estaba al corriente del testamento
del tío-abuelo Reuben; Sigmund debería
firmar un contrato comprometiéndose a hacerle partícipe de la herencia cuando, al cabo de cinco años, recibiera el dinero. El primer pago era simplemente un adelanto.
«Aun así, no puedo prometerte nada, pero veremos lo que se puede hacer», dijo el tío Hymie, al tiempo que examinaba cuidadosamente el cheque. «Ven a verme dentro de un mes.»
Eso fue todo lo que Sigmund pudo sacarle, porque en ese momento la atención del profesor se vio atraída por una estudiante de investigación muy decorativa, con un suéter tan apretado que parecía una segunda piel. Empezaron a discutir los asuntos domésticos de las ratas del laboratorio en tales términos que Sigmund, que se avergonzaba con facilidad, tuvo que iniciar una rápida retirada.
Personalmente, no creo que el tío Hymie hubiera aceptado el dinero de Sigmund a no ser que estuviera totalmente seguro de poder prestarle los servicios requeridos. Cuando la universidad le retiró los fondos, debía de estar a punto de finalizar su trabajo, porque es imposible que hubiera fabricado en sólo cuatro semanas un producto tan complicado como el que inyectó en el brazo de su esperanzado sobrino un mes después de recibir el dinero. A Sigmund no le sorprendió demasiado volver a ver a la estudiante en la casa de su tío.
«¿Qué efecto tendrá ésto?», preguntó.
«Hará que dejes de roncar... espero», contestó el tío Hymie. «Mira, ahí tienes una butaca muy cómoda, y un montón de revistas. Irma y yo nos turnaremos para cuidarte en caso de que se produjera alguna reacción secundaria.» «¿Reacción secundaria?», exclamó Sigmund con nerviosismo, mientras se frotaba el brazo.
«No te preocupes; quédate tranquilo. Dentro de un par de horas sabremos si funciona.»
Sigmund esperó a que le llegara el sueño, mientras los dos científicos trajinaban a su alrededor (por no hablar del trajín entre ellos dos), comprobando la presión de la sangre, el pulso, la temperatura. Sigmund se sentía como un inválido crónico. Al llegar la medianoche todavía no tenía sueño, pero el profesor y su ayudante se caían de cansancio. Sigmund se dio cuenta de que habían estado trabajando varias horas por él, y se sintió enternecido durante un segundo o dos.
La medianoche llegó y pasó. Irma ya no se tenia de pie y el profesor la llevó hasta el sillón dejándola caer sin demasiada delicadeza. «¿Seguro que no estás cansado todavía ?», preguntó bostezando a Sigmund.
«Ni pizca. Es muy extraño; a estas horas suelo estar profundamente dormido.»
«¿Te sientes bien?»
«Mejor que nunca.»
firmar un contrato comprometiéndose a hacerle partícipe de la herencia cuando, al cabo de cinco años, recibiera el dinero. El primer pago era simplemente un adelanto.
«Aun así, no puedo prometerte nada, pero veremos lo que se puede hacer», dijo el tío Hymie, al tiempo que examinaba cuidadosamente el cheque. «Ven a verme dentro de un mes.»
Eso fue todo lo que Sigmund pudo sacarle, porque en ese momento la atención del profesor se vio atraída por una estudiante de investigación muy decorativa, con un suéter tan apretado que parecía una segunda piel. Empezaron a discutir los asuntos domésticos de las ratas del laboratorio en tales términos que Sigmund, que se avergonzaba con facilidad, tuvo que iniciar una rápida retirada.
Personalmente, no creo que el tío Hymie hubiera aceptado el dinero de Sigmund a no ser que estuviera totalmente seguro de poder prestarle los servicios requeridos. Cuando la universidad le retiró los fondos, debía de estar a punto de finalizar su trabajo, porque es imposible que hubiera fabricado en sólo cuatro semanas un producto tan complicado como el que inyectó en el brazo de su esperanzado sobrino un mes después de recibir el dinero. A Sigmund no le sorprendió demasiado volver a ver a la estudiante en la casa de su tío.
«¿Qué efecto tendrá ésto?», preguntó.
«Hará que dejes de roncar... espero», contestó el tío Hymie. «Mira, ahí tienes una butaca muy cómoda, y un montón de revistas. Irma y yo nos turnaremos para cuidarte en caso de que se produjera alguna reacción secundaria.» «¿Reacción secundaria?», exclamó Sigmund con nerviosismo, mientras se frotaba el brazo.
«No te preocupes; quédate tranquilo. Dentro de un par de horas sabremos si funciona.»
Sigmund esperó a que le llegara el sueño, mientras los dos científicos trajinaban a su alrededor (por no hablar del trajín entre ellos dos), comprobando la presión de la sangre, el pulso, la temperatura. Sigmund se sentía como un inválido crónico. Al llegar la medianoche todavía no tenía sueño, pero el profesor y su ayudante se caían de cansancio. Sigmund se dio cuenta de que habían estado trabajando varias horas por él, y se sintió enternecido durante un segundo o dos.
La medianoche llegó y pasó. Irma ya no se tenia de pie y el profesor la llevó hasta el sillón dejándola caer sin demasiada delicadeza. «¿Seguro que no estás cansado todavía ?», preguntó bostezando a Sigmund.
«Ni pizca. Es muy extraño; a estas horas suelo estar profundamente dormido.»
«¿Te sientes bien?»
«Mejor que nunca.»