–Tal vez conocía nuestra relación. No debimos hacerlo aquella noche.
–Adela nunca supo nada de lo nuestro. Es triste, pero ya te dije que estaba enferma. Enfermó cuando murió Goyo. Los acontecimientos la sobrepasaron. Yo no pude hacer nada. Todo sucedió demasiado rápido.
–Me siento culpable. No sé cómo explicarte lo que siento.
–No hace falta. No debes decirme nada -contestó Arturo acariciando el hombro derecho de Carlota.
–Es todo tan extraño… Es como en esas novelas de suspense. Parece que una maldición les haya perseguido a los dos. Quiero decir a Abelardo y a ella.
–Eso es absurdo. Adela se suicidó porque no pudo soportar la crueldad de un loco que aún, y desgraciadamente para todos, está suelto. Y Abelardo fue víctima de una suma de negligencias, tanto por parte de la justicia como de los médicos. La vida está llena de cosas así. Miles de personas son ejecutadas a diario sin que se demuestre su inocencia y mueren sabiendo que no han cometido ningún crimen. Miles de personas son asesinadas por psicópatas que disfrutan matando y jugando con la policía.
–Tienes razón, pero en este caso hay algo extraño. No sé explicártelo, pero intuyo que es así… -dijo Carlota estremeciéndose.
–Todo es sugestión. Yo llegué a sentir lo mismo que tú.
–¿No tienes miedo? – preguntó la mujer.
–¿Miedo?, ¿a qué? ¿Por qué debería tener miedo?
–Miedo a que el asesino vuelva a actuar y que tú seas su próxima víctima.
–¿Tú crees? – preguntó Arturo irónico.
–No lo sé. Yo lo tendría. Todas las víctimas habían tenido algún tipo de relación con Abelardo, y tú eres el viudo de la que antes había sido su mujer.
–Siempre pensé que la relación de los asesinatos con Abelardo era circunstancial. El asesino le eligió a él como podría haber elegido a cualquier otro autor de novelas de suspense. Podría ser cualquiera de tus escritores -contestó Arturo.
–Sí. Sin embargo, le eligió a él, y todas las personas que han muerto estaban relacionadas con Abelardo.
–Cierto. Pero se te escapa un detalle. Abelardo no fue asesinado y Adela tampoco… Y no quiero volver a hablar más de este tema. No tiene ningún sentido. Te pido, por favor, que no vuelvas a mencionarlo, ¿de acuerdo? – Carlota asintió con la cabeza-. ¿Te veré mañana? – preguntó Arturo.
–Llámame -dijo ella dándole un beso suave en la mejilla-. Creo que deberíamos hablar sobre tu enfermedad.
–No debes pensar más en eso, no me pasará nada. La medicina no es una ciencia exacta, ninguna lo es.
–La próxima semana en Madrid. No llegues tarde. La mesa estará reservada para las dos -dijo Juan Antonio desde el coche.
–¿Estará Raimundo?-preguntó Arturo-. No he conseguido hablar con él.
–Sí. Quedé con él cuando salimos del velatorio. No quiso venir. Me dijo que le disculpases. Ha hecho un gran esfuerzo para asistir al funeral.
–¡Joder! Comienzo a pensar que Carlos tiene razón. Debería dedicarse a la literatura. Si le impresionan los entierros, creo que como criminalista no tendría futuro -dijo socarrón Arturo.
–Estaba muy afectado. Es más, me dijo que no te comentase nada, pero creo que deberías saberlo. Me contó que en Nochevieja se dio cuenta del estado anímico de Adela, pero que prefirió mantenerse al margen, y el caso es que ahora se siente fatal, dice que siente remordimientos.
–¿Remordimientos? ¿No lo entiendo?
–Imagino que por no prestar atención a Adela o por no advertirte sobre su estado. Ya sabes que también es psiquiatra.
–No tiene por qué tener remordimientos. Estas cosas suceden, nadie puede preverlas. De todas formas, es bastante raro que advirtiera el estado de Adela. Nunca se cayeron bien y no hablaban demasiado entre ellos… Bueno, lo que me interesa es que asista a la reunión, tengo que comentarle algunos temas importantes -insistió Arturo.
–Sí. Estaremos todos. Creo que el único que tiene problemas es el protésico nuevo. No ha conseguido encontrar apartamento.
–Dile que se pase por la agencia inmobiliaria -contestó Arturo.
–Ya lo hizo, pero tus alquileres son demasiado caros para su economía.
–Eso no es un problema. Llámale en cuanto estés en Madrid. Dile que no se preocupe por nada. Quiero que estéis todos. La plantilla al completo -dijo Arturo entrando en el coche.
Dos semanas después de la muerte de Adela, Arturo abandonó la finca de Santa Eulalia para establecer su residencia permanente en Madrid. Carlota, que no se había separado de él desde la muerte de Adela, había insistido en ello. Creía que la capital era el lugar idóneo para acortar sus desplazamientos, además así permanecerían más tiempo juntos. La joven había conseguido su propósito: tener a Arturo lo más cerca posible.
El edificio de la Castellana aún no había sido vendido, por lo que Raimundo le convenció de que hiciese de la planta superior un hermoso ático de cuatrocientos metros cuadrados y lo convirtiera en la residencia perfecta desde donde dirigir todos sus negocios. El abogado se encargó de negociar las indemnizaciones que tendría que abonar a los inquilinos cuyos contratos aún estaban vigentes. Tras varias semanas de negociaciones, en febrero, Arturo tuvo el ático a su entera disposición. Los arquitectos y los diseñadores se pusieron manos a la obra. El odontólogo decidió instalarse en el hotel Palace hasta que su nueva residencia estuviese habilitada. El uno de marzo inauguró su nueva casa con una gran fiesta a la que asistieron todos sus amigos. A las doce de la noche un mensajero llamó a su puerta y le entregó un paquete:
–¿Quién manda esto? – le preguntó al mensajero.
–No tengo el nombre del remitente -dijo el joven.
–Eso no es posible. Están ustedes obligados a registrar los datos.
–Por supuesto, señor -contestó el chico-. Si usted va mañana a la empresa o llama por teléfono se los facilitarán. Ellos son los que tienen el registro de entradas y salidas. Cuando no figura aquí, están registrados allí.
Arturo firmó el albarán de entrega y empezó a abrir el paquete. Cuando vio el contenido la expresión de su cara cambió al instante. En el interior de la pequeña caja roja había unos guantes de goma negros y un sobre rojo que contenía una nota. Leyó el texto:
Me arrepiento de mi creación y llevado por mi contrición, digo:
«Borraré de sobre la haz de la Tierra a los hombres que creé». (Génesis, 6)
Arturo, ¡yo soy tu creador!»

1
1 de abril de 1999
El asesino miró la copia de la novela y sonrió. Hacía cuatro meses que no retomaba la historia, que los acontecimientos dejaron de sucederse. Después de la muerte de Adela Cierzo, el rastro de las páginas del manuscrito parecía haberse borrado. Todo lo acontecido aparentaba ser el fruto de una pesadilla. Desde que Adela había fallecido, su búsqueda fue estéril. Era como si ella, consciente de la identidad del asesino y de sus propósitos, hubiera pedido un último y macabro deseo: llevarse a la tumba todo lo concerniente al paradero de aquellas hojas que Abelardo había arrancado del libro, dejando la existencia de las mismas sumergida en un limbo terrenal e inaccesible.
Sabía que la policía andaba tras sus pasos, por ello, durante aquellos cuatro meses, llevó una vida tranquila y monótona, lo que hizo que, dada la falta de acontecimientos vinculados con los crímenes del Octavo Jinete del Apocalipsis, la policía abandonara su vigilancia. Las investigaciones no habían avanzado en absoluto y todo indicaba que este caso pasaría a los anales del olvido como uno más sin resolver, eternamente abierto y a la espera de un nuevo asesinato que lo situara de nuevo en la primera página de sucesos.
Sin embargo, la llamada inesperada de una amiga de Abelardo Rueda le hizo retomar sus esperanzas. Decía tener las páginas del libro. Aseguraba que si bien no sabía de qué se trataba ni qué era lo que había escrito en ellas, porque permanecían dentro de un sobre lacrado, Abelardo le comunicaba en una carta adjunta al sobre que en el caso de que él falleciese inesperadamente no hablase de su existencia con nadie y que le entregase el sobre con las hojas a Adela Cierzo. La supuesta amiga de Abelardo decía haber encontrado la carta en su apartado de correos a su vuelta de Canadá y aseguraba encontrarse muy afectada por la muerte de ambos, sucesos que desconocía hasta su vuelta a España, hacía una semana. Al haber fallecido los dos, Adela y Abelardo, decidió ponerse en contacto con la persona más cercana en parentesco a la mujer para entregarle el sobre, ya que Abelardo no tenía familia.
El criminal miró sonriente el ejemplar de Epitafio de un asesino recordando cómo había llegado a sus manos y leyó una vez más lo que le condujo a la conclusión de que Abelardo Rueda era quien había cometido el imperdonable sacrilegio de amputar aquellas páginas del libro, de arrancarle al Santo Grial una de las partes más importantes, la que, como bien supuso Adela, hablaba del misterio de la eternidad. Por fin había llegado el momento.
Miró la novela rememorando todos y cada uno de los asesinatos cometidos, gozando con el recuerdo de los acontecimientos terribles que acompañaban a cada muerte, desesperándose al recordar cómo el escritor no cedía a su chantaje, cómo seguía ocultando su comunicado, su primer anónimo a la policía y a su mujer. Se sintió furioso al recordar a Abelardo aparentando ante la prensa remordimiento, simulando un arrepentimiento que no sentía. Le maldijo una vez más por no haber cedido a entregarle las páginas y haber evitado aquellas muertes. El asesino culpaba a Abelardo Rueda de todos los crímenes que él había cometido. El escritor era para él el responsable directo de todas y cada una de esas muertes, el verdadero verdugo que antepuso la posesión de aquellas páginas a la vida de las personas que él se vio obligado a ejecutar.
El criminal sabía que la mujer que le iba a hacer la entrega había firmado su sentencia de muerte. Nadie podía tener conocimiento de que él era la persona que poseía el libro…, y si la dejaba con vida despues de recuperar esas páginas, alguien podía llegar hasta él. Aunque ella lo hubiera mantenido en secreto, aunque intentase cumplir lo solicitado por Abelardo, como así estaba demostrando, él no podía correr riesgos, ya había corrido demasiados.
Miró Epitafio de un asesino buscando entre sus páginas la descripción de un crimen cuya ejecución no coincidiese en forma y manera con los cometidos anteriormente. No quería que la prensa ni nadie relacionara este asesinato con los otros. Había llegado al final de su búsqueda y todo tendría que quedar sellado como el sepulcro de un faraón, oculto tras una cadena de acontecimientos que le habían proporcionado el anonimato. Ahora, al contrario que cuando comenzó a matar, no le interesaba que aquel asesinato se vinculase con Abelardo o Adela. Tenía que ser un crimen más, sin motivo, sin móvil…
Sin embargo, pensó, y sonrió al hacerlo, en lo divertido que podía ser volver a rememorar todos aquellos crímenes, cortándole a la mujer los dedos de una mano y formando con ellos la letra que se había saltado en la cadena de crímenes: la «G». Le hubiera gustado contemplar cómo los medios de comunicación volvían a llenar las páginas de datos incompletos de los informes forenses, de parte de los sumarios judiciales, etc. Sonreía pensando en la posibilidad de volver a ver su apodo en todas las primeras planas de los periódicos y en oírlo en los telediarios. Se regodeaba imaginando cómo se crearían nuevas e inverosímiles hipótesis, absurdas conjeturas, vulgares y repetitivas, mientras él se paseaba tranquilo por los mejores círculos de la sociedad madrileña, codeándose con altos cargos y empresarios de reconocido prestigio, impoluto, sin una sola mancha en su carrera ni en su vida, como un dios terrenal. Le hubiera gustado volver a sentir aquella sensación de supremacía, pero era un riesgo absurdo, un capricho… El criminal sonrió pensativo. Imaginaba el desarrollo del asesinato y, una vez más, cómo le había sucedido antes de cometer los anteriores crímenes, comenzó a sentir una potente descarga de adrenalina.
«Son unos miserables -pensó-. Unos estúpidos. Nunca sabrán quién fue el verdadero responsable de todas esas muertes. Nunca darán conmigo. El ser humano es demasiado estúpido, se pierde en banalidades sin ver lo que está a la vista. Es ciego a lo que está delante de sus ojos y sordo a lo que se le grita al oído. Me hubiera gustado darles a todos una lección, enseñarles a observar, me hubiera gustado darles a conocer la verdadera identidad de El Octavo Jinete del Apocalipsis. Más de uno se habría muerto del susto. ¡Ignorantes! Es lo único que me pesa, no seguir con la trama de la obra hasta el final… Es realmente buena la descripción de los crímenes, realmente buena», pensó mientras acariciaba la portada de Epitafio de un asesino. Terminó la botellita de bourbon y tras depositar el envase vacío en la papelera se dirigió al armario y abrió la caja fuerte. Introdujo en su interior la copia de la novela y después salió del hotel.
En la avenida Reina Victoria de Santander, una mujer esperaba mirando con inquietud a un lado y al otro de la calle. De vez en cuando miraba un coche que permanecía estacionado frente a ella. En el vehículo había un hombre que sostenía un teléfono móvil en la mano. Ella tenía otro, los dos hablaban:
–No debes preocuparte por nada. Ya te he dicho que no hay ningún problema. En el momento en que notes una actitud extraña, le dices que no has traído el sobre, que tienes que pensártelo. Él te ofrecerá dinero, es posible que una cantidad escandalosa por las páginas. ¡Estáte tranquila! En cuanto sepa que no traes el sobre te dejará en paz.
–¿Y si es al contrario? Imagina que se enfada por no haberlo traído, imagina que cuando le diga que no lo tengo y que no se lo daré hasta mañana, se ofusca, se violenta por tener que esperar a la entrega. Quizá reaccione mal. Me aterra pensar en su reacción.
–Esperará. Lo que contienen esas páginas es demasiado importante para él. Créeme. Cuando veas que se pone nervioso, dile que sabes lo que contienen las páginas y que necesitas estar segura de que él también lo sabe. Que sólo se lo entregarás si te da alguna prueba de que está enterado de qué habla el texto. No puede dejar que desaparezcas, y menos hacerte daño. Él cree que tú eres la única persona que puede llevarle a esas páginas. Su última esperanza.
–Espero que tengas razón. Es extraño que no se haya dado cuenta de que todo es un montaje… -dijo Elisa.
–No es tan inteligente como piensas. La necesidad de poseer esas páginas le impide pensar con claridad -contestó el hombre.
–Si tú no llegas a decirme que es un asesino, nunca lo hubiese pensado. Espero que cumplas tus promesas -dijo Elisa-. Confío en que no me engañes. ¡Júrame que me estarás esperando!
–¡Lo juro! Todo saldrá bien. Sólo debes seguir el guión. Te dejará marchar, y yo estaré esperándote aquí. Has podido comprobar que todo lo que te he dicho es cierto. Cuando todo acabe te pagaré. Son muchos millones, recuerda. Después te olvidarás de todo tu pasado y podrás elegir llevar la vida que quieras. Creo que merece la pena, ¿no? Después de todo, tienes suerte. Si no fuese así, tendrías que enfrentarte con los años que te quedan por cumplir. Aunque ahora disfrutes de la condicional, algún día volverías a la cárcel. ¿Tengo razón o no?
–La tienes. Por eso estoy aquí -contestó ella-. Por cierto, aún no me has dicho por qué estás tan seguro de que intentará matarme en el parque. Prometiste decírmelo, y creo que tengo derecho a saberlo -dijo Elisa.
–Cierto -contestó el hombre. Hizo una pausa y después continuó en tono malhumorado-: El muy hijo de puta sólo quiere esas páginas, y si tú las tuvieras y se las dieras, tendría que deshacerse de ti, ya que dejarte viva sería un riesgo para él. Pero tú no tienes esas páginas, y yo tampoco, y él no debe saberlo. Tampoco debe saber que estás de acuerdo conmigo. Si se enterara te mataría. Estoy seguro de ello. Lo único que quiere es tener el libro completo. Sigue mis indicaciones al pie de la letra. Es un tipo muy peligroso. ¡Atenta, Elisa, llega un taxi…! Me marcho. Daré la vuelta y volveré. ¡Suerte! ¡Estaré aquí!
El hombre cortó la comunicación y metió la primera marcha, para alejarse en dirección contraria al taxi. Elisa guardó su teléfono. La joven palideció tras la explicación que le acababa de dar el hombre con el que había hecho el trato. Por un momento pensó en echar a correr y perderse entre la oscuridad del parque. Pero ya era demasiado tarde… El taxi paró a su lado. El conductor le sonrió y ella se acercó a la puerta trasera y con voz temblorosa le dijo al hombre que estaba saliendo del vehículo:
–Estaba empezando a impacientarme, pensé que no iba a venir.
–¡Es usted preciosa! – dijo él mirando a la joven de arriba abajo al tiempo que se acercaba a ella-. Espero que traiga lo prometido -ella asintió temerosa-. Paseemos, me gustaría ver el material. Creo que la entrega debe ser tan discreta como lo fue el encargo que le hizo Abelardo. Entremos en el parque.
Elisa, temerosa, comenzó a andar junto a él. La pareja se adentró en los jardines. Ella metió la mano dentro del bolso para comprobar que el teléfono aún seguía allí. Mientras, él no la perdía de vista.
–Parece nerviosa -dijo el hombre.
–No, no… Es que estoy cansada. Además, estos lugares solitarios no me gustan. ¿Por qué no salimos de aquí?
–Está bien. Iremos andando hasta el otro extremo. Subiremos por allí -dijo señalando con el dedo el camino.
Cuando se adentraron unos metros en el parque, el hombre se paró en seco y la miró amenazante.
–Creo que es el momento de dejarse de rodeos.
–¿Rodeos? No entiendo.
–Entregúeme el sobre y demos por concluido este desagradable tema. Es a lo que hemos venido.
–Creo que deberíamos hablar de dinero -dijo Elisa sin poder dejar de temblar.
–¿De dinero? Usted no dijo nada de dinero. Sólo habló de un compromiso que había adquirido con el señor Rueda.
–Cierto, pero imagino que esto tendrá un valor. Creo, por lo que he visto, que lo tiene.
–El dinero no es problema. Fije una cantidad y veré si puedo atender su demanda -respondió
–Lo cierto es que aún no lo he pensado, tengo que meditarlo.
–¿Cómo que meditarlo? – dijo él arrancándole el bolso.
–No está ahí, no lo he traído.
–Me hace venir hasta aquí diciendo que tiene que entregar algo que un amigo le había dejado encomendado antes de morir y luego me pide dinero. Y ahora dice que no lo ha traído -dijo abalanzándose con brusquedad sobre la mujer y agarrándola del cuello para obligarla a inclinar la cabeza hacia el suelo.
–¡Por Dios, se lo suplico! ¡Suélteme, señor Depoter! ¡Suélteme! ¡Me hace daño, me está haciendo daño! – dijo ella con voz entrecortada.
–¡Cállese y agache la cabeza!, ¿me oye? ¡Agache su absurda cabeza de mortal!
–¡Va a matarme! ¿Por qué? No lo entiendo. Dígame por qué lo hace. ¡Está loco, completamente loco! – gritó ella-. Si me mata nunca tendrá esas páginas del libro sagrado, las páginas de la inmortalidad.
Arturo cesó su presión sobre el cuello de Elisa y la empujó contra el suelo.
–Mañana quiero las páginas. Estaré esperándote en el mismo sitio y a la misma hora. Dime cuánto quieres por ellas y te lo daré.
–Diez millones -dijo Elisa pensando en la posibilidad de sumar esa cantidad a la que su cómplice le había ofrecido.
–Diez millones. Está bien -respondió Arturo sonriendo, pensando que era evidente que la mujer no tenía ni idea del valor real de aquellas páginas-, pero si no vuelves con ese sobre, si te atreves a repetir tu jugarreta o intentas desaparecer, te perseguiré aunque sea lo último que haga el resto de mis días y juro que te mataré. Puedes tenerlo claro.
–Por supuesto que lo tengo claro. Le doy mi palabra de que mañana estaré aquí a la misma hora con esas páginas.
Arturo Depoter giró bruscamente el cuello de su víctima hasta que los ojos negros de la mujer estuvieron frente a los suyos. Entonces la miró exaltado y soltó un grito aterrador que se oyó en todos los recodos del parque.
–¡Mierda! ¡Vete! ¡Desaparece! – dijo soltando el cuello de Elisa. La mujer corrió con desesperación hasta perderse en la oscuridad del parque.
Arturo sacó un cigarrillo y lo encendió. Después tiró el pañuelo empapado de cloroformo al suelo que llevaba preparado dentro de la cazadora y caminó hasta llegar al paseo marítimo. «¡Qué estúpido soy! – pensó-. Debí haberme dado cuenta. Comienzo a perder facultades. Era todo demasiado simple, demasiado sencillo.»
Cuando llegó a la carretera miró hacia la acera de enfrente atraído por el murmullo de un grupo de personas que se amontonaban formando un círculo alrededor de algo. Arturo se aproximó llevado por la curiosidad.
–¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido? – preguntó.
–Es una mujer -contestó uno de los hombres de cuyo brazo se agarraba una hermosa rubia-. La han matado. Alguien la arrojó desde un coche.
–¡Qué barbaridad! ¿Adonde vamos a llegar? – exclamó Arturo con indignación mirando a la joven, mientras metía la mano derecha en el interior del abrigo y extraía un paquete de pañuelos de papel que ofreció a la rubia. Ella lo cogió dedicándole una sonrisa entrecortada por el jadeo que le producía el llanto.
–Gracias -dijo.
–No hay de qué. No debe usted llorar, es demasiado hermosa para sufrir. Estas cosas son así. Siempre han existido los indeseables, es algo que no se puede evitar.
–Es cierto -replicó indignado el marido de la joven-. Los hay de muchos tipos, con muchos atuendos… -Hizo una pausa al tiempo que sus ojos se clavaban en los de Arturo.
–¡Por Dios!, no se ofenda -dijo Arturo-. Sólo trataba de ser amable. No he dicho nada que no sea verdad. Nada que no sea evidente para cualquiera. Su mujer es muy hermosa y no creo que esto deba ofenderle, en todo caso usted debería sentirse orgulloso -replicó Arturo sin pudor.
–Cierto -contestó el hombre-, pero usted sabe que su comentario es inoportuno.
Arturo inclinó entonces la cabeza para observar a la víctima que permanecía en el suelo. «¡No puede ser! – pensó-. ¡No es posible! No puede ser ella.»
Elisa tenía una herida en el pecho. La bala que permanecía en el interior de su cuerpo le produjo la muerte instantánea. La sangre que aún salía por el tórax empapaba el vestido de raso color hueso. El corte ceñido de la cadera había hecho que la prenda se desgarrase a la altura del muslo cuando fue lanzada desde el vehículo. Sus ojos estaban cerrados y sus hermosos labios rojos parecían relajados. Sólo sus manos reflejaban los últimos momentos de angustia. Los dedos agarrotados y rígidos parecían intentar apartar de ella una sombra inexistente. Su pequeño bolso de mano reposaba a unos centímetros del cuerpo. No llevaba zapatos. Era una mujer hermosa vestida con exquisito gusto, demasiado elegante.
«Esto no tiene sentido -pensó mientras observaba a la joven que minutos antes había escapado de una muerte de novela a sus manos-, es estúpido. Debía de tener un cómplice y la estaba esperando. Si la hubiese matado, me habría visto envuelto en un buen lío. Por suerte aún gozo del privilegio de mi buena fortuna -se dijo mientras la miraba con desprecio-, después de todo no ha estado tan mal. ¡He sido afortunado!»
–Llega la policía -dijo uno de los presentes.
–Me marcho -dijo Arturo-. Mi presencia no puede servir de ayuda. No he visto nada de lo ocurrido. – Y volviéndose a la joven añadió-: ¡Encantado, señorita!
La mujer sonrió. Arturo se alejó.
–¡Taxi! – dijo al tiempo que levantaba la mano.
–Buenas noches, señor. Usted dirá.
–Al hotel Rhin, por favor.
–Un nuevo asesinato, ¿verdad? Seguro que es otra prostituta. Esto está lleno de esas pobrecülas que no hacen mal a nadie. Mire usted, yo creo que es todo lo contrario. Me explico, yo pienso que hacen un bien social -dijo el taxista.
–No era una prostituta, al menos no lo parecía. Alguien la mató y después la arrojó desde un coche.
–Ah, pensé que lo era porque ésta es una zona que frecuentan las prostitutas. Las de lujo, no las otras…, usted me entiende. Quiero decir que es posible que lo sea aunque no lo parezca. La vida está cambiando demasiado. Antes no pasaban estas cosas, al menos no con tanta asiduidad -dijo el taxista.
–Si no le importa, prefiero no seguir hablando de ello. Estoy bastante impresionado. Nunca había visto un asesinato tan cerca. ¿Lo entiende, verdad? – dijo Arturo.
–¡Por supuesto! Perdone -dijo el taxista-, ¿Me dijo usted al Rhin?
–Sí.
–Disculpe la indiscreción. ¿Es usted oculista? Lo digo porque como se está celebrando un congreso sobre las operaciones con rayos láser… y todos se alojan en el hotel Rhin. Hoy he llevado a varios. Hay que ver lo que se adelanta con las máquinas…
Arturo sonrió.
–No, yo soy odontólogo -contestó.
–Eso sí que es bueno. Quiero decir que es mejor que ser oculista. Es la profesión del futuro, mi madre lo decía. «Dentista, hijo, ¡estudia para dentista!» Pero ya ve usted…, me quedé en el camino y es que, si le soy sincero, a mí lo de la boca de los demás me daba mucho asco. La verdad es que tampoco pude estudiar mucho. Pero no crea que no he tenido en cuenta los deseos de mi madre… Tengo un hijo y, ¿sabe usted?, ¡es listísimo! Me ha sacado dos matrículas de honor. A él sí que le va eso de las muelas. Pero yo pienso que, más que las muelas, lo que le gusta es el dinero que deja esta profesión. ¡Hay que ver lo que cobran ustedes! ¿No me lo negará? Dicen de nosotros, de los fontaneros, los electricistas, pero, ¡qué va!, los dentistas, los dentistas y los pilotos. ¡Sí, señor! Sin ofenderle, eh…, que son ustedes unos privilegiados.
–No crea -contestó Arturo sonriendo.
–Bien, señor. Hemos llegado. Ha sido un placer.
–Lo mismo digo -contestó Arturo mientras le pagaba-. Que tenga usted una buena noche. Salude a su hijo de mi parte – añadió bajándose del coche.
–Descuide. Lo haré de su parte -respondió irónico el taxista.
Arturo entró en el hall del hotel.
–Buenas noches.
–¡Buenas noches, señor! – contestó el recepcionista-. ¿Su habitación?
–Dos tres cero -respondió Arturo.
–Tenga, señor -dijo el hombre extendiendo su mano con la llave al tiempo que le ofrecía a Arturo un sobre-. Lo trajeron hace unos minutos, si se descuida el mozo se cruza con usted en el vestíbulo -concluyó sonriente el empleado.
–Muy amable. Muchas gracias.
–A usted, señor. Qué descanse.
Arturo entró en el ascensor y abrió el sobre. Extrajo los folios que contenía y comenzó la lectura del primero, escrito a máquina por ambas caras. Decía:
Para Arturo Depoter:
Espero que, dados tus conocimientos sobre cómo convertir hechos de ficción en realidad, tengas a bien valorar mi particular versión de la obra Epitafio de un asesino, que tú robaste a Abelardo Rueda. Me es grato comunicarte que, dentro de mi versión, tú eres el protagonista principal. Mi papel es secundario, sólo soy el Octavo Jinete, el verdadero Octavo Jinete. Pronto, cuando leas el texto sabrás cuál es mi misión dentro de esta historia. Espero que te guste…
Versión libre de la novela Epitafio de un asesino
Autor: EL OCTAVO JINETE
Primera parte
El asesino cogió la copia de la novela. Hacía varios meses que no retomaba la historia, desde la muerte de Adela, su mujer. Todos pensaron que ella se había suicidado. Sin embargo, no era cierto; él la había matado. Adela había llegado hasta él, supo que era el responsable de todos los homicidios por los que se inculpó a Abelardo, su anterior esposo, y de los posteriores al suicidio del escritor: el de la joven estudiante y el de Goyo. Conocía a su esposa, y sabía que si no la mataba, ella acabaría denunciándolo, no porque quisiera hacer justicia, sino por pura avaricia.
Nadie sabía quién era. Hasta ese día el odontólogo seguía guardando el anonimato. La prensa le había bautizado con el apodo del Octavo Jinete, que no le correspondía, porque él, Arturo Depoter, sólo era un vulgar asesino sin imaginación, un ladrón de ideas y de vidas, un ladrón de documentos que no le pertenecían, un estúpido mortal que pretendía ser Dios, cuando con quien en verdad se emparentaba era con el mismísimo Lucifer.
El gran error de Arturo fue no contar con la presencia del señor del mal. Satán era quien había dirigido sus pasos desde que comenzó a matar. Le había allanado el camino. Le había facilitado la ejecución de sus crímenes… y ahora era el momento de cobrar los favores prestados.
El ascensor se detuvo. Arturo se sobresaltó. Guardó dentro del sobre las planas y se dirigió a la habitación. Sin aliento cerró la puerta y se precipitó sobre la cama. Abrió de nuevo el sobre y continuó horrorizado la lectura.
El asesino había seguido los designios del señor de las tinieblas, olvidando que el demonio nunca perdona una deuda, por lo que Lucifer, llevado por la ira que le provocó la vanidad del odontólogo asesino que pretendía la posesión de aquella obra no para lo que él había designado -darla a conocer y crear el caos mundial-, sino para su propio beneficio, para igualarse a él, se encolerizó. Arturo Depoter había desobedecido a su señor, y por ello éste decidió acabar con sus andanzas y llamó a su elegido en la Tierra al que bautizó con el mismo nombre que la prensa había adjudicado como seudónimo a Arturo. Le llamó el Octavo Jinete y le dijo:
-Debes traerme a este hombre. Ha llegado su hora. Quiero tener su alma en el calabozo de mi oscuro corazón. Si haces lo que te digo, serás algo más que mi servidor. Serás considerado uno de mis hijos, parejo a todas mis obras, heredero de mis dominios, inmortal. Estarás presente en todos los pensamientos humanos, en los recodos oscuros de sus mentes, en sus sueños, en los anhelos de riqueza, posesión y poder. Serás comandante de sus guerras, alto cargo de sus masacres, observador de sus hambrunas, de sus epidemias consentidas, de las miserias que no quieren evitar. Estarás enprimera fila de todas las explosiones, de todos los alzamientos, de todos los crímenes y violaciones. Te nombraré alto consejero de sus disputas, de los efectos devastadores de sus armas, de las ideas destructoras que surgen en la mente de los científicos, de los descubrimientos que hagan posible su destrucción. Te sentarás en el cerebro de los verdugos, de los jueces sordos y ciegos, de los políticos corrompidos. Serás lo que todos niegan ser, uno de los nuestros.
-¿Por qué quieres que le mate? Él ya es uno de los tuyos. Mató, y disfrutó haciéndolo. ¿No es eso lo que tú quieres? – preguntó el Octavo Jinete.
-Todo lo que podía venderme ya ha sido comprado. Quiso burlar mi presencia. Ahora seré yo el que disfrute poseyendo su libertad, recluyéndole eternamente. Es la hora de cobrarle todas esas coincidencias que establecí en su vida y que le permitieron poder disfrutar haciendo el mal. Es un ser demasiado egoísta, tanto que no ha sido capaz de entender que detras de cada uno de sus asesinatos estaba mi mano dirigiendo sus actos. Ha omitido mi poder, ha omitido mi existencia. Yo le di lo que él quería. Su necesidad de sangre fue cubierta por mí. Cada uno elige su destino. Ya no tiene nada con lo que pagarme. Es necesario que muera, su alma me pertenece. Todo tiene un precio. ¡Es hora de cobrar! – dijo el diablo.
El Octavo Jinete sonreía mientras escuchaba. El diablo le estaba haciendo un favor. Arturo Depoter, el odontólogo, había robado su novela. Había utilizado sus palabras, su imaginación, había aprovechado su obra para hacer el mal, y ahora después de tanto tiempo deseándolo, Satán le daba la oportunidad de vengarse y cumplir una vez más los deseos de su señor. El diablo, silencioso, observaba la sonrisa del Octavo Jinete. Al ver que éste no contestaba, el astuto y malvado ser de las tinieblas dijo:
-Octavo Jinete, ¿por qué sonríes? No seas igual de ingenuo que Arturo. ¡Todo está escrito! Yo guié los pasos de Tomás para que encontrase las pipas y los de Adela para que dejase las copias de tu obra en la misma caja. El ambicioso de Tomás las vio pero las despreció, dejándolas en el suelo. Cuando Tomás las guardó, olvidó una que se había caído dentro del armario. Allí permaneció hasta que yo quise que aquella mujer de enormes pechos la encontrase. Más tarde hice que conociese a Arturo con el único fin de que la novela llegase a sus manos. Arturo nació sin alma, siempre me perteneció. Él nació con la maldad en sus entrañas, y fue creciendo con mi ayuda lentamente. Pero quiso ser como yo. Confundió los términos, se olvidó de que era mortal. Buscaba la inmortalidad, como lo hicieron muchos otros. El Santo Grial… Supo desde siempre que se trataba de una metáfora y fue gestando su adquisición mucho antes de saber que moriría, que su enfermedad era lo que le iba a conducir a la muerte y…, ¡estúpido mortal!, se asustó. Su misión no era conseguir la obra para él, su misión era dar a conocer el texto, darle al hombre el verdadero conocimiento de la naturaleza de su dios, del que creen que es su verdadero dios. Hacer que tomaran conciencia de que éste es mi reino; es lo único que necesito para reinar. Su maldad no me es sufidente, necesito su reconocimiento, y el texto de la obra me dará ese reconocimiento, le ganaré la partida al que llaman su dios, esta partida eterna. Haré lo que hizo él conmigo, lo desterraré.
»Tú, Octavo Jinete, también eres mi esclavo. Pero a ti te respeto y lo hago porque tienes lo más preciado del ser humano. Tienes imaginación. Una imaginación que siempre ha estado a mi servicio y eso es lo que hace que te proteja de todo. En compensación por tu lealtad te dejo que vengues tu ofensa, pero, a cambio, tendrás que volver a crear para mí. Escribirás una nueva historia, con ella urdirás mi presencia para que Arturo sepa que le estoy esperando. Con ella le harás sentir un odio más profundo que el que hasta ahora ha conocido, un sentimiento de venganza infinitamente mayor al que haya podido imaginar. Le harás sentirse miserable, hasta el extremo de necesitar renunciar al bien más preciado: su vida. ¡Quiero que desee la muerte! Como pago a este gran favor, te dejaré permanecer en la Tierra eternamente. Tu cara tendrá mil rasgos, tus vidas serán infinitas a través del tiempo, vivirás siglos, estarás en todas las plumas negras que destilan morbosidad ante la maldad, que se regodean de ella, que engañan en la trascripción de los hechos, que mienten al relatar y nunca dicen la verdad.
»Si aceptas, toda tu existencia mortal estará por entero dedicada a sembrar el mal, porque tu imaginación, tras firmar el pacto, me pertenecerá por los siglos de los siglos. Yo te necesito igual que tú me necesitas a mí. Para que el mal exista no sólo hay que desearlo, antes hay que imaginarlo, parirlo. El mal debe seguir siendo imaginado, el día que esto deje de suceder yo seré la nada.
El Octavo Jinete escuchaba con atención. Cuando el diablo calló. El preguntó:
-¿Estás diciendo que no existes? ¿Que sólo formas parte de la imaginación de los malvados?
-Estoy diciendo que para que algo exista hay que crearlo, y para crearlo, antes hay que imaginarlo. Pero no te confíes. No pienses que en algún momento podrás traicionarme. Si yo dejo de existir tú también lo harás. Tu vida depende de mi existencia. ¡Escribe! Hazme real, haz que los seres humanos siembren en la Tierra la semilla transgénica del mal.
Arturo leía aterrorizado los folios. El texto evidenciaba que su autor conocía la existencia de la novela de Abelardo Rueda, y no sólo eso. La persona que había escrito aquella macabra historia, sabía que él, Arturo Depoter, tenía una copia de la misma. Alguien le estaba diciendo que sabía que él era el asesino y que había matado para conseguir las páginas que le faltaban al libro llamado el Santo Grial. Se limpió con la manga de la camisa el profuso sudor que caía por su frente y continuó la lectura.
El Octavo Jinete puso su caballo en la Tierra y buscó al ladrón que había robado su obra. Fue sencillo encontrarlo, porque Arturo seguía buscando las páginas que le faltaban al Santo Grial. El primer encuentro fue en un parque cercano al mar. Allí Arturo tenía pensado hacerse con esas páginas y después matar a la mujer que había acudido a la cita para entregárselas. Pero el Octavo Jinete era el que le había proporcionado la víctima al odontólogo y ésta no tenía las páginas, ni tan siquiera las había visto. La mujer sólo era un gancho para saber si, verdaderamente, Arturo era el asesino. Su codicia y su obsesión le hicieron caer en la trampa. Arturo, cegado, no mató a la mujer ese día, pospuso el crimen hasta tener las páginas del libro en sus manos. Sin embargo, su verdugo, el enviado de Satán, el Octavo Jinete, dejó una bala en el corazón de la mujer, robándole al odontólogo una vez más la esperanza de convertirse en un ser inmortal…
Llegado a este punto la narración se interrumpía. Unas palabras escritas dos líneas más abajo decían:
Tú, Arturo Depoter, eres el rey de los miserables. Yo soy el Octavo Jinete. El diablo me mandó a la Tierra para buscarte. He imaginado tu muerte, hora tras hora, día tras día, noche tras noche… Ahora sólo tengo que convertirla en realidad. Esto será fácil porque yo soy el creador.
Arturo dejó los folios sobre la cama y se dirigió pensativo al baño. Abrió la ducha y comenzó a desprenderse de toda la ropa, mirando abstraído el chorro humeante y profuso de agua que caía con fuerza sobre el suelo de la bañera de mármol rosa. Se frotó los ojos en un intento absurdo de recobrar la serenidad. Se acercó al agua e introdujo con precaución su pie izquierdo; el líquido resbaló caliente por sus dedos.
–¡Hijo de puta! Te mataré -gritó mientras introducía su cuerpo debajo del agua-. ¡Te cortaré los cojones!
Mientras se duchaba recordó a cada una de las personas que habían estado relacionadas con las víctimas. Arturo analizó de forma exhaustiva todo lo que había ocurrido desde aquel día en que Carlos le presentó a Cristine. Aquella joven de hermosos pechos fue la primera inquilina del apartamento del paseo de la Castellana después de que Abelardo Rueda lo abandonase. Arturo recordó su primer día de encuentro. Era profesora de filología y Carlos se la presentó durante una cena organizada por Goyo.
–Éste es Arturo, nuestro odontólogo de cabecera -bromeó Carlos-. Ella es Cristine. Toda una experta en literatura.
–Encantado.
–Es un placer -contestó Cristine.
–Ten cuidado con él. Está libre de cargas y gravámenes -dijo Goyo refiriéndose a Arturo-. Es más, no tiene escrúpulos y le gusta sobornar.
–Muy gracioso -contestó Arturo.
–Como verás, los inquilinos de tu padre son especiales. ¿No crees? – preguntó irónico Carlos mirando fijamente a Arturo, que no le había quitado los ojos de encima a Cristine desde el momento en que el editor se la presentó -. Pero no te hagas ilusiones, ella no caerá en tus redes -concluyó el editor dándose la vuelta sonriente.
–¿Has arrendado un piso de mi padre? – preguntó con asombro Arturo.
–¿De tu padre? ¿Tu padre es el dueño del ático que me buscó Carlos? – preguntó la mujer.
–Sí, querida. Es el dueño de todo el edificio y de una parte de media España -contestó Carlos.
Cristine y Arturo fueron poco a poco separándose del grupo. Acabada la cena y las posteriores copas, los dos se marcharon en el mismo vehículo.
–No pareces anglosajona. Eres demasiado morena de piel. ¿Cuánto tiempo vas a estar en España? – le preguntó.
–Mi madre era española, de Córdoba. La verdad es que me parezco a ella. Sin embargo, mi carácter es muy anglosajón -dijo Cristine-. Sólo estaré hasta el viernes.
–¿Dos días? ¡Es una lástima! Me hubiese gustado pasar algunos días contigo.
–Puedes venir a Londres cuando quieras. Te dejaré mi dirección. Mi trabajo aquí está a punto de concluir y mi contrato de arrendamiento, si se puede llamar así, también.
–Dime, ¿cómo es que estás en el edificio de mi padre? – preguntó Arturo.
–Carlos me lo buscó. Somos amigos desde hace años. Le llamé. No me gustan los hoteles. Soy un tanto paranoica. Me gusta tener intimidad -explicó ella-. Le estoy agradecida. No he tenido más que firmar un recibo por los tres días de alquiler. Eso sí, pagué por adelantado. He de reconocer que el personal de tu padre es muy profesional -dijo Cristine en tono irónico.
–Hemos llegado. ¿Me invitas a una copa? – preguntó el odontólogo sonriente.
–No. Tengo trabajo. Pero te agradecería que esperases un momento. Tengo que darte una novela que he encontrado en un armario del ático. Pensaba entregarla en la agencia con las llaves cuando me marchase el viernes, pero ya que eres el hijo del propietario, creo que tú podrías encargarte de hacerlo. Debe pertenecer al anterior inquilino del ático. He imaginado que se dejó la copia durante la mudanza. Si tú me haces el favor, no tendré que ir a la agencia, ya que las llaves las puedo dejar en la portería, pero la novela me parece un trabajo demasiado importante como para dejárselo al portero, y me gustaría salir de madrugada. ¿No te importa?
–Claro que no. Pero ¿no crees que sería más normal que subiese contigo? Me invitas a una copa y así no tienes que bajar -dijo Arturo apagando el motor.
–Arturo, eres muy atractivo. Sé en lo que estás pensando, y estoy segura de que si yo no fuese homosexual, a mí también me apetecería acostarme contigo.
–Perdona… No tenía idea.
–Lo supongo. No te preocupes, no eres el único. De todas formas, creo que Carlos te ha querido gastar una broma de mal gusto. Debería habértelo dicho. Subo a por la novela.
Cristine le dio la copia de la novela de Epitafio de un asesino a Arturo junto con su dirección en Londres y se despidió de él. Cuando él llegó al hotel, se sentó en la cama e intrigado comenzó la lectura de la obra de Abelardo Rueda. Él nunca había tenido en sus manos una copia de un original, y le impresionó poder hojear una novela que había pasado directamente de las manos del autor a las suyas. Pero al llegar a la segunda página encontró un folio que no pertenecía a la obra. En él había escrita una dirección que se correspondía con la casa donde, meses antes, el agustino había ultimado con Arturo los detalles de la venta del libro llamado el Santo Grial. Sin embargo, no fue aquello lo único que le indujo a pensar que Abelardo era el autor de la amputación de parte de sus páginas, sino lo que el autor había escrito de puño y letra a continuación del título de la obra a la que se refería la misiva:
«La verdadera naturaleza de Dios»
Estimado padre Jonás:
La responsabilidad de hacer público el contenido del Santo Grial es imposible de asumir por ningún mortal. Su texto, repetido íntegro en tres lenguas, hebreo, latín y griego, roza espacios de tiempo y verdades que no son comprensibles en su totalidad para el ser humano, que generarían la caída de la sociedad actual, de todas las sociedades y religiones. La verdad absoluta no es una verdad divina ni diabólica, es sólo verdad, un concepto que no está ni tan siquiera emparentado con el nuestro. En ella se dice quién es realmente Dios y qué es la Tierra y el universo. Nada de lo que se ha dicho sobre el origen del hombre o de la naturaleza de Dios se acerca ni un ápice a lo que el Santo Grial nos cuenta. Si sus palabras se hicieran públicas el caos sería la reacción inmediata. Un caos mayor del que se ha generado en mi interior y del que aún no me he librado y creo que no me libraré nunca. La existencia de este libro debe seguir manteniéndose en secreto. Su custodia debe ir más allá de la propia vida.
El Santo Grial es un regalo de Dios que puede convertirse en la venganza del diablo.
Por ello, estimado padre, le hago saber que, tras conocer su resolución de no devolverlo a su lugar de custodia, mi deber mortal, después de haber conocido, desgraciadamente, el contenido de ese texto, me ha hecho tomar la decisión de arrancarle las páginas esenciales para que su lectura no pueda ser posible ni útil.
Aquel día Arturo leyó la nota repetidas veces y cada vez que lo hacía su ofuscación aumentaba. Intentó despegar el papel que estaba adherido a la hoja con una especie de pegamento, pero no lo consiguió, por lo que, furioso, tiró de ella y la arrancó de la espiral. La nota, al igual que la copia, nunca llegaron a su destinatario. Arturo Depoter sabía quién era el responsable de que el Santo Grial no le hubiera llegado completo, y en aquellos momentos decidió que si el escritor no le devolvía las páginas que faltaban, llevaría a la realidad cada uno de los crímenes que él relataba en Epitafio de un asesino. Si era tan puro y honesto como decía, tendría que demostrarlo.
Cristine se marchó aquel viernes y desde entonces no volvió a saber nada de ella, a excepción de un comentario de Carlos que la ubicaba residiendo en Venezuela. Nunca supo que la obra no fue devuelta a su propietario.
Ahora Arturo recuperaba los recuerdos, intentando con desesperación descubrir al autor de aquella comprometedora historia, cuyo único fin era hacerle saber que alguien más era conocedor de los crímenes que él había cometido. Cuando rememoró el día en que Cristine le entregó la copia de la obra, creyó haber encontrado a la única persona que podía ser la autora del macabro anónimo.
–¿Cómo no me he dado cuenta antes? – se preguntó mientras salía apresurado de la ducha y se encendía un cigarrillo. Cogió los folios y los leyó de nuevo-. Es evidente, nadie que no esté relacionado con el mundo de la literatura puede escribir una historia semejante. El muy cretino cree que voy a pensar que Abelardo no ha muerto… ¡Gilipollas! Es un gilipollas. Sólo queda él. Está claro que es la única persona a la que Cristine le pudo haber comentado la existencia de la copia… ¡Tal vez lo hizo! ¡Seguro que sí! El muy cabrón no ha dicho nada. En el fondo es igual de egoísta y ambicioso que lo era Adela. Él dejó que todo sucediese, es evidente. Los asesinatos darían más publicidad a las obras de Abelardo y aumentarían las ventas. Estoy seguro. Estaba de acuerdo con Adela. Sin embargo, la muy ignorante indagó demasiado. Nunca hubiera imaginado que llegaría tan lejos. Sólo tuvo un fallo: creyó que las páginas que faltaban eran las que hablaban de cómo conseguir la inmortalidad. ¡Qué ignorante! ¡Fue una estúpida! No tenía ni idea, como tampoco la tiene el autor de esta mierda de texto de nada acerca del diablo. Por no saber no sabe ni quién es el diablo -dijo carcajeándose-. Si me hubiese hecho caso, ahora estaría viva. Está claro que él sabía algo, que entre los dos seguía existiendo una relación. ¡Qué hijo de puta!
Arturo dio por hecho que Carlos era el autor de aquellos folios. Según sus conclusiones, era la única persona que podía saber que Cristine le entregó la copia, y no sólo eso, él era el único que aún estaba vivo y que había mantenido contacto con Adela los días previos a su muerte y durante sus investigaciones. Sólo podía ser él.
–¡Le mataré! Pero antes… ¡juguemos! – dijo gritando al tiempo que lanzaba los folios al aire.
Cogió el teléfono y llamó a casa de Carlos:
–No. No está. Llámale a la editorial. Tenía una reunión -contestó María.
Arturo colgó y llamó a la editorial. Nadie contestó. Entonces le llamó al móvil.
«Ha llamado al…», cuando la voz del servicio de contestador acabó de confirmar que el número al que llamaba era el de Carlos y que estaba desconectado, Arturo dijo:
–Carlos, soy Arturo. Llámame. Es urgente.
Arturo dejó el móvil conectado sobre la mesita de noche y, sin recoger los folios que permanecían esparcidos por el suelo, se metió en la cama.
A las ocho y media de la mañana sonó el teléfono de la habitación.
–Buenos días, señor. Son las ocho treinta.
–Gracias -dijo Arturo somnoliento.
–De nada, señor. Señor, tenemos un paquete para usted en recepción. El mozo que lo trajo dijo que era urgente. ¿Se lo suben a la habitación?
–¿Un paquete? No espero ningún envío ¿Están seguros de que tiene a mi nombre? – preguntó Arturo.
–Sí, señor. A su nombre y con su número de habitación.
–Súbamelo.
Arturo se incorporó, y tras recoger los folios del suelo e introducirlos en su maletín, salió a la pequeña terraza. El romper de las olas se oía lejano. Alguien golpeó la puerta.
–¡Adelante! Déjelo aquí -dijo señalando los pies de la cama.
–Como usted diga, señor.
El joven salió del dormitorio y Arturo se acercó a la gran caja de cartón envuelta en papel cromado marrón oscuro. Quitó el envoltorio brillante y abrió el cartón. Los ojos del odontólogo parecían llevados por el vértigo; sus movimientos oculares fueron tan rápidos que tuvo que sentarse en el suelo para no perder el equilibrio.
Dentro había una resplandeciente silla de montar. Sujeto por una pequeña tira de cinta adhesiva transparente a la montura había un sobre de color rojo; estaba lacrado. Arturo lo miró, acercó su mano a él, pero no lo cogió. Se levantó y abrió el pequeño bar de donde sacó una botellita de bourbon. La abrió y se acercó de nuevo a la caja. Miró otra vez el sobre rojo y se bebió de un trago el contenido de la botella. Después arrancó la cinta y, sin tocar el precinto, rasgó el sobre por su borde derecho, sacó la carta y comenzó a leer:
Segunda parte
El Octavo Jinete mandó la silla de montar al odontólogo, junto a un sobre lacrado en el que le decía: «Yo, el Octavo Jinete, te hago saber que por el mal que engendraste, por la imaginación que me robaste, serás maldito y tu alma cabalgará por los siglos en el olvido, lejos de la palabra, lejos de cualquier recuerdo de lo poco que fuiste. Nadie recordará tu existencia. Serás la nada. Un personaje perdido en una historia que nunca se imaginó. Tu vida es lo que yo estoy creando en este momento. Ayer escribí tu muerte. Tal vez toda tu vida sólo sea una ficción literaria. Quizá ni tan siquiera hayas nacido. ¡Piensa, Arturo! ¡Piensa! Quizás esto no sea más que el mal sueño de una siesta de verano; de una siesta de la que yo aún no te he despertado. Recuerda; ¡sólo existes en mi imaginación!»
Arturo rompió enfurecido la hoja y tiró los pedazos por la terraza del hotel. Sin detenerse a mirar dónde caían los diminutos papeles, entró colérico a la habitación, descolgó el auricular y marcó furioso los números del teléfono de Carlos.
–¡Carlos! – gritó Arturo sin esperar a que alguien contestase.
–Arturo, ¿qué pasa? ¿Te encuentras bien? – preguntó el editor sobresaltado-. No pude escuchar tu mensaje hasta las cinco de la mañana y pensé que no era una hora muy apropiada para llamarte… ¿Estás bien? – preguntó de nuevo el editor.
–¡Por supuesto! ¿Y tú? ¿Cómo llevas cabalgar de una manera tan vulgar? – preguntó Arturo.
–No entiendo, ¿a qué te refieres?
–Sabes muy bien a qué me refiero. Entiendes perfectamente lo que te estoy diciendo.
–No. No entiendo nada. ¿Quieres explicarme por qué me hablas en este tono? Y ¿por qué dices esas cosas tan raras? ¿Te encuentras bien? – preguntó Carlos preocupado mientras se incorporaba de la cama y encendía la luz.
–Me encuentro perfectamente. Imagino que esto no te gustará. Te acabo de dar un disgusto, el mayor disgusto de tu vida. ¡Estoy mejor que nunca!
–Arturo, explícame de una jodida vez qué pasa -exigió el editor malhumorado.
–Hablaremos claro. Se te ha olvidado un detalle muy importante. Se te ha olvidado que yo no creo en los fantasmas. Por no creer, no creo ni en Dios y, por supuesto, mucho menos en el diablo. Menos aún en la resurrección… Y si Abelardo está muerto, él no puede haber escrito esta maldita historia, ni haberme mandado la silla de montar. Por cierto, es demasiado cara. Deberías haberte gastado menos. ¡Siempre has sido un poco gilipollas para las marcas!
–Arturo, no entiendo nada de lo que dices. ¡Nada! ¿Qué tiene que ver Abelardo con una silla de montar? ¡Por favor, explícame qué es todo esto! Me estás poniendo nervioso.
–Sólo voy a decirte una cosa, y no volveré a repetírtela -dijo Arturo amenazante-. Sé que leíste la novela de Abelardo. Sé que tú eres el que está mandándome esa estúpida narración en la que me llamas asesino. Si continúas haciéndolo, te mataré. ¡Juro que lo haré!
–¿Qué dices? ¿De qué narración estás hablando? No entiendo nada. ¡Te juro que yo no te he mandado nada! ¡Joder, Arturo! Debes creerme. ¿Quieres que coja el primer vuelo a Santander? ¿Qué pone en esas narraciones? ¿Qué jodida mierda te han escrito para que estés en ese estado? ¿Por qué piensas que he sido yo? No lo entiendo.
–Tú lo has escrito. Esta tarde me vuelvo a Madrid, no voy a continuar en la convención. En cuanto llegue a la terminal cogeré un taxi e iré a ponerte una denuncia. Te voy a denunciar por acoso y por amenazas. Voy a arruinar tu vida.
–¿Denunciarme? Pero si yo no he hecho nada. ¡Esto es kafkiano! Alguien está intentando volverte loco y ponerte en mi contra. ¿No te das cuenta? Yo no te he mandado nada. ¡Lo juro por mis hijos!
–Carlos… Tú eres el único que pudo leer la novela de Abelardo.
–¿Cuál de ellas? Porque yo he leído todas las novelas de Abelardo, igual que las de todos mis escritores -contestó el editor.
–La novela que él te entregó. La novela que tuviste en tu despacho, según tú, sin abrir. La obra que Abelardo decía que estaba utilizando el asesino para matar -dijo sarcástico Arturo.
–Escúchame con atención -dijo Carlos pausado-. Sólo te pido que me escuches con atención. Después puedes hacer lo que quieras, ¿de acuerdo? Tienes que calmarte. Hablemos con tranquilidad. Tú no eres un hombre que pierda la calma. Sólo te lo diré una vez. La novela de la que estás hablando no existe. Todos sabemos que el asesino no era Abelardo. Todos sabemos, y así se demostró, que Abelardo tenía sus facultades mentales perturbadas. Siento tener que utilizar estas palabras, pero no me queda más remedio. ¡Abelardo estaba loco! Me entregó un sobre en el que según él estaba la copia de esa obra. Nunca vi su contenido, créeme. Nunca vi esa novela. Debes recordar que Adela declaró que en el sobre que yo le devolví había una copia de un manuscrito ya publicado. Creo recordar que era Los feudos. Esa novela no existe. Arturo, no quiero asustarte, pero creo que ahora el asesino está detrás ti. Debes darle la narración que has recibido a la policía. Comienzas a comportarte como Abelardo… y no quiero que te suceda lo mismo. Ahora, si quieres denunciarme, ¡hazlo! Te juro por mis hijos que yo no tengo nada que ver con lo que has recibido, y te pido, por tu propia seguridad, que llames a la policía.
Arturo se había precipitado. Su ofuscación le había hecho perder los nervios. Había estado a punto de descubrirse. El autor de los anónimos estaba consiguiendo su objetivo. El pánico le había hecho actuar precipitadamente. Esto no podía volver a suceder, porque podía ser la causa que le hiciese darse a conocer como el autor de todos los asesinatos.
«¡Joder! ¿Cómo he podido perder la calma? Me he equivocado de persona -pensó mientras escuchaba a Carlos-. He sido un gilipollas. Carlos es demasiado estúpido para escribir esto; además, si hubiera sabido que yo había matado a Goyo, que yo soy el asesino, me habría denunciado… Carlos adoraba a Cosme. Nunca me lo habría perdonado. Nunca. ¡He cometido una estupidez! He entrado en su juego. Quienquiera que sea, ha conseguido hacer que pierda los nervios. Está jugando conmigo como yo lo hice con Abelardo. Esperaré. Será lo mejor; él solo se descubrirá. No tengo por qué preocuparme. ¡No tiene ninguna prueba que me pueda culpar!»
–Carlos -dijo Arturo-, perdóname, estoy demasiado nervioso. Esta mañana he recibido una silla de montar junto con una narración que parece parte de una novela. El autor se hace llamar el Octavo Jinete. En el texto pone que mi muerte será como la de uno de los personajes de la novela de Abelardo.
–Está claro que quien te ha mandado la silla es la misma persona que cometió los asesinatos que se le imputaron injustamente a Abelardo. Creo recordar que la prensa le puso ese apodo: el Octavo Jinete del Apocalipsis. ¡Desgraciadamente todo vuelve a comenzar! – se lamentó el editor-. Pero ¿cómo has podido relacionarme con semejante envío? No lo entiendo. ¿Cómo has pensado que había sido yo? Me has acusado injustamente. Lo primero que deberías haber hecho es llamar a la policía.
–Carlos, te ruego de nuevo que me perdones. Entiéndeme, no sabes lo que pasé con Adela. Las dos últimas semanas antes de morir, antes de suicidarse, no paraba de hablar de la novela, de la obra que Abelardo dijo haber escrito. Hablaba tanto de esa maldita novela que llegué a pensar que existía. Cuando he recibido el anónimo, he pensado en ti casi al instante. Compréndeme, tú eres la única persona que queda viva de las que se relacionaron con Abelardo. El único que, en el caso de que la novela hubiese existido, habría tenido acceso a ella.
–Lo entiendo, pero esa obra no existe. Al menos yo nunca la vi. Debes tranquilizarte. No pensé que la muerte de Adela te hubiese afectado tanto. Debes darle a la policía el anónimo y dejar de sacar conclusiones por tu cuenta. Por el bien de todos, debes hacerlo.
–No puedo hacerlo. Lo he roto. Voy a regresar a Madrid. Creo que me tomaré unos días de descanso.
–Cuando llegues, llámame -dijo Carlos
–Lo haré. Te pido una vez más que me perdones. Te suplico que olvides lo que te he dicho.
–Lo haré si me prometes que llamarás a la policía y que en el momento en que te encuentres mal irás a un especialista. No quiero que te pase lo que les pasó a Abelardo y Adela. ¿De acuerdo?
–¡Te lo prometo!
Arturo colgó el teléfono con fuerza.
–¡Mierda! – gritó-. ¡Esto es una mierda! Tengo que encontrar a ese cabrón. Debo averiguar quién es. Tengo que matarle. El muy hijo de puta mató a Elisa. Seguro que tiene las páginas que faltan y ahora quiere el libro completo.
Arturo miró con fijeza la silla y se aproximó a ella para comprobar el remitente. Pertenecía a una tienda de equitación. Llamó a recepción y pidió que le consiguiesen el teléfono de la tienda. A los pocos minutos el conserje se lo facilitó. Arturo llamó inmediatamente.
–Buenos días. Quisiera hablar con el encargado.
–¿De parte de quién?
–Soy un cliente. Acabo de recibir una silla de montar. La dirección que figura en el remite es la de su tienda. Me gustaría saber quién efectuó la compra de esta silla.
–Un momento -contestó el empleado.
–Buenos días. Soy Marta de Montijo, la propietaria de la tienda. Ya me lo ha comentado mi empleado. Si es tan amable de decirme la dirección del envío y el nombre del destinatario, en unos minutos le daré la información.
–Sí, el hotel Rhin…
–Sí, aquí está -contestó la mujer antes de que Arturo acabase de darle todos los datos-. Es un envío de anoche. Fue comprada por don Arturo Depoter. Pago en efectivo y nos dio la dirección del hotel. Pero…, un momento, dijo que la silla era para él y la mandó a su hotel. Lo recuerdo perfectamente. Así es que si usted llama desde el hotel… es que la han entregado mal. Me lo temía…
–No. No es eso -contestó Arturo-. Yo soy Arturo Depoter. La persona que le compró la silla utilizó mi nombre, la compró y me la mandó al hotel. No sé quién puede haber sido. Ése es el motivo de mí llamada.
–Entonces se trata de una sorpresa -contestó la mujer-. Espero que le haya gustado; nuestras piezas son artesanales. Los materiales son de primera calidad.
–Es una auténtica belleza. ¿Podría usted decirme cómo era el hombre que le compró esta maravilla?
–Pues era alto, bastante alto. Llevaba un sombrero de cuero y gafas de sol. Tenía barba. Una gran barba un poco larga para mi gusto. Demasiado larga. Recuerdo que me impresionó su amabilidad y el fajo de billetes. No estamos acostumbrados a que nos paguen esas cantidades en metálico. El dinero de plástico es el más habitual entre nuestra clientela.
–¿No recuerda nada más?
–No, señor. Espero haberle sido de ayuda. Si algún día necesita algo del mundo de la equitación, espero que cuente con nosotros.
–No lo dude. ¡Ha sido usted muy amable! Muchas gracias, señora.
Arturo colgó el teléfono.
«Es inteligente -pensó-. Es demasiado inteligente. Debe llevar siguiéndome bastante tiempo. ¡Tal vez sea la policía! Es posible que estén poniéndome a prueba. Es posible. Ellos pueden saber dónde me hospedo… No. ¡Qué estupidez! Debo olvidarme de todo. Esperaré. Lo mejor es esperar», pensó metiendo la caja con la silla dentro del armario de la habitación.
Arturo se marchó aquella tarde de Santander dejando en el armario del hotel la silla de montar. Cuando llegó a Madrid anuló todos sus compromisos durante una semana y llamó a Carlota. Ésta se trasladó a petición de Arturo al ático de La Castellana.
Una semana más tarde, los guardeses de la finca de Santa Eulalia recibieron un paquete a nombre de Arturo Depoter. Era una silla de montar que había encontrado el personal de la limpieza del hotel de Santander. El director del hotel la mandó a la dirección que figuraba en la ficha del cliente: la finca de Santa Eulalia. Raúl, el guarda de la finca, no abrió el paquete; lo llevó a la casita de madera y lo dejó con el resto de envíos que solían llegar hasta el regreso de Arturo…
Después de un mes de descanso, Carlota intentó convencer a Arturo de que alargase su período de inactividad y se fuese con ella a Ibiza.
–Te vendría muy bien tomarte unos meses más de descanso. No sé qué pretendes con el tipo de vida que llevas. Este ritmo acabará contigo. ¿Por qué no nos vamos a Ibiza? La finca de Santa Eulalia necesita un repaso. Deberías hacer algunos cambios en ella. Podríamos hacer reformas. Podría quedarme contigo unos meses.
–¿Me estás diciendo que quieres vivir conmigo? – preguntó irónico Arturo.
–¡Por supuesto! Te vendría bien.
–No pienso casarme contigo -dijo Arturo tajante.
–Yo no quiero que te cases conmigo -dijo Carlota-, pero tú acabarás queriéndolo.
Arturo sonrió.
–¡Eres increíble! – exclamó-. No creas que no he pensado en ello. Me refiero a que muchas veces he pensado en pedirte que te cases conmigo. Pero mi experiencia con las mujeres en ese terreno es funesta. Todas cambiáis después de casadas. Yo soy un hombre polígamo por naturaleza, y la mujer casada no soporta la poligamia.
–No quiero casarme -dijo Carlota una vez más-. Quiero vivir contigo. Me haré dueña de tu fortuna en menos que canta un gallo. Yo sólo estoy contigo por tu dinero. ¡No es posible que no te hayas dado cuenta!
–¡Por supuesto que lo he hecho! No subestimes mi inteligencia -contestó Arturo sonriendo.
–Estoy hablando en serio. Creo que deberías abandonar los negocios. No te hace falta encargarte de nada. Tu personal es autosuficiente. Creo que ha llegado la hora de parar -dijo Carlota acariciando la espalda de Arturo.
–Es posible que me retire durante unos meses. Pero antes tengo que hablar con Raimundo. Debo comentarle unos temas.
–¿Por fin vas a denunciar a Rosario? – preguntó Carlota.
–No me refería a eso. Ni tan siquiera me acordaba de ella. Lo cierto es que es inofensiva. Sólo se dedica a llamar por teléfono. Raimundo me dijo que mientras las cosas no llegaran a mayores era mejor dejarlo.
–Pues ya han llegado… -dijo Carlota.
–¿Qué quieres decir? – preguntó Arturo con sorpresa.
–No quise decírtelo antes. Cuando estuviste en la convención llamó a la agencia varias veces. Dijo que estaba embarazada y que pensaba concertar entrevistas con todos los medios de comunicación para contarlo y destruir tu reputación. También dijo que me mataría si me casaba contigo.
–Tenías que habérmelo dicho. Todos deberíais habérmelo dicho.
–Recuerda que estabas muy nervioso. Carlos me llamó. Nos contó lo de los anónimos. No quisimos molestarte. Lo hicimos por tu bien.
–¡Qué sea la última vez que os entrometéis en mi vida! ¿Quién es Carlos para decidir lo que yo debo saber? No vuelvas a ocultarme nada. ¡Nada! ¿Entiendes? – dijo enfurecido.
–¡Lo siento! ¡Lo siento! – contestó Carlota llorando-. Sólo estaba preocupada por ti.
–Pues no tienes por qué estarlo. No vuelvas a ocultarme nada. Y deja de preocuparte por mí. Hazlo por ti. Yo sé cuidarme solo mejor de lo que tú puedas imaginar. Esa mujer es una estúpida. Yo no puedo haberla dejado embarazada. Soy estéril. Me operé hace años. Y todos los años, todos, me hago una prueba para verificar mi esterilidad. ¡Odio los niños! No quiero tener hijos. Ese embarazo, si existe, no ha sido obra mía. Pero eso es lo de menos, lo que me importa es que nunca más vuelvas a ocultarme nada.
–¡Te lo juro! Perdóname.
–No llores. Me marcho; he quedado con Raimundo. Ya te llamaré -dijo Arturo distante.
–¿Saldremos a cenar? – preguntó Carlota.
–No. No creo que vuelva hasta la madrugada. Cenaré con Raimundo. No me esperes. Si te apetece puedes salir. Hasta luego.
–¡Adiós!-dijo Carlota desolada.
Durante aquellas semanas Arturo no había olvidado ni una sola palabra de las macabras narraciones que había recibido. Intentó controlar su angustia, pero no le fue posible, por eso decidió urdir una estrategia que le pusiese a salvo en el hipotético caso de que el autor de los envíos anónimos tuviera pruebas materiales que pudiesen inculparle de los asesinatos. No podía entregarle a la policía los anónimos, porque contenían la verdad de todo lo acontecido, así que decidió hacer partícipe a Raimundo de parte de lo sucedido, creando una historia en la que él, Arturo, figuraba como una víctima más del psicópata que había asesinado a todas aquellas personas.
«Será fácil -pensó-. Carlos enseguida ha pensado en ello. No tendré ningún problema. ¡Todos creerán que ahora va detrás de mí! Debo intentar averiguar quién es antes de que se decida a denunciarme a la policía o hacerse con el libro. Y cuando le descubra, le mataré.»
Cuando llegó al restaurante, Raimundo le esperaba en el exterior. Los dos hombres se dieron un efusivo abrazo.
–Tienes buen aspecto -dijo Raimundo.
–Es posible, pero anímicamente estoy hecho un asco.
–Creía que el descanso era por placer. ¿Por qué no me has llamado? Podría haberte mandado algún tipo de ansiolítico. Aunque no te gusten, hay veces que son la única solución.
Los dos hombres entraron en el restaurante y tomaron asiento.
–Bien, cuéntame. ¿Qué te ocurre? – dijo Raimundo.
–Estoy recibiendo anónimos.
–¿Anónimos? ¿De qué tipo? – preguntó Raimundo.
–Estoy recibiendo anónimos con amenazas de muerte. La persona que los manda se hace llamar el Octavo Jinete. Creo que puede ser quien asesinó a las personas por las que fue condenado Abelardo Rueda.
–No puedo creerlo. ¿Qué tienes tú que ver con esa historia? No lo entiendo.
–No lo sé. Tal vez por haber estado casado con la mujer de Abelardo. Como sabes, todas las personas que fueron asesinadas estaban de una forma u otra relacionadas con él.
–Sí. Pero no lo entiendo. Hay gente que tuvo una relación más próxima que tú con Abelardo, como por ejemplo Carlos. Él era su editor. No es muy lógico que te haya elegido a ti antes que a él, ¿no crees?
Arturo miró fijamente a Raimundo. Evidentemente, pensó, era un tipo inteligente. Había cometido un error al menospreciar su capacidad de análisis.
–¿Me has oído? – inquirió Raimundo.
–Sí, tienes razón. Yo pensé lo mismo que tú cuando recibí el tercer escrito. Sin embargo, creí que el autor era él.
–¿Quién? ¿Carlos? ¡No jodas! Carlos es incapaz de hacer daño a nadie. Es incapaz hasta de defraudar al fisco. Es tan legal que asusta… -Raimundo se interrumpió-. Carlos es más candidato a víctima que a ejecutor.
–Mi deducción se basó en lo mismo que tú has dicho. Carlos es la persona viva que estuvo más cercana a Abelardo. Además, las narraciones que he recibido están muy bien escritas, tanto que pensé que sólo podía haberlas escrito alguien relacionado con la literatura. No te puedes hacer una idea de la imaginación que hay que tener para escribir semejante historia.
–Lo entiendo. Pero ¿no pensaste que, de ser él el asesino, la policía ya lo habría descubierto y que ya estaría en la cárcel? Carlos fue investigado. Lo sé porque él me lo comentó. El tal Armando, el comisario, lo consideró sospechoso durante un tiempo… No, Carlos no puede ser.
–Lo sé. Le llamé cuando recibí el tercer envío. Me pasé con mis afirmaciones. Él se molestó. Creo que piensa que estoy loco.
–Pobre Carlos. ¿Has hablado con la policía? – preguntó Raimundo.
–No. No puedo hacerlo.
–¿Cómo dices? Debes darle a la policía los escritos. ¡Debes hacerlo! Por tu seguridad.
–No puedo hacerlo porque los destruí. Además, no quiero que nadie me relacione con esos crímenes. Te he llamado para que me ayudes a investigar.
–No entiendo
–Quiero que investigues para mí. Quiero que averigües quién es el autor de los anónimos. Pienso hacer justicia por mi cuenta. Se cargó a un montón de gente. Tú nos has demostrado que los asesinos no están locos -dijo Arturo mirando fijamente a Raimundo-. Tú sabes que se le juzgará y volverá a salir, y quiero que ese tipo reciba el castigo que se merece -concluyó Arturo.
–Pero eso no sólo es ilegal, sino que puede resultar muy peligroso. Y lo más grave es que me estás pidiendo que me convierta en cómplice de tu venganza. Estás poniendo en peligro tu vida -dijo Raimundo asustado y sorprendido por la propuesta de Arturo.
–Mi vida ya está en peligro. Mi vida y mi cordura. Ese hijo de puta me está volviendo loco. No olvides que mató a un montón de gente; no olvides que el culpable de la muerte de Abelardo fue él. Le volvió loco. Creo que no se merece ni un juicio. Si averiguo quién es, me lo cargaré. Con su muerte se habrá acabado todo.
Arturo había planificado su estrategia con calma. Para ello había repasado una por una todas las conversaciones que Carlos y él habían mantenido con Raimundo sobre toda la historia de los asesinatos del Octavo Jinete. Recordó la tesis de Raimundo sobre que los asesinos no siempre estaban locos y sobre la injusticia que suponía no condenarles a cadena perpetua. Arturo estaba intentando convencer a Raimundo de que su única intención era hacer justicia y vengar la muerte de su mujer, a quien el asesino había conducido hasta el suicidio. Sin embargo, lo que realmente quería era matar al autor de los anónimos, a la única persona que sabía que la novela de Abelardo Rueda existía y que él poseía el Santo Grial, el verdadero motivo de sus crímenes. Debía hacerle desaparecer porque ese tipo sabía que él era quien había convertido Epitafio de un asesino en una historia real matando a todas aquellas personas. No podía correr riesgos; tenía que matarle.
–Entiendo el odio que sientes. Pero si le matas, te convertirás en un asesino. Y yo no quiero ser cómplice de un asesinato, ¿lo entiendes? Creo que deberías hablar con la policía. Deberíamos denunciar las amenazas que estás recibiendo. Sería lo mejor.
–Raimundo -dijo Arturo pausado-, ¿tú qué harías si alguien hubiese matado a tus amigos? Imagina por un momento que alguien se divierte matando y se carga a Juan Antonio. Y que, además, ese tipo intenta arruinar tu vida. ¿Tú no buscarías venganza? Si encontrases al culpable, sabiendo cómo funcionan las leyes en estos casos, ¿no le matarías?
–Prefiero no plantearme esa hipótesis.
–Sólo quiero que investigues, que intentes averiguar quién puede ser el autor de esos folios malditos -le pidió de nuevo Arturo-. No escatimes en gastos. Te daré todo el dinero que necesites. Lo que quieras. Cuando lo encuentres, no tienes más que darme su nombre. ¡Sólo tienes que decirme quién es! No te haré partícipe de nada. No sabrás nada. Únicamente quiero que investigues; luego puedes olvidarte de todo. Además, piensa que con ello quizás evites que me mate, porque si no le encontramos, es muy posible que yo sea su siguiente víctima. Y después lo más probable es que vaya a por ti. Tú estás relacionado conmigo. Yo me casé con la que había sido la mujer de Abelardo… Esto es una cadena, sin contar con que tú desarrollaste el principio de tu tesis estudiando el caso de Abelardo. ¡Tal vez ya estés en su lista de víctimas!
–Es posible -contestó Raimundo pensativo-. Sin embargo, creo que sería mejor denunciarlo. La policía mantiene el caso abierto. Tarde o temprano le cogerán -dijo Raimundo.
–La policía, ¡no me jodas! La policía metió a Abelardo en la cárcel. La policía no tiene ni idea. Son unos ineptos. ¡Nunca le cogerán! Este hijo de puta ha matado a siete personas. ¿En serio crees que le cogerán antes de que me mate?
–Está bien. Intentaré averiguar quién es. Pero no te prometo nada. Si consigo saber quién es, lo más probable es que se lo entregue a la policía antes de decírtelo a ti. Y en el hipotético caso de que decidiese darte a conocer su identidad, me desvincularía del asunto nada más decirte su nombre y dejaría de trabajar para ti.
–¿Dejarías de trabajar para mí? – inquirió Arturo sorprendido.
–Sí. No volvería a saber nada de tus asuntos. Ésa es mi única condición.
–Está bien, como quieras. Pero supongo que seguirás siendo mi amigo aunque algún día dejes de trabajar para mí.
–Si acepto este trabajo es porque ya lo soy. ¿No lo entiendes? Me juego demasiado. Este tipo de asuntos sólo se aceptan por dinero o por amistad.
–O porque tu vida esté en peligro… -contestó Arturo irónico.
–Es posible. Empezaré mañana mismo. Necesito dinero. Bastante. Debo contratar a varias personas. No puedo hacer la investigación solo. Tengo que conseguir el sumario del caso. He de localizar a todas las personas que estuvieron relacionadas con las víctimas de forma directa o indirecta.
–No hay ningún problema. También quiero que le pongas una denuncia a Rosario. Ha estado molestando a Carlota.
–Ya lo he hecho. Carlos me llamó. Me comentó las llamadas. He estado hablando con ella. Me aseguró que estaba embarazada y que el padre eras tú.
–Es imposible. Soy estéril -contestó Arturo.
–Deberías hacerte unas pruebas que lo confirmasen. Lo digo porque me aseguró que cuando el niño nazca exigirá que te sometas a las pruebas de paternidad. Espero que lo que te voy a decir no te afecte demasiado… -Raimundo hizo una pausa-. Tiene una colección de cintas de vídeo demasiado interesantes. Ha grabado todas las relaciones sexuales que ha mantenido en su casa, y en una de las cintas sales tú. Me aseguró que la presentaría como prueba de que ha mantenido relaciones contigo. Si lo hiciera, conseguiría que te obligasen a someterte a la prueba.
–¡Joder! ¡Qué hija de puta! He sido un estúpido.
–Yo diría que has sido un imprudente. Los polvos de ese tipo siempre se echan en lugares que uno elige. Pero no creas que has sido el único. Tiene grabado a Carlos, a Goyo y a Abelardo.
–¿Abelardo estuvo con Rosario? – preguntó Arturo sorprendido.
–El primero que la conoció fue él. ¿No recuerdas lo que te dijo Carlos?
–¿Cuándo? – preguntó Arturo.
–Aquel día en el restaurante, el día que se enfadó contigo por flirtear con Carlota y que luego te dijo que tuvieses cuidado con Rosario, que era peligrosa. Te dijo que él no la había mandado llamarte. Carlos comentó que la había conocido a través de uno de sus escritores. ¿Recuerdas? – Arturo asintió -. Pues ese escritor era Abelardo.
–¿Abelardo liado con Rosario? No puedo creerlo. Con la pinta de gilipollas que tenía.
–Abelardo no estuvo liado con ella. Él sólo la ayudó en un trabajo que ella estuvo haciendo sobre la Edad Media. Rosario pensó que sería como todos los demás. Creyó que le seduciría. Pero no fue así. Abelardo se limitó a no parar de hablar sobre los usos y costumbres de aquella época. La joven llegó a desnudarse, indignada ante la pasividad del escritor, pero él se tomó el desnudo integral como un intento de pagarle su ayuda y, finalmente, le dio un beso en la mejilla, cogió sus apuntes y se marchó. Todo está en el vídeo. Rosario está enferma. Es una paranoica. Tiene grabados vídeos de hace años.
–¡Increíble! Esto es lo que me faltaba.
–Cuando hablé con ella, le sugerí que podíamos darle una suma importante de dinero y comprarle una casa a cambio de su silencio. Le dije que se lo pensase -explicó Raimundo-. Creo que el niño puede ser tuyo. Ella está demasiado segura de ello. Si es así, no parará hasta arruinarte la vida. Creo que lo mejor sería ofrecerle de nuevo dinero y una casa y «recomendarle» que aborte.
–Ya te he dicho que yo no puedo ser el padre -dijo Arturo malhumorado.
–Antes de afirmarlo deberías someterte a una nueva analítica. Pero, de todas formas, intenta comprar su silencio. Aunque tú no la hayas dejado embarazada, el daño que haría la publicación de las cintas a tu carrera profesional sería irreparable. ¡Piénsalo! Imagina que se pasan esas imágenes por alguna cadena de televisión.
–Tienes razón. ¿Cuánto piensas que quiere?
–Empezamos a entendernos. Creo que su único fin es mejorar su estatus. Yo le hablé de cinco millones y un pequeño piso en cualquier lugar que no fuese Madrid.
–Está bien. ¡Me jode! No sabes cuánto me jode tener que pagar por haber echado unos cuantos polvos. Pero tienes razón. No me puedo cargar a dos personas -dijo sin más.
–Arturo, estás loco. Ni por un momento pienses en hacerle nada a Rosario. Está paranoica pero es muy inteligente. No creo que sólo tenga una copia de las cintas. Si intentas hacerle daño, te arriesgarás a que tu historia con ella salga publicada. ¡Creo que deberías tranquilizarte!
–No. Yo creo que debería comprarme un Magnum.
–Hablemos de la forma de pago. He pensado que deberías pagarle con un talón nominativo. Te explico. En el caso de que te volviese a molestar la denunciaríamos por chantaje.
–¡Genial! Eres un monstruo. ¡Es estupendo! Sí, le haré un talón nominativo, un talón por cinco millones y otro por el valor de la casa. Dile que el precio de la casa no puede superar los doce millones.
–La casa debes comprarla tú. Después se la regalas. Será la segunda entrega. Cuando haya algún problema, si lo hay, demostraremos que Rosario se sometió a dos chantajes.
–¡Joder! Eres un portento. Te haré el talón ahora mismo. Y el día en que esa puta haya cobrado el talón y tenga la casa, la denunciaré -dijo Arturo sonriente.
–No puedes hacer eso. Deberemos mantener nuestra palabra. Debes pensar que este dinero está bien gastado. Hazte la idea de que es el pago a unos gastos que tenías pendientes. Después puedes llamarla y decirle que no vuelva a molestarte, que no le darás un duro más. Pero si lo haces, debes ser prudente. No la insultes, no pierdas la calma, piensa que podría estar grabando la conversación.
–Está bien. Tú trata con ella. Después ya veré yo lo que hago.
Arturo le entregó a Raimundo el cheque para que negociase el silencio de Rosario, y otro talón por dos millones de pesetas para comenzar las investigaciones sobre el autor de los anónimos que estaba recibiendo. Mientras rellenaba el talón de la joven, pensaba en la mala suerte que había tenido al recibir esa información de Rosario a través de Raimundo.
«Si yo lo hubiese sabido -pensaba-, la habría matado. Pero este gilipollas, este picapleitos, se me ha adelantado. La culpa la tienen Carlos y Carlota por ocultarme que había llamado. Si me lo hubiesen dicho, habría ido a su casa y la habría matado: sin riesgos, sin complicaciones, sin gastarme un duro. Le habría cortado los dedos y habría sido una víctima más. Al fin y al cabo no tienen por qué ser tan literales los asesinatos. Pero ahora no puedo matarla. Raimundo me denunciaría, estoy seguro. No me interesa; por el momento necesito que me ayude a encontrar al autor de las narraciones. Mi vida está en peligro.»
–¡Arturo! ¿En qué piensas? No has firmado los talones ¿Dónde andas?
–¡Perdona! Es que estoy cansado. Me marcharé a Ibiza. Creo que tienes razón. Estos temas me están alterando; comienzo a perder facultades. Cuando hayas cerrado el trato con esa puta me llamas. Respecto al otro asunto, no tengo que decirte nada más. Cuando necesites dinero, no tienes más que pedirlo. Si averiguas quién es ese cabrón, siempre estaré en deuda contigo -le dijo firmando los dos talones.
Arturo se trasladó con Carlota a Ibiza. Cuando llegaron a la casa de Santa Eulalia, el guarda le comunicó que hacía unas semanas que había llegado un paquete para él.
–Señor, he intentado localizarle, pero me ha sido imposible. La señorita Carlota me dijo que usted no recibía llamadas a no ser que fuesen de suma importancia. Y ésta no lo era. Al menos eso pensamos todos.
–No entiendo. ¿Qué pasa? – preguntó Arturo.
–Nos mandaron del hotel Rhin un paquete que usted se había dejado en el armario -empezó a explicar el hombre-. Yo, señor, no quería hacerlo. Usted sabe que nunca he abierto ninguno de sus paquetes, pero llamaron varias veces. Querían saber si usted lo había recibido en perfectas condiciones… Tuve que abrirlo.
–¿Y bien? – preguntó Arturo.
–Pues eso, que disculpe mi indiscreción. No ha sido por curiosidad, no quiero que usted se enfade. Tuve que verificar que la silla estaba dentro.
–¡Joder, la maldita silla! Han mandado la maldita silla. ¡Deshágase de ella ahora mismo!
–Pero, señor, ¡si es preciosa! Me pareció tan bonita que llamé a todo el servicio, y estuvimos contemplándola un buen rato. Es una obra artesanal magnífica.
–¡Es la montura del diablo! Quiero que la tire -exigió Arturo ante la mirada atónita de Carlota-. ¿Dónde está esa maldita silla?
–Señor, dónde usted dijo que la pusiéramos. En la caballeriza del alazán que mandó ayer.
–¿Qué dice? ¿Se puede saber que estupidez está diciendo?
–Señor -contestó temblando el guarda-, el caballo azabache que usted mandó. En su nota dice que se llama Apocalipsis. En la misma carta pone que la silla de montar que compró en Santander es para él. La silla llegó antes que el caballo. Supusimos que a usted se le olvidó en el hotel y que imaginó que se la mandarían.
–Yo no he comprado ningún caballo. ¿Dónde está la maldita nota?
–La rompimos. Señor, la rompimos… No sabía que había que guardarla. Perdone… Perdone… -suplicó el hombre con la cabeza gacha.
–¿Quién ha mandado ese caballo? ¿Cómo voy a saber quién lo ha mandado?
–Señor, si me disculpa -dijo temeroso el empleado de las caballerizas-. Yo tengo la documentación y la factura que llegaron con el caballo. Lo compró usted. La factura viene a su nombre. El dueño del criadero me dijo que lo pagó en efectivo. Usted mismo lo compró y firmó la orden de entrega. Le traeré los papeles ahora mismo.
–Arturo -interrumpió Carlota-. ¿Cómo puedes haber olvidado la compra de un caballo?
–No he olvidado nada, porque no he comprado ese caballo. ¿Entiendes? ¡Yo-no-lo-he-comprado! – dijo Arturo dando énfasis a cada una de las palabras-. ¡Nunca he comprado un caballo! Los que tengo me los regaló mi padre.
–¿Y la silla? ¿Cómo se te puede haber olvidado una silla de montar en el hotel?
–Tampoco compré la silla. Y no me la olvide; la dejé allí. Alguien me está mandado cosas que compra a mi nombre.
–¿Y te enfadas? Te mandan regalos, unos regalos tan caros a tu nombre, y tú te enfadas. ¡No lo entiendo! Tal vez sea alguna admiradora… ¡Quizá te los esté haciendo yo! ¿No lo has pensado? ¡Quizá me estás ofendiendo con tu desprecio!
–Carlota, si eres tú…, puedes estar segura de que ¡estás muerta! – dijo Arturo dándose la vuelta y subiendo a la habitación.
–Arturo, Arturo, no he querido molestarte. Lo único que he pretendido es quitarle importancia a todo esto. No creo que debas ponerte así. No entiendo por qué te ha molestado tanto recibir estos regalos.
–¡Sube! – dijo exigente Arturo desde la escalera.
Carlota le siguió hasta el dormitorio. Cuando estuvieron solos, él le contó lo de los anónimos.
–Siempre hablas más de la cuenta -le dijo-. Si aprendieses a guardar silencio, serías la mujer perfecta. – Arturo palmeó la cama indicándole con este gesto que se sentase a su lado. Cuando ella estuvo sentada junto a él, comenzó a contarle el porqué de su enfado ante esos regalos-: ¿Recuerdas el día que di la fiesta para celebrar la reforma del ático? – Ella asintió-. Pues aquella noche un mensajero me trajo un paquete. En él había unos guantes ignífugos junto con una nota en la que alguien me amenazaba citando un párrafo del Génesis. Desde el primer momento supe que era el autor de los crímenes por los que fue condenado Abelardo Rueda. Lo supe porque Adela me había comentado el tipo de anónimos que recibió Abelardo. No le dije nada a nadie. A la mañana siguiente, llamé a la empresa de mensajería para saber quién me había mandado aquel paquete. En el registro de salidas figuraba mi nombre. Según dijo el administrativo, yo mismo mandé el paquete. Pero no fui yo. No sufro ningún tipo de trastorno mental. Alguien dio mis datos y me mandó el paquete. Lo mismo que ha hecho con la silla de montar y con el caballo.
–¿Ya has hablado con la policía?
–No. Aquel día pensé hacerlo, pero me di cuenta de que no serviría de nada. Me tomarían por loco. Todo evidenciaba que yo mismo había mandado el paquete. El recepcionista de la mensajería no recordaba cómo era la persona que efectuó el encargo. ¡Era un estúpido! Con el precedente de la locura de Abelardo y el suicidio de Adela, todos pensarían que yo también estaba volviéndome loco como ellos… ¡Tú misma lo has pensado hace un momento! Y creo que el servicio también. ¿Estoy en lo cierto?
–Si lo que dices es verdad, tu vida está en peligro. Creo que lo más prudente es que hables con la policía.
–Lo más prudente es encontrar al autor de los envíos -contestó Arturo.
–Eso es correr un riesgo innecesario. Además, ¿qué harás cuando le encuentres?, ¿piensas que podrás entregarlo a la policía? Aunque pudieras hacerlo, deberías demostrarles que es el asesino, de lo contrario le pondrían en libertad.
–Lo haré. Tú no debes preocuparte. Cuando le entregue, tendré pruebas suficientes para que permanezca en la cárcel toda su vida. No debes menospreciar mis recursos -contestó jactancioso Arturo-. Ahora lo que debes hacer es mantenerte al margen de todo. Y nunca debes hablar con nadie de esto. Hemos venido para descansar, no debemos pensar en nada más que en pasarlo bien y en relajarnos. Hasta que este desagradable tema no esté resuelto, no nos moveremos de aquí. Mañana me conectarán un terminal en el despacho y seguiré llevando mis negocios desde aquí. Tú, por tu parte, deberías hacer lo mismo. La isla resulta aburrida si sólo se dedica uno al ocio. ¡Es un consejo! ¡Te quiero! ¡Creo que eres la única mujer a la que he querido! – concluyó Arturo dando un beso a Carlota.
Durante el mes de mayo la situación pareció relajarse. Carlota redecoró la casa a su antojo y Arturo emprendió sus negocios. Raimundo había efectuado la entrega del primer talón a Rosario y ésta había hecho efectivo el importe de cinco millones de pesetas en su cuenta. La segunda entrega se había acordado para el uno de junio. En el momento que Rosario hiciese efectiva esta segunda entrega, el asunto quedaría zanjado. Desde la primera entrega la joven no había vuelto a molestar al odontólogo. Raimundo le había llamado para informarle.
–Cuéntame -dijo Arturo.
–Como podrás comprobar, ya se ha efectuado el reintegro. No ha puesto ninguna objeción al trato. Le dije que si después de que se le entregase el segundo talón volvía a extorsionarte, la denunciaríamos -explicó Raimundo-. ¿Te has hecho las pruebas de fertilidad?
–Sí, me las he hecho. Sigo siendo estéril. Creo que no va a haber segunda entrega. Dile de mi parte que ya he pagado con creces los polvos que eché con ella -contestó Arturo.
–No puedes hacer eso. Está embarazada. Yo mismo lo he comprobado. Aunque el hijo no sea tuyo, el escándalo que ocasionaría el que ella hiciera públicos los vídeos te perjudicaría mucho. Debes pagarle como acordamos.
–Tienes razón. ¿Cuándo le harás la entrega?
–El treinta de septiembre. Estoy seguro de que cumplirá su palabra. Se marchará de Madrid.
–Está bien. ¿De lo otro tienes alguna noticia? – preguntó Arturo.
–Sí. Pero no puedo decirte nada por ahora; es demasiado arriesgado. Mis informadores dicen que hay una mujer de por medio. Sólo puedo decirte que es extranjera.
–¿Extranjera? – preguntó Arturo fingiendo no saber de quién podía tratarse, al tiempo que pensaba en el error que cometió al no matarla. «¡Hija de puta! No había pensado en ella. Es evidente que ella es la única que conoce la novela de Abelardo. Ella me la dio. ¿Cómo no se me había ocurrido?»
–Arturo, ¿sigues ahí? – inquirió Raimundo.
–Sí perdona, estaba pensando en quién podía ser. Conozco a muchas extranjeras.
–No debes pensar en nada. Cuando tenga más noticias, cuando la localice, te llamaré para contártelo todo -dijo Raimundo-. Ah, necesito más dinero. Tres millones más. Mis investigadores tienen que viajar.
–No hay ningún problema. Localízame al autor o autora de los envíos. Eso es lo único que quiero. El lunes damos una fiesta. Carlota no puede vivir sin las fiestas. Es para literatos. Ya sabes que estás invitado. Tendré el talón preparado.
–Los dos; prepara el mío y el de Rosario. Estamos a treinta de mayo. No creo que me desplace a la isla en todo el mes. No lo feches y el día que se lo entregue, yo mismo le pondré la fecha.
–De acuerdo. Hasta pronto, querido amigo.
–Hasta pronto. Ah, y ten cuidado con Carlota. Juan Antonio me ha dicho que va detrás de tu fortuna -concluyó Raimundo en tono bromista.
Aquella noche, Arturo abrió la caja fuerte y sacó las dos copias de la obra de Abelardo Rueda: la que Cristine le entregó y la que él le sustrajo a Tomás, y las quemó en la chimenea. No quería conservar nada que pudiese probar que él había sido el asesino apodado el Octavo Jinete del Apocalipsis. Si Cristine era la autora de los anónimos, cabía la posibilidad de que le denunciase a la policía. No podía arriesgarse a que encontrasen las copias si hacían un registro en su casa. Si alguien las encontraba sería su fin.
–¿Qué estás quemando en la chimenea? – preguntó Carlota que subía con la lista definitiva de los invitados.
–Mi pasado. Acabo de hacer desaparecer mi pasado -contestó, y mirándola fijamente añadió-: ¿Quieres casarte conmigo?
–¿Lo dices en serio? – preguntó Carlota emocionada-. ¿Estás hablando en serio?
–¡Por supuesto! Es más, te quiero tanto que estoy dispuesto, si aceptas a casarte conmigo, a que nuestra nueva sociedad sea en régimen de gananciales. ¡No me importa que te cases conmigo por mi dinero! Sólo quiero que sigas haciendo de mi vida lo que has hecho desde que te conocí.
–¡Por supuesto que quiero casarme contigo! ¡Llevo queriéndolo desde que te conocí! Te quiero tanto. No me importa tu dinero. Por mí puedes dejar todo como está. No necesito nada. Con mi agencia me basta. Lo único que siempre he querido ha sido estar a tu lado.
–¡Eso no es justo! No me vale. Quiero que me digas que aceptas casarte conmigo por mi dinero. ¡Me gusta más! Además, soy un hombre práctico y realista. Me jodería que el Estado se llevase todo el sudor de mis años de trabajo. No tengo herederos. Haré testamento a tu favor.
–Arturo, no hables de la muerte. ¡No lo hagas, te lo suplico!
–¡Todos morimos! Tarde o temprano lo hacemos. Hay que ser realista. Yo más que nadie. No creo que mi enfermedad me dé mucha más tregua. Además un loco anda tras mis pasos y tengo un extraño presentimiento.
–Por favor, te suplico que no vuelvas a hablar más de ello. Tendrías que pensar en la posibilidad de someterte a un trasplante. Eso sí que sería comportarse de forma práctica y, sobre todo, realista.
–Te prometo que me lo replantearé… – Y para cambiar de tema, añadió-: Entonces, ¿no crees que deberíamos aumentar el número de invitados a tu fiesta? Deberías incluir a mis amigos y socios. Anunciaremos nuestro compromiso para la semana próxima. He pensado en el doce de junio.
La fiesta se celebró sin ningún acontecimiento anormal. Raimundo recogió los dos talones y regresó a Madrid sorprendido por el anuncio del compromiso de Carlota con Arturo. Nadie, ni el hermano de ésta, había llegado a imaginar que Arturo tuviese intención de contraer matrimonio de nuevo, y menos aún con Carlota.
Cuatro treinta de la madrugada.
–Yo le vi. ¡Sí, señor policía! Le vi dejarla ahí encima -dijo la indigente señalando la base de la estatua.
–La creo; no se esfuerce más -contestó el policía dando una palmada en la espalda de la mujer-. Le agradecemos que nos haya llamado y que no haya tocado nada. Ahora mi compañero le dará un poco de café caliente. Le sentará bien. Después, cuando lleguen los de atestados y el forense, tendrá que prestar declaración.
–Si me dan una copita de vino, será mejor. El café no me sienta bien. Ya estoy mayor para tomar café. El café me sube la presión -dijo la mujer-. Lo que he hecho está bien, ¿verdad que lo está? ¿Me pagarán por ello? Esto es un bien social. He colaborado con la policía; deberían recompensarme por ello. Yo soy muy honrada. Ni siquiera le he quitado el anillo, y seguro que es carísimo. El hombre traía la bolsa como si fuese un bocadillo de calamares. ¡Por lo menos a mí me olió a calamares! La verdad es que pensé que eran calamares. ¡Mire! Mire las gotas de sangre. Están por todas las partes…
La anciana hablaba sin descanso. Su boca desdentada desprendía un fuerte olor a vino que impregnaba el aire. El agente se retiraba para evitar el desagradable hedor del aliento de la mujer, pero ella, que no se daba por aludida, se acercaba con insistencia a él.
El compañero del agente se encontraba a unos metros de ellos vomitando. La escena que acababa de contemplar le había revuelto el estómago.
La anciana había llamado a una pareja de guardias que patrullaban por los alrededores. En un principio los agentes no le dieron importancia a la llamada de auxilio de la mujer, dado su evidente estado de embriaguez, pero su insistencia les obligó a comprobar lo que ésta les decía. Cuando la pareja de municipales entró en el recinto de la Plaza Mayor, la anciana les llevó hasta la estatua ecuestre de Felipe III. Allí, en su base, alguien había dejado una mano que en apariencia pertenecía a una mujer. Su dedo índice llevaba un anillo de oro con un brillante, y debajo de la mano había una fusta de cuero. Los agentes inspeccionaron los alrededores buscando el cuerpo al que se le había amputado la mano, pero no apareció. En una de las papeleras de la plaza se encontró la bolsa de papel de donde la anciana decía haber visto sacar la mano al hombre. El papel estaba impregnado de sangre y de grasa. Desprendía un fuerte olor a calamares fritos. Cuando la policía de homicidios tomó declaración a la mujer, ésta describió al individuo como un hombre de estatura mediana con sombrero y barba, cuyos andares evidenciaban que era homosexual.
–Sí, señor. Le juro que era marica. Se contoneaba sin cesar. Era de éstos…, ya sabe usted, que les gusta notar cómo se mueve su culo. Yo diría que era un poco exagerado. ¡Pensé que fingía! Estaba tumbada sobre mis cajas intentando dormir, como siempre. Hace ya tiempo que duermo bajo los pies del caballo. Siempre me gustaron los caballos, aunque no he montado uno en mi vida. Soy pobre. ¡Qué desgracia la mía! El maricón parecía que no me viese. Cuando se acercó a la estatua, olía bastante fuerte, tanto que se me abrió el apetito. Pensé que estaba de suerte. Olía tanto a calamares, que creí que la bolsa era algo de comida. ¡Qué ingenua! ¡Hasta le di las gracias a Dios por haberse acordado de mí! No había cenado nada y estaba hambrienta. A veces la gente me trae comida. Pero… ¡Dios Santo! ¡Virgen del Perpetuo Socorro! Cuando sacó la mano, pensé que aquello era una pesadilla. No le importó que yo estuviese allí…
Siete de la mañana.
–¡Es horrible! En mi vida había visto nada igual -comentó el empleado del ayuntamiento a uno de los agentes-. Debe ser obra de algún loco que pertenece a una secta satánica. No creo que dejarla aquí sea una coincidencia. Cuando comencé mi trabajo en los jardines lo dije. Siempre pensé que esculpir una estatua del diablo no podía traer nada bueno. Soy muy supersticioso.
–No es una estatua del diablo. Es la estatua del Ángel Caído. Es una estatua del ángel antes de ser condenado.
–Ya. Ya lo sé; pero sigue siendo el diablo. A mí nunca me gustó.
–No creo que tenga que ver nada con la escultura. La mano se ha encontrado en la Plaza Mayor. Una indigente vio al hombre que la dejó allí. Tiene todos los indicios de ser el crimen de un psicópata que eligió el lugar más idóneo: un parque. A esas horas esto está solitario. Es fácil quedarse dentro de las instalaciones -dijo el municipal.
–No sé. La verdad es que la gente ha perdido la vergüenza. Y las mujeres más. Más de una vez he sorprendido a una pareja haciendo el amor. ¡Y no crea que les ha dado vergüenza! Yo estaba más avergonzado que ellos. Seguro que la pobre pensó que su acompañante era el amor de su vida -dijo el jardinero mirando el cadáver.
–La verdad es que parece un poco mayor para andar haciendo esas cosas en el parque -respondió el agente.
–¡Esto se complica! – exclamó uno de los policías judiciales.
–¿Por qué? – inquirió el compañero.
–¡Es extranjera! Inglesa. Se llama Cristine…
–No entiendo.
–¡Joder es la filóloga!
–¿Qué filóloga? – preguntó el compañero.
–La que salió ayer en el congreso de lengua castellana. Ha dado varias conferencias sobre las corrientes lingüísticas. ¿No sabes quién es?
–No. Es la primera vez que oigo hablar de ella.
–Es…, era una persona importante en el mundo de las letras. Debemos darnos prisa. Si alguien se entera de su identidad antes de que acabemos tendremos aquí a toda la prensa.
Doce del mediodía.
–¡Arturo! Coge el teléfono. Es Raimundo.
–Dime -dijo Arturo.
–¡Malas noticias! – contestó Raimundo desde el otro lado del auricular.
–¿Qué quieres decir?
–¿Recuerdas que te comenté que mis investigadores habían localizado a la posible autora de los anónimos?
–Sí. Dijiste que era extranjera -contestó Arturo.
–Está muerta. Alguien la ha matado esta madrugada. Han encontrado su cadáver en El Retiro. Su cuerpo estaba junto a la estatua del Ángel Caído. Al cuerpo le faltaba una mano, la derecha, que fue hallada por una indigente junto a la estatua ecuestre que hay en la Plaza Mayor. Debajo de la mano había una fusta. Era filóloga. Estaba en Madrid dando unas conferencias. Justo ayer salió por televisión. Se llamaba Cristine. La estábamos investigando porque se relacionó con Carlos días después de que Abelardo Rueda dejase el apartamento de tu padre. Fue la primera persona que alquiló el ático. ¿Tú la conocías? – preguntó Raimundo.
–Sí, la recuerdo vagamente. Creo que me la presentó Carlos. La acompañé al apartamento una noche, pero no sé nada más de ella Nunca más volví a verla. No creo que tuviese nada que ver con los anónimos -respondió Arturo aparentando calma.
–Yo creo que sí. De lo contrario, ¿por qué la han matado? Ella tenía que saber algo. Su muerte ha sido parecida a las de las otras víctimas. Le han amputado la mano.
–Tal vez este crimen no tenga nada que ver con los anteriores.
–¡Es posible! – contestó Raimundo-. Debes tener más cuidado del que has tenido hasta ahora. Nuestra hipótesis es que el autor de los anónimos la ha matado porque ella sabía algo importante…
–Raimundo -interrumpió Arturo-. Creo que deberíais investigar más a fondo a Carlos.
–¿A Carlos? Sigues obsesionado. Carlos no tiene nada que ver con todo esto.
–Aparte de mí, es la única persona que aún está viva y estuvo relacionado con Abelardo. ¡Quiero que le investiguéis!
–Lo haremos -contestó Raimundo-. Te he llamado porque he pensado que deberías saberlo. Debes permanecer alerta. Si la persona que ha matado a Cristine es la misma que te manda los anónimos, estoy seguro de que recibirás uno en pocos días. Cuando te llegue debes llamarme.
–Lo haré. Gracias por todo.
Arturo colgó el teléfono y se sumergió en sus pensamientos.
«¡Hijo de puta! Es él. Sé que es él. Ha matado a Cristine. ¡Que hijo de puta! ¡Me va a volver loco! No puede ser nadie más que Carlos; solo él podía saber que Cristine me dio la copia de la novela. ¡Sólo él! Ahora no puedo hacer nada. Debo esperar. Si le hago algo, me relacionarán con todo. Creo que esto es un cebo para implicarme. ¡No se saldrá con la suya! ¡No lo hará! Tenía que haberme percatado antes. Nadie mejor que un editor para interesarse por el texto del Santo Grial.»
–¿Qué quería Raimundo? Parecía preocupado -preguntó Carlota desde el pasillo.
–Han matado a una mujer que conocíamos.
–¿No será la filóloga? – dijo ella-. Acaban de decirlo por la televisión. ¡Es horrible! Creen que ha sido obra de un psicópata.
–Sí. Es ella. La conocí una noche, hace bastante tiempo. ¡Ha sido una desgracia! Carlos estará impresionado. Era su amiga.
–¿Le llamarás?
–Pensaba que tú podías hacerlo por mí. Dile que no me encuentro bien. La verdad es que no tengo ganas de hablar con él.
–¿Te ha impresionado? Es por lo de los anónimos, ¿verdad? – preguntó ella preocupada-. ¿Tienes miedo, cariño?
–¡Por supuesto que lo tengo! Esa mujer también estaba relacionada con Abelardo. ¿Cómo no voy a tener miedo?
–Debes tranquilizarte. La policía no ha relacionado el crimen con nada. Simplemente han dicho que es un asesinato más y que parece obra de un psicópata. Sólo es una coincidencia.
–Tienes razón -dijo Arturo acariciando a Carlota, al tiempo que pensaba en lo ingenua que era.
Aquella misma tarde llegó un paquete por correo urgente para Arturo.
–Arturo, querido. Han traído un paquete para ti -dijo Carlota.
–¡Súbemelo! Estoy esperando unos tratados de odontología que le encargué a Juan Antonio. Llevo esperándolos toda la semana. ¡Ya era hora!
Carlota subió el paquete al estudio.
–¿Dónde te lo dejo? – preguntó.
–Ahí mismo, a la entrada -contestó Arturo sin levantar la mirada del ordenador.
–Cómo quieras -dijo Carlota dejando el paquete en el suelo-. ¿No crees que deberías descansar? Te vas a volver miope.
–No te preocupes por mí, querida. Más tarde hablamos, ¿vale? Estoy muy ocupado -contestó Arturo sin mirarla.
–Como quieras -dijo Carlota saliendo del estudio-. Te avisaré para el almuerzo.
–Estupendo.
Arturo alzó la cabeza y miró el paquete; su corazón comenzó latir acelerado. Se levantó y lo recogió del suelo. Era un bulto pequeño, tamaño folio, y estaba forrado de papel cromado de color marró el mismo papel en el que recibió la silla de montar en el hotel de Sa tander.
–¡Maldito hijo de puta! – exclamó mientras rompía con fuerza el envoltorio y abría la caja de cartón.
En el interior había una fusta junto con un sobre rojo. Lo abrió y encontró un folio dentro de él. Comenzó a leer:
Tercera parte
El Octavo Jinete había ejecutado a la mujer de los grandes pechos tal como el diablo le había mandado. Su cuerpo yacía bajo la estatua de Luzbel. Su mano derecha fue llevada por el jinete a la Plaza Mayor y depositada bajo los pies del caballo que en un tiempo dejaba escapar sonidos de su boca, y que ahora permanecía muda por el cemento que los hombres le habían puesto.
Arturo rompió el folio y lo quemó en uno de los ceniceros. Cuando el papel acabó de arder, tiró las cenizas al jardín.
Aquella noche, a las cuatro de la madrugada, el teléfono de la finca de Santa Eulalia sonó reiteradas veces hasta que Arturo decidió contestar.
–Arturo, ¡ya iba a desistir! – dijo Raimundo al otro lado del hilo.
–¿Sabes la hora que es? – le preguntó somnoliento él.
–Lo sé. Pero debía llamarte. ¡Es importante! ¿Estás solo?
–No. Espera un momento. Voy al estudio. – Arturo se levantó de la cama con cuidado para no despertar a Carlota y salió del dormitorio-. Dime.
–Tienes que venir mañana a Madrid -dijo Raimundo.
–¿Estás loco? Estamos en plenos preparativos de la boda.
–Sabemos quién es el autor de los anónimos.
–Salgo en el primer vuelo. Espero que el material sea interesante -dijo Arturo.
–Lo es. Pero te exijo que no comentes nada, de lo contrario informaré a la policía de todo. Recuerda que quedamos en eso. Si decidía darte la información sería totalmente confidencial. Nadie debe saber que nos veremos; nadie debe saber adonde vas. No quiero estar involucrado en nada de lo que pueda pasar. ¿Queda claro? – exigió Raimundo.
–¡Por supuesto! ¿Quién es? – preguntó Arturo.
–No te lo diré hasta mañana. Nos veremos a las tres de la madrugada en el aparcamiento de la plaza de Las Ventas. Iré en un Renault 19 rojo. Debes dejar tu coche en el estacionamiento y dirigirte a la estatua de Antonio Bienvenida. Yo te recogeré.
–No lo entiendo. ¿Por qué no me dices quién es y acabamos de una vez?
–Hicimos un trato. ¿Quieres que te revele su identidad según habíamos acordado o prefieres que le pase la información a la policía? ¡Tú decides!
–Está bien. Pero ¿por qué tan tarde?
–He concertado una entrevista con uno de los informadores. Creo que te interesará. Es la persona con la que se veía Abelardo Rueda en La Caña Vieja.
–¿No le habrás dicho que ando detrás del asesino para cargármelo?
–No. Piensa que somos periodistas y que cobrará por sus declaraciones en exclusiva. Es homosexual…
–Era cierto. ¡Joder! Abelardo Rueda era homosexual. Si Adela aún estuviese viva, se moriría del susto -contestó Arturo.
–Entonces, hasta mañana a las tres.
–Gracias, Raimundo. Hasta mañana.
Arturo permaneció el resto de la noche en vela. Al día siguiente hizo la reserva del vuelo para Madrid. Carlota le acompañó.
–No entiendo qué prisas tienes. Justo ahora que estamos tan liados con los preparativos tenemos que irnos a Madrid.
–Carlota. En cuanto solucione este tema, podrás disponer de mi tiempo durante el resto del mes. ¡Te prometo que no te pondré ninguna objeción! Nos quedaremos en el ático. Como la cena esta noche es a las once, no creo que llegue a casa hasta las cinco o las seis, así que no me esperes despierta. ¿Por qué no quedas con alguien?
–Sí, lo haré. Aunque no sé si encontraré a alguien que esté libre. Has preparado el viaje con tanta rapidez… -contestó Carlota que seguía intrigada por las prisas que Arturo tenía en viajar a Madrid.
–¿Qué tal el viaje? – preguntó el abogado estrechándole la mano.
–Bien. Pero dime qué has averiguado. Estoy ansioso -exigió.
–Vamos al coche. Te lo diré por el camino.
–¿Adonde vamos? – preguntó Arturo.
–Vamos a la sierra. A La Caña Vieja. Nos están esperando.
–¿Quién? – preguntó el odontólogo entrando en el coche de Raimundo.
–Ya te lo dije ayer. El amigo de Abelardo Rueda. Él es quien nos puso en la pista.
–¿No piensas decirme quién es el autor de los anónimos? – preguntó una vez más Arturo mostrando su enfado.
–Tú siempre lo has sabido. Lo supiste antes que nosotros -contestó Raimundo.
–¡Hijo de puta! Sabía que no podía ser nadie más que Carlos. Lo sabía -dijo dando un golpe en el cristal delantero del coche.
–¡Tranquilízate! Vas a romper la luna, y es prestado. No quería que nadie nos relacionase en este asunto. Imagino que pagarás para cargártelo -dijo Raimundo sin quitar la vista de la carretera.
–¡Te equivocas! Le voy a matar yo mismo -contestó tajante el odontólogo.
–No creo que seas capaz. Siempre pensé que eras un poco cobarde, que detrás de tu apariencia de hombre despiadado e insensible había un pobre hijo único solo y desamparado.
–¡Vete a la mierda! – contestó malhumorado Arturo-. No tengo ganas de bromas. ¿Ese sitio está muy lejos? – preguntó.
–Un poco. Cuando escuches lo que ese hombre tiene que decirte respecto a Cristine y a Carlos, estoy seguro de que no te arrepentirás de haber ido hasta allí conmigo.
–Eso espero. Si me hubieses dicho ayer que era Carlos el autor de esos envíos, ya estaría muerto. En realidad no me importa nada la existencia de un amigo de Abelardo. ¡Nada! Lo único que quiero es cargarme a ese hijo de puta.
–Lo sé. Pero antes debemos estar completamente seguros de su culpabilidad. Si las afirmaciones de este señor son ciertas, y tiene las pruebas que dice tener, entonces puedes hacer lo que quieras -dijo Raimundo ofreciéndole una petaca a Arturo.
–¿Qué es? – le preguntó éste con ella en la mano.
–Whisky del mejor, al menos para mí. ¡Bebe! Creo que te hará falta.
Arturo dio un trago y continuó hablando:
–No creo que un amiguito de Abelardo sepa más que yo. No creo que sepa nada. Cristine era amiga de Carlos. Él se la ha cargado porque ella sabía demasiado, sin más. Es un jodido miserable y estaba empezando a volverme loco. La última nota que recibí me la mandó días después de la muerte de Crístine. Ya no se andaba con con contemplaciones. En la nota decía que me iba a matar. ¡El muy hijo de puta!
–No me habías dicho nada de ese anónimo -dijo Raimundo mientras tomaba la Nacional VI.
–¡Oye, tienes razón! Este whisky está buenísimo. ¿Qué marca es? – preguntó Arturo.
–Te regalaré una botella. Pero, dime, ¿por qué no me dijiste lo del anónimo?
–No decía nada nuevo. Mi único propósito era encontrar al autor, no tenía que decirte nada más. ¿Podrías parar un momento? Me encuentro mal. Creo que la cena no me ha sentado bien.
Aquellas fueron las últimas palabras que Arturo pronunció antes de perder la conciencia.
Cinco de la mañana.
Arturo estaba tendido sobre una cama de estructura metálica. Su cuerpo se hundía en el colchón de espuma que carecía de cualquier tipo de funda o sábana. Tenía las muñecas atadas con una soga al cabecero y los pies, descalzos, permanecían sujetos por los tobillos, inmovilizados contra el somier de latón, como dispuestos para una curcifixión. Una cuerda de un considerable grosor que apenas le permitía respirar, rodeaba su cuello. La atadura daba la vuelta a la cama, dejándole inmovilizado por completo. Cuando abrió los ojos, un fuerte dolor le hizo volver a cerrarlos.
–¡Raimundo! – gritó-. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
Nadie le contestó. Abrió los ojos de nuevo y al hacerlo creyó estar dentro de una pesadilla. Miró con desesperación alrededor. Intentó incorporarse, pero la soga que adhería su cuello a la cama le impedía levantar la cabeza. Quiso chillar con más fuerza que la vez anterior y la sensación de ahogo le obligó a disminuir el volumen.
–¡Raimundo! ¡Joder! ¿Dónde estás?
Miró hacia arriba sin mover la cabeza. El techo bajo, con un único punto de luz central del que pendía una bombilla sujeta al casquillo, mostraba las úlceras que la humedad había hecho en el encalado; agujeros purulentos por donde se asomaba amenazante el rastro del paso implacable del tiempo. Tomó aire y miró a su derecha contemplando horrorizado los dibujos a carboncillo que decoraban los viejos tabiques. En la pared derecha estaban clavados los que Abelardo Rueda hizo sobre la Pasión de Cristo y, de igual forma, en el tabique izquierdo, permanecían expuestas las láminas que representaban al escritor cargando con un libro sobre sus hombros. Sobre el cabecero, los dibujos del ciego con Cancerbero sujeto a la cadena de gruesos eslabones de acero. Bajo éstos, una lámina de mayor proporción mostraba una especie de código alfanumérico que terminaba con las palabras «ALFA» y «OMEGA», que Arturo no podía ver debido a la postura que le obligaba a mantener las ataduras.
El lugar estaba completamente vacío. En apariencia no había más que la cama donde él se encontraba inmovilizado. Cerró los ojos y volvió a abrirlos con desesperación. No entendía qué pasaba. ¿Cómo había llegado hasta aquel lugar? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Raimundo? ¿Quién había hecho aquellos dibujos? ¿Quién era el autor de aquellas figuras que parecían mirarle amenazantes?
«No debí fiarme de él -pensó-, es un ingenuo. Seguro que le han tendido una trampa y hemos caído en ella. Seguro que el hijo de puta de Carlos estaba de acuerdo con el informador del bar. Tal vez le haya matado. ¡Pobre Raimundo!»
Desesperado intentaba encontrar una explicación lógica a lo que estaba pasando, una explicación que colocara a Raimundo en una situación más privilegiada que en la que imaginaba que podía encontrarse. La puerta se abrió. Arturo trató una vez más de incorporarse para ver quién entraba, pero no pudo.
–¡Por favor; ¡Ayuda! ¿Dónde está mi amigo? – dijo en un tono ahogado.
–Los asesinos no tienen amigos. Los ladrones tampoco. ¡Tú nunca has tenido amigos! Un hombre que asesina a su mujer no se merece ningún respeto -dijo Raimundo acercándose a la cama.
Raimundo llevaba en sus manos una silla de montar. Sonriente depositó la montura en el suelo y se sentó en ella. Separó la fusta que colgaba de la silla y golpeó dos veces el suelo. Famélico de venganza, con los ojos desorbitados, miró a Arturo y dijo:
–Yo soy el Octavo Jinete. Tal como te hice saber, he venido a ejecutarte. Tu muerte ya está escrita.
Arturo palideció. «Esto es un sueño, una pesadilla. ¡Tiene que serlo! Debe ser producto del efecto del whisky. Tomé demasiado whisky», pensó cerrando los ojos.
–¡Hijo de puta! – gritó en un jadeo-. Me drogaste. ¿Por qué? Yo no te he hecho nada.
–Siempre fuiste un ególatra. Un maldito vanidoso, un prepotente. Sin embargo, no eres más que basura. Mierda procedente de las cloacas. Ha llegado tu hora. Nunca más volverás a matar. ¡Nunca más!
–No entiendo nada de lo que dices. Debes de haber perdido el juicio -dijo Arturo desesperado.
–No he perdido nada. Tú eres el responsable de la reclusión de Abelardo. Tú mataste a Adela; ella no se suicidó. Mataste a toda esa gente. Yo soy tu verdugo. Soy el amigo de Abelardo Rueda. Conmigo era con quien se veía en La Caña Vieja.
–No puedo creerlo -dijo Arturo impresionado-. ¿Sabías que yo era el asesino? Lo sabías. Tú eres el autor de los anónimos. ¿Qué quieres?, ¿dinero? Te daré todo lo que tengo, pero no me mates. ¡Juro que te lo daré todo! Podemos hacer un trato… -dijo desesperado-. Yo no maté a Abelardo. Él se suicidó. Tú lo sabes, estabas allí. No tuve la culpa de su muerte.
–Sí la tuviste. Sé tus verdaderas intenciones, todos y cada uno de tus actos perseguían el mismo fin. Nunca te importó Abelardo, ni ninguna de tus víctimas. Sólo buscabas hacerte con esto -dijo alzando las tres páginas del libro llamado el Santo Grial.
Arturo, al ver las páginas del libro, inconscientemente intentó levantarse, pero la presión de la soga en su cuello se lo impidió.
–¿De dónde las has sacado? – preguntó ansioso-. Esas páginas son mías. Pertenecen a una antigüedad que me vendió un monje; pagué por ellas. ¿Qué quieres?, dime cuánto quieres que te dé por ellas.
–¡Maldito prepotente! Aún sigues pensando que todo tiene un precio. Olvidas el principio básico de los negocios. Antes hay que saber si existe el vendedor. Esto no tiene dueño; no pertenece ni pertenecerá a nadie. Es como el aire o el movimiento de rotación de la Tierra; es algo que no se puede vender ni comprar… Eres un ignorante.
–Son mías. Pertenecen al libro que le compré al monje. No me importa volver a pagar para que me las devuelvas. No me vengas con estupideces y ponles precio -dijo ahogado.
–Nunca supiste dónde te habías metido, ni tan siquiera te molestaste en averiguarlo. Para ti no hay nada más importante que tú mismo. Tu egoísmo y tu vanidad han hecho que pierdas el rumbo de tu vida. Estas páginas no contienen ninguna receta para alcanzar la inmortalidad. Estas páginas tienen un valor que va más allá de eso.
–No sé a qué te refieres. Tú sí que no sabes de qué hablas. Creo que alguien te ha contado una patraña -dijo Arturo intentando que Raimundo le diera más explicaciones sobre lo que sabía acerca del libro.
–En estas páginas, las páginas que Abelardo Rueda le arrancó al libro que tú tienes, no hay más secreto que el código para poder leer la obra en su totalidad. Sin ellas nadie puede leerlo, ya que sólo se encontrará con un puñado de palabras escritas sin orden ni concierto. El texto está en hebreo, latín y griego. Cada uno de los pasajes está en una lengua y consta de diez páginas, un total de treinta a las que se le añaden tres más: éstas -dijo alzando las hojas-. Como los años de Cristo, treinta y tres. Ninguno de los pasajes tiene sentido. A simple vista son un puñado de palabras que parecen haber sido espolvoreadas como si de azúcar se tratase. Como si las hubieran dejado caer sobre el papel. Sin embargo, están escritas en un orden preciso y medido, un orden que sigue una fórmula matemática diferente en cada una de las lenguas en las que aparecen y dan a conocer las verdades universales. Pero sólo teniendo las claves se llega a su decodificación; sin ellas el libro no es más que un diccionario sin definiciones, sin orden alfabético, sin sentido.
–Eso no puede ser posible. Tengo documentos que pertenecieron a mi padre que prueban que en esas páginas está el secreto de la inmortalidad.
–Cierto. En ellas reside ese secreto como otros muchos, pero no el de la inmortalidad humana sino el de la inmortalidad de Dios. Como dice su título, en las páginas del libro se habla de la verdadera naturaleza de Dios. Has perdido tiempo y dinero buscando este libro como otros muchos, pero tú, a diferencia del resto, has matado para conseguirlo sin que ello fuera necesario. A este mundo, querido odontólogo, no se le pueden aplicar las máximas del otro. Cada cosa pertenece a su espacio y a su tiempo y nunca las dos dimensiones podrán juntarse. Somos y seremos mortales hasta que dejemos de serlo, y eso sólo sucede cuando morimos; es una ley clara y precisa. Nunca se puede alcanzar la inmortalidad antes de pasar por el trance de la muerte carnal. Para ser inmortal hay que dejar de ser mortal. Ya sé que esto parece cuestión de simples conceptos lingüísticos, pero no es así. Nada hay en este mundo que nos lleve al otro si no es dejar de permanecer en éste. La única inmortalidad está en la muerte del cuerpo.
–Yo sólo buscaba algo que me pertenecía. No he matado a nadie -insistió Arturo-. Deja que me vaya. Quédate con las páginas. Incluso te daré el libro, si es eso lo que quieres.
–Estoy hablando completamente en serio. No voy a dejar que te marches. Voy a matarte. Te lo dije y no pareces creerme. Deberías comenzar a tomar conciencia de que éstas son tus últimas horas de vida. No puedo perdonar lo que has hecho; la tortura innecesaria a la sometiste a Abelardo. Nunca te lo perdonaré. ¿Ves todos estos dibujos? – dijo señalando las láminas de derecha a izquierda con su mano-. Pertenecen al tiempo que Abelardo estuvo en tratamiento psiquiátrico. ¿Recuerdas que yo estuve con él? – Arturo asintió-. En realidad no fui para desarrollar mi tesis, fui para buscar tu rastro, para dar con el verdadero culpable.
»Hacía mucho tiempo que Abelardo y yo nos conocíamos. Días después de que mataras a Teresa, su ama de llaves, me enseñó el anónimo donde le exigías que te entregara estas páginas, ya que si no lo hacía convertirías su obra en una realidad y le harías culpable de tus crímenes. En aquellos días ya sabíamos que el agustino que te vendió el Santo Grial se había suicidado. El monje era amigo mío desde la infancia y le dejó el libro a Abelardo atendiendo a una petición mía. Abelardo le dio su palabra de que no descifraría el texto ni lo haría publico y que se lo devolvería de inmediato, como así fue. Pero no cumplió íntegra su promesa ya que, nada más ver el texto, supo que no se trataba del incunable que él andaba buscando. Aquel libro no pertenecia a la colección de herméticos de Juan de Herrera, ni tan siquiera Felipe II había conocido la existencia de esa obra. Aquel libro no era un libro más: era el verdadero Santo Grial. Tenía en sus manos la verdadera copa de la que Cristo bebió en su última cena. La copa del conocimiento supremo, el cáliz de la sabiduría. Todo era una metáfora, igual que lo es la del pan y el vino en la Ultima Cena. Abelardo entendió lo que tenía en sus manos y no pudo resistir la tentación de descifrarlo. El fraile le había comentado sus intenciones de venderlo, algo que a Abelardo no le extrañó: conocía el comercio fraudulento que existe con este tipo de mercancías. Pero cuando descifró el texto y entendió la importancia del contenido de sus páginas, cuando supo que aquello era el Santo Grial, como el propio texto indicaba, entendió que no sólo debía evitar que se diese a conocer su mensaje, sino que el libro cayese en las manos de un desaprensivo coleccionista. El fraile se negó a darle información sobre la persona que lo había comprado y se llevó tu nombre a la tumba. Abelardo le entregó el libro sin las tres páginas; sin decirle que las había arrancado. Después redactó una carta en la que le comunicaba lo que había hecho, pero nunca llegó a mandarla porque el agustino se quitó la vida cuando tomó verdadera conciencia de lo que había hecho. Esa carta estaba entre una de las copias de Epitafio de un asesino, la copia que se quedó en el ático de tu padre, la copia que Cristine te entregó aquella noche para que se la devolvieses a su dueño, algo que no hiciste nunca. El diablo anda jugando con las casualidades, componiendo coincidencias, dándonos a elegir. Compuso una para ti y tú tomaste la última decisión. Gracias a esa copia supiste que Abelardo era la persona que tenía las tres páginas que le faltaban al Santo Grial y decidiste hacerte con ellas. Lo que nunca imaginaste fue que si había sido capaz de arrancar aquellas hojas, también sería capaz de guardar silencio eterno sobre lo que había descubierto, aunque ello le costara la vida. Nunca imaginaste que no recuperarías las páginas, ¿verdad?
–¿Cómo puedes saber todo esto? – preguntó Arturo impresionado.
–Abelardo plasmó todo lo ocurrido en sus dibujos, en estos dibujos -dijo señalándolos-. Todos tienen un mensaje en clave. Ambos buscábamos tu identidad desde el comienzo de los crímenes. Yo le juré que daría contigo. Llegó a desconfiar hasta de su mujer. Ella era la única que tenía un acceso a las copias. Podía haber sacado una y habérsela entregado a otra persona. Todo podía formar parte de un complejo plan. La relevancia del libro daba lugar a todo tipo de especulaciones. Quien estuviera interesado en él podía ser capaz de cualquier cosa para tener el texto completo.
»Tu mayor error fue entrar en la agencia inmobiliaria de tu padre para llevarte el recibo del pago de Cristine. Ése fue el mayor de tus errores. Abelardo dejó en este dibujo -dijo señalando una de las láminas-, la clave doscientos cincuenta, el número del paseo de la Castellana donde él y Adela vivieron. La copia de Epitafio de un asesino sólo podía haber salido de allí durante la mudanza; tuvo que haber un inquilino más. El ciego, que para él era el diablo, lo esperaba en la calle. En sus zapatos está escrito en clave: “primer inquilino sin registrar, la filóloga”. Éste es Cancerbero, el guardián de la puerta del infierno. Así lo representó Abelardo. Está esperando la salida del texto que tú desgraciadamente llevarías a la realidad.
–Son conjeturas, simples conjeturas a las que tú has llegado por la paranoia de un enfermo que adulteró tu juicio profesional porque era tu amigo -dijo Arturo, intentando crear confusión en Raimundo.
–Las conjeturas se convierten en verdades cuando uno las comprueba, y eso fue lo que hice: comprobar todas las posibilidades. Localicé a Cristine; fue fácil. Lo único que tuve que hacer fue pedirle a un amigo que se pasase por la agencia y solicitara el nombre y la dirección del primer inquilino de la casa. Por supuesto que lo hizo haciéndose pasar por policía. Los empleados de tu padre no le pusieron objeción alguna. Estaban demasiado asustados por todo lo que había pasado. A través de unos amigos en Inglaterra me puse en contacto con ella. Fue fácil localizarla porque era un personaje público. Llamé diciendo que era un hermano del escritor fallecido. Le dije que andábamos buscando una copia extraviada de la novela y que pensamos en la posibilidad de que se hubiera quedado en el apartamento durante el traslado. Cristine tenía buena memoria. Me dijo que se la había entregado al hijo del propietario del edificio y que lo más probable es que aún estuviera en la inmobiliaria. Como verás, fue simple dar contigo. En ese mismo instante supe que tú eras el miserable que estaba llevando a la realidad mi novela. Así supe que Arturo Depoter había arruinado mi vida y había matado a toda esa gente. Desde entonces no he parado hasta ganarme tu confianza. Primero pasé a formar parte de tu equipo gracias a Juan Antonio. Después tú, llevado por mi juego, caíste en la desesperación, en la misma desesperación en la que sumergiste a Abelardo, y gracias a ello te entregaste a mí. Has sido tan estúpido; dudaste de Carlos, de la única persona honesta en todo este maldito asunto.
–¿Tu novela? – preguntó Arturo desconcertado-. Veo que tú y Abelardo os queríais demasiado. Raimundo, si yo hubiese sabido que tú eras su amante, te juro que si lo hubiese sabido, no habría hecho esto. Sólo he pretendido recuperar algo que es mío, algo por lo que pagué una fortuna y que llevo buscando toda mi vida. Nunca quise hacer daño a Abelardo; él se prestó a ello, sólo tenía que haber devuelto las páginas. Se alzó como salvador del mundo, hizo el imbécil. Debes estar conmigo en que nada merece la vida de nadie. Él debió plantearse las cosas, debió lavarse las manos y darme las páginas… Si lo hubiera hecho, ahora estaría vivo. El único culpable fue el monje, ni Abelardo ni yo teníamos responsabilidad alguna en relación con el contenido del libro. Tampoco tú la tienes. Puedes entregarme las páginas o destruirlas, pero lo mejor sería que te olvidases de todo y me dejases marchar. Si lo haces, ambos tendremos lo que siempre hemos querido. Tú tendrás posición y estabilidad económica, yo me encargaré de ello; y yo tendré el libro completo. Abelardo ya lleva muerto mucho tiempo y nada de lo que hagas le sacará de la tumba. Nada. Las parejas se renuevan, ya sabes eso de a rey muerto rey puesto -dijo intentando sonreír.
–¿Por quién me tomas? Sigues pensando que puedes comprarlo todo. Llevo detrás de tus pasos una eternidad. Eres un ingenuo. Tu muerte ya está escrita. No hay nada más que hacer.
–No entiendo nada. Vas a tirar por la borda tu posición. Todos los esfuerzos que has hecho hasta ahora. Sería mejor para ti que me entregases.
–¿Qué te entregue? – preguntó Raimundo riendo-. ¿A quién?, ¿a la policía?, ¿a los jueces?, ¿a un jurado popular…? ¿Para qué? En el hipotético caso de que te condenasen, ¿qué pasaría? Dirían que eres un loco y te internarían en un psiquiátrico… y tú no eres un loco. Tú eres un maldito caprichoso que de lo único que has carecido siempre ha sido del respeto a la vida. Por eso no mereces seguir viviendo. Teniendo en cuenta tu cordura, teniendo en cuenta tu posición, saldrías en poco tiempo. ¡Nunca te entregaré! Voy a matarte. Te mataré de la misma forma que tú mataste a todas esas personas. Serás la última víctima.
–¡Ahora lo entiendo! Fuiste tú el que mató a la mujer de Santander. Fuiste tú, ¿verdad? – preguntó Arturo.
–Sí. Con su muerte conseguí tener la certeza de que eras el responsable de todo. Entraste sólito en la red. Yo también sé jugar.
–No entiendo cómo no me di cuenta. ¿Cómo has podido engañarme? Pensé que eras mi amigo. Pensé que estabas investigando. ¿En qué has utilizado todo mi dinero?
–En tus regalos. En pagar a la gente que necesitaba para conseguir información de ti.
–Eres un asesino igual que lo soy yo. Eres igual de mezquino. Mataste sin necesidad a esa mujer; también a Cristine. Eres igual que yo, no puedes negarlo -dijo Arturo intentando ganar tiempo.
–Las dos muertes están justificadas. Le juré a Abelardo que nunca daría a conocer la existencia del Santo Grial; tampoco su verdadera apariencia. Mi único fin ha sido dar contigo. Tú, un ser miserable, carente de creatividad, vacío de todo a excepción de poder, del poder que da el dinero, te atreviste a destrozar mi vida. Eres mediocre y tuviste la osadía de variar mi destino. Juré que nunca te lo perdonaría. ¡Hoy estoy cumpliendo mi juramento!
–¿Tu vida? ¡No te entiendo! – dijo Arturo.
–Yo no he sido nunca el amante de Abelardo Rueda; él era heterosexual. Yo soy el autor de todas y cada una de las novelas de suspense de Abelardo Rueda. Él me contrató para eso. Cuando tú comenzaste a matar, cuando empezaste con tu burdo juego de llevar a la realidad mi obra maestra, Epitafio de un asesino, utilizando su trama para conseguir las páginas, ¡mataste mi imaginación! Violaste mi creación. Destruíste mi obra. Robaste a uno de mis hijos sin permiso. ¡Sin mi permiso! ¡Yo soy el creador! En los anónimos que mandaste a Abelardo, tú le llamabas el maestro, pero el autor, el maestro, era yo. Te equivocaste de persona. Cuando él me habló del primer crimen, del primer anónimo, el odio hacia ti, aun sin saber quién eras, se instaló en mis entrañas. Desde aquel instante comencé tu búsqueda.
–No puedo creerlo. Abelardo era un farsante. ¿Cómo dejaste que te utilizase? Te estaba utilizando. Él podía haberte presentado en los círculos literarios y tú podrías ser ahora un escritor famoso -dijo Arturo.
–Abelardo Rueda me pagaba por un trabajo que habíamos acordado. Le conocí cuando él estaba buscando un incunable que según había averiguado se titulaba La verdadera naturaleza de Dios. Me dedico, por mi cuenta, desde hace muchos años, al préstamo de ese tipo de mercancía. Mis contactos dentro de los pueblos de la Comunidad de Madrid son más extensos de lo que puedas imaginar. Hay demasiados incunables que no figuran en los registros, que se han dado por desaparecidos, pero que existen. La información que recogen sus páginas no es recomendable para algunas instituciones y por eso se veta su lectura. Los investigadores que conozco nunca hablan de la información recogida como algo veraz y comprobado, sino como parte de una ficción literaria, ése es uno de los puntos que se acuerdan, y que todos se ven obligados a cumplir. Nadie ha faltado a su palabra. No pueden hacerlo; arriesgarían demasiado. Así conocí a Abelardo.
»Le pusieron en contacto conmigo y yo le puse en contacto con el fraile, que le pasó el Santo Grial creyendo que ése era el ejemplar que Abelardo buscaba. Lo hizo por amistad hacia mí. Ese libro nunca había salido de su escondite. El fraile intimó con Abelardo y se sinceró con él. Le contó que te lo había vendido y que pensaba abandonar los hábitos y marcharse fuera de España. Abelardo no censuró la operación del cofrade; no lo hizo porque pensó que el libro que le había dejado para consulta era un libro más sobre magia, un incunable perteneciente a la colección de Juan de Herrera, que era lo que él en realidad estaba buscando. Pero se encontró con algo muy diferente. Se encontró con el verdadero Santo Grial. Impresionado por lo que tenía entre sus manos, me llamó. Aquel día quedamos en La Caña Vieja. Lo cierto es que a mí no me interesan mucho estos temas, pero sus explicaciones me dejaron aturdido. Dijo que había tomado la decisión de devolverle el libro al cofrade incompleto, que le quitaría las tres páginas que recogían las claves para descifrar el texto. Quería mi beneplácito, ya que yo era quien le había puesto en contacto con el fraile, que era mi amigo. En aquel momento no creí que aquel libro viejo, de hojas amarillentas e indescifrables, de tapas con forma de copa tuviese más valor que su antigüedad, ni que desvelase un secreto de tanta importancia. Más tarde tú me hiciste comprender que Abelardo tenía razón, que el libro contenía algo más poderoso que el dinero. Le dije que, si lo creía necesario, arrancara esas páginas. Imaginé que el fraile ni tan siquiera lo percibiría, pero no fue así.
»Aquel día fue cuando le di el manuscrito de mi primera obra de suspense, El asesino del carmín, para que lo leyera. Él, después de leerlo, me propuso editarla bajo su nombre. En realidad, querido Arturo, Carlos es mucho más inteligente que tú. Él supo desde el primer momento que yo era escritor. Abelardo me pidió que escribiese para él porque quería acabar aquella obra histórica sobre el monasterio y no podía escribir novela de suspense al mismo tiempo, y Adela se había comprometido con Carlos. Él no era un escritor de suspense; su literatura siempre fue histórica. Yo accedí. Decidimos que escribiría una trilogía y que habría una cuarta y última novela que se titularía Epitafio de un asesino. Después de que ésta se publicase, él ya habría concluido su trabajo sobre El Monasterio de El Escorial y Felipe II. Entonces retomaría la novela histórica con aquella obra que le tenía obsesionado y yo saldría a la luz como un nuevo talento, como uno de sus pupilos más destacados. Le di la patria potestad de mis obras. Él era el padre de mis creaciones. Yo era la madre de alquiler: las engendraba, las paría y después se las entregaba.
–Es increíble. Lo que no entiendo bien es por qué no sospechó de ti. Mis crímenes eran literales -dijo Arturo burlón.
–Abelardo siempre cambiaba parte de la trama después de que yo le hiciese entrega de las obras. Sabía que yo no era responsable de nada; lo supo desde el primer momento. Dar a conocer mi existencia o la de la obra habría supuesto poner a la policía sobre mí, y también sobre la existencia del libro y el comercio fraudulento en el que, tanto él como yo, estábamos metidos. Tú dejaste bien claro en tu primer anónimo lo que querías. Sólo nos faltaba saber quién eras. Ahora no sólo lo sé, sino que estás bajo mi yugo, como lo estuvieron todas las personas a las que mataste. Robaste la copia de mi obra y la llevaste a la realidad sin el permiso de su creador, que soy yo. Utilizaste mi creación para chantajear a mi benefactor y para matar. Nunca respetaste la creación, ¿cómo ibas a respetar la vida?
–¿Cómo no te denunció Adela? ¿Por qué nunca habló de ti? – preguntó Arturo que intentaba ganar tiempo, sopesando la posibilidad de que Raimundo se fuese apaciguando.
–Adela no me conocía. Nunca supo de mi existencia. Pensaba que Abelardo iba a La Caña Vieja porque era el sitio perfecto para aislarse, para comenzar o finalizar una novela. Sin embargo, allí se encontraba conmigo cada vez que yo emprendía una nueva historia y cuando ésta estaba terminada pasaba a recogerla y a pagarme por el trabajo. Ella murió sin saber que su marido no escribió ninguna de las obras de suspense.
–¡Joder! No puedes matarme -dijo Arturo desesperado.
–Cuando ingresaron a Abelardo en el psiquiátrico, conseguí hacerme cargo de él. Quería sacarle de allí, y la única forma de conseguirlo era encontrar al culpable. Abelardo no se curaría si no encontraba al asesino. Y no sólo eso, yo sabía que no volverías a matar hasta que él estuviese fuera del hospital o muerto. ¡Era evidente que estabas jugando con su vida desde el primer momento! Sólo querías recuperar estas páginas, pero no contaste con que él no pudiera soportar la presión a la que tú, la justicia, la sociedad y su esposa le habían sometido. Todos estaban contra él, incluso aquel libro le había traicionado; descifrar su contenido le condujo a una realidad inexistente. Cuando Abelardo ingresó en el hospital, temiste no poder dar con estas páginas nunca y decidiste engatusar a Adela: quizás ella podía saber dónde estaban, sólo era cuestión de esperar; pero también te equivocaste. Adela nunca supo nada, no lo supo hasta que yo le mandé la otra copia del manuscrito de Epitafio de un asesino, la primera versión, la que yo había escrito para Abelardo. En ella los crímenes no sucedían de igual forma. También le agregué una página en la que describía cómo había muerto el fraile. Lo hice para ponerla en antecedentes, para que supiese que detrás de los crímenes había algo más, que estaba en peligro. Adela, guiada por las pistas que yo le mandé, poco a poco fue atando cabos. Pero tú la mataste. No fue suficientemente lista. La ambición y la despreocupación por lo ajeno, una vez más la llevaron a la desgracia. Quisiste ser un dios, un dios de barro. Fuiste a por Goyo, ése fue un buen camino, mejor que el de Adela, pero Goyo nunca supo nada del texto sagrado, nadie lo sabía. Le avisé dejándole un mensaje en el contestador. Sus pasos iban bien encaminados. El abogado estaba llegando a conclusiones acertadas y creíste que sabía más de lo que parecía, pero de nuevo te equivocaste. Goyo nunca vio el ejemplar del Santo Grial, ni tan siquiera conocía su existencia, como tampoco supo de mi existencia ni de la verdadera relación que había entre Abelardo y yo.
–¿Por qué mataste a Cristine?
–Tenía que seguir el juego. Hacerte creer que estaba investigando y que había averiguado que ella había tenido la novela. Caíste en la trampa; pensaste que ella era la autora de los anónimos. Después la maté. Lo hice porque no quería pruebas. Nadie debía saber nada de Epitafio, porque si se descubría su existencia alguien podría investigar en esa línea y llegar hasta mí. Además, cuando Cristine me dijo que era amiga de Carlos, pensé que al matarla te haría pensar una vez más en Carlos como el autor de los anónimos. Y así fue. ¡Eres muy vulgar! ¡Eres demasiado simple! Nunca habrías llegado a dar con mi identidad.
–Te cogerán. Alguien descubrirá que te pusiste en contacto con Cristine. Alguien se dará cuenta de que me llamaste ayer. Mi muerte no tendrá sentido. Los cofrades acabarán llegando hasta ti.
–Nadie sabe que hemos quedado. El coche no es mío. Ayer no hable contigo. No puedes demostrar que lo hice porque te llamé desde una cabina, y tú nunca podrás contar nada sobre esa llamada porque pronto estarás muerto… Carlota no sabe adonde has ido. Nadie lo sabe, porque tú lo has mantenido en secreto por tu propio interés, por tu propia seguridad, por el mismo motivo que rompiste todas las cartas que te mandé. Esos textos daban a conocer tu identidad, el nombre del asesino. Tu viaje ha sido un tanto extraño, demasiado rápido. Tal vez todos piensen que estabas sometido a chantaje. Eso será lo que todos piensen; eso será lo que yo ratificaré. Mi secretaria me ha comunicado tus llamadas. Diré que no pude localizarte. Rosario será la asesina que dará por cerrado esta serie de crímenes en serie, entre los cuales la policía ha incluido a Cristine, tal como yo quería -dijo Raimundo burlón-. Nadie sabrá quién eres. Nadie te juzgará excepto yo. Yo soy tu verdugo, morirás como una víctima más del psicópata llamado el Octavo Jinete del Apocalipsis. Todos pensarán que la asesina era Rosario, una pobre mujer a la que ya has pagado cinco millones de pesetas para evitar que siguiera extorsionándote. Algo de lo que Carlota tenía conocimiento, algo de lo que Carlos te aviso. ¿Recuerdas aquel almuerzo? Yo te ofrecí mi ayuda. Más tarde hablé con ella y le dije que eras un cabrón, que te habías mofado de ella delante de Carlos, y le conté todo lo que una mujer no quisiera escuchar nunca. Después le propuse chantajearte. Ella entró en el juego como un corderito, escribiendo una página más de la historia. Entonces fue cuando, siguiendo mis instrucciones, llamó y amenazó a Carlota. Más tarde yo le di el primer cheque. Ahora está esperando la segunda entrega.
–¿Vas a matar a una mujer embarazada? – inquirió Arturo.
–¡Qué hijo de puta eres! Pretendes que crea que el hecho de que Rosario esté embarazada te sensibiliza. Tú la matarías igual. Mataste a Adela sin tener ninguna necesidad, simplemente porque temías que te denunciase, y eso que sabías que nunca lo habría hecho. Sólo quería mantenerse a salvo. Adela adoraba la vida y nunca se habría suicidado. No entiendo cómo nadie se dio cuenta de ese detalle.
»Rosario no está embarazada, nunca lo ha estado. La idea del embarazo se la di yo. Todo es invención mía. Soy escritor, ¿recuerdas? El mejor escritor de suspense de este siglo. No debes olvidarlo. Ella estuvo relacionada con Carlos, se acostó con Goyo, y se lo propuso a Abelardo, que fue el primero que la conoció, y éste la despreció. Es la mejor historia que he podido encontrar sin antes haberla imaginado. Cuando me enseñó las cintas no cabía en mí de gozo. Todo encajaba a la perfección. Estaba tan ofuscada por tus comentarios sobre ella que me mostró todo el material que guardaba. Quería hundirte en la mierda a ti y a todo tu círculo. Hubiera sido fácil dejar que las mandase a cualquier medio de comunicación. Pero mi venganza estaba antes. Le dije que sería más sensato guardarlas para extorsionarte, dándole mi palabra de que te dejaríamos sin un duro. Por supuesto tuve que acostarme con ella. Rosario se conforma con poco. Ahora está esperando la muerte. Cree que iré a pagarle el segundo talón, el talón que me diste el día que anunciaste tu compromiso con Carlota. Éste… -dijo Raimundo enseñando el cheque a Arturo. El odontólogo enmudeció-. Todo está escrito. Mataré a Rosario y dejaré una nota en la que ella explique su venganza, una venganza con la que no ha podido continuar porque se enamoró de ti. En ella dirá que decidió matar a todas las personas que se relacionaban con Abelardo Rueda por el desprecio que el escritor le hizo. Las cintas de vídeo aparecerán sobre tu cadáver. Todo será convincente, demasiado vulgar, demasiado real. Un caso más de locura, de la cual Rosario tiene antecedentes sobrados. Eso es todo.
–Maldito seas -dijo Arturo furioso-. ¡Maldito seas!
–Espero que Carlota disfrute de tu legado. Creo que tu fortuna enjugará sus lágrimas con rapidez, sé que es tu heredera. ¡Siempre me gustó Carlota! Tal vez cuando haga efectivo el testamento me case con ella. Creo que adora a los escritores. Ella me representará. Haré lo mismo que hiciste tú. Me casaré con tu casi viuda y disfrutaré en tu memoria de todo lo que has conseguido en tu mezquina existencia Buscaré el libro y lo devolveré al lugar de donde nunca debió salir.
Raimundo se levantó y sacó la silla y la fusta de la cabaña. Cuando llegó al coche, introdujo en el asiento trasero la montura, después sacó del maletero un bote de cloroformo y una bolsa de plástico.
–¡Socorro! ¡Qué alguien me ayude!
–Nadie puede oírte -dijo Raimundo cuando estuvo de nuevo en la habitación-. Estamos muy alejados de la carretera. De cualquier zona habitada. Nadie nos ha visto llegar. Nadie te oirá. – Empapó el pañuelo con el cloroformo y tapó la nariz y la boca de Arturo hasta que éste perdió el conocimiento-. Alfa y omega -dijo mirándole a los ojos.
Después cogió la bolsa de plástico y se la metió en la cabeza. Introdujo la pistola en la bolsa, apoyó el cañón en la sien de Arturo e inclinándolo hacia el cuello disparó. A continuación sacó la pistola del interior de la bolsa y la ató con una soga para impedir que la sangre se derramase. Más tarde metió el cuerpo en el maletero del coche y abandonó el lugar.
Dos horas más tarde:
–Estaba intranquila -dijo Rosario abriendo la puerta de entrada del chalé a Raimundo.
–Te dije que no me esperases hasta las cinco -contestó él.
–Pero son las seis menos cuarto. Estaba preocupada.
–No tienes por qué. Podrás pagar el segundo plazo de la hipoteca de este maravilloso chalé.
–¡Joder! Es estupendo. ¿Dónde has estado? El coche está lleno de barro. Sabes que me gusta tener el coche limpio.
–No te preocupes por el coche. Le he pedido a Arturo otro talón. Le dije que tu embarazo avanza y tus crisis nerviosas también. No creo que se niegue. Te podrás comprar otro coche.
–¡Te lo compraré a ti! – dijo ella besando a Raimundo. Ambos pasaron al interior de la casa…
–¡Toma! Parte de la recompensa que te mereces por todo lo que has aguantado a ese miserable -dijo Raimundo sentándose en el sofá al tiempo que extendía su mano derecha con el talón-. Ahora necesito un descanso.
–¿Te quedarás a dormir? ¡Dime que lo harás!
–Me quedaré contigo para siempre. No permitiré que a partir de hoy estés con nadie más que conmigo. Nadie volverá a tocarte. Ahora quiero que te desnudes y hagamos el amor. ¡Llevo pensando en ello todo el día! ¡Todo el día! – dijo Raimundo acariciando los pechos de la joven, que permanecía frente a él de rodillas.
Rosario comenzó a desnudarse, mientras él la miraba con expresión de morboso placer.
–¿No te quitas la ropa? ¿Y los guantes? Dime que algún día podré ver tus manos. Prometiste que me dejarías hacerlo -suplicó Rosario.
–Sabes que no quiero que veas mis quemaduras. Aún no he superado el complejo.
–Pero yo te quiero. No me importa cómo tengas las manos -dijo la joven besándole la frente.
Cuando Rosario estuvo desnuda, Raimundo se incorporó y rodeando a la mujer comenzó a acariciar su cuerpo con morbosidad haciéndola estremecer.
–Ahora quiero que llenes la bañera -le dijo entonces- y que te metas dentro. Mientras tanto yo prepararé unas copas. Hazme sitio. Estaré en un segundo contigo. ¡Ésta será la mejor noche de tu vida!
Rosario subió al baño y vació un bote de sales en el interior de la bañera antes de abrir el grifo. El agua comenzó a salpicar con fuerza la gran bañera. La mujer se contoneaba frente al espejo cuando Raimundo entró y la abrazó por la espalda. Extendió su mano derecha y la llevó a la boca de Rosario. Con el pañuelo empapado de cloroformo le tapó la nariz y la boca. La mano de Raimundo apretó con fuerza la tela, hasta que su cuerpo se dejó caer. La introdujo en la bañera, sacó sus muñecas fuera del recipiente y con una cuchilla de afeitar que extrajo del armario de Rosario le seccionó las venas de las muñecas. La sangre comenzó a brotar con profusión. Colocó el pañuelo dentro de la bañera y cerró un poco el grifo para que el agua no saliera con tanta fuerza. Después se dirigió al salón, se sentó frente a la máquina de escribir de Rosario y colocó un folio en el rodillo. Tras unos segundos comenzó a redactar el texto que explicaría el supuesto suicidio:
Yo soy la creadora. Debí matarle antes, pero me enamoré de él. Sin embargo, Arturo tampoco me quiso. Era igual que el escritor: ¡Un ser miserable!
He cumplido mi misión. Ahora mi camino empieza sobre el tiempo y el espacio a lomos de mi caballo, el caballo de la muerte que el Ángel Caído me dio para cumplir sus deseos. Sobre su lomo me haré inmortal.
Raimundo subió al baño, el agua estaba teñida de rojo, Rosario había muerto. Sin tocar nada se apresuró a bajar. Entró en el garaje y sacó del interior del coche el cuerpo de Arturo y tras desplazarlo con dificultad lo depositó sobre el sofá. Le quitó la bolsa de plástico de la cabeza y dejó que los restos de sangre y masa encefálica se esparcieran por la tapicería. Después sacó todas las películas de vídeo que Rosario le había mostrado días atrás con las imágenes de sus escarceos amorosos y las esparció por encima del cadáver del odontólogo. Cogió el cheque y lo depositó en uno de los bolsillos de la chaqueta de Arturo. Volvió a subir al baño e introdujo la pistola dentro de la bañera, que comenzaba a estar al borde de su capacidad. Bajó y antes de salir de la casa miró, con expresión paranoica, el cadáver del odontólogo.
–Arturo -dijo-, olvidaste lo más importante… Olvidaste que todo lo que el hombre es capaz de imaginar, con el tiempo se convierte en realidad. Era tan simple como eso, esperar a que llegase tu momento. Éste será tu epitafio, el Epitafio de un asesino. Yo lo haré poner en tu lápida porque yo soy el maestro. Imaginé tu muerte tal como ha sucedido.
Raimundo salió por la parte trasera del jardín. Las calles estaban desiertas. Cuando llegó a la avenida principal, tomó un taxi frente a un pequeño bar de copas que aún permanecía abierto.
–Buenas noches, señor, usted dirá.
–A la calle Goya.
–¿A qué altura? – preguntó el taxista.
–Al comienzo. Creo que daré una vuelta antes de subir a casa. Espero despejarme antes de que mi mujer se despierte.
–¿Una buena noche? – preguntó el taxista.
–Demasiado -contestó Raimundo sonriendo con complicidad.
Sobre las doce de la mañana sonó el teléfono del apartamento de Raimundo.
–¡Raimundo! Gracias a Dios que te encuentro -dijo Carlota.
–¿Qué pasa? – contestó somnoliento el abogado.
–¿Está contigo Arturo?
–No. No sé nada de él. Mi secretaria me dijo que ayer llamó varias veces. Estará en alguna de sus fiestas, ya sabes que las noches en Santa Eulalia son un peligro -contestó Raimundo.
–No estamos en Santa Eulalia. Estamos en Madrid. Llevamos en Madrid desde ayer. Arturo salió a las diez y aún no ha regresado.
–No sabía que estuvierais aquí. No debes preocuparte. Seguro que se ha quedado a dormir en casa de algún amigo.
–No. Sé que no. Tengo una extraña corazonada. Algo me dice que le ha pasado alguna cosa. Este viaje…, no sé… Tenía demasiada prisa por hacer este viaje. Todo fue muy extraño. No me dijo adonde iba… ¡Estoy preocupada! Dejó sobre la mesa un libro antiguo del que no entiendo nada y unos apuntes.
–¿Unos apuntes? – preguntó Raimundo-. ¿Qué apuntes?
–Es como una especie de código. Creo que está metido en alguno de sus líos con las antigüedades, con la búsqueda del Santo Grial. Me contó que su padre había muerto con la esperanza de dar con él. Ya sabes que Arturo está enfermo, muy enfermo. Creo que buscaba algo que le evitase entrar en quirófano.
–Sí, sé lo de su enfermedad, pero no tenía ni idea de que andaba tras el Santo Grial. Es sólo una leyenda y Arturo es una persona poco dado en creer en ese tipo de historias. Me extraña mucho que tuviera interés en buscar el Santo Grial.
–Lo sé, pero no sé si te habrá comentado lo de los anónimos que recibió. Es todo demasiado extraño. Creo que el que se haya dejado el libro sobre la mesa tiene que tener algún sentido.
–Déjalo todo tal como está. No toques nada hasta que regrese No creo que esto tenga nada que ver con su ausencia.
–Pero es que hay algo más -dijo Carlota.
–¿El qué?
–Pues lo que hay escrito en el papel. Parece una traducción…
–¿Qué pone? No creo que sea nada para que te alarmes así -dijo Raimundo intentando ocultar su interés.
–Creo que sí. Dice: «El que leyera estas páginas deberá ser de fe, para no perder lo hallado».
–Es una simple frase que pertenecerá a algún poema, no te preocupes -dijo Raimundo-. Arturo ha estado demasiado tranquilo desde que estás con él, y ya sabes que a él le gusta tener cierto nivel de estrés y desaparecer y aparecer. ¡No te preocupes! Espera hasta el mediodía. Seguro que para el almuerzo estamos todos comiendo juntos. Yo estaré en el despacho toda la mañana. Si necesitas algo me llamas, ¿de acuerdo? Y guarda el libro y los apuntes en su mesa.
–Está bien. Pero si te llama, hazme el favor de decírmelo. ¡Estoy asustada!
–Lo haré. Tranquilízate, Carlota. No ha pasado nada. Seguro.
–Raimundo… -inquirió de nuevo Carlota.
–Dime.
–¿No me estarás ocultando nada, verdad? – preguntó la mujer.
–¿Ocultándote algo yo? ¿Qué podría ocultarte?, dime.
–Me refiero a que no estará con alguna mujer. Si es así y tú lo sabes, dímelo. No me importa. Lo único que quiero es que esté bien, que no le haya pasado nada -dijo Carlota angustiada.
–No sé dónde puede estar. Pero tú sabes que lo más probable es que esté con alguna mujer. Le conociste estando casado. Mientras tú estabas con él, Adela le esperaba en su casa. Tú le has aceptado como es, ¿no es así? Vamos, deja de preocuparte, ¿de acuerdo? – dijo-. Y ahora tengo que dejarte, debo ir al despacho.
–Perdona.
–Carlota, te adoro. Si no estuvieses tan enamorada de mi cliente… Si no fueses la hermana de mi gran amigo Juan Antonio, te juro que te habría pedido que te casaras conmigo. No tengo nada que perdonarte. Nunca lo tendré.
–Eres un sol… Gracias, Raimundo.
–Juan Antonio, contesta tú -suplicó Carlota a su hermano.
–No, déjalo -dijo Raimundo, que les acompañaba-. Lo haré yo. Verás cómo es Arturo.
Raimundo descolgó el teléfono y contestó.
–Sí, soy su abogado. Sí, entiendo. Ahora mismo vamos hacia allí -Raimundo colgó el auricular y miró a Carlota, que permanecía abrazada a su hermano-. Le han encontrado…
Raimundo se encargó de cerrar la vivienda mientras Juan Antonio y Carlota salían precipitados camino del Instituto Anatómico Forense. Cuando los hermanos salieron del ático, Raimundo entró en el despacho de Arturo y buscó el manuscrito. Lo cogió junto con los apuntes que Carlota le había leído y se lo llevó.
Las diligencias policiales y forenses demostraron que Arturo Depoter había fallecido por un disparo de bala en la sien derecha de trayectoria descendente. La bala había quedado alojada en su cuello. A él lo habían matado después de haberle sedado con cloroformo. Rosario fue identificada como la autora material del asesinato del odontólogo. Tras sedarle con el cloroformo le disparó y le causó la muerte instantánea, después escribió una nota explicando su posterior suicidio. El forense ratificó que Rosario se introdujo en la bañera y, tras seccionarse las venas, se aplicó un pañuelo con cloroformo para evitar un posible arrepentimiento. Las cintas encontradas en el chalé de Rosario la involucraban directamente con todos los asesinatos que había cometido quien se conocía como el Octavo Jinete del Apocalipsis. Todos los indicios apuntaban a que Rosario había ido ejecutando una venganza contra el escritor Abelardo Rueda por el desprecio que éste le había hecho. Las denuncias que había interpuestas contra la joven ratificaron dicha tesis. El talón que Rosario había hecho efectivo y con el que efectuó la compra del chalé demostró que Arturo Depoter estaba siendo sometido a chantaje por ella. Chantaje que Carlota, Carlos y Raimundo, el abogado de la víctima, declararon conocer. Todo demostró que el fatal desenlace vino dado tras la entrega del segundo talón, que se encontró en la casa. La declaración de Carlota ayudó a la policía a verificar que Rosario se enamoró de Arturo tal como ella misma dejó escrito. Arturo, llevado por la desesperación, decidió hacer un nuevo pago a la mujer para intentar que ésta, de una vez por todas, le dejase en paz, ya que él pensaba que la joven estaba embarazada y que esa circunstancia le podría traer problemas en relación con su futuro enlace. La autopsia demostró que Rosario no estaba embarazada.
Las declaraciones de la policía a los medios de comunicación fueron escuetas: «Señores, el asesino al que ustedes apodaron el Octavo Jinete del Apocalipsis ha sido encontrado. Ya no cometerá más crímenes. Tras cometer el asesinato del prestigioso empresario y odontólogo don Arturo Depoter, se ha quitado la vida en su casa. Su nombre era Rosario Leginese, una enferma mental. Todo demuestra que hemos sido sometidos a un engaño perpetrado por una mente alterada pero sumamente inteligente».
–Sabe que no creo en esas cosas. Soy ateo. Le agradecería que me hiciera entrega del dinero. No puedo perder mucho tiempo.
–Le advierto que este dinero procede de la venta, del pago por la herejía que cometió el padre Jonás. No es dinero limpio. Estoy en mi deber de avisarle de lo que supone que usted lo coja.
–No diga más tonterías. Yo le entrego su libro y usted me paga la entrega. Lo suyo si que es sucio. Mira que ocultar información sobre Dios… Todos tenemos derecho a saber, ¿no, padre?
–¿Usted cree? – dijo el monje mirándole fijamente.
–Por supuesto.
–Creo que todos no. Debería plantearse pedirle perdón a Dios por sus crímenes.
–¡Oiga! ¡Cómo se atreve a acusarme de asesinato!
–Yo no le acuso de nada. Usted mató a la persona que tenía el libro. Podía haberlo conseguido sin matar a nadie. Nosotros ya estábamos tras sus pasos. Su mujer nos informó de sus descubrimientos. Pero usted se adelantó a nuestros propósitos. Todo le resultó demasiado fácil y en esta vida nada es fácil, créame. ¿No se ha parado a pensarlo? Todo cuesta un esfuerzo. Alguien le ha estado allanando el camino y debería haberse dado cuenta de que precisamente no es el camino del bien el que se le ha facilitado.
–¿Me va a dar el dinero? Tengo prisa -dijo Raimundo colérico.
–¡Por supuesto! Pero antes entregúeme las tres páginas que faltan, ¿o se las dejó por el camino? – Raimundo miró al sacerdote y el ejemplar. En aquel momento se dio cuenta de que había dejado en la caseta de Valdemorillo las páginas del libro y las láminas de Abelardo. Confuso y nervioso miró al monje-. Tenga -dijo el agustino entregándole un sobre-. En él están los dibujos que Abelardo Rueda hizo durante su permanencia en el psiquiátrico. Las páginas del libro sagrado están ya a buen recaudo. Hay que ser un poco más cuidadoso. El señor del mal siempre está acechando y es traicionero como sus servidores. Supo que usted devolvería el ejemplar y decidió nublar su memoria para que no lo entregase completo.
–Me estaban siguiendo. ¡Esto es increíble! Dejan que yo haga el trabajo sucio y ustedes se quedan con el botín.
–No equivoque los términos. Ya le dije que llegamos tarde. En esos dibujos hay algo que se le pasó por alto. También está usted reflejado, sólo que por lo que veo se ha convertido en ciego y no se ha visto. Creo que si hubiese sido más observador no habría matado a nadie. Sencillamente nos hubiera pasado la información y eso, el no cometer un pecado mortal, le habría limpiado el alma -dijo dándole el dinero a Raimundo-. Alfa y Omega, como usted escribió, todo es así. ¡Vaya usted con Dios!
Raimundo se quedó sentado en el porche del restaurante La Caña Vieja mirando cómo el coche del sacerdote tomaba rumbo a El Escorial. Pidió un café y sacó los dibujos de Abelardo. Fue observándolos incrédulo pero lleno de curiosidad hasta que llegó a uno que antes no había visto, que juraría que nunca estuvo en las paredes del hospital. En él aparecía un sacerdote con un libro en la mano: el Santo Grial. Al lado estaba el ciego, y el perro que llevaba sujeto a la cadena tenía su cara, la cara de Raimundo, como le había manifestado el agustino momentos antes. Sobrecogido, arrugó el papel con fuerza. «No debí entregarles el libro -pensó-. Todos los curas son iguales. Maldita historia. ¡Lo que me faltaba!, que la Iglesia me declare la guerra por conocer su secreto, cuando he sido yo el que les ha ayudado a recuperar el libro.»
Aquel doce de agosto Raimundo se dirigía a la editorial de Carlos. Desde la muerte de Arturo llevaba trabajando en una gran historia de suspense. ¡Por fin estaba terminada! Se acercó al quiosco de prensa y como cada mañana compró un ejemplar del periódico El País. En su primera página el titular reflejaba uno de los grandes acontecimientos astronómicos que había sucedido el día anterior, justo a la misma hora que él había dado por finalizada su obra. Raimundo tomó asiento en su terraza habitual y pidió el desayuno mientras leía el titular:
Miles de personas celebran la fiesta del Sol Negro
El último eclipse total del Sol del milenio apagó ayer la estrella por completo durante unos dos minutos en una franja de 14.000 kilómetros de largo, entre el Atlántico norte y el golfo de Bengala…
Raimundo sonrió. La coincidencia del eclipse de Sol con el fin de su obra le agradó. Seguro de sí mismo lo interpretó como un presagio que le traía recuerdos vagos de un sueño de infancia. Continuando con la lectura pasó a las páginas interiores. Sobresaltado se detuvo en la página veintitrés del diario. En la columna derecha figuraba la declaración de uno de los astronautas de la estación espacial Mir. El francés Jean-Pierre Haigneré, según manifestaba el diario, comparaba la visión del eclipse desde la nave con «Un dedo negro posado sobre la Tierra, como el dedo de una hechicera». Raimundo no pudo contener un escalofrío ante la comparación del astronauta. Por un momento tuvo el presentimiento de que aquella visión no correspondía al dedo de una hechicera, sino al del diablo. Cerró el diario y tras pagar la consumición se dirigió al despacho de Carlos.
–¡Qué sorpresa! – dijo el editor al verlo entrar-. Cuando me dijo mi secretaria que estabas aquí, no podía creérmelo. ¡Cuéntame como estás! Y Carlota, ¿se ha recuperado? – inquinó Carlos.
–Aún no. Pero se le pasará. Tienes un aspecto estupendo -dijo Raimundo.
–Sí. Vamos a tener otro niño. Las pruebas lo han confirmado.
–¡Enhorabuena! Eso es una gran noticia.
–Dime, ¿cómo es que has venido a verme? – preguntó Carlos.
–Traigo esto para ti -dijo Raimundo depositando un bloque de folios encuadernado sobre la mesa de Carlos.
–¡No puedo creerlo! Al fin te has decidido. ¿Es una novela?, ¿lo es? – Raimundo asintió con la cabeza-. Carlota la habrá leído, claro.
–No. Se ha negado. Verás, es que está basada en un hecho real: en los asesinatos que cometió Rosario. Cuento toda la historia, desde Abelardo Rueda hasta la muerte de Arturo… Por eso Carlota no ha querido leerla. Quiere olvidarse de todo eso.
–¡Lo entiendo! Pero que me perdone Carlota, esto puede ser un número uno en ventas -dijo Carlos cogiendo la copia-. Epitafio de un asesino es un título muy sugestivo -dijo el editor tras leerlo.
–Sí. Es el título que Abelardo decía haberle dado a la obra que nunca escribió. Lo he puesto en su memoria -contestó Raimundo
–Siempre supe que eras un escritor. Yo los huelo, los huelo a miles de kilómetros. Los editores tenemos un sentido especial. Es un don; oléis a libro recién impreso.
–Te entiendo. Yo siempre he pensado que todo tiene su olor. Incluso el futuro huele.
–¿Ves? Eso sólo lo podría haber dicho un literato. Empezaré a leerlo hoy mismo. No se la pasaré a nadie. Esto es como un embarazo; llevo gestando tu talento tanto tiempo que eres como mi hijo -dijo Carlos entusiasmado…
La nota decía: «Todo lo que el hombre es capaz de imaginar es realidad con el tiempo. Somos tan responsables de nuestros pensamientos como de nuestra imaginación, ya que ambos son el útero que engendra nuestras acciones».
La dedicatoria era para Arturo Depoter: «La vida, ¿qué es la vida? ¿Acaso un sueño?, ¿o tal vez un deseo? La vida a veces sólo forma parte de nuestra imaginación».
Raimundo miró a Carlos y sonrió. El editor palmeó la espalda del escritor y ambos emprendieron el camino hacia el Hotel Palace de Madrid, donde iba a ser llevada a cabo la presentación del libro. Cuando Raimundo salía por la puerta, un hombre vestido de negro que sujetaba a un perro asido a una cadena de gruesos eslabones de acero se le acercó extendiendo sus manos. Raimundo sacó un billete de mil pesetas y sonriente se lo ofreció, pero el ciego lo rechazó y quitándose las gafas dejó al descubierto el verde intenso de sus ojos. Le sujetó con fuerza del brazo y dijo:
–Octavo Jinete, he venido en busca de lo prometido. La era de la imaginación ha comenzado. ¿Recuerdas? Ya eres el mejor escritor del nuevo siglo, como te prometí. Ahora quiero ver escrita mi palabra.
Carlos retiró la mano del hombre que sujetaba el brazo de Raimundo y, sonriente, y le dio uno de los ejemplares de la novela.
–Tome, buen hombre. La novela y las mil pesetas. Coja usted las dos cosas, porque la literatura es el pan del alma, y con el dinero se compra el pan para el cuerpo -dijo Carlos agarrando con afecto al ciego.
–Gracias, editor. Volveremos a vernos -contestó el ciego guardándose la novela y el dinero en la bolsa de cuero que colgaba de su hombro izquierdo.
–¡Este hombre es increíble! ¿Sabes que cada vez que publicábamos una obra de suspense de Abelardo Rueda estaba en la puerta suplicando un ejemplar? Por eso siempre me cayó bien. Padece una enfermedad neurológica que le está dejando ciego. Es una especie de trashumante. Vive cerca del Monasterio de El Escorial, pero se pasa la mayor parte de los días caminando por los pueblos de la zona. Posee una cultura impresionante, sobre todo en temas teológicos. Si quieres saber algo sobre personajes extraños del Madrid antiguo o de los pueblos de los alrededores, él es la mejor fuente de información. Conoce todas y cada una de las apariciones que se han producido en la zona, y son muchas, créeme. Hacía tiempo que no le veía. No había vuelto a venir desde que Abelardo dejó de escribir. Cuando comenzaron sus problemas. ¡Y mira!, de nuevo aquí. Eso demuestra que la publicidad que hemos hecho sobre el lanzamiento de tu obra ha sido magnífica.
Raimundo no contestó. Permanecía inmóvil mirando cómo se alejaba aquel hombre vestido de negro. Sus ojos de iris color verde oscuro, donde no se apreciaba la pupila, le resultaron demasiado conocidos, tanto que le hicieron revivir, en un instante, aquel sueño de infancia y recordar la pregunta que le hizo la sor aquel día en el colegio:
-Dios mío, ¿y te dijo el ángel su nombre?
-Sí. Se llama Luzbel.
–¡Raimundo! – le llamó Carlos al ver que el escritor permanecía inmóvil mirando cómo se alejaba el indigente-. Vamos, sube al coche. ¿No me oyes? Raimundo, ¿qué te pasa? Cualquiera diría que has visto al diablo.

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18/06/2009
LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/