero más sufría yo indagando acerca de aquella que me suplantaba en el amor de Felipe.

—¿Y cómo es? —se me desgarró la voz.

—Tiene los ojos claros y es pelirroja.

—¿Quizá te dijeron —sentí una enorme punzada en mi corazón— el lugar de sus encuentros?

Zenaida giró la cabeza de uno a otro lado, denegando:

—Si alguien lo conoce, no lo divulga; pero se murmura que el archiduque avisa a la dama el lugar de la cita en pequeños billetes que deja en el invernadero.

—El invernadero es enorme...

—Tienen un lugar convenido, alteza. La dama se dirige sin vacilar a los jacintos azules. Cuando regresa lleva en la mano un papelito.

El hombre protagonista de la historia era mío. El que escribía los billetes era mío. Las palabras escritas por el hombre eran mías. El aroma de aquella aparente pasión capaz de hacer palpitar el pecho de la desconocida era mío. Y, sobre todo, el lugar ocupado por la dama frente a mi esposo era mío. Al pensarlo me dolían las entrañas y se endurecía mi corazón. En realidad, sucedía como si al corazón le hubieran crecido dientes y me mordiera las entrañas. Rígida y al borde de un ataque de histeria, todavía pregunté:

—Y esa escena del invernadero, ¿cuándo tiene lugar? —creí morir al darme cuenta de que Felipe nunca me había enviado billetes de amor.

—Sobre las doce del mediodía, alteza. Desde la galería encristalada del primer piso, atisbando detrás de las cortinas de encaje, la vi llegar acompañada de varias doncellas. Su habitación no debía de estar muy lejos del invernadero pues, aunque las jóvenes que la rodeaban vestían escrupulosamente, ella iba en peinador blanco adornado de largas cintas de seda en tonos pastel y el cabello recogido en la nuca con una guirnalda de flores. Reía abiertamente, como suelen reírse quienes prescinden de los demás y, por tanto, se consideran solos. De no llamar mi atención por su finísimo talle y el garbo al andar, la hubiera conocido gracias a la llamarada de su cabellera. Cuajada de rizos le brincaba sobre la espalda y, a cada movimiento de su cabeza, se le desdoblaba en dos como la espuma de una cascada. Avanzando a pequeños saltos o repentinas corridas, la vi entrar en el invernadero, mientras sus jóvenes acompañantes se detenían en la puerta. Detrás de la cortina de encaje, seguí con la mirada el blanco peinador que casi volaba entre el verde de las plantas, como una nube empujada por el viento. Pero el único viento que podía hacer volar a la dama del invernadero era el viento de la ilusión. Desesperadamente me retiré a mis aposentos. No quise ver a nadie en toda la jornada. No fui a comer ni consentí comer en mis habitaciones. No visité a los niños. Prohibí que ellos me visitaran. Me negué a recibir a mi director espiritual. Tampoco concedí audiencia ni despaché con el secretario. Hasta mí llegaba un cierto rumor de pasos y voces los cuales, indefectiblemente, terminaban al otro lado de la puerta de mi antesala. En el palacio entero se hacían cábalas acerca de mi comportamiento, pero mi negativa a recibir a Felipe colmó el vaso de los comentarios. Naturalmente, no consiguiendo disuadirme, el archiduque dio orden de abrir y el lacayo obedeció. Irrumpiendo como un huracán, dijo:

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —me observaba atento, sustituyendo parte del enfado por la curiosidad—. ¿Quieres explicarte, Juana?

Sentada sobre la alfombra al estilo moro, las faldas extendidas cubriéndome las piernas, al entrar mi esposo me sorprendió con las manos juntas.

—¡No me digas que te encerraste para rezar! ¡Oh, Dios mío! Schreklich!! —dijo en señal de mucho enfado—. ¡Eres terrible, Juana! ¿No celebrarás de nuevo vuestra Semana Santa, verdad? —Me miraba fijamente, sin parpadear, con intención reconcentrada y de pronto exigió—: ¡Que avisen a Martín de Moxica! ¡Que venga inmediatamente!

Cuando Martín de Moxica hubo llegado, ordenó el archiduque:

—No te pierdas un solo detalle. Observa esas esclavas moras. Contempla sus extraños sortilegios, el raro aspecto de mi esposa sentada en el suelo y rezando. Anótalo todo en tu diario para dar cuenta a mis suegros de la incongruente conducta de su hija. Me avisaron que no tardarían en requerirme con el fin de justificar ante Castilla mi frívolo comportamiento y el desamor hacia su infanta. Por miedo al juicio de esa caterva de virtuosos hidalgos castellanos, no voy a renunciar a mis distracciones palaciegas, pero he de preparar una buena justificación. ¡Debes apresurarte, Martín!

Desde su llegada conmigo a Flandes, Martín de Moxica evitó rendirme cuentas y se puso por completo al servicio de mi esposo. Fue un auténtico desertor. También en aquella ocasión siguió al archiduque y ambos abandonaron juntos mis habitaciones. Felipe cerró la puerta con violencia mientras decía:

—¿Has visto, Moxica? ¡Está loca!

Sobre el pecho que me dolía, replegué los brazos tendidos inútilmente hacia Felipe y me acurruqué a un lado de mi propio cerebro. Justo donde el amor por mi esposo se me convertía en locura.

Los Reyes Católicos formaban el matrimonio real con mayores posesiones en el mundo cristiano, y Felipe era propietario de tierras similares a las de algunos nobles castellanos. La desproporción entre sus posesiones y las mías era evidente y, en el cálculo, salía perdedor. Pero Felipe, ansioso de poder, se adelantaba al momento de instituirse heredero consorte y presumía anticipadamente de lo que yo aún tardaría en obtener. Recordé apenada aquel gesto de autonombrarse príncipe de Asturias en pleno corazón de Bélgica a la muerte de mi hermano Juanito. El asunto nos valió una buena amonestación de los padres y, tantos años después, comprobaba que no fue ninguna tontería de nuestra joven edad, sino algo muy profundamente arraigado al espíritu de mi esposo: Felipe era un ser ávido. Ávido de títulos, de reinos, de honores, de poder, de gobierno, de conquistas. Debí suponer que una criatura ávida de tantas cosas, también lo sería en el amor.

—Alteza... —entró jadeante la joven mora.

—Dime, Zenaida, ¿traes noticias?

—La he visto.

—¿Y qué?

—Como siempre. Entró en el invernadero, cogió el billete y, rodeada de su corte de damas, desapareció en el interior del palacio.

—¿No habrás perdido su rastro?

—¡Oh, no! La fui siguiendo a distancia.

—¿Te vieron, Zenaida?

—No me vieron, alteza. Daba pequeñas carreras de una columna a otra, escondiéndome. Nadie se volvió. La dama tiene sus habitaciones cerca de la biblioteca. No está lejos de aquí. Si vuestra alteza se apresura quizá la sorprendiéramos leyendo el billete.

No corrimos, más bien volamos por los anchos pasillos mientras yo aleccionaba a Zenaida. Al llegar a los aposentos de mi rival abrí la puerta sin previo aviso. De un solo gesto violento y desde una violenta percepción supe lo que tenía ante mí. Un sol magnífico desnudaba de misterio el amplio salón. La belleza de los muebles de estilo francés, los damascos de los cortinajes, las borlas doradas de la pasamanería y el mármol de la chimenea perdían categoría y encanto en la cruda mañana estival. Lo mismo ocurría con las gruesas alfombras, pero era fácil adivinar la sugerente emoción del conjunto a la luz de los candelabros. ¿Sentiría Felipe aquella emoción? Un nutrido grupo de damitas jóvenes se hallaban en derredor de la dama principal que vestía con elegancia un traje de media cola, encajes color marfil y, en el escote, una hilera de finísimas perlas reflejando el tono rosa de la piel. La dama era muy joven y en sus ojos color de ajenjo flotaba un humo enamorado. Después de mi sorprendente entrada, todo se detuvo clavado en el aire, a la manera de un artístico tapiz. Y como en los tapices, en el centro mismo de la composición apuntaba un foco llamativo, en la mano de mi rival, larga, delgada, muy fina, toda la luz del mediodía se volcaba sobre un billete de amor.

—¡¡Señora!! —le advirtió una de sus acompañantes adivinando mis intenciones.

Sin embargo, no llegó a tiempo. De un zarpazo le arrebaté el papel. Mi papel. Escrito con el alma de Felipe, la intención de Felipe, las ansias de Felipe. Lo tenía allí, en mi palma, a punto de revelarme los ocultos secretos de mi esposo. Lo miré un instante. Justo el suficiente para que mi enemiga me lo arrebatara y lo arrugase antes de llevárselo a la boca. Como una leona me eché sobre ella dispuesta a quitárselo, pero me fue imposible. Sin querer arañé sus mejillas, pero no se quejó. La odiaba como quizá ella me odiaba, o así me lo pareció, pues su mirada lanzaba rayos de intenciones asesinas. Cuando la dama tragó el codiciado papel y di por perdida mi posibilidad de interceptar la maldita correspondencia, todo el fuego dirigido a la acción de leer algo tan íntimo y delator como aquel billete amoroso se me acumuló en las manos y crucé el rostro de la bella con dos sonoras bofetadas. De nuevo se paralizó el ambiente. Ni gritos, ni murmullos, ni susurros. Un silencio sepulcral, pues, de pronto, se había esclarecido la situación. Hasta aquel momento éramos dos rivales y sus damas simpatizantes. Después de los golpes, estuvieron hechas las presentaciones y cada cual ocupó su lugar. Ella fue la mujer que aceptaba las descaradas solicitudes del archiduque para ocupar un sitio en su cama y yo fui quien en realidad era: la archiduquesa reinante.

—María Zenaida —dije con voz aplomada y milagrosamente firme.

—Alteza...

La joven mora hizo su mejor genuflexión intuyendo la necesidad de marcar distancias.

—¿Has traído lo que te ordené?

—Sí, alteza.

—Entonces, procede.

Los ojos color ajenjo de mi jovencísima rival se nublaron de angustia y atolondradamente intentó esconderse entre sus damas cuando Zenaida se le acercó.

—¡Todas atrás! —exigí.

En el centro de la habitación, desamparada y temerosa, la dama rival optó por inclinarse hasta quedar arrodillada.

—¡Perdón, señora! —dijo, casi inaudible.

En aquel momento, tan veloz como un rayo de luz escapado por la espontánea ranura de las nubes, Zenaida sacó mis tijeras de plata escondidas en su bolsillo y, antes de que alguien intuyera lo que iba a suceder, cortó la hermosa melena de rizos rojos, improvisó un pañuelo al recoger el halda y lo depositó allí. Por el rostro de las jóvenes cruzó un escalofrío. ¿Sería aquello el principio de algo peor? Yo no deseaba nada más. Había alcanzado mi objetivo. Volví a contemplar el deplorable rostro de mejillas arañadas, ojos llorosos y melena cortada al azar. Greñas increíbles rodeaban su cuello y un lazo de satén colgaba sin sentido. Tan audaz jovencita tardaría mucho en presentarse delante de Felipe, a menos de arriesgarse a frustrar el frívolo interés de mi esposo. Ya en mis habitaciones, premié los servicios de la fiel María Zenaida regalándole mi joyero de viaje: una pieza muy bella que reproducía la nave de mi venida a Flandes en los días de la boda. El joyero iba montado sobre cuatro ruedas capaces de otorgarle movilidad. De proa a popa lo adornaba una guirnalda de flores de oro y el artístico mascarón colocado en lo alto del tajamar. La mitad de la nave hasta la barandilla de cubierta aparecía labrada en oro y plata. El fondo estaba hecho de nácar, y acogía cada noche en su interior las joyas de las cuales yo me desprendía. María Zenaida quedóse prendada del joyero desde el primer momento, suspirando por aquella nave que, imaginativamente, podría devolverla a su África natal.

—Ahora, María Zenaida, llama a tus compañeras. Empezaremos mi aseo con vuestros mejunjes y filtros mágicos que van dando resultado. Esta madrugada cuando regrese el archiduque quiero estar extraordinaria.

—Su alteza será la más hermosa.

En seguida comenzó el rito. Abluciones en aguas mágicas, perfumes brujos, maleficios contra rivales, filtros amorosos, bebedizos de fulminante amor, mientras las esclavas me lavaban la cabeza, perfumaban el cabello, aromaban el cuerpo y derramaban gotas embriagadoras en los pies cargados de sortijas.

—¿Dónde habéis aprendido? —dije complacida.

Eran prácticas del harén, un lugar de rivalidades permanentes y plurales. Y yo me prestaba a sus indicaciones esperando obtener excelentes consecuencias. Después del baño vino a mi memoria la noche en que Felipe, estando yo desvestida, me puso frente al espejo y dijo: «Mira bien tu maravilla, Juana. Mírate bien y ámame.» La emoción de sus palabras recordadas, la posibilidad de repetirlas para otra mujer, me hizo temblar. María Zenaida me trajo una tisana.

—Ahora así, quietecita, arropada y en silencio, vuestra alteza aguardará la llegada del archiduque. Luego, el hechizo de la mandrágora surtirá su efecto. Seréis una esposa feliz, alteza...

Sumergida en la penumbra del saloncito y arropada con los magníficos perfumes árabes, resultó fácil dormir. Dormir y soñar. Tuve un sueño magnífico, apacible, que inducía a la sonrisa. Me veía a mí misma lujosamente trajeada dando brincos. «Fíjate, Felipe —en el sueño mi esposo estaba conmigo—. Fíjate de lo que soy capaz. A cada salto llego más arriba. Y más arriba. Y más, hasta tocar el techo con la mano. ¿Te das cuenta? ¡Toco el techo con la mano! Subo y bajo lentamente, ¡soy ingrávida!» De pronto me desperté sacudida por el golpe de la puerta que se abrió de par en par. El archiduque, sofocado y descompuesto, se acercó hasta el diván.

—¿Pero dónde has dejado la educación, Juana? ¿Quién te autoriza a vigilarme, a irrumpir en mi vida, perseguir a mis amistades, hacerles daño o perjudicarlas? —gritaba de cólera.

Me incorporé lentamente. Segura de impresionarle, confiaba en su amorosa reacción. Sin embargo, Felipe, mirándome con fijeza, apenas pudo hablar. Yo vestía el mejor de mis trajes, las joyas más hermosas en las manos y en el escote los bellísimos rubíes regalo del emperador Maximiliano. En el cabello recogido en la nuca, llevaba prendidos los postizos hechos con la melena cortada a su dueña pelirroja.

—¿Pero qué has hecho, Juana? —dijo horrorizado.

Toda yo reflejada en las retinas de mi esposo, era la viva imagen de la dama del invernadero.

—¿Te parezco bella, Felipe?

Y Felipe, entre misericordioso y avergonzado, apostilló:

—Me pareces patética, Juana. Enormemente patética.

La decepción fue terrible. A los tres meses de tan desagradable momento el médico certificó la recuperación de mi salud, declarándome en disposición de integrarme al mundo habitual. A la dura existencia que sólo conseguía provocarme náuseas. ¿Para qué me necesitaban? ¿No les era posible vivir sin mí? En la primera tarde de mi mejoría, las hojas de un otoño casi invernal se arremolinaron en el balcón de la alcoba, como si intentaran retenerme en la cama un poco más. Entonces pensé en el clavicordio abandonado en el salón de música y me pareció oírle sonar sin que nadie lo tañera. Fue una canción melancólica que escuché arrobada, mientras un fino acompañamiento de lluvia repicaba en los cristales.

Aunque nunca recordaba mi patria de origen, España existía. Y hasta allá llegaron los rumores acerca de las irregularidades de mi matrimonio. Ciertamente iba mal. Entre los habitantes del palacio nadie disfrutaba de un rango superior al nuestro. Felipe y yo éramos la máxima autoridad, y en vez de aprovechar tan elevada situación y privilegio, ambos nos perjudicábamos mutuamente. Yo misma era un desastre con las alternativas de mi carácter, los celos hacia las damas preferidas de Felipe, los continuos intentos de agresión a mujeres sospechosas de amores prohibidos y mi consiguiente reacción de mostrar mi disgusto dedicándome a la resistencia pasiva, única que yo podía ejercer. No comía, no hablaba, no cooperaba. La respuesta del archiduque siempre era la misma: me encerraba en mis habitaciones durante varios días. Mis sufrimientos aumentaron haciéndose insoportables. Especialmente por las noches cuando me parecía oír palabras y risas en la habitación vecina. Allí estaba el dormitorio de Felipe, y la terrible sospecha de que mi esposo recibía alguna dama en su lecho bastaba para trastornarme y consumir la madrugada golpeando las paredes y la puerta de comunicación. Fueron noches delirantes que precisaban beberse como un veneno. Y días muy amargos cuando, en los actos palatinos, me hundía en la desesperada humillación de no saber cuál de aquellas sonrientes damas que desfilaban ante nosotros me oyeron gritar, golpeando la pared del dormitorio, mientras el archiduque las amaba. Con semejante conducta mi pasión se acrecentó. La violencia fue un hecho diario. Las Cortes europeas comentaban nuestras disputas matrimoniales y yo me hacía cruces de la rapidez conque el menor de mis actos recorría el continente para regresar de nuevo a mí, corregido y ampliado. Hubo un momento en que, ante el sentido acusatorio y amenazador de las noticias de mis padres pidiendo datos veraces de mi salud y la presencia de mi hijo Carlos en España, el archiduque les escribió una larga carta exculpándose y culpándome, a la cual acompañó el extenso diario de Martín de Moxica. Si el diario escrito por el tesorero fue expedido a mi patria, significaba que Moxica había complacido a Felipe y, en esta complacencia, sólo cabía suponer censura y maltrato para mis informes. Al hacerse públicos dichos informes, las gentes de Castilla se negaron a creer que fueran ciertas tantas infamias, pues no concebían en la hija de la ejemplar reina Isabel la Católica un comportamiento tan impío. También corrió el rumor de que en Flandes me habían embrujado. Por su parte, la soberana, quebrantada de dolor ante las noticias, y recordando a su propia madre en Arévalo con su declarada vesania, antes de suponerme fuera de la religión, admitió en mi salud un precoz estado de locura. Su gran corazón de católica se estremeció con la posibilidad de perder mi alma para el cielo y enseguida aceptó el diagnóstico: «¡Hereje, nunca! ¿Demente? ¡Podría ser!» Al enterarme de tamaño disparate, tuve un ataque de histeria. ¿No advertía mi madre el perjuicio de tales conclusiones? Entonces fui yo quien se inclinó a pensar en una demencia colectiva. ¿No serían ellos los dementes? El embajador español en Flandes, don Gutierre Gómez de Fuensalida, recibía constantemente noticias de los Reyes Católicos.

—¿Qué pretenden mis padres con esta serie interminable de embajadas, Felipe?

—Todas traen idéntica misión: llevarse nuestro hijo Carlos a España.

Pero mi esposo no lo envió. Por nada del mundo abandonaría en manos de sus suegros al heredero de Austria, Países Bajos, España y, a su mayoría de edad, posible heredero de Francia en cumplimiento del compromiso de boda con la princesa Claudia, hija del rey Luis XII. El archiduque se obstinaba en su negativa sin necesidad, pues se interrumpieron las noticias sobre la salud de la reina de España. También Cristóbal Colón quedó varado en la playa de Sanlúcar al regreso de su cuarto viaje a las Indias, un viaje que ya había pronosticado el cordobés Séneca en su Medea, al escribir: «Día vendrá en el curso de los siglos en que el océano cortará los lazos con que aprisiona al mundo, la Tierra inmensa se abrirá para todos, el mar pondrá de manifiesto nuevos mundos, y Thule no será ya la última región de la Tierra.» En efecto, el último rincón de la Tierra para el Almirante no iba a ser Thule sino Sanlúcar, pues fue allí donde se le hirió mortalmente al recibirle con la inesperada tristeza de las gentes, el tañido de las campanas, el cambiar en los templos las rogativas de salud, en favor de doña Isabel la Católica, por las preces de recomendación de su alma a Dios, señal del agravamiento de la enfermedad de quien fue la aliada de sus sueños. Todo se detuvo excepto la actividad de mi esposo quien, detectando la cercanía de un óbito real, emprendió rápidos viajes dispuesto a conversar con su padre, el emperador Maximiliano, y con su amigo, el rey Luis XII. Mi esposo les hizo ver la conveniencia de prepararse ante un momento muy importante para mi vida, que iba a convertirse en un momento crucial para la historia de Europa.

—Caballeros, estamos en una situación privilegiada, pues conocer de antemano el inminente fallecimiento de la soberana española, nos permite adelantar a los acontecimientos.

Con estas palabras dio comienzo el archiduque a su apelación, largamente debatida. Los tres soberanos se pusieron de acuerdo, formando una Liga donde se mantenía que, después de fallecer la Reina Católica, su esposo Fernando II de Aragón nunca sería considerado rey de Castilla, puesto que la heredera de mi madre era yo. ¿Cómo pudo enterarse mi padre de aquel acuerdo? La noticia le causó honda consternación y, debilitado por repentina fiebre, hubo de encamarse. Esta circunstancia endureció la situación de la reina. Al borde de sus fuerzas y sin perder la esperanza de que Dios Todopoderoso y General de los Ejércitos Celestiales no le iba a negar ayuda en su batalla contra la muerte, mantenía en sus manos las riendas del gobierno, tumbada en el lecho y sostenida la espalda entre numerosos almohadones. Así recibía las audiencias, dictaba leyes o iba formulando su largo testamento con el único alivio de las visitas de mi padre. Cuando estuvo enfermo y dejó de verle, mi madre se sintió abandonada pues, referente a los asuntos afectivos, la soledad era absoluta. Su hija María estaba en Portugal. Su hija Catalina, en Inglaterra. Su hija Juana, en Flandes. Las demás personas que dieron vitalidad a sus sentimientos amorosos yacían enterradas, y mi madre cerraría los ojos sin haber conocido a todos sus nietos. Contaba cincuenta y tres años, la vida entera había sido una lucha para ella y aquel medio siglo de existencia tenía mal fin. Por lo menos un fin nebuloso al no hallar el heredero adecuado a sus reinos.

—Alteza... —interrumpió mis pensamientos el embajador Fuensalida—. Vuestra madre doña Isabel ha sufrido un notable agravamiento. Debéis prepararos para lo peor.

A la reina, agotada por un mal que su pudor le impedía nombrar al haber atacado partes muy íntimas, se le declaró una hidropesía y sus fuerzas la abandonaron. Viendo la muerte cerca y siempre pensando en sus reinos, añadió al testamento un codicilo mediante el cual, en caso de no poder o no querer yo desempeñar las funciones de gobierno, y en evitación de que los asuntos de España cayeran en manos de los Habsburgo, la soberana autorizaba a mi padre a gobernar o administrar los reinos en mi nombre: el de Juana I de Castilla, única depositaria de la Reina Católica y punto de mira, a mis inseguros veinticinco años, de múltiples codicias y contrapuestos intereses. Transcurridos muy pocos días volvió a presentarse el embajador.

—Señora... —balbuceó—. Acaba de llegar una misiva de vuestro padre, el rey don Fernando, con una notificación que os entrego.

De soslayo vi el encabezamiento y me estremecí: «A Juana y Felipe, soberanos de Castilla por la gracia de Dios.»

—¿Por qué no me explicáis vos mismo lo que dice?

—Pues dice, alteza, que el veintiséis de noviembre de este año de 1504, a las doce del mediodía y en el castillo de la Mota, entregó su alma a Dios la excelsa reina Isabel, vuestra madre. Por la tarde, bajo un aguacero que puso el tiempo a tono con la grave noticia, las gentes de Medina vieron salir al rey don Fernando rodeado de prelados y grandes, dirigiéndose al tablado erigido en la plaza de la ciudad. En aquel lugar, muy solemnemente, don Fernando hizo pública renuncia al título de rey de Castilla, ostentado durante treinta años, y aceptó el cargo de gobernador del reino. Acto seguido, alteza, os proclamaron soberana propietaria y a vuestro marido el archiduque rey consorte. Don Fadrique de Toledo, duque de Alba, portaba el estandarte real y lo enarboló mientras los presentes gritaban: «¡Castilla! ¡Castilla! ¡Castilla! ¡Por la reina doña Juana, nuestra señora!» Además de la lluvia y las negras nubes, planeaba sobre el pueblo y sus gentes el tétrico sonido de las campanas. Como si se tratara de una epidemia se fueron contagiando los campanarios, de uno a otro, un toque de difuntos que repercutió en toda España. En el castillo se preparaban ya las circulares para distribuirlas por el Estado comunicando oficialmente la dolorosa muerte y, a la vez, la orden de que, a partir de aquel instante, las sentencias y actos de gobierno se hicieran en nombre de vuestra alteza. También os comunican en el pliego...

Por los caminos de la memoria, tal como ella me enseñó un día, recuperé la imagen de mi madre en una lejana mañana caliente de sol sevillano. A plena luz, las retinas de Isabel la Católica eran dos puntos diminutos, y las estrías verdes de su iris le esclarecían la mirada. Llena de buen humor me explicaba la reina los felices augurios de su nacimiento pues vino al mundo en el palacio de Madrigal de las Altas Torres, pueblo tan bello como su nombre, un veintidós de abril, en plena primavera, a las cuatro y media de la tarde de Jueves Santo, faltando pocas horas para el hosanna de la Resurrección. ¿Sería quizá su defunción un sábado de gloria para ella?

—... y don Gonzalo Fernández de Oviedo —continuaba informándome el embajador—, aún se acuerda de haber visto a la reina Isabel juntamente con su esposo, oyendo en juicio en el Alcázar de Madrid todos los viernes, y haciendo justicia a los que, grandes o pequeños, venían a solicitarla.

La justicia fue siempre una obsesión de mi madre, pero mucho me temo que conmigo no fuera siempre justa. ¿Lo había sido al separarme de mi esposo, al romper nuestra armonía, al provocar nuestro actual malestar?

—Incluyen las noticias —siguió diciéndome el embajador— unas breves líneas de Pedro Mártir aludiendo a vuestra augusta madre. «El mundo ha perdido su más bello ornamento», explica con gran acierto. «Ejemplo más brillante de todas las virtudes», la apodaban sus súbditos. «Único sol capaz de iluminar las glorias de Castilla», dice un historiador, y manifiesta otro que: «El mérito de sus virtudes crece como caudaloso río a medida que se aparta de su origen.» Por lo demás, la Reina Católica ha sido y es tan llorada cuanto su vida lo merecía, y su valor, prudencia y demás virtudes fueron tan aventajadas, que merece ser proclamada la más excelente princesa de todo el mundo y de todos los tiempos. Se ensalza mucho el testamento, considerado como una verdadera obra de talento y tino político. Allí manda que vos, doña Juana, o vuestro padre, mi soberano, administréis los reinos hasta cuando pueda hacerse cargo de ellos vuestro hijo el infante don Carlos, cumplidos los veinte años. Vuestra madre la reina nombró por testamentarios al rey, al arzobispo de Toledo, a don Diego de Deza, obispo de Palencia, a su secretario Juan López de Lezarraga y a sus contadores mayores Antonio de Fonseca y Juan Velázquez. Respecto al entierro mandó que su cuerpo fuera sepultado en el monasterio de San Francisco de la ciudad de Granada, en una sepultura baja que no tuviera bulto alguno, salvo una losa llana en el suelo con su nombre.

Aquello me dejó perpleja. ¿Se acordaría mi madre, en sus últimos momentos, de mi temor a las estatuas y mi deseo de asistir a las mezquitas donde no se permitían imágenes que hicieran sombra? Quizá Isabel de Castilla fuera en vida mucho más comprensiva de lo que yo suponía. Pero, en tal caso, ¿por qué echó de España a los judíos? ¿Por qué persiguió a los mahometanos? En todo el mes de noviembre, diciembre, y aún más adelante, en enero de 1505, cargaron tanto las aguas en Castilla que los sembrados se perdieron y se padeció un hambre muy grande por todo el nuevo año. Se diría que el cielo de España lloraba amargamente la muerte de su reina, la sin par Isabel I. Presionada por mis problemas con Felipe, recuerdo que llevé bien y sin aprietos la desaparición de la soberana. No obstante, casi un año después, un día cualquiera reventé de llanto al advertir que nunca jamás podría pronunciar el nombre de madre.